Índice

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo uno

No me conoces, pero enseguida me vas a conocer. 

Si me miras las manos, lo comprobarás.

Tengo nueve dedos. No diez, nueve. Cinco en una mano y cuatro en la otra.

A lo mejor te da pena de mí y piensas: «pobrecilla». A lo mejor piensas que soy una desgraciada por ser diferente a los demás y que la gente se ríe de mí cuando me ve la mano derecha.

No es cierto.

Nadie se ríe de mí. Nunca. Me miran la mano y luego me miran a la cara y no se ríen. No sé lo que ven en mi cara pero no se ríen.

Porque tener nueve dedos es la cosa de la que más orgullosa estoy en este momento de mi vida. Porque cuando un niño de mi colegio ve por primera vez cómo cojo el bocadillo, antes de reírse, antes de dar un codazo a sus amigos y llamarme «Nuevededos», antes de burlarse de mí durante diez minutos, lo que hace es mirarme a la cara. Me ve tranquila. Me ve segura de mí misma. Me ve orgullosa del dedo que me falta. Y no se ríe.

Me llamo Julia.

Capítulo dos

Vivo en el número 7 de la calle Melancolía.

Mi padre siempre está oyendo esta canción de Joaquín Sabina.

«Vivo en el número 7 de la calle Melancolía, hace tiempo que espero el último tranvía...»

Esta canción es de la época en que mi padre y mi madre se hicieron novios y a mi madre también le gusta mucho, pero dice que mi padre es un pesado por ponerla tanto. Mi madre se asoma a la puerta del cuarto donde trabaja mi padre y le dice que baje la música, que no vive solo en casa.

No sé si en la época en que mis padres se hicieron novios había tranvías.

Lo que sé es que la calle donde vivimos no se llama Melancolía. Se llama Batalla del Salado y está en Madrid, al lado de la antigua Estación Sur de autobuses, que ahora es un polideportivo con piscina y gimnasio y muchas cosas más.

Puede que la última vez que mi padre hizo deporte existieran todavía los tranvías. Ahora se dedica a copiar CD y DVD, y revenderlos. Tiene la habitación donde trabaja completamente llena de «tostadoras», que es como se llaman los ordenadores que utiliza para hacer copias de los discos.

Del último disco de Chenoa mi padre hizo más de seiscientas copias. Lo sé porque se lo dijo a mi madre. Mi madre llegó a casa a las once y se enfadó porque no había cena y yo estaba todavía despierta y sin cenar, y mi padre le dijo que él llevaba todo el día trabajando, y que si hacer seiscientas copias del disco de Chenoa no le parecía suficiente trabajo. Mi madre bajó al Telepizza y subió la cena.

Copiar discos y revenderlos es ilegal. Copiar más de seiscientas veces un disco es una de las cosas más ilegales que existen. Si te descubre la policía, te meten en la cárcel. Mi padre dice que eso no es así y que él no está haciendo nada ilegal. Pero yo he visto muchas veces en televisión que la policía entra en casas llenas de «tostadoras» como las de mi padre y se lleva detenidas a las personas que las usan.

Mi padre me ha prohibido que le hable a nadie de su trabajo.

—Ni se te ocurra contarle a una sola persona —me dijo— que tengo «tostadoras» en casa.

Y eso que, según él, su trabajo es legal.

Será por eso que cuando mi padre no está en casa, cierra la puerta de su cuarto de trabajo con llave, y pone el armario de Ikea, el de tela, tapando completamente la puerta. Al cuarto de trabajo de mi padre sólo se puede acceder desde el dormitorio de mis padres. Pero si no lo conoces, no lo descubrirás nunca. No hay ningún motivo para suponer que detrás de ese armario se esconde una puerta. Ni para suponer que detrás de esa puerta se esconden catorce «tostadoras» capaces de piratear más de cien discos en una hora.

A mi padre siempre le han llamado «Nuevededos».

A mí no.

Mi padre no me ha enseñado a evitar las burlas de los demás, pero yo lo he aprendido. Siempre he visto cómo se burlaban de él. Siempre he visto la cara que no hay que poner cuando los demás te miran la mano. Si tienes miedo de que la gente se ría de ti, se te nota en la cara.

Para mi padre tener un dedo menos no significa nada. Para mí significa muchas cosas. Ésa es la diferencia. Si yo no tuviera nueve dedos, no sería quien soy. ¿Que me falta algo?, ya lo sé. ¿Que no soy como los demás?, ya lo sé. Pero es mi manera de ser.

Nací así. Y así me quedo.

A lo mejor piensas que lo de que mi padre se dedique a piratear discos tiene algo que ver con que mi padre tenga nueve dedos.

A lo mejor tienes razón, no lo sé.

Hay gente que si ve a diez personas corriendo por la calle, nueve blancas y una negra, piensa que el negro ha robado algo y los demás le están persiguiendo.

Es lo malo que tiene ser diferente, que la gente te echa la culpa de todo.

Por mi parte no veo qué relación puede tener el pirateo de discos con la falta de un dedo de la mano. Pero tú a lo mejor no estás de acuerdo.

Aparte de mi padre, no conozco a nadie más que tenga nueve dedos. Mi padre tiene nueve dedos de nacimiento, igual que yo. No es que a mi padre y a mí alguien haya decidido cortarnos el mismo dedo. Es que nacimos así. Cuestión de genética.

En realidad, no nos falta ningún dedo en concreto. Lo que ocurre es que en la mano derecha, aparte del pulgar, sólo tenemos otros tres dedos. Nuestros dedos no tienen nombre, porque son distintos a los de todo el mundo.

Mi madre sí que tiene diez dedos, cinco en cada mano. Ella está convencida de que tiene unas manos muy bonitas pero una nariz muy fea. Mi madre tiene la nariz muy larga y un poco torcida. Es la única persona que conozco que no sabe montar en bici. La única vez que intentó aprender fue a los diez años, en la calle donde vivía, en Aluche. Al parecer consiguió aguantarse sobre la bici durante unos metros, pero luego se torció, se estampó contra un coche que había aparcado y se partió la nariz de mala manera.

Desde entonces tiene la nariz así de torcida. Desde entonces no ha vuelto a subirse en una bici, ni tampoco en una moto. Las odia.

Yo no creo que la nariz de mi madre sea tan fea como ella dice. En realidad lo de que las cosas sean feas o bonitas, normales o no, depende mucho de cómo las mires. A mí me parece que mi madre es muy guapa y que si no tuviera la nariz así ya no sería mi madre. Se parecería mucho más a todo el mundo y su cara no tendría ni la mitad de gracia.

Mi madre no tiene un trabajo fijo. Eso no quiere decir que mi madre no trabaje. Al contrario, trabaja muchísimo. Lo que pasa es que siempre está cambiando de trabajo. Cambia tanto que ni siquiera yo, que soy su hija, podría decirte en qué trabaja en este momento. Sé que alguna vez ha trabajado de camarera, y otras veces de telefonista, y también de cajera en una gasolinera, y que una vez salió en una película cruzando una calle con un abrigo verde que le tapaba la cara. Pero no sé cuál es su trabajo este mes, ni cuál fue el mes pasado, ni cuál será el mes que viene. También hubo una época en que mi madre trabajó como dependienta en una tienda de discos de la calle Toledo. Mi madre le traía discos a mi padre para que los grabara, y mi padre se enfadaba porque no le traía más, y a su vez mi madre se enfadaba porque decía que no podía traerle tantos.

En realidad mi madre cambia tantas veces de trabajo porque en ningún sitio la tratan como ella piensa que se merece.

Ni siquiera en casa.

De cada cinco veces que mi padre y mi madre están juntos, cuatro se están peleando. Mi madre considera que mi padre la trata de muy mala manera. Que no es cariñoso. Que no es respetuoso. Que nunca tiene un detalle. Que es un estúpido y que si sigue así se va a marchar de casa definitivamente.

Cada cierto tiempo mi madre desaparece de casa dos o tres días. No sé dónde va. Sé que acaba tan harta de mi padre que tiene que respirar. Al menos eso es lo que dice.

Mi padre no es una persona cariñosa, eso es verdad. Cuando se enfada grita mucho. No le gustan los animales. No quiere ver un animal en casa ni en pintura. Le encanta la ensaladilla rusa. Y Crónicas Marcianas.

Mi madre sólo es cariñosa cuando está triste. No cuando está enfadada, cuando está triste. Algunas noches en que mi padre no está, mi madre se pone muy triste.

Cuando mi padre está en casa, mi madre se pelea con él. Pero cuando mi padre no está en casa, mi madre se queda triste. Entonces enciende la tele y me abraza y entre las dos nos tomamos una tarrina de helado de nata, que es el que más nos gusta.

Mis padres no son de esos padres que miman mucho a sus hijos.

Ahora no voy a hacerme la tonta.

Sé que para mis padres su hija Julia, la única que tienen, no es la cosa más importante del mundo. Ellos tienen otros problemas. Son personas mayores con otros problemas.

No digo que todas las personas mayores tengan tantos problemas. Digo que mis padres los tienen. Por eso yo debo ocuparme de mí misma. Por eso cuando estoy en casa suelo meterme en mi cuarto y veo la tele que mi padre me puso colgando del techo.

Imagínate a mi padre, con lo alto y lo delgado que es, subido a una escalera, con el cuello torcido para no darse con la cabeza en el techo y pidiéndole a mi madre, que está al pie de la escalera, que le dé ya la tele para colocarla en el pedestal que mi padre ha atornillado antes en el techo de mi habitación. Imagínate las discusiones que provoca la manera de dar la tele utilizada por mi madre. Imagínate los movimientos que tiene que hacer mi padre sobre la escalera para no caerse sobre la cama con la tele en brazos y no aplastarme a mí, que estoy mirando muy divertida todas las maniobras. Imagínate los gritos que se suceden cuando mi padre sube un escalón más para poder ver bien la base del pedestal y pierde el equilibrio y decide dar un salto hasta el suelo y tirar la tele sobre la cama, exactamente delante de mis pies.

Mi tele se ve en blanco y negro. Desde entonces.

Pero estoy acostumbrada.

Viendo la tele te partes de risa. Aunque no tanto como viendo a mi padre en lo alto de la escalera y a mi madre abajo dándole la tele.

Yo sí soy cariñosa.

Cuando veo un perro en la calle le pido que se tumbe boca arriba y le acaricio la tripa.