John Steinbeck
El autobús perdido
Traducción de
Federico y Antón Corriente
John Steinbeck. Narrador y dramaturgo estadounidense (Salinas, 1902 - Nueva York, 1968) famoso por sus novelas que lo sitúan en la primera línea de la corriente naturalista o del realismo social americano y muy próximo a la crónica periodística. Su estilo se caracteriza,sin embargo, por tener una gran carga de emotividad tanto por sus argumentos como en el simbolismo que trasuntan en situaciones y personajes que crea, como ocurre en sus obras mayores: De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939) y Al este del Edén (1952). Obtuvo el premio Nobel en 1962.
Título original: The Wayward Bus
© John Steinbeck, 1947
Copyright renovado: Elaine Steinbeck,
John Steinbeck IV y Thom Steinbeck, 1975
© De la traducción: Federico y Antón Corriente
Edición en ebook: febrero de 2021
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN: 978-84-18451-36-2
Diseño de colección: Filo Estudio e Ignacio Caballero
Maquetación: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Composición digital: leerendigital.com
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El autobús perdido
Escrita justo después de Las uvas de la ira, esta novela narra el accidentado viaje de un desastrado autobús rural entre las poblaciones de Rebel Corners y San Juan de la Cruz, en California, al término de la Segunda Guerra Mundial. Se convierte en un magistral retrato de personajes y en un acerado estudio sobre los problemas centrales de todos los hombres en todas las épocas: la familia, el sexo, el amor, las ambiciones, las frustraciones y los anhelos...
Lejos del sentimentalismo y la autocomplacencia, es un viaje interior hacia el corazón de unos viajeros perdidos en la decepción del sueño americano. El autobús perdido contiene algunos de los grandes temas clásicos dentro de la obra narrativa del premio Nobel de Literatura John Steinbeck.
Índice
Portada
El autobús perdido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Promoción
Sobre este libro
Sobre John Steinbeck
Créditos
Si te ha gustado
El autobús perdido
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Los pequeños
de Marion Fayolle
PARA GWYN
I pray you all gyve audience,
And here this mater with reverence,
By figure a morall playe;
The somonynge of Everyman called it is
That of our lives and endynge shewes
How transitory we be all day.
EVERYMAN[1]
[1] Ruego me escuchen todos / y oigan con reverencia esta cuestión / en forma de comedia moral; / que la llamada de Everyman lleva por nombre / y de nuestras vidas y su final muestra / cuán pasajeros seremos siempre. (Todas las notas de esta edición son de los traductores).
A sesenta y siete kilómetros al sur de San Ysidro, yendo por una gran carretera que va de norte a sur en California, se llega a un cruce de caminos que desde hace unos ochenta años recibe el nombre de Rebel Corners. De aquí sale hacia el oeste y en ángulo recto una carretera rural que, pasados setenta y ocho kilómetros, enlaza con otra carretera de norte a sur que va desde San Francisco a Los Ángeles y, por supuesto, a Hollywood. Todo aquel que quiera ir desde el valle del interior hacia la costa en esta parte del estado tiene que tomar la carretera que arranca de Rebel Corners, va serpenteando entre montes y algo de desierto y atraviesa tierras de labranza y montañas hasta que, por fin, alcanza la carretera costera, justo en plena ciudad de San Juan de la Cruz.
Rebel Corners recibió su nombre en 1862. Se cuenta que una familia, de apellido Blanken, tenía una herrería en el cruce de caminos. Los Blanken y sus yernos eran paisanos de Kentucky, pobres, ignorantes, orgullosos y violentos. Como no poseían muebles ni propiedades, vinieron del este con lo que tenían: sus prejuicios y su política. No eran dueños de esclavos, pero aun así estaban dispuestos a vender caras sus vidas en defensa del libre derecho a poseerlos. Al comenzar la guerra, los Blanken hablaron de volver a atravesar el inconmensurable oeste para luchar por la Confederación, pero el camino era muy largo, lo habían recorrido ya una vez y estaba demasiado lejos. Y así fue como, en una California en la que predominaba el apoyo al norte, los Blanken llevaron a cabo su propia secesión de ciento sesenta acres y un taller de herrería, separándose de la Unión e integrando Blanken Corners en la Confederación. También se dice que cavaron trincheras y abrieron vanos estrechos para los rifles en los muros del taller, con el fin de defender aquel islote rebelde de los odiados yanquis. A todo esto, los yanquis, que en su mayoría eran mexicanos, alemanes, irlandeses y chinos, lejos de atacar a los Blanken, se sentían más bien orgullosos de ellos. Los Blanken nunca habían vivido tan bien, pues el enemigo les traía pollos, huevos y salchichas de cerdo en época de matanza, gracias a que todo el mundo pensaba que, sin reparar en la causa, semejante valor merecía un reconocimiento. El lugar recibió el nombre de Rebel Corners y lo ha conservado hasta hoy.
Después de la guerra los Blanken se volvieron vagos, llenos de odios y agravios, y surgieron pleitos entre ellos, como sucede con todas las naciones derrotadas, de modo que al evaporarse con el fin de la guerra el orgullo que inspiraban, la gente dejó de llevarles los caballos a herrar y los arados para cambiarles la punta. Al final, lo que no pudieron hacer los ejércitos de la Unión por la fuerza de las armas lo hizo el First National Bank of San Ysidro extinguiendo su derecho a redimir la hipoteca.
Ahora, cosa de ochenta años después, nadie recuerda gran cosa de los Blanken salvo que eran gente muy orgullosa y muy desagradable. A lo largo de los años siguientes la propiedad cambió de manos muchas veces antes de ser incorporada al imperio de un magnate de la prensa. La herrería ardió, fue reconstruida y volvió a arder, y lo que quedó fue convertido primero en taller mecánico con surtidores de gasolina, luego en tienda-restaurante-taller y además estación de servicio. Cuando Juan Chicoy y su mujer lo compraron y obtuvieron la licencia para hacerse cargo de un servicio de transporte público entre Rebel Corners y San Juan de la Cruz, se convirtió en todas esas cosas, y por añadidura, en estación de autobuses.
Los rebeldes Blanken, por la vía del orgullo y de una facilidad para darse por ofendidos que constituye la piedra de toque de la ignorancia y la pereza, desaparecieron de la faz de la Tierra, y nadie recuerda qué aspecto tenían. Rebel Corners, sin embargo, es bien conocido, y a los Chicoy se los quiere bien.
Detrás de los surtidores de gasolina había un pequeño comedor con una barra y banquetas fijas redondas, así como tres mesas para aquellos que quisieran comer con algo más de ceremonia. Estas no se usaban a menudo, pues la costumbre era dejar propina a la señora Chicoy si le servía a uno en la mesa, y no dejarla si lo hacía en la barra. En el primer estante tras la barra había bollos dulces, caracolas y rosquillas; en el segundo, sopas enlatadas, naranjas y plátanos; en el tercero, cajas individuales de copos de maíz, de arroz, Grape-Nuts y otros cereales maltratados. En uno de los extremos, detrás de la barra, había una plancha; al lado de la plancha, un fregadero, grifos de cerveza y soda junto a este, recipientes de helado junto a los grifos, y sobre la barra misma, entre los servilleteros, las ranuras para las monedas de la gramola, la sal, la pimienta y el kétchup, estaban a la vista los pasteles bajo grandes cubiertas de plástico. Las paredes, donde les quedaba espacio libre, estaban abundantemente decoradas con calendarios y carteles que mostraban a unas chicas radiantes e inverosímiles con pechos enormes y sin caderas, rubias, morenas y pelirrojas, pero todas con el mismo busto muy desarrollado, de modo que un visitante de otra especie quizá dedujera a partir de las obsesiones del artista que la capacidad de procreación residía en las glándulas mamarias.
Alice Chicoy, es decir, la señora de Juan Chicoy, que se afanaba entre aquellas chicas deslumbrantes, tenía las caderas anchas, el pecho caído y caminaba bien erguida sobre los talones. No sentía celos en absoluto de las chicas de los calendarios y de la Coca-Cola. Nunca había visto a ninguna que se les pareciera, y no creía que nadie más hubiera visto tal cosa. Freía sus huevos y hamburguesas, calentaba sus sopas de lata, tiraba cerveza, sacaba helado con su cuchara de helado, y antes de que se hiciera de noche le dolían los pies, cosa que le ponía irritable y de mal humor. Según iba pasando el día, se le iban aflojando los rizos planchados del pelo, de manera que le colgaba húmedo y grasiento sobre la cara; primero lo apartaba con la mano, para luego acabar soplando para quitárselo de los ojos.
Junto al comedor había un garaje reconvertido a partir del último de los talleres de herrería, con el techo y las vigas todavía ennegrecidos por el hollín de la antigua fragua, y era aquí donde oficiaba Juan Chicoy cuando no conducía el autobús entre Rebel Corners y San Juan de la Cruz. Era un hombre bien plantado, Juan Chicoy, medio mexicano y medio irlandés, rondando los cincuenta años de edad, con unos ojos negros de mirada penetrante, una buena mata de pelo y un rostro moreno y hermoso. La señora Chicoy estaba locamente enamorada de él, y también le temía un poco, pues era un hombre, y hombres no había muchos, como tenía comprobado Alice Chicoy. Hombres no hay muchos en ninguna parte del mundo, como comprueba todo el mundo tarde o temprano.
En el garaje, Juan Chicoy arreglaba neumáticos pinchados, sacaba el aire que bloqueaba los conductos del combustible, limpiaba el polvo duro como el diamante de los carburadores atascados, colocaba diafragmas nuevos en bombas de gasolina con forma de tubérculo y hacía todas esas pequeñas cosas de las que el público aficionado al mundo del motor no sabe nada en absoluto. A estas cosas se dedicaba salvo entre las diez y media y las cuatro; era durante ese tiempo cuando conducía el autobús, llevando a San Juan de la Cruz a los pasajeros que dejaban en Rebel Corners los grandes autobuses Greyhound y trayéndolos de vuelta desde San Juan de la Cruz a Rebel Corners. Aquí los recogía el Greyhound que salía hacia el norte a las cuatro y cincuenta y seis minutos, o bien el que iba al sur a las cinco y diecisiete.
Durante las ausencias del señor Chicoy por estar de ruta, de sus tareas en el garaje se iban encargando una serie de mozos precoces o jóvenes inmaduros, que venían a ser más o menos aprendices. Ninguno de ellos duraba mucho. Los clientes desprevenidos que llegaban con el carburador sucio no podían imaginar el destrozo que dichos aprendices eran capaces de hacerle a un carburador, y mientras que el propio Juan Chicoy era un mecánico magnífico, sus aprendices solían ser adolescentes gallitos que pasaban el rato entre una y otra faena metiendo monedas en la gramola del comedor y armando trifulcas de poca monta con Alice Chicoy. Estos jóvenes se veían llamados constantemente a la búsqueda de oportunidades, que los atraía siempre hacia el sur, a Los Ángeles y, cómo no, a Hollywood, donde con el tiempo acabarán por congregarse todos los adolescentes del planeta.
Tras el taller había dos pequeñas casetas anexas con enrejados, en una de las cuales se leía «Caballeros» y en la otra «Señoras». A cada una de ellas se llegaba por un sendero, uno de los cuales rodeaba el taller por la derecha, y el otro, por la izquierda.
Lo que definía a Corners y hacía que fuera visible a kilómetros de distancia entre los campos de cultivo eran los grandes robles americanos que crecían junto al taller y el restaurante. Altos y gráciles, con troncos y miembros negros, de un verde vivo en verano, negros e inquietantes en invierno, estos robles eran todo un hito en el valle extenso y llano. Nadie sabe si fueron los Blanken quienes los plantaron o si simplemente se asentaron junto a ellos. Lo último parece más lógico, en primer lugar, porque no consta que los Blanken plantaran nada que no se pudieran comer, y segundo, porque los árboles parecían de una edad superior a los ochenta y cinco años. Quizá tuvieran doscientos. Por otra parte, quizá sus raíces se encontraban sobre algún pozo subterráneo, lo cual haría que alcanzaran rápidamente un gran tamaño en aquella tierra semidesértica.
Estos grandes árboles daban sombra a la estación de servicio en verano, así que los viajeros aparcaban debajo de ellos, almorzaban y enfriaban sus motores recalentados. La estación de servicio en sí también era agradable, pintada en tonos vivos del verde y el rojo, con una ancha hilera de geranios que rodeaba por completo el restaurante, geranios rojos y hojas de un verde intenso, densas como un seto. La gravilla blanca que había delante y alrededor de los surtidores se rastrillaba y regaba a diario. En el restaurante y en el taller había método y orden. Por ejemplo, en los estantes del restaurante, las sopas enlatadas, las cajas de cereales y hasta los pomelos estaban dispuestos en pequeñas pirámides, cuatro en el nivel inferior, luego tres, luego dos y uno en equilibrio en la parte superior. Lo mismo se podía decir de las latas de aceite del taller, y las correas de ventilador colgaban ordenadamente de sus clavos, dispuestas según su tamaño. Era un lugar muy bien cuidado. Las ventanas del restaurante estaban protegidas contra las moscas, y la puerta mosquitera se cerraba de un golpe cada vez que entraba o salía alguien. Y es que Alice Chicoy odiaba a las moscas. En un mundo que a Alice no le resultaba fácil de soportar ni comprender, las moscas eran la última y malévola cruz con la que tenía que cargar. Las aborrecía con un odio cruel, y la muerte de una mosca de un golpe de matamoscas, o el que se ahogara lentamente en la capa viscosa de una trampa de papel, era algo que le producía un placer exaltado.
Al igual que Juan solía contar con una serie de aprendices para ayudarle en el taller, Alice contrataba a una serie de chicas para que la ayudaran en el comedor. Estas chicas desgarbadas, románticas y poco agraciadas —las guapas solían marcharse con algún cliente a los pocos días— no parecían contribuir gran cosa en lo que se refiere al trabajo. Extendían la suciedad por todas partes con la ayuda de trapos húmedos y se dedicaban a soñar despiertas mientras hojeaban revistas de cine y suspiraban junto a la gramola. A la más reciente de ellas se le enrojecían los ojos y se acatarraba a menudo. Se dedicaba a escribir cartas largas y apasionadas a Clark Gable. Para Alice Chicoy, todas ellas eran sospechosas de dejar entrar a las moscas. Norma, la recién llegada, había tenido que sufrir muchas veces la lengua viperina de Alice Chicoy a cuenta de las moscas.
La rutina de la mañana en Corners era invariable. Con las primeras luces del día o, en invierno, antes incluso, se encendían las luces del comedor y Alice ponía en marcha la cafetera (una gran efigie plateada, como una especie de divinidad, que en algún futuro periodo arqueológico podría acabar expuesta como objeto de culto de la raza de los barrófilos, que precedieron a los atomitas, quienes, por alguna razón desconocida, desaparecieron de la faz de la Tierra). El restaurante ya estaba acogedor y agradable para cuando llegaban cansinos los primeros camioneros a desayunar. Luego llegaban los vendedores, que se apresuraban hacia las ciudades del sur a oscuras para poder disponer de una jornada de trabajo completa. Los vendedores siempre se fijaban en los camiones y paraban, pues está muy extendida la creencia de que los camioneros son grandes entendidos en materia de café y comidas en la carretera. Una vez había salido el sol, llegaban los primeros turistas en sus propios coches para desayunar y conseguir información sobre sus rutas.
A Norma no le interesaban demasiado los turistas que llegaban del norte, pero los que venían del sur, o los que llegaban por el atajo desde San Juan de la Cruz y que podían haber estado en Hollywood le fascinaban. En cuatro meses, Norma había conocido en persona a quince visitantes que habían estado en Hollywood, a cinco que habían estado en un plató y a dos personas que habían visto a Clark Gable cara a cara. Inspirada por las dos últimas, que llegaron muy seguidas, escribió una carta de doce páginas que comenzaba «Querido señor Gable» y terminaba «Con amor, una amiga». A menudo le estremecía la idea de que el señor Gable pudiera enterarse de que la había escrito.
Norma era una chica fiel. Que fueran otras, las tontilocas con la cabeza a pájaros, las que se dedicaran a perseguir a los advenedizos, a los Sinatra, los Van Johnson, los Sonny Tufts. Incluso durante la guerra, época en la que no se rodaron películas de Gable, Norma se había mantenido fiel y había mantenido vivo su sueño con una foto en color del señor Gable en traje de piloto y con dos cintos de munición del calibre 50 sobre los hombros.
A menudo se burlaba de Sonny Tufts. A ella le gustaban los hombres mayores de rostro interesante. A veces, mientras pasaba el trapo húmedo de aquí para allá sobre el mostrador, sus ojos soñadores quedaban fijos sobre la puerta mosquitera, sus párpados caían poco a poco y se quedaba un momento con los ojos cerrados. Entonces se podía estar seguro de que en el jardín secreto de su mente, Gable acababa de entrar en el restaurante, había perdido el aliento al verla y se había quedado ahí plantado, con la boca ligeramente entreabierta y, en sus ojos, la certeza de que estaba ante la mujer de su vida. Y a su alrededor, las moscas entraban y salían con impunidad.
Nunca fue más allá de eso. Norma era demasiado tímida. Además, no sabía cómo manejarse en casos semejantes. De hecho, para ella la seducción había consistido en una serie de combates de lucha libre en el asiento trasero de un coche con el objeto de conservar la ropa. Hasta el momento había ganado a base de pura concentración. Estaba convencida de que el señor Gable no solo no haría ese tipo de cosas, sino que tampoco le harían gracia si oyera hablar de ellas.
Norma llevaba la ropa de trabajo que vendían en las tiendas National Dollar Stores, aunque, por supuesto, tenía un vestido de satén para las fiestas. Si se miraba atentamente, sin embargo, siempre se podía descubrir algún pequeño toque primoroso incluso en sus ropas de trabajo. Su broche de plata mexicano, una representación de la piedra del calendario azteca, le había correspondido en el testamento de su tía después de que Norma cuidara de ella durante siete meses. Lo que le habría gustado heredar en realidad era la estola de piel de foca y el anillo de perlas barrocas y turquesa, pero acabaron yendo a parar a otra rama de la familia. Norma tenía también un collar de pequeñas cuentas de ámbar, regalo de su madre. Nunca llevaba el broche mexicano y el collar a la vez. Además de lo dicho, Norma poseía dos piezas de joyería que eran de lo más extravagante, y era bien consciente de ello. En el fondo de su maleta tenía un anillo de boda con un baño de oro y un anillo de diamante gigantesco de tipo brasileño, que juntos le habían costado cinco dólares. Solamente se los ponía al acostarse. Por la mañana se los quitaba y los ocultaba en la maleta. Nadie en el mundo sabía que los tenía. En la cama, se quedaba dormida dándoles vueltas sobre el anular de la mano izquierda.
La disposición de las partes dedicadas a vivienda y dormitorios en Corners era sencilla. Directamente detrás del comedor había un cobertizo adosado. La puerta que había al final del mostrador del comedor daba al salón-dormitorio de los Chicoy, en el que había una cama de matrimonio con una colcha bordada, una consola de radio, dos sillones acolchados de más y un sofá —conjunto que recibe el nombre de suite— y una lámpara de lectura de metal con una pantalla de vidrio jaspeado verde. A la habitación de Norma se accedía a través de esta, pues Alice tenía la teoría de que a las chicas jóvenes había que vigilarlas un poco y no permitir que se desmandaran. Para ir al cuarto de baño Norma tenía que pasar por la habitación de los Chicoy. O eso, o bien salir por la ventana, lo cual solía hacer a menudo. La habitación del aprendiz de mecánico estaba junto a la de los Chicoy por el otro lado, pero él disponía de una entrada exterior y usaba el cubículo emparrado rotulado «Caballeros» que había detrás del taller.
Era un conjunto agradable de edificios, funcional y agradable. El Rebel Corners de la época de los Blanken había sido un lugar mísero, sucio y de poca confianza, pero aquí los Chicoy habían logrado prosperar. Había dinero en el banco y una cierta seguridad y felicidad.
Esta isla cubierta de grandes árboles se podía divisar a kilómetros de distancia. Nadie tuvo que buscar nunca indicaciones en la carretera para saber cómo llegar a Rebel Corners o a la carretera que iba a San Juan de la Cruz. En el gran valle, los campos de cereales se extendían hacia el este, hasta las estribaciones y las montañas altas, y hacia el oeste terminaban más cerca, en las suaves colinas donde se acurrucaban los robles de Virginia formando islas negras. En verano aquel calor amarillo brillaba, quemaba y refulgía sobre las colinas ardientes, y la sombra de los grandes árboles que cubrían Corners hacían del lugar un rincón buscado y para el recuerdo. En invierno, cuando llegaban las grandes lluvias, el restaurante era un refugio cálido que ofrecía café, frijoles con chile y tartas.
Bien entrada la primavera, cuando la hierba estaba verde sobre los campos y estribaciones del monte, cuando los altramuces y las amapolas pintaban la tierra de espléndidos tonos azulados y dorados, cuando los grandes árboles se despertaban entre hojas nuevas de un amarillo verdoso, no había lugar más bello en el mundo.
No era una belleza que se pudiera ignorar por estar acostumbrado a ella. Te agarraba del cuello por la mañana y causaba un dolor placentero en la boca del estómago al ponerse el sol sobre ella. El olor dulce de los altramuces y de la hierba alteraba el ritmo de la respiración, inducía a jadear de un modo casi sexual. Fue durante una de estas temporadas de floración y crecimiento, aunque antes de la primera luz del alba, cuando Juan Chicoy salió y se dirigió al autobús con un farol eléctrico en la mano. Pimples[2] Carson, su aprendiz de mecánico, venía tras él, trastabillando, soñoliento.
Las ventanas del comedor estaban todavía oscuras. Ni siquiera había comenzado a aparecer un tono gris sobre los montes del este. Era tan de noche que los búhos no habían dejado de ulular sobre los campos. Juan Chicoy se acercó al autobús aparcado ante el taller. A la luz de la linterna tenía el aspecto de un gran globo de ventanas plateadas. Pimples Carson, que en realidad no había despertado aún, se quedó ahí con las manos en los bolsillos, tiritando, no porque hiciera frío, sino por el mucho sueño que tenía.
Una ráfaga suave de viento pasó sobre los campos y trajo el olor de los altramuces y el olor de una tierra que emanaba vida en un arrebato productivo.
[2] «Granos».
La linterna, con un reflector plano orientado hacia abajo, solo alumbraba bien las piernas, pies, ruedas y la parte de los troncos de los árboles que quedaba cerca del suelo. Cabeceaba y se balanceaba, y la pequeña bombilla incandescente era de un blanco azulado cegador. Juan Chicoy la llevó hasta el garaje, sacó un manojo de llaves del bolsillo del peto, encontró la que abría el candado y abrió las hojas del portón. Encendió la luz superior y apagó la linterna.
Cogió una gorra de mecánico a rayas de su mesa de trabajo. Llevaba un peto Headlight, con grandes botones de latón en la pechera y pasadores a los lados, y por encima del mismo una chaqueta negra de piel de caballo con los extremos de las mangas y el cuello de punto negros. Los zapatos eran duros y de puntera redonda, con unas suelas tan gruesas que parecían infladas. Una antigua cicatriz en la mejilla, junto a su gran nariz, se veía como una sombra bajo la luz que llegaba del techo. Se pasó los dedos por la espesa cabellera negra para recogerla toda bajo la gorra de mecánico. Sus manos eran breves, anchas y fuertes, con unos dedos cuadrados y uñas gastadas por el trabajo, retorcidas y surcadas por los martillazos que habían recibido. Al dedo anular de la mano izquierda le faltaba la falangeta, y ahí donde había sido amputado el dedo la carne se abultaba un poco en forma de hongo. Este pequeño apéndice en forma de bola era reluciente y de una textura diferente a la del resto del dedo, como si la articulación quisiera convertirse en la punta de un dedo, y en este dígito lucía una alianza gruesa de oro, como si, al no servir ya para trabajar, fuera aceptable emplearlo para llevar un adorno.
Un lápiz, una regla y un indicador de presión para neumáticos le asomaban de un pequeño bolsillo de la pechera del peto. Juan iba afeitado, pero del día anterior, y a ambos lados de la barbilla y el cuello, la barba que le salía era entrecana y blanca como la de un Airedale viejo. Resultaba tanto más aparente al ser el resto de la barba de un negro tan intenso. Entornaba sus ojos negros y joviales a la manera de quien fuma y no puede sacarse el cigarrillo de la boca. Y la de Juan era una boca generosa, relajada, con un labio inferior que sobresalía ligeramente, no con petulancia, sino con humor y un aire de confianza en sí mismo, y el labio superior bien formado salvo en una parte hacia la izquierda, en la que sobre el tejido rosáceo tenía una cicatriz profunda, casi blanca. El labio debió de quedar cortado por completo alguna vez, y ahora aquel hilo blanquecino, delgado y tirante constreñía el grosor del labio y lo hacía rebosar sobre un par de pequeños pliegues a cada lado. No tenía las orejas muy grandes, pero le sobresalían marcadamente de la cabeza, como conchas, o colocadas en el ángulo en el que las sostendría alguien con la mano si quisiera oír mejor. Juan parecía escuchar siempre con atención, a la vez que sus ojos medio cerrados parecían reírse de lo que oía y la mitad de la boca mostraba desaprobación. Sus movimientos eran precisos, incluso cuando no hacía nada que requiriera precisión. Caminaba como si se dirigiera a algún lugar muy determinado. Movía las manos de forma veloz y precisa, y nunca enredaba con cerillas ni con clavos. Tenía los dientes largos, y a uno y otro lado los tenía de oro, lo que confería una cierta ferocidad a su sonrisa.
Ante la mesa de trabajo, descolgó unas herramientas de sus clavos y las colocó en una caja larga y aplanada: llaves inglesas, alicates, varios destornilladores, un martillo neumático y un sacabocados. Junto a él, Pimples Carson, todavía muy adormilado, apoyaba el codo sobre la madera aceitosa de la mesa. Pimples llevaba el jersey andrajoso de un club de motociclismo e iba tocado con la copa de un sombrero de fieltro al que se le habían quitado las alas con un corte en forma de dientes de sierra. Era un muchacho de diecisiete años, desgarbado y escurrido, con los hombros estrechos, una nariz larga y zorruna y unos ojos apagados por la mañana que más tarde resultaban ser de un marrón verdoso. Tenía una pelusa dorada sobre las mejillas, mejillas que tenía surcadas, acribilladas y erosionadas por el acné. Sobre las cicatrices viejas se le iban formando pústulas nuevas, moradas y rojas, unas que surgían y otras que remitían. Tenía la piel reluciente por los productos que vendían para tratar el problema y que no servían para nada.
Pimples llevaba unos vaqueros ajustados, tan largos que las perneras tenían un dobladillo de veinticinco centímetros. Estaban sujetos a su estrecha cintura por un cinturón de cuero ancho y hermosamente labrado con una hebilla gruesa y grabada en la que había incrustadas cuatro turquesas. Mantenía las manos junto a los costados todo lo que podía, pero a su pesar los dedos acudían a sus mejillas horadadas hasta que se daba cuenta de lo que estaba haciendo y las volvía a bajar. Había escrito a todas las marcas que anunciaban curas para el acné y había ido a ver a muchos médicos, quienes sabían que no podían curarle, pero también que probablemente se le pasaría en unos pocos años. Aun así, le recetaban ungüentos y lociones, y uno de ellos le había puesto a hacer una dieta de verduras.
Tenía los ojos alargados, estrechos y rasgados como los de un lobo adormilado, y a aquella hora temprana de la mañana los tenía casi sellados por las legañas. Pimples poseía una capacidad prodigiosa para el sueño. Si se le dejaba a su aire, podía pasar casi todo el tiempo durmiendo. La totalidad de su organismo y de su alma era un campo de batalla particularmente virulento de la adolescencia. Su concupiscencia era constante, y cuando no era de naturaleza directa y abiertamente sexual, discurría por los canales de la melancolía, de un sentimentalismo profundo y lacrimógeno o de una intensa y almizclada religiosidad. Su mente y sus emociones estaban como su rostro: en constante erupción, siempre irritadas y en carne viva. Pasaba por momentos de violenta pureza en los que aullaba contra su propia depravación, y estos normalmente eran seguidos por episodios de vagancia melancólica que le dejaban casi completamente postrado. De la depresión pasaba al sueño. A un sueño opiáceo que le dejaba drogado y apagado por bastante tiempo.
Aquella mañana llevaba unos zapatos oxford bicolores con adorno perforado, blancos y marrones, sin calcetines, y en los tobillos, hasta donde se los veía asomar bajo el dobladillo de las perneras vueltas hacia arriba, llevaba manchas de mugre. En sus periodos depresivos Pimples estaba tan postrado que no se bañaba muy a menudo, ni comía apenas. La copa del sombrero de fieltro con sus cortes tan parejos no tenía en realidad fines estéticos, sino que servía para mantenerle apartado de los ojos el largo cabello castaño y protegerlo de la grasa cuando trabajaba debajo de un coche. Ahora observaba con aire embobado y ausente cómo Juan Chicoy guardaba las herramientas en la caja mientras su mente iba dando tumbos entre grandes nubes esponjosas de sueño, poderosas casi hasta la náusea.
—Conecta el cable largo de la luz. Vamos, Pimples. ¡Venga ya, despierta! —dijo Juan.
Pimples pareció sacudirse como un perro.
—No consigo espabilarme —aclaró.
—Bueno, lleva la luz ahí fuera y sácame la camilla. Hay que ponerse en marcha.
Pimples cogió la linterna, que iba en una cesta para proteger el globo, y empezó a desenroscar el pesado cable forrado de goma del asa. Enchufó el cable en una toma cercana a la puerta y la linterna se encendió de golpe. Juan levantó su caja de herramientas, salió por la puerta y se puso a observar el cielo oscuro. El aire había cambiado. Se había levantado un poco de viento que agitaba las hojas nuevas de los robles y soplaba entre los geranios; era un viento incierto, húmedo. Juan lo olfateó como quien huele una flor.
—Dios, como llueva otra vez, va a ser demasiado.
Hacia el este, la silueta de los picos de las montañas apenas comenzaba a hacerse visible a la luz del amanecer. Pimples salió cargando con la linterna encendida y soltando poco a poco las vueltas de cable tras él sobre el suelo. La luz hacía que destacaran los grandes árboles, y se reflejaba en el amarillo verdoso de las pequeñas hojas nuevas de los robles. Pimples llevó la luz hasta el autobús y volvió al garaje a por el tablero alargado con rueditas en una de sus caras sobre la que podía tenderse un hombre y desplazarse mientras hacía su trabajo debajo de un vehículo. La dejó caer junto al autobús.
—Bueno, que llueva es lo suyo —contestó Pimples—. Casi todos los años te llueve para esta época en California.
—De la época del año no me quejo, pero con esta corona dentada sin montar, los pasajeros esperando, la tierra que está toda blanda de la lluvia...
—Bueno para el forraje —dijo Pimples.
Juan se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Divertido, arrugó los párpados.
—Pues claro. Y que lo digas.
Pimples apartó tímidamente la mirada.
El autobús estaba ahora iluminado por la linterna y tenía un aspecto extraño y desvalido, ya que donde deberían haber estado las ruedas traseras había dos recios caballetes, y en lugar de descansar sobre ejes, la parte trasera del autobús descansaba sobre un banco de acero que reposaba a su vez sobre ambos caballetes.
Era un autobús viejo, con un motor de cuatro cilindros y compresión baja con un cambio extra de marchas especial y patentado que le daba cinco velocidades de marcha hacia delante en lugar de tres, dos por debajo de la media y dos de marcha atrás. Los flancos abombados del autobús, pesados y relucientes de pintura de aluminio, mostraban sin embargo los golpes y abolladuras, el desgaste y los arañazos de una carrera larga y violenta.
De algún modo, los trabajos caseros de pintura en automóviles viejos logran darles un aspecto más decrépito e indigno del que tendrían si se los deja en un deterioro honorable.
Por dentro, el autobús también había sido restaurado. Los asientos que fueran una vez de mimbre estaban ahora forrados en hule rojo, y aun siendo un trabajo bien hecho, no era obra de un profesional. En el aire se notaba el olor ligeramente amargo del hule, y el olor fuerte y penetrante del aceite y la gasolina. Era un autobús viejo, viejo de verdad; había hecho muchos viajes y topado con muchas dificultades. Las tablas de roble del suelo estaban surcadas y pulidas por los pies de los pasajeros. La chapa de los lados había sido deformada y enderezada. No se podían abrir las ventanas, pues la carrocería entera estaba ligeramente retorcida a golpes. En verano Juan quitaba las ventanas y en invierno las volvía a colocar.
El asiento del conductor estaba desgastado hasta los mismos muelles, pero en la parte más desgastada había un cojín floreado de cretona que tenía el doble cometido de proteger al conductor y sujetar los muelles que de otro modo quedarían al descubierto. Colgando de la parte superior del parabrisas estaban los penates: el zapatito de un bebé, para pedir amparo, pues los pies vacilantes de un bebé precisan del cuidado y ayuda constantes de Dios; también un minúsculo guante de boxeo, eso por el poder, el poder del puño sobre el antebrazo que lo impulsa, el impulso del pistón que mueve la biela, el poder de la persona como individuo responsable y orgulloso. También colgaba sobre el parabrisas una pequeña muñeca kewpie de plástico con un tocado de plumas de avestruz de color guinda y verde y un sarong provocativo. Esto era por los placeres de la carne y de la vista, el olfato y el oído. Cuando el autobús se ponía en marcha estos objetos giraban, brincaban y se balanceaban ante los ojos del conductor.
Allí donde el parabrisas describía un ángulo en el medio y arrancaba el listón central del mismo, posada sobre el salpicadero había una pequeña virgen de Guadalupe de metal, pintada de colores vivos. Los rayos eran dorados, la túnica, azul, y estaba de pie sobre la luna nueva, que sostenían unos querubines. La virgen venía a ser el lazo de Juan Chicoy con la eternidad. Tenía poco que ver con la religión en cuanto que Iglesia y dogma, pero mucho que ver con la misma como memoria y sentimiento. Esta virgen morena era su madre y también la casa en penumbra en la que, hablando un español con algo de acento irlandés, su madre lo había criado. Pues ella había hecho de la Virgen de Guadalupe su propia diosa particular. Se había deshecho de san Patricio, santa Brígida y las diez mil vírgenes pálidas del norte, y había recibido en su seno a la virgen morena con sangre en las venas y una relación estrecha con el pueblo.
La madre de Juan Chicoy admiraba a su Virgen, cuyo día se celebra con una explosión de fuegos artificiales, cosa en la que, por supuesto, su padre mexicano no veía nada de particular. Los cohetes eran la manera natural de celebrar los días de los santos. ¿Quién podía pensar otra cosa? El tubo que ascendía silbando era obviamente el alma en su ascenso al cielo, y la gran explosión luminosa en lo alto era su entrada dramática al salón del trono del mismo. Juan Chicoy, aunque no era creyente en el sentido habitual del término, ahora que tenía cincuenta años, no se habría sentido tranquilo conduciendo el autobús sin la compañía y la protección de la Guadalupana. Era una religión práctica la suya.
Debajo de la virgen había una especie de guantera reconvertida, y en su interior un revólver Smith & Wesson del calibre 45, un rollo de gasa, un bote de yodo, un vial de sales de lavanda y una pinta de whisky sin abrir. Con estos artículos, Juan se sentía bastante confiado en poder hacer frente a la mayoría de los posibles imprevistos.
El parachoques delantero del autobús había llevado escrita, apenas legible ya, la leyenda «el Gran Poder de Jesús»,[3] pero eso lo había pintado alguno de los anteriores dueños del vehículo. Ahora ponía simplemente «Sweetheart»[4] con letras rotundas, tanto en el parachoques delantero como el trasero. Y Sweetheart era como llamaban al autobús todos los que lo conocían. Ahora estaba inmovilizado, con las ruedas traseras quitadas y la parte trasera levantada en el aire y descansando sobre un banco entre dos caballetes.
Juan Chicoy sostenía la corona nueva y el piñón e iba engranando con cuidado una pieza sobre la otra.
—Acerca la luz —le dijo a Pimples, e hizo girar por completo el piñón en la corona dentada—. Me acuerdo de una vez que le puse una corona nueva a un piñón viejo y se salió enseguida.
—Vaya ruido hace un diente roto —dijo Pimples—. Suena como si saliera disparado hacia ti a través del suelo. ¿Cómo cree que se ha roto?
Juan sostuvo la corona dentada de lado y contra la luz e hizo girar lentamente el piñón, inspeccionando mientras lo hacía cómo encajaba cada diente de uno y otro engranaje.
—No lo sé —contestó—. Hay muchas cosas del metal que no sabe nadie, y con los motores pasa lo mismo. Fíjate en Ford, por ejemplo. De cada cien coches que hace, hay dos o tres que no valen para nada. No es una sola cosa que esté mal, es el coche entero. Los muelles, el motor, la bomba del agua, el ventilador y el carburador. Se va cayendo a pedazos poco a poco y nadie sabe por qué. Y luego coges otro coche directamente de la cadena de montaje y jurarías que es exactamente igual que los otros, pero no. Tiene algo que no tienen los demás. Tiene más potencia. Es casi como un tío con muchas pelotas. No se avería hagas lo que hagas.
—Yo tuve uno así —dijo Pimples—. Un Model A. Lo vendí. Me juego algo a que aún anda. Lo tuve tres años y nunca me gasté ni diez centavos en arreglarlo.
Juan dejó la corona y el piñón sobre los peldaños de la escalerilla del autobús y recogió la corona vieja del suelo. Con el dedo buscó la parte áspera donde se había roto el diente.
—El metal es una cosa muy rara —dijo—. A veces parece que se cansa. Sabes, allá en México, de donde vengo, la gente solía tener dos o tres cuchillos de carnicero. Mientras usaban uno dejaban los otros clavados en la tierra. «Así descansa la hoja», decían. No sé si es verdad, pero sé que a esos cuchillos se les sacaba un filo que valía para afeitarse. Será que nadie sabe de metal, ni siquiera los que lo fabrican. Vamos a poner este piñón en el eje. Ahí, aguanta la luz ahí.
Juan puso su pequeña camilla detrás del autobús, se tendió de espaldas sobre ella y se deslizó debajo empujando con los pies.
—Aguanta la luz un poco más a la izquierda. No, más alto. Ahí. Ahora pásame la caja de herramientas, ¿quieres?
Mientras las manos de Juan trajinaban le cayó un poco de aceite sobre la mejilla. Se la limpió con el dorso de la mano.
—Es un trabajo sucio, este.
Pimples le escudriñó por debajo del autobús.
—¿Y si cuelgo la luz de esa tuerca?
—Tendrás que cambiarla de sitio otra vez dentro de nada —contestó Juan.
—Ojalá consiga ponerlo en marcha hoy. Me gustaría dormir en mi propia cama. No hay manera de descansar sentado.
Juan se rio.
—¿Has visto en tu vida gente más enfadada que cuando tuvimos que volver al romperse el diente? Ni que lo hubiera hecho a propósito. Estaban tan cabreados que le montaron la bronca a Alice por la tarta. Pensarían que la había hecho ella. Cuando la gente está de viaje no quieren que los entretenga nada.
—Bueno, tienen nuestras camas —observó Pimples—. Yo no veo que tengan de qué quejarse tanto. Usted y yo y Alice y Norma somos los que hemos dormido sentados. Y los Pritchard esos son los peores. No me refiero a Mildred, la chica, sino a su viejo y a su vieja. Se creen que los están timando o algo. Me ha dicho cien veces que si es presidente o no sé qué y que va a hacer que alguien pague por esto. Que es un ultraje, dice. Y a él y a su mujer les ha tocado su cama. ¿Dónde ha dormido Mildred? —A Pimples le brillaron un poco los ojos.
—En el sofá, me imagino. O igual con sus padres. Al tipo de los artículos de broma le tocó la habitación de Norma.
—Me cae bien ese tío. No dijo casi nada. Que si podía acostarse ya. No dijo nada de si era tal o cual. Para eso ya estaban ahí los Pritchard esos, todos menos Mildred. ¿Sabe adónde van, señor Chicoy? Se van de viaje a México. Mildred ha estudiado español en la universidad. Les va a hacer de intérprete.
Juan introdujo un pivote en el eje y lo ajustó en su lugar con unos golpes suaves. Salió de debajo del autobús.
—Vamos ya a por ese tren trasero.
La luz se iba abriendo camino por el cielo y sobre las montañas. Llegó el amanecer incoloro de grises y negros, de modo que lo que era blanco y azul se veía plateado y rojo y lo que era verde oscuro se veía negro. Las hojas nuevas de los grandes robles se veían blancas y negras, y se distinguía claramente el contorno afilado de las montañas. Unas nubes torpes y pesadas que rodaban por el cielo como bolas de masa hervida empezaban a teñirse de un tono rosa pálido en sus bordes orientales.
Se encendieron las luces del comedor, y se hizo visible de repente el arriate de geranios que rodeaba el edificio. Juan miró hacia la luz.
—Alice se ha levantado. De aquí a poco estará listo el café. Venga, vamos a montar el tren trasero ya.
Los dos hombres trabajaban bien juntos. Ambos sabían lo que había que hacer, y cada uno se encargaba de su parte. Pimples también estaba tendido de espaldas, apretando las tuercas del cárter, y el trabajo en equipo le produjo una sensación agradable.
Al apretar Juan una tuerca con el antebrazo en tensión, la llave inglesa resbaló y se arrancó la piel de un nudillo. Por su mano grasienta empezó a correr la sangre, espesa y negra. Se metió el nudillo en la boca, lo chupó y alrededor de la boca se le quedó una marca de grasa.
—¿Te has hecho mucho daño? —preguntó Pimples.
—No, he tenido suerte, me parece. No se puede terminar un trabajo sin sangre. Es lo que solía decir mi viejo. —Volvió a chupar la sangre otra vez, cuyo flujo ya empezaba a remitir.
La calidez rosada del amanecer los fue rodeando a tientas, hurtando algo de su brillo a la luz eléctrica.
—Me pregunto cuántos van a llegar en el Greyhound —preguntó ociosamente Pimples. Y entonces le vino una idea imperiosa nacida de su simpatía por el señor Chicoy. Era un pensamiento tan insistente que casi le dolía—. Señor Chicoy —se arrancó titubeante, y su tono era de súplica lisonjera, cobarde.
Juan dejó de apretar la tuerca y se dispuso a escuchar, esperando oír la petición de un día libre, un aumento o lo que fuera. Algo le iba a pedir. Eso era inherente al tono, y para Juan significaba problemas. Los problemas siempre empezaban así.
Pimples seguía callado. No conseguía dar con las palabras.
—¿Qué quieres? —preguntó Juan con cautela.
—Señor Chicoy, ¿podríamos no volver, quiero decir, podría usted no volver a llamarme Pimples ya más?
Juan apartó la llave inglesa de la tuerca y volvió la cabeza hacia un lado. Los dos estaban tendidos de espaldas y mirándose a la cara. Juan vio los cráteres de antiguas cicatrices, las erupciones que estaban en camino y una pústula en su punto, prieta, amarilla y a punto de reventarle sobre la mejilla. Mientras miraba, a Juan se le ablandó la mirada. Comprendió entonces. Le vino de repente, y se preguntó cómo no había caído antes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó bruscamente.
—Ed —respondió Pimples—. Ed Carson, pariente lejano de Kit Carson, el explorador y aventurero. Vaya, antes de que me empezara a salir la cosa esta en el instituto, me llamaban Kit. —Su voz sonaba tranquila y estudiada, pero el pecho le subía y bajaba agitadamente y el aire le silbaba por las aletas de la nariz.
Juan apartó la mirada y la dirigió otra vez a la forma abombada de la carrocería trasera.
—Vale —dijo—. Vamos a ponerle los gatos debajo. —Salió de debajo del autobús—. Échale ya el aceite.
Pimples fue rápidamente al garaje y trajo la pistola a presión, arrastrando la manguera del aire tras de sí. Abrió la válvula y el aire a presión entró silbando en la pistola por detrás del aceite. La pistola iba chasqueando mientras se llenaba el depósito de aceite, hasta que rebosó un churrete espeso. Atornilló la tapa.
—Kit, límpiate la grasa de las manos y ve a ver si Alice tiene ya listo el café, ¿quieres?
Pimples fue hacia el comedor. Cerca de la puerta, junto a uno de los grandes robles, se proyectaba una mancha de oscuridad casi total. Se quedó ahí un momento, conteniendo la respiración. Tenía todo el cuerpo tembloroso, como por una especie de fiebre.
[3] En castellano en el original.
[4] «Corazón», «cariño».