Monica Zak
con los
Bailando
avestruces
2020 © Monica Zak
Traducción:
Óscar García
Ilustración de portada:
Jan-Åke Winqvist
Diseño y diagramación:
Leo Barrera Barrios
Coordinación gráfica:
Michelle Orozco
Corrección ortotipográfica:
Daniel Caciá
Gerente Editorial:
Daniel Caciá
Directora:
Irene Piedrasanta
978-9929-562-29-5
Primera edición 2020
2020 © para la presente edición
Editorial Piedrasanta
5a. calle 7-55, zona 1,
PBX: (502) 2422 7676
Ciudad de Guatemala,Guatemala
839
Z137 Zak, Monica
Bailando con los avestruces / Monica Zak. – Trad. Óscar García –
Guatemala: Piedrasanta, 2020.
295 p. : il. ; 22cm. –
1. Literatura Infantil Sueca 2. Novela - Literatura Juvenil I. t.
www.piedrasanta.com
EditorialPiedraSanta
@editorialpiedrasanta
Prohibida la repoducción parcial o total de este libro, por cualquier método, digital, fotográfico, fotomecánico, sin la autotización de Editorial Piedrasanta.
Quiero expresar mis agradecimientos a Ahmed Hadara, quien abrió su tienda y su hogar y compartió conmi-go la extraña historia de su padre. Gracias, también, a Rubio Fadel, mi amigo e intérprete en muchos viajes al desierto; sin tu ayuda, este libro no habría sido escrito. Asimismo, quiero darles las gracias a Aliyen Kentaoui, quien compartió conmigo sus recuerdos sobre la vida nómada tradicional de los saharauis. Además, a Gunnar Sahlin, el criador de avestruces de Borlänge, Suecia, quien me ha enseñado mucho sobre los avestruces.
Agradecimientos
Índice
Agradecimientos ............................................................3
¿Por qué grita Kharouba? ................................................9
El árbol ...........................................................................17
El pozo............................................................................17
La circuncisión ................................................................17
“No le pude decir adiós a mi familia de avestruces” .........28
La tumba ........................................................................39
“¡Tú y yo, hijo mío, vamos a traer a tu padre!” .................51
La vida después de la muerte ..........................................63
Akuku ............................................................................67
La fiesta de libertad ........................................................80
Tormenta roja y demonios ..............................................90
Bailando con los avestruces .............................................100
¿Las avestruces no tienen humor? ...................................109
La historia más vieja del mundo .......................................117
Polizona ..........................................................................127
Comiendo ratas ..............................................................139
Oraciones, celo y un peligroso escorpión .........................147
Casada en contra de su voluntad.....................................153
La mujer que podía ver el futuro ......................................162
Fallecimiento ...................................................................169
Orgía de trufas ................................................................180
Crías robadas ..................................................................188
Dátiles y fuego ................................................................195
La belleza del mar ...........................................................207
Golden Birds ...................................................................213
Los avestruces son oro vivo .............................................221
Hadara y el mar ...............................................................233
Los cazadores de avestruces............................................239
La cacería .......................................................................247
Encerrados .....................................................................253
Muerte ...........................................................................261
Casi totalmente extintos .................................................269
Alí...................................................................................276
La hora de la verdad ........................................................282
Bailando como avestruces ...............................................290
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Capítulo
1
Hadara, el muchacho de quince años, tenía muchos apodos. Avestruz. El niño avestruz. El bailarín avestruz. El niño salvaje. El comepiedras...
Después de haber vivido diez años con avestruces en el desierto, estaba tratando de aprender a vivir otra vez entre la gente.
Los observaba.
Copiaba lo que hacían.
―Llegó la hora ―le dijo su suegro, que lo estaba espe-rando cuando él venía regresando con la manada de dromedarios, al anochecer.
Le entregó los dromedarios al suegro, pero unos ruidos extraños lo hicieron salir corriendo hacia la gran tienda de la familia.
Unos gritos estremecedores salían de la tienda.
¿Por qué grita Kharouba?
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Los gritos entraban como puñaladas en su cerebro y en su cuerpo. Él, que había crecido en el silencio del desierto, nunca se había podido acostumbrar al gran ruido que hacía la gente. Pero nunca había escuchado a alguien gritar tan fuerte.
Y de forma tan espantosamente estridente.
Cada grito lo sentía como una nueva puñalada que hacía temblar sus nervios hasta la punta de los dedos.
Kharouba. ¿Era Kharouba quien gritaba? No podía ser ella. Temía que los terribles gritos fueran de Kharouba, de su Kharouba, la muchacha ojos de estrella, con quien se había casado hacía poco más de un año.
Sabía que ella pronto daría a luz al hijo de ambos.
Pero entonces, ¿por qué gritaba?
¿Qué le estaban haciendo?
¿Quién le estaba haciendo daño?
Hadara llegó hasta la gran tienda; pero la entrada es-taba tapada, como un ojo cerrado. Cuando intentó le-vantar la tela, el suegro lo detuvo.
―No ―le llamó la atención―. Un hombre no puede entrar cuando una mujer está pariendo.
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Hadara trató de leer el rostro de su suegro. No parecía, en absoluto, preocupado por los gritos de su hija. Al contrario, se fue donde unos ancianos que, sentados alrededor de una fogata, compartían una tetera en la creciente oscuridad. El suegro le hizo señas para que fuera a sentarse con ellos.
Hadara estaba demasiado molesto como para hacerle caso. ¿Quién estaba golpeando a Kharouba? ¿Y por qué?
Rodeó rápidamente la tienda. La gran carpa, tejida con pelo de camello y de cabra, estaba cosida en trozos. En un lugar, la costura se había soltado, y él puso el ojo en la abertura.
A través del pequeño hoyo pudo ver a Kharouba rodeada por mujeres. Estaba en cuclillas, agarrada de una cuerda sujeta al grueso tronco que sostenía la tienda.
Gritaba.
Su bello rostro se descomponía en cada grito. Pero nadie parecía estarle pegando; los gritos salían de todas formas. Y en cada ocasión, su cara se trans-formaba hasta quedar irreconocible.
La madre de Kharouba estaba ahí adentro. Sentada en el suelo, tenía agarrada a su hija por detrás. Sus brazos tocaban su grande y brilloso vientre.
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Más gritos desgarradores.
Una anciana sumergió una tela azul en un recipiente con agua y humedeció la frente de Kharouba.
Un nuevo grito estridente, un rugido.
Él quería entrar corriendo y pararlo todo, pero sabía que no era posible.
¿Cuántos nacimientos no había visto? Innumerables. Nacimientos bellos y silenciosos. Durante los diez años en que fue miembro de la manada de avestruces vio muchas veces al macho Hogg hacer un hoyo en la are-na. Makoo y las otras hembras ponían ahí huevo tras huevo. Siempre grandes, amarillentos y perfectos. Ver cómo salían los huevos siempre era motivo de alegría para ellas y para todos los miembros de la manada.
Un grito largo lo hizo poner el ojo en el hoyo, otra vez. Ate-rrrorizado, vio entonces cómo algo salía de entre las pier-nas de Kharouba. Primero pelo negro, después una cabe-za entera y, luego, hombros. Una anciana estaba ahí para recibirlo. Lo que salió expulsado de su esposa fue un bulto rojo y sanguinoliento. Un repentino ataque de náusea lo obligó a retirar el ojo del agujero de la carpa. No obstante, un grito diferente, el de un niño, lo hizo mirar otra vez.
La anciana estaba limpiando al bebé con un trapo, qui-tándole la sangre y una cosa fea de color amarillento.
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Y el bebé ―rojo, arrugado y feo―tiraba patadas y gri-taba con voz aguda.
¿Le dolía algo? ¿Estaba enfermo?
Hadara sabía que era su bebé y podía ver que era varón. Pero, ¿qué le pasaba?
Una mano pesada sobre su hombro.
Su suegro, otra vez.
―Ven, Hadara. Ven a tomar té. Cuando las mujeres ha-yan lavado a tu hijo, podrás entrar en la tienda para verlo.
―¿Qué le pasa al niño? Está gritando.
Hadara vio que su padre, Sidi Mohammed, había llega-do y se había sentado con los otros hombres.
―Todos los niños gritan cuando nacen ―dijo Sidi Mo-hammed y soltó una carcajada.
Los otros hombres le siguieron con unas risas que a Hadara le parecieron burlonas.
―Cálmate ―continuó su padre―. Todo está como debe ser. Tú también gritaste cuando naciste.
Correr, tengo que correr, le pasó a Hadara por la men-te. Siempre que se sentía alterado, enojado o triste,
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echaba a correr. Y eso mismo hizo ahora. Lo último que vio fue que su padre movía la cabeza resignado y, con el semblante, le indicaba a su suegro que lo compadecía.
Como todas las otras veces, corrió hacia la oscuridad del desierto, alejándose de la gente y del pequeño grupo de tiendas. Sus pasos eran largos y elásticos. Cuando vivía con los avestruces en el desierto, corría con la ma-nada, y desde que había regresado a la vida de la gente, no había podido abstenerse de correr. Era algo que tenía dentro. Corría más rápido que todos los demás, y correr lo tranquilizaba.
Corrió en medio de la noche hasta que quedó cansado y sin aire. Bajo la pálida luz de la media luna vio un solitario árbol de acacia, que se dibujaba en la claridad del cielo, y entonces cambió de dirección. Con la es-palda apoyada contra el tronco, recuperó la respiración normal y trató de borrar de su mente la sangrienta y terrible visión.
¿Era normal entre la gente parir con dolor? Con los aves-truces había experimentado la alegría del nacimiento. Siempre era la misma alegría. Los huevos que salían, grandes y amarillentos. Sus padres avestruces, Hogg y Makoo, se turnaban en sentarse sobre los huevos para mantenerlos calientes hasta que empezaban a reventar. Él y todos los demás de la manada siempre se habían sentido emocionados por el sonido seco y tronador que
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se escuchaba cuando caía un pedazo de cascarón. A través del hoyo, se podía vislumbrar el pichón marrón que estaba adentro. Después, el pichón picaba de nuevo y otro pedazo de cascarón salía volando. Y luego un pedazo más. Y muy pronto se daba el milagro: el hoyo era lo suficientemente grande como para que un moja-do y pequeño pichón pudiera salirse con dificultad del huevo, sacudirse un poco y levantarse.
Nada de gritos.
Nada de sangre.
Solamente belleza pura.
Tú eres padre ahora, trataba Hadara de convencerse. Eres líder de manada. Se paró y emprendió el viaje de regreso a través de la noche, hacia la tienda donde estaban Kharouba y esa cosa roja desagradable, que debía ser su propio hijo. No iba corriendo, sus pasos ya no tenían fuerza. Se fue caminando con pies de plomo hasta que llegó al frig, el grupo de tiendas de los beduinos.
Parecía que todos estaban dormidos. Entró sigilo-samente en la tienda de la familia y alzó la tela que colgaba del techo, la cual permitía que él y Kharouba tuvieran su propio cuartito dentro de la tienda. La os-curidad era total y no podía ver nada; pero escuchó esa tranquila respiración que conocía muy bien. Se acostó
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detrás de Kharouba y se acercó tanto que podía sentir su cuerpo y su calor.
¿Tenía consigo al bebé? No lo sabía. No tanteó en la oscuridad para enterarse.
Esa noche no le llegó el sueño. Se levantó poco antes del amanecer y fue donde los camellos. Mientras ordeñaba una camella, fingía no escuchar a los hombres que se acercaban para felicitarlo. Se tomó un gran cubo de le-che caliente y, luego, desató las cuerdas que los camellos tenían enrolladas en las patas delanteras para que no se fueran durante la noche.
―Vámonos ―les dijo a los animales.
―¿No vas a entrar a ver a tu hijo? ―le preguntó uno de los hombres.
Hadara no respondió.
Solamente se alejó de las tiendas de los humanos. Los camellos lo siguieron como si él hubiera sido su ca-mello líder.
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Por lo general, el sonido que hacían los camellos al masticar hojas y ramas, su tranquila rumia y sus amables resoplidos lo ponían tranquilo; pero la espe-luznante experiencia del día anterior hizo que otros sucesos estremecedores se abalanzaran sobre él como chacales hambrientos.
Deambuló cabizbajo entre los matorrales y los arbustos que salían de la arena, por aquí y por allá.
La primera imagen que surgió en su cabeza fue la de la terrible experiencia del árbol.
Había comenzado como un día común y corriente, él no había sospechado que ese sería su último día con la manada de avestruces; pero recordaba que había cierta
Capítulo
2
El árbol
El pozo
La circuncisión
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preocupación en el aire. Por eso no bailaron juntos, como hacían por la mañana cuando estaban de buen humor, sino que se conformaron con pacer hasta que el calor del mediodía se volvió insoportable.
Lo que les había preocupado a él y al resto de avestru-ces era que, el día anterior, un humano lo había visto. Descubrió al niño desnudo y con el cabello muy largo que corría entre la manada. Hadara, por su parte, pocas veces en su vida en el desierto, había visto gente. Este humano les había gritado y gesticulado con los brazos, ante lo cual, él y los avestruces, habían huido despavo-ridos. No podía correr tan rápido como los avestruces, pero ellos se adaptaron como siempre a su velocidad, al más lento de la manada. Esa era la ley de los avestruces y no solo se la aplicaban a él.
Al día siguiente de ese preocupante incidente, la ma-nada se dirigió hacia un gran árbol de acacia donde acostumbran a descansar. Era mediodía y el sol quema-ba. Como todos los animales del desierto, descansaban cuando hacía más calor. Primero iba Hogg, seguido por Makoo y los avestruces más jóvenes y, por último, iba él, caminando despacio. Cuando los avestruces se habían acomodado a la sombra del árbol, él se tiró en la arena junto a su madre Makoo y se durmió. Siempre era sabroso acostarse pegado a ella.
Cuando pensó en lo que sucedió después, su respira-ción se volvió agitada y el sudor empezó a brotarle en
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la frente y en las palmas de las manos. Ahora entendía mejor lo que había pasado. El hombre que lo vio había trepado al árbol durante la noche. Por las huellas en la arena, sabía que los avestruces y una persona solían descansar bajo ese árbol. El hombre, un pastor, había escuchado hablar de un niño que se había perdido en una tormenta de arena diez años atrás. La madre ja-más había dejado de preguntar por su hijo extraviado. Para poder atrapar al niño, el pastor cortó una rama espinosa del árbol.
En ese momento, Hadara no comprendió lo que pasó; pero fue una experiencia terrible y dolorosa que lo había perseguido desde entonces. Él estaba tranquilo, durmiendo al lado de Makoo, y no vio cuando el hom-bre saltó del árbol, le metió la rama espinosa en el largo cabello y la giró. Lo despertó el terrible dolor. Enfrente de él apareció un monstruo, un monstruo humano. Un demonio. El demonio sostenía una rama espinosa que había inscrutado en su cabello y le daba aún más vueltas. Dolor. Pánico. Trató de irse; pero mientras más halaba y se agitaba, más le dolía la cabeza. Tiraba ma-notazos y patadas, le siseaba al monstruo y lo mordió en la pantorrilla, pero no se pudo zafar.
Los avestruces se habían parado, pero, por alguna razón incomprensible, no se atrevían a ayudarlo.
El hombre lo levantó a tirones. Con una mano sostenía la rama que estaba enredada en su cabello. Para obli-
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garlo a caminar, el monstruo le puso un cuchillo en la espalda y lo pateó en las piernas.
Todo era dolor y escalofriante terror.
Le hacía señas a Hogg y Makoo para que lo ayudaran.
¡Ayúdenme!
¿Por qué no atacaban al demonio y lo salvaban?
El demonio lo ató con una cuerda, lo subió a un ca-mello y lo sujetó; y luego se subió a otro camello. Los dos animales comenzaron a alejarse del árbol y de su familia de avestruces.
Cuando giraba la cabeza, veía que los avestruces los seguían a la distancia. Al tercer día no los vio más.
Esto, la incomprensible y espeluznante captura, lo había perseguido en pesadillas desde que lo habían llevado de regreso a su familia de humanos. En sus sueños llegaban unos grandes y oscuros demonios y se le tiraban encima. Siempre venían de arriba y lo atrapaban con manos que parecían garras, le hacían daño y trataban de matarlo. En algunos sueños, lo amarraban y lo torturaban.
Las pesadillas solían despertarlo y él siempre trataba de ocultar que estaba llorando. Si Kharouba se desper-taba, lo acercaba hacia sí y lo consolaba; pero él nunca
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le había contado sobre la realidad que había tras esos sueños. La experiencia del árbol era demasiado dolo-rosa para hablar de ella.
Lo llevaron de regreso a su familia de humanos. Su madre, Fatma, nunca había dejado de contar que su hijo de dos años se había perdido en una tormenta de arena. Lo reconoció por una marca que tenía en el vientre. Él entendió que los borrosos recuerdos que llevaba consigo ―del calor, de una canción, del nombre Fatma―, eran recuerdos de sus primeros años. Pero todo en el mundo de los humanos, exceptuando a su madre, le daba miedo. A pesar de que su madre estaba ahí, quería irse, y al principio lo tuvieron que amarrar. No le gustaba la ropa. La que le ponían, la tironeaba y la rompía. También le decían palabras que querían que repitiera. Di “mamá”, di “papá”, di “camello”, di “tienda”. Él se quedaba callado. Con los mudos avestruces, se había acostumbrado a no utilizar la voz.
Recordaba las pláticas de su padre con los otros hom-bres. “Él es más avestruz que gente”, oía que decían. “No puede ser mudo de verdad”, repetía su padre. “Llo-raba, reía y ya había empezado a hablar, cuando se perdió en la tormenta de arena. Tenemos que hacerlo hablar”. Y todos los días lo acosaban: “di mamá, di papá, di camello”. De nada servía. Más tarde, los pa-dres buscaron a un conocido sabio, familiar del famoso jeque Maelanin, el profeta. Recordaba que entró a la tienda del anciano y que él le puso una mano sobre
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la cabeza y lo abrazó. “Hablará”, dijo el anciano. “Pero busquen un pozo verdaderamente profundo en el de-sierto”. Por su parte, Hadara seguía igual de mudo. Después del encuentro con el anciano, cabalgaron en los camellos hasta un pozo. Recordaba que él, sin sos-pechar nada malo, se asomó al borde y vio el agua que destellaba allá abajo, en la profundidad. Pensó que iban a sacar agua en las bolsas de cuero que traían atadas a los lados de los camellos. Entonces sintió, inesperada-mente, unas manos fuertes. Lo agarraron por detrás, los hombres, porque estaba claro que habían sido su padre y su abuelo. Lo acostaron en el suelo y le ataron una cuerda a los pies.
Esto también solía aparecer en las pesadillas que lo despertaban en la noche. En sus sueños volvía a vivir el terror de cuando lo levantaron sobre la boca del pozo y lo metieron cabeza abajo.
Quieren deshacerse de mí. Me van a ahogar.
Más y más abajo. Paredes oscuras, humedad. De re-pente, su cabeza chocó con la superficie del agua y él pegó un alarido.
Entonces lo subieron de nuevo. Cuando lo sacaron del pozo, su abuelo cayó de rodillas y le desamarró la cuer-da que tenía en los pies. Él se paró frente a su madre, que estaba radiante de alegría. Abrió la boca y movió los labios en silencio. Durante todos los años que pasó
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en el desierto había tenido una palabra flotando en su cabeza: Fatma. Entonces no sabía qué significaba esa palabra. Ahora sabía que era el nombre de su madre. Observó sus sonrientes labios y ahora la palabra salió de su garganta con claridad:
―Fatma.
Después de lo sucedido en el pozo, recuperó el habla. Ahora no tenía ninguna dificultad en emplear la voz y encontrar palabras que pronunciaba con fuerza y claridad.
Sin embargo, algunas palabras no las entendía. Desde que se había adaptado a la vida de la gente y ya no tra-taba de escapar al desierto, escuchaba una palabra por las noches, en la oscuridad de la tienda: circuncisión. “Tenemos que circuncidar a Hadara. Hagámoslo en el próximo Eid, cuando circuncidamos a los muchachi-tos. Él tendrá el doble de la edad de los demás, pero no importa. Porque si no es circunciso, no es un verdadero musulmán, y no se irá al Paraíso”.
Sobre todo, era su padre quien decía la palabra. Circun-cidar. Circunciso.
Él no se atrevía a preguntar qué significaba esa palabra.
Y llegó el Eid, la celebración del fin del ayuno. Todos los niños de entre 6 y 8 años fueron arreados hacia la tien-
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da más grande. A él también le ordenaron que entrara en la tienda. Escuchó de nuevo la palabra “circuncisión”, pero aún no había recibido ninguna explicación.
Los padres estaban presentes y les decían a sus hijos: “Yo sé que eres valiente. Si no lloras, después podrás escoger algo que tú quieras”.
―Tú también ―le dijo su papá, de repente.
Había bastantes hombres ahí, su padre era solo uno de ellos. Cerraron la entrada de la tienda. Afuera espera-ban las mujeres y las niñas.
No lloren, les decían los hombres a los niños. Demues-tren que son hombres.
Después tomaron el cuchillo y agarraron al primer niño. Le sacaron el pequeño pene y le metieron un palito debajo del prepucio, el cuchillo brilló y ya había hecho un corte a través de la piel. El niño lloró, gritó y pataleó.
―No llores, demuestra que eres hombre ―le repitieron los hombres al siguiente.
Este niño no gritó ni lloró. Entonces su padre, lleno de orgullo, les gritó a las mujeres que estaban afuera:
―¡Ahmed no lloró!
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Y las mujeres y las niñas ulularon de alegría.
―¿Qué quieres?
Ahmed pidió un cordero y su padre le aseguró que se lo darían. A otro que no lloró le prometieron un camello propio.
Luego de que el corte había sido hecho, el pene de los niños era aceitado con grasa y excremento pulverizado de camello. A continuación, el niño se acostaba y se quedaba así en la tienda hasta que la herida había sanado.
Hadara veía todo con los ojos bien abiertos y sin en-tender. Esto no es conmigo, pensaba. A mí no. A mí no me pueden hacer eso.
Pero le llegó su turno.
Los hombres lo sujetaron.
No gritó.
―¡Hadara no lloró! ―gritó su padre, Sidi Mohammed, y escuchó el ululato de las mujeres.
―¿Qué quieres? ―le preguntó.
―Nada ―contestó él.
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En su cabeza volaban las experiencias del árbol, el pozo y la circuncisión, y su Kharouba, que había dado a luz con mucho dolor. Los recuerdos daban vueltas y vueltas en un torbellino aterrador.
Cuando volvió a la realidad y miró a su alrededor, notó que todos los camellos se habían ido en diferentes di-recciones. Al comienzo, cuando acababa de regresar a su familia de humanos, sentía que su padre lo odiaba y lo despreciaba. Él era demasiado diferente. Corría como avestruz y se chupaba el dedo. Y comía piedritas. El cambio se dio cuando empezó a hablar otra vez y su padre se dio cuenta de que su hijo salvaje tenía un contacto increíblemente bueno con los animales. Todos los animales parecían hacerle caso. Por eso le dieron la responsabilidad de la manada de camellos de la familia. Él comprendió que era un gran honor para un joven.
A otros camelleros les hubiera llevado un día entero en-contrar a todos los animales de una manada dispersa. A Hadara le bastaba con llamarlos. Lo hacía tanto con la voz como con el pensamiento, como había aprendido con los avestruces. Y pronto llegaron. Uno tras otro, los camellos volvieron y se pararon alrededor de él.
Al atardecer, regresaron al campamento de los beduinos.
Cuando el ordeño de la tarde estaba listo, se dirigió a la tienda de la familia. Kharouba estaba parada en la entrada. Tenía un bulto en los brazos.
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Ella sonrió y los ojos, por los cuales la llamaba “la mu-chacha ojos de estrella”, brillaron con más claridad que nunca.
―Toma. Agárralo ―le dijo, mientras le pasaba al bebé.
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Hadara tomó al recién nacido, lo sostuvo por debajo de los brazos y sintió sorprendido lo compacto y pesado que era su hijo. Los avestruces recién nacidos pesaban como una pluma, a comparación de este bulto. Él esta-ba acostumbrado a las crías y se lo quería demostrar a Kharouba. ¿Acaso no había levantado a cientos de crías de avestruz de los cascarones y les había ayudado a dar sus primeros pasos?
Ahora le iba a enseñar al hijo de ellos a caminar.
Siempre había sido un momento de alegría levantar un avestruz recién salido del cascarón y ponerlo despacio sobre el suelo. Recordaba sus manos sobre ese cuerpo caliente en el que el corazón picoteaba con insistencia. Asimismo, recordaba las patitas que pataleaban en el aire. En cuanto las patas tocaban el suelo y él soltaba al pichón, este daba unos pasos tambaleantes, y luego
Capítulo
3
“No le pude decir adiós a mi familia de avestruces”
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empezaba a andar muy firme y a explorar el suelo con su piquito. Al igual que su madre Makoo, cuando él vivía en el desierto opinaba que los moteados avestruces recién nacidos eran lo más bonito que existía.
Su madre Fatma le había dicho que el niño se parecía a él. Hadara lo miró detenidamente, pero no pudo ver el parecido. Para él, el niño era feo, pero no quería decirlo.
Sostuvo el firme cuerpo de su hijo con las dos manos y lo bajó, despacio, al suelo; exactamente como solía hacer con las crías de avestruz. Sin embargo, las pier-nas del bebé eran torcidas y parecían increíblemente débiles. Cuando lo soltó, el niño se cayó y empezó a dar gritos desgarradores.
―¿Pero qué haces, idiota? ―le gritó Kharouba, arreba-tándole al niño, a quien apretó contra su pecho.
Sus bellos ojos echaban chispas. Era la primera vez que ella le gritaba.
―Si solo le estoy enseñando a caminar ―dijo Hadara.
―¿Estás loco? Nuestro hijo no podrá pararse y tratar de caminar en muchísimo tiempo. Será hasta la próxima estación fría.
Hadara estaba sorprendido de que las crías de humano fueran tan desamparadas.
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Y exigentes.
Kharouba no tenía tiempo de hablar con él y reír como antes. Siempre pasaba algo con el bebé. Siempre tenía que amamantarlo, lavarlo o cambiarlo.
Todavía vivían con la familia de ella. Ahora que el niño había nacido, y que vieron que había sobrevivido, iban a celebrar con baile y comida, y le iban a dar un nombre. Cuando eso estuviera listo, se mudarían a vivir con la familia de él.
Sus padres y Kharouba propusieron nombres. Sidi Mo-hammed, por el abuelo. Salek, por un primo. Ahmed. Ali. Ghalil...
Hadara quería que el niño se llamara igual que su padre avestruz, Hogg; pero no se atrevió a decirlo. Había aprendido a no hablar de su familia de avestru-ces. Cuando contaba que los avestruces lo cuidaron durante muchos años y que siempre se podía confiar en ellos, se burlaban de él, en especial los muchachos de su edad. Ellos decían que Hadara parecía avestruz y que corría como avestruz. A todos les parecía extra-ño que se negara a comer carne. En su vida con los avestruces, Hadara se chupaba el dedo pulgar cuan-do tenía sed. Pero cuando lo hacía entre la gente, lo molestaban.
―¡Mira, Hadara se chupa el dedo! ―gritaban los niños.
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Para evitar burlas, dejó de hacerlo. Aseguraba que, cuando vivía en el desierto, le salía leche del dedo.
El séptimo día después del nacimiento del bebé, todos los que vivían en el campamento de beduinos llegaron a celebrar que el niño había sobrevivido y a darle nombre. A Hadara lo mandaron a ordeñar una camella y regresó con un gran cuenco de madera repleto de leche. Cada quien que tenía una propuesta de nombre, colocaba un palo en el cuenco. Los palos eran diferentes y cada uno representaba un nombre. Hadara sabía que el palito verde representaba el nombre Sidi Mohammed, pero para él representaba Hogg.
Kharouba era quien iba a elegir. Miró los palos que flotaban en el cuenco lleno de leche. Y escogió el pa-lito verde.
―El niño se llamará Sidi Mohammed, como el padre de Hadara ―dijo la madre de Kharouba y empezó a ulular de alegría, seguida por las otras mujeres.
“Hogg”, pensó Hadara. “Yo lo llamaré Hogg, porque nunca olvidaré a mi padre avestruz”.
En la noche, las mujeres bailaron en la tienda. Habían atado telas negras alrededor de sus caderas y cantaban con voces chillonas. Movían las caderas, palmeaban y ululaban. Sus manos y sus brazos ondulaban como alas de pájaro.
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El niño que a partir de ahora se llamaba Sidi Moham-med, se había dormido. Kharouba estaba bailando. Ha-dara se sentó a ver. Kharouba lo haló para que se parara, pero él no quería bailar.
Las mujeres y las niñas cantaban o hablaban en voz alta. Hadara cerró los ojos y trató de pensar en el silencio del desierto y las tardes con su familia de avestruces.
Parecía que el baile y el ruido nunca iban a terminar.
El frío de la noche fue cubriendo el suelo. El tembloroso Hadara trataba de imaginarse la suave ala de avestruz bajo la cual solía dormir en el desierto y el calor del cuerpo de su madre Makoo.
Aquí todo era movimiento y voces. Las palabras vo-laban tan rápido entre la gente que estaba en la gran tienda, que no lograba asirlas sino hasta que habían pasado y desaparecido. Un día, pensaba, quizá po-dría asirlas y entender todo lo que se decía. Pero, ¿por qué no podía asir los pensamientos de la gente? Podía hacerlo con los avestruces y todavía lo hacía con la mayoría de animales. Pensaba que debía intentarlo. Quería entender mejor a los humanos, ahora que era uno de ellos.
Dejó que sus pensamientos volaran hacia su espo-sa, que andaba bailando con los brazos levantados. Le envió señales de que estaba cansado y quería irse
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