ARTHUR C. CLARKE
LAS ARENAS DE MARTE
Traducción de Norma B. López y Edith Zilli
Índice
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
NOTAS
CRÉDITOS
De veras es ésta la primera vez que sube? –preguntó el piloto mientras se reclinaba perezosamente en el asiento, haciendo que se balanceara con suavidad. El gesto de indiferencia con que se llevó ambas manos a la nuca aumentó la intranquilidad del pasajero.
–Sí –respondió Martin Gibson sin apartar los ojos del cronómetro que marcaba el paso de los segundos.
–Ya me parecía a mí. Nunca le salieron muy bien en sus cuentos… todas esas tonterías sobre desvanecimientos causados por la aceleración. ¿Por qué será que la gente escribe esas patrañas? Es mala propaganda.
–Lo siento –contestó Gibson–, pero usted se refiere a mis primeros cuentos. En aquel entonces aún no habían comenzado los viajes espaciales y tuve que emplear mi imaginación.
–Quizás –admitió el piloto de mal grado. No prestaba la menor atención a los instrumentos y faltaban sólo dos minutos para el despegue–. Lo que está experimentando debe parecerle extraño después de haber escrito tanto sobre el tema.
Gibson pensó que el adjetivo no era del todo adecuado, pero comprendía el punto de vista de su interlocutor. Muchos de sus héroes y villanos habían contemplado hipnotizados las implacables agujas del segundero mientras esperaban que los cohetes los lanzaran hacia el infinito. Y ahora, como sucedía siempre que uno sabía esperar, la realidad se mezclaba con la ficción. Este momento estaba a sólo noventa segundos de su futuro. Sí, era extraño; sin duda, un caso de justicia divina.
Adivinando sus pensamientos, el piloto le miró y trató de animarlo con un gesto.
–No se deje asustar por sus propios cuentos. Una vez, incluso llegué a partir de pie, sólo por ganar una apuesta; aunque, naturalmente fue una verdadera tontería.
–No estoy asustado –respondió Gibson, poniendo demasiado énfasis en sus palabras.
El piloto se dignó mirar el reloj cuando al segundero le faltaba recorrer una vuelta completa:
–¡Uf! –dijo–. En ese caso, en su lugar no me aferraría tanto al asiento. Es sólo de berilo-manganeso y puede torcerse.
Gibson, obediente, trató de relajarse. Sabía que sus reacciones ante la situación eran mecánicas, pero no por esto menos reales.
Advirtió que el piloto permanecía tranquilo, aunque sin apartar los ojos del cuadro de mandos.
–Claro que no es muy cómodo, pero sólo dura unos pocos minutos –dijo–. ¡Ah!, ya empiezan las bombas de combustible. No se inquiete cuando la vertical comience a hacer cosas raras; deje que el asiento se mueva hacia donde quiera. Cierre los ojos, si le parece mejor. ¿Oye? Ahora arrancan los cohetes de ignición. Tardaremos unos diez segundos en alcanzar el impulso necesario. No es nada, aparte del ruido. Tiene que soportarlo. ¡Tiene que soportarlo, le digo!
Pero Martin Gibson estaba haciendo algo totalmente distinto. Al alcanzar una aceleración no mayor que la de un ascensor de alta velocidad pasó mansamente a la inconsciencia.
Se reanimó pocos minutos después, cuando ya habían recorrido miles de kilómetros, muy avergonzado de sí mismo. Un rayo de sol le daba de lleno en la cara; el postigo protector del casco exterior se había deslizado. La luz, aunque intensa, no era tan cegadora como había esperado; luego observó, sin embargo, que sólo una parte de su intensidad se filtraba a través de los vidrios, de tono muy oscuro.
Miró al piloto, que escribía absorto sus notas en la carta de navegación, inclinado sobre el cuadro de mandos. Aunque todo estaba en silencio, Gibson oía de vez en cuando ciertos estampidos ahogados que lo desconcertaban. Tosió suavemente para anunciar que había vuelto en sí y preguntó al piloto la causa de los ruidos.
–Es la contracción térmica de los motores –contestó éste con parquedad–. Han estado funcionando a cinco mil grados y se enfrían con rapidez. ¿Se siente mejor?
–Estoy muy bien –contestó Gibson, sinceramente–. ¿Puedo levantarme?
Desde el punto de vista psicológico había tocado fondo y vuelto a reaccionar. Era una condición muy inestable, aunque no lo notara.
–Puede hacerlo, si quiere –respondió el piloto, vacilando–; pero tenga cuidado, sosténgase en algo firme.
Gibson se sintió invadido por una gran alegría. Había llegado el momento que había esperado toda la vida. ¡Estaba en el espacio! Lamentaba haberse perdido el despegue, pero cuando escribiera esta parte la aderezaría un poco.
A mil kilómetros de distancia la Tierra todavía parecía grande, aunque un tanto decepcionante. La razón era fácil de entender: había visto tal cantidad de fotos y películas tomados desde el espacio que ya no había lugar para sorpresas; sabía exactamente qué podía esperar. Vio las consabidas masas flotantes de nubes en su lenta marcha alrededor del mundo. Mares y continentes estaban bien definidos en el centro del disco y podían apreciarse infinidad de detalles, pero hacia el horizonte todo se esfumaba en medio de una espesa niebla. Los perfiles que pasaban directamente bajo su ángulo de visión eran difíciles de reconocer y, por lo tanto, carecían de sentido. Sin duda, un meteorólogo se hubiera sentido transportado de alegría ante el variado mapa climático desplegado a sus pies; pero la mayoría de esos científicos se encontraban en las estaciones espaciales, desde donde disfrutaban de mucha mejor vista. Pronto se cansó Gibson de buscar las ciudades y otras obras del hombre. Resultaba aleccionador pensar que tantos milenios de civilización humana no habían producido cambios de consideración en aquel panorama.
Después, cuando decidió buscar las estrellas, Gibson sufrió una segunda desilusión. Allí estaban por cientos, pálidas y desvanecidas, meros espectros de las miríadas que había esperado encontrar. Culpó de ello a los cristales oscuros de la nave, que al atemperar el resplandor del sol robaban a las estrellas toda su magnificencia.
Se sintió un tanto molesto. Sólo una cosa había resultado tal cual había imaginado: la sensación de flotar en medio del aire. La posibilidad de proyectarse de una pared a otra mediante una simple presión del dedo era tan deliciosa como había esperado, si bien el alojamiento resultaba demasiado estrecho para cualquier experimento audaz. Ya existían drogas capaces de inmovilizar los órganos del equilibrio y el mareo era cosa superada; la falta de peso producía un estado embriagador al que se llegaba como por arte de magia. Eso era muy agradable. ¡Cómo habían sufrido sus héroes! (Y también sus heroínas, como era de suponer, aunque nadie lo mencionaba.) Recordó el primer vuelo de Robin Blake en la versión original de Polvo marciano. La había escrito bajo la influencia de D. H. Lawrence. (Resultaría interesante hacer, algún día, una lista de los escritores que no lo habían influenciado en uno u otro momento.)
Sin lugar a dudas, Lawrence era excelente en la descripción de sensaciones físicas y, con toda intención, Gibson se había propuesto derrotarlo en su propio terreno. Con este propósito dedicó un capítulo entero a la sensación del mareo describiendo todos los síntomas, desde las premoniciones inquietantes que uno podía ignorar y los estremecimientos subterráneos que ni los más optimistas podían desechar hasta los cataclismos volcánicos de las últimas etapas y el postrer, misericordioso, debilitamiento.
Todo el capítulo había resultado una obra maestra del más crudo realismo. Fue una lástima que su editor, que proyectaba incluir la obra en el «Club del Libro del Mes», se lo hiciera suprimir. Ese capítulo le había exigido mucho trabajo; había vivido, mientras lo escribía, todas esas sensaciones. Incluso en este momento…
* * *
Mientras el escritor, ya tranquilo, era expulsado a través de la escotilla, el oficial médico dijo, pensativo:
–Es extraño. Pasó muy bien la revisión médica y, por supuesto, le fueron aplicadas las inyecciones habituales antes de partir de la Tierra. Debe ser psicosomático.
–No me importa lo que sea –se quejó amargamente el piloto, mientras seguía la marcha hacia la Estación Espacial Uno–. Lo que quiero saber es quién va a limpiar mi nave.
Nadie parecía dispuesto a contestar esa vehemente pregunta. Y Martin Gibson menos que ninguno. Apenas tenía conciencia de unas paredes blancas que desfilaban por su campo visual. Lentamente, comenzó a experimentar una progresiva sensación de peso, y un resplandor cálido y acariciante comenzó a expandirse por sus miembros. Pronto comprendió dónde se encontraba. Estaba en el cuerpo de guardia de un hospital, y una batería de lámparas de infrarrojos lo bañaba en un calor enervante y delicioso que le llegaba hasta los huesos.
–¿Y bien? –dijo el doctor.
Gibson hizo una débil mueca.
–Lo siento mucho. ¿Volverá a suceder?
–No sé qué ha pasado esta vez. Es muy raro; las drogas de que disponemos ahora se consideran infalibles.
–Creo que fue culpa mía –dijo Gibson en tono de disculpa–. Sucede que tengo una imaginación muy poderosa y me puse a pensar en los síntomas del mareo espacial; con mucha objetividad, por supuesto, pero antes de entender lo que ocurría…
–Bueno. ¡Basta ya! –le ordenó el médico abruptamente–. De lo contrario, tendremos que enviarlo de vuelta a la Tierra. Si quiere ir a Marte no puede actuar de esta manera. En tres meses no quedaría mucho de usted.
Un escalofrío sacudió el torturado físico de Gibson; pero se estaba recuperando rápidamente y la pesadilla de la hora anterior se esfumaba ya en el pasado.
–Ya me repondré –dijo–. Déjeme salir de este horno antes de que me abrase.
Se puso de pie, no sin cierta inseguridad. Parecía muy extraño volver a tener un peso normal hallándose en el espacio. Entonces recordó que la Estación Uno giraba sobre su eje y que las habitaciones destinadas a vivienda estaban construidas sobre las paredes exteriores, de tal manera que la fuerza centrífuga proporcionaba una ilusión de gravedad.
Pensó, apesadumbrado, que la gran aventura no había comenzado del todo bien. Pero estaba decidido a que no lo enviaran de vuelta a la deshonra. No se trataba solamente de su orgullo, sino del efecto deplorable que ello tendría en su público y en su reputación. Se estremeció al imaginar los titulares: ¡GIBSON ENVIADO A LA TIERRA! ¡EL MAREO DERROTA AL ESCRITOR-ASTRONAUTA! Hasta los semanarios literarios más conservadores se mofarían de él, y en cuanto al Time… era mejor no pensarlo.
–Tiene suerte; disponemos de doce horas antes de que parta la nave. Antes de darle la aprobación definitiva lo llevaré a la sección de gravedad cero para ver cómo reacciona allí.
A Gibson también le pareció una buena idea. Siempre había creído hallarse en buena forma; hasta aquel momento no se le había ocurrido seriamente que el viaje podría resultarle no sólo incómodo, sino también peligroso. El mareo espacial era cosa de risa… hasta que uno mismo lo experimentaba. Después era un asunto distinto.
La Estación Interna –Estación Espacial Uno, como se la llamaba generalmente– estaba a algo más de dos mil kilómetros de la Tierra y circunvalaba el planeta cada dos horas. Había sido el primer escalón para el hombre en su viaje a las estrellas y, si bien ya no era técnicamente necesaria para los vuelos espaciales, su existencia tenía profundos efectos en la economía de los viajes interplanetarios. Todos los viajes a la Luna o a los planetas comenzaban allí: junto a esta avanzada de la Tierra flotaban las majestuosas naves atómicas mientras cargaban sus bodegas con material del planeta madre. La estación estaba unida al planeta por un servicio de cabotaje realizado por cohetes a propulsión química, ya que, legalmente, ninguna nave movida mediante energía atómica podía operar a menos de mil kilómetros de la superficie de la Tierra. Aun así, muchos creían que este margen de seguridad no era suficiente, ya que el estallido radiactivo de una explosión nuclear podía recorrer esa distancia en menos de un minuto.
Con el paso de los años, la Estación Espacial Número Uno había crecido por un proceso de adición, hasta el punto que sus primeros planificadores no la hubieran reconocido. Alrededor del núcleo esférico central se habían acumulado observatorios, laboratorios de comunicaciones con fantásticos sistemas aéreos y laberintos de equipos científicos que sólo un especialista podía identificar. Pero, a pesar de todos estos añadidos, la principal función del satélite artificial era la de abastecer de combustible a las pequeñas naves que el hombre empleaba para desafiar la inmensa soledad del sistema solar.
–¿Está seguro de que ahora se encuentra bien? –preguntó el doctor, mientras Gibson tanteaba con sus pies.
–Creo que sí –contestó éste, sin comprometerse del todo.
–Entonces venga a la sala de recepción a beber algo. –Y agregó, para evitar cualquier malentendido–: Una buena bebida caliente. Puede quedarse sentado allí una media hora, leyendo el periódico, mientras decidimos qué vamos a hacer con usted.
Le parecía a Gibson que una desilusión se sumaba a otra. Estaba allí, a dos mil kilómetros de la Tierra, rodeado de estrellas y, sin embargo, se veía obligado a beber té dulce, ¡té!, en lo que podía ser una sala de espera de cualquier dentista. No había ventanas, tal vez porque la vista del firmamento, que giraba con rapidez, podría malograr la buena marcha del trabajo del cuerpo médico. La única manera de pasar el tiempo era hojear montones de revistas que ya había leído, muy difíciles de manejar, pues se trataba de ediciones extremadamente ligeras, impresas en papel de fumar. Por suerte encontró una copia muy vieja de Argosy donde figuraba un cuento suyo, escrito hacía tanto tiempo que había olvidado el final, lo que lo mantuvo feliz hasta que volvió el doctor.
–Su pulso parece normal –dijo el oficial médico de mala gana–. Vamos a llevarlo a la cámara de gravedad cero. Sígame, y no se sorprenda por lo que pueda suceder.
Con esta misteriosa advertencia, condujo a Gibson hacia un corredor amplio y profusamente iluminado que parecía curvarse hacia arriba en ambas direcciones desde el punto donde él se encontraba. Gibson no tuvo tiempo de investigar este fenómeno, pues el doctor abrió una puerta lateral y comenzó a subir unos escalones metálicos. Gibson lo siguió automáticamente un trecho; luego, al darse cuenta de lo que tenía delante, se detuvo con un grito involuntario de sorpresa.
Ante sus pies, la inclinación de la escalera era, como es habitual, de cuarenta y cinco grados, pero, súbitamente, se erguía de modo que unos metros más allá los escalones eran verticales. A partir de ese punto, su aspecto habría alterado los nervios de cualquiera que lo observara por primera vez: la inclinación continuaba de tal modo que los escalones se sucedían colgando por encima de su cabeza, para desaparecer finalmente a sus espaldas.
Al escuchar su exclamación, el doctor se volvió hacia él con una sonrisa tranquilizadora y dijo:
–No siempre debe creer lo que ve. Venga conmigo y comprobará qué fácil es.
Gibson lo siguió a regañadientes; al hacerlo tomó conciencia de dos cosas: en primer lugar, iba sintiéndose gradualmente más ligero; en segundo lugar, y a pesar de la inclinación obviamente mayor que presentaba la escalera, ésta formaba siempre con sus pies un ángulo de cuarenta y cinco grados. En realidad, la misma dirección vertical se inclinaba ligeramente mientras avanzaba, por lo que, pese a su creciente curvatura, la pendiente de la escalera no se alteraba nunca.
Gibson no tardó en encontrar la explicación. La gravedad aparente se debía a la fuerza centrífuga producida por el lento giro de la estación sobre su eje; a medida que él se acercaba al centro, la fuerza disminuía a cero. La escalera en sí se enroscaba sobre el eje siguiendo una suerte de espiral (en otros tiempos había sabido su nombre) y, a pesar del campo radial de la gravedad, la inclinación del camino que recorrer permanecía constante. Quienes viven en estaciones espaciales se acostumbran rápidamente a esta clase de cosas; posiblemente, al volver a la Tierra, el aspecto de una escalera normal les resultaría igualmente inquietante.
Al terminar la escalera no existían ya las nociones de «arriba» o «abajo». Se encontraban en una gran habitación cilíndrica y vacía, cruzada sólo por unas cuerdas; en el extremo más apartado, un haz de luz se abría paso a través de un puesto de observación. Mientras Gibson miraba, el rayo se movió progresivamente por las paredes metálicas como una linterna inquisidora, y se eclipsó por un momento, para volver a brillar desde otra ventana. Por primera vez, los sentidos de Gibson percibían que la estación giraba sobe un eje; logró calcular aproximadamente el tiempo de rotación, teniendo en cuenta cuánto tardaba la luz solar en volver a su posición original. El «día» de este pequeño mundo artificial duraba, aproximadamente, algo menos de diez segundos, lo suficiente para dar a sus paredes exteriores la sensación de gravedad normal.
Gibson siguió al doctor, apoyando una mano después de la otra sobre las cuerdas-guía; se sentía como una araña avanzando en su propia tela. Impulsándose sin esfuerzo a través del aire, llegaron al puesto de observación. Gibson comprobó que se encontraban al final de una especie de chimenea paralela al eje de la estación; desde este lugar, sin aparatos ni instalación alguna, podían contemplar libremente las estrellas.
–Lo dejaré un rato aquí –dijo el doctor–. Hay mucho para ver; tiene con qué entretenerse. Si no es así… Bueno, recuerde que al pie de esas escaleras hay gravedad normal.
«Sí –pensó Gibson–, y también un viaje de vuelta a la Tierra en el próximo cohete.» Pero estaba decidido a pasar todas las pruebas para obtener la autorización final.
Era casi imposible aceptar que fuese la estación espacial la que giraba, y no el Sol y las estrellas; creer lo contrario requería un acto de fe, un esfuerzo consciente de la voluntad. Las estrellas pasaban con tanta rapidez que sólo las más brillantes eran claramente visibles; en rápidas ojeadas al espacio, Gibson comprobó que el Sol, como un cometa dorado, cruzaba el cielo cada cinco segundos. Esta fantástica aceleración del orden natural permitía comprender fácilmente la resistencia de los antiguos a creer que fueran ellos los que giraban, y su tendencia a atribuir todo el movimiento a la esfera celeste.
Parcialmente oculta por la propia estación, la Tierra era una media luna de grandes dimensiones que abarcaba la mitad del cielo; crecía lentamente mientras la estación pasaba veloz por su órbita. Cuarenta minutos después sería como la luna llena, y una hora más tarde, completamente invisible, como un disco negro que eclipsara al Sol mientras la estación pasaba por su cono de sombra. La Tierra atravesaría todas sus fases, desde nueva hasta llena, para volver a repetirlas en sólo dos horas. Al pensar en estas cosas, el sentido del tiempo se distorsionaba completamente; los conocidos conceptos de noche y día, meses y estaciones carecían aquí de sentido.
En ese momento, tres naves espaciales se encontraban en el «muelle», a un kilómetro de la estación, moviéndose en la misma órbita sin ninguna conexión. Una era la pequeña punta de flecha que hacía una hora lo había traído de la Tierra a tan alto precio y con tanta incomodidad. La segunda, un carguero de unas mil toneladas con destino a la Luna. Y la tercera, por supuesto, era la Ares, deslumbrante con su nueva capa de pintura de aluminio.
Gibson nunca se había resignado a la desaparición de las naves elegantes y raudas que habían sido el sueño de todos a comienzos del siglo XX. Aquellas brillantes campanas, colgando de un fondo de estrellas, no respondían a su concepción de nave espacial; aunque el mundo la hubiera aceptado, él no podía hacerlo. Naturalmente, conocía de memoria los consabidos argumentos; no eran necesarias líneas aerodinámicas en una nave que nunca estaría en la atmósfera y, por lo tanto, su diseño estaba determinado pura y exclusivamente por los requerimientos de la estructura y la planta de energía. Dado que la unidad de propulsión, violentamente radioactiva, debía encontrarse lo más lejos posible del alojamiento de la tripulación, la solución más simple consistía en una doble esfera y un largo tubo de conexión. En opinión de Gibson era también la más fea. Pero eso carecía de importancia, puesto que la Ares pasaría prácticamente el resto de su vida en el espacio profundo, con las estrellas como único espectador. Quizás esperaba, cargada ya de combustible, el momento, exactamente calculado, en que sus motores se pondrían en funcionamiento; entonces se vería arrancada de la órbita en la que estaba girando y donde había pasado toda su existencia para balancearse en prolongada hipérbole rumbo a Marte.
Cuando eso ocurriera, él estaría a bordo, lanzado al fin a la aventura que nunca creyó que viviría en realidad.
La cabina del capitán, a bordo de la Ares, no podía albergar más de tres hombres cuando actuaba la fuerza de gravedad, pero tenía espacio suficiente para seis cuando la nave giraba en órbita libre, pues cada uno podía permanecer a voluntad tanto en las paredes como en el techo. Del grupo que, en posiciones surrealistas, rodeaba al capitán Norden, todos, salvo uno, había estado ya en el espacio y sabían qué podía esperarse de ellos, aunque éste no fuera un viaje de instrucción común.
El viaje inaugural de una nueva nave espacial representa siempre un gran acontecimiento, y la Ares era la primera en su línea, la primera dedicada al transporte de pasajeros y no de mercancías. Una vez lista para cumplir sus funciones, podría transportar treinta tripulantes y ciento cincuenta pasajeros en condiciones algo espartanas. Sin embargo, en aquel primer viaje las proporciones no eran las mismas: en ese momento, los seis integrantes de la tripulación esperaban que subiera a bordo el único pasajero.
–Todavía no lo entiendo bien –dijo Owen Bradley, el oficial de electrónica–; ¿qué vamos a hacer con ese tipo cuando lo tengamos aquí? ¿Quién tuvo esa brillante idea?
El capitán Norden se pasó una mano por el cráneo, donde pocos días atrás luciera sus magníficos cabellos rubios. (Las naves espaciales rara vez llevan peluqueros a bordo y, aunque hay siempre aficionados entusiastas, es preferible evitar el riesgo cuanto se pueda.)
–A eso quería referirme –dijo–; supongo que todos vosotros habéis oído hablar del señor Gibson.
Su comentario provocó un coro de réplicas, algunas no muy respetuosas.
–Creo que sus cuentos apestan –dijo el doctor Scott–. Por lo menos los últimos. Polvo marciano no estaba mal, aunque hoy esté ya completamente superado, claro.
–¡Tonterías! –resopló Mackay, el astronavegante–. Los últimos son los mejores, desde que Gibson decidió eliminar los detalles melodramáticos y concentrarse en lo fundamental.
Este exabrupto del pequeño escocés era completamente inhabitual. Antes que nadie pudiera apoyarlo, el capitán Norden interrumpió la discusión:
–No os ofendáis, pero no estamos aquí para hablar de crítica literaria. Ya tendremos tiempo de sobra para esto. Pero antes de empezar hay uno o dos puntos que la Corporación desea aclarar. El señor Gibson es un hombre muy importante, un huésped distinguido, y ha sido invitado a este viaje para que más adelante pueda escribir un libro sobre él. No es un recurso publicitario…
–¡De ninguna manera! –interrumpió Bradley con no poco sarcasmo.
–Naturalmente, la Corporación desea que los futuros clientes no queden… descorazonados por lo que lean. Aparte de eso, estamos haciendo historia y nuestro viaje inaugural debe ser registrado en una crónica apropiada. Por lo tanto, tratad de proceder por un tiempo como caballeros; es probable que se vendan un millón de ejemplares del libro de Gibson y vuestra reputación puede depender de cómo os comportéis en los próximos tres meses.
–Esto me suena a extorsión –dijo Bradley.
–Tomadlo como queráis –agregó Norden, con entusiasmo–. No dejaré de explicar a Gibson que no puede esperar un gran servicio, pues todavía no disponemos de mozos, cocineros y Dios sabe qué más. Él comprenderá y no va a pretender que le sirvamos el desayuno en la cama todas las mañanas.
–¿Ayudará en la limpieza? –preguntó alguien con gran sentido práctico.
Antes de que Norden pudiera encarar ese problema de etiqueta social, un repentino zumbido brotó del cuadro de mandos y una voz surgió por la rejilla del altavoz:
–Atención: Estación Uno llamando a Ares; ahí va su pasajero.
Norden pulsó un interruptor y contestó:
–Está bien…, estamos listos.
Y se volvió hacia la tripulación:
–Cuando el pobre tipo vea estos cortes de pelo pensará que este es un día de festejos en Alcatraz. Jimmy, ve a ayudarlo a pasar por la esclusa de aire cuando el ténder se acople.
Martin Gibson se sentía aún bastante excitado después de haber superado su primer obstáculo de importancia: el oficial médico de la Estación Espacial Uno. La pérdida de gravedad no le había molestado apenas al abandonar la estación para navegar hasta la Ares en el pequeño ténder impulsado por aire comprimido, pero el espectáculo que se presentó ante sus ojos al entrar en la cabina del capitán Norden le provocó una recaída momentánea. Aunque la gravedad fuese nula, uno seguía necesitando la dirección llamada «abajo», y lo más natural era pensar que mesas y sillas estuvieran atornilladas en el piso. Por desgracia, casi todo parecía contradecir este precepto, pues dos de los tripulantes colgaban del techo como estalactitas, y otros dos parecían descansar suspendidos en el aire en posiciones bastante estrafalarias. De acuerdo con la idea de Gibson, sólo el capitán se hallaba en posición correcta. Para empeorar las cosas, las cabezas rapadas daban una apariencia siniestra a esos hombres de aspecto bastante normal; todo el grupo parecía una reunión familiar en el castillo de Drácula.
Se produjo una breve pausa durante la cual la tripulación examinó a Gibson. Todos reconocieron de inmediato al novelista; el público se había familiarizado con su cara desde el primer best séller, aparecido hacía veinte años atrás con el título de Trueno en el alba. Era un hombre pequeño y regordete, de facciones bien cinceladas; su edad no llegaba a los cuarenta y cinco años. Cuando habló, su voz sonó sorprendentemente profunda y sonora.
Con un gesto circular que abarcó la cabina de izquierda a derecha, el capitán Norden dijo:
–Le presento a mi ingeniero, el teniente Hilton. Éste es el doctor Mackay, nuestro navegante, doctorado en física y no en medicina como el doctor Scott, aquí presente. El teniente Bradley es oficial de electrónica y Jimmy Spencer, que lo esperaba en la esclusa de aire, es nuestro supernumerario, con aspiraciones a capitán cuando sea mayor.
Gibson contempló con sorpresa al pequeño grupo que lo rodeaba. ¡Eran tan pocos! ¡Cinco hombres y un muchacho! Su cara debió de reflejar sorpresa, pues el capitán Norden continuó, sonriente:
–No somos muchos, ¿verdad? Pero recuerde que esta nave es casi automática; además, en el espacio nunca sucede nada. Cuando comience el servicio regular de pasajeros la tripulación será de treinta hombres. Ahora, sin embargo, compensamos el peso con carga y de esta forma viajamos como un carguero ligero.
Gibson miró atentamente a aquellas personas que serían sus únicos acompañantes durante los próximos tres meses. Su primera reacción (siempre desconfiaba de sus primeras reacciones, aunque se esforzaba en anotarlas) fue el desconcierto, al encontrarlos tan normales, exceptuando, claro está, sus raras actitudes y sus temporarias calvicies. No era posible adivinar que ejercieran una de las profesiones más románticas del mundo desde que los últimos cowboys cambiaran sus zainos por helicópteros.
A una señal que Gibson no percibió, los demás se retiraron, lanzándose sin el menor esfuerzo a través de la puerta abierta. El capitán Norden volvió a sentarse y ofreció un cigarrillo a Gibson. El escritor lo aceptó, vacilando.
–¿No le molesta que fume? –preguntó–. ¿No es un desperdicio de oxígeno?
Norden rió:
–Si se prohibiera fumar durante tres meses habría un motín. De todas maneras, el consumo de oxígeno es insignificante. En los primeros tiempos nos veíamos obligados a tener más cuidado. Cierta vez, una fábrica de cigarrillos sacó una marca especial para astronautas, impregnada con un portador de oxígeno para economizar el de aire. Pero no se hizo muy popular, y un buen día una partida salió con exceso de oxígeno; al encenderlos se quemaban como buscapiés. Y éste fue el triste final de la idea.
Gibson, un tanto decepcionado, pensó que el capitán Norden no encajaba muy bien dentro del prototipo deseado. Según la mejor tradición literaria (o la más popular, al menos), el capitán de una nave espacial debía ser un veterano con canas y de mirada penetrante, que hubiera pasado la mitad de su vida en el éter y pudiera navegar por el sistema solar con los ojos vendados, gracias a su pavoroso conocimiento de las rutas celestes. Además, debía imponer su autoridad; tras una orden suya, los oficiales debían saltar y ponerse en actitud militar, cuadrarse y salir a la carrera (algo nada fácil de lograr en una gravedad cero).
El capitán de la Ares no llegaba a los cuarenta años y podía pasar por un ejecutivo triunfador. En cuanto a lo de imponer la autoridad…, hasta el momento Gibson no había detectado ningún signo de disciplina. Después llegó a la conclusión de que esa impresión no era del todo exacta. La única disciplina existente en la Ares era la autoimpuesta, la única posible entre los hombres que formaban la tripulación.
–¿De modo que usted no ha estado nunca en el espacio? –preguntó Norden, contemplando pensativo a su pasajero.
–Mucho me temo que no. Intenté varias veces participar en el vuelo lunar, pero es absolutamente imposible, a menos que uno vaya por asuntos oficiales. Es una verdadera lástima, pero viajar por el espacio resulta endemoniadamente caro.
Norden sonrió.
–Confiamos mucho en que la Ares contribuya a cambiar esto.
Y agregó:
–Debo reconocer que usted ha logrado escribir bastante sobre este asunto sin la menor experiencia en la materia, por decirlo así.
–¡Ah, bueno! –exclamó Gibson, displicente, tratando de que su risa fuera lo más ligera posible–. Es una ilusión muy común creer que los escritores deben experimentar todo cuanto describen en sus libros. Cuando era más joven leí lo que pude sobre viajes espaciales y traté de darle un sabor local. No olvide que todas mis novelas interplanetarias fueron escritas en los primeros tiempos; en los últimos años apenas he tocado el tema. Me sorprende que la gente asocie todavía mi nombre con ese tipo de obras.
Norden se preguntó hasta qué punto esa modestia era auténtica. Gibson debía de saber, sin duda, que se había hecho famoso gracias a las novelas de viajes espaciales, y que a ellas debía el que la Corporación lo hubiera invitado a este viaje. No se le escapaba a Norden que toda esta situación comportaba también grandes posibilidades de diversión. Pero eso vendría más tarde. Entretanto debía explicar a aquel marinero de agua dulce la rutina de la vida a bordo, en el mundo privado de la Ares.
–En esta nave observamos el mismo horario que en la Tierra, según el meridiano de Greenwich; de «noche» todo se interrumpe. No hacemos turnos, como sucedía antiguamente, ya que los instrumentos se encargan de todo mientras dormimos, y no hay necesidad de una guardia constante. Por eso podemos arreglarnos con una tripulación tan pequeña. Como en este viaje hay suficiente espacio, todos tenemos cabinas individuales. El suyo es un camarote corriente de pasajeros; por casualidad, es el único que está totalmente equipado. Creo que estará cómodo. ¿Todo su equipaje está a bordo? ¿Cuánto le dejaron traer?
–Cien kilos. Está en la esclusa de aire.
–¡Cien kilos!
Norden logró reprimir su sorpresa. Parecía que aquel hombre hubiera decidido emigrar llevándose todos los tesoros de la familia. El capitán, como buen astronauta, sentía horror por el exceso de carga; sin duda, Gibson llevaba muchas cosas innecesarias. A pesar de todo, si la Corporación lo había aprobado y la carga autorizada no era excesiva, no tenía por qué quejarse.
–Haré que Jimmy lo acompañe a su camarote. En este viaje él se encarga de todos estos trabajos y así se gana el pasaje mientras aprende algo sobre los vuelos espaciales. Casi todos nosotros comenzamos así, contratados para el viaje lunar durante las vacaciones en la universidad. Jimmy es un chico bastante inteligente; ya tiene aprobado su curso básico.
A estas alturas Gibson comenzaba a dar por sentado que el camarero sería universitario. Siguió a Jimmy –que parecía un tanto apabullado por su presencia– hasta el alojamiento para pasajeros. Se deslizaron como fantasmas a lo largo de los corredores iluminados. Éstos contaban con un ingenio muy simple, que había contribuido en mucho a la comodidad en las naves espaciales sin gravedad. Cerca de cada pared, una correa sin fin con agarraderas distribuidas a intervalos regulares se deslizaba continuamente a varios kilómetros por hora. Con sólo extender la mano hasta una de esas correas, era posible trasladarse de un extremo a otro de la nave sin hacer el menor esfuerzo, si bien se requería cierta habilidad para cambiar de una correa a otra en las intersecciones.
El camarote era pequeño pero bien planificado y con un diseño de muy buen gusto. Parecía más amplio de lo que era, gracias a las paredes cubiertas de espejos y a su ingeniosa iluminación; la cama a pivotes podía utilizarse de «día» como mesa. Había muy pocas señales de la falta de gravedad; se había hecho todo lo posible para que el pasajero se sintiera como en su casa.
Gibson pasó la hora siguiente ordenando sus enseres y probando todos los artefactos y controles de la habitación. El dispositivo que más le gustó fue un espejo para afeitarse que, al oprimir un botón, se transformaba en un tragaluz abierto hacia las estrellas. ¿Cómo estaría fabricado?
Al fin todo quedó guardado donde pudiera encontrarlo con facilidad, y no le quedó absolutamente nada que hacer. Se recostó en la cama y se ajustó las correas elásticas en torno al pecho y los muslos. La sensación de peso no resultaba del todo convincente, pero era mejor que nada y daba cierta sensación de posición vertical.
Así, tranquilamente tendido en aquel pequeño cuarto bien iluminado, que sería su mundo durante los próximos cien días, le fue fácil olvidar las desilusiones y pequeñas contrariedades que habían empañado su partida de la Tierra. Ya no tenía nada de qué preocuparse; por primera vez, en un tiempo tan largo como su memoria podía recordar, había confiado su futuro completamente al cuidado de otros. Compromisos, fechas de conferencias, límites de plazos, todo eso había quedado atrás en la Tierra. Esta sensación de bienaventurado solaz era demasiado hermosa para que fuera duradera, pero dejaría que su mente la gozara mientras fuera posible.
Tras un período indeterminado, una serie de tímidos golpecitos en la puerta despertaron a Gibson de su sueño. Por un momento no se dio cuenta de dónde se encontraba; pero al recobrar lentamente la conciencia desajustó las correas que lo sujetaban y saltó de la cama.
Como sus movimientos no estaban aún completamente coordinados, se vio forzado a usar lo que podía ser el techo a modo de cañón antes de llegar a la puerta.
Allí estaba Jimmy Spencer, casi sin aliento.
–Saludos del capitán, señor –le dijo–. ¿Le gustaría venir a ver el despegue?
–Por supuesto que sí –contestó Gibson–. Espere, voy a buscar mi cámara.
Reapareció un momento después con una flamante Leica XXA equipada con lentes auxiliares y fotómetros; Jimmy la contempló sin disimular su envidia. A pesar de este bagaje extra llegaron enseguida a la galería de observación que se extendía como un cinturón circular alrededor de la Ares.
Por primera vez, Gibson vio las estrellas en todo su esplendor, ya sin el velo de la atmósfera ni de los cristales oscuros, pues se hallaba en el lado nocturno de la nave y habían retirado los filtros solares. Contrariamente a lo que ocurría en la Estación Espacial, la Ares no giraba sobre su eje, sino que se mantenía en el rígido sistema de referencia de sus giróscopos de manera que en el cielo las estrellas lucían fijas y estacionarias.
Mientras contemplaba la magnificencia que tan a menudo, y tan vanamente, había intentado describir en sus libros, fue muy difícil para Gibson analizar sus sentimientos; deploraba desperdiciar emociones que pudiera aprovechar en su trabajo. Aunque pareciera extraño, ni el brillo de las estrellas ni su gran número causaron una gran impresión en su mente. Había visto cielos poco menos bellos que éste desde la cima de algunas montañas en la Tierra o desde el puente de observación de alguna nave estratosférica, pero nunca había sentido tan vívidamente cómo las estrellas se encontraban en torno a él, hasta el horizonte que ya no le pertenecía y aún más abajo, más allá de sus pies.
La Estación Espacial Uno era un juguete complicado y bien pulido que flotaba en la nada a pocos metros de la nave. No había modo de juzgar la distancia ni las dimensiones, pus su forma escapaba a todo lo que había conocido y el sentido de la perspectiva parecía fallar. La Tierra y el Sol permanecían invisibles, escondidos detrás de la nave.
De pronto, sorprendentemente cerca, surgió una voz incorpórea desde un altavoz oculto.
–Cien segundos para el despegue. Por favor, a vuestros puestos.
Automáticamente Gibson se puso tenso y se volvió hacia Jimmy buscando consejo. Antes de que pudiera formular ninguna pregunta su guía le anunció rápidamente:
–Debo volver a mi puesto.
Desapareció con un elegante buceo dejando a Gibson solo con sus pensamientos.
El minuto y medio siguiente transcurrió con asombrosa lentitud, a pesar de los frecuentes controles de tiempo que se emitían desde los altavoces. Gibson se preguntó quién sería el locutor; no parecía la voz de Norden, y probablemente se trataba de una grabación operada por el circuito automático que ya debía haber tomado el control de la nave.
–Veinte segundos para el despegue. La presión tardará diez segundos.
–Diez segundos para salir.
–Cinco segundos, cuatro, tres, dos, uno…
Algo sujetó suavemente a Gibson y lo deslizó por la curva de la pared llena de claraboyas haciéndolo llegar hasta lo que había pasado a ser el piso. Era difícil darse cuenta de que las nociones de «arriba y abajo» volvían a tener vigencia, y más difícil aún conectarlas con ese trueno distante y amortiguado que había quebrado el silencio de la nave. Allá lejos, en la segunda esfera que constituía la otra mitad de la Ares, en ese mundo misterioso y prohibido de átomos en mutación y máquinas automáticas, en ese lugar donde ningún hombre podía penetrar y seguir con vida, se estaban liberando las fuerzas que los impulsaban a las estrellas. Sin embargo, no había ninguna sensación de esa creciente y despiadada aceleración que acompaña siempre al despegue de un cohete propulsado químicamente. La Ares disponía de un espacio ilimitado para maniobrar; podía tardar todo el tiempo necesario para liberarse de su órbita actual y deslizarse lentamente hacia la hipérbole de transferencia que la guiaría hasta Marte. De cualquier manera, el máximo poder del impulso atómico podía mover sus dos mil toneladas de masa con una aceleración equivalente a un décimo de gravedad; por el momento estaba regulada a menos de la mitad de esta insignificante cantidad. Las unidades a propulsión atómica funcionaban a temperaturas tan elevadas que sólo podían emplearse a muy baja potencia, razón por la cual era imposible utilizarlas en despegues planetarios directos. Pero, a diferencia de los cohetes químicos de alcance limitado, podían mantener su impulso durante varias horas seguidas.
Gibson no tardó mucho en orientarse nuevamente. La aceleración de la nave era tan baja que, calculó, le daba un peso efectivo inferior a los cuatro kilos; no obstante, sus movimientos no se hallaban restringidos. La Estación Espacial Uno no se había movido de su posición aparente, y tuvo que esperar casi un minuto antes de notar que, en realidad, la Ares se alejaba lentamente de ella. Tardíamente se acordó de su cámara y comenzó a fotografiar la partida. Cuando, por fin, pudo solucionar el problema de la correcta apertura de diafragma para captar un pequeño objeto brillante sobre un fondo negro azabache, la estación se hallaba ya bastante distante. Había tardado menos de diez minutos en reducirse hasta la dimensión de un distante punto luminoso, difícil de distinguir entre las estrellas.
Cuando la Estación Espacial Uno hubo desaparecido por completo, Gibson se trasladó hacia la parte diurna de la nave para tomar algunas fotografías de la Tierra que se alejaba. A primera vista era una enorme y fina media luna, demasiado extensa para que el ojo pudiera captarla de una sola mirada. Mientras observaba pudo comprobar que crecía lentamente; la Ares, en cambio, daría por lo menos una vuelta más antes de despegar completamente y avanzar en espiral hacia Marte. Habría de transcurrir una hora antes de que la Tierra se redujera apreciablemente y, en ese tiempo, volvería a pasar de la fase nueva a la llena.
«Bueno, aquí estoy –pensó Gibson–. Allá abajo queda toda mi vida anterior y la de todos mis antepasados hasta la primera burbuja de gelatina que se formó en el prístino mar. Nunca hubo un colono o un explorador que se hiciera a la vela desde su tierra natal dejando tanto tras de sí como lo hago yo. Detrás de esas nubes se esconde toda la historia de la humanidad; dentro de poco podré eclipsar con el dedo meñique lo que fue, hasta hace una generación, todo el dominio del Hombre y todo aquello que su conocimiento pudo rescatar del tiempo.»
Este inexorable apartarse desde lo conocido hacia lo desconocido tenía casi el mismo carácter final que la muerte. Así el alma desnuda, dejando atrás todos sus tesoros, debía de internarse al fin en las tinieblas y la noche.
Una hora después, mientras Gibson continuaba mirando desde el puesto de observación, la Ares alcanzó finalmente la velocidad de evasión y se liberó de la Tierra. Era imposible precisar cuándo llegó este momento; la Tierra aún dominaba el cielo, y los motores proseguían su tronar amordazado y distante. Serían necesarias diez horas más de operación continua para que completaran su tarea y pudieran apagarse por el resto del viaje.
Ese momento llegó mientras Gibson dormía. El repentino silencio y la absoluta pérdida de todo resto de gravedad de que la nave había disfrutado en las últimas horas lo devolvieron a un estado de semiconocimiento. Soñoliento, miró alrededor del cuarto oscuro hasta que sus ojos encontraron el pequeño patrón de estrellas enmarcado por la claraboya. Se hallaban, por supuesto, completamente inmóviles. Resultaba imposible creer que en aquel momento la Ares se alejaba de la órbita terrestre a una velocidad tan grande que ni siquiera el Sol sería capaz de detenerla.
Casi en sueños, ajustó las bandas de sujeción de su ropa de cama para evitar flotar por su cuarto. No iba a recobrar ninguna sensación de peso durante los cien días siguientes.