Bibliografía

1. ESCRITOS

A) Frühe Schriften, ed. J. J. Braakenburg, 2 vols. Munich, 1979. Escritos anteriores a la fundación de Die Fackel.

B) Die Fackel, Ed. facsímil de Kösel Verlag, Munich, 1968-1976, y de Zweitausendeins, Frankfurt, 1977.

C) Werke, ed. estándar, 14 vols., Munich, Heinrich Fischer, 1952-1967.

D) Schriften, ed. bolsillo, 12 vols., ed. por Christian Wagenknecht, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1987.

2. TRADUCCIONES

A) Castellano

En castellano sólo existen, que yo sepa, seis textos de Kraus. Se trata de:

1. Contra los periodistas y otros contras, trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1981.

2. La tercera noche de Walpurgis, trad. Pedro Madrigal, Barcelona, Icaria, 1977.

3. La caja de Pandora. Incluida como prólogo a la edición de El espíritu de la Tierra La Caja de Pandora, de F. Wedekind, trad. Juan Luis Vermal, Barcelona, Icaria, 1980.

4. Palabras en verso, trad. Sandra Santana Pérez, Valencia, Pre-Textos, 2005.

5. Dichos y contradichos, trad. Adan Kovacsics Meszaros, Barcelona, Minúscula, 2003.

6. Los últimos días de la humanidad, trad. Adan Kovacsics Meszaros, Barcelona, Tusquets Editores, 1991.

B) Francés

1. Aforismos, tres vols (Dits et contredits, La nuit venue, Pro domo et mundo), París, Ed. Gerard Lebovici, 1986. Trad. Roger Lewinter.

2. Les derniers jours de l’humanité, trad. J. L. Besson y Heinz Schwarzinger, Pub. de l’Université de Rouen, 1986.

3. La boite de Pandore, París, Ed. Ludd, trad. Pierre Gallissaires, 1985.

4. Cahier de L’Herne, número 28, dedicado a Kraus. París, 1975. Contiene algunos textos íntegros de Kraus, como Die welt der plakate (Le monde des annonces) y Der Biberpelz (Le manteau de Castor). París, 1975. Incluye también interesantes artículos sobre Kraus (Benjamin, Canetti, Sperber).

C) Inglés

1. Poems, Boston, Four Seas Press, 1930, trad. Albert Bloch.

2. The last days of Mankind, Nueva York, 1974, trad. Alexander Gode y Sue Ellen Wright.

3. In these great times: A Karl Kraus Reader, ed. Harry Zohn, trad. Joseph Fabry y otros, Montreal, 1976; Manchester, 1984.

4. Half-truths and one-and-a-half truths: Selected aphorisms, ed. y trad. Harry Zohn, Montreal, 1976.

5. No compromise: Selected writings, ed. Frederick Ungar, trad. Sheema Z. Buehne y otros, Nueva York, 1977.

3. BIBLIOGRAFÍA AUXILIAR

1. KOHN, Hans: Karl Kraus - Arthur Schnitzler - Otto Weininger. Aus dem jüdischen Wien der Jahrhundertwende, Mohr, Tübingen, 1962.

2. JOHNSTON, W.: The Austrian Mind. An Intelectual and Social History 1848-1938 (Berkeley, 1972). Existe trad. francesa: L’Esprit Viennois, París, PUF, 1985.

3. PFABIGAN, Alfred.: Karl Kraus und der sozialismus - Eine politische Biographie, Wien, 1976.

4. SCHICK, Paul: Karl Kraus in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, Reinbek bei Hamburg, 1965.

5. SZASZ, Th.: Karl Kraus and the Soul-Doctor, Londres, 1977. (Específicamente dedicado al tema de la crítica a la psiquiatría y psicoanálisis en la obra de Kraus. Textos y bibliografía útiles.)

6. TIMMS, E.: Karl Kraus, Apocalyptic Satirist, New Haven, Londres, Yale Univ. Press, 1986. Trad. castellana: Madrid, Ed. Visor Dis., 1989.

7. Varios: Karl Kraus in neuer Sicht, Simposio de Londres, ed.S. P. Scheichl y E. Timms, Munich, 1986, inglés y alemán.

8. WAGNER, N.: Geist und Geschlecht. Karl Kraus und die Erotik der Wiener Moderne, Frankfurt, 1982.

9. WILLIAMS, C. E.: The Broken Eagle: The Politics of Austrian Literature from Empire to Anschluss, Londres, 1974.

10. WORBS, Michael: Nervenkunst (Literatura fin de siglo y origen del psicoanálisis). Frankfurt, Europäische Verlagsanstalt, 1983.

Escritos

Edición y traducción deJosé Luis Arántegui

www.machadolibros.com

Karl Kraus

Escritos

La balsa de la Medusa, 173

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© Suhrkamp Verlag

© de la traducción, José Luis Arántegui

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

machadolibros@machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-041-2

Índice

Nota, José Luis Arántegui

1. Moralidad y criminalidad

2. La caja de Pandora

3. De la papelera

4. El terremoto

5. El mundo de los carteles

6. La piel del castor

7. La muralla china

8. La cuestión cretense

9. El pequeño Brockhaus

10. Los hijos de la época

11. Conrad von Hötzendorf

12. Psicología no autorizada

13. Aun así es judío

14. El hombre agonizante

15. Muerte y tango

16. En esta gran época

17. Metamorfosis

18. Ante un surtidor

19. En eterno recuerdo (dos comitivas)

20. Nuestra experiencia histórica

21. La aventura tecnorromántica

22. El juicio final

23. Epitafio (final)

24. Franz Josef

25. Yo

26. Viaje anunciado a los infiernos

27. Hora nocturna

28. Repercusiones y consecuencias de la revolución rusa en la cultura mundial

29. Preciosismos

30. Promesa

31. El banquete de Timón

32. La lengua

Apéndices

Karl Kraus (1874-1936), J. L. A.

Bibliografía, J. L. A.

«Supone el lector, en quien acaba un párrafo mordaz de provocar la risa, que el escritor satírico es un ser consagrado por la Naturaleza a la alegría y que su corazón es un foco inexpresable de esa misma jovialidad que a manos llenas prodiga a sus lectores. Desgraciadamente, y es lo que éstos no saben siempre, no es así. El escritor satírico es por lo común, como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir que da lo que no tiene. Ese mismo don de la Naturaleza de ver las cosas tales cuales son, y de notar antes en ellas el lado feo que el hermoso, suele ser su tormento. Llámanle la atención en el sol más sus manchas que su luz, y sus ojos, verdaderos microscopios, le hacen notar la fealdad de los poros exagerados, y las desigualdades de la tez en una Venus, donde no ven los demás sino la proporción de las facciones y la pulidez de los contornos; ve detrás de la acción aparentemente generosa el móvil mezquino que la produce; ¡y eso llaman, sin embargo, ser feliz! Esa acrimonia misma, esa mordacidad jocosa que suele hacer tan a menudo el contento de los demás, es en él la fría impasibilidad del espejo que reproduce las figuras no sólo sin gozar, sino a veces empeñándose.»

MARIANO JOSÉ DE LARRA, 1836

Nota

La moda vienesa está sirviendo para que el alma finisecular encuentre su fiel espejo, gracias a la profunda comprensión de las corrientes espirituales europeas que demuestra la política turística del Ayuntamiento de Viena, que se encuentra empeñado y se esfuerza con éxito en hacer de la modernidad y la nostalgia sus divisas. Pese a todo, la Viena 1900 sigue siendo lo bastante exótica para los ávidos neuroeuropeos de la península como para que algunas informaciones históricas pueda resultarles bienvenidas. El lector puede encontrarlas al final del volumen junto con una bibliografía escueta. Sólo donde parecía urgente para la comprensión del pasaje he incluido una nota en el texto.

En cuanto a las notas de traducción no se encuentran en donde hay algún juego de palabras, pues en tal caso el texto de Kraus se desplegaría sobre una sola nota prolongada –lo que acaso no fuera tan descabellado–, sino en donde la versión castellana final sigue crujiendo sensiblemente pese a todos los esfuerzos del traductor. En cuanto a las citas de Shakespeare, tan presente en toda la escritura de Kraus, se basan en las traducciones de José María Valverde, José Méndez Herrera, Luis Astrana Marín y Agustín García Calvo.

Quisiera dedicar lo que de correcto y equivocado me corresponda en este trabajo a cuantas personas han ayudado a su realización. Y en particular a Uli, por sus buenos oficios ante esta vieja dama adusta que es la lengua alemana, a Javier por estar ahí y a los Boira por haberse ido. A todos, y al lector por su tiempo, muchas gracias.

J. L. A.

Budapest, 5 de mayo de 1989

1 Moralidad y criminalidad*

«¿Morir por adulterio? No; eso lo hace hasta el reyezuelo, y la mosquita de alas doradas se entrega a la lujuria ante mi vista ¡Dejad que florezca la copulación!»

Lear, IV, 6

«Si hacéis ahorcar y decapitar sólo durante diez años a todos los que se hagan culpables de ese delirio, haríais bien en promulgar un edicto para procuraros nuevas cabezas. Si esta ley sigue en vigor diez años en Viena, arrendaré la más bella casa de la ciudad a razón de tres peniques por día.»

Medida por medida, II, 1

«Mis asuntos en este Estado me han conducido a observar Viena, donde he hallado una corrupción que hierve y burbujea hasta desbordarse del puchero. La ciudad tiene leyes para todas las faltas, es verdad; pero esas faltas se encuentran tan bien protegidas que vuestras disposiciones se parecen a las prohibiciones colgadas en la tienda de un barbero; se las lee, pero se hace burla de ellas.»

Medida por medida, V, 1

«Creo en la rígida virtud de vuestra señoría, más considerad esto, os lo ruego: si en la efervescencia de vuestras propias pasiones hubierais hallado la hora acorde con el lugar, y el lugar acorde con vuestros deseos; si el imperioso ardor de vuestra sangre hubiese tenido toda facilidad para alcanzar el objeto perseguido por vuestros anhelos, ¿no habríais cometido algunas veces en vuestra vida ese mismo pecado por el que le condenáis, ni atraído sobre vuestra propia cabeza el rigor de la ley?»

Medida por medida, II

«Si los grandes pudieran tronar como el mismo Júpiter, le dejarían sordo, pues hasta el más diminuto de los jueces se serviría de su oído para tronar; sería un perpetuo trueno. ¡Oh, Cielo clemente, el mortal azufre de tu rayo hiende mejor la nudosa encina rebelde al hacha que el mirto tierno; pero el hombre, el orgulloso hombre, revestido de corta y débil majestad, olvida lo que es menos dudoso, su elemento cristalino, y semejante a un mono colérico representa ante el cielo tales locuras que los ángeles lloran, ellos, que de tener nuestra naturaleza reirían hasta morir!»

Medida por medida, II, 2

«Tenemos ciertos estatutos por demás rígidos y ciertas leyes singularmente refrenantes, bocados, barbadas precisos para corceles indisciplinados, que hemos dejado dormir desde hace diecinueve años casi a la manera de un león abrumado de fatiga que no sale de su caverna para ir a cazar. Nos ocurre hoy como a esos padres indulgentes que lían paquetes amenazadores de varas de abedul para colgarlos ante los ojos de sus hijos y hacerlos servir de emblemas de terror más que de instrumentos de castigo; a la larga se encuentra que esas varas inspiran más burla que temor, y así sucede con nuestros decretos, que muertos en la aplicación, no tienen en realidad existencia.»

Medida por medida, I, 3

«¡Bellaco, esbirro, detén tu mano sangrienta! ¿Por qué azotas a esa puta? Flagélate tú, ya que ardes en deseos de cometer con ella el delito por el que la castigas.»

Lear, IV, 6

I

Existe un tipo de indignación improductiva que se resiste a cualquier intento de darle expresión literaria. Desde hace un mes me ahoga una vergüenza capaz de aniquilar toda ilusión cultural, esa que nos ha obsequiado con un doble proceso por adulterio: la vista del juicio y su tratamiento periodístico. La obligación de largar una frase por cada suceso no le sirve como baliza en una carrera de brutalidad e hipocresía a aquel a quien le deja embarrancado el pensar en un torbellino de inverosimilitudes, en el ejercicio de una justicia en la que la razón se torna insensatez y un azote sus beneficios1. Ahora, la perspectiva de que la locura no vaya a tener fin en mucho tiempo, de que el proceso tenga continuación y el marido haga aparecer las actas en las librerías apacigua la conciencia del publicista al que se le había deslizado la pluma de entre los dedos con el conflicto entre repulsión y deber profesional. Ahora el horror ante todas esas voces vacilantes que mantienen una actualidad vergonzosa le espolea de nuevo a una decidida protesta contra todo intento de cargar sobre nuestra opinión pública, cargada ya con mil preocupaciones, aprovechando los ataques de celos de un Otelo de barrio.

Shakespeare lo supo todo por adelantado. Los diálogos de Medida por medida y El rey Lear que he elegido como lemas para estas consideraciones contienen la última palabra sobre esa especie de moral a la que este proceso ha nutrido y dado aires; e incluso el azar que le hizo dar al poeta con el nombre de Viena para caracterizar el tipo de ciudad apestada de moral fortalece la creencia en el poder adivinatorio del genio, que domina sobre toda lejanía. Nunca tuve por blasfemia la exclamación de un contemporáneo, «¡Oh Dios, eres como Shakespeare!», sino más bien por una injuria a la majestad de Shakespeare esa otra afirmación del mismo autor de que en la abadía de Westminster «Shakespeare descansa junto a los otros reyes de Inglaterra». Los señores, que edifican la moral de todos los pueblos, podían ir a pedirle prestadas la argamasa y la herramienta, pues desde su altura cualquier visión del mundo, conservadora o progresista, ofrece una imagen grata al Creador; existe cultura allí en donde las leyes del Estado son paráfrasis de pensamientos de Shakespeare, o en donde al menos sus dirigentes, como sucedía en la Alemania de Bismarck, definen su actividad con el pensamiento puesto en Shakespeare. A partir de su sabiduría podría entender, quien esté llamado a ello, cómo alzar o remozar el muro fronterizo del derecho criminal entre lo bueno y lo malo. Y se contraría con desviarse ante los obstáculos de una época de cerebro estrecho: la manía por los hombres: el celo con que defiende aquello que no precisa de protección humana lo había puesto ya de manifiesto con su largueza al consentir comportamientos que el sano juicio encuentra punibles. Construida con la estrechez de una generación ha vivido sin embargo tanto tiempo como duraban aquellos porque sirvió satisfactoriamente para los peores del suyo.

Quien tiene por ocupación advertir de los peligros que suscita el desarrollo de la prensa mercantil de opinión para la cultura común y para el bien de la noción; quien sale al paso de la irrupción de una horda sin tradiciones en defensa del mantenimiento de todos los poderes conservadores, e incluso prefiere –y no sólo en sentido estético– el estado policial al establecimiento del despotismo arbitrario de Su Majestad el Papelacho2; aquel que en todos lo terrenos de la discusión pública honradamente confiese abrazar (aunque sólo fuera por rencor) el partido de los malos frente al de los peores, e incluso haber dejado a veces en la estacada una buena cosa por pura repulsión hacia sus defensores: ése puede permitirse confiar en que también se considere esta declaración suya, que quizá coja por sorpresa a más de uno, libre de toda sospecha y pura expresión de sus convicciones. Y así declaro que cuando adopto la posición del amigo del Estado, la que exige de la legislación una y otra vez eso que el marrullero espíritu de Manchester califica con sarcasmo de «tutela», lo hago exclusivamente considerando aquellos ámbitos en los que tienen vigencia los valores económicos. Insistir en que esos terrenos sí me parecen exigir la más estricta vigilancia, en que desearía que a las formas modernas se les echaran al cuello nuevos párrafos legales, y en que nada tengo por más urgente que atar lo más corto posible, junto a los activos destructores del bienestar económico del pueblo, también a sus ayudantes de la prensa, sería mandar lechuzas a Atenas, timadores a la Bolsa y muñidores a la prensa liberal. Pero yo daría ya más o menos por cumplida la misión del legislador con que se ocupara de la seguridad económica. Sin embargo, éste querría a continuación meter mano en la intangibilidad y la salud del cuerpo y del alma, y en otros «bienes jurídicos« que se puedan pensar y definir. Ignoro cuántos de éstos protege el viejo Código Penal3 y si el nuevo hará aumentar o disminuir la cuenta. Pero son demasiados; y si les hubiera de estar permitido a algunos seres humanos juzgar a otros, deberían tener bien presente de continuo los límites de su conocimiento. Precisamente una ley que vela también por los sentimientos religiosos y castiga las ofensas a la fe no debiera osar jamás extender la esfera de las influencias terrenales hasta las profundidades más recónditas del corazón humano. Y precisamente los espíritus conservadores a los que se tacha de «orientación clerical», en lugar de incitar a la justicia estatal a la vigilancia de los secretos caminos de la psique no deberían conocer otro empeño sino el de mirar porque junto a la autoridad terrenal, que castiga, al representante de lo supraterreno, que exhorta, le quedara también un espacio propio. El bien del «honor» ya se encuentra bajo una justicia de pandilleros, habría que hablar como mínimo a este respecto de una distinción entre un honor profesional y un honor de clase más fáciles de entender, habría que hacer que la ley no admitiera de antemano algo tan vago como una «actitud» deshonrosa por la que hasta el más indigno de los pelagatos se puede sentir «ofendido«, sino que autorizara la comprobación de esa forma de hacer posible la comprobación de la «ofensa» y la determinación de su grado. Grotesca eficacia la de un procedimiento de conciliación mediante el cual alguien que roba millones se puede sentir herido por la acusación, inexacta e imposible de probar, de haber robado también cinco Gulden4, y hacerse así gracias a la sanción contra el «ofensor» de su honor con un certificado de honorabilidad de plena validez.

Pero si en este aspecto la legislación, que no deja de retocar el concepto de «honor» entre martingalas dignas de Falstaff, tiene que atender a la vez tanto a prevenir los alardes de un maula como a lo mejor de un gesto valiente, está indefensa por completo ante otro enemigo que pone en práctica sus fullerías tras la máscara de la «moral». La legislación se inhibe y se lo tolera. Exorcizar fantasmas no es cosa que caiga dentro de su esfera de poder; se le cruzan en el camino donde menos lo esperaba, y donde planta el pie, brotan de la tierra. Y de nuevo hay que darle entrada a Shakespeare, que le hace contar a la sabiduría del loco la historia de la cocinera mentecata que puso las anguilas vivas en el pastel: «Les atizaba en la cabeza con un palo y les gritaba ¡Abajo, gentuza vosotras abajo!... su hermano era el que por el bien de su caballo le untaba el heno con mantequilla»5. Esfuerzos como ésos sin finalidad alguna son los que emprende la vigilancia estatal, que cae sobre la «inmoralidad» con su espadón fuera de la vaina hasta que la obliga a volverle la grupa. Un grandioso malentendido condujo en todo este asunto a la mejor energía y a la más pura intención por caminos errados. De la misión de proporcionar medios legales de castigo al escándalo que la inmoralidad provoca en público, el legislador se vio llevado arteramente al sofisma de que la inmoralidad provoca escándalo público. Y cuando verdaderamente se dio escándalo público a causa de la persecución de la inmoralidad privada, ese criterio basado en hechos que se buscaba había perdido ya su capacidad de distinguir entre causa y efecto. Quien sólo piense rutinariamente no entendería nunca que uno pueda intervenir en favor de la Lex Heinze y prevenir a la vez contra cualquier intromisión de la ley en la más indecente de las vidas privadas; que uno pueda azuzar al fiscal del Estado contra los anuncios de contactos y desear ver libre de castigo a esa «tercería» que lleva a reunirse a dos personas mayores de edad y libres de albedrío; que uno quiera saber bajo el más férreo control esa obscenidad ostentosa que ofende a quien no la quiere y seduce a quien no se le permite, y desee al mismo tiempo que cada cual llege a estar en la gloria a su manera en una tranquila alcoba. Pero un entendimiento capaz de aunar tales perspectivas contrapuestas no se detiene ahí. Y afirma que «el bien jurídico de la moralidad» es un fantasma. Con la «moral» nada tiene que ver la jurisdicción criminal, sino la de las cotorras de barrio. Todo lo que la justicia puede lograr en este asunto es la protección de los indefensos, de los menores de edad y de la salud. Que vuelque en esos bienes jurídicos todavía gravemente descuidados las atenciones del Estado con que hoy en día ha de cargar la vida privada. ¡El legislador, de reportero fisgón que solaza las enaguas de la vida en público!; ¡la justicia, de correveidile indiscreto que se agacha junto a la puerta del dormitorio y escudriña por el ojo de la cerradura! Pues así es, al menos según el ideal de un profesor que ejerce actualmente en Viena y que, en su proyecto del código penal suizo, se interesa por los más sutiles matices de las relaciones entre los sexos y coloca bajo sanción penal la más mínima desviación de la horizontal senda de la virtud. Se podría reír uno como un demonio a cuenta de jaimitadas6 criminales de ese tipo, si su existencia no probase con claridad estremecedora la omnipotencia de ese filisteísmo ante el que no hay escapatoria. ¡Cómo van a afrontar semejantes doctores de la ley el candor filosófico que a la pregunta ¿qué es indecente? contestó una vez por boca de un niño: «Indecente es cuando hay alguien allí»! El legislador adulto querría estar allí siempre. Aparte de él, nadie se ruboriza por encima de las cortinas de una alcoba –al menos mientras no se quiera deducir «escándalo público» de la conocida observación de que las paredes oyen, y de la idea de que según eso se podrían poner coloradas hasta más arriba de las orejas.

La impertinencia de una justicia que se mete a reglamentar las relaciones entre los sexos siempre ha fomentado la peor inmoralidad, a la que el Código Penal no alcanza, o delitos y descarríos más graves. Si fuera de temer en serio que esa recta honestidad democrática de la que todo el proyecto suizo ha quedado empapado pudiese influir en la reforma actualmente en curso de nuestra ley, habría que horrorizarse ante la simple idea de las consecuencias de una justicia de gabinete privado –el florecimiento de la denuncia y del chantaje domiciliarios.

Por un bien jurídico que se protege siempre se deja alguno o algunos otros abandonados; lo que se cuestiona es tan sólo cuál es más importante; si una «moralidad» que cuando corre peligro lo hace sin ofender la vista de ningún ser humano, o a la libertad, la paz de espíritu y la seguridad económica. Ante semejante alternativa, cualquier legislador que tenga el coraje de sostener su propio punto de vista debería decidirse al instante por la despenalización de las relaciones homosexuales. Y al hacerlo podrá remitirse a la petición que en su momento dirigieron al Reichstag alemán doscientos hombres de destacada importancia científica, artística y social, de los que sólo la más rastrera mentalidad de campanario podría recelar que hablaran pro domo sua. Yo no sé si en ella se le daba suficiente realce a la única perspectiva desde la que hay que mostrar, a quienes se oponen a ello, la urgencia de solucionar el problema. El legislador no se da por contento en este asunto, como sería justo, con castigar la violación y proteger la minoría de edad y la salud; sino que quiere también obtener satisfacción, no sólo para la moral, que le parece herida, sino también para los gustos naturales, que aquí son invertidos. Su celo no descansa a la vista de seres humanos mayores de edad a los que impulso y libre albedrío han llevado a un entendimiento mutuo. En cualquiera de las posibilidades sexuales. ¡Ante todo de las homosexuales! Y la moral obtiene su satisfacción: el acusado de alguna actividad perversa –siempre que no pertenezca por azar a lo mejor y más noble de la nación, pues en tal caso ya se suponen disposiciones naturales psicopáticas– ha de purgarse moralmente mediante una adecuación de meses a un régimen aún peor. Pero entretanto, del cieno de la sanción penal brotan las semillas del chantaje. ¡Sí, arguye el criminalista, pero de ese modo se apresa al mismo tiempo al chantajista y entonces ha de cumplir una doble condena! Naturalmente; y el fiscal del Estado no ha oído hablar del deber de agradecimiento hacia el denunciante, que ciertamente obtiene una recompensa consistente en una condena por dos delitos. Pero ¿y si el chantajista no se convierte en denunciante, si la presión ejercida sobre la víctima logra el efecto deseado y ésta compra el no ser denunciada con sufrimientos infernales a diario y con su ruina económica? Aquí la sabiduría del teórico se trabuca, y su pensamiento perezoso, acostumbrado a echar mano al expediente de la estadística, queda atentamente en espera de respuesta, porque lamentamos comunicar que todavía no existe estadística alguna de denuncias sin presentar ni de chantajes con éxito. Y como su sabiduría contable no puede suplir esa miseria de fantasía y de experiencia de la vida de la que es propietario, no se imagina que, a la misma hora en que se congratula él por un orden del mundo que coloca inmoralidad y violación bajo el castigo de la ley, aguardan miles de desdichados seres humanos en todas las comarcas de su patria, entre el horror y el espanto, la llegada del chantajista que ya se aproxima... Sobre el papel, dos delitos; pero ambos se hacen mutuamente impunes, y cada uno le da nuevo impulso al otro. Se abre la espiral de la moral, y el chantaje, que hasta entonces tan sólo no se denunciaba ni se perseguía, pasa también a no cometerse. ¿O es que no iba a renunciar la gente a un hermoso delito por una razón así, la de que si no esa especie de ciencia criminal que saca ideas de las cifras tendría que desistir del intento de llevar una estadística de chantajes no cometidos ante su falta de perspectiva? (A).

En el reino eterno de las pulsiones sensuales, que son incluso más viejas que el impulso a la hipocresía, el legislador siempre andará haciendo chapuzas en vano. Si la cosa va suave, se recreará en el papel de mensajero propio del policía diligente, ese que afirma haber oído de noche en la ciudad enmudecida «un rumor parecido al de gentes que se acostaran juntas», o aquel otro que una vez le presentó a un funcionario vienés el siguiente informe literal: «Llegué justo para ver en un banco del Stadtpark a un hombre que abrazaba y besaba a un soldado. Por desgracia, llegué demasiado pronto, por lo que no puedo dar parte de ningún acto deshonesto.» Pero el defensor de la moral también puede llegar a tiempo y dar lugar a algún hecho desgraciado. Tapa pústulas morales socialmente con ungüentos y emplastos, y el cuerpo social comienza a supurar por dentro. Así como la persecución de las aberraciones sexuales fomenta el chantaje, cualquier otro intento de poner a resguardo la vida privada tras una empalizada de párrafos legales se resuelve en una nueva inmoralidad, en nuevas figuras delictivas. Las naciones cultas se habrían ahorrado la infamia de la trata de blancas de la que con tanto patetismo se lamentan si sus legisladores tuvieran más facilidad para irritarse que para ponerse colorados, si en la discusión sobre el tema de la prostitución jamás hubieran tomado parte los representantes del pudor. Logreros y exploradores medrarán mientras haya que pagarles a los comerciantes del amor los riesgos judiciales, y la prohibición de esa inocua tercería que sólo crea la ocasión pero a nadie violenta hace crecer igualmente las oportunidades de ganancia del intermediario: presiona sobre la paga a percibir y dispara el precio hacia lo alto. Resultaba de un humor rabioso la doctrina que acarreó el antiguo derecho consuetudinario prusiano. Para abordar el asunto con las prostitutas privaba del derecho de alimentos a las mujeres de las que se pudiera probar que habían aceptado dinero por algún servicio sexual. ¿Qué hacían los señores de la creación? Mostrar su nobleza por adelantado: prostituían a las mujeres y se ahorraban la pensión. Una recopilación de todos los delitos, faltas e infracciones de los que se han hecho culpables la ley y sus intérpretes consecuentes aportaría una gran riqueza de enseñanzas a la prevista conmemoración del centenario de la jungla de párrafos legales austríaca. Y no estoy pensando sólo en contrastes dolorosos como los que pone de manifiesto a cada paso la injusticia sistematizada: el famélico tullido que anda cazando moscas y demasiado orgulloso para mendigar lee el destino en los trazos de su vuelo7, y al que hay que arrestar por «infringir la prohibición de venta ambulante», o la madre brutal que mete a su hijo al horno y recibe una amonestación «por ser la primera vez»... No, es en los lugares en donde ese Código Penal de 1803 dicta sentencia contra sí mismo en donde el lego observador debería hacer su entrada solemne con un ojo brillante y el otro humedecido. El que la ley propicie de manera ejemplar el delito de chantaje, el que entre en contradicción con el párrafo en donde prohíbe «ultrajar públicamente el honor de una persona, incluso divulgando hechos ciertos de su vida privada o familiar», el que de ese modo vuelva a provocar el «escándalo soez en público» que ella misma castiga en su párrafo sobre inmoralidad, son sólo los casos más importantes en los que la pescadilla se muerde la cola. Y cuando se lesiona un «bien jurídico» que no lo es, ¿aplicarle la pena de prisión no pasa a significar una «restricción de la libertad personal»?

II

Y con ello vuelvo a ese ejemplo como de lámina de una inmoralidad fomentada legalmente que hace poco se representó ante los ojos de la opinión pública vienesa, a la que ciertamente se le iban de las órbitas: al «caso P. de adulterio», como le llamaba con toda discreción en la cabecera de las columnas y más columnas de sus reportajes una prensa zarrapastrosa que no quería escatimarles a sus lectores ningún detalle, ni uno solo de los añicos de ese matrimonio. El Ausgleich8, el cártel del petróleo y la reforma de la prensa, y hasta el mismísimo «honor del periódico», mancillado por el Tribunal Supremo, ya habían tenido que cederle el sitio a las trifulcas de una pareja cuando colgada del brazo de un marido malas pulgas la justicia salió a pindonguear por todo el escenario en que se convirtió el tribunal. Del brazo de una acusación privada que se debía sentir elevada a la condición de abogado del Estado y sus intereses, porque se dedicó a probar en firme, conforme a la disposición del tribunal, una especie de calamidad tan sobada en el vodevil francés como en la vida. Y si alguien, cansado y ofendido por ese baile de San Vito de jurisdicciones en el que el cónyuge afectado se permitía lucir su cornamenta de adorno, si alguien que pese a recelar de los artículos sobre inmoralidad aún no hubiera perdido la vergüenza se dedicaba a hallar la resultante entre el acto cometido y la pena impuesta, lo que ese alguien obtenía era una certeza grotesca: la adúltera confesa, que ya venía sufriendo mucho tiempo el tormento de una justicia casera con pistola, fusta y tijeras de rapar, no mostraba ni un solo rasgo que la hiciera aborrecible. Lo que había padecido era más odioso que lo que había hecho, y en el sentido más elevado del término, más inmoral que el adulterio era un procedimiento judicial que gracias al celo de un secretario de juzgado insustituible llamaba al público como testigo de las posibilidades más recónditas a las que puede dar cabida una alcoba matrimonial. De no ser ya el apellido Mayer un nombre de uso colectivo9, de verdad que este proceso le habría ayudado a alcanzar una fama imposible de arruinar. Aunque el Lexikon de Meyer tuviera que quedarse caduco algún día, el código moral de Mayer disfrutará de una fama proverbial, y será una ayuda valiosísima para los investigadores de la cultura a la hora de basar una explicación de las concepciones sobre derechos del marido y deberes de la mujer que marcaban la pauta en la Viena de comienzos del siglo XX. Un tesoro de frases hechas guardará el recuerdo de esos dos días en que el juez de lo criminal del distrito de Wieden, cimbreando la espada, tomó a su cargo la defensa como bien jurídico de la santidad de un matrimonio concluido por medio de casamenteros10. Nunca se llevó a cabo confesión de culpa más libre y voluntaria. La acusada relató cómo vino a dar en el matrimonio por tratos y mediaciones, y en el adulterio por malos tratos. Tras un comienzo así otro juez cualquiera de esos que todavía quedan en Austria hubiera desestimado por superfluo todo procedimiento de prueba, y hubiera pasado a dictar sentencia; hubiera hecho una fugaz reverencia a la majestad de la ley –¡oh reina descangallada!– con unas sanciones lo más leves posibles como calmante de la manifiesta necesidad de venganza del marido, a cuya satisfacción no tendría por qué prestarse la justicia, y sin mayores averiguaciones, hubiera basado en lo nulo del matrimonio lo inocuo del adulterio. Otro juez, ya abreviando, ya manteniendo en secreto la instrucción del sumario, le hubiera hecho imposible al papelacho apostado al acecho del escándalo, al informativo y al chismoso, al diario y al de humor, apestar durante semanas la atmósfera moral de una ciudad y extender una ciénaga de inmoralidad capaz de cubrir sobradamente ese palomino de delito de que se trataba. Otro quizá hubiera medido con su experiencia de la vida la insuficiencia de la ley, otro no hubiera aplicado un pathos de los principios a un delito que sólo se persigue a instancia de parte, otro no hubiera llevado el contraste entre el caso denunciado y los miles que a Dios gracias no van a parar ante la justicia hasta ese extremo de claridad, tan inmoral, que el sarcasmo se empieza a preguntar si es que en los barrios de Viena, a partir de ahora, están en garantía todos los matrimonios y todo adulterio excluido... Otro, no el señor Mayer.

Desde que el natural conflicto de fronteras entre la autoridad del juez y la libertad de la defensa se ha venido desarrollando en Austria hasta convertirse en una continua perturbación de la asistencia jurídica, no he descuidado oportunidad alguna de salir con toda energía en defensa de la independencia de la justicia y de quienes conducen entre quejas las diligencias judiciales frente a las exigencias exageradas que sin tacto alguno le plantean siempre a su paciencia quienes van por frases trilladas en busca de reclamos. Está claro, por tanto, que soy un juez libre de toda sospecha cuando me veo obligado a confesar que el defensor tenía todo el derecho de su parte en cada una de las palabras que dijo en ambos procesos para rechazar un abuso de autoridad como jamás se había vivido antes. Y esta opinión tiene tanto más peso por cuanto, a mí, ni siquiera la dolorosa experiencia de que toda la prensa diaria de Viena la compartiera ha logrado que dejara de sostenerla. Fue monstruoso. El señor Mayer ha rectificado luego algunos pasajes del acta del proceso que apareció en la prensa, y lejos de mi ánimo atribuirle ni por asomo la célebre frase dogmática «Yo jamás estoy equivocado» (El señor Mayer diría con más sencillez «Yo jamás me equivoco»); su falta de seso salta a la vista. «Yerra el hombre en tanto aspira»11, de donde se sigue que precisamente los funcionarios más jóvenes de la justicia están expuestos a errores muy a menudo. Pero lo que es indiscutible es esa afirmación de que «En virtud de mi condición de juez soy soberano. Nada puede quedar a cubierto ante una investigación judicial.» Como es indiscutible que el señor Mayer, guión de una justicia de jauría contra la mujer y de un proceso de rehabilitación del marido, le expidió a éste una certificación solemne: «En virtud de mi autoridad de juez le puedo dar a usted la seguridad de que en el proceso de hoy no se ha presentado nada que pudiera justificar ni aun el menor atisbo de que usted fuera consciente de la conducta de su mujer y sacara partido de ella.» Uno se llevaría las manos a la cabeza y preguntaría cómo llega un juez a hacerse cargo de la representación jurídica de una de las partes, y a anticipar la sentencia de un proceso de ofensas al honor que el esposo tendría que entablar únicamente si algún calumniador de barrio le hubiese acusado a él, al hombre fabulosamente rico, de chulo. Es indiscutible que el señor Mayer cortó las censuras que «la adúltera» estaba haciendo al modo en que la otra parte cumplía sus deberes conyugales diciendo: «¡Hoy es usted quien ha de hacer frente a sus responsabilidades, no su marido!», que no consideró procedentes las preguntas referidas a ese tema por «irrelevantes e impropias», y que fue él, el mismo que tenía que juzgar catorce días después sobre la probada aventura con el servicio doméstico de un marido tan gravemente herido en su honra familiar, quien le espetó a una acusada humillada de esa forma: «¡Debo hacerle notar que es usted quien ha degradado a su marido!»

¿Y no queda la justicia despojada de todo sentido cuando de lo que se trata es de poner en juego hoy, a demanda del marido, toda la artillería pesada contra una adúltera, y mañana, a demanda de la esposa, otra seguramente menos pesada contra el adúltero? La «santidad del matrimonio» que hay que defender es naturalmente la de aquel que se vea amenazado por una parte nada más: ahí quizá podría hablarse todavía de un bien jurídico necesitado de un defensor, y cuya protección aún valdría la pena. Si el adulterio no fuese un delito a instancia de parte y la conducta infiel fuera punible en sí misma por consideraciones de moral pública, resultaría perfectamente lógico encerrar juntas a las dos partes e instituir la celda de castigo como alcoba matrimonial. Pero ya que la ley no contempla la compensación que debería intervenir aquí, al menos el señor Mayer habría tenido que equiparar la culpabilidad de los cónyuges mutuamente infieles, despedirlos de la sala con una pequeña multa, y sentar cátedra de que si bien quien promulgó la ley no pensó en que se abusara de ella, la justicia declina prestar su brazo a la satisfacción de venganzas recíprocas. El señor Mayer, eso es seguro, no se ha excedido subrayando el principio de reciprocidad. Al demandante se le trató con más afecto que a la demandada, y al demandado, con más suavidad que a la demandante. De los numerosos «momentos cumbre» del proceso permanece aún en la memoria la siguiente escena: la mujer se opone, con todo derecho, a cohabitar en la misma sala con la «amante embarazada» de su marido, una cocinera que va a subir a declarar12. El juez le impone una multa de 50 coronas «por injurias a la testigo» y la conmina a «satisfacer al instante» esa cantidad; la acusada se hace culpable de la subsiguiente falta de no llevar encima ese dinero, en base a lo cual el juez la amenaza «con la inmediata modificación de la multa en pena de arresto»; el defensor deposita el importe. Semejante cosa sucedía en la sala de justicia el 25 de julio e 1902. Catorce días después el marido se siente incomodado por el testimonio de una muchacha del servicio, pues ésta aparece para ratificar el adulterio que cometió con ella. «Todo inventado –saltó gritando, excitado–, ¿cómo puede usted decir algo así?» Juez: «¡Modérese, debe estar usted tranquilo!» Acusado: «No puedo. Por favor, señor juez, pero mírela usted bien, ¿cómo iba yo a abusar de semejante zarrapastrosa?...»13 Juez: «¡Claro, claro, pero cálmese usted!»... El criterio de la estética como coartada pareció resultarle cómodo a este juez, siempre de parte de la moral, que sólo somete a sus leyes a la mujer; puesto que poco después se desarrollaba la siguiente escena: sube al estrado una criada que confirma el adulterio del señor de la casa con una de sus compañeras del servicio y revela un diminutivo que éste llevaba. «Sí, cuando estaba de buen humor –suelta el acusado– le ponía a todos en broma nombres así, a mi mujer también. ¿Alguna vez no la he llamado también a usted de alguna manera?» Testigo: «Sí, es verdad, me llamaba Dudli.» Acusado: «Diga sólo la verdad, usted era la más apetecible de mi servidumbre y a pesar de ello puede...» Aquí, el defensor de la acusada murmura para el cuello de su camisa una observación irrefutable: «¡Vaya harén!» Juez: «¡Doctor, debo advertirle con toda energía que ese tipo de manifestaciones son inadmisibles!» Acusado (envalentonado): «¡Fuera! ¡Fuera!» Juez, al abogado: «¡Le amonesto por la observación que ha hecho!»...

El señor Mayer podía haber reconocido de sobra que lo que aquí se había quebrantado era un vínculo matrimonial roto, que un trato bárbaro había precedido a la «ruptura de la fidelidad», y que ésta sólo debía servir de ayuda fundamentalmente de cara a la separación. Quizá también que al dirigirse al marido, que había maltratado al amante, en estos términos: «Su mujer quiso proteger con su confesión la vida de su amante, incluso al precio de su propia vergüenza», le confería a ella una reconocimiento ético de la mayor envergadura. Y, aun así, el señor Mayer se mantuvo firme con asombrosa tenacidad en el tono vociferante de un repartidor de represalias, de la gran venganza que debía convertir el tribunal del distrito de Wieden en Tribunal del Juicio Final. «¿Qué pensaba usted cuando su mujer se puso a sí misma en vergüenza?», le preguntó al demandante; y le dejó decir una lindeza como ésta: «Pensé que se estaría preparando a dar el paso definitivo.» Pero tenía que ser el señor Mayer, el último de los jueces por su edad, quien nos brindara el horror del Tribunal del Último Día14 que por entonces aún no había descargado a pesar de todo sobre la pobre pecadora, y casi al comienzo de su declaración le gritó: «¡Después de mucho tiempo descarriada está usted al fin ante su juez! ¡No se aparte de la verdad!» Cito según las actas del juzgado, cuyo párrafo 19 nada ha venido a contradecir hasta el momento; desde luego, sería perfectamente posible que en los protocolos editados a cargo del demandante esa frase rezara de otro modo, y que ante un juez que jamás está equivocado haya confesado una acusada que jamás tomó por caminos equivocados. Pero habría que dar con el tono. El señor Mayer desde luego encontró el de un humor discrecional. Y se entiende por sí mismo que se le cediere a éste todo el terreno preciso para desplegarse en un progresivo ir y venir de camareras, criados y mesoneros jurados que venían atropellados de la parte de Salzburgo15, no para probar la culpabilidad de una adúltera, sino para confirmar su confesión delante del señor Mayer. «¿Le pidió a su mujer también que fuera al lago?» Una cocinera contesta tartamudeando: «Sí, le preguntó, que si no estaba muy liada, que si quería ir al lago.» Juez: «Es muy desagradable para usted haber perdido esa joya, pero me temo que no es la única que perdió en esa infausta noche.» Aquí habla la misma delicadeza que no encontró una sola palabra de censura cuando un alboroto asqueroso saludó al diván que traían a la sala, el mismo sobre el que la acusada se permitió tumbarse en un momento en que se encontraba mal –el celoso juez la había traído personalmente, temblando, de la enfermería–. Pero entre bromas y veras no se le debía ahorrar a esa mujer ninguna humillación, y en la picota de una publicidad centuplicada la adúltera sufrió torturas que jamás habría infligido una Edad Media que sólo conocía las pulgueras, no la prensa. Tan raro delito tenía que recibir un castigo de los ejemplares, incluso antes de que se aplicara esa pena cruel de dos meses. El juez, después de que la pareja de adúlteros ya había confesado hacía mucho, se dedicó a leer cartas de amor que habían intercambiado, y cada «Gatita mía» despertaba un eco de hilaridad alternada con indignación. Gracias a una grave intromisión en la vida privada de unos acusados confesos, que no es competencia de juez alguno, pareció alcanzarse al fin la prueba en firme de que los enamorados en sus cartas no se tratan de «Ilustrísimo Señor».

Por la declaración de un abogado con cuya ayuda había querido la acusada llevar adelante su separación el señor Mayer supo que mucho antes de que se lesionara la fidelidad conyugal se habían comprobado lesiones en el antebrazo, y que el marido «no negaba sus malos tratos»; como motivo de los cuales había dado «asuntos patrimoniales»: el ultraje de que «su mujer no le había aportado la dote que se le había prometido»; y «siendo además del parecer de que como esposo tenía derecho a tratar así a su mujer». La mayoría de los señores de la creación, que tan a menudo son, ay, señores de la destrucción, compartirían ese punto de vista. Y cuando una mujer asegura que las relaciones con su amante «le parecieron la única salida» para escapar del «miserable matrimonio» que su marido no quería disolver voluntariamente, ese impulso de abandonar unas relaciones de servidumbre les bastaría a los más para entrever una impiedad tal que dos meses de prisión no serían castigo lo bastante duro. Entre ellos circula como estribillo de opereta la sentencia de Nietzsche, coger el látigo si van con mujeres; pero no así de Zaratustra: «Y mejor romper el matrimonio que hacerlo retorcido, o fingido. Así me habló una mujer: ¡Claro que rompí el matrimonio, pero antes me rompió el matrimonio a mí!» Ellos aguardan con impaciencia el desenlace del proceso en curso contra el marido; que un hombre casado pueda llegar a convertirse en mártir gracias a unas escapadas al mismo tiempo tan inevitables de la alcoba matrimonial a la cercana habitación de la sirvienta, eso sí que realmente «sólo es posible en Austria»... Por lo demás, una ley penal que todo lo castiga y un ejecutivo que consiente en unas elecciones podrían corresponder positivamente en igual medida a la moral brutal del varón de nuestros días. Este afamado Señor P. que enviaba invitaciones impresas a sus amigos para asistir al juicio, que les exigía a los periódicos dar parte de los hechos más ofensivos de su vida privada y familiar, y que hizo vigilar la santidad de su matrimonio por un juez y ocho policías en la atmósfera de la sala es tan sólo el tipo más desarrollado de esa especie.

Si toda la prensa de viena fuese tan decente como la Neue Freie Presse, que pasó sobre el sensacional espectáculo sin más que diez líneas llenas de distinción, si al optar por silenciar todo un proceso de adulterio se conformaran luego igual que ella con que les hubiera salido tan mal sus cuentas como al balance anual del Fondo de Compensación Bancaria –por cierto, que uno de los protagonistas del proceso era yerno del presidente– entonces uno tendría que retirar toda objeción a la difusión pública de procesos de este género. Pero la experiencia premia con urgencia a una reforma legal que ponga el freno a los jueces desbocados por el terreno moral. En ningún otro resulta más difícil garantizar la imparcialidad, en ningún otro se pone de manifiesto con más facilidad el desconocimiento de la vida o el resentimiento del juez que en éste, en donde se trata de asuntos demasiado humanos. Con ello no quiero atribuirle a ese tonante que hace poco dejó sordo a Júpiter ni una experiencia astragante ni una inexperiencia sin alegría en asuntos de moral sexual, y lejos de mí suponer de su personalidad un tipo de relación como el que el Rey Lear –loco, naturalmente– osó establecer entre un alguacil y una puta, que es en el que uno tiene que pensar siempre que sean contribuyentes del impuesto sobre prostitución los que tienen en sus manos los órganos policiales. Con esa evocación de shakespeare tan sólo quisiera llamar a una reflexión sobre sí mismos a los jueces terrenales, que pueden equivocarse y no son representantes de una justicia más alta y sustraída a humanas influencias, y acertar a dar con la risible y escurridiza relación entre criminalidad y moralidad.