Título
Introducción
La tapera
El velorio vacuno
Mansilla
Los amores de Bentos Sagrera
Don Juan Manuel
Desde el tronco de un ombú
Puesta de sol
About the Publisher
La literatura gauchesca es un subgénero propio de la literatura latinoamericana que intenta recrear el lenguaje del gaucho y contar su manera de vivir. Se caracteriza principalmente por tener al gaucho como personaje esencial, y transcurrir las acciones en espacios abiertos y no urbanizados.
El género gauchesco, se considera inédito en la región americana (en el entendido de América del Norte y América del Sur), ya que presenta los rasgos de un modo de vivir, sentir y pensar de un estrato de la sociedad que se ubica geográficamente en prácticamente toda la Argentina americana, especialmente — entre otros extensos territorios— a la Provincia de Tucumán, las provincias de Salta, Córdoba, Santa Fe, Provincia de Buenos Aires , Entre Ríos , Río Grande del Sur y la Banda Oriental. Estimativamente se indica que existían en el año 2001 unos 1000 gauchos en Uruguay.
Esta literatura presenta descripciones de la vida campesina y sus costumbres, así como de los personajes sociales de ese entonces: criollos, indios, mestizos, negros y gringos, entre otros. Suele haber una exaltación de lo folclórico y cultural, y se emplea como protesta y para realizar una crítica social. En la forma y el lenguaje, se distingue por el empleo abundante de metáforas, neologismos, arcaísmos y términos aborígenes. Suele haber poco uso de sinónimos, y predomina el monólogo sobre el diálogo.
Aunque hay casos aislados de literatura gauchesca desde el siglo XVIII, es en el siglo XIX cuando se establece firmemente como un género.
Los ejemplos del siglo XIX son fundamentalmente poéticos: los versos políticos de Bartolomé Hidalgo, la poesía en el exilio de Hilario Ascasubi, el Santos Vega de Rafael Obligado, y la obra de Estanislao del Campo y Antonio Lussich.
El poema gauchesco más famoso es Martín Fierro de José Hernández. La primera parte del poema apareció en 1872 y la segunda, La vuelta de Martín Fierro en 1879. En el personaje de Martín Fierro, Hernández presentó un gaucho que representaba a todos los gauchos, describiendo su forma de vida, su manera de expresarse y su forma de pensar y actuar según las circunstancias.
Por Santiago Maciel.
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El ejército acampó al anochecer en la falda de la sierra. La gente, rendida por las marchas y contramarchas, — apenas vibró el toque de clarín deseado— , experimentó inusitada alegría y de todas partes surgieron rumores de risas y conversaciones. Un día entero de trote y galope a través de las llanuras; internándose en los montes inextricables; atravesando las picadas y los pasos de los grandes arroyos, en persecución de aquellos revolucionarios que se desvanecían como soldados-fantasmas, no dejando otras señales de su existencia que los humeantes fogones y la carne soasada, que no tuvieron tiempo de aprovechar, hostigados por el enemigo implacable; después la lluvia que caía desde la madrugada, — lenta, como todas las lluvias largas— , les tenía maltrechos y calados. Por eso, cuando se dio la orden de desensillar, los pobres *milicos” se apearon de un golpe, torciendo los ponchos que les pesaban enormemente sobre las espaldas— , de cuyos extremos chorreaba el turbio líquido, coloreado por el tinte de la bayeta. Los caballos, ávidos de hierba fresca y jugosa, sacudieron las crines al sentirse libertados de las cinchas y las caronas, echando vapor al quitarles las bajeras, embarradas las colas, sumidos los ijares. Algunos se revolcaron sobre el trébol, entre cuyos tallos el agua resplandecía; otros permanecieron inmóviles, con las cabezas gachas y lánguidos los ojos, aplastados por la debilidad y el trabajo, — y no eran pocos los que devoraban el pasto, arrancándole de raíz con feroces dentelladas. En la penumbra, se percibió el resplandor de los fogones; un llamear rojo, vacilante, que se extendía como un collar de fuego rodeando la garganta de la sierra. Pronto el humo de la leña mojada, se esparció como una inmensa nube gris que flotaba sobre el campamento, llenando hasta los intersticios de las rocas. Era un ejército disciplinado a la antigua usanza, compuesto por elementos de todas las cataduras, — en su mayor parte paisanos arrancados a viva fuerza del hogar; chacareros refractarios a la milicia, y objeto de constante vigilancia, sometidos aparentemente a su destino, pero siempre en acechanza del momento oportuno para huir hacia el monte o en dirección al 'pago'*, a fin de ver, aunque por breves instantes a sus familias, terminando por ocultarse en sitios seguros adonde no pudiera llegar el olfato de los cazadores de hombres.
Entre los más perseguidos, se hallaba Nazario Zerpa, — gaucho joven, de aspecto agradable, de alta estatura y bien conformado. Sus cabellos obscuros y lacios y su barba puntiaguda le daban el aire de un pueblero en traje de campo. Era nervioso y resuelto, a pesar de la expresión melancólica de sus ojos. Hacía un año que se había casado, cuando estalló la revolución. Poseía un pedazo de campo -— media "suerte” y alguna hacienda mestiza. El mismo construyó el "rancho” en que habitaba y "alambró” la chacra. Su compañera, una excelente muchacha, muy simpática y activa, le ayudaba en la formación de aquel nido, realmente feliz, porque ambos se querían, y además ninguno de los dos era ambicioso. ¿Qué otra cosa podrían desear si ya lo tenían todo? El amor y el bienestar idealizan la vida, cuando menos, suavizan sus asperezas, y Nazario, fortalecido por su dicha, no tuvo jamás temor al trabajo, porque sabía que su afán encontraría suficiente recompensa. Aquella linda criolla no conocía el refinamiento de las caricias, pero ¿quién podrá sostener que el oro deja de ser un metal precioso, porque no se ha purificado en el crisol? Era huérfana, nacida en parajes muy lejanos. Nazario la conoció en casa de una parienta, a cuyo lado se crió desde niña y se unió a ella, trayéndola a sus "pagos”. Tenían un hijo, complemento o acaso plenitud de su alegría. Pronto, las mentas de aquel matrimonio dichoso, .se difundieron y la prosperidad de que disfrutaban, no dejó de incomodar a más de un vecino envidioso, porque aunque los "ranchos” estén separados por muchas leguas, el gaucho sabe lo que pasa en cada uno de ellos.
Mientras los soldados elegían los mejores lugares para resguardarse de la lluvia, Nazario permaneció al abrigo de un peñasco, indiferente a todo, porque se hallaba tan desalentado que no se preocupaba ya de atenuar las contrariedades de su vida. Su obsesión permanente, era volver al "rancho”, atacado del mal de la "querencia”. Había desertado dos veces sin éxito, pues le alcanzaron en mitad del camino, aplicándole después humillantes castigos, que sufrió, rechinando los dientes, transformado en una bestia salvaje. D e su mujer nada sabía. Hacía un año que lo habían separado de ella y sólo tuvo noticias por intermedio de un "bombero” que pasó cerca de su "estancia”. El ejército se alejó a más de treinta y cinco leguas del paraje, y era locura, según su expresión, hacer indagaciones al respecto.
Bajo la fina lluvia de aquel crepúsculo invernal, sus tristezas aumentaron y el cuadro de su felicidad interrumpida, se reveló distintamente en su memoria. Recordó la consternación de su mujer y el llanto de su hijo, cuando le obligaron a marchar, montándole violentamente en el caballo, arreándole, como si fuera un malvado, a él que no tenía ni opiniones políticas siquiera. Pero lo primero que hizo el coronel Maya, caudillo jo local, torpe y vengativo, apenas le dieron mando, fue sacarle de su casa, "pa que sirviese a k causa como tuitos”.
— Se ha créido este gaucho, decía, que porque está enrielao, va a andar cuerpeándole al peligro? Lo he de crestiar en cuanto hinche el lomo.
Nazario, aunque comprendió la inutilidad de toda resistencia, se dispuso a no entregarse, diciendo:
— A l que me toque, le vi a hacer un ojal en el cuero, pa que sepan respetar al hombre de trabajo. Usté, coronel, lo que quiere son mis vacas. Puede llevárselas; no ande con tantos rodeos pa cumplir sus mañas.
No había concluido de hablar, cuando se sintió apretado por la espalda y atado codo con codo; luego lo treparon en el caballo y el sargento Nemesio Nieves, un gaucho de cara felina, deformada por los tajos, tomó las riendas y arrastró al animal, llevándole "de tiro”, mientras un soldado le aplicaba rebencazos en las ancas. A l bajar la cuesta, Nazario miró hacia atrás, y vio a su pobre mujer llorando y abrazada al pequeñuelo. Un dolor infinito que no pudo reprimir, humedeció sus ojos, y lloró también, como hombre, ahogando los gemidos, aunque sin ocultar su desesperación y su rabia. Maya, profiriendo amenazas, mandó a su gente que le siguiera y cruzó el campo a galope tendido, cortando los alambres que se le oponían al paso, buscando su incorporación al ejército.
Después de varios días de marcha, dio orden de desatar al preso, colocándole en medio del escuadrón para que no se escapase; pero esta medida no dio resultado, porque una mañana, al pasar el río Negro, un grupo de revolucionarios sorprendió a la columna, la que viéndose atacada tan inesperadamente, se dispersó en todas direcciones. Zerpa aprovechó la ocasión y se dirigió al monte. En él se quedó durante algunas horas, y cuando llegó la noche salió de su escondrijo sigilosamente; pero antes de aclarar se encontró con algunos dispersos. Reconociéronle en seguida y le prendieron. El capitanejo del piquete le apostrofó, escarneciéndole con palabras hirientes, haciendo mofa de su amor a la familia y para divertir a la soldadesca, le dijo riéndose:
— N o pene tanto, amigazo, por su china, porque si es f ie l.. . ha de estar con otro.
Zerpa, dominando la algazara que produjo la broma, gritó indignado:
— Miente, trompeta. Mi mujer no es rejugada como la suya. Este acto de rebelión, estimuló la oficiosidad del gauchaje, pronta a manifestarse en favor del jefe, y el prisionero fue agredido a “planchazos”