Título
El Autor
Cumandá
Entre dos tías y un tío
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El escritor y político ecuatoriano Juan León Mera nació el 28 de junio de 1832 en Ambato. Fue miembro del Partido Conservador, ocupó el cargo de senador, fue dos veces gobernador y también ministro de la Oficina de Auditoría del Estado. Fundó la Academia Ecuatoriana y promovió el conocimiento de la literatura nacional. Esta preocupación por la cultura nacional se refleja en su ensayo Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (1868) y en una carta que escribió a Marcelino Menéndez y Pelayo en 1883. Mera escribió las palabras del himno nacional del Ecuador, los versos de Melodías indígenas (1858) y la leyenda incaica en el verso La virgen del Sol (1861). Su obra más popular, Cumandá; o, Un drama entre salvajes (1879), cae dentro del género literario melodramático indianista -una extensión del romanticismo del Nuevo Mundo- porque cuenta el amor frustrado de los hermanos indios Carlos y Cumandá, que no sabían que eran hermanos. Es la culminación del género indianista en América, que abordó los temas indígenas desde perspectivas folclóricas o idealistas y, a diferencia de la novela indigenista del siglo XX, ignoró las consecuencias sociales y étnicas de las desigualdades entre razas y clases sociales.
Mera es considerado el mejor poeta y novelista del Ecuador entre la independencia (1830) y el siglo XX, y tanto su actividad política como literaria tienen un marcado carácter católico. Promovió el Concordato de su país con la Santa Sede cuando ocupó importantes cargos en el gobierno de Gabriel García Moreno y, en Cumandá, destacó la labor espiritual, cultural y materialmente positiva realizada entre los pueblos indígenas por los sacerdotes españoles en el Nuevo Mundo. Como crítico e historiador literario, fomentó en el Ecuador el conocimiento popular de la literatura, en particular de la poesía, y desde su posición política en los gobiernos de García Moreno, animó a las generaciones más jóvenes a valorar y dedicarse a la literatura. Murió el 13 de diciembre de 1894.
El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar, se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.
El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas de oro.
El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca de los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.
El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava, se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.
El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes, descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.
Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.
Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que debía acongojar el espíritu, desaparece al sobrevenir, cual de seguro sobreviene, cierto sentimiento de libertad, independencia y grandeza, del que no hay ninguna idea en las ciudades y en medio de la vida y agitación de la sociedad civilizada. Por un fenómeno psicológico que no podemos explicar, sufre el alma encerrada en el dédalo de los bosques, impresiones totalmente diversas de las que experimenta al contemplarlos por encima, cuando parece que los espacios infinitos le convidan a volar por ellos como si fueran su elemento propio. Arriba una voz secreta le dice al hombre:
-¡Cuán chico, impotente e infeliz eres! Abajo otra voz, secreta asimismo y no menos persuasiva, le repite:
-Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la naturaleza: estás en tus dominios: haz de ti y de cuanto te rodea lo que quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos.
Este sentir, este poderoso elemento moral que en el silencio de las desiertas selvas se apodera del ánimo del hombre, es parte sin duda para formar el carácter soberbio y dominante del salvaje, para quien la obediencia forzada es desconocida, la humillación un crimen digno de la última pena, la costumbre y la fuerza sus únicas leyes, y la venganza la primera de sus virtudes, y casi una necesidad.
En este laberinto de la vegetación más gigante de la tierra, en esta especie de regiones suboceánicas, donde por maravilla penetran los rayos del Sol, y donde sólo por las aberturas de los grandes ríos se alcanza a ver en largas fajas el azul del cielo, se hallan maravillosos dechados en que pudieran buscar su perfección las artes que constituyen el orgullo de los pueblos cultos: aquí está diversificado el pensamiento de la arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico estilo arábigo, y aun hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni tallados en mármol y granito por el ingenio humano: ¡qué columnatas tan soberbias!, ¡qué pórticos tan magníficos!, ¡qué artesonados tan estupendos! Y cuando la naturaleza está en calma; cuando plegadas las alas, duermen los vientos en sus lejanas cavernas, aquellos portentosos monumentos son retratados por una oculta y divina mano en el cristal de los ríos y lagunas para lección de la pintura. Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Elíseos, y fragancias desconocidas en la morada de los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa -poesía. Conocimiento y posesión de todas las bellezas y armonías de la naturaleza; iniciación en todas sus misteriosas maravillas; intuición de los divinos portentos que encierra el mundo moral, cualquiera cosa que sea aquello que el idioma humano llama poesía, aquí en las entrañas de estas selvas hijas de los siglos, se la siente más viva, más activa, más poderosa que entre el bullicio y caduco esplendor de la civilización.
Ni falta la melancólica majestad de las ruinas que en otros hemisferios llaman tanto la atención de los sabios. En Europa y Asia la maza y la tea de la guerra y el pesado rodar de los siglos han derribado las creaciones de las artes y la civilización antiguas: aquí sólo la naturaleza demuele sus propias obras: el huracán se ha cebado en esas arcadas; la tempestad ha despedazado aquel centenar de columnas; las abatidas copas de las palmeras son los capiteles de esos templos, palacios y termas de esmeralda y flores que yacen en fragmentos. Pero allá han desaparecido para siempre los artistas que levantaron los monumentos de piedra de Balbeck y de Palmira, en tanto que aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de las selvas, y las repite y multiplica todos los días: ¿no lo veis?, los escombros van desapareciendo bajo la sombra de otros suntuosos y magníficos edificios. La eterna y divina artista no demuele sus obras sino para mejorarlas, y para ello recibe nuevas fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.
Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente, bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre, Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que si son pequeños junto a aquellos, en verdad serían de notable consideración en Europa, Asia o África.
El Pastaza, cuyo descenso hemos seguido hasta el punto en que recibe las tumultuosas ondas del Topo, y de cuyas márgenes no nos alejaremos durante la historia que vamos a relatar, fue navegado por el sabio D. Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor en 1741, quien delineó su curso y el del caprichoso y enredado Bobonaza. Pasado el Abitahua recibe por el Norte el tributo del Pindo, desde donde comienza a prestarse a la navegación, aunque no segura; luego le entran el Llucin por la derecha, y a pocas leguas el Palora, de aguas sulfurosas y amargas, y cuyos orígenes se hallan en una corta laguna de las inmediaciones del Sangay, sin duda uno de los volcanes más activos y terribles del mundo. Aquí las aguas del Pastaza, así como las del Palora, ya son bastante mansas y apacibles, y sólo se nota mayor movimiento en el Estrecho del Tayo que está a continuación y que lo forman rígidos peñascos alzados a uno y otro lado y casi paralelos. Libre ya de estos hercúleos brazos que le ajustaban, se explaya y lleva su imperial carrera primero de Poniente a Oriente y después de Noroeste a Sudeste hasta su triple desembocadura.
El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas orillas que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples elevaciones del terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuanto más el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por el Bobonaza rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más abundante caudal al gigantesco Napo.
A no mucha distancia de las márgenes del río que nos ocupa, y casi siempre en comunicación con él, hay unas cuantas lagunas coronadas, asimismo, de palmeras que se encorvan en suave movimiento a mirarse en sus limpísimos cristales, y pobladas de aves de rara belleza, de dorados peces y de tortugas de regalada carne. Y ni en lagunas ni en islas faltan enormes caimanes y pintadas culebras, hallándose a veces el monstruo amarun, terror de esas soledades, y junto al cual la boa de África pierde su fama toda. El Rumachuna, pocas leguas antes de la confluencia del Pastaza con el Amazonas, es el más extenso y magnífico de esos espejos de la naturaleza tendidos en el desierto.
Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las esencias de la naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos, de las selvas.
Numerosas tribus de indios salvajes habitan las orillas de los ríos del Oriente. Algunas tienen residencia fija, pero las más son nómadas que buscan su comodidad y subsistencia donde la naturaleza les brinda con más abundancia y menos trabajo sus ricos dones en la espesura de las selvas o en el seno de las ondas que cruzan el desierto. Su carácter y costumbres son diversísimos como sus idiomas, incultos pero generalmente expresivos y enérgicos. Hay tribus que se distinguen por la mansedumbre del ánimo y la hospitalidad para con cualquier viajero; tales son los záparos que viven al Norte del Pastaza y a las márgenes del Curaray, del Veleno, el Bobonaza, el Pindo y otros ríos de auríferas arenas y mitológica belleza, sin que por esto deba creerse que son encogidos y cobardes. Otras hay temibles por su indómita ferocidad, como las tribus jívaras desparramadas en el inmenso espacio regado por el Morona y el Santiago, que se extiende desde la banda meridional del mentado Pastaza, hasta las regiones en que domina el Chinchipe, uno de los principales ríos de Loja; de esta tierra, patria de la quina, y si por esto célebre, no menos famosa por la riqueza de su flora, sus minas de metales preciosos y sus mármoles tan bellos como los de Paros y Carrara. No hay caníbales en estas tribus, como algunos lo han creído sin fundamento; pero es peligroso viajar entre ellas, a lo menos cuando no se toman todas las precauciones necesarias para no causarles el menor disgusto ni sospechas. En la guerra son astutos y sanguinarios, sencillos en las costumbres domésticas, fieles en la alianza y en la venganza inflexibles. No obstante su adoración a la libertad, a veces miran a sus jefes, cuando sobresalen por la bravura y el número de las hazañas, con supersticioso respeto; y cuando mueren, sacrifican a la más querida de sus esposas para que le acompañe en el país de las almas.
La guerra es casi el estado normal de los jívaros y a ella son también aficionados los záparos. Unos y otros son muy diestros en el manejo del arco, la lanza y la maza. Su maestría en el conocimiento y uso de los venenos es horripilante. La causa de sus contiendas es por lo común el deseo de llevar a cima una venganza. Acontece no pocas veces que un jefe toma la infusión del bejuco llamado hayahuasca, cuyo efecto es fingir visiones que el salvaje cree realidades, y ellas deciden lo que debe hacer toda la tribu: si en ese delirio ha visto la imagen de un enemigo a quien es preciso matar, no perdona diligencia para matarle; si se le ha presentado cual adversa una tribu, que, quizás fue su amiga, la guerra con ella no se hace esperar.
Ha más de un siglo, la infatigable constancia de los misioneros había comenzado a hacer brillar algunas ráfagas de civilización entre esa bárbara gente; habíala humanado en gran parte a costa de heroicos sacrificios. La sangre del martirio tiñó muchas veces las aguas de los silenciosos ríos de aquellas regiones, y la sombra de los seculares higuerones y ceibas cobijó reliquias dignas de nuestros devotos altares; pero esa sangre y esas reliquias, bendecidas por Dios como testimonios de la santa verdad y del amor al hombre, no podían ser estériles, y produjeron la ganancia de millares de almas para el cielo y de numerosos pueblos para la vida social. Cada cruz plantada por el sacerdote católico en aquellas soledades era un centro donde obraba un misterioso poder que atraía las tribus errantes para fijarlas en torno, agregarlas a la familia humana y hacerlas gozar de las delicias de la comunión racional y cristiana. ¡Oh! ¡qué habría sido hoy del territorio oriental y de sus habitantes a continuar aquella santa labor de los hombres del Evangelio!... Habido habría en América una nación civilizada más, donde ahora vagan, a par de las fieras, hordas divorciadas del género humano y que se despedazan entre sí.
Un repentino y espantoso rayo, en forma de Pragmática sanción, aniquiló en un instante la obra gigantesca de dilatadísimo tiempo, de indecible abnegación y cruentos sacrificios. El 19 de agosto de 1767 fueron expulsados de los dominios de España los jesuitas, y las Reducciones del Oriente decayeron y desaparecieron. Sucedió en lo moral en esas selvas lo que en lo material sucede: se las descuaja y cultiva con grandes esfuerzos; mas desaparece el diligente obrero, y la naturaleza agreste recupera bien pronto lo que se le había quitado, y asienta su imperio sobre las ruinas del imperio del hombre. La política de la Corte española eliminó de una plumada medio millón de almas en sólo esta parte de sus colonias. ¡Qué terribles son las plumadas de los reyes! Cerca de dos siglos antes otra igualmente violenta echó del seno de la madre patria más de ochocientos mil habitantes. Barbarizar un gran número de gente, imposibilitando para ella la civilización, o aventarla lejos de las fronteras nacionales, allá se va a dar: de ambas maneras se ha degollado la población. Pero vamos con nuestra historia.
Entre los pueblos más florecientes fundados por los jesuitas en aquel inmenso territorio, se contaban Canelos, Pacayacu y Zaracayu, a las orillas septentrionales del Bobonaza, y Andoas y Pinches, a la derecha del Pastaza. Todos sus habitantes pertenecían a la familia zápara. Cuarenta años después de haberles privado el Gobierno de España de sus misioneros, la decadencia fue tal, que algunos grandes centros de población casi estaban a punto de desaparecer. Pinches se hallaba reducido a menos de la mitad, y la escasez de su población le exponía frecuentemente a ser aniquilado por los jívaros.
A los pueblos antedichos se enviaron religiosos dominicos en sustitución de los jesuitas, y autoridades civiles que cuidaban más de enriquecerse a costa del sudor y la sangre de los indios, que no de propender a civilizarlos. Cuando tales empleados faltaban, los curas misioneros gobernaban aún en lo temporal, y si no siempre, con frecuencia se desempeñaban más acertadamente, y los pobres salvajes respiraban con libertad.
Por el año 1808 una tribu nómada de las más temibles en las selvas del Sur, quiso guardar estricta neutralidad en una sangrienta guerra que a la sazón, destrozaba las tribus de los zamoras, logroños, moronas y otras, pues eran todas sus aliadas. Mayariaga, curaca de los moronas, que había intentado en vano atraer a su partido a los neutrales, dio muestras de grande enojo, y Yahuarmaqui, curaca de estos últimos, de quienes era querido y respetado, juzgó prudente alejarse del teatro de la guerra.
Una mañana se levantaban espesas columnas de humo por entre las copas de los árboles: las cabañas de los que se retiraban ardían quemadas por sus propios dueños que, en ligeras canoas hechas de las cortezas de árboles gigantescos, rompían la corriente del Morona. Al son de las ondas rotas por los remos entonaban el canto de despedida al rincón de la selva que abandonaban para siempre. A los quince días habían terminado la navegación y entregaban las canoas, inútiles ya para el viaje que llevaban, a merced de la corriente. Traspusieron a continuación por la parte superior la cordillera de los Upanos, que arranca del costado oriental del Sangay y se abate cerca de la laguna Rumachuna, y plantaron al fin sus cabañas en la margen izquierda del Palora, a tres jornadas de su pacífica entrada en el Pastaza, y en las vecindades del lugar en que estuvo la villa de Mendoza, asolada por los bárbaros.
El curaca Yahuarmaqui contaba el número de sus victorias por el de las cabezas de los jefes enemigos que había degollado, disecadas y reducidas al volumen de una pequeña naranja. Estos y otros despojos, además de las primorosas armas, eran los adornos de su aposento. Se acercaba a los setenta años y, sin embargo, tenía el cuerpo erguido y fuerte como el tronco de la chonta; su vista y oído eran perspicaces, y firmísimo el pulso: jamás erraba el flechazo asestado al colibrí en la copa del árbol más elevado, y percibía cual ninguno el son del tunduli tocado a cuatro leguas de distancia; en su diestra la pesada maza era como un bastón de mimbre que batía con la velocidad del relámpago. Nunca se le vio reír, ni dirigió jamás, ni aun a sus hijos, una palabra de cariño. Sus ojos eran chicos y ardientes como los de la víbora; el color de su piel era el del tronco del canelo, y las manchas de canas esparcidas en la cabeza le daban el aspecto de un picacho de los Andes cuando empieza el deshielo en los primeros días del verano. Imperativo el gesto, rústico y violento el ademán, breve, conciso y enérgico el lenguaje nunca se vio indio que como él se atrajera más incontrastablemente la voluntad de su tribu. Seis mujeres tenía que le habían dado muchos hijos, el mayor de los cuales, previsto para suceder al anciano curaca, era ya célebre en los combates y se llamaba Sinchirigra, a causa de la pujanza de su brazo.
La tribu, según es costumbre en esas naciones que tienen por patria los desiertos, tomó el nombre del río a cuya margen acampó. La nueva del arribo de los paloras se divulgó rápidamente por las demás tribus y pueblos, que se apresuraron a solicitar su alianza, aconsejados por la prudencia y no por el miedo, desconocido entre los salvajes. Durante largos días Yahuarmaqui se ocupó en recibir mensajeros que, en señal de paz y amistad, llevaban tendemas y otros adornos de brillantes plumas de color de oro en la cabeza, el cinto y las armas. Los de Canelos y Pacayacu; los de Zaracayu y Andoas; los moradores del aurífero Veleno, del Curaray y de los ríos que dan origen al caudaloso y bellísimo Tigre, enviaron sus comisionados escogiéndolos entre los más hábiles en la diplomacia por ellos usada, y acompañados de ricos presentes, cuya elocuencia es para un salvaje más persuasiva que la de los hermosos pensamientos y bien combinadas frases. A todos contestó el anciano jefe con orgullo, pero con palabras que pudieran dejarlos satisfechos, y la alianza quedó sellada con menos ceremonias y más firmeza de las que se emplean entre pueblos civilizados. Yahuarmaqui poseía en verdad la gran virtud de un religioso respeto a la fe que una vez empeñaba; lo comprueba el haberse retirado de su antigua residencia por no tomar parte en la contienda de sus amigos, los jívaros del Sur.
El último de aquellos embajadores fue un bien apersonado mancebo, que en amable voz dijo al anciano:
-Poderoso curaca y grande hermano, bien venido seas a la orilla del río de las aguas amargas y a la vecindad de los záparos. Me envía a ti la tribu de quien es jefe el viejo Tongana, mi padre, la cual quiere ser tu amiga y llamarte su amparo. Es la más reducida de las familias libres del desierto y vive junto a un arroyo de agua dulce, al que se llega, partiendo de aquí, en poco menos de tres soles. No tiene alianza ninguna con otras tribus, y sólo desde hoy anhelamos vivir a tu sombra como la palma chica al pie de la palma grande. ¡Jefe de las manos sangrientas, acepta nuestra amistad y danos la tuya, y sé para nosotros el jefe de las manos benéficas!
Yahuarmaqui, de tal manera lisonjeado, contestó:
-Hijo mío, acepto la amistad y la alianza de la familia Tongana. Ve a decirla que el poderoso jefe de los paloras es ya su padre; que nada tema y que lo espere todo. El son de mi tunduli será voz amiga para ella, y cuando Tongana haga resonar el suyo, al punto mi tribu estará con él: mis enemigos serán enemigos de los tonganas; sus enemigos lo serán míos. La sombra de mi rodela cubre a mis aliados como a mi propia tribu. Joven hermano, has dicho lo que debías y has oído mis promesas. Estás contento; vete en paz a los tuyos.
En el extenso y abierto ángulo que se forma de la unión del Palora con el Pastaza, y al Sur de aquél, moraba la tribu, o más bien, corta familia Tongana. Componíase del jefe, de más de setenta años y cabeza tan cana, que a esta causa, además de su propio nombre, le llamaban el Viejo de la cabeza de nieve; de Pona, su esposa, que mostraba más edad de la que tenía; de sus dos hijos y sus mujeres, dos niños, hijos de éstos, y la joven Cumandá, nombre que significaba patillo blanco, la cual, no obstante su belleza, permanecía soltera.
Decíase que eran de sangre zápara y últimas reliquias de los Chirapas, antiguos habitantes de las orillas del Llucin, casi exterminados en un asalto nocturno de la tribu Guamboya, numerosa y feroz. Záparas eran, en efecto, las esposas de los dos jóvenes. Tongana, viejo de pocas palabras y ceño adusto, se distinguía por su odio implacable a la raza europea. Se había propuesto no salir jamás del rincón de la tierra que escogió para su morada, por no tener ocasión de encontrarse con un blanco, y prohibió a sus hijos hasta los escasos viajes que hacían a la reducción de Andoas para cambiar cera y pita con algunas herramientas, desde que supo el arribo de un nuevo misionero, que no por serlo dejaba de pertenecer a la raza detestada. Pona era una buena mujer, y había llegado a adquirir fama de hechicera con motivo de ciertas supersticiones a que se abandonaba con frecuencia. Afirmábase tal nota, causa de hondo respeto para los indios, con ver que llevaba siempre al cuello una pequeña bolsa de piel de ardilla, en la que guardaba con extremo cuidado y entre cortezas de oloroso chaquino y exquisita vainilla, un amuleto, al cual atribuía maravillosas virtudes. Advertíanse en esta familia algunos vestigios de creencias y prácticas cristianas, a pesar de que el viejo se había propuesto borrarlas como cosas que venían de los blancos; pero tal cual idea del Dios muerto en la cruz, de la Virgen madre, de la inmortalidad del alma, de la remuneración y el castigo eternos, se hallaba confundida con un vago dualismo, con los genios buenos de las selvas, el terrible mungía, la eternidad simbolizada en el país de las almas, y otras fantásticas creaciones de la ardiente pero rústica imaginativa de los hijos del desierto.
Las casas de los tonganas eran semejantes, con cortas diferencias, a las de todos los salvajes; postes de huayacán o de helecho incorruptible, paredes de guadúa partida y amarrada con fuertes cuerdas de corteza de sapán, y techos cubiertos de bijao o de chambira. En lo interior no había trofeos arrebatados al enemigo en los combates, sino pocas armas de guerra, muchas de cacería, e instrumentos de pescar. En contorno se alzaba un robusto muro de lozanos plátanos; a corta distancia estaban las chacras de yucas, patatas, maíz, y hasta algunas matas de caña de azúcar; unas pocas gallinas en el estrecho patio, y un leal perro, completaban el cuadro de aquel fragmento de población escondido en el bosque. Hermoso cuadro, por cierto, a pesar de la adustez del curaca Tongana y de los defectos inherentes a la vida salvaje: había paz, armonía entre todos los miembros de la familia, confianza mutua e interés de todos por cada uno y de cada uno por todos. La obediencia al anciano había pasado de necesidad a ser virtud, y ya nada pesaba. La dulce inocencia de los niños perfumaba el hogar, y las gracias de Cumandá eran tales, que pudieran llenar de encanto hasta el cubil de un león.
El tipo de Cumandá era de todo en todo diverso del de sus hermanos, y su belleza superior a cuantas bellezas habían producido las tribus del Oriente. Predominaba en su limpia tez la pálida blancura del marfil, y cuando el pudor acudía a perfeccionar sus atractivos, brillaban sus rosas con suave tinte, cual puestas tras delgada muselina; su cabellera, aunque negra, difería, por lo sedeño y ondeado, de las sueltas crenchas de las hijas del desierto; en el airoso cuerpo competía ventajosamente con ellas, a quienes tantas veces, y con razón, se ha comparado con las palmeras de su patria; sus ojos, de color de nube oscura, poseían una expresión indescifrable, conjunto de dulzura y arrogancia, timidez y fuego, amor y desdén; los labios tenían movimientos y sonrisas en perfecta armonía con las miradas, y el corazón correspondía a los ojos y los labios; era toda ella sencillez y vivacidad, candor y vehemencia, dulzura de amor apasionado y acritud de orgullo; era toda alma y toda corazón, alma noble, pero inculta; corazón de origen cristiano en pecho salvaje, y desarrollado al aire libre en la soledad. Su voz era dulce y armoniosa como la de un ave enamorada; sus palabras corrían con cierta soltura y desembarazo, semejante a las ondas de un arroyo en lecho de grama. Educada según las libérrimas costumbres de su raza, que tiene por inestimables prendas la robustez y actividad del cuerpo y el varonil temple del ánimo hasta en la mujer, aprendió desde muy niña a burlarse de las olas, y la primera vez que sus padres la vieron atravesar el Palora a flor de agua, como una hoja de mosqueta impelida por el viento, dieron gritos de entusiasmo y la llamaron Cumandá. Otras veces, cuando ya más crecida, se la admiró manejando el remo con tanta destreza, que competía con sus hermanos, los vencía y avergonzaba; y en no pocas ocasiones se igualó con ellos en el ejercicio del arco. Era, en fin, el amor y encanto de sus padres y de toda la familia. Decíala Tongana contemplándola con aire bondadoso:
-Cumandá, no tienes otro defecto que parecerte un poco a los blancos; ¡oh! a veces tengo tentaciones de aborrecerte como a ellos; pero no puedo, porque al cabo eres mi hija y me tienes hechizado.
Habíase hecho la joven amiga del retiro y la soledad, y gustaba de errar largas horas entre la sombra de la selva, dada a pensamientos inocentes, sintiendo quizás la necesidad de una pasión que ocupase su pecho, mas sin saber todavía qué cosa fuese amor; o bien se entretenía a la margen del río contemplando el juego de los pececillos que, dueños de sí mismos, como ella, rompían las dormidas aguas en distintas direcciones, o saltaban, se zambullían, volvían a mostrarse en la superficie y se perseguían unos a otros, luciendo a los rayos del sol las brillantes escamas de plata y oro. A veces les tiraba plátano y yuca picados, y de verlos disputarse la sabrosa golosina, se llenaba de infantil contento y batía las palmas.
Pero repentinamente Cumandá empezó a ponerse algo taciturna; iba desapareciendo su alegría como desaparece al calor del sol la frescura que a la azucena prestó el rocío. Extendiose sobre su lindo semblante la sombra de suave melancolía que torna más linda a la virgen visitada por el primer amor. No advirtieron el cambio ni los padres ni ninguno de la familia, y si lo notaron, no hicieron alto en él; ¿qué tenían que maliciar ni temer en esas soledades? Y sin embargo, no podía ser otra la causa de aquel estado del ánimo de Cumandá, revelado en su rostro y porte, que el que acabamos de indicar. Del amor y sus efectos no está libre el corazón de una salvaje. ¡Qué decimos! pues no sólo no lo está, sino que exento de toda influencia social, de todo arte, de todo lo que no emana inmediatamente de la naturaleza, se presta a que sin obstáculo ninguno eche hondas raíces en él, y crezca, y se desarrolle y se vuelva gigante la planta de la pasión amorosa.
La hija de Tongana está, pues, enamorada; ¿de quién? Este misterio trataremos de descubrir, aun antes que lo trasluzcan en su tribu, siguiéndola en sus excursiones solitarias por las márgenes del Palora.
Entre el Palora y el Upiayacu, río de corto caudal que muere como aquél en el Pastaza, se levanta una colina de tendidas faldas que remata en corte perpendicular sobre las ondas de éste, antes del Estrecho del Tayo. Del suave declivio septentrional de esa elevación del suelo, mana un limpio arroyo que lleva como si dijésemos su óbolo a depositarlo en el Palora, unos quinientos metros antes de su conjunción con el Pastaza. Al entregar el exiguo tributo, parece avergonzarse de su pobreza, y se oculta bajo una especie de madreselva, murmurando en voz apenas perceptible, y esto sólo porque tropieza ligeramente en las raíces de un añoso matapalo, que ensortijadas como una sierpe sobre la fuentecilla, se tienden hacia el río. Un poco arriba y por ella bañadas, habían crecido en fraternal unión dos hermosas palmeras y dos lianas, de flores rosadas la una y la otra de flores blancas, que subiendo en compasadas espiras por los erguidos mástiles, las enlazaban con singular primor al comienzo de los arqueados y airosos penachos de esmeralda; por manera que bajo de éstos columpiaban en graciosa mezcla los festones de las trepadoras plantas y los pálidos racimos de flores de las palmeras.
A este lugar concurría con frecuencia Cumandá, y gustaba de contemplar a esas lindas hermanas, amor de la soledad, encadenadas por las floridas enredaderas. Había llegado a profesarles cierto respetuoso cariño, especialmente desde que en su corteza viera grabadas unas cifras, para ella al principio misteriosas, si bien conocía la mano que las hizo y supo después lo que significaban; y en las cuales tocaron muchas veces sus labios con amorosa ternura.
Un día, cuando apenas acababa de rayar la aurora haciendo cesar los murmullos y ruidos de la noche y despertando las armonías y vital movimiento propios de la aproximación del sol, se encaminaba la hija de Tongana a su lugar predilecto. Llevaba desarregladas las crenchas bajo un tendema de lustrosos junquillos y pintadas conchas, mal ceñida la túnica de tela azul con una trenza tejida de sus propios cabellos; y denotaba en toda su persona la presteza con que dejó su lecho y salió de su cabaña, así como la inquietud de ánimo por haber tardado a una cita. Cruzando ligera, como iba, por entre los árboles, que goteaban rocío, a la indecisa luz del alba suavemente derramada por entre las bóvedas y pabellones de ramas y hojas, se habría mostrado a los antiguos griegos como una ninfa silvestre perdida durante la noche en el laberinto de la selva.
Al fin llegó a las palmeras, se detuvo un momento a contemplarlas, las dirigió algunas palabras, como si pudiesen entenderlas, besó las cifras, y haciendo al punto memoria de lo que decían, se puso a cantar a media voz, cual si quisiese imitar el murmurio del arroyo, estas estrofas:
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Palmas de la onda queridas
Que exhala aquí dulce queja,
Y al pasar besándoos deja
Las plantas humedecidas;
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Palmas queridas del ave
Que posada en vuestras flores
El canto de sus amores
Os dirige en voz suave;
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Oh palmas, que en lazo fuerte
Os ha unido la liana,
No seáis imagen vana
De nuestra futura suerte:
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Junte así lazo amoroso
A Cumandá tierna y bella
Con el vate que por ella
Se siente al fin venturoso.
Pero no cantaba de seguida: se había sentado en las raíces del matapalo que se movían flexibles sobre el Palora, y columpiándose en ellas hasta mojarse a veces el blanco pie en las ondas, guardaba breve silencio después de cada cuarteta, y se inclinaba y tendía el cuello para mirar por entre las ramas y juncos de la orilla hasta la desembocadura del río, cubierta de tenue y vaporosa neblina. Aguardaba al extranjero vate cuyos versos conservaba grabados más hondamente en la memoria que en la corteza de las palmas; y el extranjero tardaba en llegar, y el pecho de ella comenzaba a temer, a inquietarse, a llenarse de angustia, pues la mañana se pasaba y era urgente hablar con él e imponerle de que al día siguiente ella y toda su familia debían ausentarse del Palora lo menos por medio mes.
Al cabo, allá, a la distancia, se mueve un punto negro entre la bruma y las ondas; puede ser el extranjero. El corazón de la virgen salvaje comienza a serenarse. Crece el punto, acércase más y más; es una ligerísima canoa manejada por un solo remero. Cumandá doblada sobre el río y asida de un bejuco para asegurarse y no dar en las aguas, permanece con la vista fija en el nauta que ya llega; el nauta es el joven extranjero que, al compás del remo, viene también cantando. La hija de Tongana cree escuchar las melodías de los buenos genios de las aguas que saludan al nuevo día, y se llena de vehemente alborozo. Cantaba el joven:
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Vuela, canoa mía, vuela, vuela,
Burlando las corrientes del Palora:
Tendida al viento de mi amor la vela
Al remo vencedor se añade ahora.
––––––––
Vuela, vuela, que allá junto a la palma
Del bosque la deidad me ha dado cita;
Allá me espera la mitad de mi alma,
La que en viva pasión mi ser agita...
Un grito de gozo infantil de Cumandá impidió continuar su canto al joven Carlos de Orozco, que reparó de súbito en ella, atracó la canoa y saltó a tierra.
-Amigo blanco -le dijo la india-, eres cruel; todavía no cesaba la voz del grillo ni se apagaba la luz de las luciérnagas, cuando dejé mi lecho por venir a verte, y tú has tardado mucho en asomar; ¿te vas olvidando del camino del arroyo de las palmas? ¡Oh, blanco, blanco! los de tu raza no tienen el corazón ardiente como los de la mía, y por eso no acuden presto a la llamada de sus amantes.
-Cumandá, me acusas de cruel, y lo eres tú en verdad, pues que así me reconvienes sin observar que no me ha sido fácil venir muy pronto; ¿no ves cómo se ha hinchado el río y se ha aumentado su corriente? Desde antes de la aurora he remado; las fuerzas se me iban acabando, y...
-Cierto -le interrumpió la india-; no había advertido yo que el río está hinchado.
-Ya ves, hermana, que yo tengo razón y que tú eres injusta.
-Cierto, cierto, hermano blanco; acabas de vencerme, e hice muy mal en soltar palabras amargas; perdóname y siéntate a mi lado, porque mi lengua tiene que decirte cosas importantes.
Carlos obedeció, y los dos, posados en la misma raíz, que balanceaba en compasados movimientos, parecían aves acuáticas que, habiendo pasado allí la noche arrullados por las voces de las ondas y del bosque, se disponían a lanzarse en su elemento en busca de tiernos pececillos.
-Joven blanco -prosiguió Cumandá-, mi corazón no conoce el miedo; pero ahora tembló como la hoja en su rama cuando sopla el viento, porque me pareció que oía tras de mí los pasos del mungía, que es parecido al diablo que hace mal a los cristianos; mas como yo también soy cristiana...
-Ya me lo has dicho otra vez; cierto, ¿eres cristiana, Cumandá?
-Lo soy; mi madre me ha dicho que cuando yo era muy chica me mojaron la cabeza en el agua milagrosa. Pero mi padre no quiere que seamos cristianos, y sólo la buena Pona me ha enseñado a ocultar algunas cosas, de las cuales me he prendado mucho más estos días, porque tú, como cristiano, gustas de ellas.
-¡Oh Cumandá, no sabes cuánto me place hallarte cristiana! Pero ¿qué me contabas del mungía?
-Que le hice unas cuantas cruces, invoqué a la Madre santa, y el malvado no me ha seguido. Ahora puede venirse; junto a ti no le temo.
-Amada mía -la contestó Carlos-, si penetras cuánto te amo, en verdad que debes fiarte de mí, pues la pasión es capaz de hacerme poderoso hasta contra el genio malo de las selvas. Tu presencia me transforma: eres un elemento de vida para mi corazón y de fortaleza para mi alma. Entre los de mi raza, abundante de belleza, no he hallado ninguna que se parezca a ti ni que como tú haya podido vencerme y dominarme.
-Amigo blanco -dijo la joven en tono de inocente orgullo-, vas comprendiéndome, y yo hace algún tiempo sé lo que eres y lo que vales.
-¡Oh, Cumandá! -replicole Orozco-, esa mezcla de ternura pueril y orgullo salvaje que veo en ti, me encanta; ella forma el fondo del amor casto y noble que has podido labrar en mi pecho. Posees un arte admirable, sin haberlo estudiado, el arte de cautivar el corazón más esquivo, sin necesidad de disimular lo que no sientes ni fabricar panales de engañosas lisonjas. ¡Arte pasmoso! Las mujeres de mi sangre generalmente pasan gran parte de su vida estudiándolo y no lo poseen nunca. El refinamiento de la civilización ha hecho en ellas imposibles algunas prendas que sólo conserva la naturaleza en las inocentes hijas del desierto.
-Hermano extranjero, hablas un lenguaje parecido al que deben hablar los buenos genios y capaz de hacerte querer hasta de las aves ariscas y de las bestias bravas. ¿Cómo te han dejado partir a estas soledades las mujeres de tu tierra? ¿Cómo no te han escondido entre sus brazos ni te han aprisionado con sus caricias? ¡Oh, joven amigo mío!, me gustas más que la miel de las flores al quinde y más que al pez el agua. Mira, siento por ti una cosa que no puedo explicar, y espero de ti otra cosa que tampoco me la explico, pero cuya sola idea me estremece de deleite.
-Esa cosa inexplicable, aunque se la siente, ¡oh amada mía! esa cosa es el amor, el amor verdadero que tú sientes por mí, y que de mí no tienes ya que esperar, porque lo posees todo, todo sin reserva.
-¡Ah, sí! eso es, eso es sin duda; ¡oh, yo te amo...!, porque te amo te he prometido con palabras del corazón que nunca miente, que consentiré en que me pongas los brazaletes de la piel de la culebra verde, y me ciñas el cinto de esposa. ¡Oh, blanco! tú serás mi marido, o yo no viviré; ¿para qué quiero vivir sin ti? Quita la corteza a un árbol, y ya verás cuál se seca y perece: tú eres para mí esa corteza protectora: sin ti, ¿podré no secarme?
-Tú sí, exclama Carlos enajenado de amor y de entusiasmo, abrazándola y estampándole un beso en la frente; tú sí que hablas el lenguaje de los ángeles. ¡Oh Cumandá! ¡oh amor de mi alma! ¿cuándo consentirás que te pongan mis manos los brazaletes de la culebra verde y el cinto de esposa?
La joven se puso seria, y esquivándose del abrazo de su amante, le dijo con aspereza:
-¿Qué haces, blanco? Hoy no me toques.
-¿Te ofendo con la manifestación de mi amor, de un amor que inflamas tú misma y le haces irresistible? -preguntó Carlos sorprendido.
-¿No sabes, replicó ella en tono menos áspero, que soy actualmente una de las vírgenes de la fiesta?
-Ni lo sé ni te comprendo, hermana; ¿de qué fiesta me hablas?