Richard Dawkins. Nairobi (Kenia), 1941. Es un etólogo, zoólogo, biólogo evolutivo y divulgador científico británico. Fue titular de la cátedra Charles Simonyi de Difusión de la Ciencia en la Universidad de Oxford hasta el año 2008. Dawkins es autor de El gen egoísta, obra publicada en 1976, que popularizó la visión evolutiva enfocada en los genes, y que introdujo por primera vez los términos meme y memética. En 1982, hizo una contribución original a la ciencia evolutiva con la teoría presentada en este libro, El fenotipo extendido. Desde entonces, su labor divulgadora escrita le ha llevado a colaborar igualmente en otros medios de comunicación, como varios programas televisivos sobre biología evolutiva, creacionismo y religión.
En su libro El espejismo de Dios, Dawkins sostenía que era casi una certidumbre que un creador sobrenatural no existía; y que la creencia en un dios personal podría calificarse como un delirio, como una persistente falsa creencia. Dawkins encabezó la lista de 2004 de los 100 mejores intelectuales británicos de la revista Prospect. La Alianza Atea Internacional otorga desde 2003 el Premio Richard Dawkins, en honor a su labor. Además, en 2007 fue elegido por la revista Time como una de las cien personas más influyentes del mundo.
Título original: The Extended Phenotype:
The Long Reach of the Gene (1999)
© Del libro: Richard Dawkins
© De la traducción: Pedro Pacheco González
Edición en ebook: octubre de 2020
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ISBN: 978-84-12219-20-3
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El fenotipo extendido
Dawkins reafirma en El fenotipo extendido la idea que presentó originalmente en su libro de 1976 El gen egoísta, según la cual los organismos son máquinas de supervivencia, autómatas programados a ciegas con el fin de perpetuar la existencia de los genes que albergan en su interior. Ahora da un paso más, y nos muestra que, a pesar de que los genes solo controlan la síntesis de proteínas, su influencia va más allá del cuerpo en el que se hallan. Los genes influyen en el comportamiento de los organismos y en su medio ambiente, y cita como ejemplos las estructuras fabricadas por los tricópteros, las presas construidas por los castores o los montículos de las termitas. Todas estas estructuras son consideradas ahora efectos fenotípicos de los genes.
Este nuevo punto de vista permite a Dawkins explicar comportamientos suicidas de algunos organismos, fruto de la expresión fenotípica de los genes de los parásitos que alojan en su interior. El efecto fenotípico de un gen puede ser ilimitado. Dawkins vincula estas ideas en lo que llama «teorema central» del fenotipo extendido, y con él rompe una vez más las barreras teóricas establecidas.
Índice
Portada
El fenotipo extendido
Introducción, por Daniel Dennett
Prefacio
Nota del autor (en la edición de bolsillo de Oxford)
El fenotipo extendido
01. Cubos de Necker y búfalos
02. Determinismo genético y seleccionismo génico
03. Restricciones a la perfección
04. Carreras armamentistas y manipulación
05. El replicador activo de línea germinal
06. Organismos, grupos y memes: ¿replicadores o vehículos?
07. ¿Avispa egoísta o estrategia egoísta?
08. Transgresores y modificadores
09. ADN egoísta, genes saltarines y un temor lamarckiano
10. Una agonía en cinco sentidos
11. La evolución genética de los artefactos animales
12. Fenotipos hospedadores de genes parásitos
13. Acción a distancia
14. Redescubriendo el organismo
Glosario
Lecturas recomendadas
Referencias
Sobre este libro
Sobre Richard Dawkins
Créditos
Introducción
por Daniel Dennett
¿Por qué un filósofo escribe una introducción para este libro? ¿Es El fenotipo extendido ciencia o filosofía? Es ambas; es ciencia, sin duda, pero también es lo que la filosofía debería ser, y solo logra intermitentemente: un argumento escrupulosamente razonado que nos abre los ojos a una nueva perspectiva, clarificando lo que hasta ese momento había sido turbio y mal comprendido, y nos brinda una nueva forma de pensar sobre temas que creíamos que ya comprendíamos. Tal como Richard Dawkins dice al principio: «Puede que el fenotipo extendido no sea una hipótesis verificable por sí misma, pero cambia el modo en que vemos a los animales y las plantas hasta el punto de que puede hacernos pensar en hipótesis comprobables con las que de ninguna otra manera habríamos soñado» (pág. 24). Y ¿cuál es esta nueva forma de pensar? No es solo el «punto de vista del gen» que Dawkins hizo famoso en su libro de 1976, El gen egoísta. A partir de esos fundamentos, nos ha demostrado cómo nuestra tradicional forma de pensar sobre los organismos debería ser reemplazada por una visión mucho más rica, en la que la frontera entre organismo y entorno primero se disuelve y luego (parcialmente) se reconstruye sobre unos fundamentos más profundos. «Demostraré que la lógica ordinaria de la terminología genética conduce inevitablemente a la conclusión de que se puede afirmar que los genes tienen efectos fenotípicos extendidos, efectos que no necesitan ser expresados al nivel de ningún vehículo particular» (pág. 318). Dawkins no está proclamando una revolución; usa «la lógica ordinaria de la terminología genética» para demostrar una sorprendente implicación de la biología, un nuevo «teorema central»: «La conducta de un animal tiende a maximizar la supervivencia de los genes “para” dicha conducta, estén o no en el cuerpo del animal que la realiza» (pág. 374). La revelación anterior de Dawkins, la recomendación de que los biólogos adopten el punto de vista del gen, no fue presentada tampoco como revolucionaria, sino, más bien, como una explicación del cambio del foco de atención que había empezado a extenderse por toda la biología en 1976. Ha habido tantas críticas ansiosas y equivocadas a la idea anterior de Dawkins que puede que mucha gente lega en la materia, e incluso algunos biólogos, no haya apreciado la hermosura de este cambio del foco de atención. Ahora sabemos que un genoma, por ejemplo, el genoma humano, consiste en, y depende de, mecanismos ingeniosos e imponentemente enrevesados —un mundo compuesto no solo por copistas moleculares y editores encargados de revisar el texto, sino, también, por transgresores y vigilantes para combatirlos, carabinas, escapistas, chantajistas, adictos y otros nanoagentes, de cuyos conflictos y proyectos robóticos surgen las maravillas de la naturaleza visible—. Los frutos de esta nueva visión se extienden más allá de los titulares casi diarios sobre nuevos descubrimientos asombrosos sobre una u otra porción de ADN. ¿Por qué y cómo envejecemos? ¿Por qué enfermamos? ¿Cómo funciona el VIH? ¿Cómo se establecen todas las conexiones del cerebro durante el desarrollo embriológico? ¿Podemos usar parásitos en lugar de venenos para controlar las plagas que sufre la agricultura? ¿Bajo qué condiciones la cooperación no solo es posible, sino que es muy probable que surja y persista? Todas estas cuestiones vitales, y muchas más, son iluminadas al reformular cada una de ellas en términos de los procesos por los cuales las oportunidades de los replicadores para replicarse, y sus costes y beneficios asociados, son puestos en orden.
Dawkins, como haría un filósofo, se preocupa primero de la lógica de las explicaciones que concebimos para que respondan a todo lo relacionado con estos procesos y que puedan, asimismo, predecir sus resultados. Pero estas explicaciones son de naturaleza científica, y Dawkins (como muchos otros) quiere reivindicar que sus implicaciones son resultados científicos, no solo los postulados de una justificable e interesante filosofía. Dado que hay tanto en juego, necesitamos ver si esto es buena ciencia, y, para ello, necesitamos comprobar la lógica que hay en las trincheras, donde se recogen los datos, donde importan los detalles, donde, de hecho, se pueden comprobar las hipótesis a pequeña escala sobre fenómenos manejables. El gen egoísta fue escrito para lectores instruidos y legos en la materia, y se deslizaba sobre entresijos y tecnicismos que una valoración científica apropiada necesita considerar con detenimiento. El fenotipo extendido fue escrito para biólogos profesionales, pero el estilo de Dawkins es tan elegante y lúcido que incluso los no profesionales que estén preparados para ejercitar enérgicamente sus cerebros, pueden seguir el hilo de los argumentos y apreciar la sutileza de los temas tratados.
No me puedo resistir a añadir que, para el filósofo profesional, este libro es un auténtico festín: hallará algunas de las cadenas argumentales desarrolladas con más rigor y maestría que me he encontrado (fíjese en el capítulo 5 y en los cuatro últimos capítulos), e, igualmente, una serie de experimentos mentales ingeniosos e intensos (fíjese en las páginas 239 y 386, entre muchas otras). También encontramos algunas contribuciones de soslayo, pero sustanciales, a controversias filosóficas inimaginables para Dawkins. Por ejemplo, aprovecho el experimento mental sobre el control genético de la recogida de barro que hacen las termitas, explicado en las páginas 328 y 329, para proporcionar una percepción útil de las teorías de intencionalidad —especialmente sobre el debate que tuve con Fodor, Dretske y otros, sobre las condiciones bajo las cuales el contenido puede ser adscrito a los mecanismos—. Utilizando la jerga filosófica, podemos decir que la extensionalidad pura reina en la genética, y eso hace que cualquier intento de etiquetar un rasgo fenotípico sea «un asunto de conveniencia arbitraria», pero eso no mina nuestro interés en llamar la atención sobre los hechos más reveladores de la situación.
El científico encontrará un montón de predicciones demostrables, sobre temas tan distintos como, por ejemplo, las estrategias de copulación de las avispas (págs. 142-143), la evolución del tamaño del esperma (pág. 237), la conducta antidepredador de las polillas (pág. 244) y los efectos de los parásitos sobre los escarabajos y los camarones de agua dulce (págs. 349-350). También podrá encontrar análisis claros y tajantes sobre problemas diversos: sobre la evolución del sexo, las condiciones en las que se produce un conflicto intragenómico (o parásitos genómicos) y muchos otros temas que al principio son temas contraintuitivos. Su prudente análisis de los peligros que hay que evitar a la hora de pensar sobre el efecto barba verde y semejantes es un vademécum indispensable para cualquiera que se quiera aventurar en este confuso territorio.
Este libro ha sido una lectura obligada para cualquier estudiante serio de la teoría evolutiva neodarwiniana desde que apareció por primera vez en 1982, y uno de los efectos más llamativos de releerlo en la actualidad es que proporciona una imagen del ritmo extremadamente lento al que se ha movido la crítica. Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, en Estados Unidos, y Steven Rose, en Gran Bretaña, han advertido desde hace tiempo al mundo entero sobre el «determinismo genético» que supuestamente surge del punto de vista que tiene Dawkins de la biología, el punto de vista del gen, y en el capítulo 2 vemos cómo todas sus críticas más recientes han sido refutadas convenientemente. El lector podrá pensar que, en todos estos años, sus oponentes habrán contraatacado desde algún nuevo ángulo, alguna nueva grieta en la que poder abrir una o dos brechas subversivas, pero, tal como señala Dawkins en otro contexto en el que no ha habido evolución, «aparentemente no hay variación disponible para una futura mejora» en su pensamiento. ¡Cuán satisfactorio es, cuando hay que enfrentarse a la tarea de replicar a tus críticos más vehementes, ser capaz de publicar de nuevo lo que dijiste sobre el tema hace muchos años!
¿Qué es este «determinismo genético» tan espantoso? Dawkins (pág. 37) cita una definición de Gould del año 1978: «Si estamos programados para ser lo que somos, entonces estas características son ineludibles. Podemos, en el mejor de los casos, encauzarlas, pero no podemos cambiarlas ni por voluntad propia, ni por educación, ni por cultura». Pero si esto es determinismo genético, y no he encontrado ninguna definición seria formulada por los críticos, entonces Dawkins no es un determinista genético (ni tampoco lo es E. O. Wilson o, hasta donde yo sé, ningún sociobiólogo o psicólogo evolutivo conocido). Tal como muestra Dawkins, en un análisis filosófico impecable, la idea completa de la «amenaza» del determinismo «genético» (o de cualquier otra clase de determinismo) está tan mal concebida por aquellos que blanden el término que podría tratarse de un mal chiste si no fuera un escándalo. Dawkins no se limita a refutar los cargos en el capítulo 2; hace un diagnóstico de las posibles fuentes de confusión que hacen que esta sea una acusación tentadora y, tal como señala: «Hay un anhelo gratuito de confundir». Es triste reconocerlo, pero tiene razón.
No todas las críticas del pensamiento neodarwiniano son tan descabelladas. El pensamiento adaptacionista, dicen los críticos, es tentador; es demasiado fácil hacer pasar una historieta sin base alguna por un argumento evolutivo serio. Esto es cierto, y una y otra vez, a lo largo de este libro, Dawkins expone hábilmente algunas líneas tentadoras de argumentos que se han topado con la realidad de una u otra forma. (Para ver algunos ejemplos notables, vea las págs. 130, 137, 256 y 419). En la página 79, Dawkins hace ver que un cambio en el ambiente puede que no solo cambie la tasa de éxito de un efecto fenotípico, ¡puede cambiar el efecto fenotípico por completo! Lo mismo se puede decir de la habitual, falsa y aburrida acusación de que el punto de vista desde la posición del gen debe ignorar o subestimar la contribución de los cambios (incluso la de los cambios «masivamente contingentes») en el ambiente donde se produce la selección, pero la realidad sigue siendo que los adaptacionistas ignoran a menudo estas (y otras) complicaciones, razón por la que este libro está plagado de advertencias contra razonamientos adaptacionistas superficiales.
La acusación de «reduccionismo», otro epíteto estándar aplicado a la perspectiva desde el punto de vista del gen, es perversamente inapropiada cuando es lanzada contra Dawkins. En lugar de cegarnos con explicaciones maravillosas, la idea del fenotipo extendido expande sus poderes eliminando ideas erróneas paralizantes. Tal como dice Dawkins, nos permite redescubrir el organismo. ¿Por qué, si los efectos fenotípicos no tienen que respetar la frontera que separa al organismo del mundo «exterior», existen organismos (pluricelulares)? Es una muy buena pregunta, y una que yo probablemente no respondería, o no respondería correctamente, si no fuera desde la perspectiva que nos ofrece Dawkins. Cada uno de nosotros se mueve cada día portando el ADN de varios miles de linajes (nuestros parásitos, nuestra flora intestinal), además de nuestro ADN nuclear (y mitocondrial), y todos estos genomas se llevan bastante bien bajo la mayoría de circunstancias. Después de todo, todos ellos van en el mismo barco. Una manada de antílopes, una colonia de termitas, una pareja reproductiva de pájaros y su nidada, una sociedad humana —estas entidades grupales no son más grupales, al final, que lo que es un ser humano individual, con su más de un billón de células, cada una de ellas descendiente de la unión de una célula paterna y una materna con las que se inició este viaje grupal—. «En cualquier nivel, si un vehículo es destruido, todos los replicadores que aloja en su interior serán destruidos. Por lo tanto, la selección natural, al menos en parte, favorecerá a los replicadores que consigan que sus vehículos se resistan a ser destruidos. En principio, esto se puede aplicar tanto a grupos de organismos como a organismos individuales, ya que, si un grupo es destruido, todos los genes que alberga también son destruidos» (pág. 195). Así pues, ¿son los genes lo único que importa? Para nada. «Pero no hay nada mágico en la aptitud darwiniana, en el sentido genético de este concepto. No existe ninguna ley que le otorgue prioridad como la cantidad fundamental que es maximizada […]. Un meme tiene sus propias oportunidades de replicación y sus propios efectos fenotípicos, y no hay razón por la que el éxito de un meme tenga ninguna clase de conexión con el éxito genético» (pág. 189).
La lógica del pensamiento darwiniano no solo se aplica a los genes. Cada vez más pensadores están empezando a valorarlo: economistas, expertos en ética y otros miembros de las ciencias sociales e incluso en las ciencias físicas y en el arte. Considero que se trata de un descubrimiento filosófico, y es indudablemente increíble. El libro que ahora tiene en sus manos es una de las mejores guías de este nuevo mundo de entendimiento.
Prefacio
El primer capítulo puede servir en algunos aspectos como prefacio, ya que explica qué es lo que intenta y no intenta conseguir este libro, por lo que ahora puedo ser breve. No es un libro de texto, ni tampoco una introducción a ningún campo de conocimiento ya establecido. Es una mirada personal sobre la evolución de la vida y, en particular, sobre la selección natural y sobre el nivel de la jerarquía de la vida sobre el cual se puede decir que actúa la selección natural. Soy etólogo, pero espero que mis inquietudes respecto a la conducta animal no sean muy evidentes. El ámbito deseado de este libro es mucho más amplio.
Los lectores para los que mayormente escribo son mis colegas profesionales, biólogos evolutivos, etólogos y sociobiólogos, ecólogos, filósofos y humanistas interesados en la ciencia evolutiva, incluyendo, por supuesto, estudiantes de posgrado y universitarios en todas esas disciplinas. Por lo tanto, aunque este libro es de alguna forma una secuela de mi libro anterior, El gen egoísta, asume que el lector tiene conocimientos profesionales de biología evolutiva y de su terminología técnica. Por otra parte, es posible disfrutar de un libro profesional como espectador, aunque no se pertenezca al gremio en cuestión. Algún profano en la materia que ha leído este libro en su fase de borrador ha sido lo suficientemente amable o educado para decir que le ha gustado. Me sentiría bastante satisfecho de creerlo, y he añadido un glosario de términos técnicos que creo puede ayudar. También he intentado que la lectura de este libro sea todo lo entretenida que pueda ser. El tono resultante puede que irrite a algunos profesionales exigentes. Espero ciertamente que no sea así, ya que ellos constituyen el primer público al que quiero dirigirme. Es imposible contentar a todo el mundo en cuanto al estilo literario tanto como lo es en cualquier otro aspecto que tenga que ver con el gusto, y los estilos que resultan ser muy placenteros para algunos, para otros son tremendamente aburridos.
Ciertamente, el tono del libro no es ni conciliador ni justificador (ya que ese no es el estilo de un abogado que cree sinceramente en su caso) y debo hacer caber todas las disculpas en el prefacio. Algunos de los primeros capítulos responden a críticas de mi anterior libro, las cuales pueden volver a producirse de nuevo como respuesta a este. Siento que esto sea necesario, y lamento si una sola nota de exasperación se desliza de vez en cuando. Confío, por lo menos, en que mi enfado se entienda con un tono amistoso. Es necesario hacer referencia a pasados malentendidos y tratar de evitar que se repitan, pero no quisiera dar la impresión de que me siento ofendido porque el malentendido se haya extendido. Se ha reducido a unas escasas dependencias, pero en algunos casos bastante ruidosas. Estoy agradecido a mis críticos por forzarme a pensar de nuevo sobre cómo expresar materias difíciles de una forma más clara.
Pido disculpas a los lectores que echen en falta algún trabajo predilecto y relevante en la bibliografía. Los hay capacitados para recorrer de forma comprensiva y exhaustiva toda la literatura de una materia amplia, pero nunca he sido capaz de entender cómo se las arreglan. Sé que los ejemplos que cito son un pequeño subconjunto entre todos aquellos que podrían ser citados, y son a veces los escritos o las recomendaciones de mis amigos. Si el resultado parece sesgado, bueno, sin duda lo es, y lo lamento. Creo que casi todo el mundo sería algo parcial en una labor como esta.
Un libro refleja inevitablemente las preocupaciones actuales del autor, y esas preocupaciones es muy probable que se encuentren entre los temas de sus artículos más recientes. Cuando esos artículos son tan recientes que sería una estratagema artificial el cambiar algunas de sus palabras, no he renunciado a reproducir párrafos sueltos literalmente. Estos párrafos, que se encontrarán en los capítulos 4, 5, 6 y 14, son una parte integral del mensaje de este libro, y omitirlos sería tan artificial como el hacer cambios gratuitos en su redacción.
La frase que abre el capítulo 1 describe el libro como un trabajo descaradamente reivindicativo, pero, bueno, ¡quizás yo sea algo descarado! Wilson (1975, págs. 28-29) ha censurado correctamente el «método reivindicativo» en cualquier búsqueda de la verdad científica, y yo, por lo tanto, he dedicado una parte de mi primer capítulo a un alegato de atenuación, ciertamente no quisiera que la ciencia adoptase el sistema legal por el cual un abogado profesional defiende en todo lo posible su posición, incluso si cree que se trata de una posición falsa. Creo profundamente en la visión de la vida que este libro defiende, y lo he hecho, al menos en parte, durante mucho tiempo, desde que se publicó mi primer artículo, en el que defendía que las adaptaciones favorecían «la supervivencia de los genes de los animales […]» (Dawkins, 1968). Esta creencia (en que si las adaptaciones han de ser consideradas como causantes «de un beneficio» para algo, ese algo es el gen) fue la asunción principal de mi libro anterior. Este libro va más allá. Para dramatizarlo un poco, intenta liberar al gen egoísta del organismo individual que ha sido su prisión conceptual. Los efectos fenotípicos de un gen son las herramientas mediante las cuales se propaga a la siguiente generación y estas herramientas pueden «extenderse» mucho más allá del cuerpo en el cual el gen está situado, incluso llegando a la profundidad del sistema nervioso de otros organismos. Dado que no se trata de una posición objetiva que esté defendiendo, pero sí el modo de ver los hechos, quería advertir al lector que no espere «evidencias» en el sentido clásico de la palabra. Dije anteriormente que el libro era una obra de defensa de una causa porque estaba preocupado de no defraudar a la lectora, no conducirla bajo falsos pretextos y hacerle perder el tiempo.
El «experimento» lingüístico de la última frase me recuerda que me hubiera gustado tener el coraje de programar mi ordenador para que feminizara los pronombres personales al azar a lo largo del texto. Esto no es solo porque admiro la actual concienciación de la existencia de una propensión a la masculinización en nuestro lenguaje. Siempre que escribo tengo a algún escritor imaginario en particular en mente (diferentes escritores imaginarios revisan y «filtran» el mismo pasaje en numerosas revisiones sucesivas), y al menos la mitad de mis escritores imaginarios son, como al menos la mitad de mis amigos, del sexo femenino. Desafortunadamente es todavía cierto que en inglés la aparición inesperada de un pronombre femenino, cuando la intención es que tenga un significado neutro, distrae seriamente la atención de muchos lectores, y de ambos sexos. Creo que el experimento del anterior párrafo lo corroborará. Por lo tanto, y sintiéndolo mucho, he seguido la convención estándar en este libro.
Para mí, escribir es casi una actividad social y estoy agradecido a los muchos amigos que han participado, a veces inconscientemente, a través de discusiones, argumentos y apoyo moral. No puedo dar las gracias a todos ellos nombre a nombre. Marian Stamp Dawkins no solo ha aportado una crítica sensible y experta del libro entero en varios borradores, también me ha hecho seguir adelante creyendo en el proyecto incluso en las ocasiones en las que perdí mi confianza en él. Alan Grafen y Mark Ridley, oficialmente mis alumnos de posgrado, pero, en realidad, cada uno de una forma diferente, mis mentores y guías a través del difícil territorio teórico, han influido en el libro inconmensurablemente. En el primer borrador me daba la impresión de que sus nombres surgían en casi cada página, eran como las quejas comprensibles de un juez, por lo que me vi obligado a desterrar al prefacio mi deuda de gratitud con ellos. Cathy Kennedy se las arregla para poder combinar nuestra íntima amistad con una profunda simpatía hacia mis críticos más ácidos. Esto la situaba en una posición única desde la que me avisaba, especialmente a lo largo de los primeros capítulos, de a qué críticas tenía que responder. Temo que todavía no le guste el tono de estos capítulos, pero la mejora que ha habido en ellos, si es que la ha habido, es de largo debido a su influencia, y le estoy muy agradecido.
Tengo el privilegio de que el primer borrador haya sido criticado por John Maynard Smith, David C. Smith, John Krebs, Paul Harvey y Ric Charnov, y el último borrador del libro les debe mucho a todos ellos. En todos los casos me guie por sus sugerencias, incluso aunque no las asumiera. Otros criticaron amablemente los capítulos que tenían que ver con sus campos de actuación: Michael Hansell, el capítulo sobre los artefactos; Pauline Lawrence, el que trataba de los parásitos; Egbert Leigh, el de la aptitud; Anthony Hallam, la sección sobre el equilibrio puntuado; W. Ford Doolittle, el del ADN egoísta; y Diane de Steven, las secciones sobre botánica. El libro se terminó en Oxford, pero empezó durante una visita a la Universidad de Florida en Gainesville en un permiso sabático concedido por la Universidad de Oxford y el rector y la junta del New College. Estoy muy agradecido a mis muchos amigos de Florida por facilitarme una atmósfera tan agradable en la que trabajar, especialmente Jane Brockmann, quien también aportó una crítica útil de los primeros borradores, y Donna Gillis, quien se encargó de una gran parte de la mecanografía. También me beneficié durante un mes de una exposición de biología tropical como el invitado agradecido de la Institución Smithsoniana de Panamá durante la escritura del libro. Finalmente, es un placer dar las gracias una vez más a Michael Rogers, antiguamente en Oxford University Press y ahora en W. H. Freeman and Company, un editor de «la estrategia K» que cree realmente en sus libros y es su incansable defensor.
Nota del autor
Supongo que la mayoría de científicos (y la mayoría de autores) tienen una obra de la cual dirían: «No importa si nunca lee algo mío, pero al menos lea esta». Para mí, es El fenotipo extendido. En particular, los últimos cuatro capítulos son los mejores candidatos que puedo ofrecer a los que se les pudiera poner el título de «innovador». El resto del libro hace algunas aclaraciones necesarias durante el camino. Los capítulos 2 y 3 son respuestas a las críticas de la versión del «gen egoísta» de la evolución que ahora es aceptada ampliamente. Los capítulos centrales tratan de la polémica sobre las «unidades de selección» que tienen tanto atractivo actualmente para los filósofos de la biología, desde el punto de vista del gen; quizás la contribución más útil de aquí sea la distinción entre «replicadores y vehículos». Mi intención era que esta serie de aclaraciones pusiera fin a toda la polémica ¡de una vez por todas!
Y para el fenotipo extendido propiamente dicho, no he visto nunca ninguna alternativa a ponerlo al final del libro. No obstante, esta política tiene un inconveniente. Los primeros capítulos prestan atención al tema general de las «unidades de selección», lejos de la idea original del fenotipo extendido en sí mismo. Es por esta razón que he renunciado al subtítulo original, «El gen como unidad de selección» en esta edición. El subtítulo que lo reemplaza, «El largo alcance del gen», capta la idea del gen como el centro de una red de un poder radiante. Por lo demás, el libro no tiene ningún otro cambio aparte de correcciones de poca importancia.
Oxford, 1989