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El triturador de huesos

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Créditos


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Título original: Der Knochenmann

Edición en formato digital: marzo de 2012

© 1997 Rowohlt Taschenbuch Verlag GmbH, Reinbek bei Hamburg

© De la traducción, María Esperanza Romero, 2011

© Ediciones Siruela, S. A., 2011, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9841-627-5

Conversión a formato digital: El poeta. Editores digitales, S. L.

www.siruela.com

El triturador de huesos

13

Cuando Brenner despierta de su inconsciencia cree que han pasado sólo dos minutos y no un par de semanas; semanas en las que su dedo ha vuelto a formar parte de su mano. Sin embargo, no es de extrañar que crea que aún se halla en el sótano de Marko.

–Primero me salvas la vida y luego me dejas morir aquí de tedio –le dice Jacky desde su cama, apenas Brenner abre los ojos.

Porque Jacky ya está estupendamente bien. Le han hecho ganar dos kilos; todo a base de infusiones, claro está. Pero desde ayer ya ha podido ingerir una pizca de puré de patatas.

Brenner intenta decir algo, pero siente la boca aún un tanto extraña y no puede por menos que pensar en Milovanovic, en el implante de platino que le pusieron cuando Ortovic le destruyó la cara.

Cuando ve el grueso vendaje que cubre su dedo, todo vuelve a su mente y poco falta para que el recuerdo lo devuelva al coma. Pero de eso ni hablar, a quedarse ahí quietecito y a apechugar, que Jacky lleva días esperando este momento.

–Por tu dedo no tienes que preocuparte. Aquí en Graz tienen un buen especialista, el doctor Schneider. Ése te cose hasta la cabeza si hace falta.

–Entonces Ortovic también se está recuperando –dice Brenner, y ésta es la primera frase que pronuncia después de diez días de inconsciencia. A Jacky se le pone la piel de gallina al oír cómo su salvador intercala ese comentario lenta y vacilantemente. Como aquel peso pesado que en el ring bailoteaba siempre con tanta elegancia que ningún rival lograba cogerlo en falso. Pero el que sí lo cogió fue el Parkinson. Que, aunque lo parezca, no es el nombre de un boxeador, sino de una enfermedad que hace que no puedas dejar de bailotear con elegancia.

Y por lo mismo que las típicas logopatías del Parkinson hacen que parezcas perdido aunque estés en pleno uso de tus facultades mentales, Brenner ahora parece un poco lerdo por su lengua estropajosa, pero mentalmente está más ágil que de costumbre:

–¿Al final a quién ha arrestado la policía?

–El viejo Löschenkohl ha confesado ya los cuatro asesinatos: el de su nuera, el de Ortovic, el de Baumann...

–¿Baumann?

–Ése fue el primero. Yo mismo fui testigo de cómo contrataba a los mercenarios.

–Eso le recordó al viejo la época en que de chaval lo enviaron a la guerra.

–Exacto. Y luego, Marko, el cerdo ese.

–Marko no tuvo tiempo de liberarte –dice Brenner.

–No me da ninguna pena. También hacía negocios con Baumann.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo dice el periódico.

–¿Y qué pasa con Milovanovic?

–Imagínate, vive con la Jurasic. Todos esos yugos están conchabados.

Hay un aspecto sumamente curioso: cuando has pasado mucho tiempo en coma, las partes de tu cuerpo no despiertan todas a la vez, sino una tras otra. Y en Brenner ya casi todo ha despertado, salvo la moral, que sigue un poco en estado comatoso. Porque le da lo mismo si atrapan también a Milovanocic y a la Jurasic o no. Lo único que le interesa es saber si Kaspar Krennek ha descubierto lo que éstos se traían entre manos, o sea que ha vuelto a despertársele el afán de competitividad.

–¿La Brigada Criminal tiene bastante con el viejo Löschenkohl?

En ese momento, sin embargo, Jacky cree que Brenner aún está medio en coma por las cosas ininteligibles que dice.

Y luego hace su entrada la comitiva médica y en los próximos días hay tanto ajetreo que Jacky olvida por completo lo que Brenner ha dicho.

Un día los visita Horvath, que ahora vuelve a probar suerte con lo del arte porque la vida normal le ha resultado demasiado anormal. Y otro día los visita Paul Löschenkohl, que ahora vuelve a probar suerte con el asadero de pollos.

Aunque, claro, difícil lo tiene porque su padre ha convertido a muchos de sus clientes fijos en caníbales involuntarios.

Y por supuesto hay gran revuelo entre la gente. De tres sé que se han hecho vegetarianos: una mujer de St. Anna, la maestra de la escuela primaria de Klöch y un carpintero de Gniebing. Pero a éste la abstinencia le ha atacado los nervios de tal manera que sólo ha aguantado una semana.

Y en eso cifra también el joven Löschenkohl su esperanza. La gente olvida rápido. El hambre vuelve y la clientela también si se le hace un buen precio.

–Claro que tan barato como mi padre ya no puedo ser.

–¿Cómo está su padre?

–No le va tan mal –dice Paul–. En la prisión lo tratan bien y le permiten ayudar un poco en la cocina. Las tablas de carnicero se las he regalado a Horvath –continuó Paul cambiando de tema. Porque no quiere explayarse hablando del padre. Sigue tan cambiado como la noche en la que impidió que su padre empanara a Brenner. Un tipo más bien simpático, hay que reconocerlo. A Brenner casi le resulta comprensible que la hermana de la vendedora de zapatos se hubiera casado con él.

Cuando se dispone a marcharse, Brenner alcanza a decirle:

–Usted me ha salvado la vida.

–Usted a mí también.

Y Paul en esto no deja de tener razón. En cualquier caso le deseo que tenga suerte con el asador porque así tendría un quehacer y el ser humano necesita quehaceres, especialmente cuando es psicológicamente tan inestable como el joven Löschenkohl.

Sin embargo, hay situaciones en las que preferirías no tener tarea alguna. En las que no necesitas nada más que tranquilidad y sólo tranquilidad. Por ejemplo, cuando te han rebanado un dedo y te lo han vuelto a coser.

Pero Brenner y la tranquilidad no casan muy bien. Constantemente alguien está queriendo obtener de él alguna información y por supuesto tampoco Kaspar Krennek se hace esperar. Le trae de regalo esos buenos bombones belgas y nada más llegar pronuncia tres veces la consabida frase:

–Le felicito. Siento envidia de la buena.

Y eso, claro, sólo lo dices cuando está a punto de reconcomerte la envidia.

A Milovanovic, Kaspar Krennek ni siquiera lo menciona. Sólo le interesa averiguar cómo Brenner pudo saber que Jacky estaba en el sótano del caserío de Marko. Ahora bien, situación embarazosa para Jacky, que mira a Brenner con bastante nerviosismo a la espera de que éste revele o no la verdad. Que Jacky era el camello de Horvath y que había extorsionado a Marko. Pero luego gran alivio al oír que Brenner dice:

–Mirando a la cámara frigorífica me dije: la patrona está aquí, Ortovic está aquí, Marko está aquí, el único que no está aquí es Jacky. Y Horvath me dijo que Jacky lo reconoció. Marko vino enseguida a silenciar a Horvath, lo cual sólo tenía sentido si antes había hecho lo propio con Jacky.

–A este cerebro supersónico le debe usted la vida –dice Kaspar Krennek dirigiendo a Jacky una sonrisa un poco forzada.

–No es para tanto –dice Brenner rechazando el elogio–. Porque no tiene usted que olvidar que en la cámara frigorífica yo ya daba mi vida por perdida. Me faltaba un dedo y la sangre me salía de la raíz del dedo como si hiciera aguas menores. No sé si usted habrá experimentado algo semejante, pero le aseguro que es un shock descomunal. Y fue con la fuerza del shock como lo supe, no con la normal.

Kaspar Krennek es ahora presa de una cierta agitación porque Brenner también le está queriendo dar una lección de humildad.

–En todo caso tengo que felicitarlo de nuevo. Siento envidia de la buena –dijo al despedirse.

Cuando Kaspar Krennek hubo atravesado la puerta, Jacky y Brenner se abalanzaron sobre los bombones belgas. Pero el primero ya se le atraviesa a Brenner en el gaznate. Porque justo en ese momento Jacky vuelve a pensar en lo que dijo Brenner el día en que despertó.

–¿Y por qué preguntaste por Milovanovic nada más despertar?

Brenner alcanza a retener el caracol de chocolate blanco antes de que éste le ruede entero esófago abajo.

–¿Y qué andaba buscando ése en casa de la Jurasic?

–Todos los yugos se conocen entre sí –dice Brenner haciendo ruido al masticar.

–Pero ¿por qué preguntaste por él nada más despertar?

–¿Qué pasa, que has entrado en la edad de preguntar o qué?

–¿Qué lograste sonsacarles a Milovanovic y la Jurasic?

En un cuarto de hospital no te le escapas a tu vecino de cama, y Brenner piensa: por qué no contárselo. Que bastante mierda tiene el mismo Jacky pegada a los talones.

–Te lo voy a contar –dice, pero luego sigue chupando su caracol de chocolate hasta que por fin arranca–: Escucha lo que te digo. Ortovic es el delantero que en su día le partió la cara al portero Milovanovic en Yugoslavia. Y no sucedió por error, sino que se trataba de un asunto familiar. Porque el tal Milovanovic tenía una hermana pequeña, Helene Jurasic. Le llamaban la Jurasic porque con dieciocho casada y con diecinueve divorciada; el apelativo, no obstante, le quedó para siempre. Luego la chica cayó en manos de Ortovic que tenía una pésima reputación, por eso su hermano no estaba de acuerdo con el enlace. De modo que Ortovic respondió a su manera.

Brenner se mete otro bombón belga a la boca y no continúa su relato hasta no haber acabado de chuparlo.

–Luego Ortovic no tardó en poner a Helene a trabajar. Y el hermano seguía intentando arrebatársela. Pero el asunto era peligroso, y no porque necesariamente estuviera la mafia de por medio, sino porque en esos círculos una vida humana vale poca cosa. Cuando Ortovic se vino a Austria con Helene, el hermano les siguió los pasos. Porque el FC Klöch nunca se habría podido permitir un guardameta tan bueno, con o sin implante de platino. El que Milovanovic jugara por un sueldo fijo de 2.000 chelines tendría que haber dado que pensar.

Y va otro bombón belga. Pero más que el chocolate blanco, Brenner disfruta la impaciencia de Jacky.

–Cuando a día de hoy te topas con alguien que no sabe tu lengua, automáticamente piensas que es un poco idiota. Pero Milovanovic no tenía un pelo de tonto. Encontró los huesos mucho antes que los de la Inspección Sanitaria de Alimentos. Y también creía saber cuál era su origen. Tenía la misma sospecha que tuvo luego la patrona del Löschenkohl. Porque para la gente de la casa no era tan difícil atar cabos como para los extraños. Pero Milovanovic no fue con el cuento a la policía, sino que confió su sospecha a su hermana, a Helene Jurasic.

–¿No puedes contar y chupar al tiempo? –pregunta Jacky, molesto al ver que Brenner intercala de nuevo una pausa para saborear otro bombón. Pero de nada le vale su protesta. En el hospital la gente se vuelve un poco extraña y Brenner sigue paladeando tranquilamente su bombón, antes de retomar la historia.

–Cuando Helene se enteró, tuvo miedo del viejo Löschenkohl, cogió todo el dinero y se largó a Viena. Porque Helene tampoco es del género tonto. Nunca le habló a Ortovic de las inauditas cantidades de dinero que se tragaba. En realidad, le ocultó todo lo que tuviera que ver con la ingesta del dinero. Ortovic sólo sabía que Löschenkohl era un cliente perverso que dejaba mucho dinero por estar con Helene.

–¡Vaya si perverso!

–Pero Ortovic no iba a permitir que ella se desembarazara de él así como así. La siguió e intentó obligarla a trabajar, pero Helene le dio una idea mejor. Lo azuzó a alzarse de una con todo el dinero de Löschenkohl. Como precio de su silencio. Más no le dijo, sólo: el precio del silencio.

–Y Ortovic creyó que el precio del silencio se refería a la cosa perversa. Pero Löschenkohl entendió que le pedía el dinero a cambio de guardar silencio acerca de los huesos de Baumann. O sea un malentendido –dice Jacky riendo.

–Porque mientras Ortovic se dirigía en coche al asador Löschenkohl, Milovanovic llamó al viejo Löschenkohl haciéndose pasar por Ortovic y le exigió un precio por su silencio mencionando explícitamente a Baumann.

–Entonces Löschenkohl tuvo que silenciar a Ortovic.

Han dado buena cuenta de los bombones belgas y a Brenner le duele un poco la barriga.

–Pero ¿por qué te revelaron a ti esto la Jurasic y Milovanovic?

–No me revelaron ni siquiera la mitad de la historia.

Pero la otra mitad está en la prensa: la declaración del viejo Löschenkohl diciendo que Ortovic le llamó por teléfono y lo amenazó con Baumann. Ortovic, sin embargo, no podía saberlo. Así que sólo tienes que sumar dos y dos.

–Pero ¿por qué no se lo dijiste al de la Brigada Criminal? –pregunta Jacky, aunque en el fondo se alegra, puesto que siempre se ha entendido bien con Milo. Aunque, por otra parte, la sangre fría de los dos hermanos para tenderle la trampa al viejo Löschenkohl tampoco es que sea ejemplo de finura inglesa.

–Krennek no me lo preguntó –dice Brenner. Y se dice para sus adentros con un punto de arrogancia: la estrategia de enterarse sin insistir con preguntas hay que dominarla cabalmente. No basta con un mero abstenerse de preguntar. Porque a Kaspar Krennek, por ejemplo, a quien se le caen los anillos si lo hace, lo aventaja incluso Jacky, que no se corta un pelo a la hora de coserte a preguntas.

Pero las preguntas de Jacky no son ni de lejos molestas para Brenner. La que le resulta molesta es, obviamente, la médico en jefe, la doctora Plasser. Porque aunque trabaja en otra unidad, viene ahora queriendo reconciliarse a toda costa con Jacky.

Brenner se siente como mosca en la leche durante sus visitas, tanto que una vez hasta se hace el dormido. Y es que, sin que yo sea puritano ni mucho menos, el numerito que monta la médica jefa de servicio aquí con un paciente, cuando hay otro en la cama de al lado, pasa de castaño oscuro.

Pero, en fin, para qué hablar, Brenner tampoco dice esta boca es mía, aunque la cosa va en aumento. Sólo piensa que cuando Jacky vuelva a estar sano, el idilio no tardará en acabarse.

Pero mira tú por dónde. Un mes más tarde Jacky ya es doctor por vía matrimonial, que no universitaria, y Brenner tiene que servirle de padrino. Y poco tiempo después Jacky ya es uno de los mejores anfitriones que ha tenido jamás la sociedad de Graz y su foto aparece en la prensa del corazón junto a la de Carolina de Mónaco.

Y escucha lo que te digo: que digan lo que quieran, que si la cocaína, que si patatín, que si patatán, lo que a Jacky lo hace tan popular entre la gente bien de Graz no es sólo la cocaína. Al fin y al cabo todo se debe a esa manera tan campechana que tiene.

Sin embargo, no es lo mismo encontrar simpático a un tipo jovial y dicharachero que tener que compartir con él tu habitación durante semanas. Y Brenner ahora espera con ansias su alta del hospital. Le hace ilusión poder volver a dormir al fin solo. Y ¿ves?, por eso digo yo siempre que no hay que cantar victoria antes de tiempo.

Recogiendo sus cosas se encuentra con el papel en el que la camarera le ha anotado el número de teléfono de Viena. Todo el tiempo creyó que se trataba del número de la Jurasic. Pero ella le aseguró no haber llamado nunca al asador.

Entonces Brenner piensa: llamaré ahora mismo desde la habitación antes de marcharme. Porque siente curiosidad de saber de quién puede ser ese teléfono. Cuando ha marcado dos o tres cifras oye la señal de inexistente. Un segundo intento y de nuevo la misma señal.

–¿No está en casa? –le pregunta Jacky desde su cama entre sonrisas porque él tiene que quedarse unos días más.

–El número no es correcto.

–El número marcado no existe –rió Jacky.

Brenner sólo piensa que a Jacky se le han subido los humos por su éxito con la médico en jefe. A decir verdad, yo también puedo entenderlo. Si tú hoy en día asciendes de hijo de la señora de los lavabos a futuro cónyuge de la médica en jefe, eso primero tienes que digerirlo.

Pero Jacky ahora dale que te pego. Y ¿ves lo que digo?, ahora resulta que Brenner ha hecho bien en contarle todo con pelos y señales. Incluso lo del número de teléfono que la camarera le apuntó en el Löschenkohl.

–Déjame ver el número –dice Jacky, y coge él mismo el papel que está sobre la mesita de noche–. ¿Lo escribiste tú?

–No, la camarera.

–¿Horvath?

–Exacto.

–Pero no pone el prefijo de Viena.

–Pero pone que es de Viena.

–No, lo que pone es Wiener.

–Eso mismo, Wiener, o sea vienés.

Brenner ya lo ha recogido todo y se dispone a marcharse. Tampoco le merece tanto interés ese número. Pero Jacky insiste en jugar al detective. Busca algo en el cajón de su mesita de noche y luego saca la esquela arrugada de la patrona del Löschenkohl que le ha llevado su madre.

–Mira esto –dice Jacky.

Y mientras Brenner lee: «...sumidos en la pena comunicamos la muerte repentina de Angelina Löschenkohl (apellido de soltera, Wiener)», Jacky ya coge el auricular y marca el número escrito en el papel sin el prefijo de Viena.

–Han contestado –dice, y le pasa a Brenner el auricular.

Cuando un cuarto de hora más tarde Brenner abandona el hospital, la vendedora de zapatos ya está en el aparcamiento esperando al sol. Lleva unas gafas con cristales ahumados y una libra de pintalabios en los morros. Esta vez debe de ser él el destinatario de su sonrisa porque no hay nadie a sus espaldas.

Y qué quieres que te diga: el viejo Löschenkohl ha sufrido desde sus dieciséis años esa trágica disfunción. Y Brenner ahora en pleno aparcamiento sufre el problema contrario. ¡Vaya bochorno! Y eso a su edad. Pero él no puede remediarlo. A cada paso que da las piernas se le ponen como un flan, porque el resto, todo tieso que ni el mero triturador de huesos.

1

¡Y dale!, ha vuelto a ocurrir algo.

La primavera, eso sí, es una época maravillosa, con poesía y todo; además cualquiera sabe que la primavera vida genera. De modo que al comienzo nadie quería creer que de repente iba a ser al revés.

Pero los tiempos cambian. Al final hubiéramos dado lo que fuera con tal de que la cosa hubiera mantenido la gravedad que pareció tener en un principio. Para entonces sólo habían pasado tres semanas y, como digo, aún estábamos en primavera; porque luego, vaya verano..., más pasado por agua que otro poco, sobre todo julio, un asco. En cambio la primavera, ¡qué delicia!

Y quien viera ahí a Brenner, sentado en el asador Löschenkohl, no habría adivinado fácilmente por qué diablos había ido a parar a esas latitudes. Le habría tomado más bien por un excursionista que aprovecha el día primaveral para darse una vuelta en coche por el este de Estiria.

Y seguro que hubiera sido más sensato hacer una excursión a aquella aletargada zona de viñedos. Disfrutar el paisaje, tomarse un vinito, comer un poco de pollo asado. Que no hace falta más para tener la sensación de que el mundo no está tan mal como pensamos.

En la vida entenderé cómo semejante cosa pudo haber pasado, precisamente aquí.

La primavera, sin embargo, tiene una fuerza tal que hace que el ser humano sienta sencillamente el pulso de la naturaleza y entonces, ya puedes estar vadeando en sangre hasta las rodillas que de un momento a otro piensas en el amor. Ahora mismo, por ejemplo, Brenner se encontraba de cuerpo presente en el asador Löschenkohl esperando su comida, pero sus pensamientos estaban en otra parte bien diferente. Calculaba cuánto tiempo hacía que su prometida lo había abandonado. Y lo creas o no, habían pasado doce años y medio.

Aunque no fue sólo la primavera la que hizo que lo recordara. Siempre que comía pollo, Brenner no podía por menos de pensar en Fini. En realidad se llamaba Josefine, pero, naturalmente, todos le decían Fini.

Y te juro que alguien a quien le guste tanto comer pollo como a la Fini no lo encuentras tan fácilmente. Porque cada semana la chica llegaba a comerse dos o tres de esos animalitos; era poco menos que adicta. Y roía los huesos que era un placer verla. Que unos caníbales no le llegarían al zancajo. Y nada más entrar al comedor del Löschenkohl Brenner tuvo a Fini ante sus ojos. Porque el Löschenkohl es un asadero de pollos, pero no uno cualquiera... Tú imagínate un almacén de muebles o uno de esos garajes para aviones jumbo. Pues así, y luego piensa en ese garaje para aviones atestado de gente comiendo pollo asado.

Pero ahora alguien interrumpe a Brenner en sus cavilaciones, y no puede seguir pensando en Fini. Además, qué sentido tiene darle más vueltas al asunto. Porque no debes olvidar una cosa: el compromiso sólo duró dos semanas, de manera que lo que recordaba de ella no era mucho más que su manía de comer pollo y, por supuesto, sus tetas descomunales. Fini decía que era por la cantidad de hormonas que les echan a los pollos en la comida.

Pero ahora, fuera Fini, porque el viejo Löschenkohl se acerca a Brenner trayéndole su pollo empanado. Te preguntarás por qué es el viejo Löschenkohl el que le sirve personalmente el pollo a Brenner. Pues escucha con atención lo que te voy a decir, porque la cosa tiene gracia. El hombre le tiende la mano a Brenner y dice:

–Löschenkohl.

Brenner, levantando su trasero medio milímetro del banco de madera, dice:

–Brenner.

El viejo Löschenkohl se sienta a su mesa. Pero, claro, si a día de hoy dos toman asiento en una misma mesa y cada uno espera que el otro diga algo, la conversación se hace difícil.

–Buen provecho –llega a decir el viejo Löschenkohl, y ambos permanecen sentados uno frente al otro, sin despegar los labios, hasta que Brenner termina de comerse su primer trozo de pollo.

Porque no olvides una cosa. Un pollo del Löschenkohl consta de cuatro trozos, y cuando te has comido dos estás que revientas. Por eso cuando la camarera viene a cobrarte, siempre trae un pedazo de papel de aluminio, para que en tu casa tengas una buena merienda. De ahí la fama que tiene el Löschenkohl en toda Estiria, que hasta en Graz lo conocen. Incluso los vieneses se toman la molestia de bajar hasta aquí los fines de semana, cuando ya no saben qué hacer para saciar a sus voraces criaturas.

Y ahí tienes a Brenner, con medio pollo empanado y una cerveza delante y al viejo Löschenkohl enfrente, tomándose un chato de vino Löschenkohl porque el hombre tiene su propia viña detrás de la casa. Entretanto, Brenner espera tranquilamente a que el otro se decida por fin a tomar la palabra.

Pero éste no dice ni mu y se limita a mirar cómo su comensal se aplica a roer los huesos. El viejo tiene los carillos de un color francamente morado, de modo que si quisieras podrías contar todas y cada una de las venas, y su respiración es tan pesada que recuerda un desvencijado coche de correos. A la que Brenner acaba de comerse el primer trozo y deposita los huesos en el plato que le han colocado para tal efecto, el dueño del asador va y le dice:

–¿Qué le parece?

¿Se refería al pollo o a si Brenner aceptaba el encargo? Porque se trataba de uno de esos encargos que para aceptarlos tienes que pensártelo muy mucho. En cualquier caso, Brenner no habría podido contestar afirmativamente porque tenía la boca llena del empanado de un centímetro de grosor que cubría aquel pollo, y que saber, sabía a todo menos a pollo.

–No me extraña que tenga usted tanta fama en todo el país –dice Brenner.

–Un poco menos de fama no vendría mal.

Löschenkohl eran tan alto que incluso sentado le sacaba a Brenner media cabeza. Hoy en día hay mucha gente alta y Brenner ya está acostumbrado a tener que levantar la mirada para dirigirse a personas más jóvenes. Pero antes la gente no crecía tanto. Y Brenner ahora recordaba que una vez, en una excursión cultural de la Escuela de Policía, habían visitado un castillo y en ese lugar todo era enorme, todo salvo la cama del dueño del castillo que no superaba en tamaño a la de una cuna.

Vete tú a saber si no se le ocurrió pensar en eso porque el viejo Löschenkohl tenía algo de..., no quiero decir majestuoso, pero sí de..., de venerable rey del pollo.

–¿Y entonces por qué quiere remover el avispero? –dice Brenner con todo y que, en realidad, no debería hablar con la boca llena.

–Lo que queremos es zanjar el asunto de una vez por todas.

–Pero el negocio marcha bien.

–El negocio sí.

–¿Cuántos pollos llega a vender en una semana?

–Diez mil si es buena, cinco mil si es mala.

–Y el problema entonces son los huesos.

–No, no. Con los huesos ya no tenemos problemas.

–Pero antes sí los tenían.

–Sí, antes ya se sabe. Hasta lo del incidente teníamos problemas con los huesos. Pero menuda multa la que tuvimos que pagar.

–¿Cuántos huesos le suponen diez mil pollos?

–Digamos que de un pollo el 40% son huesos. Pues... unas cuatro toneladas si la semana va bien.

–O sea casi una tonelada por día.

–Si la semana es buena.

–Y, claro, ya no daban abasto con los huesos.

–Eso antes. La empresa creció demasiado rápido, cada año una ampliación, para que Hacienda no te coma a impuestos. Y, claro, no dábamos abasto con los huesos.

–¿Y ahora?

–Ahora hace tiempo que tenemos la nueva moledora de huesos en el sótano. Y asunto arreglado.

–¿Pero la moledora también la tenían antes?

–Sí, pero una demasiado pequeña. Porque la empresa crecía y crecía y la máquina, claro, no crecía con ella.

A Brenner ahora le costaba cada vez más dar cuenta de aquel pollo empanado chorreante de grasa, pesadilla de cualquier vegetariano.

–¿Y quién se ocupaba entonces de la moledora de huesos?

–Pues el yugo.

–Y fue entonces el yugoslavo el que notó que había huesos grandes entre los de pollo.

–No, qué va. El yugo no notó nada porque aquí no tenemos sólo pollos, tenemos de todo. Un codillo de cerdo es igual de grande. De manera que el yugo no notó nada.

–Pero entonces ¿quién lo descubrió?