SIETE AÑOS
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE JOSÉ ANÍBAL CAMPOS GONZÁLEZ
ACANTILADO
BARCELONA 2012
Las luces y las sombras desvelan las formas.
LE CORBUSIER
Sonja estaba en medio de la habitación iluminada, en el centro, como siempre. Tenía la cabeza algo hundida y los brazos pegados al cuerpo; su boca sonreía, pero había entrecerrado los ojos como si le cegara la luz o le doliera algo. Parecía ausente, expuesta como los cuadros de las paredes a los que nadie prestaba atención y que, no obstante, constituían el motivo de aquel encuentro.
Mientras fumaba un purito, a través del gran escaparate de la galería observé que un hombre atractivo se acercaba a Sonja y le decía algo. Fue como si ella despertase. Sonrió, brindó con el hombre. Él movía la boca, y en el rostro de ella podía vislumbrarse un asombro casi infantil; luego sonrió de nuevo, pero incluso desde allí podía darme cuenta de que Sonja no lo escuchaba, de que estaba pensando en otra cosa.
Sophie se había quedado a mi lado. También ella parecía reflexionar. Entonces dijo:
—Mamá es la mujer más guapa del mundo.
—Sí—dije, al tiempo que le acariciaba la cabeza—. Lo es. Tu madre es la mujer más guapa del mundo.
Había estado nevando desde la mañana, pero la nieve se fundía apenas tocaba el suelo. «Tengo frío», dijo Sophie, y se deslizó dentro de la galería a través de la puerta que alguien acababa de abrir. Un hombre alto y calvo había salido a través de ella con un cigarrillo en la boca. Se detuvo desagradablemente muy cerca de mí, como si nos conociéramos, y encendió el cigarrillo. «Esos cuadros son totales», dijo. Y al ver que yo no le respondía, se dio la vuelta y se alejó unos pasos. De repente parecía inseguro y algo perdido.
Yo seguía observando a través del escaparate. Sophie había ido hasta donde estaba Sonja, cuyo rostro se iluminó al verla. El hombre atractivo, que seguía de pie a su lado, miró a la niña con expresión algo turbada, casi ofendida. Sonja se inclinó hacia Sophie, hablaron unos instantes y la niña señaló hacia fuera. Sonja puso una mano a modo de visera sobre los ojos y miró con el ceño fruncido y una sonrisa confusa hacia donde me encontraba. Estaba casi seguro de que no podía verme en la oscuridad. Le dijo algo a Sophie y la empujó un poquito con la mano en dirección a la puerta. Por unos instantes sentí el impulso de huir, de dejarme arrastrar por la gente que regresaba del trabajo y sólo aparecía por un momento bajo la luz que salía a borbotones desde la galería. Los transeúntes echaban un breve vistazo a aquellas personas elegantes y bien vestidas y continuaban andando con prisa, sumergiéndose en la muchedumbre, camino de casa.
No había visto a Antje desde hacía casi veinte años, aunque la reconocí de inmediato. Tendría ahora unos sesenta años, pero el rostro mostraba todavía un aspecto juvenil. «Vaya», dijo y me besó en la mejilla. Pero antes de que pudiera responder algo, un joven de barbita ridícula se plantó a su lado, le susurró algo al oído y se la llevó tomándola del brazo. Vi cómo la condujo hasta un hombre de traje negro cuyo rostro conocía de vista o de los periódicos. Sophie había retenido al hombre que se había acercado antes a Sonja, y flirteaba con él, lo cual lo hacía cohibirse visiblemente. Sonja escuchaba sonriente, pero una vez más tuve la sensación de que sus pensamientos estaban en otra parte. Fui donde ella y le pasé el brazo por la cintura. Disfruté la mirada envidiosa del hombre, que le preguntó a Sophie qué edad tenía.
—¿Usted qué cree?—preguntó la niña.
El hombre hizo como si lo meditara.
—¿Doce?
—Tiene diez—dijo Sonja, y Sophie añadió:
—Eres mala.
—Te pareces a tu madre—dijo el hombre.
Sophie dio las gracias e hizo una reverencia.
—Ella es la mujer más guapa del mundo.
La niña parecía comprender exactamente lo que estaba sucediendo.
—¿Te importa que me marche antes con Sophie?—preguntó Sonja—. Antje probablemente tendrá que quedarse hasta el final.
Le ofrecí llevar a Sophie a casa para que ella pudiera quedarse, pero Sonja hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo que estaba muerta de cansancio. Ella y Antje tenían todo el fin de semana para estar juntas.
Sophie le había pedido a su admirador que le trajera un vaso de zumo de naranja, y el hombre preguntó si alguien más quería otra cosa para beber.
—¿Podrías dejar de dar órdenes a la gente?—le dije.
—¿A quién le has visto hacer eso?—preguntó Sonja, que se mordió los labios y miró primero brevemente al suelo y luego me miró a los ojos, pero yo hice como si no hubiera oído nada—. Nos vamos—dijo, y me besó fugazmente en la boca—. No hagáis mucho ruido cuando lleguéis a casa.
La galería empezaba a vaciarse, pero todavía pasó bastante tiempo hasta que se marcharon los últimos invitados. Al final, aparte de Antje y de mí, había un señor ya entrado en años que ella no me presentó. Ambos estaban delante de uno de los cuadros, tan cerca el uno de la otra y hablando tan bajito que me alejé de ellos instintivamente. Me puse a hojear la lista de precios, mientras miraba una y otra vez a la pareja. Finalmente, Antje abrazó al hombre, lo besó en la frente y lo acompañó hasta la puerta. Luego vino hasta donde yo estaba.
—Ése era Georg—dijo—. Hubo un tiempo en que estuve loca por él. —Antje rió—. Es difícil de entender, ¿verdad? Eso fue hace cien años.
Entonces caminó hasta la barra y regresó con dos copas de vino tinto. Me ofreció una, pero yo negué con la cabeza.
—Ya no bebo.
Ella soltó un sonrisita escéptica, vació su copa de un trago y dijo:
—Entonces estoy lista.
El galerista le había dejado la llave a Antje. Ella estuvo toqueteando un buen rato los interruptores de la luz hasta que por fin se apagaron todas las lámparas. Una vez fuera, se me colgó del brazo y me preguntó si el coche estaba muy lejos. Todavía nevaba un poco.
—Vaya tiempo.
—La próxima vez nos reencontramos en Marsella.
Entonces me preguntó si me gustaban los cuadros.
—Te has vuelto más civilizada—le dije.
—Más sutil, espero—respondió Antje.
—Yo no entiendo nada de arte—dije—, pero, a diferencia de antes, ahora puedo imaginarme colgando uno de esos cuadros tuyos en casa.
Antje dijo que no estaba segura de que aquello fuera un cumplido.
Le pregunté si no había invitado a los padres de Sonja al vernissage.
—Pensé que vendrían. —Antje no respondió—. Si quieres visitarlos, con mucho gusto te presto el coche—le dije—, Starnberg está a tiro de piedra.
Antje seguía guardando silencio. Sólo cuando llegamos junto al coche, dijo que apenas tenía tiempo y que estaba demasiado cansada como para andar conduciendo por los alrededores. Los preparativos para la exposición habían sido muy estresantes. Entonces le pregunté si algo andaba mal. Antje vaciló.
—No—dijo—, o más bien, sí. Ellos han envejecido y se han vuelto algo mezquinos.
—Siempre lo fueron—comenté yo. Antje negó con la cabeza. Por supuesto que los padres de Sonja siempre habían sido gente conservadora, pero antes su padre mostraba un interés auténtico por el arte. Ella hablaba a menudo con él sobre el tema. En los últimos años, se había ido cerrando cada vez más, tal vez fuera cuestión de la edad. No le otorgaba valor a nada nuevo y se había vuelto un amargado.
—No tiene por qué estar de acuerdo conmigo en todo, pero por lo menos debería escuchar lo que tengo que decir. La última vez que nos vimos, tuvimos una discusión tremenda acerca de Gursky. Y desde entonces no tengo ganas de verlo.
Me pregunté si tal vez Antje tuviera otras razones para evitar al padre de Sonja. A menudo había sospechado que en algún momento había tenido alguna aventura con él. Una vez le pregunté a Sonja acerca del tema, y ella reaccionó indignada y me dijo que sus padres eran un matrimonio armónico. «Como nosotros», pensé entonces y no dije nada más.
Aunque ya no había mucho tráfico, necesitamos bastante tiempo para salir de la ciudad. Antje estaba callada. Yo la miré y vi que había cerrado los ojos. Ya pensaba que se había quedado dormida cuando dijo que incluso llegó a preguntarse si en realidad me había hecho un favor aquella vez.
—¿Por qué dices eso? ¿Con qué?
—Sonja estaba insegura—dijo Antje. Guardamos silencio durante un rato, y entonces ella me contó que Sonja no estaba segura de que encajáramos como pareja.
—¿No estaba segura de que yo fuera lo suficientemente bueno para ella?
—Tenías potencial—dijo Antje—. Creo que ésa fue la palabra que usó entonces. El otro...
—Rüdiger—dije.
—Sí, Rüdiger, era divertido, pero demasiado flojo. Y luego hubo otro. —Antje reflexionó—. El que más tarde se casó con la músico.
—¿Ferdi?—pregunté.
—Puede ser—respondió Antje.
No podía imaginar que Sonja se hubiera interesado jamás por Ferdi.
—Aquello no duró mucho tiempo—dijo Antje.
—¿Tuvo algo con él?
Estábamos en un semáforo, y miré a Antje, que sonrió con expresión de disculpa.
—No creo que haya llegado a acostarse con él, si es a lo que te refieres. ¿Nunca te lo contó?
Sonja nunca me había contado gran cosa. A menudo me parecía como si no hubiera tenido vida alguna antes de nuestra relación o como si esa vida no hubiera dejado ninguna huella salvo en los álbumes de fotos de sus estanterías de libros, que ella nunca miraba. Cuando yo contemplaba aquellas fotografías, me sentía como si provinieran de una época muy remota, de otra vida. A veces le preguntaba a Sonja por el tiempo en que estuvo con Rüdiger, pero ella me respondía con monosílabos. Tampoco ella me preguntaba lo que yo había estado haciendo antes de que estuviéramos juntos. «A mí no me importa—le decía—. Ahora, a fin de cuentas, eres mía». Pero Sonja persistía en su silencio. A veces me pregunté si acaso no tendría nada que contar.
La sonrisa de Antje se había transformado; ahora parecía burlona.
—Vosotros, los hombres, siempre queréis ser los conquistadores—dijo—. Intenta mirarlo por el lado positivo: ella sopesó las opciones y se decidió por ti.
El coche que estaba detrás de mí tocó el claxon, y yo arranqué de un modo tan torpe que los neumáticos chirriaron.
—¿Y qué papel jugaste tú en todo eso?—pregunté.
—¿Te acuerdas de la primera noche que pasasteis en mi casa?—preguntó Antje—. Sonja se fue a la cama temprano, y tú y yo vimos juntos mis cuadros. Entonces tuve unas ganas enormes de seducirte. Me gustabas, eras un estudiante joven y atractivo. Pero en lugar de ello te tomé el pelo y te conté que Sonja estaba enamorada de ti. Y a ella la convencí bien al día siguiente.
—¿Y por qué hiciste eso?
Antje se encogió de hombros.
—¿Me lo tomas a mal?—La pregunta parecía muy seria—. Lo hice por divertirme—dijo luego—, yo te defendía a ti. Había un asunto con otra mujer, una extranjera, creo. Pero tú debes saberlo mejor que yo.
—Ivona—dije, y suspiré—. Es una larga historia.