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Notas

Créditos

1

Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenía una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad de amar está muriendo. No quiero morir.

Soy una mujer casada de treinta años. Mi marido es el señor Mijael Gonen, un hombre afable, geólogo. Yo le amaba. Nos conocimos en el edificio Terra Sancta hace diez años. Yo asistía de oyente a la Universidad Hebrea cuando aún se impartían las clases en el Terra Sancta.

Nos conocimos así:

Un día de invierno, a las siete de la mañana, yo iba por las escaleras. Un joven desconocido me agarró del codo. Su mano era grande y fuerte. Vi unos dedos cortos con las uñas planas, unos dedos pálidos con pelos negros en los nudillos. Se apresuró a evitar mi caída. Me apoyé en su brazo hasta que cesó el dolor. Me sentía confusa porque era humillante estar así, de repente, delante de extraños: ojos curiosos y escrutadores y sonrisas maliciosas. Y estaba desconcertada porque la palma de la mano del joven desconocido era ancha y cálida. Cuando me sujetó sentí el calor de sus dedos a través de la manga del vestido de lana azul que me había hecho mi madre. Era invierno en Jerusalén.

Quiso saber si me había hecho daño.

Le dije que quizás me había torcido un tobillo.

Comentó que la palabra «tobillo» le gustaba. Y sonrió. Su sonrisa era vergonzante y vergonzosa. Me sonrojé. No me negué cuando me pidió permiso para acompañarme a la cafetería de la planta baja. Me dolía el pie. El edificio Terra Sancta era un monasterio cristiano que fue cedido a la Universidad Hebrea cuando quedó bloqueada la carretera que conducía al campus de Har Hatzofim. Era un edificio frío de pasillos anchos y altos. Yo caminaba confusa tras el joven desconocido que me sujetaba. Era agradable obedecer su voz. No podía mirarle fijamente a la cara. Me la imaginé alargada, fina y oscura.

—Sentémonos —dijo.

Nos sentamos sin mirarnos. Sin preguntarme lo que quería, pidió dos tazas de café. Yo amaba a mi difunto padre más que a nadie en el mundo. Cuando mi nuevo conocido volvió la cabeza, vi que llevaba el pelo extremadamente corto y que no iba bien afeitado. Sobre todo debajo de la barbilla se le veían unos pelos oscuros. No sé por qué ese detalle me pareció importante, importante para bien. Me gustaron su sonrisa y sus dedos, que frotaban la cucharilla como si tuvieran vida propia y no dependiesen de él. Y a la cuchara le gustaba su contacto. Mi dedo quería tocarle suavemente debajo de la barbilla, en el lugar en donde surgían esos pelos mal afeitados.

Se llamaba Mijael Gonen.

Estaba estudiando tercero de geológicas. Había nacido y crecido en Jolón.

—Hace frío en tu Jerusalén.

—¿Mi Jerusalén? ¿Cómo sabes que soy de Jerusalén?

Me dijo que lo sentía si en esa ocasión se había equivocado, pero que no creía haberlo hecho. Había aprendido a distinguir a los hombres y mujeres de Jerusalén a simple vista. Al decir eso me miró por primera vez a los ojos. Sus ojos eran grises. Vi en ellos un destello de risa, pero no de alegría. Le dije que lo había adivinado. Efectivamente era de Jerusalén.

—¿Adivinado? ¡Oh, no!

Puso cara de ofendido, pero las comisuras de sus labios sonrieron: no, no lo había adivinado. Se veía claramente que yo era de Jerusalén. ¿Se veía? ¿También enseñaban eso en geológicas? No, claro que no. Eso lo había aprendido de los gatos. ¿De los gatos? Sí. Le gustaba observar a los gatos. Un gato jamás se haría amigo de alguien incapaz de amarlo. Los gatos no se equivocan con las personas.

—Eres un chico alegre —afirmé con regocijo. Me reí y mi risa me traicionó.

Después, Mijael Gonen me invitó a acompañarle al tercer piso del Terra Sancta, donde iban a proyectar unos documentales sobre el mar Muerto y la llanura costera.

Al subir las escaleras y pasar por el mismo sitio de antes, Mijael volvió a agarrarme del codo con su mano caliente. Era como si ese peldaño estuviera allí para que se tropezara en él. A través de la lana azul sentí cada uno de sus cinco dedos. Tosió con tos seca y entonces le miré. Él notó mi mirada y se puso colorado. Se le pusieron rojas hasta las orejas. La lluvia golpeaba las ventanas.

—¡Vaya chaparrón! —dijo Mijael.

—Sí, ¡vaya chaparrón! —corroboré en tono excitado, como si de pronto, por sus palabras, hubiese descubierto que éramos parientes.

Mijael titubeó.

—Ya al amanecer había niebla y soplaba un fuerte viento —añadió a continuación.

—En mi Jerusalén el invierno es invierno —dije en tono alegre, recalcando «mi Jerusalén», porque quería recordarle sus primeras palabras. Quería que siguiera hablando, pero no encontró respuesta. No era una persona ingeniosa. Así que volvió a sonreír. Un día de lluvia en Jerusalén, en el edificio Terra Sancta, en las escaleras entre el segundo y el tercer piso. No lo he olvidado.

En el documental vi cómo se evapora el agua hasta que queda solo la sal: cristales blancos y brillantes sobre fango gris. Y en esos cristales, los minerales son como finas y frágiles venas.

El fango gris se iba agrietando literalmente ante nuestros ojos, ya que, al tratarse de un documental instructivo, los procesos naturales se presentaban a cámara rápida. Las imágenes eran mudas. En las ventanas habían puesto telas negras para impedir que entrara la luz, aunque en el exterior la luz era invernal y turbia. Y había un viejo catedrático que, de vez en cuando, hacía aclaraciones y observaciones que yo no entendía. La voz del profesor sonaba rota y cansada. Recordé la bonita voz del doctor Rosenthal, el que me curó la difteria cuando tenía nueve años. Algunas veces, el catedrático señalaba con una fina vara la parte fundamental de las imágenes, para que los alumnos no desviaran la atención. Solo yo era libre de observar detalles que no tenían ninguna utilidad pedagógica, como por ejemplo, plantas del desierto aplastadas que, tenaces, aparecían una y otra vez en la pantalla a los pies de las máquinas de extracción de potasa. A la débil luz del proyector tenía plena libertad de mirar la vara, el brazo y las facciones del anciano catedrático, que me recordaba una ilustración de uno de los viejos libros que tanto me gustaban. Me vinieron a la memoria las oscuras xilografías de Moby Dick.

Retumbaron varios truenos fuertes y roncos. La lluvia golpeaba con furia las ventanas oscurecidas, como si tuviese algo urgente que decir y reclamase ansiosamente nuestra atención.

2

Yosef, mi difunto padre, solía decir: las personas fuertes son libres de hacer casi todo lo que quieren, pero ni siquiera las más fuertes son libres de querer aquello que quieren. Yo no soy especialmente fuerte.

Mijael y yo nos citamos esa misma tarde en el café Atara, en la calle Ben Yehuda. Se desencadenó una tormenta tan fuerte que parecía querer poner a prueba las paredes de piedra de Jerusalén.

Aún había restricciones. Nos sirvieron achicoria y azúcar en unos sobres diminutos. Mijael bromeó con esto, pero su chiste no tuvo ninguna gracia. No era una persona ingeniosa. O a lo mejor no lo había sabido contar bien. Aprecié su esfuerzo y me agradó ser yo la que le causaba tal tensión. Por mí había perdido la compostura y se esforzaba en mostrarse alegre y divertido. A los nueve años yo aún tenía la esperanza de llegar a ser un hombre de mayor, y no una mujer. De pequeña no tenía amigas. Me gustaban los chicos y los libros para chicos. Me peleaba, daba patadas y trepaba. Vivíamos en Kiriat Shmuel, muy cerca del barrio de Katamón. Había un descampado en cuesta con piedras, cardos y chatarra, y al final de la cuesta estaba la casa de los gemelos. Los gemelos eran árabes, Jalil y Aziz, los hijos de Rashid Shajada. Yo era una princesa y ellos mi guardia de Corps. Yo era una conquistadora y ellos mis oficiales. Yo era guardabosque y ellos cazadores. Yo era capitán y ellos marineros. Yo era espía y ellos agentes secretos. Deambulábamos por calles vacías, nos pateábamos los montes, pasábamos hambre, jadeábamos de cansancio, atormentábamos a los hijos de los ortodoxos, entrábamos a hurtadillas en el monte de Saint Simeon, insultábamos a los policías ingleses. Huíamos y perseguíamos. Nos escondíamos y salíamos en estampida. Yo dominaba a los gemelos. Era un placer frío. Como lejano.

—Eres una chica tímida —dijo Mijael.

Cuando nos tomamos el café, Mijael sacó una pipa del bolsillo de su abrigo y la dejó sobre la mesa, en medio de los dos. Yo llevaba unos pantalones de pana marrón y un grueso chaleco rojo. Las estudiantes de Jerusalén solían llevar chalecos así por aquellos años para dar una imagen de desaliño. Mijael apuntó con timidez que por la mañana, con el vestido de lana azul, parecía más femenina. Desde su punto de vista, por supuesto.

—También tú parecías distinto esta mañana —dije.

Mijael llevaba un impermeable gris. Durante todo el tiempo que estuvimos en el café Atara no se lo quitó. Al haber pasado del frío gélido al calor, sus mejillas ardían. Su cuerpo era extremadamente delgado. Cogió la pipa apagada y comenzó a trazar figuras en el mantel. Sus dedos jugando con la pipa me relajaban. Tal vez se arrepintió de pronto de lo que había dicho sobre mi ropa, pues, como enmendando un error, dijo que le parecía una mujer guapa. Al decir eso su mirada se concentró en la pipa. No soy especialmente fuerte, pero sí más que este chico.

—Háblame de ti —dije.

—No luché en las filas del Palmaj —dijo Mijael—. Estaba en la compañía de comunicaciones. Era radiotelegrafista en la brigada Carmelí.

Después decidió hablarme de su padre. El padre de Mijael era viudo, y trabajaba en el departamento de recursos hidráulicos del Ayuntamiento de Jolón.

Rashid Shajada, el padre de los gemelos, era funcionario del departamento técnico del Ayuntamiento de Jerusalén durante el Mandato británico. Era un árabe instruido que se comportaba con los desconocidos como un camarero.

Mijael me contó que su padre gastaba casi todo lo que ganaba en pagarle los estudios universitarios: Mijael era hijo único. Su padre tenía grandes esperanzas puestas en él. No estaba dispuesto a reconocer que su hijo era un chico del montón. Por ejemplo, solía leer con ansiedad los trabajos de geología de Mijael, y siempre los elogiaba con las mismas palabras: «Es un trabajo científico, un trabajo muy riguroso». El deseo de su padre era que Mijael fuese catedrático en Jerusalén, ya que su difunto abuelo paterno había sido profesor de ciencias naturales en la Escuela hebrea de Magisterio de Grodno. Un famoso maestro. El padre de Mijael opinaba que sería estupendo que la cadena continuase de generación en generación.

—Una familia no es una carrera de relevos y un oficio no es una antorcha —dije.

—Pero eso no puedo decírselo a mi padre —dijo Mijael—. Es un sentimental que utiliza las expresiones hebreas como se utilizaban antiguamente las delicadas piezas de una vajilla de porcelana. Ahora, cuéntame algo de tu familia.

Le conté que mi padre había fallecido en el año cuarenta y tres. Era un hombre tranquilo. Se dirigía a todo el mundo como si tuviese que pedir disculpas y ganarse un afecto que no se merecía. Tenía un negocio de radios y aparatos eléctricos, venta y pequeños arreglos. Desde su muerte, mi madre vive en el kibbutz Nof Harim con mi hermano mayor, Emmanuel. Al atardecer se sienta en la habitación de Emmanuel y de Rina, su mujer, se toma un té e intenta enseñar buenos modales a Yosi, mi sobrino, ya que sus padres pertenecen a una generación que menosprecia las buenas maneras. Se pasa todo el día encerrada en una pequeña habitación en un extremo del kibbutz leyendo a Turguénev o a Gorki en ruso, escribiéndome cartas en un hebreo confuso, tejiendo y escuchando la radio. El vestido azul con el que te gusté esta mañana también lo ha hecho Malka, mi madre.

—Estaría bien que tu madre y mi padre se conocieran —Mijael sonrió—. Seguro que tendrían mucho de que hablar. No como nosotros, Jana, que estamos aquí hablando de nuestros padres. ¿Te aburres? —preguntó Mijael con temor, y al hacerlo guiñó los ojos como si la pregunta le hubiese hecho daño.

—No —dije—, no me aburro. Se está bien aquí.

Mijael me preguntó si solo lo decía para no herirle. Respondí que no. Entonces le pedí que siguiera hablando de su padre. Me agradaba cómo lo contaba.

El padre de Mijael es una persona estricta y modesta. Por las tardes dirige gratuitamente la asociación del Partido de los Trabajadores de Jolón. ¿Dirige? Arrastra bancos, pega notas, hace copias de los anuncios y recoge las colillas después de las reuniones. Estaría bien que nuestros padres se conocieran. Ya lo ha dicho, y se disculpa por repetirse y cansarme. ¿Qué estudio en la universidad? ¿Arqueología?

Vivo en una habitación alquilada, con una familia ortodoxa en el barrio de Ahvah. Por las mañanas trabajo en la guardería de Sara Zeldin en Kerem Abraham. Por las tardes asisto a clases de literatura hebrea antigua y moderna. Pero solo voy de oyente.

La palabra oyente rima con atrayente. Mijael intentaba con todas sus fuerzas evitar el silencio, y para ello hacía juegos de palabras, esforzándose por resultar gracioso. Pero la broma no cuajó y volvió a repetirla. De pronto se calló y, enfurecido, hizo un nuevo intento de encender su rebelde pipa. Me alegré de su turbación. Por aquella época aún sentía repulsión por esos tipos viriles y duros que adoraban mis amigas: hombres bruscos del Palmaj que se abalanzan sobre ti derrochando sarcástica bondad, tractoristas de fuertes brazos que llegan cubiertos de polvo del Néguev como conquistadores de ciudades y se lanzan sobre las mujeres como si fuesen parte del botín. Me gustó la turbación del estudiante Mijael Gonen en el café Atara una tarde de invierno.

Un famoso científico entró en el café acompañado de dos mujeres. Mijael se inclinó hacia mí para susurrarme su nombre al oído. Al inclinarse sus labios rozaron mi pelo y pensé: ahora está aspirando el olor de mi cabeza. Ahora mi pelo cosquillea en su piel. Esos pensamientos me agradaron.

—Puedo leer tu mente. Eres transparente. Ahora te estás preguntando qué va a pasar. Cómo hay que continuar. ¿He acertado? —dije.

Mijael se sonrojó de pronto como un niño a quien le han sorprendido robando golosinas.

—Nunca antes he tenido novia formal.

—¿Antes?

Mijael apartó con cuidado su taza vacía. Me miró. En el fondo de su mirada, detrás de la modestia, flotaba un sarcasmo contenido.

—Hasta ahora.

Un cuarto de hora más tarde, el famoso profesor salió acompañado de una de las mujeres. Su amiga fue a sentarse a una mesa apartada y encendió un cigarro. Su rostro estaba triste.

—Esa señora está celosa —señaló Mijael.

—¿De nosotros?

—Tal vez de ti —Mijael quiso gastar una broma. No lograba ser gracioso a pesar de que lo intentaba con todas sus fuerzas. Si hubiera sabido decirle al menos que su esfuerzo no pasaba inadvertido. Que sus dedos eran fascinantes. No supe hacerlo. Callar me asustaba. Por tanto, le conté que me gustaba encontrarme con las personas famosas de Jerusalén, escritores y profesores. Había heredado esa afición de mi difunto padre Yosef. Cuando era pequeña, mi padre solía mostrármelos cada vez que se cruzaban con nosotros por la calle. A mi padre le gustaba mucho la expresión «de renombre mundial». Me susurraba con gran excitación que ese profesor que acababa de desaparecer por la puerta de una floristería era una persona de renombre mundial, o alguien que iba a adquirir fama mundial. Entonces yo veía a un anciano diminuto tanteando el camino con cuidado, como si estuviese perdido en una ciudad extraña. Cuando en clase estudiábamos los libros proféticos, me imaginaba a los profetas con el aspecto de los escritores y científicos que me mostraba mi padre: personas con rasgos delicados, con gafas, perilla canosa recortada y paso temeroso y dubitativo como si estuviesen bajando por la empinada ladera de un iceberg. Y cuando me imaginaba a esos hombres frágiles lanzando coléricas palabras sobre los pecados del pueblo, me echaba a reír, porque creía que ese arrebato de ira solo conseguiría sacar de sus bocas un agudo chillido. Si algún escritor o profesor entraba en su tienda de la calle Yafo, mi padre volvía a casa como tocado por un haz de luz. Repetía una a una, con devoción, las palabras banales que le habían dicho y se fijaba en las expresiones como si fueran monedas raras. También buscaba alusiones en sus frases, ya que le parecía que la vida era una lección de la que siempre había que aprender algo. Mi padre sabía escuchar. Una vez, un sábado por la mañana, nos llevó a mi hermano Emmanuel y a mí al cine Tel Or a oír los discursos de Martin Buber y de Hugo Bergman en la asamblea de la organización Brit Shalom. Y recuerdo un curioso episodio: al salir de la sala, el profesor Bergman se detuvo frente a nosotros y le dijo a mi padre: «Realmente no esperaba encontrarle hoy aquí, querido señor Liebermann. Perdón. Usted no es el señor Liebermann, ¿verdad? Y entonces ¿dónde le he visto a usted? Su cara me resulta muy familiar». Mi padre balbuceó. Palideció como si le hubiesen acusado de un delito. También el profesor se turbó y pidió disculpas por su error. Y tal vez debido a lo embarazoso de la situación, me puso la mano en el hombro y le dijo a mi padre: «De cualquier modo, tiene usted una hija —¿es su hija, no?— preciosa». Y debajo de su bigote se dibujó una amable sonrisa. Tampoco mi padre olvidó ese incidente en toda su vida. Hablaba de ello sin parar, con emoción y alegría. Incluso cuando estaba sentado en el sillón, en bata, con las gafas sobre la frente y los labios extenuados, mi padre parecía escuchar en silencio la voz de una autoridad invisible. Y sabes una cosa, Mijael, incluso hoy en día también yo sigo pensando a veces que seré la esposa de un profesor joven que alcanzará renombre mundial. La cabeza de mi marido despuntará bajo la luz del flexo entre pilas de viejos volúmenes alemanes. Y yo entraré de puntillas para dejar sobre su mesa un vaso de té, vaciaré el cenicero, cerraré las contraventanas en silencio y saldré sin que note mi presencia. Ahora te reirás de mí.

3

Las diez.

Mijael y yo pagamos cada uno lo suyo, como es habitual entre los estudiantes, y salimos hacia la oscuridad de la noche. Un frío punzante nos cortó la cara. Mi vaho se mezclaba con el suyo. Yo no tenía guantes, y Mijael me obligó a ponerme los suyos. Eran unos guantes de cuero basto y gastado. Luego mi mano tocó su abrigo. Sentí que era de un tejido grueso, rugoso y agradable. El agua corría a ambos lados de la calle hacia la plaza de Kikar Tzion como si algo terrible estuviese ocurriendo en ese instante en el centro de la ciudad. Una pareja bien abrigada, abrazada, pasó por delante de nosotros.

La joven dijo:

—No es posible. No puedo creerlo.

Y su pareja, riéndose:

—¡Qué infantil eres!

Permanecimos de pie un rato sin saber qué hacer. Sabíamos que no queríamos separarnos. La lluvia cesó y arreció el frío. Yo no podía soportar el frío. Estaba tiritando. Vimos los restos del agua a ambos lados de la calle. La carretera resplandecía. El asfalto absorbía la luz amarilla de los faros de los coches que pasaban, imitaba la luz y devolvía reflejos rotos. Por mi cabeza corrían retazos de ideas: cómo retener a Mijael un rato más.

—Estoy tramando algo contra ti, Jana —dijo Mijael.

—Ten cuidado, Mijael, puedes caer en tu propia trampa —dije.

—Estoy tramando algo perverso, Jana.

Sus labios temblorosos le traicionaban. En ese momento parecía un niño grande y triste, un niño a quien le han cortado el pelo casi al cero. Deseé comprarle un sombrero. Tocarle.

De repente Mijael alzó la mano. Un taxi se detuvo con un chirrido húmedo. Y su cálido espacio nos envolvió. Mijael le dijo al taxista que podía ir a donde quisiera, le daba igual. El taxista me lanzó una mirada pícara, llena de una turbia alegría. El salpicadero proyectaba sobre su cara una débil luz rojiza, parecía que le hubiesen desollado y estuviera en carne viva. Ese taxista tenía cara de sátiro. No lo he olvidado.

Estuvimos unos veinte minutos sin saber adónde íbamos. Nuestro aliento empañó los cristales. Mijael habló de geología: en Texas, en América, perforan en busca de agua y de pronto sale un chorro de petróleo. También aquí puede que haya yacimientos de petróleo ocultos. Mijael dijo: litosfera. Dijo: piedra arenisca. Estrato calcáreo. Dijo: precámbrico. Cámbrico. Rocas metamórficas. Rocas magnéticas. Tectónica. Y por primera vez sentí ese escalofrío interior que aún me sigue recorriendo cada vez que mi marido utiliza su extraño lenguaje: esas palabras se refieren a cosas que para mí, solamente para mí, son como una transmisión en clave. En el subsuelo actúan sin descanso fuerzas endógenas y exógenas opuestas. Las rocas de sedimentación blandas están en continuo proceso de desintegración debido a la fuerza de la presión. La litosfera es una capa de rocas duras. Debajo de esa capa de rocas duras se agita la pirosfera, que es el magma.

No estoy segura de que Mijael dijese esas palabras precisamente cuando estábamos en el taxi, en Jerusalén, por la noche, en invierno, el año cincuenta. Pero algunas de ellas se las oí entonces por primera vez. Y me sobrecogí. Era como si se me estuviese transmitiendo algún extraño y oscuro mensaje que no lograba descifrar. Era como un intento irracional de recordar una pesadilla pulverizada en la memoria. Resbaladiza como la trama de un sueño.

Mientras Mijael pronunciaba esas palabras, su voz era profunda y contenida. Las luces del salpicadero vibraban rojizas en la oscuridad. Mijael hablaba con absoluta responsabilidad, como si la precisión fuese en ese momento de máxima importancia. Si me hubiese cogido la mano, yo no la habría apartado. Pero mi amado estaba siendo arrastrado por una especie de entusiasmo contenido. Un pathos tranquilo y arrebatador. Me había equivocado. Sabía ser fuerte. Mucho más fuerte que yo. Lo acepté. Sus palabras me producían una tranquilidad similar a la que me envolvía después de la siesta, la tranquilidad del despertar hacia el ocaso, cuando el tiempo se redondea y yo estoy en calma y las cosas están en calma a mi alrededor.

El taxi pasó por calles mojadas que no pudimos identificar, ya que los cristales estaban cubiertos por dentro con el vaho de nuestra respiración. Los dos limpiaparabrisas acariciaban el cristal delantero. Llevaban un ritmo moderado, como si obedecieran una ley estricta.

Al cabo de veinte minutos, Mijael le dijo al conductor que parase, porque no era rico y nuestra carrera costaba ya como cinco comidas en el comedor de estudiantes del final de la calle Mamila.

Bajamos del taxi en un lugar que no conocíamos: una callejuela empinada y pavimentada con adoquines tallados. El suelo era azotado por la lluvia, pues mientras tanto había empezado a llover de nuevo. Un frío intenso nos laceraba. Caminábamos despacio. Estábamos calados hasta los huesos. Mijael tenía el pelo empapado. Estaba muy gracioso, parecía un chico llorando. Entonces alargó un dedo amado y me quitó una gota de lluvia que me colgaba de la barbilla. De pronto nos encontramos en la plaza que está delante del edificio Generali. Un león con alas, un león mojado y gélido, nos miró desde arriba. Mijael estaba dispuesto a asegurar que el león se estaba riendo por lo bajo:

—¿No lo oyes, Jana? ¡Se está riendo! Mira y se ríe. Y en mi opinión, con razón.

—¿No es una pena que Jerusalén sea tan pequeña como para no poderse perder en ella? —dije.

Mijael me acompañó a lo largo de la calle Melisanda, la calle Haneviim y la calle Strauss, llamada también la calle de la salud por la casa de salud que hay allí. No encontramos ni un alma. Era como si sus habitantes hubiesen abandonado la ciudad y nosotros dos fuésemos sus dueños y señores. De pequeña jugaba a ser la princesa de la ciudad. Los gemelos hacían de dóciles súbditos. A veces los incitaba a ser súbditos rebeldes y después los doblegaba con mano dura. Era un gran placer.

Por la noche, en invierno, los edificios de Jerusalén parecen espectros de color gris gélido sobre una cortina negra. Un paisaje de violencia contenida. Jerusalén sabe ser una ciudad abstracta: piedras, pinos y hierro oxidado.

Gatos con la cola tiesa cruzaban las calles desiertas. Los muros de la callejuela nos devolvían el eco de nuestros pasos después de hacerlos más sordos y más lentos.

Permanecimos unos cinco minutos junto a la puerta de mi casa.

—Mijael, no te invito a subir a mi habitación ni puedo ofrecerte un té caliente porque los dueños del piso son ortodoxos —dije—. Cuando alquilé la habitación me comprometí a no invitar a hombres. Y son las diez y media de la noche.

Cuando dije «hombres», los dos nos reímos.

—No esperaba que me invitaras a entrar a estas horas en tu habitación —dijo Mijael.

—Mijael Gonen, eres un perfecto caballero y te doy las gracias por esta tarde. Por toda la tarde —dije—. Si me invitaras otro día a pasar contigo una tarde parecida, creo que no lo rechazaría.

Se inclinó hacia mí. Con la mano derecha me estrechó con fuerza la mano izquierda. Después la besó. Su movimiento fue brusco, como si hubiera estado ensayándolo por el camino, como si hubiera contado en voz baja hasta tres antes de inclinarse para besarme. A través de los guantes de cuero que me había prestado al salir del café penetraba en mi piel una fuerte ola de calor. Un viento húmedo agitó por un instante las copas de los árboles. Como un príncipe de una película inglesa, Mijael besó mi mano a través de su guante, solo que Mijael estaba empapado y no se acordó de sonreír, y el guante tampoco era blanco.

Me quité los guantes y se los ofrecí. Se apresuró a ponérselos mientras mantenían aún el calor de mi cuerpo. Un enfermo tosió detrás de una persiana bajada en el segundo piso.

—¡Qué extraño estás hoy! —sonreí.

Como si le conociera de antes.

4

Recuerdo con agrado la difteria que tuve a los nueve años. Fue en invierno. Pasé muchas semanas en la cama enfrente de la ventana que daba al sur. A través de la ventana veía un espacio turbio de jirones de niebla y lluvia: el sur de Jerusalén, la sombra de las montañas de Belén, Emek Refaim, los barrios árabes ricos del valle. Era un mundo invernal sin delinear, un mundo de bloques entre el gris pálido y el gris oscuro. También podía ver los trenes y acompañarlos un buen rato con la mirada a lo largo de Emek Refaim, desde la ennegrecida estación hasta las curvas al pie del pueblo árabe de Bet Tzafafa. Le daba órdenes al tren. Mis leales soldados dominaban las cimas de las montañas. Era un emperador de incógnito. Un emperador cuya autoridad no se había resentido por la distancia y el aislamiento. En sueños, los barrios del sur habían sido trasladados a las islas Saint Pierre y Miquelón, que había visto en el álbum de sellos de mi hermano Emmanuel. Sus nombres me conquistaron. Era capaz de continuar soñando despierta. Las noches y los días pasaban de un tirón. La fiebre alta lo facilitaba. Fueron semanas vertiginosas, multicolores. Era una reina. Las cosas se movían entre la autoridad fría y la rebelión desatada. Los bajos fondos me tendían una emboscada. Estaba en manos del populacho, prisionera, humillada, torturada. Pero en la sombra, algunos de mis fieles urdían un plan de rescate. Confiaba en ellos. Soportaba gustosamente los tormentos por orgullo. Por la posible restauración de la autoridad. El doctor Rosenthal solía decir que me aferraba a la enfermedad con uñas y dientes y que había niños que preferían estar enfermos y se negaban a curarse porque, en cierto sentido, la enfermedad es un estado de libertad. Cuando me restablecí, a finales del invierno, conocí el sabor de la diáspora. Perdí la alquimia, la capacidad de ordenar a los sueños que continuasen transportándome también despierta. Incluso ahora siento como una caída cada vez que me despierto. Y me burlo de mí misma por el vago deseo de estar enferma.

Cuando me despedí de Mijael subí a mi habitación. Me preparé un té. Permanecí como un cuarto de hora junto a la estufa de queroseno y me calenté sin pensar en nada. Pelé una manzana que me había enviado mi hermano Emmanuel desde el kibbutz Nof Harim. Recordé cómo Mijael había intentado encender tres o cuatro veces su pipa sin conseguirlo. Texas es una tierra fascinante: una persona cava en su patio un agujero para plantar un árbol y de repente sale un chorro de petróleo. Jamás había pensado en esa dimensión, en los mundos interiores que existen bajo nuestros pies. Minerales, cuarzos, dolomitas y muchas cosas más.

Después escribí una breve carta a mi madre, a mi hermano y a su familia. Informé a todos de que me encontraba bien. Por la mañana debía acordarme de comprar un sello.

En la literatura de la Ilustración hebrea se describe con frecuencia la guerra entre la luz y la oscuridad. Y el escritor está interesado en que la luz venza a la oscuridad. Yo tengo que confesar que la oscuridad me gusta más, porque está más viva y es más cálida que la luz. Sobre todo en verano. La luz blanca ultraja a Jerusalén. Avergüenza a la ciudad. Pero en mi interior no hay ninguna guerra entre la oscuridad y la luz. Recuerdo cómo tropecé aquella mañana en las escaleras del edificio Terra Sancta. Fue un momento humillante. Una de las razones por las que me gusta dormir es porque odio tomar decisiones. En los sueños también se dan a veces situaciones difíciles, pero siempre actúa alguna fuerza que decide en tu lugar y tú eres libre de ser una canoa que pone rumbo hacia donde los sueños elijan fluir mientras todos los marineros duermen. Y más aún, la hamaca blanda, las gaviotas y la extensión de las aguas, que a su vez es un estrato que respira suavemente y un vértigo de profundidades posibles. Lo sé: el fondo del mar se considera un lugar frío. Pero no siempre. Y no del todo. Una vez leí algo sobre corrientes cálidas y volcanes submarinos. En un determinado punto del gélido abismo, bajo las profundidades, se oculta a veces una cavidad cálida. Cuando era pequeña me gustaba leer una y otra vez el ejemplar que tenía mi hermano de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Hay noches fecundas en que descubro un camino secreto en las profundidades del mar y avanzo en la oscuridad entre monstruos marinos verduscos y viscosos hasta que llamo a la puerta de una cavidad cálida. Allí está mi lugar. Allí, un misterioso capitán me espera entre libros, pipas y mapas. Su barba es negra, sus ojos retienen rayos hambrientos, me manosea como un salvaje y yo dulcifico su odio efervescente. Además, pequeños peces nos atraviesan como si fuésemos de agua. Al pasar me hacen sutiles incisiones de placer abrasador.

Para el seminario del día siguiente leí dos capítulos de Mapu, del libro Amor a Sión. Si yo fuera Tamar obligaría a Amnón a permanecer de rodillas ante mí durante siete noches. Después de contarme en estilo bíblico sus penas de amor, le ordenaría que me llevase en un barco de vela a las islas del archipiélago, a esos lugares remotos donde también los pieles rojas se reencarnan en maravillosas criaturas marinas con puntos plateados y destellos eléctricos, y las gaviotas revolotean en espacios azules.

También la desierta estepa rusa me atraviesa por las noches. Llanuras vidriosas con una capa de escarcha azulada que refleja los rayos de una luna salvaje. Y hay un trineo y una piel de oso, y la espalda negra de un cochero muy abrigado y una carrera de caballos desbocados, y en la oscuridad brillan los ojos de los lobos, y un árbol solitario, un árbol muerto, permanece en la ladera blanca, y las noches se suceden en la estepa y las estrellas están despiertas, tramando algo. De pronto, el cochero dirige hacia mí un rostro tosco, como esculpido por la mano de un escultor ebrio. De su espeso bigote cuelgan carámbanos. De su boca entreabierta parece salir el aullido del viento helador. El árbol muerto que permanece solo en la ladera no está allí en vano, tiene una función que desconozco despierta. Pero incluso cuando me despierto recuerdo que la tiene. Y así no vuelvo con las manos completamente vacías.

Por la mañana fui a comprar un sello. Envié la carta a Nof Harim. Comí un panecillo y un yogur y luego me tomé un té. La casera, la señora Tarnopoler, entró en mi habitación para pedirme que le comprara por la tarde una lata de queroseno. Mientras me tomaba el té aún tuve tiempo de leer otro capítulo de Mapu. Y en la guardería de Sara Zeldin una niña perspicaz acertó a decir:

—Jana, hoy estás contenta como una niña.

Me había puesto el vestido de lana azul y un pañuelo de seda rojo al cuello. Al mirarme al espejo me alegré de que con ese pañuelo pareciera una joven decidida capaz de perder de repente el control.

Al mediodía, Mijael me estaba esperando a la entrada del edificio Terra Sancta, junto a las pesadas puertas de hierro decoradas con relieves de metal negro. Llevaba en los brazos una caja llena de muestras geológicas. Aunque se me hubiese ocurrido, por ejemplo, estrecharle la mano, no habría podido.

—¿Otra vez tú? —dije—. ¿Quién te ha dicho que me esperes aquí? ¿Es que hemos quedado, o algo así?

—Ahora no llueve y no estás empapada —dijo Mijael—. Cuando estás empapada eres mucho menos valiente.

Después, Mijael llamó mi atención sobre la sonrisa pícara, burlona, de la Virgen esculpida en bronce en lo alto del edificio. Tenía los dos brazos extendidos, como si pretendiese abrazar toda la ciudad.

Bajé al sótano, a la biblioteca. En un pasillo oscuro y estrecho, entre cajas lacradas, me tropecé con el amable bibliotecario. Era un hombre bajo y con kipá con el que solía intercambiar saludos y graciosos juegos de palabras. Y también él, como si hubiera hecho un gran descubrimiento, me preguntó:

—¿Qué le ha pasado hoy, señora? ¿Buenas noticias? La señora está ahora radiante como la aurora.

Y en el seminario sobre Mapu, el profesor Kurioz Apaini contó una historia sobre una casta de ortodoxos fanáticos que creían que, desde que Abraham Mapu publicó el libro Amor a Sión, se había multiplicado el número de asientos en las casas de placer. ¡Que Dios nos proteja!

¿Qué le pasaba hoy a todo el mundo? ¿Acaso habían estado cuchicheando? Mi casera, la señora Tarnopoler, compró una estufa nueva. Me sonrió.

5

Por la tarde se aclaró un poco el cielo. Jirones azules flotaban hacia el este. El aire era húmedo.

Mijael y yo quedamos en encontrarnos junto al cine Edison. Quien llegara antes compraría dos entradas para la película en la que actuaba Greta Garbo. La protagonista de la película moría a causa de un amor no correspondido tras haber sacrificado su cuerpo y su alma por un hombre perverso. Durante la proyección de la película tuve que contener la risa: el sufrimiento y la brutalidad me parecían dos símbolos matemáticos de una ecuación simple, y no me seducía la idea de intentar despejar las incógnitas. Ni siquiera llegué al hastío. Sentí que estaba completamente saturada. Por tanto, apoyé la cabeza en el hombro de Mijael y observé la pantalla de soslayo hasta que las imágenes se convirtieron en una sucesión vertiginosa de tonalidades entre el blanco y el negro y, sobre todo, en distintas gamas de gris claro.

—La emoción se hincha y se convierte en un tumor maligno cuando las personas están satisfechas y ociosas —dijo Mijael cuando salimos.

—Es una banalidad —dije.

—Entiéndelo, Jana, el arte no es lo mío. Yo soy un hombre práctico, como se suele decir —respondió Mijael.

—También eso es una banalidad —no desistí.

—¿Y qué? —Mijael sonrió.

Cuando no tenía respuesta, ponía la sonrisa de un niño que observa las estupideces que hacen los adultos: una sonrisa vergonzosa y vergonzante.

Bajamos por la calle Isaías hacia la calle Gueulá. Estrellas punzantes se veían en el cielo de Jerusalén. Muchas farolas del Mandato británico habían sido destrozadas durante los bombardeos de la guerra de la Independencia. En los años cincuenta casi todas seguían hechas añicos. Al final de las callejuelas podíamos ver la sombra de las montañas.

—Esto no es una ciudad —dije—, es una ilusión. Por todas partes irrumpen las montañas: Hacastel, Har Hatzofim, Augusta Victoria, Neve Samuel, Miss Carey. De pronto uno descubre que la ciudad es muy inestable.

—Jerusalén después de la lluvia produce tristeza. De hecho, ¿cuándo no provoca tristeza? Pero en cada momento y en cada estación la tristeza es diferente —dijo Mijael.

El brazo de Mijael me rodeó los hombros. Yo metí las manos en los bolsillos de mis pantalones de pana. Saqué una un momento para tocarle debajo del mentón. Le dije que ese día se había afeitado a conciencia, no como cuando nos conocimos en el Terra Sancta. Seguro que lo había hecho para agradarme.

Mijael se quedó desconcertado. Me mintió diciendo que casualmente acababa de comprar una navaja nueva. Yo me eché a reír. Él dudó y al final decidió unirse a mi risa.

En la calle Gueulá vimos a una ortodoxa con una cofia blanca en la cabeza que abría una ventana en el tercer piso y sacaba medio cuerpo como si pretendiera tirarse a la calle. Pero se limitó a cerrar las pesadas contraventanas de hierro. Los goznes chirriaron como si estuviesen desesperados.

Cuando pasamos cerca del patio de la guardería de Sara Zeldin, le conté a Mijael que trabajaba allí. ¿Soy una maestra severa? Él cree que debo ser una maestra severa. ¿Por qué lo cree? No lo sabe. Es como un niño, digo yo, que empieza a decir algo y no sabe cómo terminar. Expresa una opinión y no es capaz de sostenerla. Igual que un niño.

Mijael sonrió.

De uno de los patios, en la esquina de la calle Malaquías, salieron chillidos de gatos. Eran gritos fuertes, histéricos. Luego oímos dos gemidos ahogados, y al final un llanto monótono, débil, rendido, como de resignación y desesperanza. Un llanto perdido.

—Gritan de amor. Jana, ¿sabías que los gatos están en celo precisamente en invierno, durante los días más fríos? —dijo Mijael—. Cuando me case tendré un gato. Siempre quise tener un gato, pero mi padre no me dejaba. Era hijo único. Los gatos gritan cuando se aman, porque no tienen modales ni ninguna consideración. Nada de nada. Me imagino que un gato en celo debe de sentir como si una mano extraña lo cogiera y lo apretara con fuerza. Es un dolor físico. Abrasador. No, no lo he aprendido en geológicas. Sabía que te ibas a burlar de mí. Vámonos.

—De pequeño fuiste un niño muy mimado —dije.

—Era la esperanza de la familia —dijo Mijael—. Y lo sigo siendo. Mi padre, las cuatro hermanas de mi padre y todos los demás apostaban por mí como si fuese su caballo, y como si los estudios universitarios fuesen una carrera. Jana, ¿qué haces por la mañana en tu guardería?

—¡Qué pregunta tan rara! Hago lo que hacen todas las maestras del mundo. Hace un mes, en Janucá, hice peonzas de papel y recorté macabeos de cartón. A veces recojo hojas secas del patio. A veces aporreo el piano. Y con frecuencia cuento a los niños cuentos que me sé de memoria sobre indios, islas, viajes, submarinos. Cuando era pequeña me aferraba a los libros de Julio Verne y de Fenimore Cooper que pertenecían a mi hermano Emmanuel. Creía que si trepaba a los árboles, me peleaba y leía libros de chicos, aparecerían en mi cuerpo rasgos de niño y dejaría de ser una niña. Para mí ser niña era una humillación. Sentía aversión y asco hacia las mujeres. Incluso ahora, a veces añoro encontrar a un hombre como Miguel Strogoff. Un hombre corpulento y fuerte, pero moderado y muy tranquilo. Debe ser así: taciturno, leal, reservado, y apenas capaz de sofocar la corriente de energía interior. No, no tiene nada que ver contigo. No te estoy comparando con Miguel Strogoff. ¿Por qué iba a hacerlo? En absoluto.

—Si nos hubiéramos conocido de niños —dijo Mijael—, me habrías pegado. En primaria, las chicas más salvajes solían tirarme al suelo. Yo era lo que se suele llamar un buen chico: flemático pero aplicado, responsable, honesto y leal. Ahora no soy flemático.

Le hablé de los gemelos. Me peleaba con ellos con rabia. Después, a los doce años, me enamoré de los dos. Se llamaban Jalil y Aziz, yo los llamaba Jalziz. Eran unos chicos muy guapos. Dos marineros obedientes y fuertes del barco del capitán Nemo. Casi no tenían palabras. Permanecían en silencio o utilizaban sonidos guturales. No les gustaban las palabras. Eran dos ágiles lobos de color marrón grisáceo con dientes blancos. Dos salvajes oscuros. Piratas. ¿Qué sabrás tú, pequeño Mijael?

Luego Mijael me habló de su madre. Su madre falleció cuando tenía tres años. Recuerda una mano blanca. No recuerda ninguna cara. Las fotografías son escasas y de muy mala calidad. Le crió su padre. El padre de Mijael le educó como a un niño judío socialista: historias sobre los niños de los hasmoneos, los niños del shtetl, los niños de los inmigrantes clandestinos y los niños de los kibbutzim, leyendas sobre los niños hambrientos de la India, sobre los niños de la revolución de octubre en Rusia. Corazón, de Edmondo de Amicis. Niños heridos pero que salvan la ciudad. Niños que reparten su último pedazo de pan. Niños explotados y luchadores. Por otra parte, estaban sus cuatro tías, las hermanas de su padre: un niño debe ser limpio y aplicado, debe estudiar y ser alguien en la vida. Un joven médico útil a su patria y muy respetado. Un joven abogado que argumente con energía ante los jueces británicos y sea mencionado en todos los periódicos. El día que se proclamó la independencia, mi padre se cambió el apellido Ganz por Gonen. Soy Mijael Ganz. Mis amigos de Jolón aún me llaman Ganz. Pero tú, Jana, no me llames Ganz, sigue llamándome Mijael.

Pasamos ante los muros del cuartel Schneller. Hace muchos años había ahí un orfanato sirio. Ese nombre me recordó una vieja angustia cuya causa no podía recordar. Una campana lejana repicó sin cesar por el este. No quise contar sus tañidos. Mijael y yo estábamos abrazados. Mi mano estaba helada y la de Mijael caliente.

—Manos frías, corazón caliente, y manos calientes, corazón frío —bromeó Mijael.

—Mi padre tenía las manos calientes y el corazón caliente —dije—. Tenía una tienda de aparatos eléctricos y radios, pero era un mal comerciante. Lo recuerdo fregando platos con el delantal de mi madre, limpiando el polvo con un paño, sacudiendo la ropa de cama, preparando exquisitas tortillas de dos huevos, bendiciendo distraídamente las velas de Januká, valorando la opinión de cualquiera, ansioso por agradar. Era como si todo el mundo lo fuese a juzgar y él, agotado, tuviera que destacar siempre en una prueba sin fin y sin descanso para borrar una tara invisible.

—Jana, el hombre que se convierta en tu marido deberá ser una persona muy fuerte —dijo Mijael.

Comenzó a chispear. Había una niebla gris. Densa. Los edificios parecían haber perdido su peso. En Mekor Baruj, una moto pasó delante de nosotros y nos salpicó. Mijael estaba inmerso en sus pensamientos. Junto a la puerta de mi casa me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla. Él me secó la frente mojada con la palma de su mano caliente. Sus labios rozaron tímidamente mi piel. Después me llamó jerosolimitana fría y bella. Yo le dije que me gustaba. Si fuera su mujer no le permitiría estar tan delgado. En la oscuridad parecía un chico frágil. Mijael se rió. Si fuera su mujer, dije, le enseñaría a contestar cuando le hablan, sin limitarse a sonreír como si en el mundo no hubiera palabras. Mijael tragó saliva, miró hacia la barandilla de las deterioradas escaleras y dijo:

—Quiero casarme contigo. Pero, por favor, no me contestes ahora.

De nuevo cayeron gotas heladas. Tirité. Por un instante me agradó no saber cuántos años tenía Mijael. Estaba temblando por su culpa. Obviamente no podía invitarle a mi habitación. Pero ¿por qué no le proponía que fuésemos a la suya? Por dos veces, Mijael había querido decir algo a la salida del cine, y en ambas ocasiones le había interrumpido diciendo: es una banalidad. No recuerdo lo que Mijael había intentado decir. Por supuesto que podría tener un gato. Qué tranquilidad me infundía. ¿Por qué iba a tener que ser muy fuerte el hombre que se casara conmigo?

6

Una semana más tarde fuimos a visitar el kibbutz Tirat Yaar, en las montañas de Jerusalén.

En Tirat Yaar, Mijael tenía una amiga del colegio, una compañera de clase que se había casado con un miembro del kibbutz. Mijael me rogó que le acompañase. Era muy importante para él, dijo, presentarme a su amiga.