PAUL BEATTY

EL VENDIDO

TRADUCCIÓN DE ÍÑIGO GARCÍA URETA

REVISIÓN DE ANDREA M. CUSSET

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

Para Althea Amrik Wasow

PRÓLOGO

Tal vez cueste creerlo viniendo de un negro, pero lo cierto es que nunca he robado nada. Nunca he hecho trampas, ni en la declaración de la renta ni a las cartas. Nunca me he colado en el cine ni he dejado de devolverle el cambio extra a un cajero de supermercado ajeno a las formas del mercantilismo y las tristes perspectivas del salario mínimo. Nunca he desvalijado una casa ni he atracado una licorería. Nunca me he montado en un autobús atestado o en un vagón de metro para ocupar un asiento reservado a los ancianos, sacar mi enorme pene y masturbarme a placer con una expresión depravada, aunque algo alicaída, en el rostro. Y, sin embargo, aquí estoy, en las cavernosas estancias del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, con el coche aparcado de manera ilegal (y algo irónica) en Constitution Avenue, las manos esposadas a la espalda y el derecho a guardar silencio hace tiempo declinado (adiós, muy buenas). Aquí estoy, sentado en una silla acolchada que, como este país, es menos cómoda de lo que parece.

Convocado por un sobre de aspecto oficioso con un ¡IMPORTANTE! estampado en grandes letras rojas, no he dejado de sufrir desde que llegué a la ciudad.

Estimado señor (decía la carta):

¡Enhorabuena, acaba de ganar un premio extraordinario! Su caso ha sido escogido entre cientos de apelaciones para ser visto por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América. ¡Qué magnífico honor! Es muy recomendable que se presente con al menos dos horas de antelación. La audiencia está fijada para las 10.00 horas del día 19 de marzo del año de nuestro Señor…

La carta concluía con instrucciones precisas para llegar al edificio del Tribunal Supremo desde el aeropuerto, la estación de tren o la autovía I-95, y llevaba una cartilla de cupones de descuento para varias atracciones, restaurantes, hoteles y similares. No iba firmada; terminaba simplemente así:

Atentamente,

El Pueblo de los Estados Unidos de América

Se supone que Washington, D. C., con sus anchas calles, sus caóticas rotondas, sus estatuas de mármol, sus columnas dóricas y sus cúpulas, debería recordar a la antigua Roma (eso si las calles de la antigua Roma hubieran estado llenas de negros sin techo, perros antibombas, buses turísticos y cerezos en flor). Ayer por la tarde, como un etíope con sandalias surgido de las más tenebrosas selvas de Los Ángeles, me aventuré a salir del hotel y me uní a la peregrinación de paletos con vaqueros que desfilaban lenta y patrióticamente por los monumentos del imperio. Contemplé sobrecogido el Lincoln Memorial. Si el honrado Abe volviese a la vida y, de algún modo, lograra levantar del trono los siete metros de su cuerpo huesudo, ¿qué diría? ¿Qué haría? ¿Marcarse unos pasos de break-dance? ¿Jugar a las canicas en la acera? ¿Leer el periódico para descubrir que la Unión por él salvada es ahora una plutocracia disfuncional, que las personas por él liberadas son esclavas del ritmo, el rap o la usura y que sus propias habilidades serían hoy más útiles en una cancha de baloncesto que en la Casa Blanca? Allí al menos podría robar la pelota, elevarse para anotar tres puntos barbudos, mantener la pose y soltar una burrada mientras la bola emboca la canasta. No hay quien detenga al gran emancipador: la única esperanza es frenarlo un poco.

Como era previsible, en el Pentágono no hay nada que hacer salvo declarar una guerra. A los turistas ni siquiera se les permite sacar fotos con el edificio al fondo, así que serví encantado a mi país cuando una uniformada familia que acumulaba cuatro generaciones de marinos me pasó una cámara desechable y me pidió que los siguiera a distancia para sacarles fotos a hurtadillas mientras, sin razón aparente, se cuadraban, saludaban y hacían el signo de la paz. En el National Mall había una marcha individual sobre Washington. Un solitario muchacho blanco yacía en la hierba jodiendo de tal forma la profundidad de campo que el lejano Monumento a Washington parecía una erección caucásica enorme y puntiaguda brotando de su bragueta bajada. El chico bromeaba con los transeúntes, sonreía a las cámaras de los teléfonos y acariciaba su falso priapismo fotográfico.

En el zoo me detuve frente a la jaula de los primates y oí a una mujer maravillarse ante el aspecto «presidencial» de un gorila de doscientos kilos que, sentado a horcajadas sobre la rama de un roble, no quitaba ojo a sus crías enjauladas. Cuando su novio golpeó con el dedo la placa informativa y señaló que, casualmente, nuestro «presidencial» espalda plateada se llamaba Baraka, ella se echó a reír hasta que me vio a mí, el otro gorila de doscientos kilos allí presente, metiéndome en la boca algo que bien podría haber sido un plátano o un polo a medio comer. Entonces la mujer se vino abajo desconsolada y, a moco tendido, se deshizo en disculpas por su imperdonable patinazo y por mi propio nacimiento. «Algunos de mis mejores amigos son monos», añadió a bote pronto. Entonces fui yo quien se partió de risa. Comprendía bien lo que pasaba. La ciudad entera es un lapsus linguae freudiano, un gran falo de cemento erguido por las gestas y fechorías de Estados Unidos. ¿La esclavitud? ¿El Destino Manifiesto? ¿Laverne & Shirley? ¿Brazos cruzados mientras Alemania intentaba cargarse a todos los judíos de Europa? Mire, algunos de mis mejores amigos son el Museo de Arte Africano, el Museo del Holocausto, el Museo del Indio Americano y el Museo Nacional de Mujeres Artistas. Es más, le haré saber que la hija de mi hermana está casada con un orangután.

Basta una visita a Georgetown y Chinatown, un paseo por la Casa Blanca, la Casa Phoenix, la Casa Blair y la casa del crack para ver el mensaje meridianamente claro. Tanto en la antigua Roma como en la América moderna, o eres ciudadano o eres esclavo. León o judío. Culpable o inocente. Acomodado o incomodado. Y aquí, en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, que me den si, entre las esposas y lo que resbala el cuero de la silla, la única forma de evitar que el trasero se me escurra ignominiosamente hasta el puñetero suelo es reclinarme en un ángulo que en una celda no llegaría a displicente, pero que en la sala del tribunal va sin duda más allá del desacato.

Con las llaves tintineando como campanillas de trineo, los funcionarios desfilan por las estancias como yuntas de percherones rapados y sin carro uncidos por amor a Dios y a la patria. La yegua altiva que dirige la recua con un llamativo fajín cruzado en el pecho me da un golpecito en el respaldo de la silla. Quiere que me siente derecho, pero, como se espera del legendario desobediente civil que soy, me recuesto aún más en actitud desafiante y acabo dándome una feroz culada por ejercer mi torpe derecho a la resistencia pacífica. Primero sacude la llave de las esposas frente a mi cara; luego, con un brazo mondo y rechoncho, me endereza sin miramientos y coloca la silla tan cerca de la mesa que al sentarme distingo el reflejo de mi traje y mi corbata en el rutilante acabado de caoba con aroma a limón. Es la primera vez que llevo traje. El tipo que lo vendía me dijo: «Le va a encantar cómo le queda, se lo garantizo». Pero el rostro que me mira desde la mesa tiene la misma pinta que cualquier negro con traje, con rastas, con trenzas o con calva, cualquier negro corporativo y africanado cuyo nombre desconoces y cuya cara no te suena: pinta de criminal.

«Cuando te queda bien, te sientes bien», prometió el vendedor. Lo garantizó. Así que cuando llegue a casa pienso pedirle que me reembolse los ciento veintinueve pavos porque no me encanta cómo me queda. Ni cómo me siento. Me siento como este traje: sin clase, picajoso y deshilachado.

Normalmente los polis esperan que les des las gracias, ya sea porque te han indicado el camino a la oficina de correos, ya porque te han zurrado de lo lindo en el asiento trasero de un coche patrulla o, como en mi caso, porque te han quitado las esposas, te han devuelto la hierba con toda su parafernalia y te han ofrecido la tradicional pluma del Tribunal Supremo. Pero esta mujer lleva la lástima dibujada en el rostro desde esta mañana, cuando ella y su séquito salieron a mi encuentro al final de los famosos cuarenta y cuatro escalones del templo presididos por la inscripción JUSTICIA E IGUALDAD ANTE LA LEY. Allí estaban, hombro con hombro, entornando los ojos por el sol de la mañana, las chaquetas polinizadas por las flores de cerezo, bloqueándome la entrada al edificio. Todos sabíamos que era una farsa, un último e inútil alarde de poder estatal. El único que no estaba al tanto era el cocker spaniel, que saltó excitado hacia mí con la correa retráctil zumbando tras él. Me olisqueó los zapatos y los pantalones, me rozó la entrepierna con su húmedo hocico forrado de mocos y se sentó dócilmente a mi lado aporreando el suelo con su cola orgullosa.

Se me acusa de un crimen tan horrendo que trincarme por posesión de marihuana en un recinto federal sería como inculpar a Hitler por vago y maleante o a una multinacional como British Petroleum por deslucir bienes inmuebles tras medio siglo jorobando con sus refinerías y vertidos tóxicos, por no hablar de una campaña publicitaria desvergonzadamente cínica. Así que vacío la pipa en la mesa de caoba con dos sonoros golpes, rebaño la resina viscosa, la tiro al suelo, lleno la cazoleta con hierba de cosecha propia y, como el comandante de un pelotón de fusilamiento que le enciende el último cigarrillo a un desertor, la señora agente saca su Bic y me da fuego con suma gentileza. Rechazo la venda y doy la calada más gloriosa en la historia de la maría. Llamad a los discriminados por su raza, a los abortistas frustrados y a los quemadores de banderas acogidos a la Quinta Enmienda y decidles que exijan un nuevo juicio porque estoy poniéndome hasta arriba en el tribunal más alto del país. Los esbirros me miran estupefactos. Soy el mono de Scopes, el eslabón perdido en la evolución de la jurisprudencia afroamericana vuelto a la vida. Puedo oír al cocker spaniel gimoteando en el pasillo, tocando la puerta con la pata, mientras exhalo una columna de humo tan formidable como un hongo nuclear hacia los rostros que se alinean en los gigantescos frisos del techo. Hammurabi, Moisés, Salomón (ensalmos de democracia y juego limpio en mármol español veteado), Mahoma, Napoleón, Carlomagno y un griego pervertido ataviado con una toga me lanzan sus pétreas miradas de reproche. Me pregunto si miraron con el mismo desdén a los chicos de Scottsboro o a Al Gore, Jr.

Solo Confucio mantiene la compostura. Luce una informal bata de raso con grandes mangas, zapatillas de kung-fu, impresionante mostacho y barba shaolín. Alzo la pipa y le ofrezco una calada; el viaje más largo comienza con una chupadita…

Esa mierda del «viaje más largo» es de Lao-Tse me corrige.

Todos los putos filósofos-poetas sonáis igual le contesto.

Me alucina ser el último hito en la larga historia de los casos raciales. Sospecho que los constitucionalistas y los paleontólogos de la cultura discutirán sobre mi lugar en la cronología. Someterán mi pipa a la prueba del carbono 14 para determinar si soy descendiente directo de Dred Scott, ese enigma de color que, siendo esclavo en un estado libre, era lo bastante hombre para su esposa y sus hijos y lo bastante hombre para perseguir la libertad querellándose contra su amo, pero no lo bastante hombre para la Constitución porque a ojos del tribunal solo era una propiedad: un bípedo negro «sin derechos que un hombre blanco estuviera obligado a respetar». Examinarán escritos legales, hojearán cartapacios anteriores a la guerra e intentarán determinar si la sentencia de este caso ratifica o anula la de «Plessy contra Ferguson». Rebuscarán en plantaciones, en guetos y en los palacetes suburbanos estilo Tudor donde se practica la discriminación positiva; excavarán patios buscando vestigios fantasmales de injusticias pasadas en fichas de dominó y dados fósiles; desempolvarán derechos petrificados que yacen en vetustos códigos, me declararán «precedente imprevisto de la generación hip-hop» en la línea de Luther Luke Skyywalker Campbell, el rapero de dientes separados que reclamaba su derecho a divertirse y parodiar al hombre blanco como este había hecho durante años con nosotros. Aunque de haberme hallado entre sus señorías le habría arrebatado la estilográfica a Rehnquist, el excelentísimo presidente del tribunal, para emitir un solitario voto particular proclamando categóricamente que «cualquier rapero de medio pelo cuyo tema estelar se titule “Estoy cachondo” no tendrá derechos que el hombre blanco (o, ya puestos, cualquier break-boy digno de sus pumas) esté obligado a respetar».

El humo me abrasa la garganta. «¡Justicia e igualdad ante la ley!», grito a nadie en concreto para acreditar la potencia de la maría y la levedad de mi constitución. En barrios como el de mi infancia, lugares pobres en praxis y ricos en retórica, los colegas tienen un dicho: «Prefiero que me juzguen doce a que seis carguen mi ataúd». Es una máxima, un tópico rapero, una tabla de salvación, un algoritmo desolador que en apariencia alude a la fe en el sistema, pero que en realidad significa «dispara primero, confía en el abogado de oficio y agradece que aún conservas la salud». No tengo tanta calle, pero que yo sepa no hay ningún corolario para el tribunal de apelaciones. Nunca he visto a un hampón de esquina que se meta un sorbo de licor de malta diciendo: «Prefiero que lo revisen nueve a que lo juzgue uno».

La gente ha dado la vida para conseguir un poco de esa «justicia e igualdad ante la ley» que tan alegremente se anuncia en el exterior del edificio, pero, culpables o inocentes, la mayoría de los facinerosos nunca llegan tan lejos. Sus recursos rara vez van más allá de una madre llorosa que suplica la misericordia divina o una segunda hipoteca sobre la casa de la abuela. Y si creyera en esos eslóganes debería admitir que me he hartado de recibir justicia, pero no creo en ellos. La necesidad de adornar un edificio o un recinto con locuciones como Arbeit Macht Frei, La pequeña ciudad más grande del mundo o El lugar más feliz de la Tierra es una muestra de inseguridad, una excusa artificiosa para ocupar un espacio y un tiempo finitos. ¿Han estado alguna vez en Reno, Nevada? Es una ciudad pequeña, sí, y también la boñiga más grande del mundo. Y si en verdad Disneylandia fuese el lugar más feliz de la Tierra, o lo mantendrían en secreto o la entrada sería gratis, no el equivalente a la renta per cápita de una nación subsahariana como Detroit.

No siempre me he sentido así. De niño pensaba que todos los problemas de la América negra se resolverían si tuviéramos un lema, un escueto Liberté, egalité, fraternité que grabaríamos sobre el hierro forjado de verjas chirriantes o bordaríamos en banderolas, escarapelas y cuadros para la pared de la cocina. Como lo mejor del folclore afroamericano y sus peinados, tendría que ser simple y a la vez profundo. Noble y a un tiempo igualitario. Una tarjeta de presentación para una raza entera que en principio no tendría connotaciones raciales, pero que, al mismo tiempo, sería muy muy negra para los enterados. No sé de dónde sacan esas ideas los jovencitos, pero cuando tus amigos se refieren a sus padres empleando el nombre de pila tienes la sensación de que algo no acaba de ir bien. Y, ya puestos, en estos tiempos de mala hostia y crisis permanente, ¿no sería preferible que las desgarradas familias negras se reunieran en torno a la chimenea, contemplasen la repisa y hallasen consuelo en las edificantes palabras inscritas en hermosos letreros hechos a mano o en monedas de oro de edición limitada compradas a altas horas de la noche en la teletienda con una tarjeta que ya no da más de sí?

Otras etnias tienen sus propios lemas. Ni conquistados ni conquistables, reza el de la nación chickasaw, aunque la sentencia no guarda relación con las mesas de los casinos ni con el hecho de que combatieran en el bando confederado durante la Guerra Civil. Allahu akbar, Shikata ga nai, Nunca más, Promoción de Harvard del 96, Proteger y servir son mucho más que simples saludos o frases trilladas: son consignas que usamos para recargar las pilas, chis verbales que reactivan nuestra fuerza vital y nos unen a otros seres humanos con ideas, piel y zapatos similares. ¿Cómo dicen en el Mediterráneo? Stessa faccia, stessa razza, «la misma cara, la misma raza». Cada raza tiene su lema. ¿No se lo creen? ¿Se han fijado en el tipo moreno de Recursos Humanos? ¿El que actúa como un blanco y habla como un blanco aunque hay algo en él que no acaba de encajar? Acérquense a él. Pregúntenle por qué los guardametas mexicanos son tan brutos o si la comida de la furgoneta de tacos aparcada ahí fuera es de fiar. ¡Venga, pregúntenselo! Pínchenlo. Caliéntenle esa cabeza dura de indio, a ver cuánto tarda en volverse y soltarles en español: «¡Por la raza, todo! ¡Fuera de la raza, nada!».

A los diez años pasé una larga noche acurrucado bajo el edredón con Osolindo, un peluche relleno de un sentido lingüístico tan espumoso como enigmático y de cierto dogmatismo haroldbloomiano. Era el oso amoroso más literario y mi crítico más despiadado. En la viciada oscuridad de aquella cueva con murciélagos de rayón, sus gruesos brazos amarillos y casi inmóviles pugnaban por sostener la linterna mientras intentábamos salvar a la raza negra en ocho palabras como máximo. Echando mano del latín que aprendía en casa producía un lema tras otro y los iba poniendo frente a su hocico de plástico acorazonado para que me diera el visto bueno. El chasco del primer intento (América negra: veni, vidi, vici. ¡Pollo frito!) izó las orejas de Osolindo y cerró aquellos ojos duramente plastificados. Semper fi, semper funky le erizó el vello de poliéster. Cuando empezó a dar rabiosos zarpazos en el colchón, cuando se alzó sobre las gruesas patas amarillas enseñando las garras y los colmillos ursinos, traté de recordar lo que recomendaba el manual de los scouts en caso de conflicto con un peluche enojado, ebrio de autoridad editorial y borracho de vino robado en la alacena: «Si tropiezas con un oso cabreado, mantén la calma. Habla en voz baja, no retrocedas, crécete y escribe frases claras, sencillas y edificantes en latín».

Unum corpus, una mens, una cor, unum amor.

Un cuerpo, una mente, un corazón, un amor.

Tenía un pase. Sonaba a leyenda para la matrícula del coche. Ya la veía en cursiva circunnavegando el borde de una medalla al valor en la guerra racial. Osolindo no la odiaba, pero por la manera como arrugó el hocico aquella noche, justo antes de dormirse, advertí que mi consigna lo inquietaba porque sugería una cierta uniformidad colectiva, ¿y acaso los negros no estaban siempre quejándose de que se los etiquetara como un grupo monolítico? No quise perturbar su descanso diciéndole que todos los negros piensan igual. Nadie lo admite, pero todos los negros se creen mejores que los demás negros. Ni la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color ni la Liga Urbana se han dignado contestarme, de modo que el credo negro solo existe en mi cabeza, donde aguarda impaciente un movimiento, una nación y, supongo (dado que hoy en día la marca lo es todo), un logo.

Aunque tal vez no necesitemos un lema. ¿Cuántas veces he oído decir «ya me conoces, negrata, mi lema es…»? Si fuera más listo sacaría provecho de mi latín. Cobraría diez dólares la palabra. O quince si no son del barrio o quieren que les traduzca «no culpes al jugador, culpa al juego». Si es verdad eso de que tu cuerpo es tu templo, podría sacarme una pasta. Abrir una pequeña tienda en la avenida y contar con una larga cola de clientes tatuados que se han convertido a sí mismos en santuarios aconfesionales: cruces egipcias, sankofas y crucifijos luchando por ocupar el espacio abdominal contra dioses del sol aztecas y galaxias de David con una sola estrella. Ideogramas que recorren pantorrillas depiladas y columnas vertebrales, elegías chinescas a amadísimos difuntos que deberían decir cosas como «descansa en paz, abuelita Beverly» cuando en realidad significan «¡que se coma tu madre el arroz tres delicias!». Tío, me iba a hacer de oro. Vendrían a cualquier hora de la noche colgados como perchas. Podría sentarme detrás de una ventanilla de plexiglás y agenciarme una de esas cajas corredizas que usan los empleados de las gasolineras. Deslizaría la caja y, subrepticiamente, como presos que depositan sus instancias carcelarias, la clientela me entregaría sus lucubraciones. Cuanto más duros los hombres, más legible sería la letra. Cuanto más dulces las mujeres, más belicosas las sentencias. «Ya me conoces dirían, mi lema es…» Soltarían el dinero en la caja con citas de Shakespeare o de Scarface, pasajes bíblicos, sandeces gansteriles y aforismos de colegio escritos con todo tipo de medios, desde sangre hasta lápiz de ojos. Y ya estuvieran garabateados en una servilleta arrugada, en un plato de papel manchado de salsa barbacoa y ensalada de patatas o en una página arrancada con esmero de un diario secreto comenzado tras unas vacaciones en el reformatorio («si le contara esto a alguien me darían por saco»), lo cierto es que siempre me tomaría en serio mi trabajo. Estoy hablando de sujetos para quienes la frase «tío, si me ponen una pistola en la cabeza» no es una figura retórica, y cuando alguien ha apretado el frío cañón metálico contra el yin y el yang que llevas tatuado en la sien y aún vives para contarlo, no necesitas leer el I Ching para apreciar el equilibrio cósmico del universo y el poder de los tatuajes que coronan la raja del poto. Porque ¿qué otro lema podrías escoger sino «donde las dan las toman»? (Quod circumvehitur, revehitur.)

En las horas de ocio vendrían a enseñarme mis manuali­dades. Las letras góticas brillando bajo las farolas, su clásica sintaxis ortografiada sobre musculaturas sudorosas embutidas en camisetas de tirantes. El tonto anda y el dinero manda… Pecunia sermo, somnium ambulo. Dativos y acusativos bruñidos en las yugulares; nada más bello que la lengua de la ciencia y el amor surfeando olas de tocino en el cuerpo de una coleguita.

Solo quiero pinga… Austerus verpa. La vacilante declinación de un sustantivo telegrafiada en sus frentes sería lo más cerca que estarían muchos de ser blancos, de oler a blanco. O los Crips o a la mierda… Criptum vexo vel carpo vex. Puro esencialismo sin esencia. Sangre dentro y sangre fuera… Minuo in, minuo sicco. Es la satisfacción de ver tu lema en el espejo y pensar: «El negrata que no esté paranoico está loco»… Ullus niger vir quisnam est non insanus ist rabidus, algo que habría dicho el mismísimo Julio César de haber sido negro. Actúa según tu edad, no según el número que calzas… Factio vestri aevum, non vestri calceus amplitudo. Oye, y si a esta América cada vez más plural le da por encargar un nuevo lema, que me avisen porque tengo uno mejor que E pluribus unum.

Tu dormis, tu perdis… Si te duermes, te pierdes.

Me quitan la pipa de la mano.

¡Venga, tío, deja eso! Hay que meterse en faena, colega.

Hampton Fiske, mi abogado y viejo amigo, dispersa el humo con una tranquilidad pasmosa y luego me reboza con una nube antifúngica de ambientador vaporizado. Estoy demasiado ciego para hablar, así que nos saludamos alzando la barbilla. Ambos esbozamos una sonrisa de complicidad: reconocemos el olor, es brisa tropical, la misma mierda que usábamos para ocultar las pruebas a nuestros padres porque olía a polvo de ángel. Si mamá volvía a casa, se quitaba las alpargatas y notaba un hedor a manzanas asadas o a fresas con nata, sabía que habías estado fumando. Pero si la choza olía a PCP, la peste podía atribuirse «al tío Rick y a los otros». También cabía la alternativa de que se limitara a guardar silencio con la esperanza de que el problema desapareciese sin más: estaba demasiado cansada para lidiar con la posibilidad de que su único hijo fuese adicto a la fenciclidina.

El Tribunal Supremo no es territorio de Hamp. Es un abogado penalista de la vieja escuela. Cuando llamas a su despacho te ponen invariablemente en espera. No porque Hamp esté atareado o porque no tenga recepcionista; tampoco porque al mismo tiempo llame un pánfilo que ha visto el anuncio en una parada de autobús o el número de teléfono 1-800-LIBERTAD raspado por un transeúnte a su servicio en el bastidor de un espejo carcelario o en la mampara de un coche patrulla. No, te pone en espera porque le gusta oír el contestador automático, una perorata de diez minutos sobre sus incontables victorias y sobreseimientos.

Ha llamado al Grupo Fiske. Cualquier bufete estudia los cargos, nosotros los descargamos. Asesinato: inocente. Conducción temeraria: inocente. Atentado a la autoridad: inocente. Abuso sexual: inocente. Maltrato de menores: inocente. Maltrato de ancianos: inocente. Robo: sobreseído. Falsificación: sobreseído. Violencia doméstica (más de mil casos): sobreseído. Corrupción de menores: sobreseído. Uso de niños en tráfico de drogas: sobreseído. Secuestro…

Hamp sabe bien que solo un reo completamente desesperado tendrá la paciencia de soportar una letanía donde se enumeran prácticamente todos los delitos incluidos en el código penal del condado de Los Ángeles, primero en inglés, luego en español y después en tagalo. Esa es la gente a la que quiere defender. Los condenados de la Tierra, así nos llama. Tipos demasiado pobres para pagarse la tele por cable y demasiado idiotas para darse cuenta de que no se están perdiendo nada. «Si Jean Valjean me hubiese contratado a mí suele decir, Los miserables se quedaría en seis páginas. ¿Hurto de pan? Sobreseído.»

Su contestador no menciona mis crímenes. En la comparecencia ante el tribunal de distrito, justo antes de preguntarme si me declaraba culpable, el juez leyó la lista de los delitos que se me imputaban. Se me acusaba de todas las infracciones imaginables, desde lesa patria hasta metedura de pata justo cuando estábamos tan contentos. Me puse en pie atónito tratando de dilucidar si existe un término medio entre «culpable» e «inocente». ¿Por qué eran esas mis únicas opciones?, pensé. ¿Por qué no podía ser «ninguna de las dos» o «ambas»?

Después de una larga pausa, miré al juez y dije:

Me declaro humano, señoría.

Esto me valió una sonrisita comprensiva y una sanción por desacato al tribunal que Hamp anuló al instante reduciéndola al tiempo de prisión preventiva. Después afirmó que, en realidad, su defendido se declaraba inocente; acto seguido solicitó, medio en serio medio en broma, un cambio de jurisdicción proponiendo que, dada la gravedad de los cargos, tal vez fuera mejor que el juicio se celebrase en Núremberg o en Salem, Massachusetts. Y aunque nunca me dijo nada, sospecho que entonces comprendió el verdadero alcance de lo que antes había considerado un simple y típico caso de insensatez negra en el gueto. Al día siguiente pidió el ingreso en el colegio de abogados adscrito al Supremo.

Pero todo eso es agua pasada. Porque ahora estoy aquí, en Washington, D. C., colgado de la soga jurídica, ciego de memoria y de maría, con la boca seca y sintiéndome como si acabara de despertar en el autobús número 7 con una curda monumental tras una larga noche de juerga y fútiles intentos para ligar con las mexicanas en el muelle de Santa Mónica; miro por la ventanilla y percibo (lentamente, atontado aún por la hierba) que me he saltado la parada y no tengo ni idea de dónde estoy o por qué me mira todo el mundo. Como esa mujer de la primera fila de la sala, esa que, inclinada sobre la barandilla de madera con el rostro crispado de rabia, extiende sus dedos corazones, largos, esbeltos y cuidados, en mi dirección. Las mujeres negras tienen las manos muy bonitas, y las suyas se vuelven más elegantes cada vez que pincha el aire con sus estocadas de cacao. Son manos de poeta, una de esas maestras-poetas de pelo natural y pulseritas de bronce cuyos versos elegíacos lo comparan todo con el jazz. El parto, como el jazz. Muhammad Ali, como el jazz. Filadelfia, como el jazz. El jazz, como el jazz. Todo como el jazz, menos yo. Para ella yo soy un remix anglosajón, un uso indebido de la música negra. Soy Pat Boone, con la cara pintada de negro, cantando una versión edulcorada del «Ain’t That a Shame» de Fats Domino. Soy cada nota de rock británico no punki desde que los Beatles idearon los acordes con los que arranca «A Hard Day’s Night». Pero ¿qué pasa con Bobby What You Won’t Do for Love Caldwell, qué pasa con Gerry Mulligan, Third Bass y Janis Joplin? Eso es lo que quiero gritarle. ¿Y qué hay de Eric Clapton? Esperen, eso lo retiro. ¡A la mierda Eric Clapton! Ella salta la barandilla con los grandes pechos por delante, sortea a los policías y se dirige a mí con las yemas de los dedos asidas a las puntas de ese chal modelo Toni Morrison que arrastra como una cola de cometa de cachemira y que parece gritarme: «¿Es que no ves lo larga, suave, brillante y cara que soy? Hijoputa, ¡vas a tratarme como a una reina!».

Ahora la tengo frente a mí mascullando plácidas incoherencias sobre el orgullo negro, los barcos de esclavos, el acuerdo de los tres quintos, Ronald Reagan, el poll tax, la Marcha sobre Washington, el mito de los quarterbacks, el indudable racismo de los caballos con túnicas blancas del Ku Klux Klan y, con gran énfasis, la necesidad de proteger las maleables mentes de la cada vez más redundante «joven juventud negra». En efecto: la mente del pequeño hidrocéfato que se aferra a las caderas de su maestra con el rostro enterrado en su entrepierna necesita a todas luces un guardaespaldas o, al menos, un profiláctico mental. Saca la cabeza para tomar aire y espera una explicación convincente: quiere que alguien le diga por qué me odia tanto su profesora. Al no obtener respuesta, el alumno regresa a la cálida humedad de ese maravilloso sitio ajeno al estereotipo de que los hombres negros no bajan allí. ¿Y qué podría haberle dicho yo?

¿Sabes lo que pasa cuando juegas a Serpientes y Escaleras y estás casi en la línea de meta, pero entonces sacas un seis y aterrizas en ese tobogán rojo, largo y con muchas curvas que te lleva desde la casilla sesenta y siete hasta la veinticuatro?

Sí, señor responde cortésmente.

Vale le digo frotando la bola de billar que tiene por cabeza, pues yo soy ese largo tobogán rojo.

La maestra-poeta me suelta un bofetón en la cara. Y sé por qué. Como casi todos los presentes, quiere que me sienta culpable. Quiere alguna muestra de contrición, que me derrumbe hecho un mar de lágrimas, que le ahorre al Estado algo de dinero y a ella la vergüenza de compartir mi negritud. Yo también espero verme inundado por esa sensación familiar y abrumadora que produce la culpa negra; deseo que me hinque de rodillas, que me flagele con humillantes sinsentidos idiomáticos hasta doblarme el espinazo mientras suplico piedad a América, mientras confieso entre lágrimas mis nefandos pecados contra el color y el país, mientras pido perdón a la orgullosa historia negra. Pero no pasa nada. Nada salvo el zumbido del aire acondicionado y de mi propio colocón, mientras un segurata escolta a nuestra maestra de vuelta a su asiento con el niño pequeño detrás aferrado a la pashmina como si le fuera la vida en ello. Entretanto, el escozor de mi mejilla, que para ella ha de ser un recordatorio perpetuo, ya se ha disipado y soy incapaz de sentir un solo pinchazo de remordimiento.

¡Menudo desastre! Mi vida va a ser juzgada y por vez primera vez no me siento culpable. Al fin me he librado de esa culpa omnipresente, tan negra como el pastel de manzana de restaurante de comida rápida y el baloncesto penitenciario, y me siento casi blanco, liberado de toda esa vergüenza racial que lleva a un estudiante con gafas de primero de carrera a aborrecer que llegue el viernes y sirvan pollo frito en la cantina. Porque yo era la «diversidad» a la que con tanto ahínco se aludía en la brillante literatura de la facultad, pero no había beca en el mundo que lograra hacerme chupar el cartílago de un muslo de pollo delante de todo primero. Ya no comparto esa culpabilidad colectiva, la misma que evita que el lunes por la mañana el tercer chelo de la orquesta, la secretaria administrativa, el mozo de almacén y la ganadora «no tan guapa pero es que es una belleza negra» del certamen de belleza se planten en el trabajo y disparen a cada hijoputa blanco que se les ponga a tiro. Esa culpa que me ha obligado a murmurar «culpa mía» por cada pase de rebote extraviado, por cada político sometido a una investigación federal, por cada comediante de ojos saltones y voz de siervo agradecido, por cada película negra filmada a partir de 1968. No, ya no me siento responsable, y ahora entiendo que el único momento en el que los negros no nos sentimos culpables es cuando realmente hemos hecho algo mal, porque eso nos libra de enfrentarnos a la disonancia cognitiva de ser a un tiempo negros e inocentes, y en cierto modo la perspectiva de acabar en la cárcel pasa a suponer un alivio. Igual que entretener a los blancos es un alivio, votar a los republicanos es un alivio y casarse con una blanca otro, si bien transitorio.

Incómodo por sentirme tan cómodo, hago un último intento por estar en armonía con mi gente. Cierro los ojos, apoyo la cabeza en la mesa y hundo mi ancha nariz en el hueco del brazo. Me concentro en la respiración, dejando las banderas y la fanfarria fuera, y reviso mi vasto depósito de ensoñaciones negroides hasta que doy con una escabrosa imagen de archivo de la lucha por los derechos civiles. La tomo con cuidado, asiéndola por los delicados bordes, y la saco de su sagrado carrete. La paso por engranajes mentales y puertas psicológicas, y por la bombilla que, ocasionalmente, parpadea con una idea decente dentro de mi cabeza. Enciendo el proyector. No hace falta enfocar. Toda carnicería humana siempre se filma y rememora en la más alta definición. Las imágenes son cristalinas, están grabadas en nuestras memorias y en los televisores de plasma de manera permanente. Es ese bucle incesante del Mes de la Historia Negra, con los perros ladrando, el agua saliendo a borbotones de las mangueras de bomberos, los carbunclos que supuran sangre por entre los cortes de pelo de dos dólares. Esa sangre incolora se desliza por los rostros perlados de sudor, y la luz de las noticias de la noche… esas son las imágenes que conforman nuestro superego colectivo en 16 mm. Pero hoy no soy más que un bulbo raquídeo y no consigo concentrarme. El rollo de película comienza a saltar en mi cabeza, se corta el sonido y en Selma, Alabama, los manifestantes se derrumban como fichas de dominó y comienzan a parecerse a los negros de cine mudo que resbalan masivamente sobre la cáscara de plátano de la discriminación positiva y caen al suelo en una maraña de piernas y sueños torcidos. Los manifestantes de Washington se convierten en zombis de los derechos civiles, cien mil hombres marchan como sonámbulos por el paseo y estiran los dedos rígidos anhelando su libra de carne. El zombi en cabeza parece cansado de que lo levanten entre los muertos cada vez que alguien quiere opinar sobre lo que la gente negra debe y no debe hacer, sobre lo que puede y no puede tener. No sabe que el micro está encendido y, entre dientes, confiesa que si hubiera probado esa bazofia sin azúcar que pasaba por té helado en los mostradores segregados del Sur, habría suspendido todo ese follón de los derechos civiles. Antes de los boicots, las palizas y los asesinatos. Deposita una lata de refresco light en el podio.

Todo va mejor con Coca-Cola afirma. ¡Es la chispa de la vida!

Sigo sin sentirme culpable. Si de verdad estoy retrocediendo y arrastrando conmigo a toda la América negra, no podría importarme menos. ¿Acaso es culpa mía que el único beneficio tangible del movimiento por los derechos civiles sea que los negros ya no temen tanto a los perros? No, no lo es.

La alguacil se pone en pie, da unos cuantos golpes de mazo y recita la invocación del Tribunal:

El honorable presidente y los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Hampton me ayuda a levantarme, temblando, y, como todos los presentes, ambos nos erguimos con solemnidad litúrgica cuando entran en la sala los jueces, que se esfuerzan por parecer imparciales, con sus cortes de pelo de la época de Eisenhower y ese gesto inexpresivo y rutinario que viene a decir: «Otro día, otro dólar». Lástima que sea imposible no ser presuntuoso cuando llevas un traje negro de seda y el juez negro se ha despistado y ha olvidado quitarse el Rolex de platino de cincuenta mil pavos. Supongo que si tuviera más seguridad en el trabajo que el dios del tiempo, yo también fardaría como un cerdo.

Oyez! Oyez! Oyez!

Llegados a este punto, tras cinco años de interminables decisiones, revocaciones, apelaciones, aplazamientos y audiencias, ya ni siquiera recuerdo si soy acusado o demandante. Lo único que sé es que el juez de cara amarga con el cronómetro posracial no tiene intención de quitarme ojo. Me fulmina con la mirada sin pestañear: está rabioso porque he jodido su imagen política. Lo he puesto en evidencia, como el niño que va por primera vez al zoo y contempla frustrado los terrarios en apariencia vacíos hasta que por fin se detiene frente a uno y grita: «¡Ahí está!».

Y ahí está. El Chamaeleo africanus figurantibus, oculto al fondo, entre todos los arbustos, con las patas llenas de barro asidas con fuerza a la rama judicial mientras, estupefacto y silencioso, va royendo las hojas de la injusticia. «Ojos que no ven, corazón que no siente», ese es el lema del trabajador negro, pero ahora todo el país puede ver a este. Mantenemos la nariz colectiva pegada al cristal, asombrados de que haya sido capaz de camuflar durante tanto tiempo ese culo negro como el carbón de Alabama entre los colores rojo, blanco y azul de la bandera estadounidense.

Todas las personas que tengan asuntos pendientes ante el muy honorable Tribunal Supremo de Estados Unidos deben acercarse y prestar oído porque ahora se abre la sesión. ¡Dios salve a Estados Unidos y a este honorable tribunal!

Hamp me masajea el hombro. Es un recordatorio de que no debo preocuparme por el magistrado de cabeza escarolada ni por la república a la que representa. Estamos en el Supremo, no ante un tribunal popular. No tengo que hacer nada. No necesito recibos de tintorería ni informes policiales, nadie va a pedirme las fotos del parachoques abollado. Aquí los abogados argumentan, los jueces cuestionan y yo me limito a encorvarme y disfrutar del ciego que llevo.

El presidente toma la palabra. Su desapasionada actitud del Medio Oeste contribuye a aliviar la tensión en la sala.

Vamos a examinar el primer caso de esta mañana, es el 09-2606 se detiene un segundo para frotarse los ojos, y luego añade: Sí, efectivamente, el caso 09-2606, «yo contra los Estados Unidos de América».

No se arma la gorda, solo se oyen algunas risitas sofocadas Y se suceden los gestos de desaprobación, acompañados de un perceptible «¿quién cojones se cree que es este hijo de puta?» dicho entre dientes. Lo reconozco, YO CONTRA LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA suena un poco egocéntrico, pero ¿qué puedo decir? Me apellido Yo. Así, sin más. Soy descendiente no del todo orgulloso de los Yoz de Kentucky, una de las primeras familias negras que se establecieron en el sudoeste de Los Ángeles, y las raíces de mi familia se remontan a la primera nave que escapó de la represión sureña auspiciada por el estado: el autobús Greyhound. Cuando nací, mi padre, fiel a esa retorcida tradición de los artistas judíos que cambiaban de nombre o de los negros neuróticos y malogrados que los envidiaban, decidió truncar el apellido eliminando esa ingobernable zeta como hizo Jack Benny con el nombre Benjamin Kubelski o Kirk Douglas con el apellido Danielovitch; como hicieron Jerry Lewis (que se deshizo de Dean Martin), Max Baer (que acabó con Schmeling), Third Bass (que suprimió la ciencia) y Sammy Davis, Jr. (que se arrancó el judaísmo). Papá no iba a permitir que una consonante superflua fuera un lastre para mí. Le gustaba decir que no anglicanizó ni africanizó mi apellido, sino que lo actualizó, que nací habiendo alcanzado mi máximo potencial y que por tanto podía saltarme a Maslow, el tercer grado y a Jesús.

Consciente de que las estrellas de cine más feas, los raperos más blancos y los intelectuales más beocios son con frecuencia los miembros más respetados de su profesión, Hamp, el abogado defensor con pinta de criminal, deja caer confiado el mondadientes en el atril y se pasa la lengua por el incisivo con la funda de oro. Se alisa el traje, uno blanco como un diente de leche y holgado como un caftán, con la chaqueta cruzada que cuelga de su cuerpo huesudo como un globo de aire caliente vacío, y que, dependiendo de los gustos musicales de cada uno, casa o choca con el tono de su piel de mamba negra, su permanente de Cleopatra y esa compostura a lo Mike Tyson antes de un k.o. en el primer asalto. Casi me esperaba que fuera a dirigirse a la concurrencia con un «estimados rufianes y rufianas, tal vez hayáis oído que mi cliente no es de fiar, ¡pero es fácil decirlo cuando mi cliente es un facineroso». En una época en la que los activistas sociales tienen programas de televisión y millones de dólares, no quedan muchos como Hampton Fiske, uno de esos chiflados que ofrecen asistencia jurídica gratis y que creen en el sistema y en la Constitución (pero a los que tampoco se les escapa la brecha entre la retórica y la realidad). Y aunque no me queda claro si de verdad cree en mí o no, sé que cuando empieza a defender lo indefendible no habrá diferencia porque es un tipo cuya tarjeta de visita reza: «Todos los días son casual Friday para el pobre».

Fiske apenas ha pronunciado «con la venia» cuando, de manera casi imperceptible, nuestro juez negro se inclina hacia delante en su asiento. De no ser por el chirrido de una de las ruedas de la silla giratoria, nadie se habría dado cuenta. Y con cada mención de alguna oscura cláusula de la Ley de Derechos Civiles o de un caso que sentó precedente, su señoría se mueve con impaciencia haciendo que la silla chirríe una y otra vez al trasladar su agitado peso corporal de una nalga flácida y diabética a la otra. Puedes aceptar al hombre, pero no la presión arterial, y esa vena que le bombea con rabia en la frente. Tiene los ojos inyectados en sangre y me está lanzando una mirada enrojecida de loco, una de esas que en el barrio denominamos «la mirada de Willowbrook Avenue», una laguna Estigia de cuatro carriles que en el Dickens de los sesenta separaba los barrios blancos del negro, aunque ahora, en esta época posthuida-de-blancos-y-cualquiera-que-tenga-donde-caerse-muerto, el infierno se extiende a ambos lados de la calle. Las orillas son peligrosas y mientras esperas a que cambie el semáforo tu vida también puede cambiar. Cabe que algún pandillero que pasa por allí en representación de algún color, banda o cualquiera de las cinco etapas del duelo te saque la pipa por la ventanilla del acompañante de un cupé bicolor, y que, tras lanzarte una miradita de juez negro del Tribunal Supremo, te espete: «¿De dónde eres, imbécil?».

La respuesta correcta, por supuesto, es «de ningún sitio», pero a veces no te oyen, por el ruido del motor, que chisporrotea porque no tiene silenciador, por la vista de un contencioso, porque los medios liberales cuestionan tus credenciales o por la zorra negra que te acusa de acoso sexual. Aunque a veces tampoco basta con decir «de ningún sitio». No porque no te crean (a fin de cuentas, todo el mundo es de algún sitio), sino porque no quieren creerte. Así que ahora, habiendo perdido la compostura de civilizado patricio, este magistrado con cara de aguafiestas, sentado en su silla giratoria de respaldo alto, no se distingue en nada del pandillero que cruza Willowbrook Avenue fardando de «trabuco» porque tiene uno.

Por primera vez en el ejercicio de su larga carrera en el Tribunal Supremo, el juez negro tiene una pregunta. Nunca ha realizado una interpelación de este tipo, de modo que no sabe ni cómo empezar. Mira al juez italiano para pedir permiso y, lentamente, alza una mano hinchada, con los dedos como puros, demasiado enfurecido para esperar su aprobación.

¡Negrata!, ¿tú estás loco? me suelta con una voz sorprendentemente aguda para un negro de su envergadura.

Ajenos ya a cualquier ápice de objetividad y ecuanimidad, sus puños como jamones golpean el banco con tal fuerza que el lujoso, gigante y plateado reloj que pende del techo empieza a balancearse de un lado a otro por encima de la cabeza del presidente del tribunal. El juez negro se coloca demasiado cerca de su micrófono y me grita; tiene que gritarme porque, aunque estoy sentado a apenas unos metros, nuestras diferencias nos sitúan a años luz. Exige que le explique cómo es posible que en los tiempos que corren un hombre negro viole los principios sagrados de la Decimotercera Enmienda y posea un esclavo. ¿Cómo puedo hacer caso omiso de la Decimocuarta Enmienda y argumentar que a veces la segregación une a la gente? Como todos aquellos que creen en el sistema, quiere respuestas. Desea creer que Shakespeare escribió todos esos libros, que Lincoln luchó en la Guerra Civil para liberar a los esclavos y que Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial para rescatar a los judíos y salvaguardar la democracia, que están volviendo Jesús y las dobles sesiones en los cines. Pero yo no soy ningún americano panglosiano. Y cuando hice lo que hice no pensaba en derechos inalienables ni en la orgullosa historia de nuestro pueblo. Hice lo que funcionaba y, además, un poquito de esclavitud y de segregación nunca han hecho daño a nadie. Y, si no, ¡pues que así sea, joder!

A veces, cuando estás tan colocado, la línea entre el pensamiento y el habla se difumina y, a juzgar por los espumarajos que echa el juez negro por la boca, esa última parte la he dicho en voz alta y todo dios me ha oído exclamar «¡pues que así sea, joder!». El juez negro se levanta como si buscase pelea. En la punta de la lengua se le ha formado un pegote de saliva que brota de las regiones más recónditas de su Facultad de Derecho en Yale, pero el presidente del tribunal lo interpela por su nombre. Y el juez negro se contiene y vuelve a dejarse caer en su asiento. Traga saliva, si no es el orgullo lo que se traga.

¿Segregación racial? ¿Esclavitud? ¡Hijo de la grandísima puta, no me cabe la más mínima duda de que tus padres te criaron para algo mejor que todo eso! Así que ¡adelante, que empiece el linchamiento!

PALETADAS DE MIERDA