Salidas de caverna




Traducción de

José Luis Arántegui

www.machadolibros.com

Del mismo autor
en
La balsa de la Medusa:


71. Naufragio con espectador

Hans Blumenberg

Salidas de caverna

La balsa de la Medusa, 137


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Intervenciones


Serie dirigida por Carlos Thiebaut

Título original: Höhlenausgänge

>© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 1989

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-207-2

Índice

Parte primera. Las cavernas de la vida

I. Recuerdos del comienzo

II. Supervivencia de los tránsitos

III. Nacimiento de la fantasía en una caverna

IV. Nacimientos divinos en cuevas

V. Huidas de la visibilidad

VI. La vida, expulsada de sus logros

VII. La ciudad como caverna

Parte segunda. La caverna en el centro del estado

I. Justicia y muerte

II. La paradoja del mito excluido del mito

III. De cómo los filósofos se hacen por vez primera imprescindibles al estado

IV. Aclaración recíproco de dos mitos

V. Poderse enseñar, poderse aprender

VI. Reducción fenomenológica de las sombras

VII. El trasfondo cósmico de la cualificación política

Parte tercera. Trasposiciones

I. No saber qué es una caverna

II. Sueños de caverna cumplidos

III. Prisión del cuerpo y cárcel del mundo

IV. La fuente en la gruta y el elemento ausente

V. Tiempo del mundo sin cielo

VI. Lo alto de los montes y lo hondo de las cuevas

VII. Borrar el rastro ante la entrada de la caverna

VIII. Ídolos

Parte cuarta. Contraposiciones

I. Previsión histórica

II. Experimento humano

III. Negación de la caverna en el espíritu de la Estoa

IV. El prototipo de educable

V. Tras la estatua, la máquina

VI. Aparece el sujeto experimental en carne y hueso

Parte quinta.Las cavernas de la razón

I. Caparazones de reflexión

II. El taller de los autómatas

III. La ínsula cavernaria

IV. De la caverna de los sueños al laberinto

V. La óptica de los ciegos de nacimiento

VI. Las cavernas de la Ilustración

VII. Cavernas alemanas

Parte sexta. Zorreras

I. Visitas

II. Un estado sin salir de la caverna

III. Kierkegaard: la zorrera sin fin de la reflexión

IV. La prisión de la voluntad

V. El submundo al revés

VI. El cavador bajo el suelo

VII. Ante hombres prácticos

Parte séptima. De otras prisiones, distintas aunque no últimas

I. Dentro como fuera, fuera como dentro

II. Cavernas en las profundidades psíquicas

III. Cajas chinas y panópticos

IV. Casos y fracasos de recepción

V. Una reinterpretación desde la crítica de la ciencia

VI. La mosca en el cristal

VII. Huir de la caverna y huir a la caverna

VIII. Datos previos para un último proyecto de caverna


Otro mito

Parte primera

Las cavernas de la vida



Mi vida es vacilación ante el nacimiento.

Kafka, Diario, 24 de enero de 1922.

I

Recuerdos del comienzo

Un comienzo del tiempo es algo que no podemos pensar. Estaría ya en el tiempo. Aristóteles extrajo de ahí la consecuencia de que el mundo tiene que ser eterno, porque sin él no sería concebible tiempo alguno. Aún se sigue esta misma conclusión incluso en la refutación kantiana del idealismo, tal como aparece en la segunda edición de la primera Crítica; aunque tal consecuencia accesoria, por inexcusablemente espinoziana, haya tenido que resultarle al autor un precio muy alto a cambio de su resultado principal. Todo esto nos toca de cerca en virtud del rango principal que el tiempo ostenta en la conciencia como “órgano de vivencia”1: ninguna conciencia puede vivirse a sí misma en trance de dar comienzo. Ni siquiera en el cotidiano despertar del sueño hay nunca un instante que sea el primero; con mayor razón, el comienzo de la vida y esa entrada en el mundo que es el nacimiento se sustraen por su ser mismo a toda posibilidad de vivencia, sea lo que fuere lo que como huella o trauma pueda quedar de ello.

Precisamente por ser así, y sólo por eso, la insistencia jamás satisfecha en acercarse a lo vivible, el infatigable rodar de natalidad y mortalidad, todo cuanto de inconcebible hay en el principio y el final de la conciencia se nos ofrece como otros tantos indicios de que ésta no se cuenta entre las realidades físicas. Unas realidades cuyas condiciones de surgimiento y disgregación han venido a ser conocidas, confirmadas, familiares y casi gobernables por obra del conocimiento objetivo. La paradoja es que sabemos que hemos de morir, pero no lo creemos, porque no podemos pensarlo. Ni distinto ni menos paradójico es que sepamos haber tenido comienzo –por comenzados– sin poder creerlo –por no poder pensarlo.

Este dilema es de tal género que exige substitutos para lo impensable, apoyo ante lo increíble, y sucedáneos de la desabrida exterioridad del conocimiento. Es éste el reino de la metáfora absoluta, en el centro, en lo capital, donde se decide si es que hay oportunidad de alguna clase para algo más que lo cognoscible, que siempre se refiere a lo que es otro y siempre a otros, dejando en blanco el lugar de aquél para quién es de él mismo de lo que se trata. Uno no es importante, concedido; pero nada es más importante que uno. Ahora bien, que tiempo y conciencia se suelden y sólo puedan existir uno en virtud del otro –su recíproca indiscernibilidad como nula imposibilidad de pensar su comienzo ni su término- no es algo que admita designarse y relativizarse como hecho. Pero sí es algo “fáctico”, desde luego, que se caracterize a ambos fenómenos mediante una substitución de lo infinito por lo ilimitado que es trasposición enármonica de Dios en mundo. Trasposición decisiva, de la que sale ya listo ese absolutismo de tiempo y conciencia que en adelante hará aparición “histórica”, ciertamente, en forma de una concentración de la atención en lo que se erigirá en novedad de la época al convertirse en rúbrica de la era moderna, la “era de la conciencia”. La reiteración envuelta en que se trate de una conciencia de la conciencia se hace así tan inevitable como incomprensible.

El tiempo absoluto, tan grave de soportar para su artífice Newton por ser sospechoso de divinizar el mundo, se muda al “sentido interno” de Kant, como forma del mismo, a título de condición de posibilidad de los fenómenos, ciertamente; pero pierde luego el carácter contingente necesario para disipar aquella sospecha, tan pronto pasa a ser reconocido como “forma esencial” de la conciencia sin más: nuevamente dispuesta así para que se plantee esa ecuación entre lo divino y lo mundano.

Si la modernidad ha venido a ser de este modo la época de la conciencia ilimitada, por esencialmente temporal, tiene también que afrontar o encontrar el hilo conductor que guíe fuera del laberinto planteado por la imposibilidad de aunar conocimiento objetivo y autoevidencia subjetiva, finitud conocida e infinitud sentida. Necesariamente se habrá de buscar orientación en diversos rasgos específicos de la época, vistos así en un mismo plano. Rasgos diversos de una época cuyas heterogéneas manifestaciones ocultan ciertamente su común vinculación con esa “ostensible” identidad de conciencia y tiempo, pero permiten plantear la cuestión de cómo se puede exponer metafóricamente esa ilimitación a fin de acabar con el dilema.

A primera vista no resulta siquiera verosímil que las formas estéticas, señalada si es que no esencialmente “cerradas”, pudieran ofrecer alguna ayuda para orientarse en esto. Con todo, es imposible no advertir su tendencia a “aperturas”, aun cuando éstas sean de aparición tan tardía como la “melodía infinita”. Mucho antes, entre los géneros literarios alcanza la novela el rango de modelo de época de qué pueda ser una consistencia “abierta”.

El género «novela», ya no multiplicidad de formas cerradas sino continuo de posibilidades y grados de desarrollo con principio y final abierto, guarda con el concepto de modernidad una relación preferente, la de una consistencia definida sólo por la forma temporal en cuanto tal. Cada comienzo es un artefacto que expone sin rebozo alguno e incluso convierte en acicate estético lo contingente de sus perfiles, la circunstancia de ser precisamente ésos y no otros. Es a eso a lo que se ha llamado «humor» así en el Tristam Shandy como en la tetralogía de José, si bien en sus formas más dislocadas la humorada es el género mismo: lo impreciso de la determinación temporal, estigma de la conciencia y del mundo que vienen así a encontrarse en las obras de este género.

La época moderna quiere conocer sus problemas. Que haya en ello algo peculiar, ya no llama la atención. Mientras no se proponga recusar la tendencia de su género en tanto género moderno, cada novela es en consecuencia una novela sobre el surgimiento o dificultades de la novela, cuando no sobre su completo naufragio. Pero asimismo sobre el surgimiento del mundo que es pese a todo su tarea y presuposición: lo que en todos los casos quiere decir surgimiento del mundo para el sujeto épico, «héroe», «yo» o quienquiera que sea.

Dejar que surja el mundo se convierte en proceso de entrar en él, sinónimo de salir de lo que aquél no es, o no todavía. El mundo no es todo aquello que es el caso; se convierte en la medida en que se haya ganado, franqueado y hecha practicable la entrada/salida al mundo. No es mero rito del género novelístico que el «comienzo» de una novela sea la salida de aquello que queda y debe quedar atrás. Eso se pierde, precisamente, porque no es el mundo de «ese caso». Y al mismo tiempo, interviene por la espalda y con alevosía en todo porque la «pureza» del comienzo es lo inadmisible que una consistencia abierta ha de volver a superar siempre. Como inadmisible resulta un final en que cualquiera pudiera permitirse respirar aliviado porque todos viven o todos mueren pero en cualquier caso ya ha pasado, sin vulnerar ninguna regla estética para hacer feliz al público con un happy end. El final “satisfactorio” saldaría así la realidad conforme al concepto de ésta, que por su parte tendría que apechar con la indeterminabilidad de momento o posición de tal final. Exagerando, uno podría permitirse decir que precisamente la historia inventada tiene que haber empezado mucho antes de que su primera frase la «haga realidad», y que sólo donde acaba literaria y fácticamente empieza su virtualidad imaginaria. La Odisea de Homero, formalmente construida de un modo por completo diferente a causa del carácter cíclico de su figura fundamental, el regreso del héroe a casa, sólo empuja a un lector moderno a asomarse al abierto etcétera de dificultades que el retornado junto a la fiel Penélope tendría que afrontar con sus recuerdos y los de ella.

Lo que la novela tiene de representativo para una conciencia venida a «tema» de sí misma, y que lo sigue siendo, se funda en una forma común de entender su temporalidad: no ya marco de una garantía nunca «lo bastante definitiva» para hallarse uno pasado en salvo y respaldado en su espera de alguna salvación presunta, sino condición de un presente en que pueda haber certidumbre digna de mención, un presente que entre vivencias contingentes sólo es posible en cada caso por exclusión de cualquier otro posible. Esto convierte recuerdo y expectativa en resultantes, también más inciertos, de dar preferencia a relaciones y criterios, a valores vitales y vivenciales de los que se dispone a tal efecto en un grado nunca determinable, pero siempre manifiestamente capaz de aumentar.

Este estado de cosas había de definir formalmente a la novela cada vez más, aunque por ello hubiera de ir a parar en representación de la conciencia en trance de alumbrarse a sí misma. En consecuencia ese criterio formal viene a ser criterio de su «posición histórica» al refinarse la interpretación de su función de época. Todo lo que ha salido a la luz acerca de la creación y preparativos de En busca del tiempo perdido de Proust refuerza la conjetura de que se trata de una obra preeminente si se adopta como criterio el incremento formal de esa dificultad de hallar un comienzo.

El comienzo de esa obra es que no podemos tener comienzo y sin embargo no estamos en situación de renunciar a él. Ante el desvelado a quien aqueja el insomnio se alza la paradoja desde el recuerdo de su feliz dormir y despertar de antaño: que en aquel tiempo significaban dejarse ir uno mismo y el mundo circundante, desprenderse de ambos y sumirse en la pérdida de conciencia – vuelto uno con mi cama y con mi cuarto– para reemerger y recobrar mundo y yo como si se tratara del más afortunado de los azares, el de poder cerciorarse uno a su antojo de haber-sido-desde-siempre pese al enorme riesgo de haber dado entrada a algo que lo ponía en tal peligro. Tal como quedó definitivamente, ese comienzo permite captar el tanteo del despertar en busca del mundo, desde luego, pero nada ya de cómo se había tenido que tantear en busca de tal “descripción”, quizás incluso «abrirse paso» en la vacilante ausencia de perfiles de una cronología «completamente naturalista» de la rememoración de lo perdido, del poder dormir, llevada a cabo en pleno desvelo, en el negativo de la confianza en el revenir2. Pues no es sólo al género novelístico en su apogeo a quien esa incierta frontera entre lo que cabe vivir y lo que cabe inventar le plantea el problema de cómo se hace presente la conciencia a sí misma.

El comienzo de la Recherche es memorable porque la primera frase en estilo directo excluye que en parte alguna se pueda mostrar su posibilidad en sentido estricto: Je m’endors, precisamente, jamás es válido en presente de indicativo, ni como enunciado ni como pensamiento. El narrador sólo pretende resaltar su presente insomne sobre el fondo de aquel modo de dormirse de sus primeros años, materializado en la vela que se apaga; y que nunca habría podido ni pensar lo que de todos modos no puede pensarse, de no ser con el giro un tanto futurista de “instantáneamente me duermo”3.

La frontera entre vigilia y sueño ofrece tan escasamente a qué aplicar un acto de reflexión como la frontera entre sueño y vigilia: o tan escasamente como puede el cogito cartesiano en sentido estricto ser referido en la reflexión a otro contenido que no sea ese mismo cogito sin contenido, al que sólo un cogitatum recuperado con posterioridad puede serle referido. El problema de la “descripción” precisa está tan enredado con la meditación cartesiana sobre la certeza que no puede ser aberración históricamente condicionada el hecho de que una y otra vez desemboque en el cartesianismo la “fenomenología” de Husserl, que arranca del postulado de limitarse exclusivamente a describir. Y ello, precisamente por la misma época en que Proust, durante el invierno de 1908 a 1909, encuentra casi de improviso el comienzo de su novela, más aún, lo reconoce y acepta como tal, en su proyectado ensayo sobre Sainte Beuve –que parte del “marco dramático” de una conversación matutina sobre literatura con su madre4.

Entre los enigmas de esa simultaneidad se cuenta el que, excluida toda clase de “influencia”, este comienzo de la Recherche podría ser perfectamente un fragmento de fenomenología, y en su vinculación de presente y recuerdo como reconquista del presente anticipa la meditación de tipo fenomenológico, que no sale adelante sin determinados presupuestos. Entre los que se incluye, tanto en Proust como en Husserl, un sensualismo no dogmático que hace posible describir en términos de disipación y condensación sensorial la génesis de sucesos liminares, adormecerse y despertar por ejemplo. Si se conservan restos de psicologismo es por la necesidad elemental de toda descripción genética, que no puede limitarse a conocer de “cosas” y “estados” con los que bastaría alguna clase de morfología sensorial para sacar de ellos otro “sentido”, el de orden. Para el insomne, los fenómenos que describe se sustraen a lo recordable; pero precisamente esa distancia en que la reflexión ha de fallar produce la visión de lo esencial en tanto que indiferente al suceder fáctico. La superación de la desconfianza cartesiana hacia las memoria ofrece en esa descripción inicial del despertar un triunfo análogo: lo que se demuestra resistente a la interrupción que es dormir tiene que saber también proteger a la vida de que menoscabe su totalidad o se impida a sí misma restablecerla. El logro del recuerdo se presenta in nuce, antes de que se despliegue en aquello que se hurta a la pura visión y no puede pretender ya “nada más” que aprobación estética.

El mundo es lo que puede ser reconquistado: el de todos en vigilia, el individual en el recuerdo, que no es sino prevalecer la identidad frente a las irrupciones de discontinuidad, pérdida y olvido. Sueño, olvido y muerte son exigencias, como tales imposibles de experimentar, de renunciar a esa consistencia de un vivir agotador, la única capaz de hacer definitivamente discernible realidad de ficción. Dejar que “el tiempo perdido” descanse en paz en sí mismo, no emprender esa “busca” y no acabarla, significaría dar conformidad al sinsentido, el de no poder estar nunca seguro de habérselas con la realidad. La muerte, lo invivible, se llevaría la razón y tendría la última palabra –como la habría tenido el sueño en aquellos tempranos despertares de la vida, de no haber sido dominada la confusión del despertar.

Lo que pudiera parecer simplemente falta de ocurrencias de un autor, hacer comenzar su acción con el día, se demuestra así tematización de la conciencia de lo real: ¿cómo puede ser real lo que, precisamente para esa conciencia y con ella, no era, y cómo que otra vez venga eso a ser nada a cada nuevo adormecerse? Eso que tiene un aire en nada diferente al del sueño recién soñado, sin tener aún el de aquello que “se sabe” completamente distinto de lo que acaba de dejar atrás quien despierta. Precisamente el conocimiento de esa diferencia no es lo que se “vive” como tránsito. Es la observación de los demás lo primero y lo único que sugiere que en ese instante haya despertado alguien, y la que lleva al “concepto” de una separación nítida que sólo con cierta “ligereza” puede aplicarse a lo vivido. Otro tanto ocurre con el recuerdo de los demás, que puede ser equivocado o correcto y aun tiene que serlo, en tanto el propio mantiene siempre su derecho ante sí mismo porque sólo él sería capaz de ponerse en un error.

En ese estado de cosas se esconde una oportunidad para la libertad que el sujeto mantiene incluso sobre su pasado, por más que según la tradición escolástica el pasado sea aquello que ni la Omnipotencia sería capaz de alterar. Pero tal inmutabilidad tenía aliciente racional tan sólo frente a esa omnipotencia, a la que trazar así un límite. Para el sujeto, la inmutabilidad de su pasado no tiene de inquietante sino el hecho de que no le haga ganar ni la menor certidumbre, o en todo caso, nada de esa evidencia del presente cartesiano. Bertrand Rusell debe de haber dicho en una ocasión que nada puede proteger al recuerdo de que el mundo hubiera sido creado de la nada cinco minutos antes, y Wittgenstein ridiculizaba el argumento diciendo que se podían reducir los cinco minutos a uno, e incluso hacer que el mundo junto con todo recuerdo surgiera en el mismo instante en que éste tuviera lugar5. Y que en tal caso se habría venido a dar de nuevo en la creatio continua como teoría atómica de la época.

La réplica anticartesiana sólo puede consistir en alterar la valoración de esa incertidumbre del recuerdo y erigir a éste en instancia con plenos poderes sobre lo inmutable. Eso que tienen en común el modo en que Proust hace presentes las márgenes del sueño y la “variación libre” de la fenomenología, eso es lo que alcanza lo esencial de la vivencia sin depender ya en nada de su referencia a la realidad. No es que la ficción se nutra a capricho de lo no vivido, sino que es lo invivible por su misma esencia –en este caso, ese momento del que deja constancia el Je m’endors – lo que atrae y hace que acuda un tiempo sólo verbalmente “perdido”, por cuanto nunca “poseído” inmediatamente como presente.

Estar despierto significa para el recuerdo de Proust haber salido de la ignorancia del despertar (l’ignorance du réveil), bajo la figura de un ángel que finalmente ha traído el mundo a estar, a persistencia. No se dice y quizás ni siquiera se piensa ese ángel como figura opuesta al malin génie de la duda cartesiana que en el comienzo de la época había desencadenado la pasión de la incertidumbre, el trastocamiento de rodear y estar rodeado, la disipación de las substancias con la que tan estrechamente relacionada está la pequeña crisis de identidad que es dormirse. Ese guardián que vela por la conquista del mundo que lleva a cabo el que despierta, le bon ange de la certitude, tiene que ser el mismo que es capaz de desterrar el miedo a los engaños del recuerdo. Ese ángel que se halla sobre la entrada al mundo y detiene el insensato girar en torno al que despierta (avait tout arreté autour de moi) podría ser el ángel de la salida del paraíso, un paraíso que no sería otro que el dormir, el estado de armonía consigo mismo sin mundo alguno y, por tanto, pura. La ganancia no es que el mundo se haga presente –ese precio demasiado alto por ser expulsado del sueño–; es el impulso dado al recuerdo por la vivencia de que la inmediatez se ha vuelto irreal: le branle était donné à ma mémoire...6 La novela ha encontrado su tema justamente merced a haber dado comienzo.

Tal como aquí se entiende, el comienzo es salida. Salida del estado de ausencia del mundo que no puede mantenerse, en que no puede vivirse, por más que la vida parezca “despuntar” en él. Es justamente ésa la “posición” para la que Proust recurre a la metáfora de la caverna. En ella se unen la pura clausura del vivir consigo y la imposibilidad de demorarse en ella, porque existe el recuerdo y porque el recuerdo espera se diría que impaciente en la salida de la caverna. Un recuerdo que no es molesta perturbación de la evidencia de ese estar consigo señalado en el cogito, sino antes bien liberación de un presente que de todos modos sólo es capacidad de fatigarse para sumirse de nuevo en los peligros de la identidad: la somnolencia que vuelve incluso por la mañana durante la lectura tras un período de insomnio, o que anticipa al atardecer aquello que debiera estar reservado para la noche, cuando en el sillón, después de cenar, se entra el confuso girar del mundo: alors le bouleversement sera complet dans les mondes désorbités...7; o el despertar en mitad de la noche, cuando el durmiente no sabe dónde se encuentra, y ni siquiera quién es, con un mero sentiment de l’existence tal como pueda tenerlo un animal. Entonces es la desnudez completa al descubierto, la indefensión de que se defiende el hombre de las cavernas, que vive nada más, porque nada hay que le incite a esa vida: j’étais plus dénué que l’homme des cavernes8, y al momento, sin transición por el presente, la anamnesis: mais alors le souvenir... El recuerdo llega “como un socorro de lo alto” para amparar de una nada de la que nadie se podría sacar por sí solo, y devolver al yo a sí mismo: pour me tirer du neant d’où je n’aurais pu sortir tout seul... recomposaient peu à peu les traits originaux de mon moi9. Todo cuanto la imaginación de las cavernas haya podido lograr alguna vez está aquí reunido para una historia de salida y ascenso a la realidad plena, una realidad aliada con aquello que, justamente en este punto, Platón parece haber olvidado en su monumental caverna: el recuerdo.

Notas al pie

1 [Traduzco Erlebnis por vivencia, salvo cuando sea indiferente la distinción respecto a Erfahrung, experiencia.]

2 [Züruck-kunft, del habitual Zu-kunft, por-venir, futuro.]

3 [Gleich schlafe ich ein. Aquí y en lo que sigue utilizo la traducción de Pedro Salinas, Alianza Ed. Madrid, 1966, y la edición de la obra de Proust en Gallimard, París, 1987, ed. por Jean Yves Tadié. Salinas dice sin más: «Ya me duermo» (p. 11). Alternativas no futuristas, pero seguramente tampoco proustianas: “en eso”, “sin más”, “de la misma”, me duermo; y quizás la más realista, “en el acto me duermo”.]

4 F. Ph. Ingold, Auf der Suche nach einem Anfang für «Auf der Suche nach der verlorenen Zeit», en Akzente 30, 1983, 5, 385-388. Redacción del texto y reseña se remiten a la reelaboración crítica que de los bocetos de Proust para el comienzo de la «Recherche» publicara Claudine Quémar en Bulletin d’Information Proustiennes,VIII, 1978.

5 Wittgenstein, Vorlesungen, 1930-1935, Frankfurt, 1984, 176 y ss.

6 [“Mi memoria ya había recibido el impulso”, trad. cit., p. 18.]

7 [“Un trastorno profundo se introducirá en los mundos desorbitados”, loc. cit., p. 14.]

8 [“Hallábame en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas”, loc. cit. p. 14.]

9 Proust, À la recherche du temps perdu, Ed. P. Clarac/A. Ferré, París, 1954, Bibliothèque de la Pléiade, I, 3-9. [“Para sacarme de la nada, porque yo sólo nunca hubiera podido salir...iba recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad”, loc. cit., p. 15] La idea del título, el tiempo perdido, reclama la atención de una fenomenología de la historia en cuanto aquélla deba prestársela. Por una parte, el tiempo está siempre perdido. Por otra, los procedimientos de reconquista del tiempo perdido actúan precisamente por eso como fascinación irresistible. Quizás, en primer lugar, en relación con el papel histórico de la razón: que al parecer había perdido el tiempo antes de imponer su dominio merced a la Ilustración. Nada más inmediato entonces que resarcirse de tan enojosa contingencia, y para ello el recuerdo no tiene valor alguno, y la prisa por enjugar el retraso, todo. Nous sommes venus tard en tout, anota Voltaire en Regagnons le temps perdu (Notebooks, ed. Th. Besterman, II, 573). Se ha de ver cómo la idea de Proust también está en contra de ese programa de recuperación.

II

Supervivencia de los tránsitos

Ver la luz del mundo como perífrasis del nacimiento suena a triunfo en boca de quienes ya creen estar en ella: éste es el estado que valía la pena alcanzar cuando uno se puso en camino alguna vez. Para la otra cara, para la oscuridad precedente, no hay parejo énfasis lingüístico. Cuando se habla de cobijarse en el seno de la madre casi nunca se piensa en la prenatalidad intrauterina, sino en el niño que huye llorando al regazo de su madre. En lo que atañe a dolores del parto, toda la atención ha estado dirigida a los de la parturienta y no al hecho de que también podrían ser dolores los del que ha de ser parido.

El “trauma del nacimiento” es algo nuevo en la historia de nuestras ideas1. Que al nacer se sufre y que no sólo resulta esa ganancia de compartir con todos la luz del mundo, se demuestra descubrimiento independiente de todo psicologismo y que hace aparecer ambivalente, como mínimo, esa vieja frase. La oscuridad a abandonar y abandonada podría aclarar toda nostalgia de ocultación, pero también toda locura de pleno cumplimiento de deseos y evitación de rechazos; o la propensión a sucumbir a promesas que con el juicio sereno nadie creería posible escuchar sin alterarse. En términos algo más abstractos, filosóficos quizá: no somos realistas de nacimiento.

La historia del individuo empieza con una separación, y vuelve siempre a estar marcada por separaciones que a la vez son o pudieran ser grados de ganancia de realidad. En la perspectiva del nacimiento como trauma ontogenético, también la filogénesis se apunta como una historia dominada por la separación resultante de violencias dolorosas. De modo que sólo es llevar la especulación a un valor límite el ver la raíz de todo dolor en el surgimiento de las primeras formas de vida, cualquiera que haya sido su hechura, a partir del substrato inorgánico; pues sólo donde se vive se puede y se tiene que morir. La forma elemental del trauma del nacimiento, esa inconcebible creación primigenia, trae a la luz al mismo tiempo el “impulso de muerte”, tendencia regresiva inevitable en algo surgido como desviación de la normalidad: la del mundo físico y su tendencia fundamental a estados de mayor probabilidad. Nada sabemos de la muerte; que esa palabra sin embargo signifique para nosotros más de lo que nunca pueda experimentarse con percibir la inmovilidad y el tránsito de otros, ése es quizás el único entre todos los fundamentos del discurso platónico sobre la anamnesis que pueden sostener también quienes no son platónicos: a saber, mediante la evocación de esa “preexistencia” e “inmortalidad” no metafísicas, consistentes en la mera imposibilidad de aniquilación de lo que constituye la mayoría aplastante del mundo en torno a esa excepción que es la vida. Una mayoría de cuya dicha “epicúrea” es definición suficiente, y bastante para despertar nostalgia, la incapacidad de sufrir y morir.

Quien juzgue osadía especulativa retrotraerse hasta los orígenes de la vida puede volver la vista a otros tramos de la filogénesis en que la vida orgánica haya tenido que cambiar de elemento, y con ello, la totalidad de sus condiciones de existencia, sus formas de percepción y movimiento. Primero, y acaso el más decisivo, el tránsito del mar a la tierra. Donde hay que pensar no sólo en el nuevo medio y sus exigencias, sino también en la nueva peculiaridad del cuerpo, ser pesado, desconocida en el mar y pieza central en la forma más tardía de experiencia de sí mismo, la humana: experiencia de la posición y marcha erguidas así como de la circulación.

Podemos imaginarnos ese tránsito, en la línea de marea entre mar y tierra, asociado a sensaciones de violencia, de abandono de lo familiar en el “seno” de lo fluido, y así, como situación que somete a extrema tensión las reservas orgánicas. Entre cuántos millones de organismos hayan podido sobrevivir tan sólo los que por primera vez subsistieran entonces al lapso entre marea y marea, entre lluvia y lluvia, es algo que escapa a toda conjetura; pero permite entender lo que puede significar “trauma” figurándose ese proceso fundamental de salida de algo que arropa, que envuelve, acogedor y también, justamente, encubridor. En esa frontera, en la apertura de un terreno de juego a su desarrollo, la vida se ha desenvuelto con pasmosa grandeza a la hora de sacrificar sus pioneros para plantear nuevos desafíos a su propia posibilidad a costa de su condición fundamental, un medio externo homogéneo y constante. No subyace a esta manera de hablar teleología alguna; tan sólo aprovecha lo que Kant admitía como tolerable, hacer descriptible el proceso mediante su finalidad heurística.

Acrecentadas exigencias al sistema orgánico significan además, en la faceta de relación con el mundo, refinamiento de las aptitudes de ese sistema para el realismo. A la alternancia de día y noche tuvo que venir ligada la de calor y frío, sin importancia en el mar: un impulso más a la autonomía del organismo, a la creación del medio interno y sus constantes como condición de una “capacidad de vivencia” permanente y regular.

Nuevamente, no es suposición teleológica ver la figura fundamental de este proceso en el tránsito de la vida a la vivencia. Si añado que éste se cumplió a costa de la simultánea reducción de obviedad en la satisfacción de deseos, puede verse en ello una metáfora especulativa: en adelante, la ligereza de movimientos en el medio marino fue inalcanzable aun para los reptiles que se lanzaban a volar, un sueño ya soñado de “vida leve”, de insensibilidad al cuerpo en tanto móvil. No encuentro perjudiciales antropomorfismos de este tipo; antes bien, con Nietzsche, los veo imposibles de desterrar, y a mantener tan sólo con fines teóricos momentáneos.

El desarrollo ulterior de los organismos, en tanto hallaran un camino del mar a la tierra, admite ser entendido como tendencia a reproducir las condiciones marinas del cuerpo liviano y oculto en un medio homogéneo. Cuando digo “admite ser entendido” es ésa una afirmación filosófica, en el sentido poco definido de que no puede confirmarse ni refutarse. La filosofía es un compendio de afirmaciones incomprobables e irrefutables que se han escogido mirando a su rendimiento. Tampoco son entonces otra cosa que hipótesis, con la diferencia de no contener indicaciones de posibles experimentos u observaciones, sino permitir exclusivamente comprender algo a lo que en otro caso nos enfrentaríamos como a cosa del todo desconocida e inquietante.

La afirmación de que hay una memoria del género como la hay del individuo no admitirá prueba ni refutación, pero facilita un acercamiento comprensivo a los fenómenos. He dicho que el tránsito del mar a la tierra tiene que haber sido un abandono de la forma tridimensional de movimiento para pasar a la bidimensional, completamente dominada al principio por la recién sentida pesadez de los cuerpos. Cabe entender empero el ulterior desarrollo como reproducción de la tridimensionalidad: vueltos pájaro, se alzan los reptiles en el aire, y los descendientes de los roedores se alejan del suelo y empiezan a animar los árboles, vueltos mundo del trepar, colgar y columpiarse. Lo que es válido hablando de la reconquista del dominio sobre el espacio rige también para la reconquista de la homogeneidad del medio, merced a la constante termorregulación sanguínea así como al transporte intrauterino de la prole. Con la membrana amniótica se reproduce el medio primordial para la fase más sensible del desarrollo temprano: miniaturización del mar y sus cavernas. A cambio, el trauma de la separación se introduce en la historia de la vida, y ello en un punto bastante tardío de la evolución. Sólo en el ser humano se llegará a retroceder aún más, hasta un grado de mayor indefensión y más larga permanencia bajo tutela de la madre.

Se ve fácilmente que en el trauma de nacimiento del ser humano retorna con acrecentada intensidad el problema de anteriores traumas de separación. Pero con ningún experimento podemos probar que el individuo humano guarde alguna clase de recuerdo de su nacimiento. En esa medida, cualquier afirmación sobre el efecto ulterior del trauma individual es tan buena o mala filosóficamente como las que se hagan sobre otros traumas de todo el género humano. También en este caso la ventaja es esencialmente hermenéutica: se trata de hipótesis acerca de un texto desconocido cuyo autor jamás podrá ser interrogado acerca de sus propósitos, pero cuya comprensión, y el sosiego o al menos consuelo que conlleve, por lo menos evitan seguir padeciendo el desconsuelo de la plena incomprensión de la condicio humana.

Los poetas no prueban. En eso no son del todo desemejantes a los filósofos, si bien su surtido de definiciones de lo incomprobable no se atiene a criterios tan estrictos: donde no cabe comprensión, basta satisfacción. Que no tiene por qué excluir aquélla, y hasta puede prepararla en segundo plano. En los dos poemas de un ciclo llamado Alaska, calificados en el título de “himnos”, Gottfried Benn evoca en dos líneas la anamnesis de lo orgánico: el medio acogedor y el reto de la producción inmanente de condiciones favorables de existencia, un reto que aún ni se barrunta, la satisfacción parasitaria de la relación exterior, o la preformación de todos los deseos que ya sólo podrán cumplirse gracias a otro. Rezan así: «¡Oh, ser nuestros protosemejantes!/ Un grumo de moco en un fango tibio». Así comienza el primer poema; el otro acaba con un verso que raya en aquel límite al que antaño se vio empujado el camino en sentido contrario, y adonde ahora seduce regresar como a un borde desde el que lanzarse a esa existencia más leve cuya seducción jamás abandona a la vida: «Todo es ribera. Eterna llama la mar»2.

Por poco que demuestre, un poema no es testimonio despreciable cuando se trata de expresar algo tan inasible como las memoria de esas crisis de separación, de los traumas de expulsión o salida que son umbrales de dolor en la evolución orgánica. Medidos con los canones de sensibilidad que entretanto hemos alcanzado o padecido, son además algo así como umbrales de capacidad de vivencia, de conocimiento, de realidad, y acaso de verdad. Que traumas de separación y conceptos de realidad tengan algo que ver, es cosa que se alcanza incluso a través de un poema. Sobre todo cuando es uno que, si bien no invita a revocar lo así conseguido con dolor, nombra a esa aspiración quintaesencia de nuestros deseos secretos. Dar nombre es más que hallar y guardar palabras utilizables de forma duradera; sin nombres, nada puede llegar a ser familiar, ni contarse ninguna historia, ni crearse nada que deje huella. Por eso los poemas son también adelantados de la gran empresa humana, que acaso haya sido menos gravosa en el paraíso: dar nombre a las cosas.

Lo que en esta historia de la vida hay de especulación poco sólida no son los umbrales, desde luego, sino esa suposición del dolor que marca su superación así como cada referencia retrospectiva, la suposición de una oculta regresividad, de esas vagas memoria. Ahora bien, la carga explicativa que tal historia ha de soportar en el presente contexto no es demasiado grande. Pues aquí se trata sólo de hacer más comprensible el éxito de otra historia, un éxito difícil de entender y casi asombroso: el mito de la salida de la caverna ¿Por qué ese mito artístico de Platón fascina desde su invención y arrastra con su seducción a cargar una y otra vez sobre él el peso de nuevas explicaciones? En esa imagen esbozada hay tal monto de familiaridad que se impone tratar de entenderlo, aun si con ello se diera la impresión de mera artificialidad. Esa fábula lleva en sí misma la evidencia de no estar sacada del aire, construida a resultas de una ocurrencia ni traída por los pelos. Ya en su Protágoras –surgido según Wilamowitz antes incluso de morir Sócrates– había hecho Platón a las criaturas mortales compuestas de tierra y fuego en el interior de la tierra por obra de los dioses, y más tarde “salidas a la luz” (exienai ek ges eis phos). Sólo falta ahí la vacilación ante la perspectiva de emprender el camino prescrito. Rechazar el mandamiento de abandonar las tinieblas del seno subterráneo para salir a la luz de las realidades es algo que forzosamente ha de sernos conocido más profundamente que cualquier recuerdo datable y localizable. No puede explicarse sólo por su alcance y completud teórica; ha de tener detrás un abismo de tiempo antropológico.

Ahora bien, el hombre no salió de las tinieblas de la tierra, de las cavernas a la luz, como creían los griegos. Más bien fueron las cavernas refugio que buscó y habitó luego que otro cobijo se le fue retirando, menguante, o lo abandonó él, vacilante: la selva primigenia. El ramapiteco o quienquiera que estuviese en el arranque de la rama de los homínidos, del Homo habilis y el Homo erectus, la que hace unos doce millones de años tuvo que salir a la sabana desde la menguante selva lluviosa y sus claros colindantes, cruzó un umbral como el que hay entre el mar y la tierra. En él se le planteó una exigencia hasta entonces imposible: la marcha erecta. Y si es cierto que ese tránsito extenuante, al plantear un desafío a todas las reservas orgánicas, despertó la necesidad de nuevas defensas, cabe entonces entender el paso de la humanidad primitiva a las cavernas de la cultura como un modo de descargarse del “realismo” de campo abierto, como reconquista de un biotopo perdido y plasmado así en una figura nueva. A diferencia de la caverna del símil platónico en que el estado de necesidad de los prisioneros se satisface mediante imágenes y escenas representadas, de suerte que la incitación a liberarse es acogida con rechazo y una reacción defensiva mortífera –con lo que sólo explica su comodidad la suma artificialidad de la situación que el autor les proporciona–, vista contra el fondo de los orígenes de un subhomínido sacado de su espacio vital natal la caverna prehistórica se perfila como una morada de la que podría decirse, a la inversa de las suposiciones platónicas, que si en ella se llevan a los muros las primeras imágenes es a resultas del completo amparo y comodidad que ofrece. Por largo que pueda haber sido el lapso entre la entrada en la caverna y la ilustración de sus muros, la relación entre caverna y figuración3 que el mito platónico reproduce es perfectamente palpable.

Comoquiera que lo más desconocido para nosotros en la historia del hombre es el período anterior al desarrollo de su capacidad lingüística y su lenguaje, el desarrollo de su capacidad figurativa reviste una significación tanto mayor. En sus esbozos de una antropología del Homo pictor, Hans Jonas ha señalado y desarrollado la idea de que la singularidad de ese logro es del todo independiente de lo contradictorio de sus interpretaciones4. En el panorama del mito de la caverna platónica que aquí se presenta, lo importante es que en ella se utiliza un producto casual de la técnica, las sombras que arroja un fuego en la caverna, para producir una movilidad de figuras que no permite advertir la naturaleza de copia de tales sombras. Semejante situación sólo es posible con imágenes que hayan hecho otros y de cuyo mecanismo de producción nada se sepa.

Cualesquiera que sean las funciones mágicas o de culto asociadas a las pinturas rupestres, no cabe dudar de su valor substitutorio de otra cosa, y de una que estaba ausente. Ahí radica su relación pre-, extra- o postlingüística con el concepto, que logra precisamente eso: hacer presente lo ausente. Los cautivos de la caverna platónica no carecen de lenguaje, pues en tal caso no podrían llevar a cabo su agon. Puede incluso que hayan tenido que dar designaciones particulares a cada una de las sombras. Aun así, carecen de conceptos, pues no pueden referir a lo ausente lo que se les hace presente. Fenomenológicamente hablando, tampoco cuentan con la percepción de imágenes como modalidad perceptiva diferenciada. No saben qué son imágenes, ni cómo tratarlas si interrumpen el continuo perceptivo.

La caverna primitiva es lugar de concentración de la atención. La selva primigenia es al igual que la sabana un entorno de atención difusa, de difuminada vigilia incluso durmiendo. En la caverna sólo hay una dirección en que la atención ha de mantenerse, la abertura, fácil de observar u obstruir si es el caso, y por donde cualquier cosa extraña habría de entrar forzosamente. En el seno de la caverna da comienzo el hombre primitivo a una nueva forma de dormir, el sueño profundo protegido, una forma cultural de dormir que no puede lograr ningún otro ser vivo que tenga “relaciones hostiles”. Se ha adelantado la conjetura de que el dormir selectivo de las amas de cría es «un duermevela dependiente del objeto»5. Nada podría hacer más cumplidamente presente la íntima dependencia de caverna y sueño que el mito de Epiménides, que pasaba entre los griegos por ser entre todos sus sabios el favorito de los dioses. Refugiado del calor del mediodía en una cueva, le sobrevino un sueño profundo de tal suerte que pasaron 57 años hasta que despertó, sin que fuera capaz de reconocer el mundo ni el mundo a él. «Tan raro don dió mucho que cavilar en todo el país. Unos veían en Epiménides al favorito de los dioses. Quienes no podían imaginarse que hubiera dormido tan largo tiempo, opinaban que había gastado esos 57 años en viajes por comarcas desconocidas para darse al conocimiento de las cosas simples»6. A ese don de los dioses se refiere Goethe cuando, tras la caída de Napoléon, compara su supervivencia a la época de la revolución y la guerra con el sueño y el despertar de Epiménides. En todo caso, para entonces ya se habrán convertido el sueño mítico en rito, la caverna en templo, y el sabio en sacerdote.

Notas al pie

1 [Vorstellungen : sin especificar, “representaciones”; según el contexto, imágenes o ideas. Respecto a la universalidad del asunto, es el alemán Schoss quien acoge en su seno ambos sentidos, seno y regazo, sin mayores distingos, a diferencia de otras lenguas de la especie. Respecto a la novedad, vid. Pronuncia con sus nombres los trastos y miserias de la vida, F. de Quevedo (Parnaso, 427, a), ed. Blecua, p. 561: “La vida empieza en lágrimas y caca...”.]

2 [1.º: O dass wir unsere Ururahnen wären./ Ein Klümpchen Schleim ineinen warmen Moor. 2.º: Alles ist Ufer. Ewig ruft das Meer -].

3 [Bildlichkeit, “carácter o cualidad de imagen”. Los derivados de Bild se traducen preferentemente por los de “imagen”, o por los de “forma” y “figura” cuando aquéllos resultan forzados o equívocos.]

4 H. Jonas, Homo pictor und die differentia des Menschen, en Zeitschrift für Philosophische Forschung XV, 1961, 2.

5 R. Bilz, Paläoanthropologie, I, Frankfurt, 1971, 181 y s. Esa disposición, que ha de suponerse anterior al sueño profundo de la caverna, reaparece episódicamente, como cuando se dice de alguien que “las preocupaciones no le dejan dormir”. Sigue siendo posible apelar en estados excepcionales a ese tipo de vigilia aprendida antaño en el cobijo de la selva primigenia: un dormir dependiente del enemigo nocturno parece la forma primordial del cuidado, por así decir el protoparadigma del existir humano como cuidado (Bilz, loc. cit., 25).

6 Diógenes Laercio, I, 109, cit. de la versión alemana del Abregé des vies des anciens Philosophes, de Fenelon, Kurze Lebensbeschreibungen und Lehrsätze der alten Weltweisen, Frankfurt, 1762, 104 y ss.

III

Nacimiento de la fantasía en la caverna

Así vino el hombre en su paso por la caverna a ser el animal soñador. Elaborar mediante sueños las perturbaciones exógenas o endógenas e integrarlas de ese modo en el dormir es algo que sólo podían alcanzar él y sus animales domésticos, porque la situación del sueño en domesticación permitía desatender señales externas. No hace falta sobrevalorar esa “fuente” de la fantasía ni añadirle problema filosófico ninguno; en lo que atañe al desarrollo de una forma de vida más rica, es preciso distinguir sin embargo entre lo que se trae de fuera a la caverna –historias de cazadores para viejos y mujeres a cuya ilustración sirvieran en lo posible las pinturas murales, ya que no todos podían tenerlo visto ya todo–, y aquello otro que sólo en la caverna llega a hacerse posible como imaginación, invención o mito. Por primera vez hay allí “otro mundo” para quienes están presos en éste.

El dilema de la caverna es que en ella se puede vivir, desde luego, pero no encontrar víveres. Se cuida de la vida que queda en la caverna abandonándola, y la destreza y agilidad precisas a tal propósito aparecen enseguida como criterio del respeto debido a alguien, y aun de su derecho a la existencia. Aun así, las pinturas lo prueban, es aquí donde tiene que haberse infringido o al menos restringido en algún momento el derecho de los más fuertes; y es difícilmente concebible que pudieran ser los débiles, ineptos para la caza y captura, quienes reafirmaran su derecho a la vida. Se habrán cuidado de ello las madres, que podían interponerse ante los más débiles porque tenían consigo y criaban también a los fuertes, la prole de los cazadores, y así, a su vez, a otras madres.

Esos hijos de la caverna que nunca hubieran podido hacer valer para sí el derecho del más fuerte, el del cazador proveedor de alimentos, dieron con el mecanismo de la compensación. Ellos no aseguraban la vida, pero aprendieron a darle cuanto la hiciera digna de vivirse. A ellos se remontan las primeras gotas de un caudal que rebosante se abre paso cada vez que no se trata ya de la cruda supervivencia. Al amparo de la caverna y de la ley de las madres, surgió en quienes quedaban atrás la réplica al libre vagar de afuera, la fantasía.

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