Premio CCEI 2001
A Virgilio no le gustaba leer.
Más aún: Virgilio odiaba leer.
Cierto que la palabra «odiar» es fuerte, espantosa, pero... era la realidad. Lo decía y reconocía él mismo, sin tapujos:
–Odio leer.
Y se quedaba tan campante.
De hecho todo había comenzado un día, mucho antes, cuando apenas salía de párvulo, y su profesora le había dicho:
–Virgilio, vas a leerte este libro.
Él preguntó:
–¿Por qué?
Y la profesora le soltó un grito:
–¡Porque te lo digo yo y se acabó!
Por lo que podía recordar, ese fue el origen, pero desde luego no todo residía en su rebeldía natural. No le gustaba que le dijeran que hiciera las cosas porque sí. Quería que le dieran un motivo lógico. Es cierto que la idea de leer nunca le había cautivado, pero solo le faltó que la maestra le diera aquella orden: cogió manía a los libros. Eran gordos –hasta los más finos le parecían gordos, como si tuviera anorexia en la vista–, estaban llenos de letras, de palabras que no entendía –y como no leía, aún las entendía menos, por supuesto–, y contaban historias que no le interesaban lo más mínimo. Tampoco le interesaban las historias de las películas que veía por la tele, pero al menos en las películas no tenía que imaginarse nada; allí se lo daban todo hecho, y encima se oían tiros y había persecuciones y...
Leer era como estudiar.
Y estudiar había que hacerlo, aunque fuese por necesidad, para aprender, no ser un ignorante, sacarse un diploma para encontrar un trabajo y todas esas cosas. Vale. Pero leer no era ninguna necesidad. Su padre no leía libros. Su madre no leía libros. Y estaban tal cual, ¿no? Trabajaban como locos para sacar la casa adelante como cualquier familia, y ya está.
Cierto que su padre le decía aquello de:
–Estudia, Virgilio, estudia, o serás un burro como yo, que no tuve tus oportunidades. ¡Ah, si pudiera volver atrás y empezar de nuevo!
Virgilio estaba seguro de que eso lo decían todos los mayores. ¿Volver atrás? ¿Empezar de nuevo? ¿Tener que ir a la escuela? ¡Ni locos, seguro!
Ser pequeño era un latazo.
Todo el mundo gritaba, ordenaba, mandaba, y tú ¡a callar y a obedecer!
Si no fuera porque era muy larga y estaba seguro de que no la comprendería, se habría leído la Declaración de Derechos Humanos para enterarse de si lo que le obligaban a hacer era legal o no. Como por ejemplo lo de leer. Semejante tortura mental no podía ser buena.
Y no era el único que pensaba así, por lo cual deducía que tampoco iba desencaminado del todo.
Salvo algunos listillos, en su clase al menos un tercio opinaba lo mismo de forma más o menos velada.
Así que cuando la profesora, la señorita Esperanza, les dijo aquello, se armó la revolución.
–Este trimestre vamos a leer este libro, y después vendrá el autor a hablar con nosotros.
Media docena de chicos y chicas de la clase se emocionaron mucho. Iban a ver a un escritor de carne y hueso. Virgilio creía que todos los escritores estaban muertos, o si no, que eran muy viejos, viejísimos, y tenían ya un pie en el otro barrio. O sea, que se sorprendió por la noticia. Le provocó cierta curiosidad que disimuló. En su mismo caso estaban otra docena de chicos y chicas. Se miraron entre sí sin decir nada. El resto protestó. Habrían protestado igual aunque la maestra les acabase de anunciar cualquier otra cosa, por llevar la contraria e incordiar.
Luego, al salir, hubo comentarios para todos los gustos.
–Será un muermo, seguro.
–Sí, un señor mayor, calvo, barrigón, con un bastón, cara de pocos amigos, y nos soltará el rollo de siempre.
–¡Qué aburrimiento!
María, como era habitual, fue positiva.
–Pero nos saltaremos una clase, ¿no?
Tuvieron que reconocer que eso era cierto.
El libro que tenían que leer era de los «gordos». Y sin dibujos. Un peñazo. A Virgilio le molestó incluso tener que ir a la librería y comprarlo. Estuvo a punto de proponerle a su compañero del alma, Tomás, que se compraran uno y lo compartieran. Pero la señorita Esperanza, que se las sabía todas, les dijo que quería verlos con sus respectivos libros en la mano. No había escape.
Tenían tres meses para leerlo. Todo el tiempo del mundo.
A los pocos días, la media docena de entusiastas que esperaba la visita del escritor como agua de mayo, ya comentaban y discutían entre sí aspectos de la novela, lo mucho que les había gustado, lo bien que escribía el escritor, lo fascinante de la historia.
Virgilio los contemplaba como si fueran de otro mundo.
Un mes después, el libro seguía sobre su mesa de trabajo, en casa. La profesora les preguntaba a los reticentes y ellos decían que «lo estaban leyendo».
–Pero ¿cómo puede tardarse un mes en leer un libro?
–A una página por día...
La señorita Esperanza se ponía pálida.
–¿Una pa… pa… página por día?
Dos meses después, Virgilio seguía sin tocar el libro.
Era de los pocos que aún no lo habían terminado.
Y cada vez más compañeros y compañeras, cuando concluían su lectura, se manifestaban entusiasmados y emocionados con ella.
Le picaba la curiosidad, pero nada más.
Así, sin darse cuenta, comenzó a transcurrir el tercer mes.
El escritor daría su charla una semana después.
Aquella misma noche, acorralado, furioso, lleno de amargura porque tenía cosas más importantes e interesantes que hacer, Virgilio cogió la dichosa novela y empezó a leerla.
Una página.
Dos.
Ni siquiera se dio cuenta. A la tercera, ya estaba enganchado.
Algunas palabras no las entendía, pero no perdió el tiempo en buscarlas en el diccionario. Prefería subrayarlas y ya las buscaría después. No podía dejarlo. Era trepidante, divertido, frenético, excitante, y además la historia le pareció fascinante. Muy bien pensada, y aún mejor contada. Aquel escritor era un genio.
Solitario, seguro. Pero un genio al fin y al cabo.
La excepción que confirmaba la regla, porque el resto, el resto de autores, Virgilio continuaba pensando que eran espantosamente aburridos, como los libros que escribían.
Cuando su madre le vino a buscar para cenar, le dijo que no tenía hambre.
Su madre le puso la mano en la frente al momento, dispuesta a comprobar si tenía fiebre.
Cenó a regañadientes, pero después pasó de ver la tele. Volvió a su habitación para seguir leyendo la novela. En esta oportunidad fue su padre el que le preguntó si pasaba algo, si tan mal iba en los estudios que se portaba bien de pronto para que no le castigaran en junio. Cuando le dijo que estaba leyendo un libro genial, su padre se quedó boquiabierto.
–Este chico... –comentó exhibiendo una sonrisa en dirección a su mujer–. Aún haremos algo con él.
Aquella noche tuvieron que apagarle la luz y quitarle el libro de las manos, porque no dejaba de leer ni un solo segundo. Acababa una página y empezaba la siguiente con avidez. Concluía un capítulo y se zambullía en el inmediato dispuesto a saber cómo proseguía la historia. Se daba cuenta de la agilidad del relato, de lo bien descritos que estaban los personajes, de lo excitante que era la progresión de la trama, y de que los capítulos, al ser muy cortos, incitaban a no parar. ¡Ah, sí, el escritor se las sabía todas, pero era un tipo genial! ¡Genial!
Seguro que tenía todos los premios habidos y por haber, incluido el Nobel.
¿Por qué no hacían películas de novelas como aquella, en lugar de las tonterías que se tragaba a diario por la tele?
Al día siguiente se llevó el libro al cole.
Continuó leyéndolo a la hora del patio.
Y por la noche, en casa, se repitió el numerito del día anterior. Su padre incluso cogió el libro para mirar el título, no fuera a tratarse de algo malo. Se quedó bastante impresionado.
–Pues vaya –suspiró–. Y pensar que solo vale un poco más que dos paquetes de tabaco, que es lo que me fumo al día.
Lo catastrófico fue que, justo antes del último capítulo, le obligaron a apagar la luz. No sirvieron de nada sus protestas. De nada.
Por eso esperó un ratito y, cuando sus padres se hubieron acostado, encendió de nuevo la luz y devoró las últimas cinco páginas de la novela, aquellas en las que todo se resolvía, todo cuadraba, todo encajaba.
Al cerrar el libro, tuvo un extraño sentimiento de pena.
Por haberlo terminado.
Claro que siempre podía volver a leerlo.
Virgilio se tendió en la cama, de nuevo a oscuras, y su mente se llenó de imágenes, recapitulando cada acción, los diálogos, la intensidad de aquella estupenda novela.
Estaba muy excitado.
Pese a lo cual, se durmió inmediatamente.
Soñó que él era el protagonista de la historia.
Los días que transcurrieron entre eso y la llegada del escritor, los vivió con mayor expectación. Quería conocer a la persona que había sido capaz de escribir algo como aquello. Eso sí, para salvaguardar su imagen, no le dijo ni a Tomás que ya había leído la novela. No fuera a pensarse nada raro.
En parte... le molestaba tener que reconocer que el libro era muy bueno.
Aunque por un libro...
El día que el escritor fue a hablar al colegio, Virgilio se sentó en primera fila.
El escritor no era viejo, ni estaba calvo, ni tenía barriga, ni ponía cara de que le doliera algo ni llevaba bastón. Más bien era todo lo contrario: cincuenta años, una abundante melena heredada de sus días hippiosos y roqueros, muy delgado, sonreía y bromeaba a cada momento y vestía de manera informal.
En lugar de sentarse en la silla, detrás de la mesa que le habían preparado para la charla, se sentó encima de la mesa. Destilaba una energía total. Cuando empezó a hablar, su voz sonó como un flagelo. A los cinco minutos, a Virgilio y a sus compañeros ya les dolían las mandíbulas de tanto reírse. A los diez, sin embargo, estaban callados como tumbas, para no perderse un ápice de aquel torrente verbal. Casi ni se dieron cuenta de lo rápidos que empezaron a transcurrir los minutos de aquella hora.
Y decía cosas muy interesantes.
Y las decía con una sonrisa en los labios.
Cuanto más serias, profundas o fuertes, más sonreía.
–Es un tipo legal –susurró a su lado Pedro.
Cierto. Los mayores les vendían tantas motos, que a veces encontrar a uno que fuese honesto, auténtico...
Lo que decía el escritor no sonaba a monserga, ni a rollo, ni a clase, ni a dogma, ni a nada que no fuese la naturalidad con que lo contaba todo.
Incluso lo de «leer».
–¿Qué queréis que os diga? A mí me salvó la vida leer, porque yo nací pobre, tartamudo, y según todo el mundo era un inútil. No recuerdo nada de lo que he estudiado, pero sí recuerdo todo lo que he leído. Y si lees cada día, es como hacer tres carreras. Además, leer es mágico. Un libro es como un disco, una película, un videojuego. Es puro entretenimiento, solo que diferente.
Hubo polémica. Alguien le preguntó por qué leer era tan importante, y expuso una teoría peregrina:
–Veréis, cuando veo una película en televisión, no dejo de sentirme un poco tonto, porque en el instante en que dan los anuncios, sé que medio millón de personas vamos a hacer pis, y otro medio se levanta para llamar por teléfono, hacerse un bocadillo o lo que sea. Y eso de hacer pis cuando lo «ordena» la tele... aunque tenga ganas, me hace sentir como un tonto. En cambio, leer un libro es puro individualismo, un acto de amor total, porque estás tú solo con el libro. Es muy difícil que alguien lea el mismo libro en el mismo momento, aunque no imposible; pero sí es casi imposible que lea la misma página, y ya es absolutamente imposible que aunque lo haga, sienta lo mismo. Esa es la clave. Si no sentimos nada, estamos muertos.
Luego se enrolló diciendo que lo mismo que un coche necesita gasolina para moverse, y el ser humano comida para existir, también el coche necesita aceite cada seis meses para estar engrasado, y añadió que el único aceite que conocía para engrasar la mente era leer.
Convenció a bastantes, aunque los reticentes...
–Yo prefiero jugar al fútbol, ver una peli en la tele, darle a un videojuego… –insistió Gonzalo.
La discusión fue total, pero el escritor ni se enfadó ni se puso plasta. Dijo que cada cual tenía el derecho de ser libre y escoger su vida, aunque se sentía triste cuando alguien le decía que no le gustaba leer.
O peor aún, que odiaba leer.
Virgilio se puso un poco rojo.
Después de lo mucho que le había gustado el libro, se sentía un tanto raro, culpable.
¿Tendría el escritor otros libros parecidos?
¿Conocería novelas tan interesantes como la suya?
Al terminar la charla, ovación incluida para el agotado autor, la clase entera formó una cola para que les dedicara los correspondientes libros. Virgilio esperó a ser el último, aunque Mercedes y Amparo también querían serlo, para que el escritor les hablase de música y de los artistas que conocía. Logró su propósito, dispuesto a perderse el recreo. Y cuando el hombre abandonaba el salón de actos, le asaltó con la mejor de sus determinaciones, aunque tampoco era necesario demasiado para que el escritor siguiera hablando como si tal cosa.
Parecía encantarle.
–Oiga, quiero que sepa que su libro es estupendo –fue lo primero que le dijo a solas.
–Me alegro de que te haya gustado. Creo que es una buena novela.
–Es genial –insistió Virgilio–. Se lo digo yo.
–Vaya, pareces un experto –se alegró el hombre.
–No, al contrario. Es el primer libro que leo entero y me gusta.
Se lo dijo con abierta sinceridad y franqueza, como el que va al médico y le cuenta todo.
–Entonces lo lamento –suspiró el escritor con un asomo de tristeza en los ojos.
–Por ese motivo quería hablar con usted –le tranquilizó Virgilio–. Quiero que me diga títulos de novelas suyas tan buenas como esta, o de otros autores.
El autor del libro que «casi» había cambiado su vida se le quedó mirando con seriedad.
–No servirá de nada que te diga una docena de títulos míos –le explicó–, o de otros escritores. Siempre tropezarás con un libro que no te guste, y volverás a dejar de leer.
–Entonces, ¿qué puedo hacer? –quiso saber Virgilio.
–Tú deberías leer El Libro.
–¿Qué libro?
–El Libro –se lo repitió enfáticamente.
–¿Se llama así, «El Libro»?
–Se llama de muchas formas, pero esta es la más simple.
–¿Y es bueno?
El escritor mostró una de sus sonrisas contagiosas.
Le puso una mano amiga en el hombro.
–Virgilio... porque tú eres Virgilio, ¿verdad? –continuó al asentir él con la cabeza–. El Libro es decisivo. No se trata de que sea bueno o malo. Es algo más. Si al terminarlo no estás motivado para seguir leyendo el resto de tus días... es que eres un caso perdido. Tampoco se trata de algo mágico, o desternillante, o emocionante o maravilloso. Es solo un libro, El Libro.Y según parece, tú estás en el momento oportuno para acercarte a él.
–¿Quién es el autor?
–No tiene autor.
–¿Es anónimo?
–Tampoco es exactamente eso.
A Virgilio empezaba a sonarle un poco raro todo aquello.
–¿Lo venden en cualquier librería?
–No –dijo el escritor con suavidad y algo de misterio–. El Libro no se vende.
–Pues si no se vende...
–¿Y para qué están las bibliotecas? El Libro únicamente puede leerse en la biblioteca pública.
–¿En cuál?
–En cualquiera. Tú entra, dirígete al bibliotecario o bibliotecaria, le dices que te envío yo y que quieres leer El Libro. Nada más.
No le tomaba el pelo. Hablaba en serio. Era de lo más sorprendente y, a pesar de sonar un tanto peregrino, Virgilio supo que no había nada de falso en las palabras del hombre. Le bastaba con mirarle a los ojos, y con sentir el arropamiento de su voz, y con notar la presión de aquella mano en su hombro.
Por la puerta del salón de actos aparecieron la señorita Esperanza y la directora del colegio, extrañadas de que su invitado tardara tanto. Aún le pegarían la bronca por entretenerle. Y luego se quejaban de que no demostraban «entusiasmo» por nada.
–Gracias –le dijo al escritor.
–A ti por tus palabras, amigo.
–Leeré ese libro, se lo prometo.
–En el fondo, ni siquiera hay que leerlo –el hombre dio un primer paso alejándose de él–. Hay que sentirlo.
Virgilio se quedó boquiabierto.
–Ah…
El escritor le tendió la mano. Se la estrechó. Su sonrisa fue como un manto. El chico se sintió muy bien, tranquilo, en paz.
Luego, el autor dio media vuelta y se reunió con las dos mujeres que ya le esperaban para acompañarle a tomar algo o hasta la salida.
Virgilio se quedó solo.
Inquietamente feliz.
O, por lo menos, algo así.
Virgilio salía de la escuela aún conmocionado por las palabras del escritor, y por ello con la cabeza en las nubes, cuando se tropezó con Tomás. Su amigo del alma le estaba esperando subido al muro exterior del colegio.
–¡Eh! –le llamó Tomás al ver que iba a pasar cerca sin siquiera mirarle.
–Ah, hola.
–¿Qué te ocurre?
–Nada, nada.
–Jo, pues tienes peor aspecto que yo, que ya es decir –Tomás saltó al suelo y se puso a caminar a su lado–. ¿También te ha cogido por su cuenta el Servando?
El profesor de matemáticas era uno de los «ogros» de la escuela.
–No, no es eso –dijo Virgilio–. Es por el escritor.
–Qué tío más chulo, ¿no? –se animó Tomás.
–Sí –reconoció su amigo.
–Un poco chalado, pero eso debe de darlo ser artista –manifestó con plena seguridad Tomás.
–Yo no creo que estuviese loco –dijo Virgilio–, aunque sí tenía algo especial. Cuando hablaba de la vida y el amor, de los sentimientos y las emociones, de que seamos nosotros mismos siempre, de...
–Sí, claro. Eso lo dice él porque ya tiene éxito y todo le ha salido bien en la vida.
–Un día fue como nosotros, también tuvo doce años, y ya soñaba con ser escritor –le recordó Virgilio.
Iba a contarle lo de El Libro, pero de pronto optó por callar. Sin saber muy bien la razón. Recordó que el escritor le había dicho que «ya estaba preparado para leerlo». ¿Lo estaría Tomás?
¿Y si, después de todo, le había tomado el pelo, y la primera bibliotecaria a la que preguntara le echaba con cajas destempladas de la biblioteca?
Mejor callar.
–Tendré que acabarme la novela –oyó rezongar a Tomás–. Todos decís que es tan buena... Además, la Espe querrá un trabajo para el examen, seguro –suspiró abatido–. Al final se me va a juntar todo, como siempre, y ¡hala, a catear, y a soportar el mosqueo de mi padre, y a pasarme un verano de perros!
–¿Has tenido algún problema con don Servando?
–¿Problema? ¡Qué va! Se ha puesto irónico. Yo diría incluso que se ha puesto en plan pasota. Me ha cogido y me ha dicho –Tomás se dispuso a hacer una de sus estupendas imitaciones del profesor de matemáticas–: Querido, no voy a perder el tiempo hablando con usted, recordándole que dos y dos no son cinco ni nada por el estilo. Voy a tratar, simplemente, de saber si tiene usted cerebro, o sea, si vale la pena que me digne leer sus exámenes o no. Por ese motivo voy a ponerle una prueba. Si es capaz de resolver el enigma que le plantearé, aprobará el trimestre, no por su contribución a las matemáticas, sino por tener cabeza. Algo es algo.
–¿En serio? –Virgilio alucinaba.
–Como te lo digo –Tomás bajó los ojos al suelo–. Lo malo es que ya se ha encargado de recordarme él que la dichosa prueba no la ha resuelto nadie jamás a la primera. Así que lo tengo crudo.
–¿Cómo? ¿La llevas encima?
–He de darle la solución mañana por la mañana.
–¿Te la ha dejado llevar a casa?
–Sí.
–¡Entonces está chupado! –exclamó Virgilio–. ¡Seguro que alguien da con la respuesta!
–¿Tú crees que alguien es capaz de resolver esto?
Y le enseñó a su amigo un pedazo de papel que extrajo del bolsillo, con cinco figuras escritas pulcramente.
Virgilio las contempló igual que si fueran un galimatías sin sentido.
–¿Y eso qué es? –se atrevió a preguntar.
–¡Eso es lo que digo yo! –lamentó su amigo–. Hay que averiguar cuál es la figura que sigue, la siguiente en ese orden lógico. Bueno, «lógico» según el Servando, claro, porque a mí me parece una memez. ¡Peor que esos jeroglíficos egipcios del museo que fuimos a ver el mes pasado! ¡Yo qué sé cuál puede ser la figura siguiente! ¡Llevo un buen rato mirándolo y cuanto más lo miro, más absurdo me parece!
–¿Y te ha dicho que nadie...?
–¿Qué te parece? ¡He tenido que aguantar su sonrisita diciéndome que es tan sencillo que el hecho de que nadie lo haya resuelto demuestra lo mal que está la raza humana! Según él, hemos dejado de pensar.
Don Servando era mucho don Servando.
A su lado, la señorita Esperanza era el ángel de la guarda.
–No sé qué decirte –se solidarizó Virgilio con su compañero–. Parece muy complicado, desde luego. Y seguro que al fin y al cabo tendrá truco, una chorradita.
–Ya, eso es lo que más me duele. ¡Mañana tendré que aguantar sus chanzas sobre lo de mi cerebro, y encima... el cate de turno! ¡Parece mentira que mi abuelo aún me diga que «esta es la mejor etapa de la vida» y que «ojalá pudiera volver a la niñez»! ¡Sí, hombre, venga ya!
Virgilio estaba boquiabierto.
Pero lleno de entusiasmo, feliz, sin preocuparse de lo extraordinario del caso, porque para eso la vida estaba llena de casualidades y sorpresas, cruzó la calle a la carrera dispuesto a aprovechar aquellos quince minutos de que disponía antes de llegar a casa.