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El Autor

En la sangre

Sin rumbo

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El Autor

Hijo de un químico francés que se estableció en Argentina hacia 1833, quien heredó una regular fortuna que invirtió para convertirse en un poderoso estanciero y de una argentina, Rufina Alais, de padres ingleses (del grabador londinense John Alais, conocido localmente como Juan Alais).

Hizo los estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires.

Ejerció un tiempo su profesión para intervenir más tarde activamente en política. En 1870, fue elegido diputado y ese mismo año fue nombrado secretario del Club del Progreso y en 1873 vicepresidente del mismo. En 1876, Eugenio Cambaceres tuvo un idilio con una soprano del Teatro Colón de nombre Emma Wizjiak, siendo descubiertos en un palco por el marido engañado quien desafió a duelo a Eugenio y que jamás se concretó, ya que el marido abandonó el país dejando a su esposa en Buenos Aires. Ese episodio alejó a Eugenio de la política, así como la honradez de sus convicciones al denunciar los fraudes de su propio partido. Aunque en 1876 es reelegido diputado nacional, renuncia a su escaño y deja la vida pública para dedicarse a la literatura. Su contribución más importante en esta truncada carrera como político de ideas liberales fue impulsar la separación de la Iglesia y el Estado ante la Convención de 1871, en un discurso que luego fue publicado en la Revista del Río de la Plata y que causó mucha polémica.

Como escritor introdujo el naturalismo de Émile Zola y los Goncourt en Argentina y los argumentos de índole realista y local con cuatro novelas de temática pesimista, las dos primeras son Pot-pourri. Silbidos de un vago (1882) y Música sentimental (1884). Ambas carecen de un plan preciso y a veces de ilación, con historias de adulterios conyugales dentro de un ambiente de pesimismo y hastío. Lo novedoso de tratar tan escabroso asunto y sobre todo el tratamiento crudo del tema, provocaron una repercusión escandalosa, y la crítica no vaciló en atacar al autor. Este sólo corrigió en las obras posteriores la composición y el estilo literario, que mejoró considerablemente.

En 1885, dio a conocer su novela más significativa, llamada Sin rumbo, donde ofreció buenas descripciones de paisajes e interesantes anécdotas en torno a un asunto de patología sexual. Un año antes de morir (1887) publicó En la sangre, la historia de un hijo de inmigrantes italianos que busca abandonar su humilde origen y fuerza al matrimonio a la hija de un estanciero adinerado, para luego derrochar su fortuna y arruinar su vida. A través de sus escritos, patentizó los problemas que se originaron con la llegada de extranjeros a Argentina y los cambios sociales de su época, criticó a la Alta Burguesía y su doble moral.

En octubre de 1887, la comisión presidida por su hermano Antonino y encargada de representar a la Argentina en la Exposición Universal de París de 1889, lo nombró delegado interino en esa ciudad. De inmediato comenzó las gestiones para conseguir un local especial en el Campo de Marte. Después de complicadas tratativas logró le fueran acordados 1.600 metros cuadrados a orillas del Sena y cerca de la Torre Eiffel, construida para esa exposición. Concretó luego la creación de una comisión local, según las directivas de la comisión de Buenos Aires y que entre otros miembros incluía a Rafael Igarzábal como delegado de aquella ante la de París. En reunión del 28 de enero de 1888, se decidió sacar a concurso la presentación de planos para la construcción del Pabellón Argentino y una vez adjudicado el proyecto al arquitecto francés Albert Ballu se sacó a licitación todo lo referido a la construcción y decoración del edificio, con dos excepciones: las obras de albañilería, y las obras de arte, que fueron encargadas a artistas de reconocida reputación. Por decreto del 8 de marzo de 1889, al aproximarse la apertura de la exposición, se oficializó la comisión parisina, nombrando como presidente a Cambacérès. Debido al recrudecimiento de la tuberculosis pulmonar que padecía, provocado por su exposición al crudo invierno parisino durante la realización de sus gestiones, Cambacérès debió regresar a Buenos Aires antes de la apertura oficial de la misma, programada para el 6 de mayo, sin llegar a ver concretado el fruto de sus trabajos. Falleció poco después, a los cuarenta y cinco años.

Había contraído matrimonio con la italiana Luisa Bacichi en 1881. Su hija, Rufina Cambaceres, murió súbitamente tras sufrir de catalepsia a los 19 años en 1902.

En la sangre

I

De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una capacidad de buitre se acusaba.

Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja, la doblesuela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle.

De vez en cuando, lentamente, paseaba la mirada en torno suyo, daba un golpe -uno solo- al llamador de alguna puerta, y, encorvado bajo el peso de la carga que soportaban sus hombres: "tachero"... gritaba con voz gangosa: "¿componi calderi, tachi, siñora?".

Un momento, alargando el cuello, hundía la vista en el zaguán. Continuaba luego su camino entre ruidos de latón y fierro viejo. Había en su paso una resignación de buey.

Alguna mulata zarrapastrosa, desgreñada, solía asomar; lo chisteaba, regateaba, porfiaba, "alegaba", acababa por ajustarse con él.

Poco a poco, en su lucha tenaz y paciente por vivir, llegó así hasta el extremo Sud de la ciudad, penetró en una casa de la calle San Juan entre Bolívar y Defensa.

Dos hileras de cuartos de pared de tabla y techo de cinc, semejantes a los nichos de algún inmenso palomar, bordeaban el patio angosto y largo.

Acá y allá entre las basuras del suelo, inmundo, ardía el fuego de un brasero, humeaba una olla, chirriaba la grasa de una sartén, mientras bajo el ambiente abrasador de un sol de enero, numerosos grupos de vecinos se formaban, alegres, chacotones los hombres, las mujeres azoradas, cuchicheando.

Algo insólito, anormal, parecía alterar la calma, la tranquila animalidad de aquel humano hacinamiento.

Sin reparar en los otros, sin hacer alto en nada por su parte, el italiano cabizbajo se dirigía hacia el fondo, cuando una voz interpelándolo:

-Va a encontrarse con novedades en su casa, don Esteban.

-¿Cosa dice?

-Su esposa está algo indispuesta.

Limitándose a alzarse de hombros él, con toda calma siguió andando, caminó hasta dar con la hoja entornada de una puerta, la penúltima a la izquierda.

Un grito salió, se oyó, repercutió seguido de otros atroces, desgarradores al abrirla.

-¿Sta inferma vos? -hizo el tachero avanzando hacia la única cama de la pieza, donde una mujer gemía arqueada de dolor:

-¡Madonna, Madonna Santa...! -atinaba tan sólo a repetir ella, mientras gruesa, madura, majestuosa, un velo negro de encaje en la cabeza, un prendedor enorme en el cuello y aros y cadena y anillos de doublé, muchos en los dedos, hallábase de pie junto al catre la partera.

Se había inclinado, se había arremangado un brazo, el derecho, hasta el codo; manteníalo introducido entre las sábanas; como quien reza letanías, prodigaba palabras de consuelo a la paciente, maternalmente la exhortaba: "¡Coraque Duña María, ya viene lanquelito, é lúrtimo... coraque!..."

Mudo y como ajeno al cuadro que presenciaban sus ojos, dejóse estar el hombre, inmóvil un instante.

Luego, arrugando el entrecejo y barbotando una blasfemia, volvió la espalda, echó mano de una caja de herramientas, alzó un banco y, sentado junto a la puerta, afuera, púsose a trabajar tranquilamente, dio comienzo a cambiar el fondo roto de un balde.

Sofocados por el choque incesante del martillo, los ayes de la parturienta se sucedían, sin embargo, más frecuentes, más terribles cada vez.

Como un eco perdido, alcanzábase a percibir la voz de la partera infundiéndole valor:

E lúrtimo... coraque!...

La animación crecía en los grupos de inquilinos; las mujeres, alborotadas, se indignaban; entre ternos y groseras risotadas, estallaban los comentarios soeces de los hombres.

El tachero entretanto, imperturbable, seguía golpeando.

II

Así nació, llamáronle Genaro y, haraposo y raquítico, con la marca de la anemia en el semblante, con esa palidez amarillenta de las criaturas mal comidas, creció hasta cumplir cinco años.

De par en par abrióle el padre las puertas un buen día. Había llegado el momento de serle cobrada con réditos su crianza, el pecho escrofuloso de su madre, su ración en el bodrio cotidiano.

Y empezó entonces para Genaro la vida andariega del pilluelo, la existencia errante, sin freno ni control, del muchacho callejero, avezado, hecho desde chico a toda la perversión baja y brutal del medio en que se educa.

Eran, al amanecer, las idas a los mercados, las largas estadías en las esquinas, las changas, la canasta llevada a domicilio, la estrecha intimidad con los puesteros, el peso de fruta o de fatura ganado en el encierro de la trastienda.

El zaguán, más tarde, los patios de las imprentas, el vicio fomentado, prohijado por el ocio, el cigarro, el hoyo, la rayuela y los montones de cobre, el naipe roñoso, el truco en los rincones.

Era, en las afueras de los teatros, de noche, el comercio de contra-señas y de puchos. Toda una cuadrilla organizada, disciplinada, estacionaba a las puertas de Colón, con sus leyes, sus reglas, su jefe: un mulatillo de trece años, reflexivo y maduro como un hombre, cínico y depravado como un viejo.

Bravo y leal, por otra parte, dispuesto siempre a ser el primero en afrontar el peligro, a dar la cara por uno de los suyos, a no cejar ni aun ante el machete del agente policial, el pardo Andinas ejercía sobre los otros toda la omnipotente influencia de un caudillo, todo el dominio absoluto y ciego de un amo.

Tarde en las noches de función, llegado el último entreacto, a una palabra de orden del jefe, dispersábase la banda, abandonaba el vestíbulo desierto del teatro, por grupos replegada a sus guaridas: las toscas del bajo, los bancos del "Paseo de Julio", las paredes solitarias de algún edificio en construcción, donde celebraba sus juntas misteriosas.

Bajo el tutelaje patriarcal de Andinas, allí, en ronda todos, cruzados de piernas, operábase el reparto de las ganancias, la distribución del lucro diario: su cuota, su porción a cada cual según su edad y su importancia, el valor de los servicios prestados a la pandilla.

Las "comilonas", los "convites", a la luz apagadiza de un cabo de vela de sebo venían luego, el rollo de salchichón, la libra de pasas, la de nueces, el frasco de caña, la cena pagada a escote, robada acaso, soliviada del mostrador de un almacén en horas aciagas de escasez.

Como murciélagos que ganan el refugio de sus nichos, a dormir, a jugar, antes que acabara el sueño por rendirlos, tirábanse en fin acá y allá, por los rincones. Jugaban a los hombres y las mujeres; hacían de ellos los más grandes, de ellas los más pequeños, y, como en un manto de vergüenza, envueltos entre tinieblas, contagiados por el veneno del vicio hasta lo íntimo del alma, de a dos por el suelo, revolcándose se ensayaban en imitar el ejemplo de sus padres, parodiaban las escenas de los cuartos redondos de conventillo con todos los secretos refinamientos de una precoz y ya profunda corrupción.

III

La situación entretanto mejoraba en la calle de San Juan. Consagrado sin cesar, noche y día, a su mezquino tráfico ambulante, con el inquebrantable tesón de la idea fija, continuaba arrastrando el padre una existencia de privaciones y miserias.

Lavaba la madre, débil y enferma, de sol a sol, no obstante pasaba sus días en el bajo de la Residencia.

Genaro, por su parte, bajo pena de arrostrar las iras formidables del primero, solía entregarle el fruto de sus correrías, de vez en cuando llevaba él también su pequeño contingente destinado a aumentar el caudal de la familia.

Arrojado a tierra desde la cubierta del vapor sin otro capital que su codicia y sus dos brazos, y ahorrando así sobre el techo, el vestido, el alimento, viviendo apenas para no morirse de hambre, como esos perros sin dueño que merodean de puerta en puerta en las basuras de las casas, llegó el tachero a redondear una corta cantidad.

Iba a poder con ella realizar el sueño que de tiempo atrás acariciaba: abrir casa, establecerse, tener una clientela, contar con un número fijo de marchantes; la ganancia de ese modo debía crecer, centuplicar, era seguro... ¡Oh, sería rico él, lo sería!

Y deslumbrado por la perspectiva mágica del oro, hacíase la ilusión de verse ya en el Banco mes a mes, yendo a cambiar el rollo de billetes que llevara fajado en la cintura por la codiciada libreta de depósito.

Uno a uno recorrió los barrios del Sud de la ciudad, observó, pensó, estudió, buscó un punto conveniente, alejado de toda adversa concurrencia; resolvióse finalmente, después de largos meses de labor y de paciencia, a alquilar un casucho que formaba esquina en las calles de Europa y Buen Orden, el que, previa una adecuada instalación, fue bautizado por él en letras verdes y rojas, sobre fondo blanco, con el pomposo nombre de Gran Hojalatería del Vesubio.

No debían salirle errados sus cálculos, parecía la suerte complacerse en ayudarlo, y, a favor del incremento cada día mayor que adquiriera la población hacia esos lados, consiguió el napolitano acumular, andando el tiempo, beneficios relativamente enormes.

Fiel a la línea de conducta que se había trazado, no alteró por eso en lo mínimo su régimen de vida. La misma estrechez, la misma sórdida avaricia reinaba en el manejo de la casa. Las sevicias, los golpes, los azotes a su hijo siempre que tenía éste la desgracia de volver con los bolsillos vacíos; los insultos, los tratamientos brutales en la persona de su mujer, condenada a sobrellevar el peso de tareas que su salud vacilante le hacía inepta a resistir.

Y eran, en presencia de alguna tímida y humilde reflexión, de alguna sombra de contrariedad o resistencia, los torpes y groseros estallidos, los juramentos soeces, las blasfemias, semejantes al gato que se encrespa y manotea al solo amago de verse arrebatar la presa que tiene entre las uñas.

Ella, sin embargo, mansamente resignada en todo lo que a su propia suerte se refería, luchaba, se rebelaba tratándose de su hijo; con esa clara intuición que comunican los secretos instintos del amor materno, día a día encarecía la necesidad de un cambio en la vida de Genaro, solicitaba, reclamaba del padre que el niño se educara, que fuese enviado a una escuela.

¿Qué iba a ser de él, qué porvenir la suerte le deparaba, abandonado así a su solo arbitrio?

Pero la escuela costaba, era indispensable entrar en gastos, comprar ropa, libros. Luego, yendo a la escuela, perdería el muchacho su tiempo, dejaría de hacer su día, de ganar su pan y todo ¿con qué miras, a objeto de qué?... ¿de saber leer y escribir?

¡Bah!... refunfuñaba con una mueca de desprecio el napolitano, nadie le había enseñado esas cosas a él... ¡ni maldita la falta que le habían hecho jamás!...

Nada, nada, que siguiera así, como iba, como hasta entonces, buscándose la vida, changando y vendiendo diarios, algo era algo...

Después, en todo caso, siendo grande, más grande ya, vería, lo conchabaría, lo haría entrar de aprendiz de algún oficio...

Resuelta por su parte a no ceder, obstinada ella también y segura de la obediencia de Genaro, cuya complicidad, a fuerza de caricias, de halagos y promesas, había sabido conquistarse, imaginó la madre ejecutar su plan ocultamente. Ella, ella sola, sin el auxilio de nadie...

Y, a trueque de acelerar los progresos del mal que lentamente la consumía, atareada, recargada de trabajo más aún, pudo reunir al fin una pequeña suma, subvenir a los primeros gastos, comprar traje, sombrero, botines para su hijo.

Lo haría salir vestido, sin que lo viese el padre, de noche, por el zaguán. Había una escuela a la vuelta; allí lo pondría al muchacho.

IV

Tenía diez años de edad Genaro, cuando, determinando un cambio profundo en su existencia, un acontecimiento imprevisto se produjo.

Pidiendo a gritos auxilio, una mañana su madre corrió a abrir la puerta de calle. Debía haber muerto el marido, había querido ella despertarlo, lo había llamado, lo había tocado, no contestaba, estaba frío.

Deshecha en llanto y suplicante, pedía que entraran, que viesen, que le dijesen; con palabras entrecortadas, con frases incoherentes, encomendábase al favor de Dios y de la Virgen, oprimiéndose la frente entre ambas manos, erraba como alelada, desatinada iba y venía.

Varios que en ese instante acertaban a pasar, otras personas del barrio se agruparon: el almacenero de enfrente, el colchonero de la acera, el negro vigilante, el changador de la esquina y todos en tropel penetraron a la casa.

Como si hubiese intentado arrastrarse de barriga, la cara de lado, encogido y duro, estaba el napolitano tirado sobre su catre de lona.

Una baba espumosa y negra brotaba de sus labios contraídos por el rictus de la muerte, chorreaba a lo largo de su barba. Había metido el brazo debajo de la almohada, sacaba la mano más allá, tenía, en la crispatura de sus dedos, apretada la llave del cajón del mostrador. Una punta de la sábana enredada entre las piernas del difunto, colgaba por un costado hasta rozar el piso de ladrillos.

En un ángulo del suelo, sobre un colchón, dormía Genaro.

Arrancado al sueño que lo embargaba, a ese sueño sin sueños de la infancia, lentamente desperezándose, restregóse los ojos, se incorporó.

Aturdido, embotado aún su cerebro, paseaba en torno suyo una mirada estúpida de asombro. ¿Qué significaba la presencia de aquella gente, de dónde habían salido, por qué estaban allí, qué hacían en su casa todos esos?

Acababa de desprenderse de los otros un intruso, habíase acercado al muerto y curioso, entrometido, lo palpaba, lo movía:

-¡Al ñudo es que lo sacuda... no, no... no va a comer más pan ese! -meneando la cabeza declaró en tono sentencioso el moreno vigilante.

Dio un grito Genaro entonces, un grito agudo al comprender, y soltó el llanto.

Varios de los presentes, compadecidos, interesándose por él, quisieron llevárselo de allí, suavemente lo alejaron con palabras de consuelo, sacáronlo al patio de la casa, donde cayó desesperado en los brazos de la madre.

Pero, poco a poco, otros agentes acudían, un Comisario llegó, luego un médico.

Examinó éste el cadáver, apenas, de lejos, un instante; pidió pluma y papel e informó que se trataba de un caso de vicio orgánico.

Se hacía, entretanto, necesario proceder a las diligencias y trámites del caso. De entre los vecinos se ofrecieron, llegando a comedirse: el dueño del almacén se encargó de la partida, el colchonero del fúnebre y del cajón, mientras rodeada de sus conocidas, ocupábase en vestir el cuerpo la viuda, silenciosamente, con esa mansa conformidad de la gente que no piensa y en quien el alma, incapaz de encontrar un solo grito de sublevación o de protesta, enmudece en presencia del dolor, como un resorte mohoso.

Al caer la noche, sin embargo, eran enviados los aparatos mortuorios a la casa: un cajón de forro de coco, un manto de merino galoneado, cuatro hachones en cuatro enormes candeleros abollados a golpes, cobrizos, desplateados.

Los amigos del muerto habíanse pasado la voz para el velorio. Poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burros y botas gruesas recién lustradas. Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara.

En la tienda, sobre el mostrador, había pan, vino, queso, salchichón y una caja de cigarros hamburgueses traídos también del almacén. Constantemente una pava de café hervía en el fogón de la cocina.

Sin atinar Genaro a darse cuenta, a hacerse cargo exactamente de todo aquello anormal, extraordinario que veía desde horas antes sucederse, confundido aún y como en sueños, con la curiosidad inconsciente de la infancia, miraba embebido en torno suyo, inmóvil, sobre una silla, en un rincón.

Pasado el primer momento de doloroso estupor, de susto, algo claro y distinto se acusaba sin embargo, en él, surgía netamente de lo íntimo de su corazón y de su alma: una completa indiferencia, una falta, una ausencia absoluta de pesar, de sentimiento en presencia del cadáver de su padre.

No lo volvería a retar el viejo, a castigarlo, a maltratarlo; no habría ya quien lo estuviese jorobando; se había muerto.

¿Y qué era eso, morirse y que lo enterraran a uno... sabían las ánimas andar penando de noche en los huecos, como contaban?... ¿Sería cierto lo que decía el catecismo, que todos resucitaban el día del juicio?

¡Quién sabía si se iría a morir como los otros él, si Dios, tata Dios, no lo guardaba para semilla!...

Las salpicaduras viejas de cera, amarillentas sobre el fondo negro del manto funerario, un momento distrajeron su atención, púsose a contarlas.

El también iba a ir al acompañamiento, en coche, por la calle Florida hasta la Recoleta.

Su mamá le había recomendado que saliera bien temprano, se comprase un traje negro en la ropería de la otra cuadra y se hiciese poner luto en el sombrero.

Tenía la plata que le había entregado en el bolsillo.

¿No se le habría perdido?... Metió la mano y tocó el dinero.

No iba a haber escuela para él en esos días... y hasta después del funeral le irían a dar tal vez asueto... ¡qué suerte!...

La atmósfera, sin embargo, se cargaba; empezaba a sentirse un tufo a muerto, a sudor y a aliento de ajo. En la corriente del aire de las puertas entornadas, humeaba la pavesa de los hachones; se veía turbio como en una noche de niebla.

Las telarañas del techo, enormes, oscilaban lentamente, semejantes a las olas de un mar muerto, mientras confundido con el canto lejano del sereno en las horas, en las medias, susurraba de continuo un zumbido de voces roncas análogo al de un nido de mangangaes.

El vientre del cadáver insensiblemente se elevaba.

Vencido Genaro al fin por el cansancio, apoyado el cuerpo a la pared, arqueada la cintura, colgando del asiento sus dos pies, había fijado los ojos sobre la luz de un hachón. Le ardían, le picaban, le incomodaban; se los restregaba de vez en cuando, hacía una mueca de fastidio; poco a poco los cerró y cabeceando acabó por quedarse profundamente dormido.

V

Fueron cuatro los coches: el fúnebre con plumeros negros y una figura como a modo de ángel, fabricada arriba, hincada y de cruz. Estacionaban luego los otros tres, de plaza, transformados, como disfrazados de "librea", con ayuda del sombrero de castor y de la levita de los cocheros.

En la cuadra, la gente alborotada desatendía sus quehaceres; las mujeres, algunas con criatura en los brazos, salían, poblaban las puertas, invadían las veredas, se saludaban, hablaban en voz alta del suceso, lo comentaban; uno que otro hombre mezclábase a la conversación.

De vez en cuando, por entre las rejas de alguna "casa decente", asomaba el óvalo de un ojo, la punta de una nariz, mientras, frente mismo a lo del muerto, en media calle, los muchachos amontonados se volteaban a empujones por mirar. Era que sacaban el cajón en ese instante, entre seis, a pulso, por el zaguán.

Pero la puerta resultó angosta para salir de frente; tuvieron que perfilarse, cambiaron de mano, forcejearon, cayeron al empedrado, oyóse el asiento de sus pisadas tambaleando con el peso como caballos de carro al arrancar.

Seguía un carruaje de luto detrás del fúnebre. El almacenero y dos más, como a guisa de parientes, lo ocuparon, hicieron subir con ellos a Genaro.

Un inconveniente, sin embargo, se suscitó a última hora, una demora se produjo: los convidados eran muchos, los coches no bastaban; fue necesario salir en busca de uno, allí a la cuadra, a la plaza de la Concepción. Sin tiempo a presentarse "vestido de galera" también él, iba muy sucio el cochero.

Por fin, de un extremo a otro, como tiros que se chingan, los látigos chasquearon y poco a poco, trabajosamente, en el zangoloteo de los pozos del empedrado, crujiendo la madera, chirriando el fierro, sonando los resortes con ruidos de aldabas de matraca, al trote perezoso de los caballos, movióse la comitiva, dirigióse a tomar la "Calle Larga de la Recoleta", no sin antes recorrer la ciudad por Victoria y por Florida.

Llegado el cuerpo al cementerio, en la capilla, un hombre gordo, de sotana entrepelada y barba sin afeitar, como rezongando entre dientes roció el cajón con un hisopo.

El acompañamiento avanzó luego por la calle principal. Se sentía calor adentro no obstante el viento, un viento fuerte del río que balanceaba la negra silueta de los cipreses obligándolos a inclinarse, como si, dueños de casa, hubieran querido éstos saludar al muerto recién llegado.

Los seis de la comitiva que cargaban el cajón, sin sombrero, sudaban al rayo del sol, jadeaban sofocados, pasábanse el pañuelo por la frente, arrastraban los pies en la fatiga, se movían como enredados, tropezaban a ratos contra las puntas de adobe del piso mal nivelado.

Tres veces hicieron alto a descansar, caminaron otras tantas, dejaron a trasmano las sendas de sepulcros alineados pisando ahora lo de atrás del cementerio, la maciega alta y tupida de la tierra donde los pobres se pudrían.

-U le aquí- limitóse a barbotear en el silencio la voz vinosa de un italiano viejo capataz del cementerio.

Había apuntado a una sepultura recién abierta entre la multitud de cruces sembradas por el suelo, antiguas, despintadas unas y cubiertas a medias por los yuyos, otras frescas, de esos días.

Las paladas de tierra, arrojadas desde alto, no tardaron, sin embargo, en caer sobre el cajón, chocando contra la tapa, golpeando en ella, al sucederse, con un sonido fofo de hueco, como cuando se camina sobre un puente.

Una a una las veía Genaro amontonarse, sin dolor, sin opresión; el entierro, el acto en sí, la materialidad del hecho mismo, todo entero lo absorbía, ocupaba por completo su atención: la soga primero, una soga torcida y gruesa, atada con ayuda de dos nudos corredizos y que había servido para bajar el cajón: cabía justito éste; luego las palas el hoyo que habían cavado y que se iba ahora rellenando. Habría querido tener una para ponerse a echar tierra también él.

Faltó sólo colocar la cruz, momentos después. Un carpintero del barrio llevábala bajo el brazo; era de pino, negra, el epitafio estaba escrito con letras hechas a mano, de pintura blanca, sobre un corazón clavado al pie.

Terminado el acto por fin y al retirarse ya la concurrencia, a indicación de uno de los presentes, Genaro sólo se desprendió del grupo, fue y depositó en la tumba una corona.

A plomo sobre sus dos pies, caído el pelo a la frente, el sombrero en la mano izquierda, la derecha en la solapa del paletó, alcanzábase a distinguir el retrato del tachero; una fotografía amarillenta, metida en un nicho, detrás de un vidrio.

Era un recuerdo piadoso consagrado por la viuda a la memoria del difunto.

VI

Dos días después de haber tenido lugar la fúnebre ceremonia, un agente de negocios judiciales, vecino de la parroquia, golpeaba en casa del muerto.

Iba a ver a la viuda, a visitarla y a presentarle su pésame por la desgracia que ésta había sufrido. Poco a poco, en el curso de la conversación, insinuóle la conveniencia de un pronto y oportuno arreglo de sus negocios, la necesidad en que se hallaba de proceder a la liquidación de la testamentaría de su esposo.

El mismo concluyó por ofrecerse indicándole a la vez un abogado conocido suyo, persona muy decente, muy capaz y muy honrada, quien se haría cargo gustoso de la dirección del asunto.

Bien sabía ella que no en cualquiera podía uno fiarse en el "día de hoy". ¡Estaba tan de una vez degradada la profesión, y a los pobres sobre todo, los estiraban de un modo cuando tenían la desgracia de caer mal!...

En abogados, procuradores, escribanos y demás historias, todo se le iba de las manos a uno si se descuidaba, todo se lo comían entre una punta de alarifes; cientos de miles de pesos, herencias cuantiosas se evaporaban, se hacían humo así, de la noche a la mañana sin saber cómo... Era un escándalo, una picardía, una canallada... ¿Y quiénes venían a pagar el pato al fin? los infelices huérfanos que quedaban reducidos a la más completa indigencia...

Con él no había peligro de que tal cosa sucediera... no, no, no había cuidado, podía estar tranquila a ese respecto... ¡qué esperanza!... ¡él no era de esos!

Pero manifestando ella no abrigar sombra de duda acerca de la probidad del agente, mostrándose convencida, diciendo que así sería, que bastaba que él lo asegurase, acababa de recordar, mientras hablaba el otro, el nombre de un abogado en cuya casa tenía entrada; lavaba de años atrás la ropa de la familia; era una de sus "marchantas" más antiguas la señora y había sido muy buena con ella siempre, le pagaba puntualmente al fin de cada semana; nunca le descontaba las fallas y hasta solía darle ropita usada de los niños para Genaro.

Mentalmente en ese instante hizo el propósito de ir a verla, a aconsejarse de ella, y eludiendo desde luego contraer compromiso alguno, con buen modo, en buenos términos, trató de verse libre de la presencia importuna del agente; no sabía aún, lo pensaría, le contestaría, podía él dejarle las señas de su casa, le mandaría a Genaro en caso de resolverse.

Una vez en contacto con el marido de su protectora y luego de ponerle al cabo del asunto, de trasmitirle los datos y antecedentes requeridos para presentarse ante el Juez, en momentos ya de retirarse, habló la viuda de su hijo.

Parecía que el muchacho iba a ser de mucha pluma; se manifestaba muy contento el maestro, decía que tenía cabeza. Pero como empezaba a ser grandecito ya, ignoraba qué camino seguir la madre, qué medida adoptar con él: si dejarlo en la misma escuela o ponerlo a pupilo en un colegio. Las criaturas, ya se sabía, eran criaturas, no tenían juicio, les gustaba jugar y hacer sus travesuras. A veces se le escapaba, el chico, se juntaba con otros y ella, sola y siempre enferma, no podía estarlo atendiendo.

Habría deseado colocarlo con alguna persona formal para que se ocupase de algo a su lado y siguiese a la vez yendo a la escuela.

Justamente se encontraba sin escribiente el abogado, acababa de echar el suyo en esos días, un sinvergüenza que lo tenía cansado, un haragán, cachafaz, que lo estaba robando en el vuelto de los vicios, en los cigarrillos, en la yerba y el azúcar para el mate de entre el día:

-Mándeme a su hijo, señora -concluyó por decir despidiendo aquél a la viuda-, veré de lo que es capaz y, si es que de algo me sirve, se lo tendré aquí conmigo en el estudio.

VII

Fue de un arreglo sencillo la sucesión del tachero; dejaba en perfecta regla sus asuntos, no había "fiados", no había deudas; trescientos noventa mil pesos depositados en el Banco de la Provincia, más un valor de treinta mil en existencias, formaban el activo de la herencia, y fácilmente, habiéndose presentado un comprador para estas últimas, un compatriota del muerto, quien pagó todo a tasación y se hizo cargo del negocio, al cabo de pocos meses, dueña de la mitad de gananciales y tutora de su hijo, viose la viuda en posesión de una pequeña fortuna: cuatrocientos mil pesos más o menos, deducción hecha de los gastos judiciales.

Empleó trescientos mil en títulos de fondos públicos. Una casita se vendía, calle de Chile afuera, entre San José y Zeballos, "tres piezas, cocina, pozo y demás comodidades". La hizo suya y la ocupó poco después, se instaló en ella con su hijo, contenta, satisfecha, no obstante los continuos sufrimientos de su pobre cuerpo, feliz de esa felicidad de los humildes en presencia de la vida material, del pan asegurado, al saber que no pesa ya sobre ellos la amenaza de la miseria, que no se ofrece ya a sus ojos la perspectiva aterradora de una cama de hospital.

Otra causa, otra circunstancia ajena en sí misma a preocupaciones de dinero, despertando en su corazón el instintivo orgullo de las madres, contribuía a su bienestar.

Para ella no pedía más, ¿ni qué más iba a pedir ni a pretender ahora?

Pero abrigaba secretamente una ambición, soñaba con hacer de su hijo un señor, un rico que anduviese, como los otros, vestido de levita. Y habíale dicho el abogado que era Genaro inteligente, le había propuesto que lo dejara a su lado en el estudio ganando al mes quinientos pesos, le había aconsejado que matriculara al niño en la Universidad, que le destinase a seguir una carrera, a ser médico o abogado.

Su sueño empezaba, pues, a realizarse; parecía el cielo querer favorecerla...

VIII

Apresurándose a seguir los consejos de su abogado, temprano en la mañana siguiente, hizo la viuda levantar a su hijo de la cama, diole a vestir el mejor de sus trajes, la ropa que había comprado éste el día del entierro del padre. Ella misma sacó su velo nuevo, su vestido de ir a misa -un vestido de seda negro con volados- y, prontos ambos, salieron a la calle, dirigiéronse hacia el centro.

Abstraída la madre, reflexiva, perdida en sus desvaríos, mecida por la dulce voz de su esperanza.

Imaginábaselo grande a su Genaro, hombre ya, prestigiado su nombre con el título de doctor.

Los doctores eran todo en América, Jueces, Diputados, Ministros... ¡por qué, debido a la sola fuerza de su saber y su talento, no podría llegar a serlo él también, a ser Ministro, Gobernador y acaso hasta Presidente de Buenos Aires, que le habían dicho que era como rey en Italia... su hijo un rey!

O bien médico, un gran médico que realizara curas milagrosas, cuya presencia fuera implorada como un favor en el seno de las familias ricas y que asistiese gratis a los pobres, como una providencia, como un Dios...

¡Quién sabía si, con la ayuda del Señor, no le estaba reservado sanarla a ella misma de su tos, de esa tos maldita que desde años atrás le desgarraba el pecho!...

Y en su calenturienta exaltación de tísica, como si idealizara su mal los sentimientos de su alma a medida que demacraba las carnes de su cuerpo, complacíase en forjar así un porvenir de grandezas para su hijo, en acariciar todo un mundo de visiones, entrevistas al través del velo mágico de sus ilusiones de madre.

Dejábase llevar por ella Genaro, como arrastrado la seguía en silencio, cabizbajo, hinchados los párpados de sueño.

Habíase vuelto regalón y perezoso desde la muerte del padre, habituado ahora a las molicies de la vida, consentido, mimado en todo por la madre.

La ropa que llevaba consigo, además, comprada hacía un año ya, resultaba serle pequeña; las costuras le incomodaban bajo los brazos, los botines, nuevos y estrechos, apretábanle los pies, le lastimaban la punta de los dedos, le sacaban ampollas en los talones.

Luego, y no obstante la especie de secreta vanagloria que sentía despertarse en él a la idea de poder decirse estudiante de la Universidad, presagiaba con el cambio de colegio una larga serie de desagrados y fastidios.

¿Cómo serían los maestros? Había oído que lo primero que se enseñaba era latín; ¡para lo que le importaba el latín a él!... ¿Qué otros muchachos iría a haber? Una punta de orgullosos, sin duda, que lo mirarían en menos y se creerían más que él... Alguna le iban a armar, era seguro, alguna historia, alguna agarrada a trompadas iba a tener de entrada no más. Habían de querer probarlo largándole de tapado algún gallito.

Insensiblemente, cavilosos ambos, llegaron así después de largo rato de camino, a la plazoleta del Mercado, se detuvieron frente a la Universidad en cuya puerta, mostrando un grueso manojo de llaves colgado de la cintura, estaba de pie el portero, un gallego ñato de nariz y cuadrado de cabeza.

Tímidamente, acercóse la viuda y en voz baja, desde la vereda, dirigiéndose a él y llamándolo Señor, lo impuso del objeto que la llevaba.

-Allí -limitóse a hacer el gallego secamente, indicando con un gesto de sus labios la puerta de entrada a la Secretaría, la primera puerta a la izquierda.

Bajo, grueso, rechoncho y como por error metido en una levita negra en vez de vestir sotana, trabajaba el secretario entre un cúmulo de libros y papeles, papeles viejos, legajos, libros grandes, como a guisa de libros de comercio.

Abandonó su asiento al ver entrar a la viuda, se apresuró a atenderla, comedido, movedizo y locuaz, con una locuacidad sonriente y falsa de jesuita.

-Es de práctica, mi buena señora, que los jóvenes sufran, como paso previo, un examen de gramática castellana, sin cuyo requisito indispensable me vería, muy a pesar mío, en el caso de no poder otorgar matrícula a su hijito.

Precisamente atinaba a pasar el profesor de primer año, un hijo del país, zambo, picado de viruelas y vestido de levita color plomo:

-Catedrático -exclamó el empleado al verlo, avanzando algunos pasos e interpelándolo alegremente, en un tono de compañerismo amable-

¿Quiere tener la bondad de permitir?... Un minuto, nada más.

Se trataba de examinar al niño; con el objeto de abreviar, podía hacerlo en ese mismo instante; a lo que el otro accedió declarando a Genaro en estado de ingresar al aula desde luego, por haber sabido contestar que pronombre era el que se ponía en lugar del nombre.

Afuera, en el ancho y profundo claustro, cuyos pilares, enormes, se enfilaban bajo la masa aplastada de las paredes, como piernas de gigante en el cuerpo de un enano, los estudiantes esperando la hora se paseaban, estacionaban en grupos, hablaban, peroraban, discutían, juntos los de la misma clase.

Había grandes, había chicos, bien vestidos, otros pobres, acusando una pobreza franciscana en sus personas, de ropa lustrosa en los codos y agujeros en las rodillas.

Habían salido varios al patio, habíanse puesto a pulsear sobre el brocal del pozo, o bien hacia el otro extremo, frente a la escalera del museo, distraía su tiempo uno que otro en fumar cigarrillos de papel, a caballo sobre huesos de ballena acá y allá dispersos por el suelo, semejantes a alguna monstruosa vegetación de enormes hongos que hubiesen brotado entre las piedras.

De pronto sonaba un grito, ahogado, tímido, solo desde un rincón; ya el maullido de un gato en celo, un canto de gallo o el ladrido ronco de un mastín.

Luego de nuevo se hacía el silencio, un silencio hosco, solemne, preñado de amenazas, como el que en un día de combate precede al estampido del cañón, y un áspero rumor se sucedía, subía un gruñido de fieras enjauladas, crecía, aumentaba, abultábase poco a poco, redoblaba de violencia, arrancaba de mil pechos a la vez, acababa por romper en un alarido de indios, inmenso, infernal, atronador, rebotando en las paredes con la furia de un viento de huracán.

Era que la silueta del bedel aparecía, que cruzaba éste el vasto patio, deslizábase a lo largo de los claustros, malo, viejo, flaco.

Con mano airada, de un tirón calábase la visera, encasquetábase la eterna gorra de paño gris hasta llevar dobladas las orejas; y un coro de maldiciones y reniegos se adivinaba entre los pliegues filosos de su boca, y en sus ojuelos verdes de bruja, desde el fondo del doble pelotón de arrugas de sus párpados, un resplandor siniestro de llama de aguardiente centelleaba.

-¡Canallas, muchachos miserables... muchachos cachafaces!...

Ceñudo, torvo, provocante, mas no sin que, al través de sus aires postizos de matón, dejara de apuntar una sombra de recelo, con la andadura oblicua de un lobo que cruzara por entre perros atados, dábase prisa a seguir, a llegar al otro extremo, a sustraerse de una vez a los desbordes del torrente popular que amenazaba anonadarlo, buscando asilo en el refugio seguro de alguna puerta hospitalaria.

Y todo tornaba entonces a su quicio, las formidables iras se acallaban, la calma como por encanto renacía, una atmósfera reinaba de paz y de concordia. Era el rayo portentoso en la serena placidez de un día de sol...

Los de primer año de latín, sin embargo, acababan ese día de entrar a clase. Poseído de instintivo encogimiento, intimidado y confuso, buenamente redújose Genaro a ir a ocupar uno de los últimos asientos, solo en un banco de atrás, junto a la puerta de entrada.

Quiso, desde luego, darse cuenta, seguir el curso de la lección, hizo por comprender, para eso había ido él. Imposible; por turno, a un llamado del maestro y poniéndose de pie, hablaban los otros una cáfila de cosas que él no entendía y que seguramente debían ser cosas en latín.

¡Cómo estarían de adelantados, cuando lo sabían así y cuánto tendría que estudiar él para alcanzarlos!

Pero cansado, fastidiado a la larga, distraída su atención, impensadamente, en una mirada errante, alzó los ojos. La bóveda del techo, blanqueada a cal, mostraba una rajadura en el centro, larga, corría de un extremo a otro. Por las dos grandes ventanas, que provistas de barrotes gruesos de hierro, en la profunda oblicuidad de la pared alumbraban desde lo alto, alcanzábase a divisar la mancha negra de un tejado. Observó Genaro que eran muchos los vidrios y pequeños; vio que estaba comido el marco por la polilla.

Con gesto maquinal, paseó enseguida la vista en torno suyo. Tenían los bancos profundas incisiones: desvergüenzas de los estudiantes, cortajeadas en la madera con ayuda de sus navajas de bolsillo; otras escritas o garabateadas con lápiz en la pared, a la altura de la mano; insolencias, injurias contra maestros, versos en boga, canciones sucias, de esas que suelen andar de boca en boca en las eternas corrientes de la humana estupidez.

Le gustaba, lo atraía, lo absorbía todo aquello, era muy lindo, muy gracioso; lo repetía entre dientes, se empeñaba en aprenderlo de memoria para poder darse aires después, andar "pintando" con los otros muchachos de su barrio.

Pero la hora de reglamento acababa entretanto de sonar. Dejando señalada el profesor la misma lección para otra vez, fue la clase despedida, no sin antes declarar aquél que eran todos una tropa de haraganes y encender a la vez tranquilamente un paraguayo con anís.

Trató Genaro a la salida de hacerse de relaciones, de crear amistad con los demás; se acercó a un grupo: ¿costaba mucho aprender eso, lo que había estado oyéndoles en clase, qué significado tenía, qué quería decir en español?

No tardaron entonces en emprenderla con él los otros. El más grande, veterano de la casa, una especie de chinote, hacía cabeza. ¡Qué difícil había de ser... lo más sencillo, lo más fácil!... Y mientras sus compañeros agrupábanse en torno de Genaro, se apresuraban a rodearlo, púsose él a soltarle a quemarropa un atajo de indecencias, una parodia inepta, consonantes de palabras latinas y españolas que, con tono grotesco de magister, intercalaba en el texto de Nebrija.

Y el alboroto aumentaba en derredor del neófito infeliz; se reían ahora, descaradamente se burlaban de él, se le echaban encima, lo empujaban, o, haciéndose los distraídos, le pisoteaban los pies.

Uno por detrás, estimulado, enardecido, fue hasta "sumirle la boya"; otro, de una zancadilla, largo a largo, lo hizo caer.

Interesados en la broma, acudían de todas partes, en un empuje malsano de torpe curiosidad, un enjambre se agolpaba, y perseguido, acorralado, acosado como las moscas en los hormigueros, sacáronlo al fin en andas hasta la puerta de salida, arrojándolo a empellones a la calle.

No había llegado aún a cruzar a la otra acera, cuando oyó que sin querer soltar la presa, encarnizados sus contrarios se desgañitaban gritando:

-¡Cola, dejá a ese hombre; cola, dejá a ese hombre!...

La alegría de los transeúntes hacía coro, el alboroto, las carcajadas de las cocineras saliendo del mercado con sus canastas, la rechifla de los changadores parados en la esquina.