LA VIDA DIFÍCIL
TRADUCCIÓN DEL POLACO DE
BOŻENA ZABOKLICKA Y FRANCESC MIRAVITLLES
ACANTILADO
BARCELONA 2020
TABLA
La revolución
La cara
Una charla sobre historia contemporánea
Por un nuevo fútbol
Denuncia
La profecía
La vida difícil
El Juicio Final
La cría
Volver o no volver
El artista
El triángulo
La vida espiritual, intelectual y artística
La praxis
La coexistencia
Caperucita
La Bella Durmiente
El sastre
El Conde
En un instante
Autorretrato
Conferencia
La venganza
Colt Python
El secreto
Galeona
Don Juan
La epidemia
Antropocentrismo
La visita
Mi amigo desconocido
En un medio de transporte
El guardián del jarrón chino
La rutina
Academia de ciencias
El lago
En la torre
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo... Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejo de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, ésa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.
En una sala enorme, tan enorme que hasta el grandioso escritorio situado en medio parecía allí un juguete, estaban sentados—precisamente en ese escritorio—dos hombres. La cara del hombre de detrás del escritorio aparecía inmóvil, hierática, pétrea. En cambio, la cara del hombre de este lado del escritorio era tan viva que daba la sensación de que lo abandonaría de un momento a otro para ponerse a recorrer todos los rincones, se pegaría al techo o saldría volando por la ventana, en el caso de que la ventana hubiese estado abierta. Hacía muecas y gestos y se comportaba como si tuviera vida propia, independiente no sólo de la voluntad de su dueño nominal, sino incluso de su cuerpo.
Éste, justamente, acabó de hablar, y la estatua de detrás del escritorio carraspeó y a continuación soltó la respuesta.
—Sí, nos alegramos mucho, nos alegramos, pero...
—¿Pero?
—Pero no es tan sencillo como le parece.
La cara saltó de una de las palmeras que decoraban la sala de audiencias, resbaló por el suelo de mármol y se sentó en el hombro de su dueño nominal.
—¿Por qué? ¿Acaso mi declaración no está clara?
—Su declaración está totalmente clara y nosotros, como ya le he dicho, nos alegramos mucho. Usted es famoso y nosotros somos fuertes. La fuerza siempre se alegra cuando la fama la apoya y le paga del mismo modo.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—De ciertas contradicciones. Por un lado, usted es un personaje tremendamente popular y su adhesión a nuestro movimiento, a nuestras ideas, a nuestra organización tendría para nosotros una gran importancia propagandística, pero por otro lado...
—Pero si lo que yo quiero es justamente afiliarme.
—... Por otro lado, precisamente es en su popularidad donde radica el obstáculo. Porque debemos considerar en qué consiste esta popularidad. Resulta que es usted el cómico más grande de nuestros tiempos, basta con que salga a escena para que todo el mundo se parta de risa, antes incluso de que abra la boca. Su misma cara hace que el público se carcajee. Usted es...
—Un payaso.
—No quisiera usar esta palabra, ya que su arte está muy por encima de un término tan corriente...
—Pero, ¿por qué? Yo soy un payaso y no me avergüenzo de ello. Es mi profesión, mi vocación y también mi grandeza. Soy un payaso y actúo en un circo. Pero mi arte, el circo... vosotros los apoyáis, ¿no es cierto?
—Por supuesto que los apoyamos, igual que apoyamos todo lo que es sano y popular. Pero, ¿cómo quiere usted que una persona cuya sola cara hace reventar de risa a la gente figure en las filas de nuestro movimiento, cuyos principios y objetivos son tan serios, tan terriblemente serios?
La cara saltó a la alfombra y se pegó a ella. Sin embargo, al no poder por su naturaleza estarse quieta, se retorcía en silencio.
—¡Pero si mis intenciones son serias!
—Sus intenciones serán tal vez serias, pero su cara no. Siempre se la relacionará con el chiste, la historieta; en una palabra, con el equívoco. Y nuestras ideas son unívocas. Absolutamente unívocas. Esa cara suya es su genialidad, y su genialidad se basa precisamente en intenciones poco serias. Lo único que el público espera de usted son intenciones poco serias y no habrá fuerza capaz de convencerlo de que tenga otras.
—Sin embargo, yo pienso en serio.
—Su importancia no estriba en lo que usted piensa, sino en lo que aparenta. Y su apariencia es tal, que su afiliación a nuestra organización sólo podría ponernos en ridículo, desacreditarnos. Y todo ello en contra de sus intenciones tan serias. Al verle a usted entre nosotros, bajo nuestras banderas; al escucharle a usted proclamar nuestras consignas, la gente dejaría de creer en la seriedad de nuestras consignas, de nuestras banderas, de nuestros principios y objetivos y de todo nuestro movimiento. Y se reirían de nosotros.
—Sería horrible.
—¿Lo dice en serio?
—Por supuesto.
—¿Lo ve? Yo mismo no puedo evitar la sospecha de que lo diga con ironía. Ya sé, ya sé que usted lo dice en serio, y sin embargo... No se preocupe, al fin y al cabo no es culpa suya, sino sólo de su cara. Que, por cierto, ¿dónde está? Hace un momento estaba aquí, en la alfombra...
—Ahora está en la araña de cristal, me parece...
Ambos miraron hacia arriba para comprobarlo y seguidamente se miraron el uno al otro.
—Eso es. Ya lo ve usted mismo. Usted está sentado aquí, frente a mí, mientras que ella está en otro sitio. ¿Acaso se puede tener confianza en una cara así? ¿Acaso puede usted hacerse responsable de su cara?
—No—contestó el payaso, afligido, y se encorvó—. No puedo.
—Así que—dijo el tipo de aspecto hierático levantándose—vuelva a su casa. Nosotros reconocemos su buena disposición y su gran entusiasmo por nuestra causa, pero debemos dejarlo así. Usted quedará bien dispuesto y lleno de entusiasmo, nosotros le estaremos muy agradecidos, pero su afiliación a nuestro movimiento es imposible. Simplemente imposible.
El afligido payaso hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.
—Ah, y otra cosa.
El payaso se detuvo en la puerta.
—No mencione a nadie su entusiasmo por nuestras ideas. Y tampoco diga a nadie que nos ha hecho una visita para solicitar el ingreso en nuestra organización. Yo mismo, si no fuera porque le creo, podría pensar que por su parte ha sido... una provocación.
El payaso escondió la cabeza entre los hombros.
—No, no, yo no pienso eso. Pero los demás, ya sabe usted que podrían pensar. Así que le pido discreción, la máxima discreción. En nuestro interés y en el suyo propio. Si su entusiasmo es sincero, guarde silencio sobre él. Sólo de este modo puede usted servir a la causa de la que se muestra tan entusiasta.
El payaso prometió discreción y la pesada puerta se cerró tras él. El tipo de aspecto pétreo se sentó y se sumió en la lectura de documentos importantes. Pero poco después algo llamó su atención. Levantó la cabeza de la superficie del escritorio y vio que algo se movía en el suelo junto a la maciza puerta de roble pulido. Era la cara, que intentaba pasar por la rendija de entre la puerta y el suelo para salir afuera. Todo en vano.
El tipo de aspecto pétreo dejó a un lado la pluma, se frotó las manos; a continuación cogió del escritorio un macizo pisapapeles de latón y empezó a avanzar hacia ella a hurtadillas y en silencio, en la medida en que se lo permitían las pesadas y lustradísimas botas de caña alta.
Nuestro general era famoso en el mundo entero, también entre los pueblos amarillos y negros, que aunque tengan el color de la piel tan extraño, piensan de forma justa y progresista, y son por ello pueblos hermanos nuestros. Nosotros los queremos y les enviamos regalos en abundancia, y ellos nos muestran su gratitud. Así, cuando últimamente les enviamos una fábrica de azúcar y maquinaria para la industria química, ellos nos mandaron un mono.
El mono fue entregado a nuestro general por su embajador durante una recepción de gala que contó con la presencia de la televisión. Al general los monos ni le gustaban ni le disgustaban, pero en su discurso dijo—para no quedar mal—que le gustaban y que se sentía conmovido, y que lo agradecía en nombre del pueblo, pues el mono nos sería sin duda muy útil. Por otra parte, hay que reconocer que el mono estaba de buen año, era grandote, y que, en fin, tenía todo lo que debe tener un mono. Sólo que no se sabía muy bien qué hacer con él.
Lo más sencillo habría sido llevarlo al zoo con la finalidad de contribuir a la instrucción y la educación científica de nuestra juventud, que observando al mono habría aprendido cosas sobre países lejanos y habría ampliado así sus horizontes. El general se mostró incluso favorable a esta solución, ya que se le conocía por su gran preocupación por la juventud; lo que ocurre es que, al ser el mono un obsequio de unos pueblos hermanos, un obsequio oficial y del más alto nivel, no podía quedar rebajado, esto es, traspasado del departamento de asuntos exteriores al departamento de educación. Y aparte de eso, un mono, sobre todo un mono extranjero, tiene que comer, mientras que en nuestro parque zoológico esto no siempre está tan claro. Los guardas son unos tragones, y no sólo se comen las patatas destinadas a los leones, sino que a veces se comen hasta el mismo león, y eso que un león, sobre todo famélico, tiene poco valor nutritivo y apesta a gato. En estas circunstancias, un mono del todo nuevo y todavía gordo no habría durado mucho.
También es verdad que se podía destacar hasta el zoo una división de infantería o dos, y hasta una división acorazada para mayor seguridad, a fin de que guardaran el orden y vigilaran que no le pasara nada malo al mono; pero nuestro ejército, aunque numeroso, tiene tantas misiones que cumplir y tantos lugares que vigilar, que aun contando con ayuda por parte de los países aliados, la realización del proyecto tendría que haberse aplazado hasta un futuro crecimiento de nuestras fuerzas y el fortalecimiento de nuestra capacidad defensiva. Seguro que llegará a realizarse, ya que nuestras fuerzas crecerán sin duda alguna, pero con el mono era preciso hacer algo en seguida. De modo que, aunque personalmente no le hacía ninguna gracia, porque al general no le gustaban las novedades (pues cada novedad trae consigo cierto desorden y el desorden era algo que nuestro general sencillamente no podía soportar), el general decidió que, mientras no se encontrase otra solución, el mono se quedaría en su casa, la cual gozaba de una situación céntrica y disponía a un tiempo de protección y comida.
Al mono se le adjudicó un cuarto en el ala izquierda del búnker, un cuarto muy limpito, como limpita era toda la casa del general, con una camita—a decir verdad, dura y estrecha, pero el general era un verdadero soldado y en su casa no había comodidades para blandengues—, con las obras completas de los clásicos del xismo y del ninismo en los estantes para que el mono no perdiera el tiempo, sino que estudiara y siguiera desarrollándose. También se le proporcionaron unos calzones, porque el general era muy pudibundo y no había nada que le disgustara más que el imperialismo y la visión de ciertas partes del cuerpo, aunque fueran de un mono. Hubo algunos problemas antes de que el mono aprendiera a ponerse y quitarse los calzones, y desgraciadamente tenía que quitárselos, pues ni siquiera el general fue capaz de conseguir que el mono dejara de hacer del todo sus necesidades naturales. El mono era duro de mollera, pero cuando se hicieron cargo de él dos pedagogos del departamento especial traídos a propósito junto con sus instrumentos científicos, progresó como por encanto. Hasta aprendió a abrocharse los botones, si bien le temblaban un poco las manos.
A pesar de todo, el mono seguía siendo un mono. Es decir, que con calzones o sin ellos, no paraba de hacer monerías y muecas; sencillamente no sabía estarse quietecito, lo cual enervaba sobremanera al general, a quien gustaba que la gente se estuviera quietecita en su sitio. Pero tenía miedo de perder de vista al mono por los problemas internacionales que eso pudiera ocasionar. Los pueblos que nos mandaron el mono podrían reclamarlo y, como se trataba de pueblos hermanos, era preferible evitar semejante complicación. Se dirigió, pues, pidiendo consejo, al Asesor, es decir, al representante de un país muy grande, también hermano y, aunque independiente de nosotros, situado tan cerca que no hacía falta salir de nuestro país para entrar en el de ellos, ni salir del de ellos para entrar en el nuestro. Ese país amaba a su general, es decir, al nuestro, como a sí mismo, y cuidaba de que el general estuviera a gusto. Confesó el general su preocupación al Asesor, a lo que el Asesor le contestó lo siguiente:
—De momento esperaremos y observaremos. Después de observar, le daremos al mono una medalla. Después otra mayor. Y una tercera, aun mayor que la segunda. Etcétera. Cuando el mono tenga ya unas treinta o cuarenta medallas, empezará a sudar, porque nuestras medallas son de oro macizo y pesan lo suyo. Y cuando empiece a sudar, cogerá un resfriado y se pondrá a estornudar. Cuando se ponga a estornudar, lo invitaremos a nuestro país para someterlo a un tratamiento médico.
Porque nuestros sanatorios son famosos en el mundo y los cuidados médicos, los mejores. Nadie los tiene así, ni siquiera vosotros. Pues bien, el mono seguirá el tratamiento, y después le haremos un entierro también de primera. El tratamiento y el entierro irán a nuestro cargo y serán del más alto nivel, nadie podrá reprocharnos nada. Así que paciencia, porque el método está probado y no veo aquí ningún problema, sólo es cuestión de tiempo, y tiempo no nos falta.
El general agradeció el consejo, porque era educado, sobre todo con el Asesor, y a partir de entonces soportó mejor las monerías, teniendo la seguridad de que el mono sería juguetón sólo hasta que le llegara su castigo.
Por otra parte, el mono tenía también sus lados buenos, aunque no fueran del gusto del general. A la hora de despachar, en el búnker central reinaba tal aburrimiento, que algunos de los coroneles saludaban con disimulado contento la diversión que al fin y al cabo les proporcionaba el mono. Cuando el general les leía de un papel sus pensamientos, ellos elevaban las miradas hacia arriba para captarlos allí, ya que se trataba de pensamientos muy elevados y en vano los hubieran buscado en el suelo, lo cual además no habría sido correcto. Entonces veían al mono columpiándose colgado de una lámpara del techo y haciendo mohínes. Sólo uno de los coroneles, de nombre Kasztanek, no se había percatado de que el mono era un mono, y pensaba que se trataba de un coronel más. Y como le era desconocido, pues no podía recordar haberlo visto anteriormente entre sus colegas, pensó que el tipo colgado de la lámpara sería un oficial adjunto para asuntos especiales, de paisano, es decir, más bien secreto, y por tanto le tenía—al mono—en una consideración aún mayor. «¡Qué cabeza!», le confesaba a su mujer con admiración. «Nunca dice una palabra, sólo escucha lo que dicen los demás. Anda con mucho ojo, se ve de lejos que es un estratega de verdad. Seguro que sabe algo, porque no dice nada. Ya verás como llegará lejos, muy lejos. Aún no se sabe cómo irán las cosas, ni quién está con quién, ni de qué va todo. Pero yo tengo buen olfato y siempre estaré de su lado, del de la lámpara, y seguro que saldré ganando.» Eso le decía Kasztanek a su mujer, y en las reuniones del estado mayor sonreía al mono con adulación, y una vez incluso se atrevió a hacerle un guiño de complicidad. Sin embargo, para su desconsuelo, el mono no le prestaba atención, pues se había prendado de un tal capitán Dolinski del departamento de propaganda. Le mandaba besos con una mano y se le sentaba en la falda, hasta que sus colegas se reían de él.
Dios sabrá qué veía el mono en ese Dolinski, que llevaba gafas y tenía unas orejas fláccidas. Tal vez eran precisamente esas orejas, parecidas a las de un murciélago, las que le podían recordar la jungla familiar, donde, como es bien sabido, hay montones de criaturas abominables, entre ellas también murciélagos. Pero tal vez se trataba sencillamente de que Kasztanek era cretino y Dolinski inteligente.
Como ya se ha dicho, el general era amante de la limpieza, tanto de la física como de la moral. Ordenó que cada soldado se lavase los dientes dos veces al año, y los del batallón de castigo tres veces. Él mismo también observaba escrupulosamente la limpieza. Continuamente se lavaba las manos y les pasaba alcohol, con lo que a sus ayudantes se les encogía el corazón de ver tanto alcohol desperdiciado. Por lo que respecta a las manos la cosa era fácil, pero mantener limpio el resto del cuerpo ya no era tan sencillo. Porque al general no le gustaba nada separarse del uniforme, y ¿cómo se puede uno duchar con el uniforme puesto? Sí, nuestro general y su uniforme formaban un todo, como si hubiese llegado al mundo ya uniformado. Dormía con un pijama de uniforme con distinciones, y la gorra de general, aunque rígida, no se la quitaba nunca. Pero para bañarse no había más remedio que desnudarse. Tanto las consideraciones de orden práctico como el respeto por el uniforme le obligaban a ello. En la vida de cada militarista, si además es amante de la higiene, tiene que llegar ese momento desagradable en el que el uniforme se separa del cuerpo y descansa en una silla, mientras el cuerpo se dirige a la bañera. Y puesto que el uniforme es para el cuerpo de un militarista lo mismo que el alma para el cuerpo del resto de los hombres, ése es, pues, para un militarista, el momento de la separación del cuerpo y el alma. Un hombre normal muere sólo una vez, pero un militarista muere tantas veces cuantas se baña.