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Título

El Autor

Clemencia

La familia de Alvareda

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El Autor

Fernán Caballero era el pseudónimo utilizado por la escritora y folclorista española Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea (Morges, Cantón de Vaud, Suiza, 24 de diciembre de 1796-Sevilla, España, 7 de abril de 1877). Cultivó un pintoresquismo de carácter costumbrista y su obra se distingue por la defensa de las virtudes tradicionales, la monarquía y el catolicismo. Su pensamiento se inscribe dentro del regeneracionismo católico de la época, influido por las ideas de su padre, el hispanófilo Juan Nicolás Böhl de Faber, introductor en España del romanticismo historicista alemán de Herder y los hermanos August y Friedrich Schlegel.

Cecilia, nacida en Morges, Suiza, el 24 de diciembre de 1796, era hija del cónsul Juan Nicolás Böhl de Faber, hombre de negocios que dirigía los intereses comerciales de la casa "Bohl Hermanos", fundada en Cádiz por su padre, conocido miembro de la burguesía hamburguesa y Francisca Javiera de Larrea Aheran Moloney, llamada por sus amigos y familiares “Doña Francisca” o Frasquita Larrea, de padre español y madre irlandesa. Su padre, cónsul hanseático en Cádiz y converso al catolicismo en 1813, fue uno de los impulsores del Romanticismo en España a la vez que un gran defensor del teatro del Siglo de Oro y del romancero castellano. Su madre organizó una tertulia de «serviles», donde se defendían los valores del Antiguo Régimen. Tomó el pseudónimo de la población ciudadrealeña de Fernán Caballero. El motivo de su pseudónimo según ella es: «Gustóme ese nombre por su sabor antiguo y caballeresco, y sin titubear un momento lo envié a Madrid, trocando para el público, modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero». Influyó en ella o bien que al ser lugar por el que pasara le gustara la resonancia del nombre o porque conociera un crimen pasional que tuvo amplio eco en la prensa del momento.

Durante sus primeros años vivió en Alemania, en Hamburgo, en un pensionado regentado por una dama francesa, donde adquirirá su educación a la "antigua usanza", de catolicismo profundo hasta que regresó con su familia a la ciudad de Cádiz en 1813, a la edad de diecisiete años.

Contrajo matrimonio el 30 de marzo de 1816 con un capitán de infantería, Antonio Planells y Bardají. La pareja se mudó a Puerto Rico, ya que su esposo había sido destinado a dicha plaza, pero ese matrimonio duraría poco por el fallecimiento de don Antonio; este hecho conmocionó a la joven Cecilia, que fue acogida en casa del Capitán General mientras se recuperaba de su depresión y pudo volver a España el 28 de junio de 1818.

Después se trasladó a Hamburgo, la ciudad natal de su padre, donde vivió con su abuela. Algunos años más tarde se mudó nuevamente a El Puerto de Santa María, España, donde conoció a Francisco de Paula Ruiz del Arco, marqués de Arco Hermoso y oficial del distinguido Cuerpo de Guardias Españolas, quien era el mayorazgo de una rica e influyente familia sevillana, emparentada con gran parte de la nobleza andaluza. El 26 de marzo de 1822 contrajo segundas nupcias con él en Sevilla; allí sostenía con su marido una tertulia en su palacio a la que acudían representantes de la alta sociedad y personalidades extranjeras como Washington Irving (con quien mantuvo correspondencia desde 1828 y al que ayudó en algunas de sus obras), el historiador del arte William Stirling y el barón Taylor, que será el modelo del “barón de Maudes” en la tertulia de la marquesa de Algar en La Gaviota; pero se trasladaron a vivir al Puerto tras la invasión de los "Cien mil hijos de san Luis" (1824) por las simpatías liberales del marqués; pasaban asimismo mucho tiempo en una finca que el marqués poseía en Dos Hermanas, "La Palma", donde quedó impresionada por el folclore andaluz y empezó a recoger coplas, cuentecillos y refranes. En mayo de 1835 enviudó nuevamente. En 1836 hará un viaje por Europa con su hermana con lo que no podrá estar en la muerte de su padre. Volvió a Sevilla por las malas relaciones que tendría con su madre.

Poco tiempo después conoció a Antonio Arrom de Ayala con quien contrajo matrimonio en 1837, rondeño y dieciocho años más joven que Cecilia. Este matrimonio sería muy especial, ya que en la vida de Fernán Caballero significó su definitivo encuentro con la imprenta, todo el material que había ido recopilando a lo largo de su vida, entre las largas ausencias de su marido y las circunstancias económicas en que vivía, salió a la luz. Este matrimonio también le atrajo las críticas de los Arco-Hermoso y de la buena sociedad sevillana.  El matrimonio se arruinó económicamente pese a que es en esta época cuando se publica La Gaviota (1849), La familia de Alvareda y Clemencia. Sin embargo, el fracaso de esta última le hará reconsiderar la publicación de su obra, en la que mostraba una actitud intransigente y antiliberal; de hecho, Hartzenbusch, liberal moderado, no quiso que se la dedicara. Y nunca se repuso de este fracaso. En torno a 1852 se desveló quién era Fernán Caballero, hecho que hizo que se propusiera como personalidad pública con un proyecto político radical. Su fracaso repercutiría en el resto de su vida.

Su marido enfermó de tisis y los graves problemas económicos hicieron que se suicidara en 1859. Quedó así la escritora en la pobreza. Los duques de Montpensier y la reina Isabel II la protegieron y le brindaron una vivienda en el Patio de Banderas del Alcázar de Sevilla, pero la revolución de 1868 la obligó a mudarse debido a que las casas fueron puestas en venta.

Contraria a los desórdenes del Sexenio Revolucionario, se alegró por la restauración de la monarquía en 1874, pero se opuso a la tolerancia de cultos consagrada por la Constitución de 1874 y, a pesar de su edad y achaques, realizó escritos a favor de la unidad católica de España.

Falleció en Sevilla el 7 de abril de 1877 a las 10 de la mañana, a los ochenta y un años de edad, de disentería, según el certificado de defunción.

Mantuvo una abundantísima correspondencia; en su siglo solo la supera el epistolario de Juan Valera. Se escribió con Juan Eugenio Hartzenbusch, con el que se puso en contacto para vender la biblioteca de su padre; estas y otras cartas las recogió y editó el hispanista Theodor Heinermann, quien se quejaba por cierto de que Cecilia era "la autora más mistificada de la historia literaria española". También sostuvo correspondencia con Rosalía de Castro, a la que le unió una gran amistad que, sin embargo, comenzó con reproches. La poeta gallega le había dedicado su libro Cantares pero Fernán Caballero, tras llamarla "ruiseñor de Galicia" le reprocha las acusaciones contra los castellanos y el uso de palabras en gallego que no entendía.

Fue un personaje contradictorio ya que, aunque rechazaba la política, escribió varias novelas tomando una clara postura política; rechazaba la idea de las mujeres emancipadas y fue una escritora ambiciosa, que redactó gran parte de su obra en francés, alguna en alemán y bastantes en español. Quiso crear una nueva forma de novelar en España; siendo de una severa moral, el tema principal en varias novelas era el adulterio, aparte de obviar su vida personal, ya que estaba casada en terceras nupcias con un hombre veinte años más joven, lo cual fue un escándalo al ser viuda de un marqués.

Fernán Caballero en un principio no sentía aprecio por sus obras a las que consideraba un mero ejercicio de las lenguas que conocía; se habían publicado contra su voluntad. Esto, al menos, relata el padre Coloma en sus Recuerdos de la autora. Ello no le impidió dar sus ideas de qué tipo de novela es preferible, decantándose por la novela de costumbres con los siguientes elementos: «usos, dichos, cuentos, creencias, chistes, refranes». La novela debía ser útil, después agradable. Para Blanca de los Ríos supuso «el primer intento de folklorismo o demopedia en España». Estas novelas tenían un carácter eminentemente didáctico, preconizando una férrea moral y alabando la vida pobre pero honrada del pueblo andaluz. Concebía sus novelas como documentos que reflejaban fielmente la vida cotidiana. Para ella la trama era el marco porque lo interesante era el ambiente. Esto se refleja también en los personajes que no tienen una evolución o desarrollo sino que son prototipos.

Este afán de adoctrinamiento moral fue duramente criticado ya en vida de la autora y sus obras levantaron una gran polémica que respondía a posturas ideológicas y no literarias, reflejo de la situación de división en la sociedad española.

Según subraya Xavier Andreu Miralles, Fernán Caballero asumió también un nuevo modelo de feminidad, inspirado en las tradiciones del catolicismo hispano, «que no pasa por un mero retorno al Antiguo Régimen, a una mujer religiosa sometida al marido, recluida en su casa y apartada del mundo, bien al contrario se adapta a las nuevas realidades de la mujer doméstica introducidas en Europa tras las revoluciones liberales». De este modo, las mujeres adquirían un papel activo en la regeneración católica y nacional. En sus planteamientos está presente la influencia de autores del catolicismo postrevolucionario como Jaime Balmes o, incluso, Juan Donoso Cortés. Este proyecto pasaba por la recuperación de los valores cristianos en línea con el espiritualismo católico y frente a las tendencias materialistas de la época.

La gaviota fue escrita en francés , traducida al castellano por el editor José Joaquín de Mora y publicada en entregas por El Heraldo. En una carta dirigida a él, le reprocha que hubiera incluido también el prólogo que estaba dedicado a lectores extranjeros. En este prólogo expone su intención de ofrecer otra imagen de la mujer española, diferente a la del Romanticismo europeo, en la que se identificaba a esta como sensual, independiente y pasional; es decir, lo contrario a una esposa y madre abnegada. España no solo era el tópico de toreros y gitanas; los campesinos, los nobles eran en esencia modestos y virtuosos.

La novela está estructurada en dos partes, en una muestra la vida sencilla y virtuosa de los habitantes de una aldea y en la otra la vida ya de Sevilla abierta en parte a las costumbres extranjeras, pese a la dignidad de la aristocracia local. Su personaje principal, Marisalada, es el prototipo de mujer española pasional, independiente y egoísta que terminará viviendo una mísera vida. La moraleja es clara ya que había renunciado a su femineidad al ser orgullosa y mala esposa. Parece claro el influjo de la Carmen de Mérimée, que había creado un mito universal. En ella pone de manifiesto también su profundo rechazo a las corridas de toros en cuanto significaban maltrato a los animales. En muchas obras criticó esta costumbre española.

Clemencia (1852) será su obra más ambiciosa, que quiso publicar en volumen. En ella plantea su ideal de mujer española: modesta, virtuosa y que, instruida, sepa controlar sus pasiones. Y, por supuesto, religiosa. De este modo sería no solo buena esposa sino también buena madre. Defiende la necesidad de la instrucción de la mujer para defenderse de las tentaciones del mundo. Esta instrucción estaría acompañada de la lectura, que le parecía fundamental a la autora como demuestra al incluir cuentos para niños enteros en sus novelas. Además los personajes que leen son los más buenos y virtuosos.

Fernán Caballero utiliza el lenguaje como elemento diferenciador de los personajes: el pueblo usará continuamente refranes, expresiones coloquiales, dichos, cuentos, coplas mientras que la aristocracia,el otro gran grupo que quiere representar usará neologismos y, sobre todo, galicismos puestos de moda en esa época. En su universo existe una evidente confrontación entre lo noble que surge de lo más profundo del pueblo español y lo que viene a enturbiarlo, ya sea extranjero y sus modas o el incipiente capitalismo.

Publica sus novelas en un momento en que hay un auge de autoras pero rápidamente este éxito será relegado por la llegada de autores realistas que tendrán un mayor reconocimiento por su «superioridad» intelectual. Para no sufrir el desdén a su autoría por ser mujer, se ocultará tras un seudónimo masculino. No querrá ser vinculada a sus contemporáneas.

Clemencia

Prólogo

Carta a mi lector de las Batuecas

Mi muy querido lector:

Supongo que te acordarás de que me has escrito: cartas como las tuyas no las olvida el que las escribe y mucho menos el que las lee.

No me has dicho tu nombre; pero no por eso dejas de ser mi simpático amigo, pues como dice un refrán, el nombre, ni quita ni pone. Además, podría suceder que si me lo dijeses, me quedase tan adelantado como antes de saberlo, pues es dable que sea tu nombre tan desconocido como lo es el de Fernán Caballero, por lo cual ha tenido el pobrecito que sufrir el desaire de ver a las gentes empeñarse en que no es legítimo, y sí hijo de la cuna. ¡Ojalá me llamase Tostado! Este nombre al menos, aunque no muy bonito que digamos, no tendría el inconveniente de ser incompatible con la pluma. ¿Quieres creer que un escritor de los buenos, de los de fuiste, de los sonados, como decimos por acá, ha escrito a Andalucía para saber si Fernán era Fernán, o si era quizás Luis Napoleón, Kossuth o Lola Montes? Y eso que dicho escritor ha escrito con el nombre de un fraile, y Fernán ha tenido la buena fe de tenerlo por tal; y aun hoy día existe para él ese fraile, sin que por eso deje de existir además un historiador de gran mérito y nombradía. Y sábete que no ha sido él solo entre la aristocracia literaria quien se ha empeñado en que yo no soy yo: esto ha sido a punto que han llegado a aturrullarme y hacerme dudar de si existo o no. Mi cocinera, a quien ya conoces, estaba muy inquieta viéndome de continuo pasear agitado por mi gabinete, declamando en lúgubre acento el monólogo de Hamlet: To be, or not to be, that is the question.

-Señor -me decía-, el almuerzo.

-Ser o no ser, esa es la cuestión -contestaba yo.

-Señor -la comida.

-Ser o no ser...

Mi cocinera, con la gran dosis de buen sentido que la distingue, se fue a la parroquia, me trajo mi fe de bautismo y una certificación del cura, de que el sujeto que anotaba la fe de bautismo no había sido enterrado; y desde entonces me he tranquilizado, he dejado mis cavilaciones, y me he convencido de que existo para servirte, así como a todos los que me crean un autor silfo, un escritor que tiene nombre y no persona, o un eco espontáneo.

Recuérdame este singular empeño una anecdotilla, de cuya autenticidad te respondo.

Una madre rígida llevó a su hija a un baile de máscaras de convite.

-Cuidado -le dijo al entrar- que te prohíbo que bailes con ningún enmascarado.

-Señora, -observó la pobre niña-, si casi todos lo están.

-Pues el que quiera bailar contigo -repuso la madre-, deberá antes decirte su nombre.

Llegado que hubieron al baile, se apresuro una mascara a sacar a la joven a bailar.

-¿Quién sois? -preguntó ella.

-Soy un dominó: ¿qué más necesitas saber para bailar un rigodón?

-Tu nombre.

-¿A qué santo?

-Es precisa condición.

-Me llamo -dijo el dominó-, Juan Pedro Fernández.

La niña se levantó muy contenta, y bailó su rigodón con don Juan Pedro Fernández, que le era exactamente tan desconocido como el dominó.

No resisto al deseo de citar a este propósito otra anécdota, que refiere Walter Scott en el prefacio de la segunda parte de sus obras. Yo siempre leo los prefacios, querido lector, pues a veces son lo mejor de la obra.

-Había -dice-, en la feria de San Germán, un arlequín, que divertía mucho a las gentes y tenía gran popularidad. Presentábase siempre a trabajar enmascarado; un amigo suyo le aconsejó, puesto que había agradado tanto, que se quitase la máscara. Hízolo así... y perdió el partido que tenía: se desprestigió. El porqué, preguntárselo al capricho de las masas.

Esto lo cuenta el gran escritor, porque escribió mucho tiempo sin dar su nombre, sólo con el de el autor de Waverley. Y, admira las diferentes índoles de las naciones en lo que voy a hacer notar: ese grande hombre no temió compararse a un arlequín; y yo que soy enano en tierra de enanos, si me hallase en iguales circunstancias, no me compraría a un arlequín por cuanto hay en este mundo.

En tu carta me saludabas en nombre de tus amigos, y me decías que quedaban ustedes aguardando otra producción mía, añadiendo: «Cuéntanos en lisa prosa castellana lo que realmente sucede en nuestros pueblos de España, lo que piensan y hacen nuestros paisanos en las diferentes clases de nuestra sociedad.» Sábete pues que este ha sido (atiende bien) el solo y único móvil que me ha hecho tomar la pluma para escribir la novela que te remito. Ya sabes que lo que escribo no son novelas de fantasía, sino una reunión de escenas de la vida real, de descripciones, de retratos y de reflexiones. Aunque no fuese el escribir así mi inspiración, mi tendencia, mi gusto y mi propósito, me haría perseverar en esta senda la autorizada, inteligente y altamente culta opinión de nuestro ilustrado crítico Don Eugenio de Ochoa, que dice:

«La novedad, la variedad, lo imprevisto y lo abundante de los acontecimientos nos parece peculiar al cuento; la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones literarias la que menos necesita de acción: no puede en verdad prescindir de tener alguna; pero con poca, muy poca le basta.».

Lo que prueba el instruido crítico, con el Vicario de Wakefield de Goldsmith, el Jonathan Wild de Fielding, las Aguas de San Román de Walter Scott y la mayor parte de las novelas de Balzac, a lo que podemos añadir lo que dice J. A. David: «A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón.»

No creas, querido lector, que al circunscribir los límites de mis creaciones quiera deprimir lo que escribo, y que de pura modestia intente suicidarme yo mismo con mis propias manos, como decía un amigo mío, que no era de Villamar, de Valdepaz ni de Villamaría, sino todo un ciudadano de guante amarillo y bota de charol; podríaslo creer por estar eso de suicidarse al orden del día, no por pura modestia, eso no, sino por puro quítame allá esas pajas. No quiero decir, pues, que no tengan valor y mérito el análisis y la pintura, siempre que estén bien hechos y lleven en sí el sello de la verdad.

Para lograrlo es necesario ver bien, y para ver bien es preciso entre otras cosas haber mirado mucho, como dice Alejo de Valon; y son pocos los que miran mucho lo que no les interesa ni tiene relación con ellos.

Dice Say: «La experiencia del mundo no se compone del número de cosas que se han visto, sino del número de cosas sobre que se ha reflexionado.»

Por lo tanto, queridísimo lector, ten la certeza de que todo lo que digo en esta novela, es verdad: en cuanto a las cosas nuestras, no tengo que fiártelas, pues pienso que llevan su auténtica consigo; pero sí te fío todas las concernientes a los personajes extranjeros. Sírvete de certificado, aun en las más increíbles, el asegurarte yo que son ciertas; yo que amo la verdad con entusiasmo y la considero como la Musa del Parnaso cristiano, siendo la misión de esta Musa poetizar la realidad sin alterarla, como expresa con tan buen gusto y alto criterio don Eugenio de Ochoa.

Dice Custine hablando de nuestra triste, incrédula y escéptica era: «que la sola religión posible en la época, tal cual la han hecho, es la pasión de la verdad».

Lo que te expongo en esta novela es la vida de una mujer, con eventos sencillos y cuotidianos como se hallan en toda vida de mujer, y son indispensables en toda novela. Clemencia, en contraposición de Lágrimas, que es el tipo de la mujer triste, débil y abandonada, es el de la mujer lozana, alegre y feliz. Es más difícil hacerla interesante: ¡ojalá logre hacerla simpática!

Sólo quiero añadir algunas palabras auxiliares a las bondosas que dices defendiendo mi estilo de ataques que no he visto ni oído, pero que siento como se siente sin verlo ni oírlo el helado viento de Guadarrama. No hay defensa cuando no hay ataque. Dice Suard, hablando de las cartas de Madame de Sevigné:

«¿Qué es estilo? Es difícil contestar a esta pregunta. El estilo es el que conviene a la persona que escribe y a las cosas que escribe. El Cardenal D'Ossat no puede escribir como Ninon. Madame de Sevigné no puede escribir como Voltaire. ¿Cuál se debe imitar? Ninguno, si se quiere ser algo por sí. No tiene realmente estilo, sino quien tiene el de su propio carácter y el giro natural y personal de su entendimiento, modificado por los sentimientos que se tienen al escribir. ¿Quién escribe mejor? El que tiene más movilidad en la imaginación, más ligereza, chiste y originalidad en su talento, más facilidad y buen gusto en la manera de expresarse.»

De lo dicho saco la siguiente consecuencia:

Si se han figurado los Eolos del Guadarrama que tu amigo Fernán es un sabio, un padre grave, un miembro de cualquier academia, un doctor de cualquier facultad, o un profesor de cualquier universidad, claro es que su estilo no será el propio ni el que le conviene; pero como tu amigo no es nada de eso, ni por el forro, se deduce lógicamente que el estilo de un sabio, de un padre grave, de un académico, de un doctor o de un profesor, no es el que conviene ni es propio a Fernán.

En cuanto al lenguaje, a los cargos que me puedan hacer los Eolos del Guadarrama, me rindo, someto y entrego con toda la humildad y con todo el rendimiento posible; pues no pienso, querido lector, imitar al centinela a quien dejó olvidado en su precipitada huida a la entrada de un puente una columna portuguesa, el cual viendo llegar al ejército español, se cuadró muy dispuesto a disputarle el paso del puente.

No, no, pues en viendo yo llegar el ejército de aristarcos, pedagogos y pedantes, reforzados con los Eolos del Guadarrama, echo a huir que no me alcanza un gamo. Bien me se ocurre hacer lo que aquel que en tiempo del imperio tiré al foro una cáscara de naranja rellena de luises, gritando: Prenez les louis et rejettez l'écorce; pero no me atrevo, y me atengo a la máxima de mis queridas y prudentes amigas las golondrinas, que dicen al ver llegar el triste otoño y el frío invierno: ¡Huir... huir... comadre Beatriiiiz!

No me hagas cargos por mis muchas citas, cosa muy poco usada en nuestra literatura. Tráigolas porque, como no presumo de mis juicios tanto que piense que no necesitan padrinos, tengo interés y hallo gusto en buscárselos buenos y autorizados, hasta en mi comadre Beatriz.

Adiós, mi querido, benévolo y simpático lector: no soy más largo, por aquello de que lo poco basta y lo mucho cansa. En esta cartita amistosa y familiar he atado todos los cabitos que quería atar, evitando así el remontarme a un prefacio solemne como el de una misa, que no habría leído ni el fiscal de imprentas.

Recomiendo a tu benevolencia mis personajes todos, en particular a mi muy querido Don Galo Pando: y si fuese algún día por tu valle el Ministro de Hacienda, te ruego, que se lo recomiendes, en lo que harás un acto de justicia.

Adiós otra vez. Da mil expresiones de afecto a tus conmoradores del valle, y díles que el genio de la simpatía ha murmurado a mí oído alguno de sus nombres que pregona la fama. Díles a los Eolos del Guadarrama que beso sus manos. Da a mi Clemencia un lugar en tu biblioteca, y a mí uno en tu amistad, con lo que quedará bien pagado mi trabajo.

Fernán.

P. D. No siéndome posible, sin robar su genuino colorido al diálogo, eludir palabras andaluzas muy expresivas e irreemplazables, he puesto al fin de la novela una tabla en que se expresa su significado. Walter Scott tiene diálogos enteros en dialecto escocés, lo que nadie, que sepamos, ha motejado al ilustre novelista.

Valdepaz 1.º de mayo de 1852

Primera Parte

I

Aux poètes dramatiques l'action, aux romanciers l'analyse du coeur.

A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón.

J. A. DAVID

Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup.

Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.

ALEXIS DE VALON

Le style vient des idées et non des mots.

El estilo nace de las ideas y no de las palabras.

BALZAC

-No se canse usted, don Silvestre; cada casa es un mundo -decía una tarde del verano de 1844 la marquesa de Cortegana a su amigo y compadre don Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía paladeándola una taza de café-. Tómelo usted por arriba, tómelo usted por abajo, cada casa es un mundo, aunque usted diga que no.

-Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

-Así es usted en todo: ¡bendito Dios que lo ha criado más fresco que una lechuga! Como si no tuviese bastante con dos hijas, ¡me manda Dios esa sobrina! Una sobrina, la cosa más inútil del mundo.

-Es una perla, Marquesa.

-Sí, una perla que es para mí lo que fue la otra para el gallo. Capaz es usted de sostenerme que es una suerte, y que he ganado a la lotería.

-Yo no sostengo nada, señora.

-Pero lo da usted a entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de usted llovidos del techo media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que usted ponía.

-Señora, yo no soy rico y es claro que me apurarían.

-Ya, ¡si usted cree que con dinero se compone todo!...

-No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.

-¡Así pudiese yo endosarle a usted mi sobrina! esa que usted llama perla. ¡Vaya! Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme que hacer. ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

-¿Y por qué no la dejó usted en el convento?

-¿Con diez y seis años la había de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tía tiránica? ¡Tiene usted unas cosas!...

-En efecto, tiene usted razón: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

-¿Qué he hecho bien? ¿Eso le parece a usted? Pues no faltará a quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacían aparecer de más edad. Había quedado viuda hacía algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenía la habilidad de gastar todas, y a veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto más extraño, cuanto que la señora sin ser cicatera no era generosa, sin ser agarrada no era rumbosa, sin ser codiciosa no era espléndida, y sin ser ordenada no era tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que sin ser malévola no hacía sino contradecir, sin tener mal carácter no hacía sino regañar, y sin ser maligna era contraria a todo. Así se ven a menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijos del corazón ni del carácter, sino malas costumbres que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apurada. La Marquesa no podía vivir sin un apuro que la agitase, siendo por consiguiente la antítesis de ciertos enfermos que no pueden vivir sin una dosis de opio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarrón en la vela que cubría el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban más que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo, o la pérdida de una cosecha. Cuando no tenía un apuro que explotar, se lo forjaba; y no sólo disfrutaba ella de su creación fantástica, sino que se incomodaba cuando los demás no la reconocían como cosa cierta y real. Pertenecía pues esta señora a la falange de Jeremías que pasan su vida quejándose en un tono llorón que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud, aunque sea buena; de desgana, y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas: y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas y de que alumbra mal el reverbero; se quejan hasta de las cosas favorables, a las que siempre encuentran un pero, para servir de pábulo a sus lamentaciones.

Nacían en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fue un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se había hecho un ente personal e insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa había casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el tu autem de la familia.

Por parte de su marido no había conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña dejando a su mujer embarazada, la que poco después falleció en el parto de una niña, que recogió su tío, el difunto Marqués, que la hizo educar en un convento, a la cual ahora acababa la Marquesa de traer a su lado, como hemos visto por la conversación antecedente. También vimos que la Marquesa hizo mención de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenía diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo extremo delgada, y de constitución nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores, a no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, o bien por la viciosa educación que le diera su madre, o bien por algún mal estar físico o moral, ello es que en sus maneras era generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría y tenía diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio tronco y aguzadas púas, las que encubrían vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pie hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas negras como el azabache daban, cuando sonreía, a sus ojos guiñados y de un gris de ceniza una dulzura infinita, y a sus miradas tal picante, que hacían decir a sus apasionados que tenía alfileres en los ojos. No obstante, la expresión de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazón ahogado en egoísmo. Calificábala su madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy a las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo; hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y más común en España, la ausencia de pretensiones. Hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas, ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar a la española el aparecer otra de lo que es, desaparezca dentro de poco con la saya y la mantilla, a fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectación un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto a Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que a los diez y seis años salía del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas a las que, como al mes de mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todos sus encantos.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubría toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenían un señorío tan dulce y grave que parecían haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenía sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazón, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir a sus favoritos, esto es, a los niños, a los pobres y a los sanos de corazón: resplandecía esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraía por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvía, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decisión toda comunicación e intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva a empresa, excita fuertemente.

Alegría tenía la seducción de la gracia, la incitación de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, el aturdido desgaire de la niña alternando con el indispensable despotismo mujeril, el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.

Clemencia en cambio sólo tenía el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, e inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hacia los niños.

En cuanto a don Silvestre Sarmiento, tenía este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro, con iguales circunstancias, y en su rostro una colección de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osma, que desde cuarenta años le pasaba una módica pensión que sufragaba ampliamente sus modestas necesidades, y le había hecho la personificación del dulcísimo farniente. Nunca se le había conocido inclinación marcada alguna; ni a las bellas, ni a los caballos, ni a la caza, ni a la pesca, ni al juego, ni a los libros, ni a la chismografía, ni a la política, ni a la homeopatía, ni a la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni a la lotería, ni aun a... los toros. Sólo a dos cosas se le conocía afección y desafección decidida: la primera era a tomar el sol, la segunda a los caminos de hierro.

Basta ya de este buen señor, que en nuestra relación como en todas partes, no hará más papel que el de comparsa.

-Vamos -dijo la Marquesa-, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza usted de ello. En la mía es hoy día aciago. ¿Quiere usted creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va a París? ¡A París, ese foco de corrupción!

-Como está eso de moda -repuso don Silvestre.

-¡Vaya una razón de pie de banco! Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará usted también que lo tome mi hijo.

-Marquesa, yo no he aprobado nada.

-Pues agregue usted a esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar a la brigada de montaña.

-Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.

-¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa usted. Pues agregue usted a esto, que a Juan, ese necio e ingrato criado, después de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

-Pero, señora, todo el mundo se casa.

-¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que usted me contradiga? ¿Conque le parece a usted acertado y muy en el orden que ese ingrato estúpido me deje a mí, después de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

-Señora, el amor...

-¡Mire usted quién habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor -prosiguió cada vez más apurada la Marquesa-, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesús! ¡Dios mío, qué desgracia!

-¿Cuál, señora? -preguntó don Silvestre.

-Figúrese usted que un gallego, venido de los quintos infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazón alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dio el muy salvaje un golpe al Mercurio y le ha quebrado un ala del pie.

-Y con ella una del corazón de mi madre -observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de su madre.

-Más quisiera -prosiguió la Marquesa, sin atender a lo que decía su hija-, que me hubiese el tal caribe roto a mí un brazo.

-¡Jesús, Marquesa! ¡Tales cosas! -dijo pausadamente don Silvestre.

-¡Tan hermoso como era mi Mercurio! -prosiguió en voz lastimera su dueña-. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Sólo a mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mío!

-Cómo que no podrá volar -observó Alegría.

La Marquesa tenía efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro, más pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

-Eufrasia -le gritó la Marquesa apenas la vio-, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala a mi Mercurio?

-Madre -dijo Alegría-, dígale usted al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala a guisa de espuela.

-Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase a ti las tuyas -repuso la Marquesa contemplando a su amiga que permanecía en ademán meditabundo.

-¿Nada discurres, Eufrasia? -le preguntó al fin tristemente.

-Mira -contestó ésta en campanuda voz de bajo-, conozco a un lañador tuerto, muy hábil. Si éste no te lo compone, no lo compone nadie.

-Soy de parecer -dijo Alegría-, que en lugar de al lañador, llame usted al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los pies.

-Pero, mujer -observó la Marquesa sin atender a su hija-, se le conocerán las lañas.

-Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar -observó Alegría.

-¡Las perlas! ¡Las perlitas! -dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose a don Silvestre-. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te da vela para este entierro.

-¿Para el entierro del ala de Mercurio? -preguntó Alegría.

Entretanto decía en consoladoras palabras doña Eufrasia a su amiga:

-Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pie: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradicción; me han parecido siempre espolones de gallo.

-Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por ti; mejor va a quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso, más acertado me parece tu discurso.

-Por supuesto -añadió Alegría- No sé cómo usted, que le gustan las cosas con pie de plomo, le consentía a su querido Mercurio pies alados.

II

Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia; no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado a un individuo a la palestra, decir quién es.

Cuando su consorte, el difunto coronel, era cabo, solía cantar dirigida a la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y lo moral, la siguiente copla:

Manda al diablo los paisanos;

que te prometo, morena,

que en siendo yo coronel,

tú serás la coronela.

Y así fue; pues cuando en la guerra contra la invasión francesa llegó el bizarro cabo a mandar un regimiento de dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba a horcajadas a su lado con unos bríos y una soltura dignos de brillar en un circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del día, que no hay potro mal domado que arredre, y que huyen y gritan al ver un ratón.

Vestía en tales excursiones, pantalones a lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas, lucían tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corría se llevaba el viento hacia atrás, de suerte que parecía el humo de un vapor. Adornaba además a esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenía un partido loco con la tropa; por seguir a su coronela y a su bandera, hubieran los soldados pasado no sólo por el fuego, sino por el agua. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificación general, que no sin razón se le daba, y la que tanto sonó en sus oídos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.

Doña Eufrasia siempre fue honrada como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habían cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.

Cuando esta suave indirecta había sido dada a un antiguo conocido o compañero de su padre, de charretera o capona de lana, se había éste conformado mediante el conocido refrán: patada de yegua no mata caballo.

Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: manos blancas no ofenden.

A la sazón todo había dejado de existir, la guerra, los mandos, el coronel, la guardia a la puerta, la moza; nada había quedado sino lo arrogante, de lo que resultaba conservar dicha militara su hablar recio, su tono decidido, sus maneras bruscas y su obrar expeditivo. Se creía, con sobrada impertinencia, con derecho innato a imponer su veto a todo, como la Aduana a poner su sello, y nadie se lo contestaba.

Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y primacías que hacen poco favor a los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como difíciles, son en dejarse guiar, tan dóciles a la presunción desfachada como rebeldes y mal sufridos a la persuasión razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.

Así era que doña Eufrasia, a quien nadie podía sufrir, se había hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no había guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñía a la amazona: eran éstas su falta de delicadeza que la hacía no sentir sus puntas, y su grosero egoísmo, sobre el que se embotaban sus filos.

Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, e inoportuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decían, lo preguntaba; si a fuerza de maña se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que quería saber, valiéndose para ello de los medios más chocarreros e innobles, sonsacando a los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.

Sobre la Marquesa que era débil (y, como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes), ejercía doña Eufrasia un dominio incontestable e incontrastable, a que se sometía la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad a la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la Coronela, en vista de sus prácticos principios, poseía excelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creía así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos como una nube sus granizos.

Como todo extraño que ejerce una influencia indebida sobre las cabezas de casa, era doña Eufrasia temida y mal vista por todos los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, a las que solía proporcionar algunas filípicas de su madre, alborotándola contra ellas. Como todo el que siendo pobre, ignorante y viejo, no se pone en su lugar, a la sombra, era con razón este femenino rezago de la guerra de la Independencia un objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si se lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Los que ciega el amor propio, son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos ciegos finos y amañados, a los que un delicado tacto hace disimular su ceguera; y hay otros ciegos torpemente atrevidos, que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse de tropezar y chocar con cuanto se les pone delante. A esta categoría moral pertenecía la coronela Matamoros. Hay que añadir a este retrato daguerrotipado, que vestía ridiculísimamente, aunque sin pretensiones, por que conservaba un entrañable amor a los moños ajados, a las galas marchitas, a las modas añejas y a las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un aire madrileño. Gastaba peluca, pero una peluca de tales dimensiones y tan toscamente confeccionada, que no dejaba duda de que hubiese hecho su dueña una buena coracera. Como no era posible legitimar aquellos pelos espúreos, doña Eufrasia se sacrificaba denodadamente en las aras de la verdad, confesando que era confeccionado aquel promontorio en calle Francos, número 5; pero añadía en seguida con profunda convicción, que había perdido prematuramente su magnífica cabellera, por haber bebido en una alcarraza en que había caído una salamanquesa. En fin, para dar el último toque a este retrato, diremos que esta señora había hecho entre las gentes cultas que frecuentaba acopio de términos escogidos, que pronunciaba y aplicaba desatinadamente. Consiguiente a las cosas referidas, en todas las casas que desfavorecía doña Eufrasia, se la miraba como un censo irredimible, como una dolencia crónica, como un sobrestante inamovible, como una penitencia obligatoria, como una mala yerba indesarraigable, como una sanguijuela indesprendible; y sin embargo se la recibía bien, tal es la indulgente tolerancia de nuestro trato.

La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse extensiva, no sólo a gentes sin educación e inferiores en la jerarquía social, sino hasta personas cuya conducta es mala o deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distinción en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los extranjeros distinguidos.

En cuanto a nosotros, conociendo la justicia que tienen los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerrogativa de censura y aun de proscripción, que sería no sólo un castigo justo, pero también un freno poderoso y útil, nos guardaremos no obstante de hostilizar a la sociedad por su tolerancia: ¡así como es apática fuese benévola! -Que no se llame amiga a la persona que no sea acreedora a ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo a la de Dios que nos impone ser hermanos.

Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte acabarán de colocarla en su verdadera luz.

Tenía la Coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire o sufrir una burla a boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas oportunas y desvergonzadas eran temibles y tenían fama. Eran éstas una disciplina rigorosa que había sustituido a la militar, desde que por desgracia del ejército no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo a menudo que no aguantaba ancas, o bien que tenía malas pulgas, o bien que no tenía pelos en la lengua, o que a ella no se le quedaba nada por decir, o que tenía tres pares de tacones, o que quien la buscaba la hallaba, o que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas estas gracias con su frase favorita, que era asegurar que no moriría de cólico cerrado.