LOS AÑOS

 

PRIMERA EDICIÓN septiembre 2019
TÍTULO ORIGINAL Les années

Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
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www.cabaretvoltaire.es

©2008 Éditions Gallimard
©de la traducción, 2019 Lydia Vázquez Jiménez
©de esta edición, 2019 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA
ISBN-13: 978-84-190470-4-5
DEPÓSITO LEGAL: M-26229-2019
Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

 

Fotografías
Cubierta: La lectora, 1994 ©Gerhard Richter
Guarda: Annie Ernaux ©2001 Leemage-AFP

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LOS AÑOS

La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET
La rebelión de las masas

Sí… Nos olvidarán. ¡Ese es nuestro sino, contra el que nada se puede!… ¡Lo que ahora nos parece serio, significativo, de gran importancia…, llegará el día en que lo olvidemos o se nos antoje poco importante!…
¡Es interesante, en realidad!… En el momento actual no podemos saber qué, con el tiempo, llegará a tenerse por importante y qué por lastimoso y ridículo. ¿Acaso el descubrimiento de Copérnico o el de Colón no fueron considerados, en sus principios, como fútiles y risibles, mientras cualquier majadería que escribiera un chiflado era tenida por una verdad?… ¡Puede que esta vida actual nuestra, que ahora nos satisface, llegue un día a resultar extraña, incómoda, necia, y no solo insuficientemente pura, sino hasta pecaminosa!…

ANTÓN CHÉJOV
Tres hermanas

Todas las imágenes desaparecerán.

la mujer en cuclillas que orinaba a plena luz del día detrás de un barracón que hacía las veces de bar, junto a las ruinas, en Yvetot, después de la guerra, se subía las bragas de pie, con la falda remangada, y se volvía al bar

la cara cubierta de lágrimas de Alida Valli bailando con Georges Wilson en la película Una larga ausencia

el hombre con el que nos cruzábamos en una acera de Padua, en el verano de 1990, con las manos pegadas a los hombros, evocando inmediatamente el recuerdo de la talidomida prescrita a las mujeres embarazadas contra las náuseas treinta años antes y a la vez el chiste que se contaba justo después: una futura madre está tejiendo una canastilla mientras toma talidomida, una vuelta, una pastilla. Una amiga espantada le dice, no sabes que tu bebé puede nacer sin brazos, y ella contesta, sí, ya lo sé, pero no sé tejer mangas

Claude Piéplu, a la cabeza de un regimiento de legionarios, con la bandera en una mano y con la otra tirando de una cabra, en una película de Los Charlots

esa dama majestuosa, enferma de Alzheimer, vestida con una camisola de flores como el resto de los pensionistas de la residencia de ancianos, pero ella, con un chal azul por los hombros, caminando sin cesar a zancadas por los pasillos, con altivez, como la duquesa de Guermantes en el Bois de Boulogne y que evocaba a Céleste Albaret tal y como apareció una noche en un programa de Bernard Pivot

en un escenario de teatro al aire libre, la mujer encerrada en una caja que unos hombres habían atravesado de parte a parte con lanzas de plata, rescatada viva porque se trataba de un truco de prestidigitación denominado El martirio de una mujer

las momias en harapos de encaje colgando de las paredes del convento dei Cappuccini de Parlermo la cara de Simone Signoret en el cartel de Thérèse Raquin

el zapato girando en una plataforma rotatoria de una tienda de la cadena André en la Rue Gros-Horloge en Rouen, y alrededor la misma frase desfilando continuamente: «Con Babybota el bebé trota y crece bien»

el desconocido de la estación Termini en Roma, que había bajado a medias el estor de su compartimento de primera e invisible hasta la cintura, de perfil, manipulaba su sexo en dirección a unas jóvenes viajeras del tren del andén de enfrente, acodadas en la barra de la ventanilla

aquel tipo en un anuncio en el cine de Paic Vajilla, que rompía alegremente los platos sucios en lugar de lavarlos. Una voz en off decía severamente «¡Esa no es la solución!» y el tipo miraba con aire desesperado a los espectadores, «¿y cuál es la solución?»

la playa de Arenys de Mar junto a las vías del ferrocarril, el cliente del hotel que se parecía al animador radiofónico belga Zappy Max

el recién nacido agitado en el aire como un conejo desollado en la sala de partos de la clínica Pasteur de Caudéran, vuelto a ver media hora más tarde, todo vestido, durmiendo de costado en la cunita, con una mano fuera y la sábana estirada hasta los hombros

la silueta vivaracha del actor Philippe Lemaire, casado con Juliette Gréco

en un anuncio en la tele, el padre, oculto tras su periódico, intentando en vano lanzar al aire un bombón Picorette y atraparlo con la boca como su hija pequeña

una casa con un cenador cubierto de parras, que era un hotel en los años sesenta, en el 90 A de la Fondamenta delle Zattere, en Venecia

los cientos de rostros petrificados, fotografiados por la Administración antes de su partida hacia los campos de concentración, en las paredes de una sala del museo del Palais de Tokyo, en París, a mediados de los años 1980

el retrete instalado justo sobre el río, en el patio trasero de la casa de Lillebonne, los excrementos mezclados con el papel arrastrados lentamente por el agua que chapoteaba alrededor

todas las imágenes crepusculares de los primeros años, con los charcos luminosos de un domingo de verano, las de los sueños en los que resucitan los padres muertos, en los que caminamos por rutas indefinibles

la de Escarlata O’Hara arrastrando por las escaleras al soldado yanqui al que acaba de matar o corriendo por las calles de Atlanta en busca de un médico para Melania que va a dar a luz

de Molly Bloom acostada junto a su marido y acordándose de la primera vez que un muchacho la besó y ella dijo sí sí sí

de Elisabeth Drummond asesinada junto a sus padres en una carretera de Lurs, en 1952

las imágenes reales o imaginarias, las que perduran hasta durante el sueño

las imágenes de un momento bañadas por una luz que les es propia

Se desvanecerán todas de golpe como ha sucedido con los millones de imágenes que estaban tras las frentes de los abuelos muertos hace medio siglo, de los padres, muertos también ellos. Imágenes donde aparecíamos como niñas en medio de otros seres ya desaparecidos antes de que naciéramos, igual que en nuestra memoria están presentes nuestros hijos pequeños junto a nuestros padres y nuestras compañeras de colegio. Y un día estaremos en el recuerdo de nuestros hijos entre nietos y personas que aún no han nacido. Como el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Empareja a muertos y vivos, a seres reales e imaginarios, el sueño y la historia.

Se anularán súbitamente los miles de palabras que han servido para nombrar las cosas, las caras de las personas, los actos y los sentimientos, que han ordenado el mundo, que han hecho latir el corazón y humedecer el sexo.

los eslóganes, los grafitis en las paredes de las calles y de los váteres, los poemas y los chistes verdes, los títulos anamnesis, epígono, noema, teorético, los términos copiados en una libreta con su definición para no mirar cada vez en el diccionario

los giros que otros utilizaban con naturalidad y que nos sentíamos incapaces de llegar a usarlos un día, resulta innegable que, no queda sino admitir que

las frases tremendas que habríamos debido olvidar, más tenaces que otras por el esfuerzo mismo hecho para borrarlas, pareces una puta mustia

las frases de los hombres en la cama por la noche. Hazme lo que quieras, soy tu cosa

existir es beberse sin sed, de Jean-Paul Sartre

¿dónde estaba usted el 11 de septiembre de 2001?

in illo tempore el domingo en misa

un carroza, ¡menudo zipizape!, ¡chachi!, ¡eres un garrulo! Expresiones en desuso, escuchadas de nuevo por casualidad, bruscamente valiosas como objetos perdidos y reencontrados, y nos preguntamos cómo han podido conservarse

las palabras relacionadas para siempre con una persona como una divisa, en un lugar preciso de la nacional 14, porque un ocupante del coche las ha dicho justo cuando pasábamos por ahí y no podemos volver a pasar por el mismo sitio sin que esas palabras nos salten a la cara como los surtidores enterrados del Palacio de Verano de Pedro el Grande que brotan cuando los pisamos

los ejemplos gramaticales, las citas, los insultos, las canciones, las frases copiadas en nuestras libretas durante la adolescencia

el padre Trublet recopilaba, recopilaba, recopilaba

la gloria para una mujer es el duelo resplandeciente de la felicidad, de Germaine de Staël

nuestra memoria está fuera de nosotros, en un soplo lluvioso del tiempo, de Proust

el colmo de una monja es ponerse enferma y no tener cura

no es lo mismo irse la mona a dormir que irse a dormir la mona

era un don, un cerdito con un corazón / comprado en el mercado por cien perras / cien perras de las de antes de la guerra

mi historia es la historia de un amor

¿se puede trastear con un trasto? ¿Se puede meter un pitorro en un chisme?

(soy el mejor, a esto no me gana nadie: me llamo Paco pero puedes llamarme pa’comé; ¿araña? No, gato; ¿vino de la casa, señor? ¡Y a usted qué le importa de dónde vengo!; ¿está Consuelo? No. ¿Pues entonces dónde pisa?; ¿está Conchita? No, está con Tarzán; ¿a qué hora llega el avión de Caracas? Viene demorado. Bonito color, pero ¿a qué hora llega? Chistes y juegos de palabras escuchados mil veces, ni sorprendentes ni graciosos desde hacía tiempo, irritantes de puro obvios, que solo servían para consolidar la complicidad familiar y que habían desaparecido ya al romperse la pareja pero que de vez en cuando volvían a la boca, sin venir a cuento, incongruentes, porque era lo único que quedaba tras años de separación)

las palabras o expresiones que no podemos entender cómo existieron en otro tiempo, mazacote (carta de Flaubert a Louise Colet), planchar la oreja (George Sand a Flaubert)

el latín, el inglés, el ruso aprendido en seis meses por amor a un soviético y del que solo quedaba da svidania, ya tebia liubliu karasho

cariño, ¿tú y yo qué somos? Dos pronombres

esas metáforas tan usadas que te extraña que haya gente que se atreva a decirlas, la guinda del pastel

oh Madre sepultada fuera del primer jardín, de Charles Peguy

andar más perdido que Carracuca que más tarde cambió a más perdido que un pato o que un pulpo en un garaje, expresiones que van pasando de moda

las palabras de hombre que no nos gustaban, correrse, meneársela las aprendidas durante la carrera, que daban la impresión de vencer la complejidad del mundo. Una vez pasado el examen, desaparecían aún más rápido de lo que habían aparecido

las frases repetidas, horripilantes, de los abuelos, de los padres, más vivas que sus propios rostros después de muertos, ya me ocupo yo, no le des más vueltas

las marcas de productos antiguos, de breve duración, cuyo recuerdo fascinaba más que el de una marca conocida, el champú Dulsol, el chocolate Cardon, el café Nadi, como un recuerdo íntimo, imposible de compartir

Y pasaron las grullas, de Mikhail Kalatozov

Marianne de mi juventud, de Julien Duvivier

Madame Soleil sigue entre nosotros

«al mundo le falta fe en una verdad trascendente», de Renouvier

Todo se borrará en un segundo. El diccionario acumulado de la cuna hasta el lecho de muerte se eliminará. Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo ni mí. La lengua seguirá poniendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa familiar seremos tan solo un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota.

Es una foto sepia, ovalada, pegada en el interior de una carpetilla de ribete dorado, protegida por una hoja de papel gofrado, transparente. Debajo, Photo-Moderne, Ridel, Lillebonne (S. Inf.re). Tel. 80. Un bebé rollizo y enfurruñado, de pelo moreno en forma de tirabuzón en la coronilla, está sentado medio desnudo sobre un cojín en el centro de una mesa labrada. El fondo nubloso, la guirnalda de la mesa, la camisola bordada, remangada a la altura del vientre (la mano del bebé oculta el sexo), el tirante que se ha resbalado del hombro regordete, todo confluye en la representación de un amor o el angelote de un cuadro. Cada miembro de la familia habrá recibido una copia y habrá pensado inmediatamente a cuál de las dos ramas ha salido la criatura. En este ejemplar de los archivos familiares (que debe de datar de 1941) imposible ver otra cosa que la puesta en escena ritual, en modo pequeñoburgués, de la entrada en el mundo.

Otra foto, firmada por el mismo fotógrafo (pero el papel de la carpetilla es más basto y el ribete dorado ha desaparecido), sin duda abocada a la misma distribución familiar, muestra a una niñita de unos cuatro años, seria, casi triste a pesar de su simpática cara rechoncha coronada de un pelo corto dividido por la mitad por una raya y estirado hacia atrás con unas horquillas a las que están pegados unos lazos en forma de mariposa. La mano izquierda descansa sobre la misma mesa labrada, enteramente visible, estilo Luis XVI. Aparece embutida en una blusa, y la falda de tirantes levanta un poco por delante a causa de un vientre abombado, quizá síntoma de raquitismo (hacia 1944).

Otras dos fotos de bordes dentados, probablemente de la misma fecha, muestran a la misma niña, pero más menuda, con un vestido de volantes y mangas farol. En la primera, se acurruca contra una mujer de cuerpo robusto y macizo, con un vestido de rayas anchas y tirabuzones en el pelo. En la otra alza el puño izquierdo, el derecho está retenido por la mano de un hombre alto de chaqueta clara y pantalón de pinzas, con postura indolente. Las dos fotos han sido tomadas el mismo día delante de un murete bordeado por flores en un patio pavimentado. Por encima de las cabezas cruza una cuerda de tender en la que ha quedado olvidada una pinza.

Los días festivos después de la guerra, en la interminable lentitud de las comidas, surgía de la nada y tomaba forma el tiempo ya empezado, ese que a veces parecían detener los padres cuando olvidaban contestarnos, con la mirada perdida, ese tiempo en el que no estábamos, en el que nunca estaremos, el tiempo de antes. Las voces mezcladas de los comensales componían el gran relato de los acontecimientos colectivos a los que, a fuerza de escucharlos, nos parecía haber asistido.

No se cansaban nunca de contar el invierno del 42, glacial, el hambre y el colinabo, el avituallamiento y los cupones para el tabaco, los bombardeos

la aurora boreal que había anunciado la guerra

las bicicletas y las carretas en la Derrota, las tiendas saqueadas

los siniestrados rebuscando entre los escombros en busca de sus fotos y su dinero

la llegada de los alemanes (cada uno situaba dónde, en cada ciudad), los ingleses siempre correctos, los americanos caraduras, los colaboracionistas, el vecino en la Resistencia, la chica X rapada tras la Liberación

Le Havre arrasada, donde no quedaba nada, el mercado negro

la Propaganda

los boches en su huida cruzando el Sena en Caudebec en caballos reventados

la campesina que se tira un cuesco en un compartimento de tren donde se encuentran unos alemanes y proclama a quien la quiera oír «si no pueden entendernos por lo menos nos olerán»

Con fondo de hambre y miedo, todo se contaba desde el «nosotros».

Hablaban de Pétain encogiéndose de hombros, demasiado viejo y ya chocho cuando fueron a detenerlo porque no podían hacer otra cosa. Imitaban el vuelo y el zumbido de los V2 dando vueltas en el cielo, mimaban el espanto pasado, simulando las deliberaciones en los momentos más dramáticos, qué hago yo ahora, para mantener el suspense.

Era un relato lleno de muertos y violencia, de destrucciones, narrado con un júbilo que parecía querer desmentir por intervalos un «nunca más», vibrante y solemne, seguido de un silencio, como una llamada de atención dirigida a algún poder oculto, remordimiento de un goce.

Pero solo hablaban de lo que habían visto, lo que podía revivirse comiendo y bebiendo. No tenían bastante talento o convicción para hablar de lo que sabían pero no habían visto. Es decir, ni de los niños judíos subiendo a los trenes para Auschwitz, ni de los muertos de hambre recogidos por la mañana en el gueto de Varsovia, ni de los 10.000 grados de Hiroshima. De ahí esa impresión que no disiparán más tarde las clases de historia, los documentales, las películas: ni los hornos crematorios ni la bomba atómica se situaban en la misma época que la mantequilla en el mercado negro o las bajadas al sótano.

Por asociación, se ponían luego a hablar de la guerra de antes, la Grande, la del 14, ganada con sangre y gloria, una guerra de hombres que las mujeres de la mesa escuchaban con respeto. Hablaban del Chemin des Dames y de Verdún, de los gaseados, de las campanas del 11 de noviembre de 1918. Nombraban pueblos adonde no volvió ni un solo hijo de los que marcharon al frente. Oponían los soldados en el barro de las trincheras a los prisioneros del 40, calentitos en su refugio durante cinco años, a los que no había caído ni una sola bomba en la cabeza. Se disputaban el heroísmo y la desgracia.

Remontaban a tiempos en los que ni ellos mismos existían, la guerra de Crimea, la del 70, los parisinos que habían comido ratas.

En el relato del tiempo de antes solo había guerras y hambre.

Para terminar, cantaban Ah le petit vin blanc y Fleur de Paris, voceando a coro las palabras del estribillo, bleu-blanc-rouge sont les couleurs de la patrie (azul-blanco-rojo son los colores de la patria). Estiraban los brazos y se reían, otro que no será para los boches, gritaban a modo de brindis.

Los niños no escuchaban y se apresuraban a levantarse de la mesa en cuanto les daban permiso, aprovechándose de la benevolencia general de los días de fiesta para dedicarse a los juegos prohibidos, saltar encima de las camas y hacer el pino. Pero lo retenían todo. Frente al tiempo fabuloso (cuyos episodios tardaron en ordenar, la Derrota, el Éxodo, la Ocupación, el Desembarco, la Victoria) encontraban apagado ese, sin nombre, en el que les había tocado crecer. Sentían, o casi, no haber nacido cuando había que salir en tropel por las carreteras y dormir en la paja, como los gitanos. De ese tiempo no vivido guardarían una añoranza tenaz. La memoria de los otros les provocaba una nostalgia secreta de esa época que se habían perdido por poco y que esperaban vivir un día.

De la epopeya resplandeciente solo quedaban las huellas grises y mudas de los búnkeres al borde de los acantilados, los innumerables montones de piedras en las ciudades. Objetos oxidados, retorcidos armazones de camas metálicas surgían de entre los escombros. Los tenderos siniestrados se instalaban en barracones provisionales junto a las ruinas. Obuses olvidados por los artificieros explotaban en el vientre de los niños que jugaban con ellos. Los periódicos avisaban: ¡No toquen las municiones! Los médicos extirpaban las amígdalas de los niños con dolor de garganta que se despertaban de la anestesia con éter dando gritos y a los que se obligaba a beber leche hirviendo. En unos carteles descoloridos el general De Gaulle, de tres cuartos, miraba a lo lejos bajo la visera del quepis. El domingo por la tarde jugábamos al parchís o a la mona.

El frenesí de después de la Liberación se iba pasando. Entonces la gente solo pensaba en salir y el mundo estaba lleno de deseos que satisfacer de inmediato.

Todo lo que constituía la primera vez desde la guerra provocaba aglomeraciones, los plátanos, los billetes de la Lotería Nacional, los fuegos artificiales. Por barrios enteros, de la abuela sostenida por sus hijas al recién nacido, todo el mundo se precipitaba a las ferias, a la ceremonia de la retreta de las antorchas, al circo Bouglione donde uno se arriesgaba a ser pisoteado en medio del barullo. Iban en procesión multitudinaria a recibir a la imagen de la Virgen de Boulogne para acompañarla de vuelta al día siguiente durante kilómetros. Profana o religiosa, cualquier ocasión era buena para estar juntos en la calle, como si quisieran seguir viviendo en colectividad. El domingo por la noche, los autocares volvían de la playa con jóvenes muy altos en pantalón corto cantando hasta desgañitarse, subidos en las bacas. Los perros se paseaban en libertad y copulaban en medio de la calle.

Ya ese tiempo empezaba a ser recuerdo de días dorados de cuya pérdida se daba uno cuenta al escuchar en la radio Je me souviens des beaux dimanches… Mais oui c’est loin tout ça (Me acuerdo de aquellos bonitos domingos… Sí, qué lejos queda todo eso). Esta vez los niños sentían haber sido demasiado pequeños como para vivir ese periodo de la Liberación.

No obstante crecíamos tranquilos, «felices de estar en este mundo y ver las cosas claras» en medio de las recomendaciones de no tocar objetos desconocidos y de las quejas incesantes a propósito del racionamiento, de la cartilla del aceite y el azúcar, del indigesto pan de maíz, del carbón de coque que no calienta. ¿Habrá chocolate y mermelada para Navidad? Empezábamos a ir a la escuela con una pizarra y un portaminas bordeando espacios de donde se habían apartado los escombros, nivelados a la espera de la Reconstrucción. Jugábamos al pañuelo, al anillo, al corro de la patata cantando comeremos ensalada como comen los señores, naranjitas y limones, a balón prisionero, o nos cogíamos del brazo y recorríamos así el patio de recreo gritando quién juega al escondite. Cogíamos la sarna, piojos, asfixiados en una toalla embebida de colonia Marie Rose. Subíamos en fila al camión de las radiografías de la tuberculosis sin quitarnos el abrigo ni el pasamontañas. Pasábamos la primera revisión médica riéndonos de vergüenza por quedarnos en bragas en una sala que no calentaba la llama azul que ardía en un plato lleno de alcohol de quemar en la mesa junto a la enfermera. Pronto desfilaríamos de blanco en las calles entre aclamaciones con motivo de la primera fiesta de la Juventud, hasta el campo de deporte donde, entre el cielo y la hierba mojada, ejecutaríamos al ritmo de la música ensordecedora de los altavoces la «coreografía grupal», en medio de una impresión de grandeza y soledad.

Los discursos decían que representábamos el porvenir.

En la ruidosa polifonía de las comidas festivas antes de que surgieran las disputas y los enfados a muerte, nos llegaba a retazos, mezclado con el de la guerra, el otro gran relato, el de los orígenes.

Salían a relucir hombres y mujeres a veces sin más designación que su grado de parentesco, «padre», «abuelo», «bisabuela», reducidos a un rasgo de carácter, una anécdota graciosa o trágica, a la gripe española, la embolia o la coz del caballo que se los había llevado por delante, niños que no habían llegado a nuestra edad, una cohorte de figuras que nunca conoceríamos. Aparecían así cruzados unos hilos de parentesco difíciles de desenmarañar durante años hasta que por fin acabábamos distinguiendo correctamente «ambas partes» y separando los que eran «algo» nuestro por lazos de sangre de los que no eran «nada».

Relato familiar y relato social son todo uno. Las voces de los comensales delimitaban los espacios de la juventud: el campo y las granjas donde, a pérdida de memoria, los hombres habían sido mozos y las mujeres sirvientas, la fábrica donde todos se habían conocido, tratado, casado, las pequeñas tiendas que habían abierto los más ambiciosos. Dibujaban historias sin más acontecimientos personales que los nacimientos, las bodas y los lutos, sin más viajes que los de la mili a una lejana ciudad de acuartelamiento, existencias entregadas al trabajo, a su dureza y su desgaste, amenazadas por el exceso de bebida. La escuela era el trasfondo mítico, una breve edad de oro en la que el maestro había sido el dios inflexible con su regla de hierro para pegar en los dedos.

Las voces transmitían una herencia de pobreza y privación anteriores a la guerra y a las restricciones, sumergida en la noche inmemorial, «hace tiempo», de la que desgranaban los placeres y las penalidades, los usos y los saberes:

vivir en una casa de adobe

llevar galochas

jugar con una muñeca de trapo

lavar la ropa con ceniza

enganchar en la camisola de los niños cerca del ombligo una bolsita de tela con dientes de ajo para ahuyentar las lombrices

obedecer a los padres y recibir bofetadas, como para responderles

Enumeraban las ignorancias, todo lo desconocido y lo imposible de antaño:

comer carne roja, naranjas

tener la seguridad social, las ayudas familiares y la jubilación a los sesenta y cinco

irse de vacaciones

Recordaban los orgullos:

las huelgas del 36, el Frente Popular, antes el obrero no contaba

Nosotros, los pequeños, sentados otra vez para los postres, nos quedábamos a escuchar chistes verdes que, en el relajo de la sobremesa, soltaba la concurrencia, que ya no se retenía, olvidándose de que los críos estaban oyendo, las canciones de juventud de los padres que hablaban de París, de las chicas que se habían perdido, de las que vivían de las mujeres y de los chulos, Le Rouquin (El pelirrojo), L’Hirondelle du Faubourg (La golondrina de los suburbios), Du gris que l’on prend dans ses doigts et qu’on roule (Tabaco que se coge con los dedos y se lía), romanzas de mucha pena y pasión en las que la cantante, con los ojos cerrados, se entregaba en cuerpo y alma, y que hacían brotar las lágrimas que la gente se secaba con la esquina de la servilleta. Por nuestra parte, teníamos derecho a enternecer a los convidados con Étoile des neiges (Estrella de las nieves).

De mano en mano pasaban fotos bruñidas con el dorso manchado por todos los dedos que las habían tocado en otras comidas, mezcla de café y de grasa fundida en un color indefinible. Entre los novios tiesos y graves, los invitados a la boda repartidos en varias filas y pegados a una pared, no se reconocía ni a los propios padres ni a nadie. Tampoco se veía a uno mismo en ese bebé de sexo indistinto medio desnudo sobre un cojín sino a otro, una criatura que pertenecía a un tiempo mudo e inaccesible.

Nada más acabar la guerra, en la mesa sin fin de los días de fiesta, en medio de las risas y las exclamaciones, ¡ya habrá tiempo de morirse!, la memoria de los otros nos ubicaba en el mundo.

Aparte de los relatos, la forma de andar, de sentarse, de hablar y de reírse, de llamar a alguien por la calle, los gestos para comer, coger un objeto, transmitían la memoria pasada de cuerpo en cuerpo desde las profundidades del campo francés y europeo. Una herencia invisible en las fotos que, más allá de las disimilitudes individuales, de la disparidad entre la bondad de unos y la maldad de otros, unía a los miembros de la familia, a los vecinos del barrio y a todos aquellos de quienes se decía que eran gentes como nosotros. Un repertorio de costumbres, una suma de ademanes moldeados por infancias en los sembrados, por adolescencias en los talleres, precedidas por otras infancias, hasta el olvido:

comer haciendo ruido y dejando ver la metamorfosis progresiva de los alimentos en la boca abierta, limpiarse los labios con un trozo de pan, rebañar la salsa del plato tan meticulosamente que podría recogerse sin lavarlo, golpear con la cuchara el fondo del tazón, estirarse al final de la cena. Lavarse diariamente solo la cara y el resto según el grado de mugre, las manos y los antebrazos después del trabajo, las piernas y las rodillas de los niños las noches de verano, porque el lavado integral estaba reservado a los grandes días de fiesta

agarrar las cosas con fuerza, dar portazos. Hacer todo bruscamente, ya se tratara de atrapar un conejo por las orejas, dar un morreo o estrechar al niño en el regazo. Los días en que la cosa está que arde, entrar y salir, mover las sillas

andar a zancadas agitando los brazos, sentarse dejándose caer en el asiento, las viejas hundiendo el puño en el hueco del delantal, levantarse sacándose rápidamente con la mano la falda enganchada entre las nalgas

en el caso de los hombres, el uso continuo de los hombros apoyando la horca, acarreando maderos y sacos de patatas, los niños cansados a la vuelta de la feria

en el caso de las mujeres, rodillas y muslos apretando el molinillo de café, la botella que descorchar, la gallina que hay que degollar y la sangre que va cayendo a la palangana hablar alto y rezongando en cualquier circunstancia, como si desde siempre hubiera que rebelarse contra el universo

La lengua, un francés despellejado y medio dialectal, era indisociable de las voces elevadas y fuertes, de los cuerpos enfundados en las batas y en los monos de trabajo, de las casas bajas con huerta, del ladrido de los perros por la tarde y del silencio que precede a las discusiones, igual que las reglas de gramática y el francés correcto estaban relacionados con el tono neutro y las manos blancas de la maestra de escuela. Una lengua sin cumplidos ni agasajos que contenía la lluvia que cala, las playas de guijarros grises al pie de la pared vertical de los acantilados, los orinales vaciados en el montón de estiércol y el vino de los trabajadores manuales, vehiculaba creencias y prescripciones:

observar la luna que regula el día y la hora del parto, cuándo salen los puerros y cada vez que hay que desparasitar a los críos

no llevar la contraria a las estaciones a la hora de quitarse el abrigo y las medias, de ponerle la coneja al macho, plantar las lechugas según el principio de que había una época para todo, un preciado intervalo de tiempo difícilmente cuantificable entre el «demasiado pronto» y el «demasiado tarde» durante el que la naturaleza daba muestras de buena voluntad, los niños y los gatos nacidos en invierno crecían peor que los otros y el sol de marzo vuelve loco

en las quemaduras aplicar un trozo de patata cruda o una pomada cuya receta mágica solo posee la vecina, curar un corte con orín

respetar el pan, en el grano de trigo está la cara de Dios

Como toda lengua, esa también jerarquizaba, estigmatizaba, a los vagos, a las mujeres casquivanas, a los «sátiros» y los malvados, a los niños malcriados, alababa a las personas «capaces», a las chicas formales, rendía pleitesía a autoridades y notables del lugar, amonestaba ya te enseñará la vida.

Decía los deseos y las esperanzas razonables, un trabajo como Dios manda, al abrigo de la intemperie, no pasar hambre y morir en la cama de uno

los límites, no pedir la luna ni peras al olmo, ser feliz con lo que se tiene

la aprensión de los adioses y de lo desconocido porque cuando uno no se va nunca de casa cualquier otra ciudad es la otra punta del mundo

el orgullo y la herida, no por ser de pueblo somos más tontos que los demás

Pero nosotros, a diferencia de los padres, no faltábamos a la escuela para sembrar colza, recoger manzanas o juntar haces de leña. El calendario escolar había sustituido el ciclo de las estaciones. Los años que teníamos por delante eran cursos, uno tras otro, espacios-tiempo abiertos en octubre y cerrados en julio. A la vuelta a clase forrábamos con papel azul los libros de segunda mano que heredábamos de los alumnos del curso superior. Al ver su nombre mal borrado en la primera página, las palabras que habían subrayado, nos daba la impresión de tomar su relevo, de sentirnos animados por ellos, que habían conseguido aprender todas esas cosas en un año. Nos sabíamos de memoria poesías de Maurice Rollinat, Jean Richepin, Émile Verhaeren, Rosemonde Gérard, canciones, Mon beau sapin roi des forêts (Qué verdes son las hojas del abeto), C’est lui le voilà le dimanche avec le mois de mai nouveau (Mes de mayo primavera). Nos esforzábamos por no hacer ninguna falta en los dictados de Maurice Genevoix, La Varende, Émile Moselly, Ernest Pérochon. Y recitábamos de memoria las reglas gramaticales del francés correcto. En cuanto llegábamos a casa, volvíamos sin darnos cuenta a la lengua original, que no nos obligaba a pensar cada palabra, solo en qué decir o qué no decir, la que nos salía del cuerpo, que iba con el par de bofetadas, el olor a lejía de la bata, la patata cocida durante todo el invierno, los ruidos de pis en el orinal y los ronquidos de los padres.

La muerte de la gente nos daba igual.

La foto en blanco y negro de una chica en bañador oscuro en una playa de guijarros. Al fondo, un acantilado. Está sentada en una roca plana, con las piernas robustas estiradas hacia delante, los brazos apoyados en la roca, los ojos cerrados, la cabeza ligeramente inclinada, sonriente. Con una gruesa trenza morena por encima del hombro y la otra en la espalda. Todo revela el deseo de posar como las estrellas en la revista Cinémonde o en un anuncio de Ambre Solaire, de escapar a su cuerpo humillante y sin importancia de niña. Los muslos, más claros, así como la parte superior de los brazos, dibujan la forma de un vestido e indican el carácter excepcional, para esa cría, de una estancia o una excursión al mar. La playa está desierta. Al dorso: agosto 1949 Sotteville-sur-Mer.

Va a cumplir nueve años. Está de vacaciones con su padre en casa de unos tíos, artesanos cordeleros. Su madre se ha quedado en Yvetot, al frente de la tienda-bar que no cierra nunca. Ella es la que suele hacerle dos trenzas bien prietas que luego coloca en forma de corona alrededor de su cabeza, sujetas con horquillas y lazos. O ni el padre ni la tía saben peinar así las trenzas, o ha aprovechado la ausencia de la madre para llevarlas sueltas.

Difícil decir en qué está pensando o soñando, cómo ve los años que la separan de la Liberación, de qué se acuerda sin esfuerzo.

Quizá no le quedan ya más imágenes que estas, que resistirán a la pérdida de la memoria:

la llegada a la ciudad de los escombros y la perra en celo escapándose

el primer día de clase después de Semana Santa, no conoce a nadie

la gran excursión de toda la familia materna a Fécamp, en un tren con asientos de madera, la abuela con sombrero de paja de arroz negro y los primos que se desnudan en los guijarros, con el culo al aire

el alfiletero en forma de zueco fabricado para Navidad con un trozo de camisón

la película Ni un pelo de tonto con Bourvil juegos secretos, pellizcarse los lóbulos de las orejas con las anillas dentadas de las cortinas

Quizá vea como una extensión inmensa el tiempo de la escuela que ha dejado atrás, esos cursos que ha ido aprobando, la disposición de los pupitres y de la mesa de la maestra, de la pizarra, las compañeras:

Françoise C. a la que envidia por hacer el payaso con su gorra en forma de cabeza de gato, que le ha pedido en el recreo que le deje el pañuelo para sonarse los mocos con él antes de enrollarlo, devolvérselo y salir corriendo, su sentimiento de mancha y de vergüenza con ese pañuelo sucio en el bolsillo del abrigo durante todo el recreo

Évelyne J. a quien le ha metido mano por debajo del pupitre y le ha tocado la bolita pegajosa

F. a la que nadie hablaba, enviada a un centro de reposo, que llevaba el día de la revisión médica un calzoncillo de chico color azul, manchado de caca, y todas las chicas la miraban muertas de risa

los veranos de antes, ya lejanos: el tórrido, con las cisternas y los pozos secos, la cola de vecinos del barrio subiendo a la fuente con tinajas en la mano, Robic había ganado el Tour de Francia, y el otro, lluvioso, cogiendo mejillones con su madre y su tía en la playa de Veules-les-Roses, se asoma con ellas a mirar por un agujero del acantilado cómo desentierran a un soldado muerto, junto con otros, para inhumarlos en otra parte

A menos que haya preferido, como de costumbre, las múltiples combinaciones de su imaginación a partir de los libros de la Biblioteca Verde y de las historias de la revista La Semaine de Suzette, o soñar con su porvenir tal como se lo figura al oír canciones de amor en la radio.

Sin duda no piensa en absoluto en esos acontecimientos políticos y esos sucesos que más tarde aparecerán como los componentes del paisaje de su infancia, un conjunto de cosas sabidas y difusas, Vincent Auriol, la guerra en Indochina, Marcel Cerdan campeón del mundo de boxeo, Pierrot el loco y Marie Besnard, la envenenadora del arsénico.

Lo único seguro es su deseo de hacerse mayor. Y la ausencia de este recuerdo:

el de la primera vez que le han dicho, frente a la foto de un bebé con una camisola sentado sobre un cojín, entre otras idénticas, ovaladas y parduzcas, «eres tú», obligada a mirar como a sí misma a esa otra de carnes rollizas que ha vivido en un tiempo desaparecido una existencia misteriosa.

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