Por cada estrella
que brilla en el firmamento
existe otra con igual resplandor.
Y para cada corazón
que late en el universo
existe otro que es su par.
Por cada estrella
que brilla en el firmamento
existe otra con igual resplandor.
Y para cada corazón
que late en el universo
existe otro que es su par.
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Cuaderno de notas de Jodie
Quisiera pedirte…
Créditos
Conocí a Raimon Samsó durante una promoción literaria bajo el techo de una misma editorial. Recuerdo muchas cosas de esos días, y buena parte de ellas están relacionadas con él. Nos hicimos íntimos amigos. Esa amistad es uno de los regalos más grandes que me ofreció la vida. La sustancia de nuestra amistad es la evolución compartida. Como amigos, como colegas.
Un día nos sentamos a leer Juntos en su apartamento de Barcelona. Era primavera. Recuerdo que lo leímos en voz alta, frente a frente, corrigiendo el primer manuscrito en una larga sesión acompañados de té y galletas.
Desde entonces, Raimon se ha comprometido con su vocación de escritor y ha elegido un difícil, aunque maravilloso y creativo, camino vital. Tal vez se pregunten por qué les cuento esto en el prólogo de un libro. Es sencillo. Antes de abrirlo han de saber que este libro fue gestado durante un período de la vida de su autor en el que sus propios sentimientos y creencias sobre las relaciones fueron puestos a prueba. Que nació en medio de un salto al vacío profesional. Cada palabra está escrita desde la coherencia y la entrega a este trabajo tan duro tan hermoso e inevitable– que es escribir. Yo valoro especialmente su esfuerzo porque soy escritora. Sé lo que significa. Lo que cuesta llegar al último párrafo. Lo que implica soltar el trabajo de meses o de años para entregarlo a la mirada del otro. Y que sepan que todo cuanto lean en sus páginas es fruto de la experiencia y de la honda convicción de que existe un amor destinado, una afinidad atávica entre las almas.
Les parecerán pretenciosos estos comentarios. Tal vez lo sean. Quizá sea el orgullo de ser su amiga. O del sentimiento de gratitud y de privilegio que me inspira estar a su lado, a contar con él, a verle crecer…
De esa condición en la que les llevo cierta ventaja, con la persona que hizo posible que puedan leer esta historia mágica, sólo les separa un gesto: pasar esta página y leer desde la primera letra al punto final con el corazón completamente abierto.
Si les resulta difícil confiar en que alguien les aguarda en alguna parte, para ayudarles a crecer, para moverles, para apoyarles, para sacudirles y protegerles, para encontrarles en definitiva, aunque se escondan tras pesados muros y corazas, leer este libro puede disolver sus dudas y hacerles mirar a cada persona que se acerca a su vida con ojos amorosos y desprejuiciados.
Sólo de este modo se encuentra a la persona para la cual estamos hechos. Mirando y sintiendo sin ideas preconcebidas. Olvidando el miedo. Amando con tesón, aunque aparentemente todo se desmorone alrededor, aunque las circunstancias nos hagan perder la paciencia, aunque nos sintamos perdidos y huérfanos en un mundo que no parece hecho a nuestra medida, pero que de hecho sí lo está.
Raimon me enseñó a través de su libro Dos Almas Gemelas que es posible encontrar un amor destinado. Su segunda novela, Juntos, no debería leerse como una secuela de la historia de Jodie y de Víctor, sino como la prueba de que, por duro que sea el cambio hacia el encuentro real con el alma del otro, vale la pena entregarse a la incertidumbre porque en esa búsqueda, tan dolorosa a veces, reside el secreto de la continuidad y el compromiso duraderos.
Para que un amor sea el definitivo, cada persona ha de encontrarse a sí misma para brindarse al otro como una ofrenda. Pulir las aristas y rugosidades para que encajar sea fácil. Lavar las sombras y los temores para que no eclipsen las infinitas posibilidades del vínculo. Dejar atrás el «yo» para que brille el «nosotros». Ése es un camino solitario. Pero a menudo encontramos a nuestra alma gemela mientras nos estamos preguntando quién somos.
Ante la lectora/el lector se abre un camino que yo tuve la suerte de vivir al lado de quien lo anduvo. Codo a codo. No como pareja ni como amante, sino como amiga del alma –otra forma de gemelaridad destinada– y como afortunada comadrona del parto de un libro que puede abrir, más que sus ojos, sus almas.
Les recomiendo que busquen Dos Almas Gemelas para que puedan observar la evolución, la creciente entrega y la experiencia ganada que el autor ha plasmado en cada página para que ustedes dispongan de ellas como un mapa o brújula emocional. Sepan que no están leyendo un libro cualquiera. Para que puedan disfrutarlo, para que les alcance el alma en el puro centro y sientan lo mismo, su autor eligió caminos difíciles, lloró y se dejó poseer por el asombro de la soledad.
Lean cada palabra como un regalo de amor. Es el deseo del autor, de los protagonistas y también el mío. Que tras pasar la última página reconozcan su propia historia y sepan transmitirla para poner a salvo la esperanza de quienes aún aguardan su alma gemela.
Paz Puente Green, escritora
La primera vez que vi el cuadro fue en una galería de arte de Santa Mónica, California. El óleo reproducía un salto de agua sobre una laguna. La mujer que contemplaba el lienzo, con expresión ausente, llamó mi atención. Un instante después, nuestras miradas se cruzaron, una, dos veces. Quedé atrapado por una sensación de infinita nostalgia. ¿Me enamoré en aquel mismo momento? Presentí que desde mucho antes. No sé desde cuanto antes; tal vez, desde el principio del mundo. Y por el efecto dominó, cada instante desde entonces.
Parecíamos dos extraños que albergaban el secreto deseo de dejar de serlo cuanto antes. Por fin, me atreví a abordarla y establecimos una conversación trivial. Sin mirarnos apenas, como hacen dos desconocidos. Mi corazón latía tan fuerte que creí que podía escucharse en toda la sala. Aun con su fragilidad, aquel momento me pareció perfecto.
—La gradación del agua es acertada, pero carece de profundidad. ¿No te parece?
—Hace mucho tiempo soñé con un paisaje parecido; pero hasta hoy, al verlo plasmado, no he comprendido la escasez de matices de mi imaginación.
—¿Te gusta el cuadro? –le pregunté.
—Sí. Y por una razón especial.
—¿Y esa razón puede saberse?
En ese momento se volvió hacia mí y el mundo se detuvo. Y entonces sentí como si una larga espera, llena de siglos, hubiese llegado a su fin.
No me confesó cuál era esa razón especial acerca del cuadro; pero sí supe su nombre.
—Me llamo Jodie Wright –se presentó.
—Víctor Bruguera. Encantado.
Treinta y pocos, esbelta, atractiva. Destacaban sus labios en forma de corazón y sus ojos de color miel. Llevaba el pelo revuelto –ni corto ni largo– y su rostro sin maquillar se iluminaba al sonreír y marcaba unos discretos hoyuelos sobre las comisuras de sus labios. Vestía unos tejanos desgastados y una camiseta blanca, ajustada.
Nos estrechamos la mano. Cautivado por la cálida expresión de sus ojos, la retuve más de lo prudente. Quizá la incomodé; o tal vez no, pues sonrió. Al advertir mi torpeza, me ruboricé.
Terminamos el recorrido de la exposición juntos. Yo soy pintor y me gusta hablar de pintura. Ella se mostró interesada por mis comentarios sobre cada tela. Poco después, nos despedimos en la calle. Mis ojos la siguieron unos instantes; la vi perderse entre la multitud sin saber más que su nombre.
A partir de aquel día frecuenté la galería y algunos cafés cercanos de Promenade Avenue. Una zona muy vital de Santa Mónica: muchas galerías, mucho diseño. Me sentaba en el café, frente a la sala de arte y me leía y releía los periódicos. Volví, al día siguiente y al otro y al otro… Albergaba la esperanza de verla de nuevo. Días después, el cuadro fue retirado por un comprador anónimo.
Poseído por la desesperanza, desistí.
Jamás podría imaginar que el destino, trenzando casualidades, me llevaría de nuevo hasta esa pintura. Semanas más tarde descubrí el lienzo en la pared de un restaurante llamado Sea Palms. Una coincidencia que no era tal. Hoy ya no creo en las casualidades; pero entonces sí creía. Aquel cuadro ejerció como el mapa de un tesoro, la guía de un fascinante viaje interior.
La fortuna de ese hallazgo hizo que, en medio de una ciudad de millones y millones de personas, volviéramos a encontrarnos frente a ese cuadro. Ella, Jodie, fue quien lo compró. Pronto iniciamos una relación. Si bien en ocasiones se mostró en exceso reservada, yo sé que me amó. No como yo quería; aunque eso no significa que no me amara con todo su corazón. Nunca me confesó lo que la atormentaba.
La última vez, ella volaba a San Diego para resolver unos asuntos relacionados con su trabajo. Nos despedimos en el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Aquella separación debía prolongarse tan sólo unos días; sin embargo, presentí que no iba a ser así.
—Cuídate basurita. ¿Lo harás por mí? –preguntó sujetándome por las solapas de mi chaqueta mirándome a los ojos. Esa mirada sostenía un interrogante que aún hoy me persigue. Su viaje a San Diego iba a ser cuestión de unos días nada más. Asuntos de trabajo; aunque el corazón me dolía como si fuese por una eternidad.
—¿Sabes, Víctor? –continuó–, aquella noche en Carmel, me moría de amor por ti, pero… Sé que un día tú y yo nos separaremos. Lo sé. Tú volverás a Barcelona y yo regresaré a Boston y eso tarde o temprano nos partiría el corazón como un hacha parte un tronco en dos.
Protesté. Quise decirle que nada, nada en este mundo, nos separaría. Me hizo callar poniendo su dedo índice sobre mis labios. Fue lo último que dijo:
—Te quiero, Víctor.
El mundo se desmoronó cuando Jodie se desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido. Intenté localizarla sin éxito. Después de unos meses, una mañana empaqué mis cosas y me subí a un avión: regresé a Barcelona.
Me preguntaba si, tras la muerte de mi esposa Clara, primero, y el abandono de Jodie después, mi vida consistiría en vivir la soledad más grande del mundo. El recuerdo de Clara se había convertido en una pequeña muerte dentro de mí. Un duelo que se apreciaba en mis ojos, en todo lo que hacía o pintaba… Murió en África, inesperadamente, de unas fiebres. De un día para otro entró en coma. Cuando un adiós no se pronuncia, y se queda al borde de los labios, es como una paloma que embiste el cristal de una ventana. Los adioses que se callan aletean y golpean toda una vida, muy adentro.
En aquellos días, ardí. Me convertí en cenizas, en el polvo gris de mis cenizas, en el humo de mis cenizas. Y no hasta mucho más tarde encontré las fuerzas para aceptarlo, y en ese acto, me liberé. La rendición no es un abandono, bien al contrario, requiere una gran fuerza interior.
Crucé un desierto a pie.
Fui y volví.
En las noches de esa incierta travesía, escudriñé la infinita bóveda de minúsculas estrellas titilantes. Y, a menudo, me quedaba dormido con las mismas preguntas en los labios: ¿cuál de entre todas existe para mí?, ¿cuál brilla con mi misma luz?… Siempre creí que las personas nacemos con un amor predestinado. El alma que, en correspondencia, se acompasa con la mía. Y, al igual que yo, se pregunta: ¿dónde está mi par?
Algunas semanas después, el cuadro llegó a mi apartamento a través de una compañía de mensajería. Ese paisaje de óleo precedió el encuentro con Jodie y más tarde certificó su abandono. Por eso me gusta pensar que no se trata de una simple tela. Un día fue un hola, y al otro, un adiós. De pintura. Una tarjeta de presentación y, al poco, una carta de despedida.
—¿Víctor Bruguera? ¿Es usted? Portes pagados. ¿Puede firmar aquí, por favor?
Firmé, el mensajero se marchó y yo me quedé a solas con aquel envío anónimo entre mis manos. El albarán de entrega rezaba: «Remitente: Víctor Bruguera». ¡Absurdo! Desenvolví. ¡Era el cuadro de la galería! Sin una nota, sin explicaciones. Nada. Conmocionado, me pasé toda la mañana, de punta a cabo, sentado en el suelo frente a él. Reconozco que desde el primer día nunca conseguí llegar a su corazón. Ella me lo impidió. Aun así, me costaba aceptar que aquello estuviese sucediendo. No podía imaginar por qué Jodie desapareció de mi vida de aquel modo, sin dejar rastro. ¿Existe?¿Existió alguna vez? Intentaba obtener una explicación.
Después de Clara, mis cuadros eran un manojo de pinceladas llenas de dolor. Pinté con hastío, y creo que, por esa razón, nadie quería colgarlos en su casa. Por fortuna, eso cambió cuando Jodie iluminó mi vida. Y me deshice de la escala de grises, de mis días tristes. Y hasta de mis viejos pinceles. Todo fue a parar al cubo de la basura.
Entre ese abandono y mi siguiente cuadro pasó una eternidad. Volví poco a poco a la pintura. Y ya no he dejado de pintar. Mis pinceles –las astillas de mi naufragio– aprendieron la gama de azules y todos los matices del blanco. Y desde que me reconcilié con la pintura, mis manos sólo se manchan de esos dos colores.
Poco a poco reuní la energía para afrontar la situación e integrarla como aprendizaje. Cuando confié en mi proceso, se aflojaron algunos nudos. Y un universo de cosas pequeñas y simples me alcanzó. Se multiplicaron los sueños premonitorios, como si por la noche emprendiese el viaje sin tiempo de la clarividencia. Empezaron a ocurrirme pequeños milagros. Reconocí otros –minúsculos y cotidianos– que antes daba por descontado. «Un Curso de Milagros» dice que los prodigios son naturales y que algo va mal cuando no ocurren.
Durante ese proceso escribí y escribí. Lo puse todo por escrito. Conservo esos folios fechados. Y también, mantuve un diario de confidencias con mis mayores actos de fe, la interpretación de mis sueños y un inventario de corazonadas.
Redacté una carta a Dios que no concluí sino mucho más tarde:
«Querido Dios:
Te escribo porque he conocido a la mujer que tocó mi corazón… Poco antes de marcharse para siempre. Hoy te ofrezco mi desamparo para que lo bendigas y me lo devuelvas como un aprendizaje. Haz de ese material tan precario una semilla de futuro. No hace falta que toques con tus manos la sordidez de mi soledad; tan sólo mírala con ternura y bendícela con tu compasión. Déjala donde corresponde: en mi almohada. Ése es mi regalo y un regalo no se devuelve. O si lo prefieres, deposítala junto al camino que me conduce a dondequiera que vaya y se convierta en una indicación que diga: “En esa dirección, hijo mío”. Yo sabré entender la señal. Andaré hasta el final de ese sendero. Hasta el final. Y te preguntaré: “¿Aquí?”. “Sí, aquí”, dirás. Y allí, paciente, aguardaré…
Ya lo sabes, su nombre es Jodie.
Es la persona más tierna y cálida que se ha acercado a mi corazón. Es una mujer sensible, sólida, valiente, maravillosa… De esas mujeres que te miran dormir por velarte el sueño… Si buscara un amor más hermoso o más completo o más real que el suyo, fracasaría.
Gracias por crear a Jodie y gracias por leer esta carta que ya conocías, que ya habías leído cuando me creaste a mí, porque en aquel primer instante de mi vida, ya la llevaba escrita en el alma…»
Acurrucado en el sofá del salón, me abandoné a la ensoñación contemplando el cuadro de Jodie. Un salto de agua, un alboroto de libélulas, un amago de arco iris sobre la laguna y una frondosidad de helechos arborescentes… A través del lienzo, como si de una ventana se tratara, un ave de alas doradas se adentró en la habitación. Me rodeó una, dos veces, y se posó sobre una pila de libros. A continuación se desvaneció. Dos semillas de diente de león atravesaron ingrávidas la estancia. Advertí el suave rumor de la vegetación que se mecía bajo el viento. Y hasta tuve la sensación de que algunas hojas, empujadas por la brisa, caían sobre el suelo del salón. Incluso podía sentir la humedad impregnándome el rostro.
Era un mundo de prodigio dentro de otro mundo. Sauces y robles, colibríes en suspensión, frutales doblados por el peso de la fruta madura. A sus pies, jazmines sofocantes, hierba luisas como girasoles, rosas centenarias, caléndulas de un naranja deslumbrante. Todas las flores poseían un brillo incandescente y daba la impresión de que no iban a marchitarse jamás.
El cielo, al ser tocado, se agitaba y echaba ondas. Era líquido, palpitaba, como los cielos de los cuadros de Cézanne. Y era de un azul intenso. Un azul azul. De súbito, cayó la noche y sucumbí al asombro: tras las montañas asomaron cinco lunas. Las conté, disparando los dedos uno tras otro: una, dos, tres, cuatro y cinco. Todas de diferentes tamaños. Una enorme, otra más delicada; una en cuarto creciente, otra menguante, y la quinta, llena a perpetuidad.
Lunas de plata.
La maravilla ante mis ojos.
A cada paso, el mundo tomaba cuerpo y se forjaba ante mis ojos. Colores vivísimos. Con tan sólo pensar en uno, una gama de tonalidades infinita teñía el paisaje. Un cielo violeta, nubes de oro, montañas púrpura… Podía esbozar la realidad con un pensamiento. Ningún murmullo se perdía, sino que antes de sucumbir al silencio, elevaba su vibración cincuenta octavas en la escala musical, ¡y se convertía en un color!
Vi, en apenas un parpadeo, crecer la hierba, armar un nido, nacer una supernova… Asistí al principio de las pequeñas cosas, aquellas que se hacen grandes en el corazón.
Cerré los ojos e imaginé la hierba azul. Ante mí un prado azul se mecía bajo la brisa como un océano de briznas de hierba. Por probar nada más, fantaseé con una tormenta de pétalos de rosa. Y, de inmediato, descargó sobre mí. Extendí mis brazos bajo una lluvia de pétalos que me impregnó de la fragancia de las rosas.
Sin duda, ¡yo creaba la realidad! Cerré de nuevo los ojos e imaginé un cielo henchido de pompas de jabón con forma de corazones. Cualquier cosa valía con sólo desearlo. Los abrí, y allí lo tenía: corazones ingrávidos que se desvanecían apenas tocarlos. «Los corazones son frágiles como pompas de jabón», concluí mientras intentaba apresarlos en vano con mis manos.
—¿Esto está sucediendo?
Y al instante obtuve como respuesta:
—Sí, es más real que tú y que yo.
Recordé que ésas fueron las mismas palabras con las que Jodie respondió a idéntica pregunta. Incluso creí reconocer su cálida voz y el perfume de su pelo atravesándome.
Sin embargo estaba solo.
—¿Jodie…?
—Cierra los ojos y piensa en mí, Víctor. Lo que imagines sucederá.
Jodie apareció tal como la recordaba: con su sonrisa contagiosa, su pelo alborotado y su cálida mirada –Mozart no compuso nada tan hermoso como su sonrisa.
—Pero, ¿dónde estabas? ¡Dónde, Jodie, todo este tiempo! –le pregunté.
—A un pensamiento de distancia. Siempre estamos unidos a lo que sólo nos falta en apariencia… Que no lo veas no quiere decir que no exista.
—¿Un pensamiento? –pregunté.
—Nuestro amor se renueva en el recuerdo de nuestra relación de vidas anteriores. Intentaba comprender toda la magia de ese razonamiento. Jodie prosiguió:
—La memoria de una relación antigua es como un cromosoma espiritual cuya cadena genética contiene toda la información de nuestro amor.
Primero me adentré en el cuadro del salón…
A través de sus pupilas accedí a una biblioteca llena de manuscritos con nuestro pasado relatado en lenguas tan antiguas como la misma humanidad. Escritos en extraños idiomas que, sin embargo, podía comprender sin dificultad. Y con ilustraciones que no asocié con ninguna época de la historia tal como la conocemos.
Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie…
En uno de esos libros –caligrafiado, ilustrado, encuadernado en cuero– hojeé el futuro, me imbuí en sus páginas, asombrándome de cuántas cosas nos quedaban aún por compartir. No quise ver la última página y lo cerré.
Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie. Y por fin, me precipité en las páginas de un libro antiguo.
El viento se detuvo impregnándonos del aroma de las flores más hermosas. Hay un instante al anochecer en el que todo es tibio y se inflama. La atmósfera se empapa del aroma de la nostalgia. Era ese instante. Poco después, la luz de las cinco lunas invadió el paisaje y la noche se colapsó. El universo se hizo ingrávido y se detuvo para nosotros. En ese instante tan sublime –el Nobel de los momentos–, no me atreví a cerrar los ojos.
Sin duda, aquélla era la noche más hermosa. La noche de un billón de estrellas.
Mi pensamiento creaba la realidad y la sostenía. Cada deseo de mi corazón se transmutaba en su equivalente material. Oí decirlo muchas veces, lo leí muchas más, pero nunca lo había comprendido hasta entonces.
—¿Qué somos? Me refiero a ti y a mí, Jodie.
Y entonces lo dijo:
—Dos almas gemelas –afirmó sin pararse a pensarlo. Podíamos conversar en silencio a la velocidad de la luz. De un modo tan diáfano que cada uno de nosotros percibía instantáneamente al otro.
«¿De cuánto tiempo disponemos?», quise saber. Y antes de cerrar el signo de interrogación oí en mi mente: «La eternidad. Lo único que separa a las almas gemelas es su creencia de que no van a encontrarse»
Supe por qué se buscan las almas y la danza cósmica que es su relación a través del infinito. Comprendí qué significa un alma compañera y el valor de su apoyo.
Podía ver tanto amor en su gesto que creí morir a cada minuto para resucitar en el siguiente
«¿Volveremos a estar juntos?», pregunté.
Abrí los ojos en el sofá. Anochecía. Las sombras proyectadas de los pinos del jardín se agitaban en el techo del salón. Sentí una soledad inminente y devastadora. Eran las ocho; tal vez más tarde.
Las cinco lunas, la hierba azul, la tormenta de pétalos de rosa, los corazones ingrávidos, las flores incandescentes, la magia y la maravilla… Todo eso, que en la Tierra no existe, se desvaneció. Ella también.
A pesar de todo, estoy seguro de que aquel sueño escapó para ir a un museo de paredes invisibles, en donde con certeza, Dios ordena los sueños por fechas y les pide a Dalí y a Magritte que los pinten para que no caigan en el olvido. Incluso sentí en los días siguientes el intenso vaho de pétalos de rosa presente en toda la casa.
Fue por lo que vine a este lugar: para pintar el mar. Y ya me quedé en la Costa Brava. En una antigua casa edificada en la ladera sobre unos peñascos. En Aiguablava, entre Tamariu y Begur. Desde entonces vivo frente al mar. Envuelto en el rumor de las olas que se precipita en el salón e invade todas las estancias de la casa como el latido de un corazón de agua. Y, al retirarse, esparce un penetrante olor a salitre que lo empapa todo. Por eso mi pintura y mis recuerdos saben y huelen como el mar, como las olas que vienen y van.
A menudo, bajo hasta la playa para pasear, a juntar conchas. Cuento, en voz baja, olas en la rompiente. Algunas noches me siento y contemplo el brillo de la luna sobre el agua. Y me sorprendo de cómo pude sobrevivir tantos años sin pintarlo. Por todo eso, vivo en una casa frente al mar
En ocasiones me despierto en la noche con la necesidad de asir mis pinceles. Enciendo algunas velas y, bajo su lumbre, pinto en el más completo silencio. No pienso, pinto. El mar de Tamariu invadió mi pintura. De entre todos, siempre hay un mar que es el primero y luego, tras pintarlo, sobreviene la obsesión por alcanzar la perfección. Y ya no te detienes. Por suerte, la perfección no existe. Y si existiese yo no sabría reconocerla.
Tengo una casa a los cuatro vientos frente al mar. Gruesas paredes de piedra, tejas, techos abovedados, vigas de madera y baldosas de barro cocido. La casa, de estilo provenzal, tiene pintadas las habitaciones en diferentes colores, en tonos pastel. Cuando me instalé, trasladé el azul del horizonte a las paredes del salón –dicen que ese color espanta las moscas– y tomé prestados los ocres de esta tierra para contrastarlos en el salón
Mandé restaurar algunos muebles de estilo rústico y época imprecisa. Camas con cabezales de hierro forjado –una de ellas baldaquinada–, viejos arcones, sillones en ratán, una lámpara art-decó… Y un icono del siglo pasado, y un reloj de péndulo, y todo lo demás. En unas ventanas lucen macetas de geranios rojos y rosa. En otras, tiestos con espliego. En invierno, su follaje es gris; en primavera, echa espigas violáceas y perfumadas. A finales de otoño, las corto y las cuelgo del techo de la cocina para que se sequen.
Sonó el teléfono. Y volví a la realidad.
—¡Víctor! ¿Cómo estás?
Al otro lado del teléfono, a miles de kilómetros, la voz grave y amable de Jeff Jones –mi agente en Los Ángeles–. Charlamos a menudo. Destila una envidiable energía que me contagia y me estimula en mi trabajo.
—Bien, estoy bien. Tengo mis altibajos, como todo el mundo.
—¿Bien nada más?
—Bueno, ni siquiera sé si soy feliz… Aunque la verdad es que no puedo quejarme.
Victor.
La releía por enésima vez y por enésima vez conseguía emocionarme.
Por si no lo he dicho antes, vivo en un velero de piedra y cal, embarrancado en una colina frente al mar. La casa es como una nave varada en tierra firme. Con su velamen de visillos blancos agitándose bajo una brisa que circula por las estancias y las impregna del aroma del tomillo y el romero.