Título
El Autor
El amigo Manso
La fontana de oro
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Benito Pérez Galdós, (nacido el 10 de mayo de 1843, Las Palmas, Islas Canarias, España- murió el 4 de enero de 1920, en Madrid), escritor que fue considerado como el más grande novelista español desde Miguel de Cervantes. Su enorme producción de novelas cortas que relatan la historia y la sociedad de la España del siglo XIX le valió ser comparado con Honoré de Balzac y Charles Dickens.
Nacido en el seno de una familia de clase media, Pérez Galdós se fue a Madrid en 1862 para estudiar derecho, pero pronto abandonó sus estudios y se dedicó al periodismo. Tras el éxito de su primera novela, La fontana de oro (1870; "La fuente de oro"), comenzó una serie de novelas que relataban la historia de España desde la Batalla de Trafalgar (1805) hasta la restauración de los Borbones en España (1874). El ciclo completo de 46 novelas se conocería como los Episodios nacionales (1873-1912; "Episodios nacionales"). En estas obras Galdós perfeccionó un tipo único de ficción histórica que se basaba en una minuciosa investigación a través de memorias, viejos artículos de periódico y relatos de testigos presenciales. Las novelas resultantes son relatos vívidos, realistas y precisos de los acontecimientos históricos tal y como deben haber aparecido a los que participan en ellos. La ocupación napoleónica de España y las luchas entre liberales y absolutistas que precedieron a la muerte de Fernando VII en 1833 se tratan respectivamente en las dos primeras series de 10 novelas cada una, todas compuestas en la década de 1870.
En las décadas de 1880 y 90 Pérez Galdós escribió una larga serie de novelas sobre la España contemporánea, comenzando con Doña Perfecta (1876). Conocidas como Novelas españolas contemporáneas, estas obras se escribieron en la cumbre de la madurez literaria del autor e incluyen algunas de sus mejores obras, entre las que destacan La desheredada (1881; La dama desheredada) y su obra maestra, la novela de cuatro volúmenes Fortunata y Jacinta (1886-87), un estudio de dos mujeres infelices casadas de diferentes clases sociales. Las primeras novelas de la serie de Pérez Galdós muestran un celo liberal reformador y una oposición intransigente al omnipresente y poderoso clero español, pero después de la década de 1880 mostró una nueva aceptación tolerante de las idiosincrasias de España y una mayor simpatía por su país. Demostró un conocimiento fenomenal de Madrid, de la cual se mostró como el cronista supremo. También mostró un profundo conocimiento de la locura y de los estados psicológicos anormales. Poco a poco, Pérez Galdós fue admitiendo más elementos de espiritualidad en su obra, hasta llegar a aceptarlos como parte integrante de la realidad, como queda patente en las importantes novelas tardías Nazarín (1895) y Misericordia (1897; Compasión).
Las dificultades económicas llevaron a Pérez Galdós a iniciar en 1898 una tercera serie de novelas (sobre las guerras carlistas de la década de 1830) en los Episodios nacionales, y finalmente pasó a escribir una cuarta serie (que abarca el período de 1845 a 1868) y a iniciar una quinta, de modo que en 1912 ya había llevado su historia de España hasta 1877 y relatado acontecimientos de los que él mismo había sido testigo. Sin embargo, los libros de la quinta serie y sus últimas obras mostraron un declive en las facultades mentales, agravado por la ceguera que le invadió en 1912.
Pérez Galdós también escribió obras de teatro, algunas de las cuales fueron inmensamente populares, pero su éxito se debió en gran medida a las opiniones políticas presentadas en ellas más que a su valor artístico.
Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.
Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad; y recreándome en mi no ser, viendo transcurrir tontamente el tiempo infinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande, llega a convertirse en entretenimiento, me pregunto si el no ser nadie equivale a ser todos, y si mi falta de atributos personales equivale a la posesión de los atributos del ser. Cosa es esta que no he logrado poner en claro todavía, ni quiera Dios que la ponga, para que no se desvanezca la ilusión de orgullo que siempre mitiga el frío aburrimiento de estos espacios de la idea. Aquí, señores, donde mora todo lo que no existe, hay también vanidades, ¡pasmaos!, ¡hay clases, y cada intriga...! Tenemos antagonismos tradicionales, privilegios, rebeldías, sopa boba y pronunciamientos. Muchas entidades que aquí estamos, podríamos decir, si viviéramos, que vivimos de milagro.
Y a escape me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz hablo, y no teniendo manos trazo estas líneas, que llegarán, si hay cristiano que las lea, a componer un libro. Vedme con apariencia humana. Es que alguien me evoca, y por no sé qué sutiles artes me pone como un forro corporal y hace de mí un remedo o máscara de persona viviente, con todas las trazas y movimientos de ella. El que me saca de mis casillas y me lleva a estos malos andares es un amigo...
Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir novelas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena o maldición divina. Este tal vino a mí hace pocos días, hablome de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible a sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crimen novelesco sobre el gran asunto de la educación; que había premeditado su plan; pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la presteza mañosa que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía a comprármelo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos; una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado para resistir bien la exportación, y por último una gran partida de frases y fórmulas, hechas a molde y bien recortaditas, con más de una redoma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato, y acepté.
No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente a azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.
Y tenía treinta cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si a esto añado que el caso es reciente y que muchos de los acontecimientos incluidos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológicas. A los sentimentales he de disgustarles desde el primer momento diciéndoles que soy doctor en dos facultades y catedrático de Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo a los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegura encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible o invisible de la humana existencia.
Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, o porque estudiándola superficialmente, han visto sus asperezas exteriores, antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial querencia a los trabajos especulativos, a la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón, y a tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosísima de caer en manos de un hábil maestro que desde luego me puso en el verdadero camino. ¡Tan cierto es que de un buen modo de principiar emana el logro feliz de difíciles empresas, y que de un primer paso dado con acierto depende la seguridad y presteza de una larga jornada!
Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable a los insignes maestros del pensamiento y de la vida. Discípulo soy no más, o si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramienta, que mantiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como a los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de filas que cumplo enseñando a los demás lo que me han enseñado a mí, trabajando sin tregua; reuniendo con método cariñoso lo que en torno a mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho voluble, así el fenómeno indubitable como la hipótesis atrevida; adelantando cada día con el paso lento y seguro de las medianías; construyendo el saber propio con la suma del saber de los demás, y tratando por último de que las ideas adquiridas y el sistema con tanta dificultad labrado, no sean vana fábrica de viento y humo, sino más bien una firme estructura de la realidad de mi vida con poderosos cimientos en mi conciencia. El predicador que no practica lo que dice, no es predicador, sino un púlpito que habla.
Ocupándome ahora de lo externo, diré que en mi aspecto general presento, según me han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Pero antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado o curial, y otros, fundándose en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal o actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por bien parecido. Ahora creo que no lo soy tanto, al menos así me lo han manifestado directa o indirectamente varias personas. Soy de mediana estatura, que casi casi, con el progresivo rebajamiento de la talla en la especie humana, puede pasar por gallarda; soy bien nutrido, fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Por el contrario, a consecuencia de los bien ordenados ejercicios gimnásticos, poseo bastante agilidad y salud inalterable. La miopía ingénita y el abuso de las lecturas nocturnas en mi niñez me obligan a usar vidrios. Por mucho tiempo gasté quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que me envejecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro y abundante; mas he tenido singular empeño en no ser nunca melenudo, y me lo corto a lo quinto, sacrificando a la sencillez un elemento decorativo que no suelen despreciar los que, como yo, carecen de otros. Visto sin afectación, huyendo lo mismo de la novedad llamativa que de las ridiculeces de lo anticuado. Apuro mi ropa medianamente, con la cooperación de algún sastre de portal, mi amigo; y me he acostumbrado de tal modo al uso del sombrero de copa, a quien el vulgo llama con doble sentido chistera, que no puedo pasarme sin él, ni acierto a sustituirle con otras clases o familias de tapa-cabezas, por lo cual lo llevo hasta en verano, y aun en viaje me lo pondría muy sereno si no temiera caer en extravagancia. La capa no se me cae de los hombros en todo el invierno, y hasta para estudiar en mi gabinete me envuelvo en ella, porque aborrezco los braseros y estufas. Ya dije que mi salud es preciosa, y añado ahora que no recuerdo haber comido nunca sin apetito. No soy gastrónomo; no entiendo palotada de refinados manjares ni de rarezas de cocina. Todo lo que me ponen delante me lo como, sin preguntar al plato su abolengo ni escudriñar sus componentes; y en punto a preferencias, sólo tengo una que declaro sinceramente aunque se refiere a cosa ordinaria, el cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosos bolitas de carne vegetal no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad, sustitución posible, y no me consolaría de perderlas, mayormente si desaparecía con ellas el agua de Lozoya, que es mi vino. No necesito añadir que personalmente me tienen sin cuidado los progresos de la filoxera, pues mis bodegas son los frescos manantiales de la sierra vecina. Únicamente del tinto y flojo hago prudente uso, después de bien bautizado por el tabernero y confirmado por mí; pero de esos traidores vinos del Mediodía, no entra una gota en mi cuerpo. Otra pincelada: no fumo.
Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en la puerta de Covadonga y del monte de Auseba. La nacionalidad española y yo somos hermanos, pues ambos nacimos al amparo de aquellas eminentes montañas, cubiertas de verdor todo el año, en invierno encaperuzadas de nieve; con sus faldas alfombradas de yerba, sus alturas llenas de robles y castaños, que se encorvan como si estuvieran trepando por la pendiente arriba; con sus profundas, laberínticas y misteriosas cavidades selváticas, formadas de espeso monte, por donde se pasean los osos, y sus empinadas cresterías de roca, pedestal de las nubes. Mi padre, farmacéutico del pueblo, era gran cazador y conocía palmo a palmo todo el país, desde Ribadesella a Ponga y Tarna, y desde las Arriondas a los Urrieles. Cuando yo tuve edad para resistir el cansancio de estas expediciones, nos llevaba consigo a mi hermano José María y a mí. Subimos a los Puertos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñamellera, y en la grandiosa Liébana nos paseamos por las nubes.
Solo o acompañado por los chicos de mi edad, iba muchas tardes a San Pedro de Villanueva, en cuyas piedras está esculpida la historia tan breve como triste de aquel rey que fue comido de un oso. Yo trepaba por las corroídas columnas del pórtico bizantino y miraba de cerca las figuras atónitas del Padre Eterno y de los Santos, toscas esculturas impregnadas de no sé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, y ayudado de otros muchachos traviesos, les pintaba con betún los ojos y los bigotes, con lo cual las hacía más espantadas. Nos reíamos con esto; pero cuando volvía yo a mi casa, me acordaba de las figuras retocadas por mí y me dormía con miedo de ellas y con ellas soñaba. Veía en mi sueño las manos chatas y simétricas, los pies como palmetas, las contorsiones de cuerpos, los ojos saltándose del casco, y me ponía a gritar y no me callaba hasta que mi madre no me llevaba a dormir con ella.
Yo no hacía lo que otros chicos perversos, que con un fuerte canto le quitaban la nariz a un apóstol o los dedos al Padre Eterno, y arrancaban los rabillos de los dragones de las gárgolas, o ponían letreros indecentes encima de las lápidas votivas, cuyas sabias leyendas no entendíamos. Para jugar a la pelota, preferíamos siempre el pórtico bizantino a los demás muros del pobre convento, porque no parecía que el Padre Eterno y su corte nos devolvían la pelota con más presteza. El muchacho que capitaneaba entonces la cuadrilla es hoy una de las personas más respetables de Asturias y preside ¡oh ironías de la vida!, la Comisión de Monumentos.
La naturaleza de los sitios en que pasé la infancia ha dejado para siempre en mi espíritu impresión tan profunda, que constantemente noto en mí algo que procede de la melancolía y amenidad de aquellos valles, de la grandeza de aquellas moles y cavidades, cuyos ecos repiten el primer balbucir de la historia patria, de aquellas alturas en que el viajero cree andar por los aires sobre celajes de piedra. Esto, y el sonoro, pintoresco río, y el triste lago Nol, que es un mar ermitaño, y el solitario monasterio de San Pedro, tienen indudablemente algo mío, o es que tengo yo con ellos el parentesco de conformación, no de sustancia, que el vaciado tiene con su molde. También parece que ha quedado sellada en mi vida la hondísima lástima que me inspiraba aquel rey que fue comido del oso. Siento como impresos o calcados en mi masa encefálica los capiteles que reproducen la terrible historia. En uno el joven se despide de su tierna esposa, en otro está acometiendo al fiero animal, y más allá este se lo merienda. Cuando yo hacía travesuras, mi padre me amenazaba con que vendría el oso a comerme como al señor de Favila, y muchas noches tuve pesadillas y veía desfilar por delante de mí las espantables figuras de los capiteles. Por nada del mundo me internaba solo dentro del monte; y aun hoy siempre que veo un oso me figuro por breve instante que soy rey, y también si acierto a ver a un rey, me parece que hay en mí algo de oso.
Mi padre murió antes de ser viejo. Quedamos huérfanos José María, de veintidós años, y yo de quince. Tenía mi hermano más ambición de riquezas que de gloria, y se marchó a la Habana. Yo despuntaba por el desprecio de las vanidades y por el prurito de la fama, y en mi corta edad no había en el pueblo persona que me echase el pie adelante en ilustración. Pasaba por erudito, tenía muchos libros, y hasta el cura me consultaba casos de filosofía y ciencias naturales. Llegué a adquirir cierta presunción pedantesca y un airecillo de autoridad de que posteriormente, a Dios gracias, me he curado por completo. Mi madre estaba tonta conmigo, y siempre que la visitaba algún señor de campanillas, me hacía entrar en la sala, y con toda suerte de socaliñas me obligaba a mostrar mi sabiduría en historia o en literatura, hablando de cosas tales, que aquellas materias vinieran a encajar en la conversación. Las más de las veces era preciso traerlas por los cabellos.
Como teníamos para vivir con cierta holgura, mi madre me trajo a Madrid, animándola a ello la idea de que pronto se me abrirían aquí fáciles y gloriosos caminos; y en efecto, después de ocuparme en olvidar lo que sabía para estudiarlo de nuevo, vi nuevos y hermosos horizontes, trabé amistad con jóvenes de mérito y con afamados profesores, frecuenté círculos literarios, ensanché la esfera de mis lecturas y avancé considerablemente en mi carrera, hallándome muy luego en disposición de ocupar una modesta plaza académica y de aspirar a otras mejores. Mi madre tenía en Madrid buenas amistades, entre ellas la de García Grande y su señora (que figuraron mucho tiempo en la Unión liberal); pero estas relaciones influyeron poco en mi vida, porque el fervor del estudio me aislaba de todo lo que no fuera el tráfago universitario, y ni yo iba a sociedad, ni me gustaba, ni me hacía falta para nada.
Estoy impaciente por hablar de mi ser moral, por la afición que tengo a la predilecta materia de mis estudios. Sin quererlo, se me va la pluma a donde la impulsa el particular gusto mío, y la dejo ir y aun le permito que trate este punto con sinceridad y crudeza, no escatimando mis alabanzas allí donde creo merecerlas. Decir que en materia de principios mi severidad llega hasta el punto de excitar la risa de algunos de mis convecinos de planeta, parecerá jactancia; pero lo dicho dicho está y no habrá quien lo borre de este papel. Constantemente me congratulo de este mi carácter templado, de la condición subalterna de mi imaginación, de mi espíritu observador y práctico, que me permite tomar las cosas como son realmente, no equivocarme jamás respecto a su verdadero tamaño, medida y peso, y tener siempre bien tirantes las riendas de mí mismo.
Desde que empecé a dominar estos difíciles estudios, me propuse conseguir que mi razón fuese dueña y señora absoluta de mis actos, así de los más importantes como de los más ligeros; y tan bien me ha ido con este hermoso plan, que me admiro de que no lo sigan y observen los hombres todos, estudiando la lógica de los hechos, para que su encadenamiento y sucesión sea eficaz jurisprudencia de la vida. Yo he sabido sofocar pasioncillas que me habrían hecho infeliz, y apetitos cuyo desorden lleva a otros a la degradación. Estas laboriosas reformas me han adiestrado y robustecido para obtener en la moral menuda una serie de victorias a cuál más importantes. Yo he conseguido una regularidad de vida que muchos me envidian, una sobriedad que lleva en sí más delicias que el desenfreno de todos los apetitos. Vicios nacientes como el fumar y el ir al café han sido extirpados de raíz. El método reina en mí y ordena mis actos y movimientos con una solemnidad que tiene algo de las leyes astronómicas. Este plan, estas batallas ganadas, esta sobriedad, este régimen, este movimiento de reloj que hace de los minutos dientes de rueda y del tiempo una grandiosa y bien pulimentada espiral, no podían menos de marcar, al proyectarse sobre la vida, esa fácil línea recta que se llama celibato, estado sobre el cual es ocioso pronunciar sentencia absoluta, porque podrá ser imperfectísimo o relativamente perfecto según lo determine la acumulación de los hechos, es decir, todo lo físico y moral que, arrastrado por las corrientes de la vida, se va depositando y formando endurecidas capas o sedimentos de hábitos, preocupaciones, rutinas de esclavitud o de libertad.
Mi buena madre vivió conmigo en Madrid doce años, todo el tiempo que duraron mis estudios universitarios y el que pasé dedicado a desempeñar lecciones particulares y a darme a conocer con diversos escritos en periódicos y revistas. Sería frío cuanto dijera del heroico tesón con que ayudaba mis esfuerzos aquella singular mujer, ya infundiéndome valor y paciencia, ya atendiendo con solícito esmero a mis materialidades para que ni un instante me distrajese del estudio. Le debo cuanto soy, la vida primero, la posición social, y después otros dones mayores, cuales son mis severos principios, mis hábitos de trabajo, mi sobriedad. Por serle más deudor aún, también le debo la conservación de una parte de la fortunita que dejó mi padre, la cual supo ella defender con su economía, no gastando sino lo estrictamente preciso para vivir y darme carrera como pobre. Vivíamos, pues, en decorosa indigencia; pero aquellas escaseces dieron a mi espíritu un temple y un vigor que valen por todos los tesoros del mundo.
Yo gané mi cátedra, y mi madre cumplió su misión. Como si su vida fuera condicional y no tuviese otro objeto que el de ponerme en la cátedra, cumplido este, falleció la que había sido mi guía y mi luz en el trabajoso camino que acababa de recorrer. Mi madre murió tranquila y satisfecha. Yo no podía andar solo; pero ¡cuán torpe me encontré en los primeros tiempos de mi soledad! Acostumbrado a consultar con mi madre hasta las cosas más insignificantes, no acertaba a dar un paso, y andaba como a tientas con recelosa timidez. El gran aprendizaje que con ella había tenido no me bastaba, y sólo pude vencer mi torpeza recordando en las más leves ocasiones sus palabras, sus pensamientos y su conducta, que eran la misma prudencia.
Ocurrida esta gran desgracia, viví algún tiempo en casas de huéspedes; pero me fue tan mal, que tomé una casita en la cual viví seis años, hasta que, por causa de derribo, tuve que mudarme a la que ocupo aún. Una excelente mujer, asturiana, amiga de mi madre, de inmejorables condiciones y aptitudes se prestó a ser mi ama de llaves. Poco a poco su diligencia puso mi casa en un pie de comodidad, arreglo y limpieza que me hicieron sumamente agradable la vida de soltero, y esta es la hora en que no tengo un motivo de queja, ni cambiaría a mi Petra por todas las amas que han gobernado curas y servido canónigos en el mundo.
Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo, donde no falta ningún desagradable ruido; pero me he acostumbrado a trabajar entre el bullicio del mercado, y aun parece que los gritos de las verduleras me estimulan a la meditación. Oigo la calle como si oyera el ritmo del mar, y creo (tal poder tiene la costumbre) que si me falta el ¡dos cuartitos escarola! no podría preparar mis lecciones tan bien como las preparo hoy.
Y no hablo de las demás vecindades porque no tienen relación con mi asunto. La que me ocupa es de gran importancia, y ruego a mis lectores que por nada del mundo pasen por alto este capítulo, aunque les vaya en ello una fortuna, si bien no conviene que se entusiasmen por lo de vecina, creyendo que aquí da principio un noviazgo, o que me voy a meter en enredos sentimentales. No. Los idilios de balcón a balcón no entran en mi programa, ni lo que cuento es más que un caso vulgarísimo de la vida, origen de otros que quizá no lo sean tanto.
En el piso bajo de mi casa había una carnicería, establecimiento de los más antiguos de Madrid y que llevaba el nombre de la dinastía de los Ricos. Poseía esta acreditada tienda una tal doña Javiera, muy conocida en este barrio y en los limítrofes. Era hija de un Rico y su difunto esposo era Peña, otra dinastía choricera, que ha celebrado varias alianzas con la de los Ricos. Conocí a doña Javiera en una noche de verano del 78, en que tuvimos en casa alarma de fuego, y anduvimos los vecinos todos escalera arriba y abajo, de piso en piso. Pareciome doña Javiera una excelente señora, y yo debí de parecerle persona formal, digna por todos conceptos de su estimación, porque un día se metió en mi casa (tercero derecha) sin anunciarse, y de buenas a primeras me colmó de elogios, llamándome el hombre modelo y el espejo de la juventud.
«No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso -me dijo-. ¡Un hombre sin trapicheos, sin ningún vicio, metidito toda la mañana en su casa; un hombre que no sale más que dos veces, tempranito a clase, por las tardes a paseo, y que gasta poco, se cuida la salud y no hace tonterías...! Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Manso. Si a usted le debían poner en los altares... ¡Virgen!, es la verdad, ¿para qué decir otra cosa? Yo hablo todos los días de usted con cuantos me quieren oír y le pongo por modelo... Pero no nacen de estos hombres todos los días.
Desde aquel la visité, y cuando entraba en su casa (principal izquierda), me recibía poco menos que con palio.
«Yo no debiera abrir la boca delante de usted -me decía-, porque soy una ignorante, una paleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedo estar callada. Usted me disimulará los disparates que suelte y hará como que no los oye. No crea usted que yo desconozco mi ignorancia, no, Sr. de Manso. No tengo pretensiones de sabia ni de instruida, porque sería ridículo, ¿está usted? Digo lo que siento, lo que me sale del corazón, que es mi boca... Soy así, francota, natural, más clara que el agua; como que soy de tierra de Ciudad-Rodrigo... Más vale ser así, que hablar con remilgos y plegar la boca, buscando vocablotes que una no sabe lo que significan».
La honrada amistad entre aquella buena señora y yo crecía rápidamente. Cuando yo bajaba a su casa, me enseñaba sus lujosos vestidos de charra, el manteo, el jubón de terciopelo con manga de codo, el dengue o rebociño, el pañuelo bordado de lentejuelas, el picote morado, la mantilla de rocador, las horquillas de plata, los pendientes y collares de filigrana, todo primoroso y castizo. Para que me acabara de pasmar, mostrábame luego sus pañuelos de Manila, que eran una riqueza. Un día que bajé, vi que había puesto en marco y colgado en la pared de la sala un retrato mío que publicó no sé qué periódico ilustrado. Esto me hizo reír; y ella, congratulándose de lo que había hecho, me hizo reír más.
«He quitado a San Antonio para ponerle a usted. Fuera santos y vengan catedráticos... Vamos, que el otro día, leyendo lo que de usted decía el periódico, me daba un gozo...».
No me faltaba en las fiestas principales ni en mis días el regalito de chacina, jamón u otros artículos apetitosos de lo mucho y bueno que en la tienda había, todo tan abundante, que no pudiendo consumirlo por mí solo, distribuía una buena parte entre mis compañeros de claustro, alguno de los cuales, ardiente devoto de la carne de cerdo, me daba bromas con mi vecina.
Pero las finezas de doña Javiera no escondían pensamiento amoroso, ni eran totalmente desinteresadas. Así me lo manifestó un día en que, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso, subió a mi casa, y sentándose con su habitual llaneza en un sillón de mi sala-despacho, se puso a contemplar mi estantería de libros, rematada por unos cuantos bustos de yeso. Estaba yo aquella mañana poniendo notas y prólogo a una traducción del Sistema de Bellas Artes de Hegel, hecha por un amigo. Las ideas sobre lo bello llenaban mi mente y se revolvían en ella, produciéndome ya tal confusión, que la vista de aquella señora fue para mi pensamiento un placentero descanso. La miré y sentí que se me despejaba la cabeza, que volvía a reinar el orden en ella, como cuando entra el maestro en la sala de una escuela donde los chiquillos están en huelga y broma. Mi vecina era la autoridad estética, y mis ideas, direlo de una vez, la pillería aprisionada que, en ausencia de la realidad, se entrega a desordenados juegos y cabriolas. Siempre me había parecido doña Javiera persona de buen ver; pero aquel día se me antojó hermosísima. La mantilla negra, el gran pañolón de Manila, amarillo y rameado (pues venía de ser madrina de bautizo de un chico del carbonero), las joyas anticuadas, pero verdaderamente ricas, de pura ley, vistosas, con muchas esmeraldas y fuertes golpes de filigrana, daban grandísimo realce a su blanca tez y a su negro y bien peinado cabello. ¡Bendito sea Hegel!. Todavía estaba doña Javiera en muy buena edad, y aunque la vida sedentaria le había hecho engrosar más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones, su gallarda estatura, su buena conformación, y reparto de carnosidades, huecos y bultos casi casi hacían de aquel defecto una hermosura. Al mirarla destacándose sobre aquel fondo de librería, hallaba yo tan gracioso el contraste, que al punto se me ocurrió añadir a mis comentarios uno sobre la Ironía en las Bellas Artes.
«Estoy aquí mirando los padrotes», dijo, volviendo sus ojos a lo alto de la pared.
Los padrotes eran cuatro bustos comprados por mi madre en una tienda de yesos. Los había elegido sin ningún criterio, atendiendo sólo al tamaño, y eran Demóstenes, Quevedo, Marco Aurelio y Julián Romea.
«Esos son los maestros de todo cuanto se sabe -indicó la señora, llena de profundo respeto-. ¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí... Virgen! ¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nos sabe tanto. Pero vamos a nuestro asunto. Atiéndame usted».
No necesitaba que me lo advirtiese, porque tenía toda mi atención puesta en ella.
«Yo le tengo a usted mucha ley, Sr. de Manso; usted es un hombre como hay pocos... miento, como no hay ninguno. Desde que le traté se me entró usted por el ojo derecho, se me metió en el cuerpo y se me aposentó en el corazón...».
Al decir esto rompió a reír, añadiendo:
«Pues no parece sino que le hago a usted el amor; y no es eso, Sr. de Manso. No lo digo porque usted no lo merezca, ¡Virgen!, pues aunque tiene usted cara de cura, y no es ofensa, no señor... Pero vamos al caso... Se ha quedado usted un poco pálido; se ha quedado usted más serio que un plato de habas».
Yo estaba un poquillo turbado, sin saber qué decir. Doña Javiera se explicó al fin con claridad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy natural y sencilla; pero que yo no esperaba en tal instante, sin duda, porque los diablillos que andaban dentro de mi cabeza jugando con la materia estética y haciendo con ella mangas y capirotes, me tenían apartado de la realidad; y estos mismos diablillos fueron causa de que me quedara confuso y aturdido cuando oí a doña Javiera manifestar su pretensión, la cual era que me encargase de educar a su hijo.
«El chico -prosiguió ella, echándose atrás el manto-, es de la piel de Satanás. Ahora va a cumplir veintiún años. Es de buena ley, eso sí, tiene los mejores sentimientos del mundo, y su corazón es de pasta de ángeles. Ni a martillazos entra en aquella cabeza un mal pensamiento. Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Sus libros son los ojos de las muchachas bonitas; su biblioteca los palcos de los teatros. Duerme las mañanas, y las tardes se las pasa en el picadero, en el gimnasio, en eso que llaman... no sé cómo, el Ascatin, que es donde se patina con ruedas. El mejor día se me entra en casa con una pierna rota. Me gasta en ropa un caudal, y en convidar a los gorrones de sus amiguitos otro tanto. Su pasión es los novillos, las corridas de aficionados, tentar becerros, derribar reses, y su orgullo demostrar mucho pecho, mucho coraje. Tiene tanto amor propio, que el que le toque, ya tiene para un rato. ¡Virgen!... En fin, por sus cualidades buenas y hasta por sus tonterías, paréceme que hay en él mucho de perfecto caballero; pero este caballero hay que labrarlo, amigo D. Máximo, porque si no, mi hijo será un perfecto ganso... Tanto le quiero, que no puedo hacer carrera de él, porque me enfado, ¿ve usted?, hago intención de reñirle, de pegarle, me pongo furiosa, me encolerizo a mí misma para no dejarme embaucar; pero en estas viene el niño, se me pone delante con aquella carita de ángel pillo, me da dos besos, y ya estoy lela... Se me cae la baba, amigo Manso, y no puedo negarle nada... Yo conozco que le estoy echando a perder, que no tengo carácter de madre... Pues oiga usted, se me ha ocurrido que para enderezar a mi hijo y ponerle en camino y hacer de él un hombre, un gran señor, un caballero, no conviene llevarle la contraria, ni sujetarle por fuerza, sino... a ver si me explico... Conviene arrearle poco a poco, irle guiando, ahora un halago, después un palito, mucho ten con ten y estira y afloja, variarle poquito a poquito las aficiones, despertarle el gusto por otras cosas, fingirle ceder para después apretar más fuerte, aquí te toco, aquí te dejo, ponerle un freno de seda, y si a mano viene, buscarle distracciones que le enseñen algo, o hacerle de modo que las lecciones le diviertan... Si le pongo en manos de un profesorazo seco, él se reirá del profesor. Lo que le hace falta es un maestro que, al mismo tiempo que sea maestro, sea un buen amigo, un compañero que a la chita callando y de sorpresa le vaya metiendo en la cabeza las buenas ideas; que le presente la ciencia como cosa bonita y agradable; que no sea regañón, ni pesado, sino bondadoso, un alma de Dios con mucho pesquis; que se ría, si a mano viene, y tenga labia para hablar de cosas sabias con mucho aquel, metiéndolas por los ojos y por el corazón».
Quedeme asombrado de ver cómo una mujer sin lecturas había comprendido tan admirablemente el gran problema de la educación. Encantado de su charla, yo no le decía nada, y sólo le indicaba mi aquiescencia con expresivas cabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábito que he adquirido en clase cuando un alumno me contesta bien.
«Mi hijo -añadió la carnicera-, tiene y tendrá siempre con qué vivir. Aunque me esté mal el decirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy de tierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero que aprenda también a ser económico, arregladito, sin ser cicatero. No tengo a deshonra el pasar mi vida detrás de una tabla de carne. ¡Virgen! Pero no me gusta, amigo Manso, que mi hijo sea carnicero, ni tratante en ganados, ni nada que se roce con el cuerno, la cerda y la tripa. Tampoco me satisface que sea un vago, un pillastre, un cabeza vacía, uno de estos que después de salir de la Universidad no saben ni persignarse. Yo quiero que sepa de todo lo que debe saber un caballero que vive de sus rentas; yo quiero que no abra un palmo de boca cuando delante de él se hable de cosas de fundamento... Y véase por dónde me han deparado Dios y la Virgen del Carmen el profesor que necesito para mi pimpollo. Ese maestro, ese sabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo... No, no se haga usted el chiquitito ni me ponga los ojos en blanco... Para que todo venga bien, mi Manolo tiene por usted unas simpatías... Como se ponga a hablar de nuestro vecino, no acaba. Y yo le digo: 'pues haz por parecerte a él, hombre, aunque no sea más que de lejos...'. Ayer le dije: 'Te voy a poner a estudiar tres o cuatro horas todos los días en casa del amigo Manso', y se puso más contento... Le tengo matriculado en la Universidad; pero de cada ocho días, me falta siete a clase. Dice que le aburren los profesores y que le da sueño la cátedra. En fin, Sr. D. Máximo, usted me lo toma por su cuenta o perdemos las amistades. En cuanto a honorarios, usted es quien los ha de fijar... Bendito sea Dios que le trajo a usted a poner su nido en el tercero de mi casa... Lo que digo, amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cielo...».
Mucho me agradó la confianza que en mí ponía la buena señora, y por lo agradable de la misión, así como por la honra que con ella me hacía, acepté. Resistime a tomar honorarios; pero doña Javiera opuso tal resistencia a mi generosidad, y se enojó tanto, que estuvo a punto de pegarme, y aun creo que me pegó algo. Todo quedó convenido aquel mismo día, y desde el siguiente empezaron las lecciones.
Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete, pero no lo puedo evitar) viuda. El establecimiento había prosperado mucho en manos del difunto, hombre de gran probidad, muy entendido en cuerno y cerda, sagaz negociante, castellano rancio, buen bebedor, con la pasión de los toros llevada al delirio. Falleció de un cólico miserere a los cincuenta años. Cuatro habían pasado desde esta desgracia cuando yo conocí a doña Javiera, que andaba a la sazón alrededor de los cuarenta; y por aquellos mismos días los murmullos del barrio la suponían en relaciones ilícitas con un tal Ponce, que había sido barítono de zarzuela, sujeto de chispa y de buena figura, pero ya muy marchito; holgazán rematado, aunque blasonaba de ciertas habilidades mecánicas que para nada servían, como no fuera para que él se impacientara y se aburrieran los demás. Todo el santo día lo pasaba este hombre en la casa de mi vecina, bien haciendo un palacio de cartón para rifarlo, bien construyendo una jaula tan grande y complicada, que no se acababa nunca. Era un retrato del Escorial hecho en alambre. Sabía hacer composturas y tenía máquina de calar, con la que confeccionaba mil fruslerías de tabla, chapa y marfil, todo enmarañado y de mal gusto, frágil, inútil y jamás concluido.
Pero dejemos a Ponce y vengamos a mi discípulo. Era Manuel Peña de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas provenían del hervor de la sangre, de la generosidad e instintos hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían a salvo de melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban su hermosísima figura y agraciado rostro.
Mi complacencia era igual a la del escultor que recibe un perfecto trozo del mármol más fino para labrar una estatua. Desde el primer día conocí que inspiraba a mi discípulo no sólo respeto, sino simpatías; feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.
Buen cuidado tuve al principio de no hablar a Manuel de estudios serios, y ni por casualidad le menté ninguna ciencia, ni menos filosofía, temeroso de que saliera escapado de mi despacho. Hablábamos de cosas comunes, de lo mismo que a él tanto le gustaba y yo había de combatir; obliguele a que se explicase con espontaneidad, mostrándome las facetas todas de su pensamiento, y yo al mismo tiempo, dando a aquellos asuntos su verdadero valor, procuraba presentarle el aspecto serio y trascendente que tienen todas las cosas humanas, por frívolas que parezcan.
De esta suerte las horas corrían, y a veces pasaba Manuel en mi casa la mayor parte del día. De las determinaciones de su espíritu me parecieron más débiles el concepto y la volición. En cambio noté que en la cooperación armónica de sus variadas actividades fundamentales, se determinaba con gran brío su espíritu como sentimiento, y eché de ver las ventajas que yo podía obtener cultivando aquella determinación en el terreno estético. Excelente plan. Sin vacilar ataqué por la brecha del arte la plaza de su ignorancia, seguro de que me facilitaría la entrada la imaginación, siempre traicionera y mal avenida con las penalidades de un largo asedio.
Principié mi obra por los poetas. ¡Lástima grande que el chico no supiera ni jota de latín, privándome de darle a conocer los tesoros de la poesía antigua! Confinados en nuestra lengua, la emprendimos con el Parnaso español, tan afortunadamente, que mi discípulo hallaba en nuestras conferencias vivísimo deleite. Yo le veía palidecer, inflamarse, reflejando en su cara la tristeza o el entusiasmo, según que leíamos y comentábamos este o el otro lírico, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, o el enfático y ruidosísimo Herrera. Pocas indicaciones me bastaban al principio para hacerle comprender lo bueno, y bien pronto se adelantaba él a mi crítica con pasmoso acierto. Era artista, sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los primores del estilo, a pesar de hallarse desposeído en absoluto de conocimientos gramaticales.
Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en poco tiempo se familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y a lo mejor le sorprendía recitando con admirable sentido trozos de poemas modernos, de leyendas famosas y de composiciones ligeras o graves. Razón había para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba con la poesía, fuera también poeta. Cierto día me trajo con gran misterio unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le ordené no volviese a tutear a las musas en todos días de su vida, y que se mantuviera con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la familiaridad. Yo le convencí de que no era de la familia, de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio, me prometió no volver a ocuparse de otros versos que de los ajenos.
Al comenzar nuestras conferencias me confesó ingenuamente que el Quijote le aburría; pero cuando dimos en él, después de bien estudiados los poetas, hallaba tal encanto en su lectura, que algunas veces le corrían las lágrimas del tanto reír; otras se compadecía del héroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de pena y lástima. Decíame que por las noches se dormía pensando en los sublimes atrevimientos y amargas desdichas del gran caballero, y que al despertar por las mañanas le venían ideas de imitarle, saliendo ahí con un plato en la cabeza. Era que, por privilegio de su noble alma, había penetrado el profundo sentido del libro en que con más perfección están expresadas las grandezas y las debilidades del corazón humano.
Uno de los principales fines de mis lecciones debía ser enseñar a Manuel a expresarse por medio del lenguaje escrito, porque si en la conversación se producía bien y con soltura, escribiendo era una calamidad. Sus cartas daban risa. Usaba los giros más raros y la sintaxis más endiablada que puede imaginarse, y la pobreza de vocablos corría parejas en él con la carencia de criterio ortográfico. Conociendo que la teoría gramatical no le serviría de nada sin la práctica, combiné los dos sistemas, obligándole a copiar trozos escogidos, no de los antiguos, cuya imitación es nociva, sino de los modernos, como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra y otros.
Y en tanto, para completar el estudio de la mañana, salíamos a pasear por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma, porque a un tiempo caminábamos y aprendíamos. Esta es la eficaz enseñanza deambulatoria, que debiera llamarse peripatética, no por lo que tenga de aristotélica, sino de paseante. De todo hablábamos, de lo que veíamos y de lo que se nos ocurría. Los domingos íbamos al Museo del Prado, y allí nos extasiábamos viendo tanta maravilla. Al principio notaba yo cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pasmosa claridad, y el gusto de las artes plásticas se desarrolló potente en él como se había desarrollado el de los poetas. Me decía: «antes había venido yo muchas veces al Museo; pero no lo había visto hasta ahora».
Yo gustaba de enseñarle todo prácticamente usando ejemplos siempre que no tenía a mi disposición la realidad viva, esa consumada doctora que tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos. En la esfera moral, la experiencia ha hecho más adeptos que los sermones, y la desgracia más cristianos que el catecismo. Si quería imbuirle algún principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte. En lo moral, empleaba apólogos y parábolas y hasta demostraciones materiales, y los fenómenos del orden físico los explicaba, siempre que podía, delante del fenómeno mismo. Esta era la parte más débil de mi pedagogía, porque, no poseyendo sino lo rudimentario, mis enseñanzas se concretaban a los hechos metereológicos, y a trazar de ligero, como quien corre sobre ascuas, la monografía del rayo, de la lluvia, de la nieve, con un poquito de arco iris y algunos pases de auroras boreales. No me gustaba mucho meterme en estas averiguaciones.
Yo era feliz con esta vida, y veía con gozo aumentar el afecto que me tenía mi discípulo. ¡Qué grandes victorias había alcanzado yo sobre sus voluntariedades, sobre las rebeldías y asperezas de su carácter! Pero de esto hablaré más adelante. Ahora, para que no se crea que en mi vida todo eran rosas, voy a hablar de algunas molestias y sinsabores, dando la preferencia a una persona, a un cínife que frecuentemente interrumpía la paz de mis estudios con sus visitas, y chupaba la sangre acuñada de mis bolsillos, después de zumbarme y marearme con insufrible charla y aguda trompetilla. Me refiero a la infeliz señora de García Grande, unida siempre en mi memoria al tierno recuerdo de mi madre, que inspirada de su inagotable bondad, me dejó este regalo, este censo, esta fastidiosa carga, contribución de sangre, dinero, tiempo y paciencia.
Nadie, absolutamente