Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Título:

Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno

© Bob Stanley, 2014, 2013

Edición original en inglés: Yeah! Yeah! Yeah! The Story of Pop Music from Bill

  Haley to Beyoncé.

  W. W. Norton & Company, Nueva York, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2015

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: diciembre de 2015

De la traducción del inglés: © Víctor Vicente Úbeda Fernández, 2015

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16142-22-4

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

Depósito Legal: M-35436-2015

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com

Para Tessa.

ÍNDICE

Introducción

Prólogo

Primera parte

I           Media vuelta y a volar. Bill Haley y el jump blues

II         Un cúmulo de tristeza. Elvis Presley

III        Ponte guapa, gatita. Sun Records y el rockabilly

IV        Fauna adolescente. El rock’n’roll

V          Rock cavernícola. El skiffle y el rock’n’roll británico

VI         Campanas susurrantes. El doo wop

VII       1960. Resistirá

VIII      Ven a pasear conmigo por el paraíso. Phil Spector y Joe Meek

IX         Lo malo de los chicos. El Brill Building y los grupos de chicas

Segunda parte

X          Actúa con naturalidad. Los Beatles

XI         Cosquilleos. La explosión del beat

XII        ¿Quién pilota tu avión? Los Rolling Stones

XIII       He aquí mi plegaria. El nacimiento del soul

XIV       La carrera del libertino. Bob Dylan

XV        América contraataca. Los Byrds y el folk rock

XVI       La escalera al tejado. Tamla Motown

XVII     1966. El ‘look’ de Londres

XVIII    El verano eterno. Los Beach Boys

XIX       El camino dorado. San Francisco y la psicodelia

XX         La sofisticación del pop. El soft rock

XXI        Lágrimas en las calles. El deep soul

XXII      No sé cantar, soy feo y tengo las piernas flacas. El hard rock

XXIII     La verdad está en el chicle. Los Monkees

Tercera parte

XXIV     1970. Todo se ha vuelto gris

XXV       Freddie ha muerto. El soul electrificado

XXVI     Estado independiente. Jamaica

XXVII    Música de arrabal. El glam

XXVIII   El sonido de Filadelfia. El soft soul

XXIX      El rock progresivo (y placeres más sencillos)

XXX       Amor de juventud. Los ‘weenyboppers’ y los grupos de chicos

XXXI      Mira a esa chica. ABBA

XXXII    Al otro lado del horizonte azul. El country

XXXIII   Antes y después de la fiebre del oro. Laurel Canyon

XXXIV   1975. Aviso de tormenta

Cuarta parte

XXXV     Valor, audacia y rebeldía. Los Sex Pistols, The Clash y el punk rock

XXXVI   A todo volumen. El punk rock

XXXVII  Hostilidad cordial. La new wave

XXXVIII Supernatural. La música disco

XXXIX    Islas en la corriente. Los Bee Gees

XL           La rutina es el peor enemigo de la música. El post-punk

XLI         Un ‘shark’ vestido de ‘jet’. Estados Unidos después del punk

XLII        El mañana ya está aquí. Kraftwerk y el electropop

XLIII      Aventuras en los platos. El rap primitivo

XLIV      Aquí viene ese sentimiento. El new pop

XLV        Rock americano (Oh, yeah)

XLVI       Un simple rey frente al espejo. Michael Jackson

XLVII      Cumbres ochenteras. Prince y Madonna

XLVIII    Una especie de monstruo. El heavy metal

XLIX       A punto de apretar el botón de pausa. Los Smiths, REM   y el nacimiento del indie

L              1985. ¿Qué coño está pasando?

LI             Nunca fuimos aburridos. Pet Shop Boys y New Order

Quinta parte

LII          Chicago y Detroit. El house y el techno

LIII         La cultura smiley. Manchester y el acid house

LIV         1991. La línea de bajo me cambió la vida

LV          Todos me miran. El hip hop

LVI         Así se desaparece. Bristol, el shoegaze y una nueva psicodelia

LVII        Dicho sea en mi descargo, me han castrado y esterilizado. El grunge

LVIII       Círculos menguantes. Blur, Suede y el britpop

LIX         Un concepto del amor. El R&B  

Epílogo

Agradecimientos

Fuentes

Bibliografía escogida

INTRODUCCIÓN

Se han publicado muchos libros excelentes sobre géneros musicales, microgéneros, discos concretos e incluso canciones en particular, pero que yo sepa no se ha publicado ningún libro que dé cuenta de toda la evolución de la música popular moderna, ninguna obra que explique cuándo y por qué ocurrió esto y lo otro, y esclarezca las relaciones, las ramificaciones, lo que se perdió por el camino o cayó en el olvido.

Lo que me propongo en las páginas siguientes es trazar una línea recta, con alguna que otra curva y rodeo personal, desde el nacimiento de los discos sencillos de siete pulgadas a finales de la década de 1940 hasta el declive de la música pop en cuanto objeto físico y tangible en la década de 1990, para que el lector se haga una idea del desarrollo histórico del género. Fiel a la cronología, examinaré la forma en que las sucesivas etapas llevaron aparejados nuevos iconos e iconoclastas, la aparición de sonidos novedosos y emocionantes y, cuando estos empezaban a perder fuelle, el surgimiento de diversos estilos y una plétora de subgéneros.

De la década de 1950 a la de 1990 el pop fue algo personal e íntimo. Uno podía participar de su ámbito más general, pero también podía modelarlo a su conveniencia reuniendo una colección de vinilos, grabando canciones en cinta de cassette en el orden en que le apeteciera oírlas y revelando luego el secreto a los camaradas. Todos los jueves escribía en mi cuaderno la nueva lista de éxitos: a la una menos cuarto encendíamos la radio en el colegio y los amigos nos apiñábamos para escucharla y enterarnos de si los heroicos Altered Images habían desbancado del primer puesto a los espantosos Dave Stewart y Barbara Gaskin. Era una religión. No me hacía ninguna falta ir a misa.

El primer texto que me publicaron fue un artículo para un fanzine llamado Pop Avalanche, en 1986. Envié una copia al New Musical Express y el semanario me encargó la reseña de un concierto de Johnny Cash. Desde 1990 he tenido la suerte de contemplar el mundo del pop desde las dos vertientes, como aficionado, como crítico, y también como miembro de un grupo: tenía veinticinco años cuando fundamos Saint Etienne, trío que tuvo la inmensa fortuna de aparecer en el programa televisivo Top of the Pops, en la portada del New Musical Express y en escenarios de todo el mundo. En los últimos doce años he escrito para The Times y The Guardian, lo que me ha brindado la oportunidad de entrevistar a estrellas y, lo que no es menos importante para mí, de llamar la atención sobre ciertos discos, cantantes, compositores y productores que a mi juicio no merecían ser tan poco conocidos.

En el presente libro se subrayan los lazos que conectan el doo wop con la música house a través del sonido de Filadelfia, o los que vinculan –de un modo tal vez menos evidente– la canción “Last Train to San Fernando”, de Johnny Duncan, con el “Boredom” de los Buzzcocks y el “Everybody in the Place” de Prodigy. Me propongo explicar cómo se tejió toda esa trama. ¿Qué lugar ocupa Frankie Lymon? Más concretamente, en un mundo en el que Nick Drake es bastante más conocido que Fairport Convention, ¿qué se opinaba de ambos en su día y cómo incidieron en el clima del pop? Siguiendo un orden cronológico, analizaré la forma en que la tecnología no solo interactúa con la música, sino que también contribuye al inicio de la era del pop (con el tocadiscos portátil) y después acaba con ella (con el disco compacto como caballo de Troya), y la forma en que la música pop moderna se forjó gracias a la comunicación, el intercambio de datos, el universo secreto de las revistas y los fanzines musicales, las emisiones radiofónicas nocturnas o clandestinas y los minutos arañados a los programas de televisión.

He decidido escribir este libro porque no existe una guía así. Me he propuesto argumentar que la separación entre el rock y el pop es falsa y que las historias del pop tradicionales han pasado prácticamente por alto la música disco y buena parte de la música negra y la música electrónica. Esta situación ha cambiado considerablemente en los últimos años, aunque el “rockismo” no ha desaparecido y el esnobismo sigue rampante. En el otro extremo, algunos puristas consideran que los elepés no son pop en absoluto, pero no voy a ser un integrista de los discos sencillos, pues los vinilos de larga duración desempeñaron un papel capital en el desarrollo de la música popular moderna.

¿Qué es exactamente el pop? Para mí, el pop engloba el rock, el rhythm and blues, el soul, el hip hop, el house, el techno, el heavy metal y el country. Si uno graba discos, sean sencillos o álbumes, y los promociona actuando en televisión o saliendo de gira, es que se dedica al pop. Si canta canciones folk a capela en un pub de barrio, no se dedica al pop. El pop requiere un público al que el artista no conozca en persona; ha de ser un público transferible. En dos palabras, todo lo que entra en las listas de éxitos es pop, así se trate de Buddy Holly, Black Sabbath o Bucks Fizz. De modo que “Because the Night”, la canción del Patti Smith Group, es música pop (núm. 13 en 1978), al igual que “Carros de fuego”, de Vangelis (núm. 1 en 1982) y “Blue Moon”, de los Marcels (núm. 1 en el Reino Unido en 1961). Las listas de éxitos tienen un valor sociológico indiscutible. Es mucho más difícil hacerse una idea del impacto amenazador que representó “(I Can’t Get No) Satisfaction” o de la conmoción futurista de “I Feel Love” si no se comparan con los hits coetáneos: la primera canción compartió el top 10 de la lista de éxitos con “Cara Mia”, de Jay and the Americans, y “Hush Hush Sweet Charlotte”, de Patti Page; la segunda se abrió un hueco entre “On and On”, de Stephen Bishop, y “You Light Up My Life”, de Debby Boone. El contexto lo es todo.

¿Qué hace falta para crear pop de gran calidad? Tensión, antagonismo, progreso y miedo al progreso. Me encanta el tira y afloja entre la industria y el underground, entre el artificio y la autenticidad, entre los osados y los conservadores, entre el rock y el pop, entre lo bobo y lo inteligente, entre los chicos y las chicas. La era del pop moderno se caracterizó por una fluctuación constante, y buena parte de la gracia está en tomar partido. Por ejemplo, algunos se tomaron el punk como una reformulación radical de las reglas, como lo que habían hecho los futuristas con el arte, mientras que para otros el año 1977 fue un regreso a las raíces, una recuperación del entusiasmo de la primera ola del rock’n’roll. Las dos posturas resultaban convincentes. De un lado estaba Malcolm McLaren con su subversión de facultad de bellas artes y sus citas de Guy Debord; del otro, The Clash y Joe Strummer con su ideología de “corta el rollo”. En el pop los conservadores pueden pasar por enrollados. Pero la música pop no se deja reprimir. No es una doctrina: sus reglas no están escritas y existen para ser quebrantadas. El pop obtiene su energía y su perspicacia conjugando sus contradicciones, no suprimiéndolas. En las portadas de sus primeros álbumes Queen estampaba con orgullo la frase “sin sintetizadores” para indicar que lo suyo era el rock puro, sin artificios; pero en 1980 el grupo cambió de idea, publicó “Another One Bites the Dust” y logró un número uno mundial que se convertiría en uno de los primeros filones de samples para el hip hop; el pop dio un paso adelante y todo el mundo quedó encantado.

Entonces, ¿el pop no es más que la música de las listas de éxitos? Pues en parte sí, ya que lo maravilloso de esas clasificaciones es que pueden ser cápsulas temporales perfectas y abarcar todos los géneros del pop sin mostrar favoritismo por los más modernos ni por los convencidos de su valía; sin inclinarse por los acomodaticios ni por los audaces. Ahora bien, las listas no siempre reflejaban los movimientos incipientes; más bien eran las nuevas corrientes musicales las que se infiltraban en los hit parades, calaban en ellos y, con el tiempo, los inundaban: las listas propiamente dichas no corroboran el influjo trascendental de The Velvet Underground ni de los Smiths. Tal vez resulte contradictoria la aparición en estas páginas de artistas que no cosecharon un solo éxito, como el Johnny Burnette Trio, los Stooges, Minor Threat o Juan Atkins; pero todos ellos surgieron en la era del pop moderno, y su influencia en la música de entonces y en la del futuro es indiscutible. La corriente principal termina absorbiendo a las figuras marginales. El pop es un idilio que dura decenios. Los opuestos se atraen.

¿Cuándo empezó la era del pop moderno? En 1955, cuando la revista Billboard publicó su primer Hot 100, la lista de los cien mayores éxitos de la semana, cuyo primer número uno fue “Love is a Many Splendored Thing”, de los Four Aces. La canción “Rock Around the Clock”, de Bill Haley, artista que había colocado otras dos composiciones en la lista, ocupaba el puesto quincuagésimo octavo y terminaría conquistando la cima. El final ya es más difícil de precisar: la era digital tuvo un comienzo mucho más borroso y la transición entre una y otra fue paulatina. He usado de jalón el fin del disco de vinilo en cuanto formato fundamental del pop. La canción “It Must Have Been Love” de Roxette, publicada en 1989, fue el primer número uno que solo se comercializó en disco compacto y cassette; en diciembre de 1998, cuando Billboard permitió que la emisión radiofónica de canciones incluidas en un álbum contase para la lista de singles, el formato de disco sencillo recibió el golpe de gracia.

Este libro no pretende ser una enciclopedia; creo en el mito y la leyenda del pop como el que más, en todas esas anécdotas y verdades a medias sobre Gene Vincent, Arthur Lee, David Bowie o Agnetha Fältskog que hicieron del pop una fuente constante de emociones. Me encantan el esplendor y la gloria de las superestrellas del pop, así se trate de los Beatles corriendo por el andén de la estación de Marylebone para huir de las fans histéricas o de un atisbo fugaz de las bragas de Kylie Minogue en el escenario.

También me encantan los segundones, como Lou Christie y ese falsete suyo del que casi nadie se acuerda y a cuyo lado Frankie Valli parece Johnny Cash; y los secundarios, los que trabajaban en la sombra, los compositores a sueldo, los radioaficionados empollones que terminaron de ingenieros de sonido –Joe Meek, Giorgio Moroder, Rodney Jerkins– y auténticas ratas de estudio como Derrick May, Martin Hannett y Holland-Dozier-Holland. O John Carter, compositor de voz suave, natural de Birmingham, que podía pasar de las canciones eurovisivas (“Knock, Knock Who’s There”, en la voz de Mary Hopkins) al bubblegum garajero (“Little Bit O’Soul”, núm. 2 en 1967 en la interpretación de Music Explosion), y después firmar el himno veraniego por antonomasia con “Beach Baby”, de First Class. Hay quienes dicen que el tema es un sucedáneo de los Beach Boys. Yo no lo veo así. Para mí es la obra de un entusiasta del pop que quiso corresponder a los célebres californianos, expresar la adoración que sentía por ellos.

Son muchas las conexiones que pueden perderse en la atmósfera fragmentada y saturada de interferencias de la era digital; sin compañías discográficas que nos informen de los nombres de los compositores y productores para que podamos seguirles la pista, sin tiendas de discos ni fanzines que filtren la avalancha infinita de información, tenemos menos posibilidades de detectar los vínculos manifiestos que inervan toda la música popular moderna. Si uno oye “Tears Dry on Their Own”, de Amy Winehouse, en iTunes, no tendrá forma de saber que la cantante samplea el “Ain’t No Mountain High Enough” de Marvin Gaye y Tammi Terrell. Ni que esta canción a su vez es obra de Nick Ashford y Valerie Simpson, compositores a sueldo del sello Motown que años después firmarían “I’m Every Woman” para Chaka Khan y grabarían su propio éxito, “Solid (As a Rock)” (núm. 12 en 1984), pero que antes habían trabajado para la compañía neoyorquina Scepter/Wand, en la que compusieron piezas para Maxine Brown, antigua miss y precursora del soul. Ni que Scepter/Wand empezó a ganar dinero con las Shirelles, grupo femenino cuyo primer gran éxito fue “Will You Love Me Tomorrow” (núm. 1 en 1960) y que también era uno de los favoritos de Amy Winehouse. Hay que saber de dónde procede la música para entender dónde está y adónde podría dirigirse.

PRÓLOGO

La historia del pop moderno es en gran medida la historia de dos culturas populares, la estadounidense y la británica, y de su interrelación en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. A comienzos de la década de 1950 los dos países eran mundos muy distintos y sus culturas populares muy diferentes. 1945 había sido el año en que el siglo XX se había convertido realmente en el siglo estadounidense: Estados Unidos era el único país que había salido de la guerra fortalecido con respecto a 1939; la gran depresión ya era un recuerdo lejano y, gracias al plan Marshall, se había enriquecido y había reconstruido a futuros aliados (Alemania, Japón, Turquía), al paso que dejaba con un palmo de narices a los posibles rivales (Gran Bretaña). Las culturas estadounidense y británica se habían entrecruzado –y habían entrechocado– de forma emocionante durante la guerra, cuando los británicos de a pie quedaron deslumbrados por los apuestos soldados estadounidenses acantonados en Londres, Newport, Southampton y Suffolk, pero también horrorizados por la cuestión de la segregación racial. Antes de la contienda apenas había habido coincidencias culturales; a su término, los dos países volvieron a separarse, pero el breve contacto perduraría en el recuerdo.

A principios de la década de 1950, la bombardeada Gran Bretaña buscaba inspiración en Estados Unidos y diversión en Hollywood y Broadway. Las cunetas de la cultura popular estadounidense de posguerra acumulaban bastante porquería: algunas revistas de gran tirada entretenían a sus lectores con relatos del salvaje oeste repletos de prostitución, agresiones sexuales y violencia, de los que luego bebía Hollywood para sus películas de vaqueros; el cine negro, aunque esta denominación aún no existía, también rebosaba de delincuencia y pecado. Al fin y al cabo, todo el mundo acababa de volver de la guerra y había presenciado cosas espantosas. Una reacción tristemente célebre a la paz de la posguerra fue la revuelta de los moteros que estalló en Hollister (California) en 1947, cuando unos excombatientes ciegos de speed salieron en busca de las emociones y la camaradería que habían experimentado en el frente. (Las anfetaminas estaban a la orden del día en el ejército estadounidense, cosa que más adelante tendría graves consecuencias para la primera superestrella del pop moderno, Elvis Presley).

Pero la corriente dominante de la musica popular estadounidense era otro cantar: entre el final de la guerra y la aparición del rock’n’roll, el modelo musical imperante cultivaba una estética propia del desfile del día de Acción de Gracias de los almacenes Macy’s, estética que trataban de imitar los compositores e intérpretes británicos. Antes de la guerra las listas de éxitos de Billboard, la revista especializada de la industria musical estadounidense, habían sido muy urbanas y muy blancas, y a simple vista no parecía que el panorama hubiese cambiado mucho a comienzos de la década de 1950.

Gran Bretaña, por su parte, era un páramo musical –espectáculos de variedades, temporadas de verano en balnearios costeros, radio estatal, televisión prácticamente inexistente– y en materia de pop no albergaba ninguna de las pretensiones que vería surgir en la década de 1960. El país absorbía todo lo que llegaba del otro lado del Atlántico, sin apenas conocimiento de la agitación que sacudía “la cuna de la música popular moderna”.

Para entender mejor los inicios de la era del pop moderno hay que retroceder un poco y examinar los cambios profundos que experimentó la musica popular estadounidense en la década de 1940. Durante la guerra hubo dos huelgas en Estados Unidos –en ambos casos para reclamar un aumento de regalías– que tuvieron importantes consecuencias a largo plazo. La primera, iniciada en 1941 por la American Society of Composers, Authors and Publishers (ASCAP), tuvo como consecuencia el boicot radiofónico a las canciones de la organización, todo un regalo para la entidad rival, la Broadcast Music Incorporated (BMI). La ASCAP representaba a compositores consagrados como Irving Berlin, Cole Porter, Johnny Mercer y Sammy Cahn, que sabían leer y escribir solfeo. En cambio, BMI miraba al futuro, no tenía interés en las partituras, y el grueso de sus derechos de autor correspondía a piezas de jazz, blues y country, géneros desdeñados por la ASCAP. En 1941, la composición “Daddy”, obra del pianista de jazz Bobby Troup, llegó al número uno en la versión del director de big band Sammy Kaye, quien seguramente nunca habría grabado la pieza si la ASCAP no hubiese estado en huelga. Otra posibilidad era grabar canciones muy antiguas, libres de derechos de autor: en su edición de enero de 1941 la revista Time afirmaba lo siguiente: “La semana pasada se oyeron sonidos extraños en las ondas. La magnífica banda de Ray Noble se vio obligada a realizar una versión supersincopada de ‘Camptown Races’, seguida de ‘Liebestraum’ con ritmo de rumba”. Otra consecuencia surrealista del veto fue la irrupción en las listas de una serie de canciones extranjeras (que también escapaban a los derechos de autor de la ASCAP): “Amapola”, interpretada por Jimmy Dorsey, “Frenesí”, por Artie Shaw, y “El canto de los remeros del Volga”, por Glenn Miller, fueron número uno en 1941. Eran sabores e ingredientes nuevos para la música popular estadounidense, que seguiría echando mano de ellos mucho después de terminada la huelga: por ejemplo, algunos éxitos de 1950 fueron la versión de Anton Karas de “Harry Lime Theme”, tema extraído de la película El tercer hombre, ambientada en Viena; la extraña, inquietante y exótica “Bamboo”, de Vaughn Monroe; y la lectura que hicieron los Weavers de “Goodnight Irene”, la canción de folk blues de Leadbelly.

Por si el boicot a la ASCAP no hubiese trastornado bastante la industria musical estadounidense, con la huelga decretada en 1942 por el sindicato de músicos quedó prohibida toda grabación. Se permitía actuar en directo, pero no registrar discos. Las casas discográficas no tardaron en caer en la cuenta de que la huelga no afectaba a los cantantes, solo a los instrumentistas, por lo que formaron grupos vocales que cantaban a capela acompañando a estrellas como el solista de la orquesta de Tommy Dorsey, un tal Frank Sinatra. Los cantantes siguieron concitando el interés público, pero los instrumentistas se vieron obligados a ganarse la vida con las actuaciones en directo. En la era del swing –entre 1935 y 1945, los años de las big bands– los vocalistas solían estar a la sombra de los directores de las orquestas; cuando el sindicato de músicos llegó por fin a un acuerdo con las discográficas, los instrumentistas se encontraron con que la fama de las bandas había quedado en gran medida eclipsada por sus vocalistas.

Más drásticos aún fueron los efectos del declive de las big bands en la radio estadounidense, cuyas emisoras empezaron a sustituir las actuaciones en antena por pinchadiscos (o disc jockeys, término acuñado en 1941 por la revista Variety con ánimo peyorativo). La innovación obedecía a una simple cuestión económica (costaba mucho más contratar a un grupo en directo que a un tipo con una pila de discos) y también al auge que experimentaron las pequeñas emisoras locales tras la guerra. La figura más influyente en ese paso de la música en directo a las grabaciones en disco fue un hombre llamado Martin Block. En 1935, Block empezó a emitir un programa en la emisora neoyorquina WNEW llamado Make Believe Ballroom [Salón de baile imaginario] en el que simplemente ponía discos de su colección particular y leía datos sobre ellos extraídos de Billboard y Variety; antes de Block los presentadores radiofónicos se limitaban a leer los títulos de las canciones con el típico tono solemne de los locutores de noticiarios. (Block había sacado el nombre y la idea de Make Believe Ballroom de un pinchadiscos llamado Al Jervis, de la FKWB de Hollywood, emisora en la que Block había trabajado de ayudante). Además, el locutor difundía mensajes publicitarios improvisados a sus cuatro millones de oyentes, lo que empezó a reportar pingües ingresos a la WNEW. Las emisiones de Block podían crear un hit por sí solas. El programa empezó a emitirse a nivel nacional en 1948, el año en que, con la invención del transistor, la radio se hizo portátil y la música salió de los hogares para oírse en la calle.

A fines de la década de 1940, la fama del programa de Block ya había generado toda una industria –la publicidad radiofónica–, cuyo ejemplo paradigmático era el jingle o tonadilla publicitaria. Estados Unidos fue casi el único país que, desde el mismo nacimiento de la radio en la década de 1920, supo ver en el nuevo medio un vehículo puramente comercial más que un instrumento de comunicación gubernamental. Conforme los jingles pegadizos se hacían cada vez más presentes, los discos que se pinchaban entre ellos empezaron a sonar igual de alegres y desenfadados; el “Music Music Music” de Teresa Brewer, el primer número uno de la década de 1950, habría resultado igual de eficaz como jingle de Lucky Strike. Dicho de otro modo, el motor de la radio eran los jingles; los discos servían en gran medida para llenar el hueco entre los anuncios.*

Casi todos los países europeos concebían la radio como medio de transmisión de material educativo o propaganda; en Gran Bretaña, las tres emisoras de la BBC –el Servicio Nacional (inaugurado en 1939), el Programa Ligero (en 1945) y el Tercer Programa (en 1946)– ejercían el monopolio radiofónico, y la música popular apenas si existía. Uno de los pocos programas musicales que emitía el Programa Ligero en 1952 era Those Were the Days [Qué tiempos aquellos]: al son de la orquesta de Harry Davidson y sus vetustas piezas de baile, se invitaba al público del estudio a ejecutar el Boston two-step, el palais glide y el royal empress tango; si el programa de Martin Block era una refrescante gaseosa con una bola de helado dentro, Those Were the Days tenía menos chispa que un vaso de zumo tibio. Algo más inconformista era Jack Johnson, presentador de un programa llamado Record Roundup que se mantendría en antena de 1948 a 1977; entre disco y disco Johnson intercalaba grabaciones en cinta preparadas de antemano.

Una alternativa era sintonizar Radio Luxemburgo. A diferencia de la BBC, la emisora nacional del pequeño ducado, fundada en 1929, era una empresa comercial que aspiraba a lograr la mayor audiencia posible y, con ello, aumentar sus ingresos publicitarios. A partir de 1934, Radio Luxemburgo empezó a emitir programación en inglés para Gran Bretaña e Irlanda, los domingos desde las ocho y cuarto de la mañana hasta la medianoche, y en diversos horarios durante los demás días de la semana. Los programas se grababan en Londres y se enviaban por avión a Luxemburgo para ser transmitidos desde allí. La verdadera valía de la emisora se reveló después de la guerra: a partir de 1948, mientras la BBC se limitaba a tratar asuntos religiosos y sesudos, Radio Luxemburgo emitía las veinte primeras canciones de la “lista de grandes éxitos”, confeccionada en función de las partituras más vendidas, inaugurando así una tradición británica que perdura en nuestros días.

Estados Unidos suministró otro elemento básico del universo del pop moderno. La primera revista para adolescentes, Seventeen, había salido al mercado en 1944; estaba dirigida más que nada a las chicas y apenas trataba temas musicales, pero fue un comienzo. El primer editorial de Seventeen dejó sentadas las condiciones de todo un seísmo juvenil: “Os va a tocar manejar el cotarro, así que cuanto antes empecéis a mentalizaros, mejor. En un mundo como el nuestro, en el que todo cambia de un modo tan rápido y tan drástico, queremos brindaros un lugar en el que podáis intercambiar vuestras ideas”. Esas ideas aún tardarían bastantes años en calar, pero Seventeen –que aún se publica, por cierto– supuso un primer paso. En 1952 la única revista británica que abordaba asuntos relacionados con el pop era Picturegoer, dedicada sobre todo al cine. Las reseñas de discos menospreciaban todo lo que no fuese Sinatra. En la sección “Teen Page”, la actriz Janette Scott se declaraba “fanática de los discos”, aunque no le interesaban “ni los chillones ni los que sacuden los brazos ni nada de eso”, y añadía: “Más de una se llevará las manos a la cabeza, pero la verdad es que no me entusiasman ni Frankie Laine ni Johnnie Ray”.

Pero en Estados Unidos y Gran Bretaña había muchos que, a diferencia de Janette Scott, estaban sedientos de pop y necesitaban echarse algo al gaznate.

En Gran Bretaña la era del pop moderno empezó en 1952. No solo fue ese el año en que se editaron los primeros discos sencillos de siete pulgadas y salió por primera vez a la venta el New Musical Express, la publicación musical decana y más importante del país, sino que el 14 de noviembre este semanario publicó la primera lista de sencillos. Estas tres novedades se convertirían en piedras angulares del mundo del pop hasta su declive simultáneo en la década de 1990, cuando la era digital se puso en marcha.

Particularmente atractiva para la sensibilidad británica resultaba la lista de sencillos. El hit parade, como se la llamaba en la década de 1950 merced a un préstamo del léxico estadounidense, suponía competición, emoción en forma de clasificación liguera: la música pop entendida como deporte. El ranking de singles era la palestra donde Frankie Laine se enfrentaba con Johnnie Ray, Blur con Oasis, los británicos con los yanquis, Decca con EMI; todo un acicate para una nación obsesionada con los números de los trenes y las estadísticas del críquet. La lista de éxitos determinaba lo que se oía en la radio, lo que se veía en televisión, la cotización de los artistas favoritos de cada cual, y durante más de cuarenta años sería una institución nacional en el Reino Unido, tan británica como la copa de fútbol o la navidad.

En 1952, pues, el país tenía poca confianza en sí mismo, y nada indicaba que pudiera alumbrar figuras capaces de competir con astros ultramarinos como la rubia, virginal y pizpireta Doris Day, el vaquero de recia mandíbula Frankie Laine, el tenor de origen italiano Mario Lanza, o Bing Crosby, el rey de los cantantes melódicos, que ya llevaba veintitantos años en lo más alto. Estados Unidos era un país de manifiesta opulencia que producía estrellas del escenario y la pantalla de porte impecable; la maltrecha Gran Bretaña, siete años después de terminada la guerra, aún estaba pendiente de reconstrucción. En 1952 Hollywood significaba Ava Gardner y Gregory Peck en Las nieves del Kilimanjaro y Gary Cooper encarnando la quintaesencia del héroe en Solo ante el peligro; Gene Barry atizaba el miedo a un desastre inconcebible en La ciudad atómica; y el musical del año era Cantando bajo la lluvia, con Gene Kelly. Entretanto, en Gran Bretaña, Michael Redgrave protagonizaba una adaptación de La importancia de llamarse Ernesto, que será una obra excelente de Oscar Wilde, una película estupenda, y todo lo que se quiera, pero, en fin… El único atisbo de peligro autóctono que podía llegar a vislumbrarse era Diana Dors, chica mala que daba vida a una seductora ladrona adolescente en el largometraje La última página.

La música de 1952 era la música de la generación que había participado en la guerra, y aunque algunos seguían ávidos de las mismas emociones y aventuras exóticas, otros muchos ansiaban una cultura serena, reservada, más sutil y alusiva que explícita y estentórea. La idea ulterior de que el pop moderno consistía en la difusión de saberes prohibidos no tuvo ningún peso en la primera década de la posguerra, años en que la gente tenía motivos más que sobrados para no contar lo que había visto en Europa o el Pacífico. Nada hacía presagiar ni por asomo que las culturas populares de Gran Bretaña y Estados Unidos estuviesen a punto de converger de forma extraordinaria.

PRIMERA PARTE

I
MEDIA VUELTA Y A VOLAR. BILL HALEY Y EL JUMP BLUES

En 1955 Bill Haley y sus Cometas publicaron “Rock around the Clock”, y resultó que esa era la música que los jóvenes habían estado esperando. Era la primera vez que una misma canción aunaba una letra sobre una noche de juerga, un solo de guitarra electrizante y un ritmo sólido como una roca, todo ello con el sonido de la batería bien alto en la mezcla. Y lo que es más importante, fue un éxito a nivel internacional, razón por la cual trascendió las barreras generacionales y marcó el comienzo de la era del rock’n’roll.

Lo mejor del rock’n’roll no era tan solo su carácter novedoso, sino su conciencia íntima y exultante de ese carácter, conciencia que iba a acabar de un plumazo con la represión de la posguerra. No es que la vieja guardia se rindiese sin oponer resistencia; pero una vez abiertas las esclusas, cuando en 1955 “Rock around the Clock” llegó al número uno en Estados Unidos y Gran Bretaña, el corazón del pop empezó a latir a otro ritmo. Al menos la mitad de los mayores éxitos del género presentaba algún rasgo cómico o estrafalario. Los hipidos de Buddy Holly, los alaridos de Little Richard, las sacudidas pélvicas de Elvis; reclamos efectistas, ataques de locura: de pronto valía todo, siempre que diese pie a la deformidad sónica más estúpida y maravillosa.

Tanto daba si la música era obra de enajenados auténticos o un barullo prefabricado; la estética del rock’n’roll era un antídoto contra el aburrimiento. De repente, el ruido y el frenesí dejaron de ser señales de mala calidad y se convirtieron en valores deseables. Fue visto y no visto: apenas mediaron dos años entre la explosión inicial y la autoparodia. Flaco favor harían a estos pioneros las generaciones siguientes al acuñar la expresión “estilo de vida roquero” para referirse a actividades como vestir chupas de cuero negro, destrozar televisores, beber Jack Daniel’s a morro y colocarse con heroína: el rock’n’roll de primera hora era rápido, divertido, desechable, desafiante, juvenil y refractario a los clichés. Hay más rock’n’roll en los tres minutos de fogoso desmelene del “I Need a Man” de Barbara Pitman que en las discografías enteras de Aerosmith y Mötley Crüe.

A mediados de la década de 1950 aún faltaba bastante para la aparición de los códigos antitéticos que han infestado el pop moderno desde la explosión del rock’n’roll (el rock contra el pop, el underground contra el top 40). Aparte de los pinchadiscos radiofónicos, casi nadie coleccionaba discos ni numeraba catálogos. Los ideólogos aún no discutían por la posición que ocupaban Ricky Nelson, Buddy Holly o Johnny Burnette en el panteón del rock, por la sencilla razón de que ni existía este concepto.

Los críticos del siglo XXI rara vez incluyen a Bill Haley en sus listas de precursores, lo cual resulta triste y un poco ridículo. Se mire por donde se mire, el hombre estuvo en primera línea. Haley inventó el rock’n’roll. Antes de que él compusiera y grabara “Rock the Joint”, nadie había mezclado el country y el rhythm and blues; antes de “Crazy Man Crazy”, nadie se había colado entre los veinte primeros puestos de la lista de Billboard con ninguna composición que en rigor pudiera catalogarse como rock’n’roll; y nadie había logrado un número uno con este género hasta que “Rock around the Clock” puso patas arriba el mundo de la música.

La juventud estadounidense andaba buscando una identidad musical propia y estaba claro que no le satisfacían las ligeras variaciones sobre la música de big band a cuyo son bailaban sus padres. No menos claro estaba que la secuencia inicial de la película Semilla de maldad, de 1955, era justo lo que necesitaban: unos delincuentes juveniles toman un colegio y, muy simbólicamente, hacen añicos la colección de discos de jazz de uno de los profesores al ritmo de “Rock around the Clock”.

En Estados Unidos los primeros indicios de una posible revolución musical se habían detectado ya en 1951, cuando el fabricante de guitarras Leo Fender sacó al mercado su primer bajo eléctrico y los primeros músicos en adoptar el instrumento –gente como Shifty Henry, de los Tympany Five de Louis Jordan, y Roy Johnson, de la banda de Lionel Hampton– empezaron a cambiar la dinámica del rhythm’n’blues y el jazz. Pero en la Gran Bretaña de 1955 debió de parecer que la síncopa metálica de “Rock around the Clock”, la línea de bajo walking y el apreciable cambio de volumen habían surgido de la nada: aquel sonido inédito causó una conmoción absoluta y desencadenó una tormenta de atención mediática, mientras los teddy boys rajaban las butacas de los cines de todo el país.

La película trataba el problema de la integración racial de forma progresista y controvertida, razón suficiente para que se prohibiese en buena parte de Estados Unidos y para que el gobierno de Eisenhower impidiese su proyección en el festival de cine de Venecia. El ataque combinado de “Rock around the Clock” y Semilla de maldad conjugaba con eficacia la reafirmación contestataria de los adolescentes blancos y la lucha por la justicia política de los negros; de un lado una cuestión juvenil, y del otro una reivindicación radicalmente adulta. Esta síntesis, simbolizada en la canción de Haley, tuvo una importancia mayúscula, tanto para la sociedad de la época como para la música popular moderna, pues transformó un ruidoso éxito musical, un capítulo del pop, en un hito que, más adelante, los adolescentes de la década de 1950 rememorarían con algo más que simple nostalgia y que sería motivo de orgullo retrospectivo para toda la juventud. En la primera semana de julio de 1955, las órdenes del gobierno ya eran papel mojado: “Rock around the Clock” era número uno en Estados Unidos.

El material básico de “Rock around the Clock” era el llamado jump blues, estilo surgido a mediados de la década de 1940. Aunque se apoyaban en el swing característico de las big bands que habían dominado las décadas de 1930 y 1940, los conjuntos de jump blues redujeron el número de músicos, colocaron el saxofón a la cabeza de la sección de metales, sustituyeron los canturreos melódicos por ásperas voces de blues y trasladaron la guitarra a la sección rítmica. Con todas las manos dándole duro a la manivela del ritmo, la música se ponía a saltar [jump] literalmente. Además, las letras solían ser picantes y de lo más divertidas.

El rey del jump blues era Louis Jordan. Este músico nacido en Arkansas fue la única estrella que –para quienes deseen una historia del pop muy resumida– propició una transición sin sobresaltos entre la era del swing y la del rock’n’roll. Al frente de los Tympany Five, Jordan había aderezado su versión simplificada del swing con maneras de humorista procaz y títulos subidos de tono (“You Run Your Mouth and I’ll Run My Business” [Si te vas de la lengua, te daré tu merecido], “I Like ‘Em Fat Like That” [Me gustan así de gordas], “That Chick’s Too Young to Fry” [Esa polluela es muy joven para freírla]). Un piano de boogie-woogie y unos solos de saxo juguetones propulsaban unas historietas verborrágicas sobre chicas envueltas en pieles de zorro y fulanos trajeados. Jordan recibió el espaldarazo con el contrato que firmó en 1941 para telonear a los Mills Brothers en el Capitol Lounge de Chicago; a partir de entonces sus discos saldrían publicados en la serie Sepia de Decca (concebida para atraer tanto al público de raza blanca como al de raza negra): en 1942 logró su primer número uno en la lista de música “racial” con “What’s the Use of Gettin’ Sober (When You’re Gonna Get Drunk Again)”; en 1944 llegó a lo más alto de la lista de pop con “Is You Is or Is You Ain’t Ma Baby”, sencillo del que se vendieron un millón de copias. A rebufo de Jordan surgieron Roy Brown (con “Good Rocking Tonight”), Big Joe Turner (“Shake, Rattle and Roll”), Wynonie Harris (“Bloodshot Eyes”), Stick McGhee (“Drinkin’ Wine Spo-Dee-o-Dee”), que aceleraron, amplificaron y realzaron el ritmo hasta que Jerry Wexler, de la revista Billboard, decidió que aquello ya no era blues a secas, sino “rhythm and blues”, y la etiqueta tuvo éxito: en 1947 la lista de música “racial” pasó a denominarse “lista de R&B”.

Un pinchadiscos de Cleveland llamado Alan Freed había estado usando otro término, rock and roll, desde 1951, año en que empezó a emitir su programa de radio, Moondog: “¡Venga, chicos, vamos a rocanrolear con el R&B!”, gritaba mientras marcaba el compás aporreando un listín telefónico. El ascendiente que ejercía Freed sobre la juventud de Cleveland se puso de manifiesto en marzo de 1952, cuando el locutor organizó el “Baile de coronación Moondog”: más de veinte mil personas acudieron al reclamo de un cartel en el que figuraban grupos vocales de R&B como los Dominoes, encabezados por Clyde McPhatter y su potente tenor, y los Orioles, junto con artistas menos célebres como los Tiny Grimes, los Rockin’ Highlanders, Danny Cobb y Varetta Dillard. Al final, el único que actuó fue Paul Williams, alias “Hucklebuck”, que logró interpretar una canción antes de que la policía suspendiese el acto en vista de las hordas de jóvenes que echaban las puertas abajo para colarse en el estadio de baloncesto. Pero actuase un solo artista o ninguno, puede decirse que el “Baile de coronación Moondog” fue el primer concierto de rock de la historia. El público, por cierto, era casi exclusivamente negro.

Muy pronto, a fuerza de concentrarse en las baladas con ritmo, berrear por encima de ellas y poco menos que obligarlas a sonar más juveniles, Freed empezó a penetrar con su programa de radio en los barrios del noreste: las zonas residenciales de los blancos. Dos años después se trasladó a Nueva York para trabajar en la emisora WINS, desde cuyos estudios inició a millones de jóvenes blancos en la nueva música. Según The New York Times, Freed “se lanzó a la radio como un nudista al lago Swan”.

Nadie discute a Freed la autoría del término rock’n’roll; en cambio, la autoría del primer disco sencillo del género es una cuestión casi por completo subjetiva. Algunos revisionistas han abogado con fervor por “Rocket 88”, de Jackie Brenston, grabación de 1951 realizada en los estudios Sun en la que se oye un solo de saxo, una introducción de piano boogie-woogie que después fusilaría nota por nota Little Richard en “Good Golly Miss Molly”, una guitarra eléctrica distorsionada, una voz lasciva y una letra para adolescentes (sobre coches, ni más ni menos). Es una canción estupenda y estuvo cinco semanas en lo más alto de la lista de R&B Los ingredientes, pues, estaban prácticamente listos para el toque final del chef, pero “Rocket 88” era todo oscuridad y exhalaba el aire viciado de un tugurio clandestino: de adolescente no tenía nada. Era “protorrock’n’roll”, pero no era más rock’n’roll que el “Rag Mop” de los Ames Brothers, tema irresistible y absurdo, de ritmo sincopado y base guitarrera, que había sido número uno en 1950.

Bill Haley era un músico profesional con mucho oído. Había empezado a grabar a mediados de la década de 1940 con el nombre artístico de “El cantarín errante”, y ya tenía treinta años cuando “Rock around the Clock” llegó al número uno y lo trastocó todo. En 1952, más o menos por la época en que Moondog daba quehacer a la policía de Cleveland, Haley empezó a abandonar su imagen de vaquero, cambió de nombre a su grupo (los Jinetes por los Cometas) e incorporó el R&B a su repertorio. Lo primero que hizo fue versionar el “Rocket 88” de Jackie Brenston, añadiéndole, a modo de introducción, unos bocinazos de claxon y el chirrido de unos neumáticos: Haley, que entendía bien el pop, dedujo que no había canción en el mundo que no pudiese mejorar con el sonido de un coche quemando goma. La versión fue un éxito en el nordeste del país.

Años después Haley declararía lo siguiente a la revista Melody Maker: “El verdadero punto de inflexión de mi carrera fue un single titulado ‘Icy Heart’. La canción había entrado en las listas de country y yo iba de camino a Nashville para promoverla, con un contacto para tocar en el Grand Ole Opry, cuando de repente me llamó mi representante. Alguien había empezado a pinchar la otra cara del disco, un boogie rápido, ‘Rock the Joint’, y el disco estaba vendiéndose entre los adolescentes blancos y negros. Total, que me dijo: ‘Vuelve ahora mismo, quítate el sombrero de vaquero y esas botas y cómprate un esmoquin. Voy a meterte en el circuito de clubes del norte’. Ocurrió tal cual, literalmente”.

Aprovechando el tirón, Haley tomó el título “Crazy Man Crazy” de la jerga jazzística juvenil y pasó de artista buscavidas a estrella de la música al componer un hit que llegó al número doce en 1953, fue número uno en algunas ciudades y no tardó en vender cien mil copias. “Muchas veces nos ponían a actuar en clubes de jazz, porque tocábamos algo sin precedentes. Aún no existía el rock’n’roll. En 1953, con un número uno en las listas, nos vimos compartiendo cartel en Chicago con Dizzy Gillespie. Al dueño del garito le parecimos una bazofia y nos echó a patadas”.

Haley viajaba sin mapa, como un auténtico pionero, pero no era lo que se dice un adonis y tenía una voz aflautada, sin apenas resonancia, casi asmática. Además era tuerto y trataba de disimularlo con un caracolillo engominado. Los Comets eran un grupito de country, animoso y más que competente, que adornaba sus actuaciones con números circenses –el bajista, Marshall Lyttle, desafiaba las leyes de la física haciendo molinetes con el contrabajo por encima de la cabeza– para que el público no reparase en las calvicies incipientes ni en las patas de gallo. Pero si salieron del anonimato y pasaron a la historia fue por cumplir de forma involuntaria una de las principales leyes no escritas del pop: la de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Bill Haley hizo todo lo que tenía que hacer y a la hora exacta.

La versión del “Shake, Rattle and Roll” de Big Joe Turner que grabó en 1954 le valió un puesto entre los diez primeros de la lista estadounidense y, por increíble que parezca, un número cuatro en el Reino Unido. Al lado de los tres temas que lo precedían en la lista británica –la relamida “The Finger of Suspicion”, de Dickie Valentine, “Let’s Have Another Party”, de la pianista de pub Winifred Atwell, y “Mr Sandman”, añeja cancioncilla infantil, en la versión de las Chordettes–, “Shake, Rattle and Roll” debía de sonar como si hubiesen puesto una bomba en la puerta del colegio.*

El momento decisivo de la carrera de Haley se produjo cuando su mánager, James Myers, logró colocar “Rock around the Clock” –canción de la que él mismo era coautor y que en 1954 había sido cara B del sencillo “Thirteen Women”– como música de fondo de los títulos de crédito iniciales de Semilla de maldad. Un año y medio después de grabarse, el tema se convirtió en el primer himno juvenil internacional.

La palabra “rock”, o incluso “rock’n’roll”, ya había aparecido en algunas letras antes de “Rock around the Clock”. La primera tal vez fue “We’re Gonna Rock, We’re Gonna Roll”, de Wild Bill Moore,* publicada en 1947; más tosca y elemental era “We’re Gonna Rock” (1950), de Gunter Lee Carr, aporreada en un piano desafinado. Las dos denotan juerga y diversión, pero ninguna representó un pistoletazo de salida inequívoco.

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