EMPRESAS Y TRIBULACIONES DE

MAQROLL

EL GAVIERO

EMPRESAS Y TRIBULACIONES DE

MAQROLL

EL GAVIERO

ÁLVARO MUTIS

A Ernesto Volkening

(Amberes, 1908 Bogotá, 1983)

En recuerdo y homenaje

a su amistad sin sombras,

a su lección inolvidable.

Cuando creía que ya habían pasado por mis manos la totalidad de escritos, cartas, documentos, relatos y memorias de Maqroll el Gaviero y que quienes sabían de mi interés por las cosas de su vida habían agotado la búsqueda de huellas escritas de su desastrada errancia, aún reservaba el azar una bien curiosa sorpresa, en el momento cuando menos la esperaba.

Uno de los placeres secretos que me depara el pasear por el Barrio Gótico de Barcelona es la visita de sus librerías de viejo, a mi juicio las mejor abastecidas y cuyos dueños conservan aún esas sutiles habilidades, esas intuiciones gratificantes, ese saber cazurro que son virtudes del auténtico librero, especie en vías de una inminente extinción. En días pasados me interné por la calle de Botillers, y en ella me atrajo la vitrina de una antigua librería que suele estar la mayor parte de las veces cerrada y ofrece a la avidez del coleccionista piezas realmente excepcionales. Ese día estaba abierta. Penetré con la unción con la que se entra al santuario de algún rito olvidado. Un hombre joven, con espesa barba negra de judío levantino, tez marfileña y ojos acuosos, negros, detenidos en una leve expresión de asombro, atendía detrás de un montón de libros en desorden y de mapas que catalogaba con una minuciosa letra de otros tiempos. Me sonrió ligeramente y, como buen librero de tradición, me dejó husmear entre los estantes, tratando de mantenerse lo más inadvertido posible. Cuando apartaba algunos libros que me proponía comprar, me encontré de repente con una bella edición, encuadernada en piel púrpura, del libro de P. Raymond que buscaba hacía años y cuyo título es ya toda una promesa: Enquete du Prévôt de Paris sur ­l’assassinat de Louis Duc D’Orléans; editado por la Bibliotheque de l’Ecole de Chartres en 1865. Muchos años de espera eran así recompensados por un golpe de fortuna sobre el que de tiempo atrás ya no me hacía ilusiones. Tomé el ejemplar sin abrirlo y le pregunté al joven de la barba por el precio. Me lo indicó citando la cifra con ese tono rotundo, definitivo e inapelable, también propio de su altiva cofradía. Lo pagué sin vacilar, junto con los demás ya escogidos, y salí para gozar a solas mi adquisición con lenta y paladeada voluptuosidad, en un banco de la pequeña placita donde está la estatua de Ramón Berenguer el Grande. Al pasar las páginas noté que en la tapa posterior había un amplio bolsillo destinado a guardar originalmente mapas y cuadros genealógicos que complementaban el sabroso texto del profesor Raymond. En su lugar encontré un cúmulo de hojas, en su mayoría de color rosa, amarillo o celeste, con aspecto de facturas comerciales y formas de contabilidad. Al revisarlas de cerca me di cuenta que estaban cubiertas con una letra menuda, un tanto temblorosa, febril, diría yo, trazada con lápiz color morado, de vez en cuando reteñido con saliva por el autor de los apretados renglones. Estaban escritas por ambas caras, evitando con todo cuidado lo impreso originalmente y que pude comprobar se trataba, en efecto, deformas diversas de papelería comercial. De repente, una frase me saltó a la vista y me hizo olvidar la escrupulosa investigación del historiador francés sobre el alevoso asesinato del hermano de Carlos VI de Francia, ordenado por Juan sin Miedo, Duque de Borgoña. Al final de la última página, se leía, en tinta verde y en letra un tanto más firme: «Escrito por Maqroll el Gaviero durante su viaje de subida por el río Xurandó. Para entregar a Flor Estévez en donde se encuentre. Hotel de Flandre, Antwerpen». Como el libro tenía numerosos subrayados y notas hechos con el mismo lápiz, era fácil colegir que nuestro hombre, para no desprenderse de esas páginas, prefirió guardarlas en el bolsillo destinado a fines un tanto más trascendentes y académicos.

Mientras las palomas seguían mancillando la noble estampa del conquistador de Mallorca y yerno del Cid, empecé a leer los abigarrados papeles en donde, en forma de diario, el Gaviero narraba sus desventuras, recuerdos, reflexiones, sueños y fantasías, mientras remontaba la corriente de un río, entre los muchos que bajan de la serranía para perderse en la penumbra vegetal de la selva inmensurable. Muchos trozos estaban escritos en letra más firme, de donde era fácil deducir que la vibración del motor de la embarcación que llevaba al Gaviero era la culpable de ese temblor que, en un principio, atribuí a las fiebres que en esos climas son tan frecuentes como rebeldes a todo medicamento o cura.

Este Diario del Gaviero, al igual que tantas cosas que dejó escritas como testimonio de su encontrado destino, es una mezcla indefinible de los más diversos géneros: va desde la narración intrascendente de hechos cotidianos hasta la enumeración de herméticos preceptos de lo que pensaba debía ser su filosofía de la vida. Intentar enmendarle la plana hubiera sido ingenua fatuidad, y bien poco se ganaría en favor de su propósito original de consignar día a día sus experiencias en este viaje, de cuya monotonía e inutilidad tal vez lo distrajera su labor de cronista.

Me ha parecido, por otra parte, de elemental equidad que este Diario lleve como título el nombre del sitio en donde por mayor tiempo disfrutó Maqroll de una relativa calma y de los cuidados de Flor Estévez, la dueña del lugar y la mujer que mejor supo entenderlo y compartir la desorbitada dimensión de sus sueños y la ardua maraña de su existencia.

También se me ocurre que podría interesar a los lectores del Diario del Gaviero el tener a su alcance algunas otras noticias de Maqroll, relacionadas, en una u otra forma, con hechos y personas a los que hace referencia en su Diario. Por esta razón he reunido al final del volumen algunas crónicas sobre nuestro personaje aparecidas en publicaciones anteriores y que aquí me parece que ocupan el lugar que en verdad les corresponde.

Diario del Gaviero

Marzo 15

Los informes que tenía indicaban que buena parte del río era navegable hasta llegar al pie de la cordillera. No es así, desde luego. Vamos en un lanchón de quilla plana movido por un motor diésel que lucha con asmática terquedad contra la corriente. En la proa hay un techo de lona sostenido por soportes de hierro de los que penden hamacas, dos a babor y dos a estribor. El resto del pasaje, cuando hay, se amontona en mitad de la embarcación, sobre un piso de hojas de palma que protege a los viajeros del calor que despiden las planchas de metal. Sus pasos retumban en el vacío de la cala con un eco fantasmal y grotesco. A cada rato nos detenemos para desvarar el lanchón encallado en los bancos de arena que se forman de repente y luego desaparecen, según los caprichos de la corriente. De las cuatro hamacas, dos las ocupamos los pasajeros que subimos en Puerto España y las otras dos son para el mecánico y el práctico. El Capitán duerme en la proa bajo un parasol de playa multicolor que él va girando según la posición del sol. Siempre está en una semiebriedad, que sostiene sabiamente con dosis recurrentes aplicadas en tal forma que jamás se escapa de ese ánimo en que la euforia alterna con el sopor de un sueño que nunca lo vence por completo. Sus órdenes no tienen relación alguna con la trayectoria del viaje y siempre nos dejan una irritada perplejidad: «¡Arriba el ánimo! ¡Ojo con la brisa! ¡Recia la lucha, fuera las sombras! ¡El agua es nuestra! ¡Quemen la sonda!», y así todo el día y buena parte de la noche. Ni el mecánico ni el práctico prestan la menor atención a esa letanía que, sin embargo, en alguna forma los sostiene despiertos y alertas y les transmite la destreza necesaria para sortear las incesantes trampas del Xurandó. El mecánico es un indio que se diría mudo a fuerza de guardar silencio y sólo se entiende de vez en cuando con el Capitán en una mezcla de idiomas difícil de traducir. Anda descalzo, con el torso desnudo. Lleva pantalones de mezclilla llenos de grasa que usa amarrados por debajo del prominente y terso estómago en el que sobresale una hernia del ombligo que se dilata y contrae a medida que su dueño se esfuerza para mantener el motor en marcha. Su relación con éste es un caso patente de transubstanciación; los dos se confunden y conviven en un mismo esfuerzo: que el lanchón avance. El práctico es uno de esos seres con una inagotable capacidad de mimetismo, cuyas facciones, gestos, voz y demás características personales han sido llevados a un grado tan perfecto de inexistencia que jamás consiguen permanecer en nuestra memoria. Tiene los ojos muy cerca del arco de la nariz y sólo puedo recordarlo evocando al siniestro Monsieur Rigaud-Blandois de La Pequeña Dorrit. Sin embargo, ni siquiera tan imborrable referencia sirve por mucho tiempo. El personaje de Dickens se esfuma cuando observo al práctico. Extraño pájaro. Mi compañero de viaje, en la sección protegida por el toldo, es un gigante rubio que habla algunas palabras masticadas con un acento eslavo que las hace casi por completo indescifrables. Es tranquilo y fuma continuamente los pestilentes cigarrillos que le vende el práctico a un precio desorbitado. Va, según me entero, al mismo sitio adonde yo voy: a la factoría que procesa la madera que ha de bajar por este mismo camino y de cuyo transporte se supone que voy a encargarme. La palabra factoría produce la hilaridad de la tripulación, lo cual no me hace gracia y me deja en el desamparo de una vaga duda. Una lámpara Coleman nos alumbra de noche y en ella vienen a estrellarse grandes insectos de colores y formas tan diversos que a veces me da la impresión que alguien organiza su desfile con un propósito didáctico indescifrable. Leo a la luz de las caperuzas de hilo incandescente, hasta que el sueño me derriba como una droga súbita. La irreflexiva ligereza del de Orléans me ocupa por un instante antes de caer en un sopor implacable. El motor cambia de ritmo a cada rato, lo cual nos mantiene en constante estado de incertidumbre. Es de temer que de un momento a otro se detenga para siempre. La corriente se hace cada vez más indómita y caprichosa. Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana. La espero con ansiedad.

Marzo 18

Sucedió lo que hace rato vengo temiendo: la hélice chocó con un fondo de raíces y se torció el eje que la sostiene. La vibración se hizo alarmante. Hemos tenido que atracar en una orilla de arena de pizarra, que despide un tufo vegetal dulzón y penetrante. Hasta que logré convencer al Capitán de que sólo calentando el eje se conseguiría enderezarlo, lucharon varias horas en las maniobras más torpes e imprevisibles en medio de un calor soporífero. Una nube de mosquitos se instaló sobre nosotros. Por fortuna, todos estamos inmunes a esta plaga, con excepción del gigante rubio que soporta el embate con una mirada colérica y contenida, como si no supiera de dónde procede el suplicio que lo acosa.

Al anochecer se presentó una familia de indígenas, el hombre, la mujer, un niño de unos seis años y una niña de cuatro. Todos desnudos por completo. Se quedaron mirando la hoguera con indiferencia de reptiles. Tanto el hombre como la mujer son de una belleza impecable. Él tiene los hombros anchos y sus brazos y piernas se mueven con una lentitud que destaca aún más la armonía de las proporciones. La mujer, de igual estatura que el hombre, tiene pechos abundantes pero firmes, y los muslos rematan en unas caderas estrechas graciosamente redondeadas. Una leve capa de grasa les cubre todo el cuerpo y desvanece los ángulos de coyunturas y articulaciones. Los dos tienen el cabello cortado a manera de casquetes que pulen y mantienen sólidos con alguna substancia vegetal que los tiñe de ébano y brillan con las últimas luces del sol poniente. Hacen algunas preguntas en su lengua que nadie entiende. Tienen los dientes limados y agudos y la voz sale como el sordo arrullo de un pájaro adormilado. Entrada ya la noche, logramos enderezar la pieza, pero sólo hasta mañana podrá colocarse. Los indios atraparon algunos peces en la orilla y se fueron a comerlos a un extremo de la playa. El murmullo de sus voces infantiles duró hasta el amanecer. He leído hasta conciliar el sueño. En la noche el calor no cesa y, tendido en la hamaca, pienso largamente en las necias indiscreciones del Duque de Orléans y en ciertos rasgos de su carácter que irán a repetirse en otros miembros de la branche cadette, siempre de distinto tronco, pero con las mismas tendencias a la felonía, las aventuras galantes, el placer dañino de conspirar, la avidez por el dinero y una deslealtad sin sosiego. Habría que pensar un poco en las razones por las que tales constantes de conducta aparecen en forma implacable, casi hasta nuestros días, en estos príncipes de origen tan diferente. El agua golpea en el fondo metálico y plano con un borboteo monótono y, por alguna razón inasible, consolador.

Marzo 21

La familia subió a la lancha en la madrugada siguiente. Mientras bregábamos bajo el agua para colocar la hélice, ellos permanecieron de pie sobre el piso de palma. Durante todo el día estuvieron allí sin moverse ni pronunciar palabra. Ni el hombre ni la mujer tienen vellos en parte alguna del cuerpo. Ella muestra su sexo que brota como una fruta recién abierta y él el suyo con el largo prepucio que termina en punta. Se diría un cuerno o una espuela, algo ajeno por entero a toda idea sexual y sin el menor significado erótico. A veces sonríen mostrando sus dientes afilados y su sonrisa pierde por ello todo matiz de cordialidad o de simple convivencia.

El práctico me explica que es común en estos parajes que los indios viajen por el río en las embarcaciones de los blancos. No suelen dar explicación alguna ni dicen jamás dónde van a bajar. Un día desaparecen como llegaron. Son de carácter apacible y jamás toman nada que no les pertenece, ni comparten la comida con el resto del pasaje. Comen hierbas, pescado crudo y reptiles también sin cocinar. Algunos suben armados con flechas cuyas puntas están mojadas en curare, el veneno instantáneo cuya preparación es un secreto jamás revelado por ellos.

Esa noche, mientras dormía profundamente, me invadió de pronto un olor a limo en descomposición, a serpiente en celo, una fetidez creciente, dulzona, insoportable. Abrí los ojos. La india estaba mirándome fijamente y sonriendo con malicia que tenía algo de carnívoro, pero al mismo tiempo de una inocencia nauseabunda. Puso su mano en mi sexo y comenzó a acariciarme. Se acostó a mi lado. Al entrar en ella, sentí cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal. El olor que me despertó era cada vez más intenso con la proximidad de ese cuerpo blando que en nada recordaba el tacto de las formas femeninas. Una náusea incontenible iba creciendo en mí. Terminé rápidamente, antes de tener que retirarme a vomitar sin haber llegado al final. Ella se alejó en silencio. Entretanto, en la hamaca del eslavo, el indio, entrelazado al cuerpo de éste, lo penetraba mientras emitía un levísimo chillido de ave en peligro. Luego, el gigante lo penetró a su vez, y el indio continuaba su quejido que nada tenía de humano. Fui a la proa y traté de lavarme como pude, en un intento de borrar la hedionda capa de pantano podrido que se adhería al cuerpo. Vomité con alivio. Aún me viene de repente a la nariz el fétido aliento que temo no habrá de abandonarme en mucho tiempo.

Ellos siguieron allí, de pie, en medio de la barca, con la mirada perdida en las copas de los árboles, masticando sin cesar un amasijo hecho de hojas parecidas a las del laurel y carne de pescado o de lagarto que capturan con una habilidad notable. El eslavo se llevó anoche a la india a su hamaca, y esta mañana amaneció otra vez con el indio que dormía abrazado sobre él. El Capitán los separó, no por pudor, sino, como explicó con voz estropajosa, porque el resto de la tripulación podía seguir su ejemplo y ello traería de seguro peligrosas complicaciones. El viaje, añadió, era largo y la selva tiene un poder incontrolable sobre la conducta de quienes no han nacido en ella. Los vuelve irritables y suele producir un estado delirante no exento de riesgo. El eslavo musitó no sé qué explicación que no logré entender y regresó tranquilamente a su hamaca después de tomar una taza de café que le ofreció el práctico, con quien sospecho que se ha conocido en el pasado. Desconfío de la obediente mansedumbre de este gigante, en cuyos ojos se asoma a veces la sombra de una cansina y triste demencia.

Marzo 24

Hemos llegado a un amplio claro de la selva. Después de tantos días, por fin, arriba, asoman el cielo y las nubes que se desplazan con lentitud bienhechora. El calor es más intenso, pero no nos abruma con esa agobiante densidad que, bajo el verde dombo de los grandes árboles, en la penumbra constante, lo convierte en un elemento que nos va minando con implacable porfía. El ruido del motor se diluye en lo alto y el planchón se desliza sin que suframos su desesperado batallar contra la corriente. Algo semejante a la felicidad se instala en mí. En los demás es fácil percibir también una sensación de alivio. Pero allá, al fondo, se va perfilando de nuevo la oscura muralla vegetal que nos ha de tragar dentro de unas horas.

Este apacible intermedio de sol y relativo silencio ha sido propicio al examen de las razones que me impulsaron a emprender este viaje. La historia de la madera la escuché por primera vez en La Nieve del Almirante, la tienda de Flor Estévez en la cordillera. Vivía con ella desde hacía varios meses, curándome una llaga que me dejó en la pierna la picadura de cierta mosca ponzoñosa de los manglares del delta. Flor me cuidaba con un cariño distante pero firme, y en las noches hacíamos el amor con la consiguiente incomodidad de mi pierna baldada, pero con un sentido de rescate y alivio de anteriores desdichas que, cada uno por su lado, cargábamos como un fardo agobiante. Creo que sobre la tienda de Flor y mis días en el páramo dejé constancia en algunos papeles anteriores. Allí llegó el dueño de un camión, que él mismo conducía, cargado con reses compradas en los llanos y nos contó la historia de la madera que se podía comprar en un aserradero situado en el límite de la selva y que, bajando el Xurandó, podía venderse a un precio mucho más alto en los puestos militares que estaban ahora instalando a orillas del gran río. Cuando secó la llaga y con dinero que me dio Flor, bajé a la selva, siempre con la sospecha de que había algo incierto en toda esta empresa. El frío de la cordillera, la niebla constante que corría como una procesión de penitentes por entre la vegetación enana y velluda de esos parajes, me hicieron sentir la necesidad impostergable de hundirme en el ardiente clima de las tierras bajas. El contrato que tenía pendiente para llevar a Amberes un carguero con bandera tunecina, que necesitaba ajustes y modificaciones para convertirlo en transporte de banano, lo devolví sin firmar, dando algunas torpes explicaciones que debieron dejar intrigados a sus dueños, viejos amigos y compañeros de otras andanzas y tropiezos que algún día merecerán ser recordados.

Al subir a esta lancha mencioné el aserradero de marras y nadie ha sabido darme idea cabal de su ubicación. Ni siquiera de su existencia. Siempre me ha sucedido lo mismo: las empresas en las que me lanzo tienen el estigma de lo indeterminado, la maldición de una artera mudanza. Y aquí voy, río arriba, como un necio, sabiendo de antemano en lo que irá a parar todo. En la selva, en donde nada me espera, cuya monotonía y clima de cueva de iguanas me hace mal y me entristece. Lejos del mar, sin hembras y hablando un idioma de tarados. Y, entretanto, mi querido Abdul Bashur, camarada de tantas noches a orillas del Bósforo, de tantos intentos inolvidables por hacer dinero fácil en Valencia y Toulon; esperándome y pensando que tal vez haya muerto. Me intriga sobremanera la forma como se repiten en mi vida estas caídas, estas decisiones erróneas desde su inicio, estos callejones sin salida cuya suma vendría a ser la historia de mi existencia. Una fervorosa vocación de felicidad constantemente traicionada, a diario desviada y desembocando siempre en la necesidad de míseros fracasos, todos por entero ajenos a lo que, en lo más hondo y cierto de mi ser, he sabido siempre que debiera cumplirse si no fuera por esta querencia mía hacia una incesante derrota. ¿Quién lo entiende? Ya vamos a entrar de nuevo en el verde túnel de la jungla ceñuda y acechante, ya me llega su olor a desdicha, a tibio sepulcro desabrido.

Marzo 27

Esta mañana, cuando orillamos para dejar varios tambores de insecticida en una ranchería ocupada por militares, bajaron los indios. Me enteré allí que mi vecino de hamaca se llama Ivar. La pareja lo despidió desde la orilla piando: «Ivar. Ivar», mientras él sonreía con una dulzura de pastor protestante. Al caer la noche, cuando estábamos tendidos en nuestras hamacas y, para evitar los insectos, no habíamos encendido aún la Coleman, le pregunté en alemán de dónde era, y me respondió que de Parnu, en Estonia. Hablamos hasta muy tarde. Intercambiamos recuerdos y experiencias de lugares que resultaron familiares para ambos. Como tantas veces sucede, el idioma revela de pronto a alguien por entero diferente de lo que nos habíamos imaginado. Me da la impresión de un hombre en extremo duro, cerebral y frío, y con un desprecio absoluto por sus semejantes, el cual enmascara en fórmulas cuya falsedad él mismo es el primero en delatar. De mucho cuidado el hombre. Sus opiniones y comentarios sobre el episodio erótico con la pareja de indios son todo un tratado de gélido cinismo de quien está de regreso, no ya de todo pudor o convención social, sino de la más primaria y simple ternura. Dice que viaja también hasta el aserradero. Cuando lo llamé factoría, se lanzó a una confusa explicación sobre en qué consistían las instalaciones, lo cual sirvió para sumirme aún más en el desaliento y la incertidumbre. Quién sabe qué me espera en ese hueco al pie de la cordillera. Ivar. Luego, durante el sueño, entendí por qué el nombre me era tan familiar. Ivar, el grumete que murió acuchillado a bordo de la Morning Star sacrificado por un contramaestre que insistió en que le había robado su reloj cuando bajaron juntos a visitar un burdel en Pointe-a-Pitre. Ivar, que recitaba parrafadas completas de Kleist, y cuya madre le tejió un suéter que él usaba con orgullo en las noches de frío. En el sueño me acogió con su acostumbrada sonrisa cálida e inocente y trató de explicarme que no era el otro, mi vecino de hamaca. Entendí al instante su preocupación y le aseguré que lo sabía muy bien y que no había confusión posible. Escribo en la madrugada aprovechando la relativa frescura de esta hora. La larga encuesta sobre el asesinato del de Orléans comienza a aburrirme. En este clima sólo las más elementales y sórdidas apetencias subsisten y se abren paso entre el baño de imbecilidad que nos va invadiendo sin remedio.

Pero meditando un poco más sobre estas recurrentes caídas, estos esquinazos que voy dándole al destino con la misma repetida torpeza, caigo en la cuenta, de repente, que a mi lado, ha ido desfilando otra vida. Una vida que pasó a mi vera y no lo supe. Allí está, allí sigue, hecha de la suma de todos los momentos en que deseché ese recodo del camino, en que prescindí de esa otra posible salida y así se ha ido formando la ciega corriente de otro destino que hubiera sido el mío y que, en cierta forma, sigue siéndolo allá, en esa otra orilla en la que jamás he estado y que corre paralela a mi jornada cotidiana. Aquélla me es ajena y, sin embargo, arrastra todos los sueños, quimeras, proyectos, decisiones que son tan míos como este desasosiego presente y hubieran podido conformar la materia de una historia que ahora transcurre en el limbo de lo contingente. Una historia igual quizá a esta que me atañe, pero llena de todo lo que aquí no fue, pero allá sigue siendo, formándose, corriendo a mi vera como una sangre fantasmal que me nombra y, sin embargo, nada sabe de mí. O sea, que es igual en cuanto la hubiera yo protagonizado también y la hubiera teñido de mi acostumbrada y torpe zozobra, pero por completo diferente en sus episodios y personajes. Pienso, también, que al llegar la última hora sea aquella otra vida la que desfile con el dolor de algo por entero perdido y desaprovechado y no ésta, la real y cumplida, cuya materia no creo que merezca ese vistazo, esa postrera revista conciliatoria, porque no da para tanto ni quiero que sea la visión que alivie mi último instante. ¿O el primero? Éste es asunto para meditar en otra ocasión. La enorme y oscura mariposa que golpea con sus lanudas alas la pantalla de cristal de la lámpara empieza a paralizar mi atención y a mantenerme en un estado de pánico inmediato, insoportable, desorbitado. Espero, empapado en sudor, que desista de su revolotear alrededor de la luz y huya hacia la noche de donde vino y a la que tan cabalmente pertenece. Ivar, sin percibir siquiera mi transitoria parálisis, apaga la caperuza de la lámpara y se sume en el sueño respirando hondamente. Envidio su indiferencia. ¿Tendrá, en algún escondido rincón de su ser, una rendija donde aceche un pavor desconocido? No lo creo. Por eso es de temer.

Abril 2

De nuevo varados en los bancos de arena que se formaron en un momento mientras orillamos para arreglar una avería. Ayer subieron dos soldados que van al puesto fronterizo para curarse los ataques de malaria. Tirados sobre las hojas de palma, tiritan sacudidos por la fiebre. Sus manos no abandonan el fusil que golpea con monótona regularidad contra el piso metálico.

Establezco, sabiendo de su candorosa inutilidad, algunas reglas de vida. Es uno de mis ejercicios favoritos. Me hace sentir mejor y creo con ello poner en orden algo en mi interior. Viejos rezagos del colegio de los jesuitas, que de nada sirven y a nada conducen, pero que tienen esa condición de ensalmo bienhechor al que me acojo cuando siento que ceden los cimientos. Veamos:

Meditar el tiempo, tratar de saber si el pasado y el futuro son válidos y si en verdad existen, nos lleva a un laberinto que, por familiar, no es menos indescifrable.

Cada día somos otro, pero siempre olvidamos que igual sucede con nuestros semejantes. En esto tal vez consista lo que los hombres llaman soledad. O es así, o se trata de una solemne imbecilidad.

Cuando le mentimos a una mujer volvemos a ser el niño desvalido que no tiene asidero en su desamparo. La mujer, como las plantas, como las tempestades de la selva, como el fragor de las aguas, se nutre de los más oscuros designios celestes. Es mejor saberlo desde temprano. De lo contrario, nos esperan sorpresas desoladoras.

Un golpe de cuchillo en el cuerpo de alguien que duerme. Los escuetos labios de la herida que no sangra. El vértigo, el estertor, la quietud final. Así ciertas certezas que nos asesta la vida, la indescifrable, la certera, la errática e indiferente vida.

Hay que pagar ciertas cosas, otras siempre se quedan debiendo. Eso creemos. En el «hay que» se esconde la trampa. Vamos pagando y vamos debiendo y muchas veces ni siquiera lo sabemos.

Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Malditos sean.

Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así.

Poner el dedo en la llaga. Oficio de hombres, tarea bastarda que ninguna bestia sería capaz de cumplir. Necedad de profetas y de charlatanes agoreros. Mala calaña y, sin embargo, tan escuchada y tan solicitada.

Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se quiera bordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan exclusivamente a sus dominios.

Un cuerpo de mujer sobre el que corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran rojos frutos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a repetirse.

En el Crac de los Caballeros de Rodas, cuyas ruinas se levantan en un acantilado cerca de Trípoli, hay una tumba anónima que tiene la siguiente inscripción: «No era aquí». No hay día en que no medite en estas palabras. Son tan claras y al mismo tiempo encierran todo el misterio que nos es dado soportar.

¿En verdad olvidamos buena parte de lo que nos ha sucedido? ¿No será más bien que esta porción del pasado sirve de semilla, de anónimo incentivo para que partamos de nuevo hacia un destino que habíamos abandonado neciamente? Torpe consuelo. Sí, olvidamos. Y está bien que así sea.

Ensartar, una tras otra, estas sabias sentencias de almanaque, bisutería inane nacida del ocio y de la obligada espera de un cambio de humor de la corriente, sólo sirve, al final, para dejarme aún más desprovisto de la energía necesaria para enfrentar el trabajo aniquilador de este clima de maldición. Torno a recorrer la lista y las escuetas biografías de quienes asaltaron al de Orléans en su lóbrega esquina de la Rue Vieille-du-Temple y a enterarme de su posterior castigo en manos de Dios o de los hombres; que de todo hubo.

Abril 7

Antier murió uno de los soldados. Acababan de disolverse los bancos de arena y el motor se había puesto en movimiento cuando el golpeteo de uno de los fusiles cesó de repente. El práctico me llamó para que le ayudara a examinar el cuerpo que yacía inmóvil, mirando a la espesura en medio de un charco de sudor que empapaba las hojas de palma. El compañero había tomado el fusil del difunto y observaba a éste sin decir palabra. «Hay que enterrarlo ahora mismo» —comentó el práctico con el tono de quien sabe lo que dice. «No —contestó el soldado, tengo que llevarlo al puesto. Allá están sus cosas y mi teniente tiene que hacer el parte». Nada dijo el práctico, pero era claro que el tiempo le iba a dar la razón. En efecto, hoy atracamos para enterrar el cuerpo que se había hinchado monstruosamente y dejaba una estela de fetidez que atrajo una nube de buitres. Encima de los soportes del toldo de popa se había instalado ya el rey de la bandada, un hermoso buitre de luciente azabache con su gorguera color naranja y su opulenta corona de plumas rosadas. Parpadeaba dejando caer una membrana azul celeste con la regularidad de un obturador fotográfico. Sabíamos que mientras él no diera el primer picotazo al cadáver los demás jamás se acercarían. Cuando cavamos la fosa, en el límite del playón y la selva, nos miraba desde su atalaya con una dignidad no exenta de cierto desprecio. Hay que reconocer que la belleza del majestuoso animal se imponía hasta el punto de que su presencia dio al apresurado funeral un aire heráldico, una altivez militar acordes con el silencio del lugar, interrumpido apenas por el golpe de la corriente contra el fondo plano de la barca.

Viajamos por una región en donde los claros se suceden con exactitud que parece obra de los hombres. El río se remansa y apenas se nota la resistencia del agua a nuestro avance. El soldado sobreviviente ha superado la crisis y toma las blancas pastillas de quina con una resignación castrense. Ahora cuida las dos armas de las que nunca se desprende. Conversa con nosotros bajo el parasol del Capitán y nos relata historias de los puestos de avanzada, la convivencia con los soldados del país fronterizo y las riñas de cantina los días de fiesta, que terminan siempre con varios muertos de uno y otro bando que son enterrados con honores militares como si hubiesen caído en cumplimiento del deber. Tiene la malicia de los hombres del páramo, silba las eses cuando habla y pronuncia con esa peculiar rapidez que hace las frases difíciles de comprender mientras nos acostumbramos al ritmo de un idioma usado más para ocultar que para comunicar. Cuando Ivar comienza a preguntarle sobre ciertos detalles del puesto fronterizo relacionados con el equipo que usan y con el número de conscriptos que alberga, entrecierra los ojos, sonríe ladino y contesta algo que nada tiene que ver con la cuestión. De todos modos no parece sentir mucha simpatía por nosotros y creo que no nos perdona el que hayamos enterrado a su compañero sin su consentimiento. Pero hay, además, otra razón más simple. Como toda persona que ha recibido una formación militar, para él los civiles somos una suerte de torpe estorbo que hay que proteger y tolerar; siempre empeñados en negocios turbios y en empresas de una flagrante necedad. No saben mandar ni saben obedecer, o sea, no saben pasar por el mundo sin sembrar el desorden y la inquietud. Hasta en el más nimio gesto nos lo está diciendo todo el tiempo. En el fondo siento envidia, y aunque siempre estoy tratando de minar su inexpugnable sistema, no puedo menos de reconocer que éste lo preserva del sordo estrago de la selva cuyos efectos comienzan a manifestarse en nosotros con aciaga evidencia.

La comida que prepara el práctico es simple y monótona: arroz convertido en una pasta informe, frijoles con carne seca y plátano frito. Luego, una taza de algo que pretende ser café, en verdad un aguachirle de sabor indefinido, con trozos de azúcar mascabado que dejan en la taza un sedimento inquietante de alas de insectos, residuos vegetales y fragmentos de origen incierto. El alcohol no aparece jamás. Sólo el Capitán lleva siempre consigo una cantimplora con aguardiente, de la que toma con implacable regularidad algunos tragos y jamás ofrece a los demás viajeros. Tampoco dan ganas de probar la tal pócima que, a juzgar por el aliento que despide su dueño, debe ser un destilado de caña de la más ínfima calidad, producido de contrabando en alguna ranchería del interior, y cuyos efectos saltan a la vista.

Después de cenar, cuando el soldado terminó sus historias, todos se dispersaron. Yo permanecí en la proa en espera de un poco de aire fresco. El Capitán, con las piernas colgando sobre la borda, disfrutaba su pipa. El humo se supone que ahuyenta los mosquitos, lo que en este caso no me sorprendería dada la pésima calidad de la picadura cuyo agrio aroma no recuerda para nada el del tabaco. El hombre se sentía comunicativo, cosa en él poco frecuente. Empezó a relatarme su historia, como si la locuacidad del soldado le hubiera soltado la lengua por un proceso de ósmosis muy común en los viajes. Lo que pude sacar en claro de ese monólogo desarticulado, dicho con voz pedregosa y en el que intercalaba largos períodos circulares, carentes de sentido alguno, no dejó de interesarme. Había episodios que me resultaron familiares y que bien podían haber pertenecido a ciertas épocas de mi propio pasado.

Había nacido en Vancouver. Su padre fue minero y luego pescador. Su madre era piel roja y había huido con su padre. Los hermanos de ella los persiguieron durante semanas, hasta que un día consiguió que un tabernero amigo suyo los emborrachara. Cuando salieron, los estaba esperando en las afueras, y allí los mató. La india aprobó la conducta de su hombre y se casaron a los pocos días en una misión católica. La pareja hacía una vida itinerante. Cuando él nació, lo dejaron al cuidado de las monjas de la misión. Un día no regresaron más. Al cumplir quince años, el muchacho huyó de allí y empezó a trabajar como ayudante de cocina en los barcos pesqueros. Más tarde se alistó en un buque tanque que llevaba combustible para Alaska. En el mismo barco viajó luego al Caribe, y durante algunos años hizo la ruta entre Trinidad y las ciudades costeras del continente. Transportaban gasolina de aviación. El capitán del barco se encariñó con el muchacho y le enseñó algunos rudimentos del arte de navegar. Era un alemán al que le faltaba una pierna. Había sido comandante de submarino. No tenía familia y desde la mañana comenzaba a beber una mezcla de champaña y cerveza ligera, acompañada de pequeños bocadillos de pan negro con arenques, queso roquefort, salmón o anchoas. Un día amaneció muerto, tirado en el suelo de su camarote. En la mano apretaba la cruz de hierro que escondía debajo de la almohada y enseñaba con orgullo en la altamar de sus borracheras. Empezó entonces para el joven una larga peregrinación por los puertos de las Antillas, hasta que vino a recalar en Paramaribo. Allí se organizó con la dueña de un burdel, una mulata con mezcla de sangres negra, holandesa e hindú. Era inmensamente gorda, de un carácter jovial, fumaba constantemente unos puros delgados hechos por las pupilas de la casa. Le encantaban los chismes y llevaba el negocio con un talento admirable. Nuestro hombre se aficionó al ron con azúcar fundido y limón. Cuidaba de tres mesas de billar que había a la entrada del establecimiento, más para distraer a las autoridades que para beneficio de los clientes. Pasaron varios años; la pareja se entendía y complementaba en forma tan ejemplar que llegó a ser una institución de la que se hablaba en todas las islas. Llegó un día una muchacha china a trabajar en la casa. Sus padres la vendieron a la dueña y fueron a instalarse en Jamaica con el dinero recibido. Le escribieron dos o tres postales y luego no volvió a saber de ellos. La nueva pupila no tenía aún dieciséis años, era menuda, silenciosa y apenas hablaba unas pocas palabras en papiamento. El marino se fijó en ella y la llevó a su cuarto varias veces, bajo la mirada tolerante y distraída de la matrona. Acabó por apasionarse de la china y huyó con ella, llevándose algunas joyas de la dueña y el poco dinero que había en la caja del billar. Rodaron algún tiempo por el Caribe, hasta cuando fueron a parar a Hamburgo en un carguero sueco en el que trabajó como ayudante de bodega. En Hamburgo gastaron el poco dinero que habían logrado reunir. Ella se contrató en un cabaret de Sankt-Pauli. Hacía un número de complicada calistenia erótica con dos mujeres más. Subían las tres a un pequeño escenario y allí duraban muchas horas en una inagotable pantomima que excitaba a la clientela mientras ellas permanecían ausentes, conservando en el rostro una sonrisa de autómatas y en el cuerpo una elasticidad de contorsionistas que no conocía la fatiga. La china pasó luego a participar en un sketch con un tártaro gigantesco, algo acromegálico, y una clarinetista clorótica que se encargaba del comentario musical de la rutina asignada a la pareja. Un día, el Capitán —ya se llamaba así entonces— se vio involucrado en un negocio de tráfico de heroína y tuvo que abandonar Hamburgo y a la china para no caer en manos de la policía.

El Capitán mencionó luego una indescifrable historia en donde figuraban Cádiz y un negocio de banderines del alfabeto náutico que, merced a ciertas, casi imperceptibles alteraciones, permitían comunicarse entre sí a los barcos que traían algún cargamento ilegal. No pude saber si se trataba de armas, de mano de obra levantina o de mineral de uranio sin tratar. Allí también se insertaba una historia de mujeres. Alguna de ellas acabó por hablar, y la Guardia Civil allanó el taller donde fabricaban las banderas de marras. No entendí cómo el hombre logró librarse a tiempo. Recaló en Belem do Pará. Allí trabajó en el comercio de piedras semipreciosas. Fue remontando el río dedicado a toda suerte de transacciones, sumido ya en el alcoholismo sin regreso. Compró el planchón en un puesto militar donde remataban equipo obsoleto de la Armada y se internó por la intrincada red de afluentes que se entrecruzan en la selva formando un laberinto delirante. En medio de la niebla que entorpece sus facultades, ha conservado, por alguna extraña razón que se escapa a toda lógica, una destreza infalible para orientarse y un poder de mando sobre sus subordinados que le guardan esa mezcla de temor y confianza sin reservas de la que él se aprovecha sin escrúpulos, pero con ladina paciencia.

Abril 10

El clima empieza a cambiar paulatinamente. Debemos estar acercándonos ya a las estribaciones de la cordillera. La corriente es más fuerte y el cauce del río se va estrechando. En las mañanas, el canto de los pájaros se oye más cercano y familiar y el aroma de la vegetación es más perceptible. Estamos saliendo de la humedad algodonosa de la selva, que embota los sentidos y distorsiona todo sonido, olor o forma que tratamos de percibir. En las noches corre una brisa menos ardiente y más leve. La anterior nos hacía perder el sueño con su vaho mortecino y pegajoso. Esta madrugada tuve un sueño que pertenece a una serie muy especial. Viene siempre que me aproximo a la tierra caliente, al clima de cafetales, plátanos, ríos torrentosos y arrulladoras, interminables lluvias nocturnas. Son sueños que preludian la felicidad y de los que se desprende una particular energía, una como anticipación de la dicha, efímera, es cierto, y que de inmediato se transforma en el inevitable clima de derrota que me es familiar. Pero basta esa ráfaga que apenas permanece y que me lleva a prever días mejores, para sostenerme en el caótico derrumbe de proyectos y desastradas aventuras que es mi vida. Sueño que participo en un momento histórico, en una encrucijada del destino de las naciones y que contribuyo, en el instante crítico, con una opinión, un consejo que cambia por completo el curso de los hechos. Es tan decisiva, en el sueño, mi participación y tan deslumbrante y justa la solución que aporto, que de ella mana esa suerte de confianza en mis poderes que barre las sombras y me encamina hacia un disfrute de mi propia plenitud, con tal intensidad que, cuando despierto, perdura por varios días su fuerza restauradora.

Soñé que me encontraba con Napoleón el día después de Waterloo, en Genappes o sus alrededores, en una casa de campo de estilo flamenco. El Emperador, en compañía de algunos ayudantes y civiles atónitos, se pasea en un pequeño aposento con unos pocos muebles desvencijados.

Me saluda distraído y sigue su agitado caminar. «¿Qué pensáis hacer, Sire?», le pregunto en el tono caluroso y firme de quien lo conoce hace mucho tiempo. «Me entregaré a los ingleses. Son soldados de honor. Inglaterra ha sido siempre mi enemigo, ellos me respetan y son los únicos que pueden garantizar mi seguridad y la de mi familia.» «Ése sería un grave error, Majestad —le comento con la misma firmeza—. Los ingleses son gente sin palabra y sin honor, y su guerra en los mares ha estado llena de trampas arteras y de cínica piratería. Su condición de isleños los hace desconfiados y ven en todo el mundo un enemigo». Napoleón se sonríe y me comenta: «¿Olvidáis, acaso, que soy corso?». Me sobrepongo a la confusión que me causa mi inadvertencia y sigo argumentando a favor de escapar hacia América del Sur o a las islas del Caribe. Participan en la controversia los demás circunstantes; el Emperador vacila y, finalmente, se inclina por mi sugerencia. Viajamos hacia un puerto que se parece a Estocolmo, y allí nos embarcamos hacia Sur América en un vapor movido por una gran rueda lateral y que conserva aún su velamen para apoyar el trabajo de las calderas. ­Napoleón hace algún comentario sobre la novedad de tan extraño navío y yo le comento que en América del Sur hace muchos años que navegan estas embarcaciones, que son muy rápidas y seguras, y los ingleses jamás podrán darnos alcance. «¿Cómo se llama este barco?» —pregunta Napoleón con curiosidad mezclada de recelo. «Mariscal Sucre, Sire», le respondo. «¿Quién era ese soldado? Nunca escuché antes su nombre». Le cuento la historia del ­Mariscal de Ayacucho y su artero asesinato en la montaña de Berruecos. «¿Y allí me lleva usted?», me increpa Napoleón mirándome con franca desconfianza. Ordena a sus oficiales que me detengan, y éstos ya se abalanzan sobre mí cuando el estruendo de las máquinas que cambian de régimen los deja atónitos mientras miran el humo negro y espeso que sale de la chimenea. Me despierto. Por un momento perduran, confundidos, el alivio de estar a salvo y la satisfacción de haber dado un consejo oportuno al Emperador, evitándole los años de humillación y miserias en Santa Helena. Ivar me observa asombrado, y me doy cuenta que estoy riendo en forma que a él debe parecerle inexplicable e inquietante. Hemos llegado a los primeros rápidos, casi imperceptibles. El motor ha tenido que redoblar su esfuerzo. Ése fue el ruido que me despertó. La lancha se mece y da tumbos como si se desperezara. Una bandada de loros cruza el cielo en una algarabía gozosa que se va perdiendo a lo lejos como una promesa de ventura y disponibilidad sin límites.

El soldado anuncia que pronto llegaremos al puesto militar. Creí sorprender una ráfaga de inquietud, de agazapada incertidumbre, en los rostros del práctico y del estoniano. Algo se va concretando respecto a estos dos compinches en alguna fechoría o socios en alguna empresa sospechosa. Aprovechando un momento en que el Capitán estaba pasablemente lúcido y los compadres conversaban en voz baja con el soldado, tendidos los tres en la proa y echándose agua en la cara para refrescarse, le pregunté al hombre si sabía algo al respecto. Me miró largamente y se concretó a comentar: «Terminarán bajo tierra uno de estos días. Ya se sabe de ellos más de lo que les conviene. No es la primera vez que hacen juntos esta travesía. Puedo arreglarles las cuentas ahora, pero prefiero que sean otros los que lo hagan. Son unos infelices. No se preocupe». Como buena parte de mi vida se ha perdido en tratos con infelices de pelaje semejante, no es preocupación lo que siento, sino hastío al ver acercarse un episodio más de la misma, repetida y necia historia. La historia de los que tratan de ganarle el paso a la vida, de los listos, de los que creen saberlo todo y mueren con la sorpresa retratada en la cara: en el último instante les llega siempre la certeza de que lo que les sucedió es, precisamente, que nada comprendieron ni nada tuvieron jamás entre las manos. Viejo cuento; viejo y aburrido.

Abril 12