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Título

El Autor

Igualdad

Mirando atrás desde 2000 a 1887

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El Autor

Edward Bellamy (Chicopee Falls, Massachusetts, 26 de marzo de 1850 - ibid., 22 de mayo de 1898) fue un escritor estadounidense.

Se dio a conocer con su novela Mirando hacia atrás 2000 (1887-1888) en la que da una descripción utópica de un estado socialista. Persistió en la misma línea en el Duque de Stockbridge (1901).

Hijo de Rufus King Bellamy (1816-1886), un pastor bautista de la pequeña iglesia de Chicoppe Falls, y María Louisa (Putnam) Bellamy, calvinista, hija de Benjamín Putnam, quien también fue pastor bautista en Salem, Massachusetts, pero tuvo que dejar el ministerio, habiendo sufrido el rechazo de su iglesia después de unirse a la masonería.

Edward Bellamy tenía dos hermanos mayores: Charles y Frederick. Estudió en el Union College, pero no se graduó. Durante su época universitaria fue miembro de la Fraternidad Delta Kappa Epsilon. Estudió derecho, pero abandonó esa actividad para dedicarse al periodismo en Nueva York y Springfield, Massachusetts, dejando el periodismo para dedicarse más tarde a la literatura que lo hizo reconocido por sus cuentos y novelas.

Se casó con Emma Augusta Sanderson de Springfield, Massachusetts, quien había sido adoptada por su familia a la edad de 13 años el 31 de mayo de 1882. Emma, quien estudió música cuando era adolescente, fue directora de coro de la Iglesia Bautista en Chicoppee Falls, Massachusetts, donde Rufus King Bellamy era el pastor, cantante y profesor de piano. Tuvieron dos hijos, Paul (1884) y Marion (1886).

Eduardo era primo de Francis Bellamy, también un prominente pastor bautista, quien dejó el ministerio y se convirtió en un anunciante, y creó los famosos versos del juramento a la bandera de los Estados Unidos. Los dos tenían una relación muy estrecha, y después de la prematura muerte de Edward Bellamy, Francis se ocupó personalmente de su familia, proporcionando a su hijo Paul Bellamy los estudios de periodismo en Harvard que lo convirtieron en uno de los más grandes editores que Estados Unidos haya conocido.

El trabajo de Edward Bellamy incluye: El Proceso del Dr. Heidenhoff (1880), La Hermana de la Srta. Ludington (1884), Igualdad (1897), y El Duque de Stockbridge (1900). Sus sentimientos sobre las injusticias del sistema económico de su época y su preocupación por el futuro de su familia, y en qué mundo vivirían sus hijos, le inspiraron a escribir Mirando hacia atrás: 2000 - 1887 y la secuencia Igualdad (no traducida al portugués e inédita en Brasil).

Según Erich Fromm, Mirando hacia atrás es "uno de los libros más notables publicados en América". Fue el mayor bestseller de su época después de la Cabaña del Padre Tomás. En el libro, publicado en portugués con el título Da daqui 100 anos: revisando o futuro, un hombre de la clase alta de 1887, se despierta en el año 2000 después de un trance hipnótico y se encuentra en una utopía socialista. Este libro, traducido a veinte idiomas y leído por intelectuales de varios países, ha influido y aparecido en las listas bibliográficas de muchos de los escritos marxistas actuales. Los Clubes Bellamy se han extendido por toda América del Norte para discutir y difundir las ideas del libro. Este movimiento político llegó a ser conocido como Nacionalismo. Su novela inspiró a varias comunidades utópicas.

Poco antes de su muerte a la edad de 48 años (1898) por tuberculosis, Bellamy publicó la continuación de la historia futurista de Julian West, su protagonista en Mirando hacia atrás, el libro Igualdad, que no tuvo el mismo éxito que el anterior.

En la década de 1930, durante la Gran Depresión, la viuda Emma Sanderson Bellamy y la hija de Edward Bellamy, Marion Earnshaw Bellamy, dirigieron, junto con el filósofo y educador John Dewey y otros intelectuales, un movimiento para revivir los Clubes Bellamynos en Estados Unidos y en varios países europeos como Alemania y Dinamarca.

En la casa donde Bellamy nació, vivió y murió en Chicopee Falls, Massachusetts, hoy en día opera la Asociación Conmemorativa de Bellamy.

Igualdad

Prefacio

Mirando Atrás era un libro pequeño y no fui capaz de entrar en todo lo que deseaba decir sobre el asunto. Desde que fue publicado, lo que se quedó fuera de él ha demostrado ser tanto más importante que lo que contenía, que me he visto obligado a escribir otro libro. He tomado la fecha de Mirando Atrás, el año 2000, como la de Igualdad, y he utilizado el marco de referencia del anterior relato como punto de partida para este que ahora ofrezco. Para que aquellos que no hayan leído Mirando Atrás no estén en desventaja, se adjunta una reseña de los aspectos esenciales:

En el año 1887, Julian West era un joven rico que vivía en Boston. Se iba a casar pronto con una joven de familia adinerada llamada Edith Bartlett, y mientras tanto vivía solo con su sirviente Sawyer en la mansión familiar. Como padecía de insomnio, había hecho construir una cámara de piedra bajo los cimientos de la casa, que usaba como dormitorio. Cuando incluso el silencio y el aislamiento de su retiro no conseguían hacerle conciliar el sueño, a veces llamaba a un hipnotizador profesional que le inducía el sueño mediante hipnosis, del que Sawyer sabía cómo despertarle en un momento determinado. Este hábito, así como la existencia de la cámara subterránea, eran secretos conocidos únicamente por Sawyer y el hipnotizador que le prestaba sus servicios. En la noche del 30 de mayo de 1887, West mandó llamar a este último, quien le indujo el sueño como de costumbre. El hipnotizador había informado previamente a su cliente de que tenía intención de irse de la ciudad para siempre esa misma noche, y le dio referencias de otros profesionales. Esa noche, la casa de Julian West se incendió y quedó completamente destruída. Se encontraron unos restos que fueron identificados como los de Sawyer y, aunque no apareció vestigio de West, se asumió que ciertamente había perecido también.

Ciento trece años después, en septiembre de 2000, el Dr. Leete, un médico de Boston, jubilado, estaba llevando a cabo unas excavaciones en su jardín, para hacer los cimientos de un laboratorio privado, cuando los obreros se toparon con una masa de mampostería cubierta con cenizas y carbón vegetal. Al abrirla, una cripta, lujosamente acondicionada al estilo de un dormitorio del siglo diecinueve, fue hallada, y sobre la cama un cuerpo de un joven que parecía como si acabase de acostarse para dormir. Aunque árboles magníficos habían crecido por encima de la cripta, la inaudita conservación del cuerpo del joven tentó al Dr. Leete para tratar de devolverlo a la vida, y para su asombro, sus esfuerzos tuvieron éxito. El durmiente volvió a la vida, y, tras un breve tiempo, al completo vigor de la juventud que su apariencia había indicado. Su conmoción al saber lo que le había ocurrido fue tan grande como para haber puesto en peligro su cordura, de no haber sido por las habilidades médicas del Dr. Leete, y los no menos comprensivos servicios de los otros miembros de la familia, la esposa del doctor y Edith, su hermosa hija. Enseguida, sin embargo, el joven olvidó maravillarse de lo que le había sucedido ante su asombro al conocer las transformaciones sociales por las que había pasado el mundo mientras él yació dormido. Paso a paso, casi como a un niño, sus anfitriones le explicaron a él, que no había conocido otro modo de vivir excepto el de la lucha por la existencia, lo que eran los sencillos principios de la cooperación nacional para la promoción del bienestar general sobre los cuales se asentaba la nueva civilización. Se enteró de que ya no había nadie que fuese o pudiese ser más rico o más pobre que los demás, sino que todos eran económicamente iguales. Se enteró de que ya nadie trabajaba para otro, ni por coacción ni por contrato, sino que todos por igual estaban al servicio de la nación trabajando para el fondo común, que todos compartían por igual, y que incluso la atención personal necesaria, como la de un médico, era dada en lo que se refiere al estado como la de un cirujano militar. Todas estas maravillas, le explicaron, habían ocurrido con toda sencillez como resultado de reemplazar el capitalismo privado por el capitalismo público, y organizar la maquinaria de producción y distribución, como el gobierno político, como cuestiones de interés general que han de ser realizadas para el beneficio público en vez de para el lucro personal.

Pero, aunque hacía poco tiempo que el primer asombro del joven forastero ante las instituciones del nuevo mundo se había transformado en admiración entusiasta y estaba listo para admitir que la humanidad había aprendido por primera vez a vivir, pronto comenzó a quejarse por el destino que le había presentado ante el nuevo mundo únicamente para dejarle oprimido por un sentido de soledad sin esperanza, que todas las amabilidades de sus nuevos amigos no podían aliviar, sintiendo que, como debía ser, estaban dictadas únicamente por la compasión. Entonces fue cuando se enteró de que su experiencia había sido aún más maravillosa de lo que había supuesto. Edith Leete no era otra que la biznieta de Edith Bartlett, su prometida, quien, tras largo luto por su amor perdido, se había permitido al fin ser consolada. La narración de la trágica pérdida que había ensombrecido su juventud era una tradición familiar, y entre las reliquias familiares estaban las cartas de Julian West, junto con una fotografía que representaba un joven tan apuesto que Edith estaba ilógicamente inclinada a criticar a su bisabuela por haberse casado con otro. En cuanto al retrato del joven, ella lo conservaba sobre su tocador. Naturalmente, de esto resultó que la identidad del inquilino de la cámara subterránea había sido completamente conocida para sus rescatadores desde el momento del descubrimiento; pero Edith, por razones propias, había insistido en que él no debería saber quién era ella hasta que ella considerase adecuado decirselo. Cuando, en el momento oportuno, ella vio que era adecuado hacer tal cosa, no hubo más cuestión de soledad para el joven, ya que ¿cómo podría el destino haber indicado de un modo más inconfundible que dos personas estuviesen hechas la una para la otra?

Estando ahora su copa de felicidad a rebosar, tuvo una experiencia en la cual pareció que se la arrebataban de los labios. Mientras dormía en su cama en casa del Dr. Leete, se vio agobiado por una horrenda pesadilla. Le pareció que abría sus ojos para encontrarse en su cama de la cámara subterránea donde el hipnotizador le había dejado dormido. Sawyer estaba completando los pases usados para despertarle de la influencia hipnótica. Mandó que le trajesen el periódico de la mañana, y leyó la fecha 31 de mayo de 1887. Entonces supo que todo este asunto maravilloso del año 2000, su mundo de hermanos, feliz, libre de preocupaciones, y la chica tan hermosa que había conocido allí no eran sino fragmentos de un sueño. Con su mente en un torbellino, se fue por la ciudad. La frenética locura del sistema competitivo industrial, los contrastes inhumanos del lujo y el infortunio - orgullo y abyección - la sordidez sin límites, miseria y locura del entero esquema de las cosas, que sus ojos encontraban en cada esquina, ultrajaba su razón y enfermaba su corazón. Se sentía como un hombre sano encerrado en un manicomio por accidente. Tras vagar todo el día de este modo, se encontró a la caída de la tarde en compañía de sus antiguos camaradas, quienes se congregaban a su alrededor debido a su angustiada apariencia. Les contó su sueño y lo que éste le había enseñado acerca de las posibilidades de un sistema social más justo, noble y sabio. Razonó con ellos, mostrándoles lo fácil que sería, dejando a un lado la locura suicida de la competición, por medio de la cooperación fraternal, hacer el mundo actual tan bendito como el que él había soñado. Al principio se burlaron de él, pero, viendo que iba en serio, se enfadaron, y le acusaron de ser un tipo infame, un anarquista, un enemigo de la sociedad y lo echaron. Entonces fue cuando, en un llanto de agonía, despertó, esta vez despertando de verdad, no falsamente, y se encontró en su cama en la casa del Dr. Leete, con el sol matutino del siglo veinte brillando en sus ojos. Mirando por la ventana de su habitación, vio a Edith en el jardín, recolectando flores para la mesa del desayuno, y se apresuró a descender hasta donde ella se encontraba y relatarle su experiencia. En este punto, le dejaremos que continúe la narrativa por sí mismo.

Capítulo I.

Una aguda investigadora de análisis cruzado

Con muchas expresiones de compasión e interés, Edith escuchó el relato de mi sueño. Cuando, por último, puse punto final, ella se quedó meditando.

"¿En qué piensas?" dije.

"Estaba pensando," respondió, "cómo habría sido si tu sueño hubiese sido verdad."

"¡Verdad!" exclamé. "¿Cómo podría haber sido verdad?"

"Quiero decir", aseveró, "si todo hubiese sido un sueño, como supusiste que lo fue en tu pesadilla, y nunca hubieses visto realmente nuestra República de la Regla de Oro ni a mi, sino que solamente hubieses dormido una noche y soñado todo acerca de nosotros. Y supón que hubieses procedido tal y como lo hiciste en tu sueño, y hubieses ido arriba y abajo diciendole a la gente la terrible locura y maldad de su modo de vida y cómo había un modo más noble y feliz. Piensa cuánto bien podrías haber hecho, cuánto podrías haber ayudado a la gente en aquellos días en los que tanta ayuda necesitaban. Me parece que debes casi lamentar el haber regresado aquí."

"Tienes el aspecto de casi lamentarlo tú misma," dije, porque su expresión de tristeza parecía susceptible de esa interpretación.

"Oh, no," respondió, sonriendo. "Era sólo por ti. En cuanto a mi, tengo muy buenas razones para estar contenta de que hayas regresado."

"Lo mismo debería decir yo, de hecho. ¿Te has parado a pensar que si hubiese soñado todo ello, tú no habrías existido salvo como una ficción en la mente de un hombre que dormía hace cien años?"

"No había pensado en esa parte," dijo sonriendo y aún medio seria; "aún así, si yo pudiese haber sido más útil a la humanidad como una ficción que como una realidad, no me debería haber importado el—el inconveniente."

Pero le contesté que mucho me temía que ninguna oportunidad de ayudar a la humanidad en general me habría reconciliado con la vida en ningún lugar o bajo ninguna condición después de dejarla atrás en un sueño—una confesión de vergonzoso egoísmo que ella hizo el favor de pasar por alto sin especial reproche, en consideración, sin duda, a mi desafortunada educación.

"Además," volví a la carga, con la intención de defenderme un poco más, "no habría hecho ningún bien. Te acabo de decir cómo, en mi pesadilla de anoche, cuando trataba de contar a mis contemporáneos e incluso a mis mejores amigos el más noble modo en que las personas podían vivir unidas, me ridiculizaron como a un tonto y a un loco. Esto es exactamente lo que habrían hecho en realidad si el sueño hubiese sido cierto y me hubiese puesto a predicar como en el caso que supones."

"Quizá unos pocos podrían haber actuado al principio como lo hicieron en tu sueño," replicó. "Quizá no les habría gustado en un principio la idea de la igualdad económica, temiendo que ello podría suponer bajar su nivel, y no entendiendo que pronto supondría elevar el nivel de todos juntos a un plano de vida y felicidad, de bienestar material y dignidad moral, inmensamente más alto que el más afortunado que hubiesen disfrutado jamás. Pero incluso si los ricos en un principio te hubiesen confundido con un enemigo de su clase, los pobres, las grandes masas de los pobres, la nación auténtica, ellos seguramente habrían escuchado desde el primer momento, por sus vidas, porque para ellos tu relato habría significado buenas noticias motivo de enorme alegría."

"No me sorprende que pienses así," respondí, "pero, aunque todavía estoy aprendiendo el A B C de este nuevo mundo, conocía a mis contemporáneos y sé que no habría sido como imaginas. Los pobres no habrían escuchado mejor que los ricos, porque, aunque en mis tiempos los pobres y los ricos eran dispares en todo lo demás, estaban de acuerdo en creer que debía haber ricos y pobres, y que una situación de igualdad material era imposible. Se solía decir y a menudo parecía verdad, que el reformador social que tratase de mejorar la condición de la gente encontraría un obstáculo más desalentador en la falta de esperanza de las masas a las que quería enardecer, que en la activa resistencia de los pocos, cuya superioridad estaba amenazada. Y de hecho, Edith, para ser justos con mi propia clase, estoy obligado a decir que el mejor de los ricos a menudo tenía tanto esta misma falta de esperanza como el deliberado egoísmo que les hizo lo que solíamos llamar conservadores. Ya lo ves, no habría hecho ningún bien incluso si hubiese ido a predicar como imaginas. Los pobres habrían considerado mi charla sobre la posibilidad de una igualdad de riqueza como un cuento de hadas, cuya escucha no se merece el tiempo de un trabajador. De los ricos, el de la peor clase se habría burlado y el de la mejor clase habría suspirado, pero ninguno habría prestado oído seriamente."

Pero Edith sonrió con serenidad.

"Puede parecer un gran atrevimiento que yo trate de corregir las impresiones que tienes de tus propios contemporáneos y de lo que se podría esperar que pensasen o hiciesen, pero ya ves que las peculiares circunstancias me dan una ventaja bastante injusta. Tu conocimiento de tus tiempos termina cerca de 1887, cuando dejaste de ser consciente del curso de los acontecimientos. Yo, por otra parte, habiendo ido a la escuela en el siglo veinte, y habiendo sido obligada, muy en contra de mi voluntad, a estudiar la historia del siglo diecinueve, conozco naturalmente lo que ocurrió después de la fecha en que cesó tu conocimiento. Sé, aunque pueda parecerte imposible, que caíste en tu largo sueño muy poco antes de que el pueblo americano comenzase a estar profunda y ampliamente apasionado por aspiraciones a un orden igual al que disfrutamos, y que muy pronto se alzó el movimiento político que, tras varias mutaciones, resultó a principios del siglo veinte en el derrocamiento del antiguo sistema y el establecimiento del actual.

Esto fue de hecho una información interesante para mi, pero cuando empecé a preguntar más a Edith, ella suspiró y sacudió la cabeza.

"Habiendo intentado mostrar mi superior conocimiento, debo ahora confesar mi ignorancia. Todo lo que sé es el escueto hecho de que el movimiento revolucionario comenzó, como decía, muy poco después de que te durmieses. Mi padre debe contarte el resto. Yo podría perfectamente admitir y estoy a punto de hacerlo, porque lo averiguarás muy pronto, que no sé casi nada ni de la Revolución ni de los asuntos del siglo diecinueve en general. No tienes ni idea de lo afanosamente que he intentado ponerme al corriente sobre el tema para ser capaz de hablar inteligentemente contigo, pero me temo que no ha servido de nada. No pude entenderlo en la escuela y parece que no puedo entenderlo mucho mejor ahora. Más que nunca, esta mañana estoy segura de que nunca lo entenderé. Desde que me has estado contando cómo te parecía que era el viejo mundo en ese sueño, tu charla me ha traído aquellos días tan terriblemente cerca que casi puedo verlos, y aun así no puedo decir que parezcan ni una pizca más inteligibles que antes."

"Las cosas eran bastante malas y bastante negras ciertamente," dije; "pero no veo qué tenían de particularmente ininteligibles. ¿Cuál es la dificultad?"

"La principal dificultad viene de la completa falta de acuerdo entre las pretensiones de tus contemporáneos acerca de la manera en que su sociedad estaba organizada y los hechos reales como se cuentan en la historia."

"¿Por ejemplo?" interrogué.

"No supongo que sea de mucha utilidad tratar de explicar mi problema," dijo. "Pensarás únicamente que soy tonta por mis inquietudes, pero trataré de hacerte ver lo que quiero decir. Deberías ser capaz de clarificar el asunto, si hay alguien que puede hacerlo. Acabas de hablarme de las chocantes condiciones de desigualdad entre la gente, los contrastes de despilfarro y necesidad, de orgullo y poder de los ricos, de abyección y servidumbre de los pobres, y todo el resto del espantoso relato."

"Sí."

"Parece que esos contrastes eran casi tan grandes como en cualquier otro período previo de la historia."

"Es dudoso" repliqué, "si hubo alguna vez una mayor disparidad entre las condiciones de las diferentes clases que la que encontrarías en una media hora andando por Boston, Nueva York, Chicago, o cualquier otra gran ciudad de América en el último cuarto del siglo diecinueve."

"Y aun así," dijo Edith, "en todos los libros aparece que al mismo tiempo el mayor orgullo de los americanos era que se diferenciaban de todas las otras y anteriores naciones en que ellos eran libres e iguales. Uno se encuentra constantemente con esta frase en la literatura de aquellos días. Ahora bien, has dejado claro que ellos no eran ni libres ni iguales en el sentido habitual de la palabra, sino que estaban divididos como la humanidad había estado dividida anteriormente, en ricos y pobres, amos y sirvientes. ¿Podrías decirme entonces, por favor, qué querían decir cuando se llamaban a sí mismos libres e iguales?"

"Quería decirse, supongo, que eran todos iguales ante la ley."

"Eso significa en los juzgados. ¿Y eran los ricos y los pobres iguales en los juzgados? ¿Recibían el mismo tratamiento?"

"Estoy obligado a decir", repliqué, "que en ninguna otra parte eran más desiguales. La ley se aplicaba igual para todos en sus términos, pero no de hecho. Había más diferencia en la posición de los hombres ricos y de los pobres ante la ley que en cualquier otro aspecto. Los ricos estaban prácticamente por encima de la ley, los pobres bajo sus ruedas."

"En qué aspecto, entonces, eran iguales los ricos y los pobres?"

"Se decía que eran iguales en oportunidades."

"¿Oportunidades para qué?"

"Para mejorar, para hacerse ricos, para ponerse por delante de otros en la lucha por la riqueza."

"Me parece a mi que sólo significaba, si fuese verdad, no que todos eran iguales, sino que todos tenían la misma oportunidad de hacerse desiguales. ¿Pero era verdad que todos tenían iguales oportunidades para hacerse ricos y mejorar?"

"Puede haber sido así hasta cierto punto, en los tiempos en que el país era nuevo," repliqué, "pero ya no era así en mis días. El capital había monopolizado prácticamente todas las oportunidades económicas en aquél tiempo; no había entrada en las empresas de negocios para aquellos que no tuvieran un gran capital, excepto por alguna extraordinaria fortuna."

"Pero seguramente," dijo Edith, "¿debe de haber habido, para darle al menos una apariencia a todo este alardeo sobre la igualdad, algún aspecto en el que las personas fuesen iguales de verdad?"

"Sí, lo había. Eran políticamente iguales. Tenían todos un voto equivalente, y la mayoría era el supremo legislador."

"Eso dicen los libros, pero esto hace que las cosas sean más absolutamente incomprensibles de hecho."

"¿Por qué?"

"Vaya, porque si estas personas tenían todas una voz igual en el gobierno—esas masas de pobres que trabajaban duro, que pasaban hambre, que pasaban frío, que estaban en la miseria—¿por qué no pusieron término enseguida a todas esas desigualdades que padecían?"

"Con toda probabilidad," añadió, ya que no repliqué inmediatamente, "al decir esto sólo estoy demostrando lo tonta que soy. Sin duda estoy pasando por alto algún hecho importante, pero ¿no decías que toda la gente, al menos todos los hombres, tenían una voz en el gobierno?"

"Ciertamente; en la última parte del siglo diecinueve el sufragio de los hombres se había hecho prácticamente universal en América."

"Es decir, la gente hacía las leyes a través de los agentes que elegían. ¿Es lo que quieres decir?"

"Ciertamente."

"Pero recuerdo que teníais Constituciones de la nación y de los Estados. Quizá ellas evitaban que la gente hiciese todo lo que deseaba."

"No; las Constituciones eran sólo un tipo de ley más fundamental. La mayoría las hacía y alteraba a voluntad. La gente era el único y supremo poder final, y su voluntad era absoluta."

"Si, entonces, a la mayoría no le gustase un acuerdo existente, o pensase que ello era para su conveniencia, ¿podían cambiarlo tan radicalmente como quisiesen?"

"Ciertamente; la mayoría popular podía hacer cualquier cosa si era lo suficientemente amplia y con la suficiente determinación."

"¿Y la mayoría, entiendo, eran los pobres, no los ricos—los únicos a los que les tocaba la parte mala de las desigualdades que prevalecían?.

"Así era, tajantemente; los ricos no eran sino un puñado, en comparación."

"Entonces no había nada de nada que evitase que la gente en cualquier momento, si simplemente lo quisiese, pusiese fin a sus sufrimientos y organizase un sistema como el nuestro que habría garantizado su igualdad y prosperidad?"

"Nada de nada."

"Entonces una vez más te pido que seas tan amable de decirme ¿por qué, en nombre del sentido común, no lo hicieron inmediatamente y fueron felices en vez de dar un espectáculo tan lamentable de sí mismos que incluso cien años después nos hace llorar?"

"Porque," repliqué, "les habían enseñado y creían que la regulación de la industria y el comercio y la producción y distribución de la riqueza era algo completamente fuera de la propia incumbencia del gobierno."

"Pero, Dios mío, Julian, la vida misma y todo lo que mientras tanto hace que la vida merezca la pena ser vivida, desde la satisfacción de las necesidades físicas más primarias hasta la gratificación de los gustos más refinados, todo lo que pertenece al desarrollo de la mente así como del cuerpo, depende en primer lugar, en último, y siempre, de la manera en la cual es regulada la producción y distribución de la riqueza. Seguramente que esto debe haber sido tan cierto en tus tiempos como en los nuestros."

"Por supuesto."

"Y aun así me dices, Julian, que la gente, después de haber abolido el dominio de los reyes y tomado el supremo poder de regular sus asuntos con sus propias manos, consintieron deliberadamente excluir de su jurisdicción el control de la clase más importante y de hecho la única clase importante de sus intereses."

"¿No dice eso la historia?"

"Así lo dice, y por eso precisamente nunca he podido entenderla. La cosa parecía tan incompresible que pensé que debía haber alguna manera de explicarlo. Pero dime, Julian, viendo la gente que no pensaban que ellos pudiesen confiarse a sí mismos la regulación de su propia industria y la distribución del producto, ¿a quién le dejaron la responsabilidad?"

"A los capitalistas."

"¿Y la gente elegía a los capitalistas?"

"Nadie los elegía."

"¿Por quién eran nombrados entonces?"

"Nadie los nombraba."

"¡Qué sistema tan singular! Bueno, si nadie los elegía ni los nombraba, aun así seguramente debieron haber rendido cuentas ante alguien por la manera en que ejercían su poder del cual dependía el bienestar y la mismísima existencia de todos."

"Al contrario, no rendían cuentas a nadie ni a nada, excepto a sus propias conciencias."

"¡Sus conciencias! ¡Ah, ya veo! Quieres decir que eran tan benevolentes, tan desinteresados, tan entregados al bien público, que la gente toleraba su usurpación debido a su gratitud. Hoy en día la gente no habría resistido el gobierno irresponsable ni siquiera de semidioses, pero probablemente era diferente en tus tiempos."

"Yo mismo, como ex-capitalista, debería estar encantado de confirmar tu conjetura, pero nada podría realmente estar más lejos de los hechos. En cuanto a cualquier interés benevolente en el manejo de la industria y el comercio, los capitalistas expresamente lo repudiaban. Su único objetivo era asegurar la mayor ganancia posible para sí mismos sin ninguna consideración de ningún tipo hacia el bienestar público."

"¡Dios mío! ¡Dios mío! O sea, sugieres que esos capitalistas han sido incluso peores que los reyes, porque los reyes al menos profesaban el gobierno para el bienestar de su pueblo, como los padres hacen por los hijos, y los buenos reyes así trataron de hacerlo. Pero los capitalistas, dices, ¿ni siquiera pretendieron sentir ninguna responsabilidad por el bienestar de sus subordinados?"

"Ninguna, de ningún tipo."

"Y, si entiendo bien, " prosiguió Edith, "este gobierno de los capitalistas carecía no sólo de sanción moral de ninguna clase o alegación de intenciones benevolentes, sino que era prácticamente un fracaso económico—esto es, no aseguró la prosperidad de la gente."

"Lo que vi en mi sueño anoche," repliqué, "y he intentado decirte esta mañana, no da sino una muy ligera idea de la miseria del mundo bajo el dominio capitalista."

Edith meditó en silencio por unos momentos. Finalmente dijo: "Tus contemporáneos no eran locos ni tontos; seguramente hay algo que no me has dicho; debe de haber alguna explicación o al menos un tinte de excusa por la cual la gente no sólo abdicase del poder de controlar sus intereses más vitales e importantes, sino que se los entregase a una clase que ni siquiera fingía interés alguno en su bienestar, y cuyo gobierno fracasó por completo en garantizarlo."

"Oh, sí," dije, "había una explicación, y una que suena muy bien. Fue en nombre de la libertad individual, libertad industrial, e iniciativa individual, como el gobierno económico del país fue sometido a los capitalistas."

"¿Quieres decir que una forma de gobierno que parece haber sido la más irresponsable y despótica posible era defendida en nombre de la libertad?"

"Ciertamente; la libertad de iniciativa económica por el individuo."

"¿Pero no acabas de decirme que la iniciativa económica y la oportunidad de negocio estaba prácticamente monopolizada en tus tiempos por los propios capitalistas?"

"Ciertamente. Se admitía que en los negocios no había sitio para nadie excepto para los capitalistas, y rápidamente llegó a suceder que únicamente los más grandes de entre los propios capitalistas tenían poder de iniciativa."

"Y aun así dices que la razón dada para abondonar la industria al gobierno capitalista era la promoción de la libertad industrial e iniciativa individual entre la gente en general."

"Ciertamente. A la gente se le enseñaba que disfrutaría individualmente de mayor albedrío y libertad de acción en asuntos industriales bajo el dominio de los capitalitas que si la gente colectivamente dirigiese el sistema industrial para su propio beneficio; que los capitalistas, además, mirarían por el bienestar de la gente, más sabiamente y con más cariño que la propia gente podría hacerlo, así que la gente podría obtener más abundancia de la porción de lo producido que los capitalistas pudiesen estar dispuestos a darle, que lo que la misma gente posiblemente podría obtener si fuese su propio empleador y se repartiese el producto completo."

"Pero eso era pura mofa; era añadir el insulto a la injuria."

"Suena así, ¿verdad? Pero te aseguro que en mi época era considerado el género más sano de economía política. Aquellos que lo cuestionaban eran tachados de visionarios peligrosos."

"Pero supongo que el gobierno de la gente, el gobierno al que votaban, debió de haber hecho algo. Debió haber habido algunas cuestiones que los capitalistas dejasen para que el gobierno las atendiese."

"Oh, sí, de hecho. Tenía en sus manos mantener la paz entre la gente. Esa era la principal parte de los asuntos de los gobiernos políticos en mi época."

"¿Por qué la paz requería tan gran cantidad de cuidado? ¿Por qué no se mantenía sola, como lo hace ahora?"

"A cuenta de la desigualdad de las condiciones que prevalecía. La lucha por la riqueza y la desesperación de la necesidad, mantenían en un resplandor inextinguible un infierno de avaricia y envidia, miedo, lujuria, odio, venganza, y toda loca pasión del averno. Para mantener este frenesí general en algún comedimiento, para que el sistema social entero no se resolviese en una masacre general, se requería un ejército de soldados, policía, jueces y alcaides, y administrar leyes sin cesar para dirimir las disputas. Añade a estos elementos de discordia una horda de marginados degradados y desesperados, convertidos en enemigos de la sociedad por su sufrimiento y que era necesario mantener vigilados, y admitirás fácilmente que había tarea de sobra para el gobierno elegido por la gente."

"Por lo que veo," dijo Edith, "la ocupación principal del gobierno elegido por la gente era la lucha contra el caos social que resultaba del fracaso de la gente para tomar el control del sistema económico y regularlo en base a la justicia."

"Así es exactamente. No podías establecer todo el caso de un modo más adecuado si escribieses un libro."

"Más allá de proteger el sistema capitalista de sus propios efectos, ¿no hacía el gobierno político absolutamente nada?"

"Oh, sí, nombraba administradores de correos y empleados de aduanas, mantenía un ejército y una armada, y provocaba disputas con países extranjeros."

"Debería decir que el derecho de un ciudadano a tener voz en un gobierno limitado al rango de funciones que has mencionado apenas le habría parecido de mucho valor."

"Creo que el precio medio de los votos en comicios inminentes en la América de mis tiempos era de unos dos dólares."

"¡Dios mío, tanto!" dijo Edith. "No sé exactamente cuál era el valor de la moneda en tu época, pero diría que el precio era bastante desorbitado."

"Creo que tienes razón," respondí. "Yo solía acceder a hablar del valor inapreciable del derecho al sufragio, y a la denuncia de aquellos a quienes cualquier tensión derivada de la pobreza podía inducir a vender su voto por dinero, pero desde el punto de vista al que me has traído esta mañana estoy inclinado a pensar que los que vendían su voto tenían una más clara idea de la impostura del denominado gobierno popular, en tanto que limitado a la clase de funciones que te he descrito, que la que tenía cualquiera del resto de nosotros, y que si ellos estaban equivocados era, como sugieres, por pedir un precio demasiado alto."

"Pero ¿quién pagaba por los votos?"

"Eres una implacable investigadora de análisis cruzado," dije. "Las clases que tenían un interés en controlar el gobierno—esto es, los capitalistas y los aspirantes a cargos públicos—hacían la compra. Los capitalistas adelantaban el dinero necesario para procurarse la elección de los aspirantes a cargos públicos con el compromiso de que cuando fuesen elegidos estos últimos deberían hacer lo que los capitalistas quisiesen. Pero no debería darte yo la impresión de que el grueso de los votos era comprado completamente. Eso habría sido una confesión demasiado manifiesta del engaño del gobierno popular y también demasiado caro. El dinero con el cual los capitalistas contribuían para procurarse la elección de los aspirantes a cargos públicos era gastado principalmente para influenciar a la gente por medios indirectos. Para este propósito se recaudaban sumas inmensas bajo el nombre de fondos de campaña y se utilizaban en innumerables estratagemas, tales como fuegos artificiales, oratoria, desfiles, bandas de músicos, barbacoas, y toda clase de ardides, cuyo objeto era galvanizar a la gente hasta un grado suficiente de interés en las elecciones como para ir a votar. Nadie que de hecho no haya sido testigo de unas elecciones del siglo diecinueve en América podría ni siquiera empezar a imaginar lo grotesco del espectáculo."

"Entonces, parece" dijo Edith, "que los capitalistas no sólo mantenían el gobierno económico como su especial incumbencia, sino que también prácticamente manejaban la maquinaria del gobierno político."

"Oh, sí, los capitalistas no podrían haber seguido adelante en absoluto sin el control del gobierno político. El Congreso, los poderes legislativos, y los ayuntamientos eran totalmente necesarios como instrumentos para completar sus esquemas. Además, para protegerse a sí mismos y a sus propiedades contra revueltas populares, era enormemente necesario que la policía, los tribunales y los soldados fuesen leales a sus intereses, y el Presidente, los Gobernadores y los alcaldes, estuviesen a su entera disposición."

"Pero yo pensaba que el Presidente, los Gobernadores, y los poderes legislativos representaban a la gente que votaba por ellos."

"¡Dios bendiga tu corazón! No, ¿por qué tendrían que hacerlo? Era a los capitalistas, y no a la gente, a quien ellos debían la oportunidad de tener un cargo público. La gente que votaba tenía pocas opciones para escoger a quién votar. La cuestión estaba determinada por las organizaciones de los partidos políticos, que eran mendigos de los capitalistas para obtener soporte monetario. A nadie que se opusiese a los intereses capitalistas se le daba la oportunidad, como candidato, de apelar a la gente. Para alguien que tuviese un cargo público, dar soporte a los intereses de la gente en contra de los intereses de los capitalistas habría sido un modo infalible de sacrificar su carrera. Debes recordar, si has entendido cuán absolutamente los capitalistas controlaban el Gobierno, que un Presidente, Gobernador, o alcalde, o miembro del concejo municipal, nacional o estatal, era sólo un servidor temporal de la gente o era dependiente de su favor. Su posición pública la mantenía sólo de elección en elección, y rara vez por mucho tiempo. Su permanente, vitalicio, y dominante interés, como el de todos nosotros, era su sustento, y eso dependía, no del aplauso de la gente, sino del favor y patrocinio del capital, y no podía permitirse ponerlo en peligro persiguiendo burbujas de popularidad. Estas circunstancias, incluso si no hubiese habido casos de soborno directo, explicarían suficientemente por qué nuestros políticos y cargos públicos, salvo pocas excepciones, eran vasallos e instrumentos de los capitalistas. Los abogados, quienes, a cuenta de las complejidades de nuestro sistema, eran casi la única clase competente para los asuntos públicos, eran especial y directamente dependientes del patrocinio de los grandes intereses capitalistas para su sustento."

"Pero ¿por qué no elegía la gente cargos y representantes de su propia clase, quienes habrían prestado atención a los intereses de las masas?"

"No había garantía de que hubieran sido más fiables. Su misma pobreza les habría hecho los más propensos a la tentación del dinero; y los pobres, debes recordar, aunque mucho más dignos de compasión, no estaban moralmente por encima de los ricos de ningún modo. Entonces, también—y esta era la razón más importante por la cual las masas del pueblo, que eran pobres, no enviaban hombres de su clase a representarlos—por regla general, la pobreza implicaba ingnorancia, y por consiguiente inhabilitaba en la práctica, incluso cuando la intención fuese buena. Tan pronto como un pobre desarrollase inteligencia, tendría todas las tentaciones de desertar de su clase y buscar el patrocinio del capital."

Edith permaneció en silencio y pensativa durante unos instantes.

"De verdad," dijo, finalmente, "parece que la razón por la cual yo no podía entender el denominado sistema popular de gobierno de tu época es que estaba intentando averiguar qué parte tenía la gente en él, y parece que la gente no tenía parte en él en absoluto."

"Has procedido de un modo genial," exclamé. "Indudablemente la confusión de términos en nuestro sistema político está bastante calculada para desconcertarle a uno al principio, pero si captas con nitidez el punto esencial de que el dominio de los ricos, la supremacía del capital y sus intereses, en tanto que en contra de los de la gente en general, era el principio central de nuestro sistema, al cual se habían subordinado todos los demás intereses, tendrás la clave que aclara todos los misterios."

Capítulo II.

Por qué la revolución no llegó antes

Absortos en nuestra charla, no habíamos oído los pasos del Dr. Leete según se aproximaba.

"He estado mirandoos durante diez minutos desde la casa," dijo, "hasta que, de hecho, ya no he podido resistir el deseo de saber qué encontrabais tan interesante."

"Su hija," dije, "ha demostrado ser una experta en el método socrático. Bajo un pretexto plausible de ignorancia integral, ha estado haciéndome una serie de preguntas fáciles, con el resultado de que veo, como nunca antes imaginé, la colosal falsa apariencia de nuestro pretendido gobierno popular en América. Como uno de los ricos yo sabía, desde luego, que teníamos mucho poder en el estado, pero antes no comprendía cuán absolutamente la gente no tenía influencia en su propio gobierno."

"¡Ajá!" exclamó el doctor con gran hilaridad, "¿así que mi hija se levanta por la mañana temprano con el propósito de suplantar a su padre en su posición de intructor en historia?"

Edith se había levantado del banco del jardín en el que había estado sentada y estaba arreglando sus flores para llevarlas al interior de la casa. Agitó su cabeza con bastante seriedad en réplica al desafío de su padre.

"No hace falta que estés receloso en absoluto," dijo; "Julian me ha curado por completo esta mañana de cualquier deseo que yo pudiese haber tenido de hacer más averiguaciones sobre las circunstancias de nuestros antepasados. Siempre había estado horriblemente apenada por la pobre gente de aquella época a cuenta de la miseria que sufrían a causa de la pobreza y de la opresión de los ricos. De ahora en adelante, sin embargo, me lavo las manos en lo que a ellos respecta y reservaré mi compasión para cosas que la merezcan más."

"¡Dios mío!" dijo el doctor, "¿qué ha secado tan repentinamente las fuentes de tu compasión? ¿Qué te ha estado diciendo Julian?"

"Nada, en realidad, supongo, que yo no haya leído antes y debiera haber sabido, pero el relato siempre parecía tan irrazonable e increíble que nunca me lo había creído del todo, hasta ahora. Pensaba que debía de haber algunos hechos que cambiarían las cosas y que no habían sido escritos en los libros de historia."

"¿Pero qué te ha estado diciendo?"

"Parece," dijo Edith, "que esta misma gente, estas mismas masas de pobres, tenían todo el tiempo el control supremo del Gobierno y podían, estando determinados y unidos, poner fin en cualquier momento a todas las desigualdades y opresiones de las cuales se quejaban e igualar las cosas como hemos hecho nosotros. No sólo no hicieron esto, sino que dieron como razón para soportar su esclavitud que sus libertades estarían en peligro a no ser que tuviesen amos irresponsables para manejar sus intereses, y que hacerse cargo de sus propios asuntos pondría en peligro su libertad. Tengo la sensación de que he sido estafada en todas las lágrimas que he derramado por los sufrimientos de aquella gente. Aquellos que mansamente soportan males, teniendo poder para ponerles término, no merecen compasión, sino desprecio. Me ha hecho sentirme un poco mal que Julian hubiese sido uno de los de la clase opresora, uno de los ricos. Ahora que verdaderamente entiendo el asunto, me alegro. Me temo que, si él hubiese sido uno de los pobres, uno de los de la masa de los auténticos amos, quienes con el supremo poder en sus manos consintieron ser siervos, yo le habría despreciado."

Habiendo, de este modo, dado aviso formal acerca de mis contemporáneos, en relación con el hecho de que no deben esperar más compasión por parte de ella, Edith entró en la casa, dejándome con una vívida impresión de que si los hombres del siglo veinte demostraron no ser capaces de preservar sus libertades, podía confiarse en que las mujeres lo habrían sido.

"Verdaderamente, doctor," dije, "debería estar enormemente agradecido a su hija. Le ha ahorrado un montón de tiempo y esfuerzo."

"¿Cómo, exactamente?"

"Haciendo innecesario que se tome la molestia de darme más explicaciones sobre cómo y por qué erigieron su sistema industrial nacionalizado y su igualdad económica. Si alguna vez ha visto usted algún espejismo en un desierto o en el mar, recordará que, mientras la imagen que hay en el cielo es muy evidente y diferenciada en sí misma, su irrealidad es traicionada por una falta de detalle, una especie de aspecto borroso, donde se mezcla con el fondo sobre el que está superpuesta. ¿Sabe que este nuevo orden social del cual he llegado a ser testigo de un modo tan extraño, ha tenido hasta ahora algo de este efecto de espejismo? En sí mismo, es un esquema preciso, ordenado, y muy razonable, pero no podía ver una manera mediante la cual pudiese haber surgido de modo natural a partir de las circunstancias absolutamente diferentes del siglo diecinueve. Solo podía imaginarme que esta transformación del mundo debe haber sido el resultado de nuevas ideas y fuerzas que hubiesen entrado en acción después de mi época. Tenía preparada toda una batería de preguntas para hacerle sobre este asunto, pero ahora podremos emplear el tiempo en hablar de otras cosas, porque Edith me ha mostrado en diez minutos que la única cosa maravillosa de su organización del sistema industrial como un asunto público no es que haya tenido lugar, sino que haya pasado tanto tiempo antes de que tuviese lugar, que una nación de seres racionales consintiesen en seguir siendo siervos económicos de amos irresponsables durante más de un siglo después de tomar posesión del poder absoluto de cambiar a placer todas las instituciones sociales que les causasen inconvenientes."

"Verdaderamente," dijo el doctor, "Edith a demostrado ser una maestra muy eficiente, si acaso involuntaria. Ha tenido éxito, de un sólo golpe, en mostrarle el moderno punto de vista en relación con la época de usted. Según lo vemos nosotros, el preámbulo inmortal de la Declaración de Independencia americana, allá por el 1776, contenía de manera lógica la declaración íntegra de la doctrina de la igualdad económica universal garantizada por la nación colectivamente para sus miembros individualmente. Usted recordará lo que dice:

"'Mantenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas; que todos los hombres son creados iguales, con ciertos derechos inalienables; que entre éstos está la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que donde quiera que cualquier forma de gobierno se haga destructiva de estos derechos, es derecho del pueblo el alterarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno, sentando sus bases sobre tales principios y organizando sus poderes de una forma tal como pueda parecer más probable que tenga efecto sobre su seguridad y felicidad.'

"¿Es posible, Julian, imaginar cualquier sistema gubernamental menos adecuado que el nuestro que pudiese realizar este gran ideal de lo que debería ser un gobierno auténticamente del pueblo? La piedra angular de nuestro estado es la igualdad económica, ¿y no es la obvia, necesaria, y única garantía adecuada de estos tres derechos básicos—vida, libertad, y felicidad? ¿Qué es la vida sin su base material, y qué es el igual derecho a la vida sino un derecho a una base material igual para ella? ¿Qué es la libertad? ¿Cómo pueden ser iguales los hombres, si tienen que pedir el derecho al trabajo y vivir de sus semejantes y sacar su pan de las manos de otros? ¿Cómo si no, puede ningún gobierno garantizar la libertad para los hombres salvo proporcionándoles un medio de trabajo y de vida unido a su independencia; y cómo podría hacerse eso a no ser que el gobierno dirigiese el sistema económico del cual dependen el empleo y la manutención? Finalmente, ¿qué está implícito en el igual derecho de todos a la búsqueda de la libertad? ¿Qué forma de felicidad, en tanto que depende completamente de hechos materiales, no está ligada a las condiciones económicas; y cómo será garantizada una igual oportunidad para la búsqueda de la felicidad para todos excepto mediante una garantía de igualdad económica?"

"Sí," dije, "de hecho está todo en ella, pero ¿cómo hemos tardado tanto en verlo?"

"Pongámonos cómodos en este banco," dijo el doctor, "y le diré cuál es la moderna respuesta a la muy interesante pregunta que acaba de hacer. A primera vista, ciertamente el retraso del mundo en general, y especialmente del pueblo americano, para comprender que la democracia significa en buena lógica que el gobierno popular sustituya el dominio de los ricos en la regulación de la producción y la distribución de la riqueza, parece incomprensible, no sólo porque era tan claramente una inferencia de la idea de gobierno popular, sino también porque era una en la cual las masas del pueblo estaban tan directamente interesadas en llevar a cabo. La conclusión de Edith de que gente que no fue capaz de un proceso de razonamiento tan sencillo como ese, no merece mucha compasión por las aflicciones que tan fácilmente podían haber remediado, es una primera impresión muy natural.