Colección Biblioteca Universidad de Lima
Semiótica del texto fílmico
Primera edición digital: noviembre, 2017
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ISBN versión electrónica: 978-9972-45-428-8
Presentación
I
Constitución del texto fílmico
1. Signo visual
2. Nivel icónico
2.1 Eje significante-referente
2.2 Eje referente-tipo
2.3 Eje tipo-significante
3. Nivel plástico
4. Nivel iconográfico
5. Códigos del sonido
6. Sintagmática del texto fílmico
7. Tensividad del texto
8. Final
II
Presencia esquiva
El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961)
1. Campo de presencia
2. Actantes posicionales
3. Actantes transformacionales: Esquema de la prueba
4. Una lógica cognitiva
5. Hacia la “vasta metáfora”.
6. Una forma de vida.
III
Apariencias que no engañan
Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958)
1. Contratos de veridicción
2. El modelo de la veridicción
3. Funciones veridictorias
4. Niveles y recorridos de los simulacros
5. Transformacoines veridictorias
6. Una estructura díptica
7. Fascinación por la apariencia
8. [Ser/parecer] en la “carne” de la puesta en escena
8.1 Comportamientos
8.2 Espacios
8.3 Vestidos
8.4 Iluminación
8.5 El trabajo de la cámara
IV
La pasión según Buñuel
Nazarín (Luis Buñuel, 1958)
1. Pasiones “vividas”/pasiones “dichas”
2. Naturaleza de la pasión
3. Dimensión pasional de Nazarín
4. Estructura inmanente de la pasión
5. La pasión de don Nazario
6. El discurso pasional
7. Alcances de la ambigüedad
V
Producción del efecto estético
Muerte en Venecia (Lucchino Visconti, 1971)
1. El “efecto estético”: un efecto de sentido
2. Un debate sobre el arte como punto de partida
3. Constitución de un objeto estético
4. Estructura narrativa y efectos estéticos
5. Efectos estéticos de la sintagmática audiovisual
6. Sistemas semisimbólicos y efectos estéticos
7. Efectos estéticos en la instancia de la enunciación
8. De cara al enunciatario
VI
Figuras de la violencia
Tiempos violentos (Pulp Fiction, Quentin Tarantino, 1994)
1. El nivel de las “figuras”
2. Base sintagmática de las figuras
2.1 Sucesión narrativa del relato
2.2 Programas narrativos
3. Temas y figuras
4. Plano de la expresión/plano del contenido: Sistemas semisimbólicos
5. Configuración de la luz
6. La praxis enunciativa
VII
Las estipulaciones del deseo
El piano (Jane Campion, 1992)
1. Estructura contractual
2. Funciones narrativas del contrato
3. Contrato y modalización
4. Determinaciones discursivas del contrato
5. Repercusiones del contrato en el universo semántico
VIII
La enunciación cinematográfica
Ciudadano Kane (Orson Welles, 1942)
1. Naturaleza de la enunciación cinematográfica
1.1 Función de la enunciación
1.2 Formas de la enunciación cinematográfica
1.3 Manifestación de la enunciación cinematográfica
2. Figuras de la enunciación cinematográfica
2.1 Figuras discursivas de la cámara
2.2. Figuras sintagmáticas
3. Figuras enunciativas del relato
4. Iconización y trabajo de la expresión
Bibliografía
Los ensayos de investigación semiótica que componen el presente volumen han sido elaborados al calor de la docencia y a lo largo de varios años. No obstante, todos ellos han sido pensados con vistas a este libro. Desde que seguí los seminarios de posdoctorado con Christian Metz y A.J. Greimas, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, acaricié la ilusión de escribir un texto como éste que, finalmente, me atrevo a poner en tus manos de inquieto lector. Para mí, esta obra constituye una meta lograda; para ti, tal vez, el inicio de una nueva curiosidad intelectual.
Habitualmente, los textos que han sido producidos a lo largo de algunos años se colocan, cuando pasan a formar parte de un libro, en orden cronológico de producción. Sin embargo, la teoría semiótica nos enseña que los programas narrativos adquieren sentido desde el estado final. Y la trayectoria intelectual de un investigador constituye un verdadero programa narrativo. En tal sentido, aquí hemos optado por colocar los textos en orden inverso —alguna vez los últimos han de ser los primeros—, situando en los primeros lugares los que han sido escritos más recientemente, dejando para el final los que fueron producidos primero. De esa manera, el lector tendrá la oportunidad de ponerse en contacto inmediato con las nuevas adquisiciones de la semiótica, para luego ir recalando en aspectos más clásicos y conocidos.
Como podrá advertir el lector, cada texto ofrece un acercamiento diferente. Esa elección es arbitraria, y depende siempre de la relación que se establece entre el analista y el texto analizado. Sin embargo, es evidente que cada texto presenta al investigador determinados rasgos saltantes que atraen su atención, y que se presentan como estesias altamente significativas, que invitan a una lectura analítica. Lo que significa que cada texto fílmico ofrece determinadas vías de abordaje, que el analista tiene que saber aprovechar para ingresar al texto que se propone estudiar. Una vez dentro, el investigador podrá moverse en varias direcciones, de conformidad con las relaciones y correlaciones internas que vaya descubriendo. Ésa es una tarea que depende básicamente de la intuición y de la competencia analítica del investigador. De tal modo que, aplicando el mismo modelo, dos investigadores pueden llegar a conclusiones diferentes sobre el mismo texto.
No encontrará el lector en este libro modelos teóricos originales, sino apenas una aplicación, pretendidamente didáctica, de aquéllos que han sido elaborados en otras latitudes. En América Latina, por desgracia, no existen aún las condiciones mínimas que permitan desarrollar la creatividad científica; nos hemos limitado generalmente a aplicar y a promover modelos elaborados en otra parte. La razón de esa carencia es muy sencilla: no existe todavía una masa crítica de semióticos suficiente para producir ese “acmé” del pensamiento teórico.
En tal sentido, El año pasado en Marienbad ofrece vías de entrada especialmente propicias para aplicar los modelos elaborados por la Semiótica tensiva (Fontanille y Zilberberg) sobre el campo de presencia y sus operaciones elementales: mira y captación, así como sobre los actantes posicionales y su conversión en actantes transformacionales. Desde esos modelos es posible acceder a los problemas que plantea el discurso en acto, acerca de las diferentes formas de “captación”, hasta alcanzar los niveles de la “vasta metáfora”.
El acercamiento al sentido de Vértigo se ve favorecido por los juegos sobre el ser y el parecer, que atraen desde un comienzo la atención del espectador más ingenuo. Los desarrollos más recientes del modelo de la veridicción nos han permitido observar cómo procede el discurso para tratar de descubrir el “ser” que habita más allá del “parecer”, para aferrarse luego en “reconstruir” el “parecer” significativo a partir del “ser” insignificante.
En cuanto a Muerte en Venecia, las entradas resultan más misteriosas y parcialmente personales. Hemos encontrado en el conjunto del filme un “aura” de carácter estético que nos ha invitado a indagar cuáles son las operaciones discursivas que generan el efecto de sentido que denominamos “efecto estético”. Considerando que cualquier efecto de sentido es un “valor”, y que la teoría del valor ha sido novedosamente desarrollada por la semiótica tensiva, hemos intentado introducir sus logros en el estudio del efecto estético, tal como se presenta en esa película. Pero, al mismo tiempo, consideramos que el “efecto estético” se inscribe en el ámbito de las pasiones, razón por la cual incorporamos también los aportes de la semiótica de las pasiones, en sus diferentes versiones y modelos.
Tal vez ese “eclecticismo” de modelos ha llevado a pensar, según algunos estudiantes de posgrado, que el texto de ese estudio resulta un tanto heterogéneo. Y lo es, sin duda. Sin embargo, queremos señalar que la confluencia de modelos, si bien puede llevar a la confusión, puede igualmente enriquecer los alcances del análisis. Es bien cierto que en el estudio de Muerte en Venecia se introducen dispositivos de la semiótica clásica: Modelo constitucional de la significación (llamado habitualmente “cuadrado semiótico”) —esquema narrativo— veridicción; dispositivos de la semiótica tensiva: esquematismo tensivo; dispositivos de la semiótica de las pasiones: arquitectónica de las pasiones (Parret), y algunos otros. Sin embargo, todos esos “dispositivos” son tributarios de un modelo hipotético-deductivo, teóricamente coherente y metodológicamente operativo, elaborado por J. Greimas y sus discípulos de la llamada “Escuela de París”. En consecuencia, a pesar de las variantes que puedan ofrecer, los dispositivos puestos en marcha en ese estudio son radicalmente coherentes, y se complementan unos con otros. Es muy posible que la “incompetencia” del investigador no haya logrado articularlos adecuadamente, impidiéndoles actualizar la eficacia que en potencia albergan. En todo caso, hemos tratado de incorporarlos a un análisis integral del efecto estético, sin traicionar los principios reguladores de su propia articulación. Al menos, eso esperamos.
Tiempos violentos (Pulp Fiction) es un texto fílmico posmoderno, que presenta características muy diferentes. De la impresión “molar” que proporciona la película, hemos considerado que la “puerta” de entrada más productiva es el “nivel de las figuras”. Pero entendemos que las “figuras” no se reducen a las figuras perceptivas del mundo cosmológico, sino que también incorporamos a ese nivel figuras noológicas como la “estructura” discursiva del relato, así como las correlaciones entre la estructura temático-narrativa y la estructura de las figuras propiamente dichas. Tal opción nos ha llevado a estudiar conjuntamente los programas narrativos y la organización del universo figurativo. Un estudio semejante quedaría inconcluso, en un texto tan particular como Pulp Fiction, si no estableciéramos nuevas correlaciones entre el plano de la expresión y el plano del contenido, poniendo a producir los sistemas semisimbólicos dentro del texto.
Con Nazarín nos encontramos de nuevo con la dimensión de las pasiones. Pero esta vez nos limitamos a detectar, para explicar, las pasiones como estructuras modales, con su propia morfología y sintaxis, con la finalidad de construir la identidad del actante sujeto: Don Nazario. Aplicamos, en este análisis, los modelos elaborados por A.J. Greimas y J. Fontanille en Semiótica de las pasiones. Las operaciones analíticas nos conducen a contrastar las posiciones “enunciativas” entre el enunciador implícito (Buñuel) y el enunciador del enunciado (Nazarín). Contraste que permite explicar la intencionalidad discursiva que anima a la película como discurso de autor.
El piano abre desde el primer momento una “puerta” muy clara para introducirse en su interior y “escuchar” el avance del filme. Toda la película avanza a base de “contratos”, aceptados o infringidos. Dichos contratos condicionan el “ser” y el “hacer” de los actantes, llevándolos a la adquisición de competencias muy definidas a fin de conseguir sus “objetos de deseo”. Tanto la “aceptación” como la “infracción” de los contratos estipulados determinan el mundo de los actores y sus destinos vitales. Los contratos gobiernan los programas narrativos que se consideran necesarios para cumplirlos en vista de la sanción final. Del mismo modo, los contratos estipulados, cumplidos o quebrantados, nos permiten alcanzar el “sentido del sentido” del filme.
Finalmente, el Ciudadano Kane nos ha ofrecido la oportunidad de un acercamiento a las distintas “figuras” con las que se manifiesta en el texto la enunciación implícita. Si bien “implícita”, la enunciación deja “huellas” en el enunciado; y, sólo a partir del enunciado podemos “catalizar” su presencia. Observamos así “figuras” enunciativas de la cámara, de la planificación, de los ángulos de toma. Analizamos luego las “figuras” sintagmáticas y las de la sintaxis actorial, espacial y temporal. Tratamos de conectar una vez más el plano del contenido con el plano de la expresión, ya que esa relación resulta imprescindible para comprender los textos artísticos. Pero, además, existen “figuras” enunciativas que surgen de la organización del relato, pues con esa “organización” el enunciador “habla” también al enunciatario.
Hemos colocado en el primer lugar, presidiendo los ensayos de investigación que componen este libro, un texto de reflexión teórica sobre la constitución del texto fílmico. Bien sabemos que el texto fílmico es un texto sincrético, en el que concurren códigos de diferente naturaleza: códigos visuales y sonoros, los cuales actualizan otros muchos subcódigos excesivamente complejos: comportamientos, gestos, vestimenta, colores, urbanísticos, etc. Nos limitamos en ese ensayo a describir los dos órdenes fundamentales que contribuyen a la constitución del texto fílmico: códigos visuales y códigos sonoros, así como la articulación entre ambos.
La elección de un punto de vista tiene importantes consecuencias sobre el análisis realizado. Un punto de vista permite “una” lectura interpretativa y no otra. Ningún “punto de vista” permite la única lectura, por la sencilla razón de que “la” lectura (única) no se alcanza jamás. Ni siquiera la “visión estelar” de un Valle-Inclán lo logró; lo que logró fue otra cosa: la visión esperpéntica del mundo y de los hombres. Toda “lectura” es una lectura parcial, y depende ciento por ciento del punto de vista adoptado. Como, de hecho, existen múltiples puntos de vista, existe, en consecuencia, una pluralidad de lecturas.
Sin embargo, las “lecturas” tienen un límite. En un texto dado, no es posible “leer” lo que a uno se le antoje. El texto mismo impone límites a la pluralidad de lecturas. Pero, respetando la naturaleza y estructura del texto, es evidente que puede ser “leído” desde distintos puntos de vista. Los límites impuestos a la “lectura” alcanzan a los resultados del análisis: todo resultado es parcial, y sobre un mismo texto, aplicando el mismo modelo analítico, analistas diferentes pueden llegar (y, seguramente, llegarán) a resultados diferentes.
En ese sentido, los distintos puntos de partida que hemos adoptado frente a cada texto sometido a estudio, nos han conducido a resultados diversos, válidos únicamente (y eso limitadamente) para el punto de vista adoptado. Toda pretensión de generalidad choca irremediablemente con la radical falibilidad del ser humano.
En consecuencia, proponemos al lector interesado en el conocimiento del cine y en el conocimiento de la semiótica, los resultados parciales que la “relatividad” del punto de vista adoptado nos ha permitido alcanzar.
Varios intereses pueden promover la lectura de esta obra: Habrá quien se interese en observar cómo se aplica un modelo teórico a un determinado texto concreto; habrá quien dé preferencia a los resultados obtenidos para renovar su visión y su manera de acercamiento al cine; no faltará quien se entusiasme con el juego de espejos que se genera al articular textos con métodos; y no faltará, claro está, quien se sienta desencantado, y hasta aburrido, después de leer los primeros párrafos del libro. Para estos últimos, es preciso recordar que todo texto, también el texto de investigación semiótica, reclama determinadas “competencias”, siquiera sean mínimas, en el lector que con él se enfrenta. Todo texto construye a su lector; en la medida en que cada uno de nosotros encajemos en ese “rol” virtual, nos sentiremos capaces de seguir la lectura con relativa facilidad.
La puerta está abierta; la entrada es libre.
Se ha dicho repetidas veces que el texto fílmico es un texto sincrético porque a su constitución concurren diversos códigos; el texto fílmico se construye ciertamente con códigos de textualización diferentes: códigos visuales y códigos sonoros: lengua, música, ruidos.
Como bien señala Ch. Metz (1971: 154), el “signo cinematográfico” no existe. En el cine existen múltiples “signos” que pertenecen a diferentes códigos. El más importante, sin duda, es el “signo visual”. Y por él vamos a empezar nuestro análisis.
El “signo visual” está en la base de la imagen cinematográfica. La imagen cinematográfica se caracteriza, según Ch. Metz (1971: 171), por los rasgos de la materia significante: imagen obtenida mecánicamente, múltiple, móvil, combinada con tres clases de elementos sonoros (palabras, música, ruidos) y con menciones escritas. Esta imagen compleja pretende copiar los rasgos significantes del “mundo natural”; pero jamás lo logra. Como tampoco lo logra la visión normal. Pues el significante del “objeto” natural es construido por la percepción. El mundo que nos rodea nos invade con una cantidad millonaria de estímulos heterogéneos y desarticulados, que afectan simultáneamente todos nuestros sentidos. Los órganos humanos de la sensación no son capaces de procesar tan ingente cantidad de estímulos. Ateniéndonos a la vista solamente, por ser el órgano que va a ponernos en contacto con los signos visuales del cine, sabemos que la luz cubre un espectro de 70 octavas, desde los rayos gamma hasta las ondas hertzianas, y que los órganos de recepción visual sólo son sensibles a una zona media, que abarca una sola octava (Grupo µ, 1992: 62). Esta banda de estímulos, que va de 390 a 820 nanómetros, es la que actúa sobre nuestros ojos para dar origen a la sensación de luz.
Por otro lado, el conjunto de estímulos recibidos, supuestamente continuo, es inmediatamente discretizado por la retina, compuesta como está de células aisladas, capaces solamente de transmitir puntos. La retina contiene dos tipos de células: los conos y los bastoncillos, los cuales se encuentran conectadas al nervio óptico y, por su intermedio, al cerebro. Si bien el número de conos asciende a los 7.000.000 y los bastoncillos pueden llegar hasta los 150.000.000, el nervio óptico no es capaz de transmitir al cerebro más de 1.000.000 de puntos (Encyclopaedia Britannica: Eye and Vision), lo cual supone ya una sustancial reducción de los datos recibidos. Por su parte, el cerebro introduce nuevas reducciones en función del programa cultural internalizado por los procesos de socialización a los que se ha visto expuesto durante el aprendizaje. El programa cultural internalizado no es otra cosa que lo que Eco llama códigos de reconocimiento (Eco, 1972: 270). En términos de la teoría de la información, el problema consiste en pasar de un caudal de 107 bits (capacidad del canal visual) a un caudal muchísimo inferior de 16 bits por segundo (capacidad de la conciencia). A estas coerciones cuantitativas se añaden exigencias de tipo cualitativo, entre ellas, la intensidad sensorial: existe un umbral mínimo y un umbral máximo de excitabilidad visual. El órgano receptor no es excitado por debajo de una millonésima de bujía por metro cuadrado, ni tampoco por un estímulo que supere las 10.000 bujías por metro cuadrado. Además, todo estímulo requiere de un tiempo mínimo para producir una excitación sensorial, que se conoce como “tiempo útil”, sin el cual la excitación no se produce. Por tanto, la percepción visual es inseparable de una actividad integradora; lo que quiere decir que el sistema perceptivo humano está programado para detectar similitudes. Pero, al mismo tiempo, está capacitado para identificar diferencias. La identificación de diferencias es precisamente el primer acto de una percepción organizada.
El análisis de los mecanismos de la percepción nos lleva a la conclusión de que la actividad visual es una actividad programada. Esta programación está ya inscrita en los detectores de figuras (tanto si el término se toma en el sentido de la Gestalt como si se lo acepta en el sentido de la glosemática). Pero desde el momento en que interviene la actividad de la memoria, pasamos de la “ocurrencia” a la “serie”, del “acontecimiento” al “tipo”, el cual permite introducir el concepto de “objeto”. Y con eso entramos inevitablemente en el ámbito cultural y, por tanto, en el campo de lo semiótico, porque
... el objeto percibido es una construcción, un conjunto de informaciones seleccionadas y estructuradas en función de la experiencia anterior, en función de necesidades, de intenciones del organismo implicado activamente en determinada situación” (Reuchlin, citado por Grupo µ, 1992: 80).
Y el objeto, así concebido, nos conduce directamente a la noción de “signo”. Y es aquí donde la función perceptiva se conecta con la función semiótica. En sus mismos fundamentos, la noción de objeto no es radicalmente separable de la noción de signo. Tanto en un caso como en el otro, es el sujeto percibiente y actuante el que impone un orden a la materia inorganizada, transformándola, por la imposición de una forma, en una sustancia (Hjelmslev, 1971: 51-52).
Resumiendo, resulta claro que la percepción es una operación semiotizante, y que la noción de objeto no es nada objetiva, en el sentido vulgar del término. Es, a lo sumo, un compromiso de lectura del mundo natural (Grupo µ, 1992: 81). Estas rápidas constataciones nos conducen a una conclusión inquietantemente obvia: el mundo es como lo vemos, no lo vemos como es. Y eso es así por la sencilla razón de que si no lo ‘vemos’1, no es. No es “como mundo”, claro está. La física cuántica y sus desarrollos más recientes llegan a plantear la hipótesis de que “el universo no existe si una inteligencia consciente no lo está observando”. Según J.A. Wheeler (1998), nuestras observaciones determinan la constitución misma del universo. Cuando los físicos analizan los elementos constituyentes de la realidad —los átomos y su interior, o las partículas de luz llamadas fotones—, lo que ven depende de cómo han organizado el experimento. Las observaciones de un físico determinan si un átomo se comporta como una onda fluida o como una partícula dura, o qué camino sigue al desplazarse de un punto a otro. Desde la perspectiva cuántica, el universo es un lugar de intensa actividad interactiva. De las infinitas opciones posibles (=modo de existencia potencializado) sólo se actualizan y se realizan aquéllas que pasan por la observación de seres inteligentes; las otras permanecen en la mera potencialidad. El efecto de sentido generado de esa manera depende entonces de la posición que ocupa el cuerpo percibiente en el campo de observación o campo de presencia.
Para el físico Andrei Linde el universo parece haber existido antes de que alguien comenzara a mirarlo. Sin embargo, el universo y el observador existen unidos, uno en función del otro.
Sólo se puede decir que el universo existe cuando hay un observador que puede afirmar: ‘Puedo “ver” el universo ahí’. Como ser humano, no veo ninguna lógica ni sentido en afirmar que el universo existe sin observadores. En ausencia de observadores, el universo está muerto (Linde, 2000).
Las ciencias cognitivas, por su lado, están llegando a las mismas conclusiones. F. Varela, E. Thompson y E. Rosch avanzan la tesis de que ni el yo ni el mundo tienen algún fundamento permanente en sí mismos; que no hay nada que los fundamente como tales:
El organismo y el entorno se desarrollan y se despliegan mutuamente en la circularidad fundante que es la vida misma. (…) Las cosas son creadas de manera codependiente; en sí mismas, están desprovistas de todo fundamento” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).
El principio de emergencia codependiente es aplicable a los sujetos y a sus objetos, a las cosas y a sus atributos, a las causas y a su efectos y, en general, a la inteligencia consciente y al universo. Los autores se reafirman en su posición: “Tenemos la firme convicción de que la cognición, lejos de ser la representación de un mundo dado de antemano, es el advenimiento conjunto de un mundo y de un espíritu” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).
Y, sin embargo, como señala Eco (1999), hay algo ahí que ofrece resistencia, que envía estímulos, y con lo cual tenemos que contar.
El plano de la expresión del signo visual es similar al plano de la expresión del “mundo natural”, aunque no igual. Lo que quiere decir que las figuras del contenido lingüístico, propuestas por A.J. Greimas, corresponden también al plano de la expresión del código visual. Esta equivalencia ya había sido prevista por Ch. Metz al establecer la correspondencia entre código lingüístico y código visual. Reproducimos a continuación el esquema propuesto por Ch. Metz (1977: 152) para ilustrarla mejor:
Y Metz comenta:
La correspondencia entre visión y lengua se establece en dos niveles diferentes: de una parte, entre sememas y objetos identificables; de otra parte, entre semas y rasgos pertinentes del reconocimiento visual. (...) En el código del reconocimiento visual, el significante no es jamás el objeto (descubierto o simplemente sospechado), sino el conjunto del material con el que se descubre (o se sospecha de) su existencia: formas, contornos trazados, sombreados, etc.; es la sustancia visual misma, la materia de la expresión en el sentido de Hjelmslev. (…) Gracias a los rasgos pertinentes del significante icónico, el sujeto identifica el objeto (=establece el significado visual); de aquí, pasa al semema correspondiente de su lengua materna (=significado lingüístico); éste es el momento preciso de la nominación, del tránsito intercódico. Una vez que dispone del semema, puede pronunciar la palabra o lexema al que se vincula dicho semema; y ahora puede producir el significante (fónico) del código lingüístico. El rizo queda así rizado (Metz, 1977: 145).
Sin embargo, la experiencia común (es decir, comunitaria) nos enseña que no siempre es necesario acudir al semema de la lengua para identificar un “objeto” del mundo natural. Puede bastar con la intervención de sus equivalentes: el tipo o el prototipo, como se verá en el acápite siguiente.
En ese orden de cosas, existen tipos visuales, tipos auditivos, tipos táctiles, tipos olfativos, tipos gustativos, que nos permiten identificar los “objetos” sin la necesaria intervención de la palabra. J. Fontanille aclara muy bien estas posibilidades:
La imagen de un árbol no es imagen de árbol porque podamos llamarla “árbol” sino porque se aproxima al tipo visual /árbol/. Del mismo modo, si reconocemos una forma redondeada elíptica, no es porque podamos llamarla “elipse” sino porque hemos reconocido el tipo visual /elipse/. Si alguien no conoce el nombre de “elipse”, se verá obligado a utilizar una perífrasis (“algo redondo aplastado”); pero no por eso dejará de reconocer el tipo visual /elipse/ (Fontanille, 1998b: 42).
Y lo mismo sucede con los tipos auditivos y demás tipos: “ruido de lluvia”, “ruido de viento”, “ruido de motor”, “ruido de pasos”, “ruido de puerta”; “color de rosa, “color de violeta”...; “sabor a lúcuma”, “sabor a ciruela”.
De todos modos, el esquema anterior nos permite advertir que en el significante lingüístico no existe ningún rasgo visual. Los semas figurativos del modelo de A.J. Greimas corresponden al significante de la semiótica del “mundo natural”. La iconicidad cinematográfica es directamente visual, despojada de giros retóricos, inmediata. La percepción simultánea de los diversos aspectos de un paisaje: extensión, horizonte, formas, colores, matices…, que permite el signo visual, produce una concentración de sensaciones, de estesias, que elevan la intensidad de la emoción.
Resulta muy difícil, en cambio, expresar con imágenes los procesos del razonamiento, e incluso los estados de ánimo. En este sentido, el cine y el texto fílmico que permite construir, tienen que limitarse a captar los comportamientos exteriores e inferir de ellos los estados anímicos correspondientes. Desde esta perspectiva, el texto fílmico es eminentemente conductista. Solamente por la incorporación de la palabra, el texto fílmico, en el estadio actual del desarrollo del cine, puede expresar la dimensión interior del hombre. Como se ve, la famosa sentencia china, según la cual una imagen vale por mil palabras, encuentra aquí su vuelta de guante, pues es igualmente cierto que una palabra vale por mil imágenes cuando se trata de expresar razonamientos o procesos mentales.
En el signo visual hay que distinguir dos planos diferentes: el signo icónico y el signo plástico, con sus respectivos significante y significado. Ya hemos señalado que el signo icónico no es una copia del mundo natural, sino una reconstrucción. El signo icónico es el producto de una triple relación entre tres elementos. No es suficiente para explicar el signo icónico la aplicación de la relación binaria, con la que se puede dar cuenta del signo lingüístico. Los tres elementos necesarios para la construcción del signo icónico son: el significante icónico, el tipo y el referente del “mundo natural”, entendiendo siempre este referente como otro signo. Entre estos tres elementos se establecen relaciones de ida y vuelta, como lo indica el modelo siguiente, elaborado por el Grupo µ (1992: 136):
El referente que aquí se propone es el objeto entendido no como la suma inorganizada de estímulos, sino como miembro de una clase, lo que no quiere decir que el referente sea necesariamente “real”. Por lo pronto, ya hemos señalado que el objeto no existe como realidad empírica, sino como ente de razón, como construcción y, en último término, como signo. La existencia de esta clase de objetos es validada por la existencia del tipo.
Tipo y referente son, sin embargo, distintos: el referente es particular, y posee características físicas. El tipo es una clase, y tiene características conceptuales. Por ejemplo, el referente del signo icónico árbol es un objeto particular, del que podemos tener la experiencia, visual o de otra naturaleza (táctil, olfativa). Pero ese objeto sólo es referente en cuanto puede ser asociado a una categoría permanente: el ente-árbol.
El significante es un conjunto modelizado de estímulos visuales que corresponden a un tipo estable, identificado gracias a los rasgos de dicho significante, y que puede ser asociado a un referente reconocido, el cual es a su vez hipóstasis de un tipo. El significante establece relaciones de transformación con dicho referente.
El tipo es un modelo interiorizado y estabilizado, que, confrontado con el producto de la percepción, se ubica en la base del proceso cognitivo. En el ámbito icónico, el tipo es una representación mental, constituida por un proceso de integración. Su función es la de garantizar la equivalencia del referente y del significante. Referente y significante se encuentran en una relación de cotipia. Por lo demás, los tipos son formas (en el sentido hjelmsleviano del término): no se trata de realidades empíricas brutas, anteriores a toda estructuración. Se trata, una vez más, de modelos teóricos. Entre una forma tipo y la forma percibida, entre el color tipo y el color percibido, entre el objeto tipo y el objeto percibido, existe la misma relación que entre el fonema y todos los sonidos que lo pueden realizar, entre el nombre y todos los objetos que se le pueden asociar.
En cuanto modelos, los tipos constituyen una definición. La clase a la que se aplica esta definición es una clase de perceptos agrupados en categorías que desdeñan ciertas características consideradas no pertinentes. La presencia, por ejemplo, de una arruga no invalida ni confirma la pertenencia de un objeto a la clase de cabeza; una variación en la saturación no invalida ni confirma la pertenencia de tal color a la clase del rojo, y así por el estilo. El aparato perceptivo semiotiza por medio de la acentuación de contrastes, por medio de la creación de contornos, por medio de la igualación de zonas coloreadas, etc. Con tales operaciones, lo que hace es extraer una información útil, liberar una señal de los ruidos que la rodean y evitar la creación de un repertorio infinito de tipos. Semiotizar consiste, finalmente, en constituir clases, extrayendo los rasgos invariantes (=específicos) y relegando los rasgos particulares (=individuales).
Entre los tres elementos del signo icónico se establecen tres relaciones dobles:
Ese eje conecta de forma inmediata los términos de la relación, lo que señala una notable diferencia con la relación que establecen estos términos en el signo lingüístico. En este último caso, significante y referente no tienen ninguna relación inmediata ni en materia ni en forma. En el signo icónico, en cambio, por el hecho de contar ambos términos con características espaciales, son los dos igualmente mensurables. Es precisamente en esa mensurabilidad en la que descansa la famosa ilusión referencial, a la que aluden los autores más perspicaces en la descripción del signo visual. Esto quiere decir que algunos caracteres del objeto son traducidos en los signos icónicos, mientras que algunos rasgos del signo no pertenecen al objeto. En este punto, U. Eco (1972: 234) habla más bien de homologación entre dos modelos de relaciones perceptivas. Podríamos ahora completar el esquema de Ch. Metz (1977: 152) relacionando el signo visual y el signo lingüístico con la semiótica del “mundo natural”, referente obligado de los dos signos anteriores:
Como puede observarse en el esquema anterior, todos los sistemas semióticos se comunican entre sí en el nivel del significado —nivel semémico—, razón por la cual es posible la traducción de un sistema a otro. Pero, además, el sistema visual y el sistema del “mundo natural” se interrelacionan entre sí en el nivel del significante, ya que el signo visual extrae del “mundo natural” algunos rasgos —aquéllos que son necesarios y suficientes, dentro de cada cultura— para construir el significante. En cambio, el significante lingüístico no participa en nada de los rasgos del significante del “mundo natural” ni de los rasgos del significante del signo visual. Lo que sí sucede con el significado lingüístico, pues los semas figurativos del significado mantienen una correspondencia con algunos rasgos del significante del sistema semiótico del “mundo natural” y del orden visual.
Las relaciones en las que se basa la mensurabilidad, e incluso la homologación, que no la identidad, de los modelos perceptivos, se denominan transformaciones. El Grupo µ propone cuatro tipos fundamentales de transformaciones: a) transformaciones geométricas; b) transformaciones analíticas; c) transformaciones ópticas; d) transformaciones cinéticas (Grupo µ, 1992: 156 ss.).
Las transformaciones geométricas se producen sobre “formas” extendidas en un espacio, y se generan por traslación: operación por la que todos los puntos de una figura F pasan a una figura F’ de conformidad con vectores equipolentes y paralelos; por rotación: operación por la cual todos los puntos de F’ se obtienen como en el caso anterior, pero añadiendo una operación de rotación en torno a un centro O; por simetría: operación por la que de cada punto M de F se pasa al punto correspondiente M’ de F’ por un segmento de recta, de forma tal que O sea siempre el punto medio de MM’; y por homotecia, según la cual, se operan reducciones o ampliaciones de las figuras. Estas diversas transformaciones elementales pueden combinarse entre sí para generar transformaciones complejas como desplazamientos (combinación de una traslación y de una rotación), similitudes (obtenidas por un desplazamiento y una homotecia), y congruencias (composición de traslaciones, rotaciones y reflexiones). Las congruencias permiten explicar por qué dos entidades que tienen la misma “forma” (en el sentido de la Gestalt) son posibles signos icónicos una de otra, como sucede en el calco y en la huella. Los reflejos en el espejo son también congruencias.
Las homotecias resultan sobremanera interesantes, en la medida en que rigen las reducciones y las ampliaciones, tan frecuentes en el caso de la fotografía y, por tanto, del cine. Estas transformaciones conservan algunas propiedades de la figura original (en particular, los ángulos), pero no la longitud ni la orientación. Asistimos con estas operaciones a las transformaciones familiares de los triángulos iguales y, en general, a las de las figuras “semejantes”.
La transformación por proyección conserva sólo algunas propiedades proyectivas de la figura original (por ejemplo, “ser una línea recta” o “una curva de segundo grado”) y algunas propiedades topológicas (“estar dentro de”). Todos los sistemas clásicos de perspectiva entran aquí en juego. Y la proyección se encuentra igualmente en la base de aquellos signos que se producen por la proyección de objetos y figuras sobre una superficie plana, tales como fotografías y dibujos, razón fundamental del cine, tal como lo conocemos.
Finalmente, las transformaciones topológicas no conservan más que algunas propiedades muy elementales como la continuidad de las líneas la relación de interior y de exterior y el orden. Y así, una línea recta puede convertirse en curva, conservando sus propios elementos; los ángulos pueden desaparecer; las superficies y las proporciones pueden cambiar. La introducción de estas transformaciones en nuestro universo icónico es muy reciente, al menos en su uso masivo. Se aplican en la elaboración de esquemas, diagramas, organigramas, etc. Como ejemplos especialmente significativos, podemos citar el plano del metro, los circuitos eléctricos integrados, los planos de las ciudades y hasta las transformaciones topológicas que se observan en algunas pinturas de J. Miró.
Las transformaciones analíticas son mucho más finas y tal vez más fundamentales para la formación del signo visual que interviene en la constitución del texto fílmico. Se trata de transformaciones tales como la diferenciación y el filtraje. La diferenciación se aplica a los fenómenos de luminancia, que varía de un punto a otro del campo de visión. La diferenciación permite pasar de una imagen “continua” a una imagen “a trazos”. Se opera aquí una transformación diferencial del campo percibido: cada “pico” corresponde a un punto del “trazo” y entre los “trazos” no hay nada, o mejor dicho, entre los “trazos” hay un espacio neutro en cuanto vector de información.
Las transformaciones por filtraje permiten analizar la información visual como una red de puntos que son explorados por medio de un “barrido” o exploración. Toda la información obtenida en un “punto” se confunde para producir un estímulo medio que afecta al ojo, el cual lo analiza y, en respuesta, produce una señal nerviosa en forma de vector con tres componentes: luminancia, saturación y cromatismo. El filtraje consiste en anular alguno de los componentes de ese vector, operando así una proyección de puntos sobre un plano (si se suprime un componente) o sobre una línea (si se suprimen dos componentes). Hablando con propiedad, los componentes no se suprimen, sólo se “fijan”: conservan un valor constante y dejan de ser “variables” Si en lugar de establecer un valor fijo para un componente, se le asignan dos o más valores discretos, excluyendo la variación continua del parámetro seleccionado, obtenemos una variante del filtraje, que se conoce como discretización. La discretización constituye una forma menos radical de filtraje, intermedia entre las degradaciones ilimitadas y la fijación arbitraria de un valor único. La transformación de filtraje en fotografía y en cine es la que conduce del color al blanco y negro por la supresión o fijación del cromatismo. La discretización, por su parte, conduce a la “estilización”.
Las transformaciones ópticas afectan las características físicas de la imagen, y son bien conocidas por los fotógrafos. Trabajan la intensidad y la convergencia de los rayos luminosos. Entre las principales transformaciones ópticas se encuentra el contraste, que radica en la relación de “luminancia” entre las zonas extremas del “negativo” o del objeto, tal como es percibido por el ojo. Es evidente, sobre todo para el fotógrafo, que hay que tener en cuenta en cada toma los contrastes del “objeto”, del negativo y del positivo, que no son necesariamente equivalentes. Por la relación de contraste podemos atenuar o acentuar las variaciones en la luminancia del objeto, produciendo efectos de sentido significativamente diferentes. El llamado estilo negro en el género del cómic adopta el contraste máximo de que disponen los mecanismos de impresión. Del mismo modo, el expresionismo y el llamado cine negro americano utilizan los máximos contrastes que permiten los “negativos” de la época. Pero se puede trabajar con la gradación de un referente en un significante, desplazando “en bloque” la luminancia hacia los valores “oscuros” o hacia los valores “claros” de la gama, como sucede en los grabados de Goya. Invirtiendo los contrastes de luminancia, se obtiene el negativo. El efecto negativo es bien conocido por los fotógrafos, pero se halla igualmente presente en los dibujos a lápiz y en las siluetas o contraluces.
Otro complejo de transformaciones ópticas es el comprendido por la nitidez y por la profundidad de campo. En la visión normal existe un ángulo de visión sólido, conformado por un campo de unos 14º, en el que se distinguen las siguientes zonas fundamentales: en el centro se sitúa la zona de visión nítida o foveal, en la que se da el máximo de discriminación de formas y de colores; alejándose hacia la periferia, se encuentran sucesivamente un campo central de 25º y, luego, un entorno de 60º; el resto constituye el campo periférico de la visión. Como el ojo es móvil, puede “barrer” el campo y desplazar la zona de visión nítida hacia cualquier punto del campo. Pero en ningún caso puede ver toda la imagen con la misma nitidez. Y en esto radica el “tiempo” de la visión, que introduce la temporalidad en la comunicación visual. Finalmente, la visión binocular permite apreciar la distancia entre diversos puntos del campo visual. A partir de esta visión fisiológicamente “normal”, es posible proceder a transformaciones del ángulo de visión, de la zona de visión nítida y de la profundidad de campo.
La zona de visión nítida ha obligado a los artistas a inventar infinidad de “trucos” y de “trampas”. Cuando todo el campo de la imagen se presenta con nitidez constante, como en la pintura clásica o en la fotografía corriente, el ojo sólo percibe esa nitidez localmente, a lo largo de su recorrido por el campo; el resto queda difuminado. Si, por el contrario, examinamos una pintura cuyo centro es nítido y los bordes difuminados (Renoir, por ejemplo), el ojo sólo encontrará una visión satisfactoria si se fija en el centro; todos los demás puntos de la imagen producirán una visión difuminada. Tal dispositivo pictórico tiene por efecto atraer el ojo con eficacia hacia un centro de la imagen, que no necesariamente tiene que estar en el centro del cuadro. La profundidad de campo puede ser fuertemente reducida por medio de un objetivo de “focal” largo, poco diafragmado; y puede ser acentuada por un objetivo de “gran angular”. El efecto “profundidad de campo”, que resulta de la aplicación del “gran angular”, permite apreciar en la imagen, con la misma nitidez, los primeros términos y los fondos de la imagen.
Las transformaciones cinéticas se basan en el desplazamiento del observador con respecto al objeto observado, y es ese desplazamiento el que crea la relación entre el significante y los otros elementos del signo visual. Las principales transformaciones cinéticas son la integración y la anamorfosis. La integración permite incorporar en una unidad visual elementos dispersos como los de las “tramas” y los del “sombreado”. Al alejarse de la imagen, se ve emerger lo lejano, ya que el ojo abarca zonas de imagen cada vez más amplias en las que se suma y se promedia toda la información, integrándose en una totalidad. Es lo que sucede con las vallas publicitarias, confeccionadas en base a tramas gruesas y discontinuas. Y es lo que sucede también en la visión normal ante fenómenos como el que Proust describe frente al surtidor de Hubert Robert2.
La anamorfosis se presenta en dos formas diferentes: la primera se basa en la multiestabilidad y hace ver dos imágenes en una sola; la segunda, en cambio, se apoya en un efecto cinético. Cuando desfilamos en torno a la Gioconda, la joven mujer nos sigue mirando siempre. Lo mismo sucede con las imágenes fotográficas de la moderna publicidad, que se encuentran en la vía pública.
En resumen, las transformaciones permiten dar cuenta de la ilusión referencial, la cual surge de la relación entre significante y “referente”, dicho ahora con mayor propiedad y rigor, entre el significante visual y el significante del referente, así como también de la equivalencia entre dos o más significantes: como la que se genera entre una fotografía y un dibujo, o entre una fotografía en color y otra en blanco y negro.
En este eje se establece una relación de estabilización y otra de integración. Los elementos pertinentes extraídos del contacto perceptivo con el “referente” se reúnen en paradigmas, que a su vez dan origen al tipo. En la dirección [tipo ∏ referente] se produce la operación que consiste en una prueba de conformidad. La conformidad se establece entre los rasgos pertinentes que han sido seleccionados en el “referente”, es decir, en el significante del referente, y los rasgos paradigmáticos que integran el tipo. Los rasgos pertinentes retenidos del “referente” constituyen precisamente las “figuras” en el sentido de A.J. Greimas, que pueden descomponerse en semas figurativos (Greimas y Courtés, 1979, [sema]).
Aunque el tipo, en el signo icónico, y el significado, en el signo lingüístico, ocupan distinto lugar en la estructura sígnica, existe de todos modos una cierta equivalencia entre ambos: forman parte, al menos, del significado lingüístico los semas figurativos, que son aquéllos que tienen una correspondencia con los significantes del “mundo natural”, los cuales intervienen activamente en la construcción del tipo. En este sentido, y ateniéndonos a la coherencia del modelo semiótico greimasiano, no se puede desalojar totalmente el “referente” del signo lingüístico, ya que algunos de sus rasgos (= semas figurativos) son incorporados al significado. Hay que insistir, sin embargo, en el hecho de que tal referente no es más que un elemento (= significante) de la semiótica del “mundo natural”, y de lo que se trata, entonces, es de un problema de intersemioticidad (Greimas y Courtés, 1979, [referente]). Es esa relación entre significado y tipo la que permite verbalizar, aunque no en todos los casos, el signo icónico.
El tipo es un conjunto de paradigmas. En consecuencia, los estímulos visuales pueden ser sometidos, igualmente, a una prueba de conformidad, la cual permitirá o no hipostasiar los rasgos sensoriales, seleccionados por el programa cultural, con el tipo. La prueba de conformidad consiste en confrontar un objeto singular con un modelo general, es decir, los rasgos pertinentes del significante-objeto con los rasgos estabilizados del tipo. Como el modelo está estructurado sobre la base de paradigmas, diversos objetos pueden corresponder a un tipo único, sea por la vía del significante, sea por la vía del “referente”. En la dirección [significante ∏ tipo], se produce una operación de reconocimiento del tipo. Los criterios de reconocimiento son de naturaleza cuantitativa y cualitativa: tanto el número como la naturaleza de los rasgos que autorizan el reconocimiento, son importantes. Por ejemplo, el tipo “árbol” será fácilmente reconocido si los rasgos que corresponden a los tipos /”tronco”/, /”ramas”/ y /”hojas”/ están presentes, aunque no todos sean necesarios al mismo tiempo. No existe un producto necesario de rasgos de identificación; sólo es necesario un conjunto mínimo de tales rasgos, o sea, un conjunto de rasgos necesarios y suficientestipostipo