El final
de la modernidad judía
Historia de un giro conservador
Prismas
8
Enzo Traverso
El final
de la modernidad judía
Historia de un giro conservador
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Título original:
La fin de la modernité juive. Histoire d’un tournant conservateur
Éditions La Découverte, París, 2013
© Enzo Traverso, 2013
© De la traducción: Gustau Muñoz, 2013
© De esta edición: Universitat de València, 2013
Publicacions de la Universitat de València
Arts Gràfiques, 13 – 46010 València
Diseño de la colección: Inmaculada Mesa
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Ilustración de la cubierta:
«Metamorfosis» (Daniel Muñoz Mendoza)
ISBN: 978-84-370-9362-8
Edición digital
INTRODUCCIÓN
1. LA MODERNIDAD JUDÍA
2. COSMOPOLITISMO, MOVILIDAD Y DIÁSPORA
Los hijos de Ahasvero
La Emancipación
Transferencias culturales
Exclusión
Internacionalismo
Exilio
3. LOS INTELECTUALES ENTRE LA CRÍTICA Y EL PODER
«Mercuriales» y «judíos no judíos»
Vanguardia
«Judíos de Estado», eruditos e intelectuales
Del imperio al imperialismo
Neoconservadurismo
Rupturas
El final de un ciclo
4. ENTRE DOS ÉPOCAS: JUDEIDAD Y POLÍTICA EN HANNAH ARENDT
Dark Times
El judaísmo paria
El sionismo
El Holocausto
Totalitarismo
Memoria y justicia
Espacio público
5. METAMORFOSISIS: DE LA JUDEOFOBIA A LA ISLAMOFOBIA
El declive del antisemitismo
La nueva judeofobia
Antisemitismo y antisionismo
Posfascismo
La islamofobia
Aggiornamento
6. SIONISMO: RETORNO AL ETHNOS
Contingencia histórica
La sangre y la fe
Israel y la Shoah
Teología política
7. MEMORIA: LA RELIGIÓN CIVIL DEL HOLOCAUSTO
Las religiones seculares
Una religión civil global
Las etapas
La historia lacrimal
El Holocausto y la ley
Compasión narcisista
CONCLUSIÓN
El 24 de diciembre de 1917, León Trotsky, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores soviético, viajó a Brest-Litovsk, donde se celebraban las negociaciones con el Imperio alemán de cara a firmar una paz por separado. De su delegación formaba parte un tal Karl Radek, un judío polaco súbdito del Imperio austro-húngaro perseguido en Alemania a causa de su propaganda derrotista. Desde el momento que se apearon del tren se dedicaron a repartir a los soldados enemigos panfletos en los que se llamaba a la revolución internacional. Los diplomáticos alemanes los observaban estupefactos.1 Cuando llegaron al poder los bolcheviques empezaron a hacer públicos los acuerdos secretos del zarismo con las potencias occidentales; su objetivo no era ser admitidos en el seno de la diplomacia internacional, sino más bien denunciarla. El estado de ánimo de los plenipotenciarios germanos ante sus homólogos soviéticos es hoy difícilmente comprensible; habría que imaginarse la llegada de una delegación de Al Qaeda a una cumbre del G 8. Los judíos eran en aquel tiempo identificados con el bolchevismo, es decir, con una conspiración mundial contra la civilización. Un conservador belicoso como Winston Churchill los consideraba «enemigos del género humano», representantes de una «barbarie animal». La civilización, escribía, «está en trance de desaparecer en vastos territorios, mientras los bolcheviques saltan y gesticulan como repugnantes babuinos en medio de ciudades en ruinas y de montones de cadáveres». Destruían todo a su paso, «como vampiros que chupan la sangre de sus víctimas». Arrebatado en su elocuencia, Churchill no dudaba en atribuir a Lenin rasgos judíos: ese «monstruo que se alza sobre una pirámide de cráneos» no es sino el líder de un «vil grupo de fanáticos cosmopolitas».2
La oleada antisemita desencadenada por la Revolución rusa hizo mella asimismo en los diplomáticos occidentales. John Maynard Keynes, miembro de la delegación británica en la Conferencia de Versalles de 1919, describió de manera muy gráfica el desprecio manifestado por Lloyd George con respecto a Louis-Lucien Klotz, ministro de Finanzas del gobierno de Clemenceau, quien se mostró particularmente intransigente en la cuestión de las reparaciones alemanas. Klotz, escribió Keynes, era «un judío bajito, regordete y con un gran bigote, atildado, bien conservado, pero con una mirada indefinible y huidiza». En un acceso de ira súbita e incontrolable, Lloyd George «se inclinó hacia adelante y con gestos imitó a un judío abyecto que estuviera agarrando un saco lleno de dinero. Arqueaba sus ojos y lanzaba sus palabras con un violento desprecio. Muy presente en un medio como aquel, el antisemitismo era compartido por todos los presentes, que observaban a Klotz con una hostilidad evidente». Cuando el primer ministro británico, dirigiéndose a su homólogo francés, le conminó a poner fin al obstruccionismo de su ministro de Finanzas, quien con su intransigencia parecía que iba a hacerse cómplice de la propagación del bolchevismo en Europa, al lado de Lenin y de Trotsky, «todos en la sala empezaron a sonreír maliciosamente y a murmurar: «Klotzky».3
Demos ahora un salto de medio siglo. El 27 de enero de 1973, también en París, los representantes de Estados Unidos y de la República Democrática de Vietnam firmaban unos acuerdos de paz en el curso de otra célebre conferencia. El plenipotenciario norteamericano se llamaba Henry Kissinger, un judío alemán emigrado en 1938, a los quince años, huyendo de las persecuciones nazis. Sin embargo, en esta conferencia los papeles se habían trocado: Kissinger no representaba la revolución sino, más bien, la contrarrevolución. Fue él quien llegado al Departamento de Estado bajo la presidencia de Nixon, dirigió la escalada militar en Vietnam y Camboya. En el mundo entero los manifestantes lo identificaban con los bombardeos con napalm. Pocos meses después de la Conferencia de París daba luz verde al golpe del general Pinochet en Chile. El premio Nobel de la Paz podía presumir de haber organizado, a su paso por el Departamento de Estado, un buen puñado de guerras, algunas sin duda horrorosamente mortíferas, de Bangladesh a Vietnam, de Timor Oriental a Oriente Próximo, así como diversos golpes de estado, como los de Chile o Argentina.4 El odio que suscitaba, en ocasiones profundo, no tenía nada que ver con el antisemitismo, sino más bien con el rechazo a aquello que por entonces se llamaba el imperialismo.
El imperialismo, en efecto, era para Kissinger una especie de vocación. Desde sus estudios en Harvard se identificaba con Metternich, el arquitecto de la Restauración en el Congreso de Viena de 1814, y sobre todo con Bismarck, el artífice de la unidad alemana, un hombre político que concebía las relaciones internacionales no según principios abstractos, sino en términos de relaciones de fuerza y de Realpolitik. A semejanza de Bismarck, quien consiguió imponer en 1871 la hegemonía prusiana en el Viejo Mundo haciendo bascular los equilibrios del concierto europeo, Kissinger se veía como el estratega de la hegemonía americana en el mundo de la guerra fría. Consciente de que el poderío hacía necesaria la «contención» (self-restraint), Bismarck había sido un «revolucionario blanco», es decir, un contrarrevolucionario, capaz de poner en cuestión el orden internacional revistiéndose de «un hábito conservador». 5 Siguiendo los pasos de Bismarck, Kissinger quería encarnar, por su parte, la Machtpolitik de la segunda mitad del siglo XX.
Trotsky y Kissinger: los arquetipos del judío revolucionario y del judío imperialista. Claro está que se podría relativizar tanto uno como otro ejemplo. En el siglo XIX había aparecido ya una diplomacia judía conservadora, especialmente en Gran Bretaña y también en la Francia de la Tercera República, en la que la Alianza Israelita Universal ejercía influencia. Por otra parte, los revolucionarios judíos eran todavía muy numerosos en las décadas de 1960 y 1970, particularmente en Francia. Pero el hecho cierto es que Trotsky y Kissinger encarnan, más allá de la distancia cronológica que los separa, dos paradigmas antinómicos de la judeidad. El primero dejó su impronta en los años de entreguerras, el segundo en los años de la guerra fría. Este libro se propone estudiar esta mutación, sus raíces, sus formas y sus resultados.
Hoy en día el eje del mundo judío se ha desplazado de Europa a Estados Unidos e Israel. El antisemitismo ha dejado de modelar las culturas nacionales, cediendo su lugar a la islamofobia, la forma dominante del racismo en estos comienzos del siglo XXI, o a una nueva judeofobia engendrada por el conflicto palestino-israelí. Transformada en «religión civil» de nuestras democracias liberales, la memoria del Holocausto ha hecho del antiguo pueblo paria una minoría protegida, heredera de una historia en relación a la cual el Occidente democrático calibra sus virtudes morales. Paralelamente, los rasgos distintivos de la diáspora judía –movilidad, carácter urbano, textualidad, extraterritorialidad– se han extendido al mundo globalizado, contribuyendo así a normalizar a la minoría que los encarnó en el pasado. Es Israel, en cambio, el que ha reinventado la «cuestión judía», a contracorriente de la propia historia judía, bajo una forma estatal y nacional.
La modernidad judía, por consiguiente, ha agotado su trayectoria. Después de haber sido el principal foco del pensamiento crítico del mundo occidental –en la época en que Europa era el centro de éste–, los judíos se encuentran hoy, por una suerte de reversión paradójica, en el corazón de sus dispositivos de dominación. Los intelectuales han sido llamados al orden. Si la primera mitad del siglo XX fue la época de Franz Kafka, Sigmund Freud, Walter Benjamin, Rosa Luxemburg y León Trotsky, la segunda lo ha sido más bien de Raymond Aron, Leo Strauss, Henry Kissinger y Ariel Sharon. Ciertamente, podríamos trazar otras trayectorias, recordando, en los ámbitos más diversos, a Claude Lévi-Strauss y Eric Hobsbawm, a Emmanuel Lévinas y Jacques Derrida, a Noam Chomsky y Judith Butler, señalando que el pensamiento crítico sigue siendo una tradición judía viva, y que ha sido capaz de renovarse. Esto es indiscutible (y reconfortante) pero no basta para modificar la tendencia general. La metamorfosis a la que me refiero no se hizo sin conflictos y resistencias, conflictos y resistencias que se prolongan en la actualidad, en el seno de un mundo judío que no tiene nada de monolítico, que es, por el contrario, muy heterogéneo y complejo. Los judíos que votan a la izquierda, por ejemplo, siguen siendo numerosos, tanto en Europa como en Estados Unidos, pero esta opción –que responde a menudo a una tradición, a una cultura heredada– no está sobredeterminada por la posición particular que ocupan en el contexto social y político. Por el contrario, cuando votan no como simples electores norteamericanos, franceses o italianos, sino ante todo en tanto que judíos, entonces sus preferencias se van del lado de las fuerzas de derecha. Es en este sentido en el que el presente libro se interroga sobre un giro conservador. Su objetivo no es condenar ni absolver, sino trazar el balance de una experiencia acabada.
En muchos aspectos esta mutación de la judeidad no hace sino seguir un desplazamiento más general del eje del mundo occidental. ¿Por qué razón deberían los judíos seguir siendo un foco de «subversión» en un planeta que ha dejado atrás la guerra fría, tras la derrota histórica del comunismo y de las revoluciones del siglo XX? Es precisamente poniéndose en consonancia con el estado del mundo como cambiaron los judíos. Se han convertido en un espejo de las tendencias generales mientras que durante la onda larga de la modernidad judía actuaron sobre todo como una contratendencia. Su voz, podríamos decir recurriendo a las metáforas musicales tan caras a Edward Saïd y a Theodor W. Adorno, se manifestaba a manera de contrapunto, era disonante. Hoy en día se funde en la armonía del discurso dominante. La anomalía ha llegado a su fin, se ha agotado, para lo mejor y para lo peor.
La escritura del presente ensayo despertó en mí el recuerdo de algunas personalidades muy atractivas, hoy desaparecidas, que querría evocar aquí. Pierre Vidal-Naquet, que fue miembro del tribunal de mi tesis en la EHESS en 1989, aceptó escribir el prólogo cuando fue publicada, un año después. Al poco de la lectura de la tesis me regaló un ejemplar de la reedición de L’Affaire Audin, su primer libro, gracias al cual descubrí el compromiso de los judíos con la independencia de Argelia.6 Por mediación de Pierre mi libro fue leído por el gran orientalista marxista Maxime Rodinson (1915-2004) quien me envió una carta crítica y a la vez amistosa. Poco después conocí a otras figuras singulares. En primer lugar a Boris Frankel (1921-2004), a quien se debe la introducción del freudo-marxismo en Francia, que me explicó su rocambolesca historia, que se puede leer hoy en un precioso libro de memorias.7 Boris Frankel era un judío de Danzig que buscó refugio en Francia en 1939 y se hizo trotskysta durante la Segunda Guerra Mundial, en Suiza, adonde había conseguido escapar de nuevo gracias a la negligencia cómplice de un guardia de fronteras francés. Expulsado después de la guerra, vivió como apátrida hasta la década de 1980, cuando Mitterrand le concedió la nacionalidad francesa. En mayo de 1968 el general De Gaulle había intentado expulsarlo a Alemania, país que sin voluntad alguna de acoger a un apátrida rebelde lo devolvió enseguida a Francia. Vivía en la austeridad más absoluta y sus ocios los dedicaba por completo a las exposiciones de pintura. Como muchos judíos alemanes emigrados, era un germanófilo cultural y no podía pasar sin la lectura de Die Zeit y del Frankfurter Allgemeine Zeitung. El afecto con el que me hablaba de sus compañeros de exilio, entre los que se contaban Manès Sperber y Lucien Goldmann, me ayudó a entender las observaciones de Hannah Arendt acerca del calor humano del judaísmo paria. Finalmente, desde Frankfurt me escribió Jakob Moneta (1914-2012), de quien ya conocía un texto autobiográfico muy hermoso.8 Víctima, aún niño, de un pogromo en Galitzia, se había refugiado con su familia en Alemania, donde se hizo comunista hacia el final de la República de Weimar. Después de 1933 se trasladó a Palestina, de donde regresaría para instalarse en Colonia en 1948, criticando la fundación del Estado de Israel, una opción sorprendente en un momento en que el Congreso Judío Mundial declaraba a Alemania terra non grata. Posteriormente sería agregado en la Embajada de la RFA en París, durante la década de 1950, asumiendo riesgos al aprovechar su pasaporte diplomático para ayudar al FLN argelino. Moneta me hizo descubrir otra sorprendente figura poco conocida fuera de su país, Sal Santen (1915-1998). Este judío holandés había sobrevivido a Auschwitz, donde la mayor parte de su familia fue exterminada. En Ámsterdam, ciudad en la que vivía como periodista y escritor, fue condenado en 1960 a dos años de prisión a causa de sus actividades de apoyo al movimiento de resistencia nacional argelino. Junto con otros militantes anticoloniales había participado en una red de elaboración de documentación falsa y en la instalación en Marruecos de una pequeña fábrica de armas para el FLN. Estos hombres no se consideraban «víctimas», sino militantes e intelectuales comprometidos. Siempre tuve la impresión de que la judeidad era para ellos un ethos, una experiencia del mundo, un compromiso existencial del lado de los oprimidos. Se calificaban a sí mismos de internacionalistas, una palabra que para ellos no tenía nada de abstracto, y en esta condición atravesaron su siglo de sangre y fuego. Quisiera dedicar este ensayo a su memoria. Y el valor de este homenaje, añadiría, no es meramente afectivo. También tiene que ver con un imperativo metodológico con el que me identifico. Por diferentes razones, que tienen que ver tanto con mis orígenes como con mi formación, mi aproximación a la historia judía es rigurosamente «secular». He leído apasionadamente a Gershom Scholem y a Josef H. Yerushalmi, admiro su erudición y he aprendido mucho de sus obras –y sé que sería cómico que pretendiese compararlas con las mías–, pero mi visión de la historia difiere sensiblemente de la suya, tanto por sus motivaciones como por su finalidad. No me he interesado nunca por la historia judía como un objeto de estudio en sí. A mi modo de ver, la historia judía es fascinante en tanto que prisma a través del que podemos leer la historia del mundo. En el origen de mis investigaciones no se encontrará, por consiguiente, la búsqueda identitaria que inspiró la vocación de historiador en Yerushalmi a raíz de la contemplación, en el Museum of Fine Arts de Boston, de un cuadro de Gauguin titulado «¿De dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos?»9 En este sentido el libro que el lector tiene entre sus manos no es sino otra manera de historizar el siglo XX –un objeto al que he dedicado otras obras– y, más allá de eso, de cuestionar nuestro presente.
Al preparar esta obra me he percatado de mi deuda con numerosos investigadores. Quisiera mencionar aquí al menos a dos de ellos: Dan Diner, con el que cada conversación es una fuente de enriquecimiento y de reflexión, y Michael Löwy, que me introdujo y me guió, hace ahora casi treinta años, en el estudio de la historia judía. Se ha convertido en un amigo y sigue siendo para mí un interlocutor indispensable. Ignoro hasta qué punto uno y otro podrán compartir mis hipótesis y mis interpretaciones, de las que no tienen, por supuesto, ninguna responsabilidad, pero su ayuda ha sido preciosa. Esto vale también para Laurent Jeanpierre y Rémy Toulouse, quienes sometieron mi manuscrito a una espléndida lectura crítica. Dejo aquí constancia de mi agradecimiento a todos ellos.
1. Véase Isaac Deutscher, The Prophet Armed. Trotsky 1879-1921, Londres, Verso, 2003, p. 299 [ed. or, 1954; Trotsky. El profeta armado (1879-1921), trad. de José Luis González, México, ERA, 1966].
2. Citado en François Bédarida, Churchill, París, Fayard, 1999, pp. 177-178 [Churchill, trad. de Miguel Veyrat, Madrid, FCE, 2002].
3. John Maynard Keynes, Two Memoirs. Dr. Melchior, A Defeated Enemy, My Early Beliefs, Londres, A. M. Kelley, 1949, p. 229 (trad. fr.: Le Docteur Melchior, un ennemi vaincu, París, Climats, 1998).
4. Véase Christopher Hitchens, Les Crimes de Monsieur Kissinger, París, Saint-Simon, 2000.
5. Henry Kissinger, Diplomacy, Nueva York, Simon & Schuster, 1994, p. 121.
6. Pierre Vidal-Naquet, L’Affaire Audin, París, Éditions de Minuit, 1989 (ed. or., 1958).
7. Boris Frankel y Sonia Combe, Profession révolutionnaire, Lormont, Au Bord de l’eau, 2004.
8. Jakob Moneta, Mehr Gewalt für die Ohnmächtigen, Frankfurt, ISP Verlag, 1991.
9. Yosef Hayim Yerushalmi, Transmetre l’histoire juive. Entretiens avec Sylvie Anne Goldberg, París, Albin Michel, 2012, p. 45.
El concepto de modernidad no ha tenido nunca un estatuto claro, riguroso. Su significación varía de una disciplina a otra, lo mismo que sus referencias temporales. Es más vaporoso en el terreno de la literatura y las artes que en el de la historiografía. Cuando se habla de modernidad política y de modernismo estético se alude no solo a objetos distintos sino a épocas diferentes, aunque exista siempre una relación entre ambos. En el presente libro «modernidad» indica una etapa de la historia judía que se imbrica de manera inextricable con la historia general, singularmente con la historia de Europa. Engloba diferentes dimensiones –social, política, cultural– que habría que estudiar, insistamos de nuevo en ello, en sus relaciones recíprocas. A la vez, las periodizaciones históricas suscitan siempre objeciones. En la mayor parte de los casos son insatisfactorias y aproximativas. Los periodos son construcciones conceptuales, convenciones, referencias, y no tanto bloques temporales homogéneos. Las épocas, como los siglos, son espacios mentales que no coinciden nunca con las secuencias del calendario. Esto mismo se podría predicar de los confines de la modernidad judía. Y aun así cabe reconocer que a posteriori se dibuja en nuestra consciencia histórica como una época de extraordinaria riqueza intelectual, con un perfil bien definido, coherente, un poco a la manera del helenismo de Droysen, del Renacimiento de Burckhardt o de la Ilustración de Cassirer.
Según el historiador Dan Diner la modernidad judía cubre dos siglos, de 1750 a 1950, entre el comienzo de la Emancipación (el debate sobre la «mejora» y la «regeneración» de los judíos) y la época post-genocidio.1 El decreto aprobado por la Asamblea Nacional francesa en septiembre de 1791, preparado por los reformadores de las Luces, dio inicio a un proceso que a lo largo de todo el siglo XIX transformaría a los judíos, en toda Europa, en ciudadanos (con la excepción del Imperio zarista, donde habría que esperar hasta la revolución de 1917). El Holocausto, perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, rompió violentamente esta tendencia que parecía irreversible. Luego, el nacimiento del Estado de Israel reconfiguró la estructura del mundo judío. Una mutación se había esbozado ya en el tránsito del siglo XIX al XX, con la gran oleada migratoria transatlántica de los judíos de Europa central y oriental; el nazismo la acentuó, provocando el exilio de los judíos de lengua alemana (algunos historiadores lo han interpretado como una gigantesca transferencia cultural y científica de una orilla a otra el océano);2 y en fin, tras la guerra, el éxodo de los supervivientes de los campos de exterminio consumó la inflexión. El eje del mundo judío se había desplazado así –en el plano demográfico, cultural y político– de Europa a Estados Unidos e Israel. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial vivían en Europa casi diez millones de judíos; a mediados de la década de 1990 quedaban menos de dos millones.3 Después de la guerra la judería prácticamente dejó de existir en Polonia, Ucrania, Lituania, Alemania y Austria, países que habían sido sus focos principales. Además, entre 1948 y 1996 casi un millón y medio de judíos abandonaron el Viejo Mundo para instalarse en Israel,4 país al que afluyeron también masivamente (en proporciones equivalentes) judíos del Magreb y del Próximo Oriente, así como posteriormente judíos rusos. Si el final de la guerra fría no marcó una ruptura comparable a la de los años 1945-1950 es porque los decenios posteriores a la caída del Tercer Reich fueron la época de disolución de la «cuestión judía» en Europa. El nacimiento de Israel, en contrapartida, dio lugar a una «cuestión palestina». Europa ha tomado consciencia de la riqueza de un continente aniquilado que se situaba en el corazón mismo de su historia y su cultura. Trata de salvar su legado, pero el redescubrimiento de su pasado judío se entrecruza inevitablemente con el presente del conflicto palestino-israelí. La Emancipación por un lado, el Holocausto y el nacimiento de Israel por el otro, he aquí los confines históricos que encuadran la modernidad judía. Después de haber sido cuna de esta modernidad judía, Europa se convirtió en su tumba. Y en heredera de su legado.
La Emancipación comportó la salida del gueto bajo una doble presión: la «asimilación en el exterior, el hundimiento en el interior».5 Sin duda los judíos habían desempeñado un papel en absoluto menor desde la Edad Media, tanto en la economía como en la cultura, y fueron un vector importante de transmisión de saberes, en el campo de la filosofía y la medicina, por ejemplo. Pero la Emancipación secularizó el mundo judío, rompiendo los muros que protegían su particularismo. Al otorgarles estatuto de ciudadanos, obligó a los judíos a repensar su relación con el mundo circundante.6 Las leyes emancipadoras llevaron a efecto las reformas preconizadas por las Luces desde el siglo XVIII, poniendo fin así a una temporalidad del recuerdo fijada por la liturgia y de esta suerte situaron a los judíos en una temporalidad nueva, cronológica y acumulativa, que es la de la historia. Progresivamente la judeidad se desprendió del judaísmo hasta encarnarse en una figura nueva, la del «judío sin dios» (gottloser Jude) o judío laico, como se autodefinía Freud.7 Emancipados, pasaban a ser miembros de una entidad política que trascendía las fronteras de la comunidad religiosa construida en torno a la sinagoga; dejaron de ser un elemento exterior, estigmatizado o tolerado, perseguido o titular de determinados «privilegios», en el seno de la sociedad. Antes de este cambio de gran alcance los judíos llevaban una vida aparte, incluso teniendo en cuenta que la privación de derechos políticos era algo general en aquella época (su situación, ciertamente, era mejor que la de los campesinos sometidos a la servidumbre). El acceso a la ciudadanía puso en cuestión la estructura misma de su vida comunitaria. Con posterioridad a este gran cambio, la marginalidad de los judíos se debería más a la actitud del mundo circundante que a su voluntad de preservar una vida separada. El antisemitismo moderno –el término apareció en Alemania a principios de la década de 1880– marcó la secularización del viejo prejuicio religioso y acompaña toda la trayectoria de la modernidad judía, como un horizonte insuperable, a veces interiorizado, que pone límites a la disolución de las comunidades judías tradicionales. Aquí se encuentra la fuente de esa combinación de particularismo y cosmopolitismo que es característica de la modernidad judía.8
Durante el «largo» siglo XIX los judíos de Europa occidental se integraron en las sociedades nacionales en las que vivían, al precio de sus derechos colectivos y comunitarios (según la célebre fórmula de Clermont-Tonnerre, el Estado debía «negarles todo a los judíos como Nación» y en cambio «darles todo a los judíos como individuos»).9 Se inició entonces un proceso de confesionalización que relegó la judeidad a la esfera privada, al tiempo que surgía el mito de los judíos como «Estado dentro del Estado».10 Pasaron a ser israelitas o ciudadanos «de confesión mosaica» (jüdischen Glaubens). Con su asimilación a las culturas nacionales, la judeidad se transformó en una especie de sustrato moral, en un «espíritu» cuya armoniosa afinidad con las diferentes patrias europeas –el Reich alemán, el Imperio austro-húngaro, la República Francesa o la monarquía italiana– era celebrada por los rabinos, los eruditos y los notables. En cambio, en la Europa oriental el antisemitismo se alzó como un obstáculo a la Emancipación. Aquí la Ilustración judía (Haskalah) apareció con medio siglo de retraso con respecto a Berlín, Viena o París, y asumió una forma nacional; la secularización y la modernización dieron origen a una nación judía cuyos pilares eran la lengua y la cultura yiddish.11 Se trataba de una comunidad extraterritorial, como la ha definido el historiador Simon Doubnov, que vivía mezclada con otros, cuya lengua compartía (fuera el ruso o el polaco) y sumaba al yiddish, aunque sin compartir, por descontado, la identidad nacional.12 Tendencialmente los judíos formaban una comunidad aparte, reconocible y distinta de las otras, aun si su vida ya no giraba (o no lo hacía exclusivamente) en torno a la religión.
Los imperios multinacionales del siglo XIX –en los que el Antiguo Régimen se prolongaba en medio de sociedades en vías de modernización–13 constituían un terreno propicio a la integración social y política de las minorías. Los rasgos específicos de la diáspora judía –textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad– se adaptaban mejor a ellos (pese al antisemitismo de la Rusia zarista) que a los Estados-nación.14 Los imperios eran mucho más heterogéneos en el aspecto étnico, cultural, lingüístico y religioso que los Estados-nación y toleraban (o favorecían) la presencia de minorías diaspóricas. La legitimidad dinástica permitía perpetuar el viejo principio de la «Alianza con la Corona»: la sumisión de los judíos a un poder protector que garantizaba la libertad de comercio y de culto,15 una tradición antigua que finalmente sería cuestionada con el advenimiento del absolutismo y posteriormente de los Estados-nación, ya en el siglo XIX. La nación, por su parte, considerará a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas un obstáculo a superar mediante la puesta en práctica de políticas de asimilación o, en su caso, de exclusión.16 La idealización retrospectiva y nostálgica del Imperio austro-húngaro de la dinastía de los Habsburgo a la que se entrega Stefan Zweig en El mundo de ayer (1942) es, sin duda, la mejor ilustración literaria de este amor de los judíos europeos por las autocracias liberales anteriores a 1914.
La urbanización de Europa dio origen a grandes metrópolis en las que los judíos constituían minorías importantes. Los vínculos o las redes supraestatales que habían establecido desde hacía más de un siglo fueron uno de los vectores del proceso de integración económica del continente. Gracias a las leyes emancipadoras conocieron un auge considerable y los más poderosos de ellos fueron acogidos en el seno de las élites europeas. En Francia existía una alta burguesía de negocios ya desde la monarquía de Julio que se consolidaría bajo el Segundo Imperio, época en que los hermanos Pereire desempeñaron un papel muy relevante en la creación de una red nacional de ferrocarriles. En 1892, de 440 propietarios de establecimientos financieros, se calculaba que entre 90 y 100 eran judíos.17 En Alemania, 29 de los 600 primeros contribuyentes eran judíos en 1910. Los judíos estaban bien situados en el núcleo de la burguesía industrial, financiera y comercial. Tendencias similares se registraban en esa misma época en el Imperio austro-húngaro.18 Su cultura basada en los textos, en la escritura, facilitó su posición en el centro de la emergente industria cultural, que giraba en torno a las empresas editoriales y la prensa. El periodismo se convirtió así en una profesión «judía», al igual que el comercio o las finanzas. Sin embargo, aquello fue el «canto de cisne» de la aristocracia, en una Europa dinástica minada por el ascenso de los nacionalismos, que llegado el momento pondría de manifiesto la fragilidad de la Emancipación. En efecto, ni la experiencia histórica ni la estructura diaspórica de los judíos se ajustaban al léxico de la modernidad política, dominada por la tríada Estado, nación, soberanía.19 El concepto de «pueblo judío» definía a una comunidad religiosa, no a un grupo étnico, pero cuando este pueblo engendró una cultura nacional (en la Europa central y oriental de lengua yiddish) ésta revestía una dimensión diaspórica que trascendía las fronteras de los Estados. Esta «semántica ambigua» entró inevitablemente en conflicto con los Estados-nación surgidos del Tratado de Versalles, tras el hundimiento de los diversos imperios. En los Estados-nación los judíos encarnaban la modernidad y polarizaban el rechazo de las fuerzas conservadoras. En Francia se convirtieron en el blanco de los legitimistas y de los nacionalistas que se oponían a la Tercera República. En Italia, de los católicos apartados por la monarquía piamontesa que había dirigido la unificación de la península. En Alemania, de los conservadores resueltos a preservar el carácter cristiano de la monarquía prusiana. Después de 1918 los judíos pasaron a ser una minoría vulnerable que –fuera ya del espacio heterogéneo, multinacional y pluriconfesional de los antiguos imperios– era percibida como un cuerpo extraño en el seno de los nuevos Estados, viéndose expuestos al ascenso de los nacionalismos. Se convirtieron en el chivo expiatorio de una guerra civil europea que la Alemania nazi llevaría finalmente al paroxismo.
Siguiendo los pasos de Hegel, para quien la ausencia de un pasado estatal sería la característica de los «pueblos sin historia», Ernest Renan había identificado en el siglo XIX a los judíos como una «raza» reconocible casi exclusivamente por sus «caracteres negativos: ni mitología, ni epopeya, ni ciencia, ni filosofía, ni ficción, ni artes plásticas, ni vida civil; en conjunto, ausencia de complejidad, de matices, sentimientos exclusivos de la unidad».20 La última versión de esta tesis es la del historiador Arnold Toynbee, quien en 1934 definía a los judíos como una diáspora «fósil» y «petrificada», el residuo de un pasado ya superado.21 Se comprende la dificultad de la tarea a la que se entregaron los sabios y eruditos de la escuela de la «Ciencia del Judaísmo» (Wissenschaft des Judentums) –de Nachman Krochmal, Leopold Zunz y Ludwig Geiger a Heinrich Grätz, Moritz Güdemann e incluso Simon Dubnov, su continuador ruso– para lograr que se reconociese la existencia de una historia judía.22 Sus esfuerzos chocaron con la incomprensión de las historiografías nacionales, para las que, en el mundo moderno, los judíos no eran sino un atavismo. La historiografía judía del siglo XIX abandonó la visión teológica antigua y la sustituyó por una nueva interpretación en el centro de la cual se sitúa un «espíritu del judaísmo» que conforma una entidad colectiva (el Volksstamm de Graetz), cuyos logros podían ser estudiados en términos económicos, sociológicos y culturales. Esta entidad colectiva, sin embargo, quedaba excluida de la condición de nación ya que ésta, según las categorías hegelianas, solo podía conferirla una existencia estatal. Oscilando entre Fichte, Herder y Renan, la historiografía judía del siglo XIX estaba llamada a pensar al «pueblo judío» según un modelo nacional, historizando el relato bíblico.23 Este «pueblo» era visto, en términos románticos, como una especie de entidad innata, orgánica e intemporal, cuya historia ilustraba su realización. Esta historiografía, por tanto, no pudo sustraerse a las trampas de la Emancipación, quedando prisionera de sus contradicciones, pese a sus enormes progresos. Solo el sionismo alcanzaría a resolverlas, transformando al pueblo del Libro en una entidad etnocultural y su pasado en una epopeya nacional, que culminó en la condición estatal.24
Hannah Arendt, apoyándose en una intuición de Max Weber y de Bernard Lazare, entró de lleno en aquella «semántica ambigua» de la historia política judía para forjar un nuevo concepto: el judaísmo paria. La invisibilidad, la exclusión del espacio público y la «falta de mundo» eran a sus ojos los rasgos más característicos del judío paria, pese a la riqueza cultural que había demostrado con creces.25 Procedió así a descifrar el significado del totalitarismo analizando su surgimiento como producto de la crisis del sistema de Estados-nación. En cierta forma, la modernidad judía coincidió con la trayectoria del judaísmo paria. Poner fin a esa «semántica ambigua» será la obsesión del sionismo, hijo de los nacionalismos del siglo XIX. Para el sionismo, los judíos debían acceder a una existencia «normal»: nación, Estado, soberanía. Otros pensadores, en el polo opuesto, la asumieron al objeto de hacer saltar la propia semántica política de la modernidad occidental, que desde su perspectiva no era, en el fondo, sino un sistema de dominación. Los atributos que hemos señalado anteriormente (textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad) formaron el sustrato de las vanguardias intelectuales judías. En el plano político, alimentaron el internacionalismo de Marx y de Trotsky.
La anomalía judía se aloja así en el corazón mismo de las tensiones que marcaron el proceso de modernización de Europa a lo largo del siglo XIX y posteriormente su crisis, entre las dos guerras mundiales. Si la judeofobia tiene una trayectoria milenaria, el antisemitismo nació en la segunda mitad de la secuencia histórica a la que hemos hecho referencia (1850-1950). Durante este periodo el judío encarnó la abstracción del mundo moderno, dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de masas era percibida como un universo hostil conformado por las grandes ciudades, el mercado, las finanzas, la velocidad de las comunicaciones y de los intercambios, la producción mecánica, la prensa, el cosmopolitismo, el igualitarismo democrático, la cultura transformada en mercancía por mor de la imprenta, la fotografía y el cine. En medio de este cataclismo el judío emerge como la personificación de la modernidad, de una modernidad en la que todo es susceptible de medida y de cálculo, pero todo es a la vez inaprehensible, está separado de la naturaleza, y queda asimilado a los enigmas de una racionalidad abstracta, artificial. Como ha mostrado una amplísima literatura –de Georg Simmel a Moishe Postone– el judío pasó a ser la metáfora de un mundo cosificado y se convirtió en ilustración del fetichismo de una realidad social entregada a los intercambios monetarios y a la fantasmagoría de la mercancía.26 El antisemitismo ofrecía un medio para rechazar esa modernidad aborrecida y a la vez reconciliarse con algunos de sus aspectos. La industria, el comercio y la técnica podían ser aceptados y puestos al servicio de la comunidad nacional concreta, enraizada en una tierra, una cultura y una tradición, tras haber rechazado su representación abstracta, encarnada en el judío. Una vez eliminado éste, el capital perdía su carácter parasitario y pasaba a ser una fuerza productiva del pueblo. El antisemitismo fue así una de las claves del modernismo reaccionario basado en la síntesis entre la racionalidad y la técnica modernas con los valores conservadores de la Contra-Ilustración.27 El Holocausto, en esta perspectiva, fue el momento culminante de una secuencia histórica marcada por la discordancia de los tiempos, por el enfrentamiento violento entre la modernidad y el rechazo de la modernidad: la destrucción de los judíos aparecía como un combate liberador contra el grupo que encarnaba la abstracción del mundo moderno.28La transformación de las sociedades occidentales engendró el antisemitismo hacia finales del siglo XIX. Posteriormente la crisis de Europa lo exacerbó hasta darle una dimensión exterminadora. La estabilización del continente y el restablecimiento de un nuevo equilibrio internacional después de 1945 determinaron, finalmente, su ocaso.
Una de las paradojas de la historia judía –otra fuente de su semántica política «ambigua»– tiene que ver con su relación con la ley. De siempre, ésta –en el sentido de la Ley mosaica– ha constituido el núcleo de la religión y la cultura judías, asegurando una cohesión interna que paliaba la ausencia de estatuto político. La Emancipación concedió derechos a los judíos como individuos, relegando a la comunidad a una existencia puramente religiosa, despojada de toda prerrogativa política. En el Imperio zarista, los partidarios de la autonomía nacional-cultural como Vladimir Medem reivindicaban el reconocimiento de una nación judía de lengua yiddish, al margen de la religión, precisamente contra la idea de un «pueblo judío» (que designa de manera harto vaga a los miembros de un culto dispersos por el mundo).29
Una nueva paradoja surgió tras la Segunda Guerra Mundial. El 9 de septiembre de 1952, después de tres años de negociaciones, la República Federal de Alemania, el Estado de Israel y la Conference on Jewish Material Claims Against Germany, representada por Nahum Goldmann, firmaron en Luxemburgo unos acuerdos de reparación (Wiedergutmachung) que preveían el pago de indemnizaciones a las víctimas de las persecuciones nazis, a Israel, que había acogido a los supervivientes del genocidio, y a las comunidades judías europeas, que habían padecido enormes pérdidas materiales (destrucción de sinagogas, objetos de culto, bibliotecas, escuelas, casas de reposo, etc.). Afectaban también a las propiedades sin herederos, es decir, a los bienes de millones de judíos exterminados que no podían reclamar ninguna reparación. Estos acuerdos, considerados a menudo como un acto simbólico de reconocimiento de la «culpabilidad alemana» y de legitimación de la RFA en la escena internacional (un reconocimiento promovido por Adenauer contra una opinión pública alemana que se percibía aún como «víctima» de la guerra), marcaron un punto de inflexión histórico. La paradoja tenía que ver con los dos Estados signatarios, la RFA e Israel, que no habían establecido aún relaciones diplomáticas; su carácter innovador tenía que ver con el tercer signatario, la Claims Conference, que no era un Estado. El derecho internacional, nacido como extensión del ius publicum europaeum, esto es, del derecho de guerra, fija el principio de las reparaciones entre estados, pero nunca entre los estados y particulares. Los acuerdos de Luxemburgo constituyeron por tanto un acontecimiento sin precedentes en la historia del derecho –fueron suscritos por una institución no estatal (la Claims Conference era una emanación del Congreso Mundial Judío)– y además una novedad absoluta en la historia judía, pues reconocían que los judíos (y no solamente los ciudadanos de Israel) formaban parte de una entidad colectiva.30Wiedergutmachung