LA MUERTE EN LA LITERATURA

Gonzalo Torrente Malvido

La irrupción de los libros en el amplísimo panorama de la historia de la humanidad supuso una difusión de los avatares de la existencia donde la muerte ocupará para siempre inmensas parcelas, iguales o incluso mayores que las dedicadas a la vida. La muerte natural, las muertes violentas, y las muertes casuales, absurdas, como la vida misma. No puede entenderse el fenómeno de la escritura sin la sombra de la muerte planeando sobre sus páginas: desde la Biblia a los Vedas o la literatura griega, desde los romances al Siglo de Oro español.

Sin la presencia de la muerte no tendríamos las páginas de Manrique, ni las de Petrarca, ni las de Garcilaso, ni las de Shakespeare, ni las de ninguno de los vértices de la geometría literaria universal: rusos, ingleses, franceses, españoles; todos ellos autores con la muerte al fondo de sus obras.

El tratamiento de la muerte, sin embargo, ha sido muy variado: desde la dramática griega hasta la shakespeariana, no obstante la común presencia de la daga; de Lucrecio a Garcilaso; de Chaucer a Maupassant; de Balzac a Dostoyevski. Múltiples maneras de considerar la vida a la sombra de la muerte o de considerar la muerte a la luz de la vida, desde las más diversas temáticas.

La presente novela de Carlos Salem, bajo una aparente envoltura de serie negra —título y tema—, va mucho más allá gracias a la constante ironía que sus páginas encierran, por la espléndida sencillez de su estilo y por el novedoso tratamiento de la muerte como mercancía.

Aquí el asesinato es un producto a cargo de una empresa cuya metodología de trabajo origina la trama por la que transitan los personajes. Personajes que resultarán estar ligados, por unas u otras razones, al protagonista y narrador, Juan Pérez Pérez, eficaz asesino de la empresa, pero también un hombre corriente al filo de los cuarenta años, ex marido y padre lleno de dudas. ¿Lo han enviado allí para «despachar» a alguien, como es habitual, o en realidad es él quien será despachado? Todo ello en el marco de un camping nudista, en el que poco se puede esconder, pero se oculta, como siempre, lo más importante. No es casual que por este ámbito desfilen, sin ropas pero vestidos con sus propios motivos, diferentes aspectos y personas del pasado de Juan, y también de su incierto futuro. A la hora del balance y tal vez de su propia muerte, todo hombre está desnudo.

Con una trama en ocasiones vertiginosa y en tramos más pausada no obstante el ritmo de constante sorpresa que marcan los personajes y los acontecimientos de principio a fin, Matar y guardar la ropa marca un hito en el entendimiento literario del asesinato y de la novela negra, al tiempo que señala una modalidad de ficción insólita en el tratamiento estético y necesaria en la novela en general.

Gonzalo Torrente Malvido (Ferrol, 1935) ha publicado una vasta obra narrativa en la que destacan las novelas Hombres varados, finalista del Premio Nadal 1961; La raya, Premio Café Gijón 1963; La balada de Juan Campos o Tiempo provisional, Premio Sésamo 1969. Siempre ha mostrado interés por el género negro, y en este campo ha logrado libros memorables como Introducción al crimen de la herradura o Teorema del mal.

Los espejos del ascensor nos repiten, creando a partir de los cuatro pasajeros una multitud de clones. Es un ascensor moderno, como el edificio, y hace un momento, cuando subimos el hombre del traje azul y yo, en la planta número catorce, se me antojó un truco de feria, un truco cruel, porque en lugar de deformarnos, la óptima calidad óptica de los espejos nos mostraba con precisión. Y eso duele.

En el piso doce se detuvo el impulso muelle y entraron esta mujer y su fotocopia reducida, la misma altivez repetida en estaturas diferentes. La Madre (porque es una Madre con mayúsculas) se ocupa de aleccionar a la niña sobre lo que debe y no debe hacer cuando vienen a ver a papá a su despacho. Alarga la palabra despacho tras mirarme, porque lo que ve ratifica mi condición de probable subalterno del respetado papá. Ve a un hombre cercano a los cuarenta, con un bigote anacrónico y el pelo estirado para ocultar la posible calvicie. Un hombre algo encorvado, como esperando el próximo golpe o reponiéndose del último.

Nada patético.

Sólo banal.

Un hombre que podría ser guapo si en lugar de esa expresión bovina y amable mostrara un poco de fiereza, algo de ambición, una chispa de felicidad.

Visto un traje gris no muy gastado. De hecho, sólo me lo he puesto una docena de veces. Pero se ve como yo, ablandado prematuramente. Por eso la Madre, que se alarma porque la niña ha olvidado algo en el despacho de papá, me mira como diciendo que mi fatiga mediocre de previsible empleado de alguna de esas empresas, no es nada en comparación con lo que tiene que hacer una Madre. No oigo sus palabras, pero el hombre del traje azul, el otro hombre, sacude la cabeza caballeroso y detiene el ascensor con un gesto que no depende tanto de su dedo en los botones como de la autoridad que emana. Vuelve a manipular y subimos.

No me ha consultado.

No hace falta.

Él nunca consultará nada y el oro de sus anillos y el reloj y el llavero del Mercedes avalan sus decisiones.

Otra vez la planta catorce. Madre e Hija salen tras agradecer al señor e ignorar al invisible.

Volvemos a bajar. El hombre de azul saca un puro y lo enciende. No me consulta. No hace falta. Se limita a dispararme desde el espejo un gesto cómplice de que estamos entre hombres, retoca sus gemelos de oro y disfruta del humo. Yo también. Admiro el encendedor (de oro, claro) que se ha quedado en su mano para que yo lo pueda admirar, mientras abre y cierra la tapa con simplicidad ensayada. Hago al espejo un gesto hacia el mechero. Es una pregunta y él aprecia mi timidez y el respeto de mi ademán. Asiente apenas. Meto la mano en el bolsillo y él adelanta el mechero para darme fuego como si me diera una bendición. De reojo mira su habano, especulando qué tabaco barato sacaré del bolsillo. Supongo que apuesta con su mente sobre una u otra marca, como apostará en los casinos, dejando llover la fichas sobre el tapete. Se decide por la marca más barata de cigarrillos rubios, estoy seguro, y se prepara para que su expresión no traduzca misericordia. Puede que incluso considere la posibilidad de mejorarme ofreciéndome uno de sus habanos. Se advierte que está satisfecho, de sus negocios y de sí mismo, del mundo que funciona como debe para las personas con cuna y posibles, necesariamente pocos en cantidad pero ricos en calidad. Por eso se asombra cuando ve que el mundo no funciona ya como debe, y que en lugar de un paquete de tabaco barato saco del bolsillo la pequeña pistola negra, alargada por el falo del silenciador, le apunto a la frente y disparo.

Dos veces.

Se mira al espejo y presta más atención a su aspecto en general que a los agujeros rojos y gemelos en su frente.

Después muere.

Detengo el ascensor en la planta número tres. Las oficinas de ese piso están en obras y es la hora de la comida. Como advertían mis instrucciones. Agradezco al hombre caído la exactitud de los hábitos, y a la Madre el olvido que me evitó tener que poner en práctica la fase B. Esperar hasta la noche para abordarlo cuando volviera del club hubiera aumentado el riesgo y consumido un tiempo que no tengo.

Bajo y dejo el pie calzado con zapato caro para impedir que se cierre la puerta del ascensor. La puerta empuja. El pie del hombre baila con el aire. Bajo por las escaleras con aire jovial, hasta la planta baja. Como vaticinaban mis instrucciones, ha cambiado el turno y el guardia de la recepción es uno diferente del que me vio subir. Yo también soy diferente, con la chaqueta sobre el hombro y el pelo revuelto, un joven ejecutivo prometedor, acaso uno de los genios de la informática que reinan en todas esas empresas de los pisos superiores y cuyo nombre acaba en punto com. El bigote anticuado viaja en mi bolsillo, junto a la pistola.

Saludo al guardia y salgo a la Castellana.

El sol baña Madrid. Pienso en la Madre del ascensor y en que su llegada estuvo a punto de obligarme a hacer horas extras. Pero la mujer tenía razón. Lo mío no tiene mérito.

Ser un asesino a sueldo es fácil. Lo difícil es ser padre.

Dos llamadas impostergables.

Una es rutinaria.

La otra me aterra.

Respetar las prioridades: primero lo secundario. Busco una cabina. No cualquier cabina. Esa cabina, la que figura en las instrucciones. En los barrios elegantes, que es donde menos necesarias son, siempre encuentras cabinas que funcionan. Una chica joven habla con otra y le narra conquistas y aventuras. Es una chica guapa. Cuando llega el verano, Madrid se llena de chicas guapas. Me mira de reojo y le gusto. Vaya. Un descuido. He olvidado cambiar a Juan Pérez Pérez, Juanito, y me quedé con el aspecto de Número Tres. En cierto modo, es lo justo. Hasta que no informe, sigo siendo Tres. Y llevo bastante tiempo sin que una chica guapa me mire así. Prolonga la conversación, consciente de mi proximidad, y lleva la narración a terreno más escabroso. No es grosera, aunque utiliza las palabras más fuertes como si hablara de objetos domésticos. Me entero de que un tal Tony tenía una polla notable (sí, dice notable), pero que no la sabe usar y aguanta poco, aunque cualquier cosa es preferible al tedio programado de Teddy (es lógico que un tío llamado Teddy provoque el tedio, me digo), que sólo se pone si antes se atiborra de pastillas. Y una no está tan mal como para depender de la farmacia para que te follen bien, ¿no? Esto último lo dice mirándome a los ojos y niego con la cabeza: ella no necesita esas muletas, le sobra con lo que tiene.

Corta y duda un instante. Acaso espera que me acerque o diga algo. No lo hago. Sería un error. Me disculpo con mi mejor sonrisa y acompaño con la mirada su marcha triunfal, porque es lo que espera de mí y porque se lo merece. Lo siento por Teddy.

Marco.

Es mi número.

Sólo mío.

Cuando suene al otro lado, ella descolgará y dirá:

—Buenos días, Tres —con su voz educada y sinuosa. A veces me pregunto si sabrá de qué nos ocupamos y que cada vez que llamo para preguntar por Número Dos, informo que alguien ha muerto.

No lo sé. Ni puedo preguntárselo.

No procede. No conviene.

No es seguro.

Además, esta vez no es ella quien responde, sino la voz espesa y lenta de Número Dos.

—Hola, Tres. ¿Todo en orden?

—Hola, Dos. Pedido entregado.

—¿Sin reclamaciones?

—Al menos, a mí, el cliente no me ha dicho una palabra…

—No juegues, Tres. No tiene gracia. ¿Todo según lo previsto?

—Así es. Y esta tarde me voy de vacaciones.

—Respecto a eso… Tenemos un problema.

—Lo tendrás tú. Yo me voy de vacaciones. Esta tarde. Es lo acordado.

Número Dos carraspea, como si alguien más oyera la llamada. Y no me extrañaría. En todo caso, su voz deja traslucir cierta vacilación. Y eso es extraño. A Número Dos lo parió una nevera. Y en invierno. Se dice que en el Polo. No sé en cuál de los dos polos.

—Sabes que no te pediría esto, Tres, pero…

—De ninguna manera —le corto con firmeza—. No puedo. Esta tarde salgo para la costa y es imposible cambiarlo.

—Déjame que haga unos arreglos y vuelve a llamar en media hora.

—Vale.

Cuelgo con demasiada fuerza. No debo enfadarme. Sólo resistir. Miro alrededor y veo que, en una terraza cercana, la chica que lamentaba la tediosa polla de Teddy me sonríe detrás de una copa de Campari. Sonrío. Me hace falta. Puedo tomarme esta media hora bebiendo algo rojo y fuerte con la chica, decirle que me llamo Tony y concertar una cita a la que no acudiré.

Pero tengo pendiente una llamada peligrosa. Y debo hacerla. Marco. Saludo. Me identifico.

—Ah, eres tú —lamenta la voz de Leticia—. Espero que no me salgas con ningún cambio de planes, Juanito.

—Lo cierto es que…

—¡Nada, esta vez, no! Esta noche vienes a buscar a tus hijos y te los llevas un mes de vacaciones, para que crean que tienen un padre. Y si me dejas colgada, no volverás a verlos. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo, Leticia. Pero sólo se trataría de un día o dos…

—Ni media hora. Tengo planes, ¿sabes?

—Huelo a hombre…

—Eso. Un hombre. Uno de verdad. Y salimos esta noche.

Todo el mes.

—Vale, vale. ¿Cómo están los niños?

—Locos de felicidad porque pasarán el mes más excitante de su vida con el padre fantasma más aburrido del mundo.

—No siempre te aburrías conmigo.

—Eso era en otra época, Juanito. Cuando tenías ambición y sabías decir que no. ¿Qué te ha surgido ahora, un pedido urgente de pañales para un hospital de Barcelona, o una partida de compresas para Asturias?

Se burla. No recuerdo cuándo empezó a burlarse de mí.

—No te preocupes, Leticia. No arruinaré tus vacaciones eróticas.

—No puedes, Juanito. Ya no. A las nueve. No lo olvides.

O haré que lo recuerdes toda tu vida.

Cuelga. Lo veo todo rojo. Rojo Campari.

La chica se llama Montse o miente como yo, que ahora me llamo Tony y soy ejecutivo de unos grandes laboratorios. Divorciado y de Valladolid, ya que ella es diseñadora y de Bilbao. Esta noche estoy libre y ella es libre cada noche. Juego un poco y le digo que Madrid, en verano, me parece tedioso. No lo pilla enseguida. Tarda casi un minuto y eso excede mi límite. Incluso con esas piernas. Nos citamos a medianoche en un bar de Huertas y ella se aplica en dibujarme el plano que tiraré dentro de un rato a cualquier papelera.

Me despido porque tengo que llamar y se extraña de que no use teléfono móvil.

—Tengo. Pero no me gustan demasiado —digo—. Suenan cuando menos te lo esperas.

Ella sonríe como si fuera una insinuación sexual. Se aleja contoneando caderas y esta vez la miro por cortesía.

El Número Dos parece aliviado:

—Todo en orden, Tres. Márchate tranquilo pero llévate el móvil.

—Y el bañador.

—Eso, tú mismo. Pero no olvides incluir el muestrario en tu equipaje. Puede que te necesitemos.

El muestrario es una maleta con dos armas diferentes: una larga y otra corta. Con silenciador. Y todos los accesorios y juguetes mortales que la Empresa pone a nuestra disposición para entregar los pedidos.

No son las vacaciones que esperaba. Nunca lo son.

Los niños duermen en el asiento trasero. Hemos comido en una hamburguesería de las que se anuncian en la tele, lo certifica la cantidad de juguetes y cosas de cartón colorido que pueblan el coche. Salimos de Madrid por una carretera llena de curvas y ellos duermen.

Leti cumplirá quince años este verano, no recuerdo en qué mes. Se parece a su madre y me hace sentir incómodo.

Antoñito tiene diez y Leticia arruga la nariz cuando dice que se parece a mí.

A veces creo que me odian. O que me ignoran.

Prefiero eso. Todo el mundo me ignora. Ignora quién soy y eso está bien.

Es el primer verano que pasaremos juntos en dos años. Desde el divorcio. Leticia se los llevó como dos maletas más. Y no luché por ellos. No hubiera sabido.

Ahora duermen, derrotados por el paseo, y el coche avanza cargado de maletas y bultos, escenificando el modelo de familia media que aprovecha la noche para viajar hacia el mar evitando aglomeraciones.

El móvil, en el asiento del acompañante, intenta hacer el papel de Leticia.

Por lo menos a él lo puedo apagar.

No puedo. No debo. El cable que lo une al encendedor del coche representa un cordón umbilical que me ata a lo que no me importa ser el resto del año, pero este mes no, este mes de vacaciones en el mar y con los niños.

Y en tiendas de campaña. Se han empeñado en ir a un camping, no les importa cuál, pese a que pude alquilar una casa o una cabaña junto a la playa.

Tiendas de campaña. Dos. Leti se empeñó, porque planea que vuelva a casarme pronto y dice que es mejor que duerma en mi propia tienda, por si te sale una novia.

Antoñito pensó en protestar pero luego calló. Le hacía ilusión dormir conmigo, pero le faltó valor para desafiar a su hermana.

Me recuerda a mí, cuando yo no era yo.

Un cigarrillo, la carretera por delante y ninguna prisa.

Disfrutar de la soledad.

En este oficio lo peor y lo mejor es la soledad.

No te cruzas con muchos asesinos a sueldo en la cola del pan. Por eso mismo, cuando te toca trabajar con compañeros, suelen buscar las confidencias. Si tú fuiste el que liquidó a tal, o qué opinas del patinazo del Número equis en el caso cuál. Qué tipo de armas prefieres y cómo empezaste en esto. Por eso me gusta trabajar solo. De cualquier modo, es inevitable tener datos, caras e historias que quisieras olvidar pero conviene tener en cuenta.

Por si un día vienen por ti.

Y de todos los del oficio que conozco, soy el único que llegó hasta este trabajo por culpa de su mala puntería.

Tony era más que mi amigo. Era mi hermano. Hermano pequeño, aunque teníamos la misma edad y celebrábamos juntos los cumpleaños. Lo hacíamos todo juntos y juntos seríamos piratas. La vida, con catorce años, consistía todavía en decidir si serías pirata o astronauta. Casi todos los niños querían ser astronautas, pero Tony y yo seríamos piratas. Tanto piratas como astronautas nos masturbábamos ya con entusiasmo, pero manteníamos intactos los sueños infantiles.

Él sería mi primer oficial, aunque Tony prefería definirse como segundo de a bordo. Lo que estaba claro es que yo sería el capitán. Teníamos un parche en nuestro refugio, un parche flamante de piel legítima, comprado con nuestros ahorros en una tienda de disfraces. En el refugio mirábamos mapas de los mares y soñábamos con nombres de la China. Ahí todavía quedaban piratas y el problema era el idioma. Pero Tony se había ofrecido para estudiar chino y se ocuparía de eso, como yo lo haría del timón.

Era bajo y frágil, tímido. Y un torpe para las actividades físicas.

Yo era alto y desenvuelto, como un capitán pirata. En el instituto destacaba en todo y los demás asumían con naturalidad mi condición de líder. Por eso era previsible que aquella mañana, o cualquier otra, Soriano, el más fuerte del instituto rival, viniera a desafiarme. Dudé un momento, porque supe que me daba igual pelear o no pelear con él, olvidar su cara o romperle la cabeza con una roca. Esa sensación me desconcertó y Tony interpretó mi vacilación como miedo. Y se interpuso y le dijo a Soriano que él no era tan importante como para pelear conmigo y que lo esperaba esa tarde en el solar abandonado detrás del instituto.

No pude evitarlo. Sólo espantar a los pocos curiosos con un gesto amenazador. Al volver a casa, Tony no habló del asunto, supongo que no quería avergonzarme. Yo estaba furioso, porque a un capitán pirata nadie le roba los duelos. Pero tenía que salvar a Tony. Tracé un plan y esa tarde, antes de la hora del desafío, me colé en nuestro refugio secreto y rescaté el parche de piel y la resortera «espacial». Era preciosa. Nos había costado meses de ahorro y mentir cines y otras salidas hasta reunir el dinero. Pero valía cada billete. Era japonesa, de acero inoxidable. Tenía un artilugio para encajarla en el antebrazo y las tiras de goma eran huecas, como las de los fonendos. Era nuestro arsenal.

Me oculté en una loma a cincuenta metros del lugar y espere.

Tony no tenía nada que hacer con Soriano, pero yo sabía que pegaría primero. Siempre lo hacía. Era rápido y te sorprendía, pero luego no remataba la faena, le faltaba rabia para seguir. Yo sentía esa misma falta de rabia cuando peleaba en los recreos, pero en mi caso me volvía más peligroso. Tony perdía todas las peleas pero pegaría el primero.

Mi plan era simple: esperaría el golpe de Tony, y cuando retrocediera y Soriano fuera a pegarle, yo dispararía. Al cuello o a la cabeza. Lo suficiente para atontarlo y que Tony tuviera una oportunidad. Se lo debía.

Llegaron casi al mismo tiempo. Tony miraba a los costados, acaso esperaba que apareciera en su auxilio. Se pusieron en guardia y estaban muy cómicos. Yo me bajé el parche sobre el ojo izquierdo y apunté. Tony sorprendió a Soriano con un golpe en la cara, no muy fuerte, y otro en el pecho. Soriano se tambaleó y Tony retrocedió. Tensé la goma y apunté mejor. Soriano se preparó a saltar sobre Tony y él, en lugar de hacerse un ovillo, como siempre, saltó hacia delante. Se movían abrazados y Tony no podría aguantar mucho más. Apunté otra vez y la piedra voló.

Tony cayó, llevándose una mano a la cara. Soriano salió corriendo.

Enterré la resortera en la arena y me quité el parche. Di un largo rodeo y llegué hasta Tony como si viniera de mi casa. Lloraba. Se agarraba el ojo izquierdo con la mano. La quité y lo que vi fue una masa roja. Le tapé el ojo con el parche y lo llevé hasta el hospital.

Perdió el ojo. Y yo perdí el parche. Ya no sería un capitán pirata. No sería nada. A Soriano lo echaron de su instituto, y durante toda la convalecencia Tony me contó que estuvo a punto de ganarle la pelea. Se entusiasmaba y sonreía, con el parche cubriendo su ojo como una medalla.

Meses después se fue del barrio y no volví a verlo hasta diez años más tarde.

Yo me oculté en mí. Dejé de brillar, dejé de pelear, dejé de estar.

En secreto, me entrenaba con la resortera, y luego con un rifle de aire comprimido y luego con armas de verdad. Llegué a tener una puntería envidiable. No me importaba. Tenía la certeza de que cuando estuviera en juego algo importante, volvería a fallar.

Participaba en torneos lejos de mi pueblo, con nombre falso, sólo para recordar quién era. Pero en mi pueblo era un chico del montón, un poco tímido y silencioso. Mi madre a veces me miraba con ganas de preguntar algo, pero luego callaba.

Nunca supo de mis éxitos en otros pueblos, porque tiraba los trofeos a la basura antes de volver a casa.

Yo era Juanito, el chico de los Pérez.

Y lo fui hasta que cinco años más tarde, cerca de Madrid, mientras celebraba borracho un nuevo trofeo, Leticia me dijo que yo tenía pinta de capitán de barco pirata.

Suena el móvil. Odio ese aparato. Atiendo sin dejar de mirar la carretera. Los niños se quejan en sueños.

—Lo siento, Tres —dice Dos, y no lo siente una mierda—. Tienes que hacerlo. Al menos en parte. No me digas nada, sé que vas con tus hijos y no te fastidiaré las vacaciones.

¿De acuerdo?

Digo algo y no sé qué es, porque me congela saber que sabe de los niños. Pero era lógico. Lo saben todo. O casi. Él sigue, conoce cada palabra que dirá:

—Te ibas de acampada a Valencia, ¿verdad? ¿Qué más te da ir a Murcia? Al fin y al cabo, todo es costa. Hemos reservado plaza en un camping de lujo y todo lo que tienes que hacer es marcar al cliente, ver lo que hace y avisarnos si ves algo raro.

—Pero yo no…

—No. Tú no entregarás este pedido. ¿Conforme? Se hará cuando él se marche, a varios kilómetros de ahí, nada que te relacione.

No puedo negarme. Pero temo que todo sea una treta y dentro de un par de días me pida que lo haga yo.

Necesito saber.

Pregunto, aunque no es lo adecuado:

—¿Quién lo hará?

—Trece. Se ofreció voluntario.

—Es un chapucero. Disfruta. Ya sabes.

—¿Prefieres hacerlo tú?

Me da las señas del camping, cerca de Cartagena, y un número.

Es la matrícula del cliente. Cuando te dan la matrícula es que tienes que cargarte al conductor. Me parece que Dos paladea mi incomodidad, aunque dudo que sepa lo que es disfrutar de algo. Me informa:

—Está todo pagado, desde luego. Diviértete. Felices vacaciones.

Cuelga.

No necesito apuntar el número de la matrícula.

Lo conozco de memoria.

Yo pagué ese coche.

Es el coche de Leticia.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa, chaval —me decía siempre el viejo Número Tres.

A su modo, me quería. Pero era un modo de mierda. Él me enseñó el oficio, después de reclutarme.

Él me explicó que se mata mal cuando dudas, porque las balas lo saben.

Había matado a tanta gente que cuando le tocó a él, sus últimas palabras fueron para puntuar la eficacia del asesino.

—Nueve puntos con cincuenta —dijo. Y murió. Lo sé porque yo lo maté.

A veces lo echo de menos.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre. Se burlaba de unos prejuicios que yo nunca expresaba. Pero el viejo Número Tres era un perro viejo y no se le escapaba nada:

—Matar, mata cualquiera, Treinta y tres. Lo difícil es el equilibrio. Los que gozan matando, los que se empalman cuando matan, no son buenos, porque comprometen sentimientos, ¿entiendes? Empalmarse es un sentimiento…

—Querrás decir que es una sensación…

—Quiero decir un sentimiento. Cuando yo me empalmo, mi mujer se pone a llorar, Treinta y tres.

Me llamaba Treinta y tres, supongo que ese era mi número entonces en el escalafón de la Empresa. Aunque en ocasiones pensaba que era una broma cruel por mis pretensiones frustradas de ser médico.

No llegué a eso.

Cuando conocí a Leticia, me enamoré de su alegría, de sus ganas de vivir.

Y de su culo. Me encantaba cómo reía su culo.

La conocí una noche, en una pelea en una discoteca. Yo estaba borracho y solo, aunque como había ganado el campeonato de tiro al blanco, me rondaban varias chicas del lugar. Me pasaba algo extraño. Hervía por dentro. Supongo que eran las hormonas. Por primera vez en mucho tiempo, ganar me había enardecido, aunque no lo demostraba. Bebía. Miraba a la gente. Bebía más. No vi llegar a Leticia ni al rubio. El rubio también estaba borracho pero además venía furioso. Era la promesa local para el campeonato de tiro, pero se alteró tanto cuando vio que lo superaba con facilidad que falló varias veces y acabó sexto. Ser sexto jode cantidad. Le gritaba a la chica del culo sonriente. Le retorcía el brazo y le volvía a gritar. Y los que estaban alrededor miraban hacia otro lado. De pronto, la barra de la discoteca fue la cubierta de una goleta y el rubio un oficial odioso, seguramente inglés. Le agarré una mano y lo hice girar. Me miró, burlón. Yo seguía sentado en mi taburete. Le pegué desde abajo y voló hacia atrás. Vino hacia mí uno de su grupo y le pateé las pelotas. Vino otro, tropecé, y me abracé a él para no caerme. Estaba bastante borracho. Las fuerzas se equilibraron porque algunos se pusieron de mi parte y se armó una gran pelea. Leticia dice que yo reía como un corsario y volaba de un lado a otro, repartiendo golpes y botellazos.

Eso lo decía antes, cuando me contaba la pelea.

Hace años que no recuerda esa pelea.

El resto fue menos nebuloso. La policía que llegaba y ella que me sacó de allí y la casa de una amiga donde hicimos el amor por primera vez, por segunda vez, por tercera vez, hasta perder esa noche la cuenta de las veces. Por momentos me parecía que todo se movía un poco alrededor. Pero es lo que se siente cuando estás en alta mar y con las velas desplegadas.

Leticia era hija de la eminencia del pueblo.

Un cirujano célebre que mantenía la consulta local por motivos sentimentales, pero que trabajaba en los mejores hospitales de Madrid.

El rubio al que le partí la cara era su novio y estaba en segundo de Medicina.

Llegó a ser un neurocirujano conocido.

Yo me quedé en visitador médico.

O algo así.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres—. Los que matan y luego se lamentan son como esas putas que lloran después de haber cobrado. Para matar bien, hay que olvidarse de todo menos de la bala. El blanco es móvil, vale, pero es un blanco. Si te pones a pensar que tiene familia y todo eso, acabas errando el tiro y lo jodes más, porque tarda en morir o lo tienes que rematar. Lo mejor es dejarse de chorradas, apuntar y, ya que te vas a cargar al tío, hacerlo rápido y bien.

—¿En qué fallo, yo? —le preguntaba.

—En nada, chaval, eso es lo malo. Matas bien, le atinas a una mosca en los cojones a cien metros. Pero yo te veo la cara en el momento en que vas a disparar. Y veo que en ese momento te sientes otro, como si no fueras tú el que jala el gatillo. Eso te puede joder, Treinta y tres. No se puede matar y guardar la ropa. Apuntas. Piensas: voy a disparar y él va a caer y no se levantará. Y luego disparas. Entonces cae. ¿Ves qué fácil?

Cambiar de ciudad es lo mejor si quieres ser otro diferente del que eres. O volver a ser el que pudiste ser. Dos meses después de conocer a Leticia yo vivía en Madrid y estaba matriculado en Medicina. Era fácil. Había vuelto a ser el chico brillante y admirado o algo así. Caía bien a los profesores, a los compañeros, hasta al padre de Leticia.

—Este joven llegará lejos —dijo cuando me conoció. El padre de Leticia no regalaba elogios. Nunca.

Mis calificaciones eran buenas y yo quería creer que lo de la Medicina iba conmigo. Que estaba hecho para eso.

—Hay gente destinada a salvar vidas y tú eres uno de ellos —me dijo el padre de Leticia cuando acabé primero de carrera.

Si él supiera.

En segundo se confirmó mi condición de joven promesa y el padre de Leticia aconsejó que nos casáramos, que él financiaría mi carrera y la de ella, y que era una pena que un chico tan brillante tuviera que trabajar en lugar de centrarse en los estudios.

—Considéralo una inversión —dijo.

En tercero y cuarto coseché matrículas de honor y en quinto dejé la facultad y entré a trabajar en unos laboratorios, como visitador médico. Acababa de nacer la niña, y Leticia me miraba buscando en los espejos la sombra del capitán pirata del que se había enamorado.

Yo volvía a ser el apocado, el del montón, el que la Madre vio esta mañana en el ascensor de un edificio de la Castellana.

Habían pasado diez años desde el solar abandonado detrás del instituto.

Había vuelto a encontrar a Tony, en la Facultad de Medicina.

Llevaba un parche en el ojo.

Juraría que era el mismo parche.

—A ti lo que te pasa es que te gusta matar y guardar la ropa —me decía siempre el viejo Tres. Yo sabía que era un borrachín y un putero. Y que era el mejor asesino que hubo nunca.

Pero no sabía que fuera un jodido adivino.

Porque hemos llegado a destino, falta poco para que amanezca, y el camping al que me han mandado para que vigile la muerte inminente de Leticia es un camping nudista.

Los niños duermen como ángeles. Esperaré a que amanezca, aparcado junto a la entrada. Desde aquí, el camping parece un paisaje en sombras de gigantescas setas coloridas. Juraría que se oyen los ronquidos acompasados de los gnomos naturistas que habitan las tiendas. ¿Dormirán en pelotas los nudistas? Encaja en el estilo de Leticia traerse a su nuevo amor a un camping nudista de cinco estrellas.

¿Cómo será él?

Como era yo, supongo. Aunque no recuerdo bien cómo era.

De hecho, ella me habló alguna vez de este sitio, o de uno parecido, cuando estábamos juntos. Encaja en su estilo.

Lo que no encaja en el estilo de Leticia es que alguien quiera matarla.

Alguien que no haya estado casado con ella, digo.

Ni que ese alguien consiga la atención de una empresa como la mía, sea cual sea.

No matamos a cualquiera.

Y no somos baratos.

Siguen durmiendo y puedo fumar empujando el sol con el humo, apoyado en el morro del coche. Tiene que ser un error. Eso, un número equivocado en la matrícula que Dos me dictó. Aunque el modelo y el color del coche coincidían. Y Número Dos no se equivoca. ¿Una broma macabra, tal vez? Imposible: el Dos no sabe lo que es una broma. No tiene sentido del humor ni del amor. Nunca nos hemos visto cara a cara. Yo siempre trataba con el viejo Número Tres, hasta que Dos me llamó y me encargó matarlo. A veces imagino su cara, su aspecto, y lo veo escueto, seco, con cara de palo y brazos de rama. Sin raíces. Un árbol de la muerte, un contable de bajas que reportan dinero y un almacén lleno de asesinos eficaces esperando la orden. Creo que estas muertes no son para él más que entregas de pedidos, cantidades para el balance, sin sangre, ni dolor ni llanto.

El Número Dos nunca hubiera aprobado lo del parque del Retiro.

Aunque eso fue lo que me puso en el camino de su organización.

Si no hubiera sido por el parche, aquella mañana en la Facultad no hubiera reconocido a Tony. Habían pasado diez años desde que lo perdí de vista y de pronto estaba ahí, con veinticuatro años y gordo como una bola. Eso me extrañó. Cuando éramos niños, juramos no engordar jamás y no admitir en nuestro barco a ningún tripulante gordo. No me sorprendió hallarlo en Medicina, porque además de primer oficial de mi barco pirata, de pequeño Tony soñaba con ser médico.

—¿Quién iba a confiar en un cirujano tuerto y gordo? —dijo aquella vez, hace casi quince años.

No estudiaba allí. Tony trabajaba para una multinacional que surtía de material sanitario e higiénico a hospitales, ministerios y universidades de toda Europa. Lo contó sin amargura. Él vendía las servilletas de papel con las que se limpiaban los morritos las niñas pijas de cinco facultades, y el papel higiénico con que acariciaban sus culitos que Tony nunca podría tocar.

Lo invité a comer y seguimos hablando y bebiendo hasta la noche. Leticia había dejado la facultad ese año, después de nacer la niña, y pasaba unos días en la casa de campo de sus padres. Yo planeaba acelerar mi carrera presentándome por libre a varias asignaturas anticipadas.

Tony me felicitó por la paternidad y celebramos el reencuentro.

Estaba jodido, muy jodido. Y al mismo tiempo se lo veía radiante.

Era y no era el Tony de siempre. Un Tony al cuadrado.

Esa noche, cuando íbamos por el sexto whisky, me lo contó:

—La idea llegó hace cinco años, cuando murió mi abuelo, ¿lo recuerdas? El pobre agonizó durante meses. Y lo que más lo humillaba no era la espera, sino la indefensión, el ridículo cuando tenía que ir al baño. Odiaba esos artilugios que te colocan en los hospitales, decía que ya que iba a perder la vida, por qué coño le quitaban también la dignidad. Y me hizo prometerle que inventaría algo más práctico. Yo siempre fui un manitas para las cosas mecánicas, ¿te acuerdas? Y le di vueltas al asunto durante años. Hasta que todo encajó.

Brindamos por eso.

No lo entendí muy bien, aunque me dibujó unos diagramas en servilletas de papel. Era como un váter químico pero hermético que el enfermo podía manejar sin ayuda. Lo novedoso era el tamaño reducido del artefacto, su forma discreta y el proceso de destrucción de las heces y lo demás. Era ecológico y terriblemente barato. Se le iluminaba la cara al hablar de su invento. Se acabarían los problemas para los ancianos y enfermos, y todo gracias a su abuelo. Porque Tony había patentado el dispositivo incluyendo el nombre de su abuelo:

—¡Todos los viejos del mundo podrán tener su Teo-doro!

El abuelo de Tony se llamaba Teófilo.

Brindamos por el Teo-doro. Y en la copa número diez, ¿o fue en la doce?, se derrumbó. Estaba perdido y asustado. Para realizar el prototipo de su invento pidió el apoyo de su empresa y se lo negaron. Recurrió a un prestamista que, de pronto, tenía urgencia por cobrar y era un tipo peligroso, lo había amenazado de muerte. Además, de pronto, su empresa le quería comprar el invento por una buena suma.

—Asunto resuelto, entonces —dije—: vendes, pagas y te sobra una pasta para instalarte por tu cuenta. ¡Brindemos por eso!

—No entiendes, Juan. ¡Quieren comprar la patente del Teo-doro para impedir que se fabrique! Como es barato y duradero, se les acaba el gran negocio de los hospitales, la renovación de material cada año, todo eso…

Sentí pena por Tony.

Y supe que tenía que hacer algo por él.