A mi padre
Ahogar. 1. Matar a una persona o un animal sumergiéndolo en agua o impidiéndole respirar. 2. Causar sofoco. 3. Hacer sentir angustia, congoja o tristeza a una persona. 4. Apagar o sofocar un fuego. 5. Extinguir, suprimir.
El inspector Leo Caldas se bajó del taxi y dio dos zancadas para evitar los charcos que inundaban la acera. Entró en el vestíbulo del hospital, se abrió paso entre la gente que esperaba frente a los ascensores y se dirigió a las escaleras. Subió hasta la segunda planta y avanzó por un pasillo flanqueado por hileras de puertas cerradas. Se detuvo ante la marcada con el número 211, la abrió ligeramente y miró al interior. Tras una mascarilla verde, un hombre dormía sobre la cama más próxima a la ventana. La televisión estaba encendida, sin voz, y la otra cama vacía y con las sábanas dobladas sobre el colchón.
Consultó su reloj, volvió a cerrar la puerta y caminó hasta una sala de visitas situada al final del pasillo. Sólo halló a una mujer mayor cuyas ropas negras se destacaban contra el blanco de la pared. La anciana alzó la vista cuando Caldas asomó la cabeza, pero sus ojos regresaron decepcionados al suelo tras cruzarse con los del inspector.
Caldas se volvió al oír pasos a su espalda. Su padre avanzaba apresuradamente por el pasillo. Le saludó levantando una mano.
–¿Ya lo has visto? –preguntó el padre en un susurro cuando se encontraron ante la puerta cerrada.
–Desde aquí –contestó Leo–. Yo también llego tarde. ¿Has hablado con los cirujanos?
El padre asintió:
–Dicen que no merece la pena operarlo.
Al entrar en la habitación, el padre del inspector se sentó sobre la cama vacía, mirando a su hermano con la nariz arrugada en un gesto amargo. Leo Caldas se quedó de pie.
Una aguja vaciaba el contenido de varios frascos en el brazo escuálido de su tío Alberto, cuyo pecho se levantaba lentamente bajo la sábana y luego caía con brusquedad, como si cada exhalación fuese un suspiro profundo. El gorgoteo del agua destilada que filtraba el oxígeno y el silbido del aire que la mascarilla dejaba escapar por los lados ahogaban el rumor de la lluvia.
Leo Caldas atravesó la habitación hasta la ventana. Apartó el extremo de un visillo y, a través del doble cristal, contempló las luces rojas y amarillas de los coches atascados y la procesión de paraguas de la acera.
Se volvió alertado por el silbido de la mascarilla que su tío había apartado de su rostro para poder hablar.
–¿Sigue lloviendo? –preguntó con un hilo de voz antes de volver a colocarse el respirador.
Leo asintió, sonrió levemente sin separar los labios e inclinó la cabeza hacia el lugar que ocupaba su padre, señalándoselo. Su tío quiso volver a retirarse la mascarilla al ver a su hermano, pero éste no se lo permitió:
–Anda, déjate eso en su sitio. ¿Cómo estás?
El enfermo agitó una mano y se la llevó al pecho para dar a entender que le dolía.
–Bueno –comentó su hermano–, es normal que te moleste.
Tras un momento de silencio, el tío señaló el aparato de radio que descansaba sobre la mesilla y miró al inspector.
–Dice que te escucha –le aclaró el padre.
–Ya, ya.
El tío asintió, cerró el puño y levantó el pulgar.
–Dice que le gusta –volvió a traducir el padre.
–Ya, ya –dijo Caldas, y luego señaló la televisión muda, que emitía un informativo–. Creo que es más entretenida la tele.
Su tío negó con la cabeza y levantó nuevamente el pulgar hacia la radio.
–Dice que tu programa es mejor.
–¿De verdad piensas que no le entiendo? –preguntó Leo Caldas a su padre–. Además, no es mi programa. Yo sólo hablo alguna vez.
El padre miró a su hermano, cuyos ojos sonreían tras la mascarilla, y Caldas contempló fascinado cómo comenzaban a hablar sin necesidad de palabras, mirándose y moviendo los músculos del rostro, comunicándose en el lenguaje que conservan los que tienen en la infancia un idioma común.
La entrada de un médico en la habitación arrancó al enfermo una mueca de disgusto.
–Alberto, ¿cómo va? –preguntó el médico, y recibió por toda respuesta el balanceo de una mano.
El doctor descubrió la sábana y palpó varios puntos del abdomen del enfermo, que en el refugio de plástico verde que le aireaba los pulmones desencajaba su rostro con cada presión.
–En un mes está usted nuevo –dijo al concluir el examen y, tras guiñar un ojo al padre de Leo Caldas, abrió la puerta y abandonó la habitación.
Los tres hombres permanecieron en un silencio incómodo hasta que el tío Alberto, con un ademán, pidió a su hermano que se aproximase. El padre del inspector se acercó al borde de la cama y su hermano se retiró la mascarilla.
–¿Me harías un último favor? –preguntó con voz fatigada.
El padre cruzó una mirada con Leo Caldas.
–Claro.
–¿Aún conservas tu libro de idiotas?
–¿Cómo?
–¿Lo conservas o no? –insistió el enfermo, esforzándose por elevar su bisbiseo sobre el soplido del oxígeno.
–Sí, creo que sí.
–Pues apunta a ese médico –dijo, y señaló con su dedo caquéctico la puerta por la que había salido el doctor.
Luego se colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca durante unos instantes para después retirársela y volver a susurrar:
–Es el doctor Apraces. ¿Lo recordarás?
El padre de Leo Caldas asintió y le apretó suavemente el brazo, y el rostro de su hermano se arrugó alrededor del plástico verde al sonreír.
Cuando se quedó dormido se reanudaron el gorgoteo del agua destilada y el brusco vaivén de su respiración.
Al salir del hospital, el inspector encendió un cigarrillo y su padre abrió un paraguas.
–Cabemos los dos –dijo.
Leo se arrimó a él y echaron a andar hacia el aparcamiento entre el recital de cláxones que ofrecían los conductores exasperados por el atasco.
–¿Tienes un libro de idiotas?
–¿No lo sabías? –contestó el padre sin mirarle, y Caldas advirtió que tenía los ojos acristalados.
Se sorprendió, pues aunque tras la muerte de su madre el rumor de su llanto le había acompañado muchas noches, nunca había derramado una lágrima cuando él estaba presente. Decidió retrasarse unos pasos a pesar de la lluvia y permitir que su padre aliviase su pena sin pudor.
En el aparcamiento, antes de entrar en el coche, su padre le preguntó:
–¿Te dejo en algún sitio, Leo?
–¿Tú adónde vas?
–A mi casa. Allí no hay ruido.
–¿Vendrás a verlo mañana?
–Por la tarde –asintió el padre–. Después de comer.
Podría avisar al comisario a primera hora y tomarse libre la mañana. Con suerte, también llegaría tarde a la radio y el fatuo de Losada tendría que arreglárselas sin él.
–Entonces te acompaño y me traes cuando vengas.
El padre se le quedó mirando.
–¿Vas a dormir en mi casa?
–Si me invitas… –dijo Leo.
–¿No trabajas mañana?
Leo Caldas se encogió de hombros, dio una calada rápida a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y entró en el coche.
Rescoldo. 1. Brasa pequeña que se conserva entre la ceniza. 2. Resto o residuo que queda de una cosa, en especial de un sentimiento, pasión o afecto.
Algunas veces, en los meses de zozobra que siguieron a la muerte de su mujer, el padre de Leo Caldas había visitado la antigua casa solariega que ella había habitado de niña, una vivienda en ruinas que apenas mantenía los muros de piedra de su esqueleto. Sólo había resistido los años de abandono la bodega anexa a la casa, que, semihundida en la tierra para evitar cambios bruscos de temperatura, todavía conservaba en su interior varias cubas, una arcaica prensa de madera, una embotelladora de mano y otras herramientas rudimentarias. Paseando por la finca, por los bancales que descendían como un anfiteatro hasta el río Miño, el padre del inspector había hallado un bálsamo para su abatimiento, un alivio que la ciudad le negaba.
Un mes de octubre, viendo las uvas madurar hasta pudrirse en las viñas y estimulado por la idea de pasar más tiempo en aquel lugar, se propuso volver a elaborar vino en la vieja bodega. Así, tras varios meses de lecturas y asesoramiento, comenzó a cultivar una porción de terreno reducida, la más cercana a la casa.
Con la excusa de atender las viñas, todos los sábados y domingos madrugaban para desplazarse en coche hasta la finca. Casi cincuenta kilómetros de viaje por carreteras sinuosas que el estómago del pequeño Leo les obligaba a recorrer por etapas y con las ventanillas abiertas.
Durante los fines de semana de marzo desbrozaron el terreno, y en abril y mayo arrancaron las cepas inservibles. En verano, aprovechando las vacaciones y los días más largos, colocaron los postes y alambres que guiarían las cepas sanas y las que habrían de plantar tras la vendimia, en invierno.
Los primeros años, mientras ampliaba el cultivo a otros pagos de la finca, el padre de Leo Caldas había vendido el vino a granel o lo había repartido entre sus conocidos. Luego, cuando las cepas nuevas comenzaron a dar frutos, invirtió sus ahorros en mejorar la bodega para poder embotellarlo y venderlo etiquetado. Pronto recuperó lo invertido, pues su vino iba adquiriendo prestigio y, aunque los litros aumentaban en cada vendimia, vendía sin esfuerzo todas las cosechas.
Tan pronto como tuvo edad para quedarse solo en casa, Leo abandonó la penitencia de las curvas y dejó de acompañarle a la finca. El padre aguardó a que su hijo se marchase a la universidad para dejar definitivamente su trabajo en Vigo e instalarse en la antigua casa familiar de su mujer, que poco a poco había ido restaurando.
Las tierras que en principio habían supuesto un sosiego para su postración se habían convertido en un negocio próspero, y las noches de llanto eran sólo una sombra en la memoria.
El mismo vino que había hundido a tantos hombres lo había salvado.
Durante el trayecto hasta la finca apenas hablaron. Aunque las carreteras modernas habían suavizado las curvas, Leo Caldas abrió ligeramente su ventanilla y cerró los ojos al sentarse en el coche. Se mantuvo hundido en su asiento, inmóvil a pesar de que algunas gotas de lluvia se colaban por la rendija para estallar en su rostro.
A su lado, su padre agarraba el volante con una mano y se llevaba la otra a la boca. Iba apretando sus uñas con los dientes, sin llegar a quebrarlas, mientras su mente viajaba de la niñez a la habitación del hospital.
Cuando llegaron a la finca, Leo Caldas salió del coche para abrir la verja y esperó bajo la lluvia a que hubiese franqueado la entrada. Al volver a montarse en el vehículo, mientras recorrían el camino hacia la casa, le pareció ver que una sombra se movía a su espalda. Por la ventanilla posterior, entre los surcos que dejaban las gotas de lluvia, vislumbró un animal que les seguía a la carrera.
–¿Tienes un perro? –preguntó Caldas, extrañado.
–No.
–¿No es tuyo? –insistió, señalando hacia atrás.
El padre de Caldas miró durante un instante por el espejo retrovisor y confirmó:
–No, no es mío.
Desde que se apearon del coche hasta que llegaron a la puerta, el perro les acompañó brincando alrededor del padre de Leo Caldas. Ladraba, saltaba y salía disparado bajo la lluvia en cualquier dirección para girar en redondo a los pocos metros y regresar al galope, aullando de entusiasmo, moviendo el rabo como un látigo y tratando de lamer las manos, la cara o lo que el padre del inspector tuviese a bien ofrecerle.
–Mira cómo me ha puesto –se lamentó el hombre al entrar en la casa.
Se sacudió los pantalones y la camisa que las patas del animal habían llenado de trazos oscuros de tierra mojada y subió por la escalera hacia su dormitorio. Caldas le esperó en el piso de abajo.
–Menos mal que no es tuyo –murmuró.
Rodeó la amplia mesa del comedor y se acercó al salón. Se sentó en el sofá, frente a la chimenea que aún conservaba ceniza y rescoldos apagados de un fuego reciente. A un lado de la mesa baja, junto a una pila de periódicos viejos, había una cesta repleta de leña.
Su padre se había cambiado de ropa cuando bajó.
–¿Te dejo algo seco?
–Mañana, si acaso. Preferiría secarme al fuego. ¿Puedo? –preguntó, señalando la leña.
–Si sabes encenderla… –dijo el padre con desdén antes de escabullirse hacia la cocina.
Leo Caldas suspiró y se acercó a la chimenea, tomó dos gruesos troncos de pino de la cesta y los puso en el hogar. Arrugó algunas hojas de periódico, las metió entre los troncos y colocó sobre los papeles varias piñas y sarmientos que partió en trozos pequeños. Buscó en su bolsillo el paquete de tabaco y el encendedor, y prendió un cigarrillo con la misma llama que acercó a los periódicos. Cuando comenzaron a arder, se sentó en el sofá a fumar frente al fuego.
El padre volvió al salón trayendo en la mano una botella de vino blanco sin etiquetar. Tras abrirla con el descorchador de pared, la dejó sobre la mesa baja y fue a buscar dos copas a la alacena.
–Es de la nueva cosecha –dijo mientras llenaba las copas de un vino todavía turbio–. A ver qué te parece.
Leo Caldas apoyó el cigarrillo en el cenicero y hundió la nariz en la copa. El padre imitó su gesto.
–Aún se tiene que clarificar, pero de aroma está listo –apuntó.
–Ya, ya.
–¿Cómo lo encuentras, Leo?
El inspector se llevó la copa a los labios y, antes de tragarlo, movió el vino dentro de su boca durante unos segundos.
–¿Qué opinas? –insistió el padre, que esperaba de pie el veredicto de su hijo.
Leo Caldas asintió varias veces y luego vació el resto de la copa de un solo trago.
Abrieron otra botella de vino del año anterior y calentaron dos tazas del caldo hecho con unto, huesos de vaca, grelos, habas y patatas que el padre del inspector guardaba en la nevera. De postre tomaron queso del país con el dulce de membrillo que María elaboraba en su casa.
Cuando terminaron de cenar y recogieron los platos, Leo Caldas trasladó a la mesa baja la botella y las copas, las llenó de nuevo, y tomó asiento en el sofá, frente a la chimenea encendida que podía estar mirando durante horas. Su padre se acercó a la librería y estuvo unos minutos rebuscando en los estantes, maldiciendo por lo bajo hasta que encontró un pequeño cuaderno apoyado contra la pared del fondo. Tenía las tapas de cartón tan desgastadas que no se adivinaba su color original. Recogió su copa y fue a sentarse a la mesa del comedor. Allí permaneció un rato hojeando el cuaderno.
Cuando Leo se incorporó para servirse más vino, preguntó:
–¿Es el libro de idiotas?
Su padre asintió.
–No sé cómo se habrá acordado tu tío de él. Hace años que no lo abro –dijo mientras pasaba las hojas repletas de nombres, de pedazos de vida asociados a cada uno de ellos.
Luego echó mano de un bolígrafo y dejó abierto el cuaderno por la página donde figuraba la última anotación.
–Era el doctor Apraces, ¿no?
–Sí –confirmó el inspector, y al volverse hacia su padre se encontró con aquellos ojos brillantes que no conocía.
Leo Caldas se tumbó en el sofá y allí permaneció el resto de la noche, sin levantar la vista del fuego para que su padre pudiese llorar cada vaso de vino que bebía.
Pendiente. 1. Que todavía está sin resolver o sin terminar. 2. Que pone atención o interés en una persona, cosa o suceso. 3. Que está suspendido. 4. Cuesta o declive de un terreno. 5. Adorno sujeto a la oreja.
Por la mañana, Leo Caldas tomó prestada una muda del armario de su padre, se dio una ducha larga y salió al patio que separaba la casa de la bodega. El otoño había concedido una tregua después de varias semanas de lluvia, y aunque las nubes ocultaban el sol, el día sin viento amanecía apacible y luminoso.
Se acercó al arriate, deslizó una rama de hierba luisa entre sus dedos y se los llevó a la nariz aspirando profundamente el aroma impregnado en ellos.
–Así que le gustó el caldo –dijo una voz a su espalda.
María, la mujer que por las mañanas acudía a casa de su padre para limpiar y preparar la comida, estaba barriendo las hojas rojizas que había perdido el liquidámbar durante la noche.
–Mucho, María, mucho –contestó Leo Caldas.
–El truco es espumarlo bien –confesó ella sin dejar de barrer. Luego, pretendiendo devolverle el halago, añadió–: También me gusta mucho a mí su programa. No nos perdemos Patrulla en las ondas.
El inspector se preguntó cómo era posible que allí también pudiese oírse su programa de radio. ¿Acaso no era Onda Vigo una emisora local?
Le dio las gracias y cambió de tema:
–¿Ha visto a mi padre?
–Iba hacia abajo, con el perro –explicó, y señaló a través de la bodega la dirección del río–. ¿No va a desayunar? Tiene café caliente en el termo.
–Igual más tarde… –se escabulló Caldas, saliendo del patio.
Caminó alrededor de la casa y se dirigió al mirador. Apoyó los codos en la barandilla de piedra, contemplando las siete hectáreas de viñedo en pendiente que descendían como gradas hasta el río.
El tractor estaba detenido en el camino unos cientos de metros más abajo, junto a uno de los bancales de la derecha. Distinguió a varias personas entre las cepas y recordó que su padre le había dicho durante la cena que habían comenzado a podar.
Encendió un cigarrillo y se quedó apoyado en la barandilla disfrutando del sosiego del campo. Iba a llamar a la comisaría para decir que no le esperasen hasta la tarde, pero no hizo falta. El timbre agudo del teléfono sonó en el bolsillo de su pantalón. Caldas leyó en la pantalla el nombre de su ayudante y descolgó.
–¿Ya está viniendo hacia aquí, jefe? –preguntó Rafael Estévez a modo de saludo, sin darle siquiera tiempo a contestar.
–¿Pasa algo?
–Hace media hora que nos han llamado desde el puerto de Panxón. Han encontrado el cadáver de un hombre flotando en el agua.
–¿Un marinero?
–¿Cómo quiere que lo sepa, inspector?
El aragonés estaba en plena forma desde primera hora.
–¿Teníamos noticia de algún desaparecido? –preguntó Caldas, sabiendo que en ocasiones transcurrían varias jornadas hasta que el mar devolvía los cuerpos de los ahogados.
–Que yo sepa, no.
–Ya.
–¿Quiere decirme cuánto va a tardar, inspector? –preguntó Estévez con su impaciencia habitual–. El juez ha salido para allá hace diez minutos, y el forense ha llamado preguntando si podemos pasar a buscarle.
Caldas confirmó en su reloj que aquel lunes el ajetreo había comenzado demasiado pronto y se alegró de estar lejos de la ciudad.
–Pues pasa tú a recogerle.
–¿Y usted?
–Yo hasta esta tarde creo que no voy a poder ir por ahí, Rafa.
–¿Cree que no va a poder o lo sabe con certeza?
–No empecemos, Rafa. En este momento iba a llamar para avisaros.
Estévez se despidió con un gruñido y el inspector pensó en telefonear al comisario para advertirle de su ausencia esa mañana y pedirle que asignara un acompañante a Estévez. Antes de marcar abandonó la idea. Al fin y al cabo, sólo se trataba de un ahogado.
Descendió por el camino que serpenteaba entre las vides, atravesando la finca como una cicatriz hasta la orilla del río. Las cepas situadas en la parte más alta todavía esperaban a ser podadas, aunque el otoño avanzado ya se hubiera encargado de desvestirlas y sólo unas pocas ramas conservasen alguna hoja lánguida.
Se detuvo a la altura del tractor, observando en silencio cómo los podadores escogían cinco o seis varas de cada cepa y las ataban a los alambres. Elegían las que tenían varias yemas, donde aparecerían los brotes en primavera, y cortaban las demás. Más tarde, antes de pasar al siguiente bancal, recogerían en el tractor los sarmientos que pudieran servir como leña y dejarían pudrirse el resto en el suelo.
Los mimbres con que había ayudado a su padre a sujetar las primeras varas habían sido sustituidos por lazos de plástico, pero nada más parecía haber cambiado desde entonces.
Unas decenas de metros más abajo apareció en el camino el perro marrón que los había recibido la noche anterior, y a los pocos segundos surgió de la misma hilera de viñas la silueta del padre de Leo Caldas. Llevaba una tijera de podar en la mano y la humedad de la mañana brillaba en sus botas de plástico.
Leo fue a su encuentro.
–Hay botas en el almacén –dijo el padre mirando los zapatos de su hijo.
Leo Caldas se encogió de hombros:
–No voy a salirme del camino.
–Como quieras. ¿Conoces la plantación nueva? –le preguntó su padre, extendiendo un brazo hacia el río.
Leo la conocía, pero contestó que no y echaron a andar hacia allí. El perro, con el hocico hundido en el suelo, se les adelantó correteando entre el viñedo. Cada cierto tiempo veían aparecer en el camino su cabeza marrón. La mantenía erguida un instante y luego, cuando comprobaba que seguían avanzando, volvía a su trote distraído.
–¿Cómo se llama? –preguntó el inspector señalando al perro una de las veces en que se asomó a mirarles.
–No lo sé. No es mío –contestó su padre sin dejar de caminar.
Continuaron bajando por el camino, que al llegar a la parte inferior de la finca hacía un ángulo hacia la derecha, paralelo al cauce del río. A ambos lados del camino se extendían varias hileras de postes blancos unidos por alambres. Al pie de cada poste asomaba una nueva vid.
El padre le explicó que habían necesitado una pala excavadora para nivelar el terreno y que habían ampliado la distancia entre las viñas para que el tractor pudiese maniobrar con facilidad, y el inspector le escuchó en silencio, asintiendo como si lo estuviese oyendo contar por primera vez.
Cuando su padre se detuvo para atar a un poste la vara suelta de una cepa, Leo atravesó las hileras de la plantación y se asomó al río que corría varios metros bajo sus pies.
En el trecho que discurría frente a la finca abundaban los remolinos. Cuando querían bañarse debían caminar media hora río arriba, hasta un recodo que remansaba el agua en una playa fluvial. Partían después de comer y regresaban andando por la orilla cuando casi había anochecido. En la niñez, los días parecían más largos.
Mirando el agua y oyendo el rumor de la corriente, pensó en la llamada de Rafael Estévez y en el hombre arrastrado por el mar. Recordaba la noche en que la farmacéutica se había ahogado en los rápidos. Mientras él esperaba en el coche, su padre había acompañado a los guardias que recorrían la finca por la orilla, removiendo el agua con unas varas de madera. Luego regresaron a dormir a Vigo y los guardias continuaron la búsqueda río abajo.
El cuerpo de la farmacéutica tardó tres días en aparecer. Lo encontraron unos pescadores de lamprea a ocho kilómetros del lugar en que había caído al agua.
Años más tarde, el inspector supo que ella misma se había arrojado al río y que no sabía nadar. Sin embargo, durante meses, la farmacéutica había nadado junto a él en sus pesadillas infantiles, suplicándole que la socorriese en medio de una corriente que siempre terminaba por engullirla. Cuando la angustia le despertaba, Leo estaba cubierto de sudor, tan mojado como si realmente hubiese estado zambullido en el río.
Consultó su reloj. Rafael Estévez ya habría llegado a la playa de Panxón y confió en no recibir más noticias del asunto hasta la tarde, cuando estuviera de vuelta en comisaría.
Su padre se le acercó y juntos vieron bajar el río, cuya corriente transportaba hojas y ramas a gran velocidad.
–Debiste calzarte las botas.
–Ya –concedió Caldas sin dejar de mirar al agua.
–¿Has desayunado? –preguntó el padre unos segundos después.
Cuando Leo negó con un gesto, propuso:
–¿Subimos a tomar un café?
Mientras iniciaban el camino hacia la casa, el padre se lamentó:
–No sé cómo no se me ocurrió plantar antes en esta zona.
–Creí que pensabas que la tierra arenosa no favorecía a la viña.
–Pues verás cómo va a dar un vino estupendo. No en esta vendimia, claro, ni en la próxima, pero creo que en cinco años estará saliendo de esas cepas el mejor vino de la finca. Y si tengo razón, plantaré allí también –dijo señalando el otro lado del camino.
–¿Cinco años?
–Cinco o seis... Cuando las viñas hayan crecido.
–¿No es demasiado tiempo?
–Los plazos no los marco yo. Es lo que tarda la viña en madurar.
–Ya lo sé –dijo el inspector–. Me refería a si no piensas jubilarte antes.
–¿Jubilarme? ¿Para hacer qué?
Leo Caldas se encogió de hombros.
–Cualquier cosa…
–¿Esto no te parece cualquier cosa? –el padre extendió los brazos hacia las laderas pobladas de cepas que el camino dividía en dos–. A mi edad, la única manera de estar tranquilo, de no darle demasiadas vueltas a la cabeza, es mantener la mente ocupada en algo. Lo otro es sentarse a esperar que el tiempo pase y haga su trabajo, resignarse a vivir la vida a través de otros.
Leo Caldas tenía la sensación de haberle estropeado la mañana. Le pesaba haber hablado de más. Sin embargo, su padre añadió con una sonrisa:
–Además, los jubilados no tienen vacaciones.
En la cocina su padre sirvió dos tazas de café del termo. Añadió unas gotas de leche y azúcar a una de ellas y le alargó la otra.
–¿Salimos? –preguntó, señalando la puerta del patio mientras rebuscaba en la encimera.
En el patio se cruzaron con María, que volvía a la casa con la escoba en la mano.
–María no se pierde Patrulla en las ondas –le informó el padre.
–Sí, sí, ya me contó –respondió Caldas torciendo la boca en lo que pretendía ser una sonrisa.
Bordearon la casa y fueron a apoyarse en el antepecho de piedra del mirador. El padre iba a comentar algo cuando comenzó a sonar el timbre del teléfono móvil del inspector, que suspiró profundamente al leer el nombre de Rafael Estévez en la pantalla.
–¿Trabajo? –musitó el padre.
–Mi ayudante –confirmó Leo Caldas, separándose unos metros y buscando el tabaco en el bolsillo de su pantalón antes de contestar.
–¿Cómo ha ido todo? –dijo mientras sostenía un cigarrillo entre los dientes al que acercó la llama de su encendedor.
–Aún estoy en el puerto éste.
–¿Con el ahogado?
–Parece que lo ayudaron a ahogarse.
–¿Y eso?
–Tiene las manos atadas.
Con cierta frecuencia, los suicidas que se lanzaban al agua se ataban las manos o los pies para tener la seguridad de que se cumpliría su propósito.
–Pudo hacerlo él mismo –apuntó el inspector.
–No, jefe. No me pregunte por qué, pero el forense cree que ese hombre ni se suicidó ni murió pescando truchas.
–Truchas en el mar hay pocas –dijo Caldas lacónico.
–Usted ya me entiende.
–Ya.
Leo dio una calada al cigarrillo con la sensación de que se iba a arrepentir de no haber podido acompañar a su ayudante.
–¿Se sabe quién era?
–Un hombre del pueblo. Un marinero de Panxón. Van a trasladar el cuerpo a Vigo para identificarlo y hacerle la autopsia. También va a acercarse hasta aquí alguien de la UIDC, por si hubiera rastros.
–¿Nadie lo ha reconocido?
–Con convencimiento, no. Ya sabe cómo es esta gente –comentó Rafael Estévez, quien meses después de su traslado a Galicia aún no lograba acostumbrarse a la ambigüedad con que solían expresarse sus nuevos vecinos.
–A ver si logras que te confirmen algo –dijo, y conociendo el apasionamiento con que su ayudante era capaz de emplearse, se arrepintió al instante de haberlo hecho–. Pero con cariño, Rafa –añadió–. No quiero líos.
–Por eso no se preocupe, jefe. Déjeme a mí –dijo el ayudante antes de colgar, en un tono que estaba lejos de sonar tranquilizador.
Leo Caldas volvió junto a su padre y recogió la taza que había apoyado en la barandilla de piedra.
–¿Se va acostumbrando a esto tu ayudante?
Caldas dio un sorbo a su café:
–No creo que llegue a hacerlo nunca.
El padre esgrimió su bolígrafo dibujando trazos imaginarios en el aire.
–¿Quieres que le apunte en mi libro? –preguntó, como si no existiese un castigo más cruel.
Como Leo Caldas no contestaba añadió:
–Siempre se le puede borrar más adelante. No sería el primero que tacho.
–Es igual –dijo el inspector, y su padre percibió en su rostro una huella de preocupación.
–¿Pasa algo, Leo?
–Un cliente –respondió chasqueando la lengua.
–¿Asesinado?
–Podría ser –dijo Caldas.
–¿Prefieres que volvamos a Vigo ahora? –se ofreció.
–No te preocupes –respondió Caldas, consciente de lo poco que seducía a su padre pasar más tiempo del imprescindible en la ciudad.
–Intentaría entrar a ver a tu tío esta misma mañana.
–No hace falta, de verdad.
–A mí casi me vendría mejor, Leo –insistió el padre–. Tengo cosas que hacer aquí por la tarde.
–Entonces, de acuerdo –contestó agradecido, sabiendo que su padre mentía.
Entre tanto el inspector terminaba su cigarrillo, permanecieron observando desde lo alto el desfile de postes blancos a los que se sujetaban las viñas.
–Está bonito, ¿verdad? –dijo el padre con aire orgulloso.
–Sí –susurró Caldas–, y eso que el otoño no le sienta bien a la viña.
El padre recogió las dos tazas vacías y se dirigió a la casa. Leo le oyó preguntarse en voz alta:
–¿Y a quién le sienta bien el otoño?
Abordar. 1. Acercarse una embarcación a otra hasta tocarla, de forma voluntaria o por accidente. 2. Atracar una embarcación en el desembarcadero o en el muelle. 3. Dirigirse a alguien para hablar de un asunto o para pedirle algo. 4. Empezar a hacer una cosa determinada.
Una calle antes de llegar a la comisaría, con un pretexto absurdo, Leo Caldas se apeó del automóvil aprovechando un semáforo en rojo. No eran días fáciles para su padre y, viendo el coche perderse entre el tráfico de la ciudad de Vigo, se arrepintió de haberse marchado tan apresuradamente.
Poco después de partir desde la finca habían intercambiado algunas frases refiriéndose a su tío, lamentando la enfermedad que lo consumía desde dentro obligándole a pedir el aire prestado a una máquina. Hicieron el resto del trayecto en silencio. Leo con los ojos cerrados. Su padre con la vista en la carretera y la mente en el hospital.
Fue ya en la ciudad, mientras descendían por sus calles en pendiente hacia la comisaría, cuando el padre del inspector se interesó por Alba. Para zanjar la conversación, Leo le contó que no sabía nada nuevo, que no tenía noticias de ella desde hacía varios meses. Sin embargo, su padre continuó preguntando una y otra vez pese a no encontrar más que evasivas en las respuestas de su hijo. ¿Por qué insistía siempre en abordar las cuestiones más incómodas en el último momento? Si el propósito era prolongar sus encuentros, ya debería haber escarmentado. Aquellas preguntas molestas de última hora sólo lograban precipitar sus despedidas dejándoles a ambos un regusto amargo.
Caldas entró en la comisaría y caminó hasta el fondo de la sala por el pasillo que formaban las dos hileras de mesas. Abrió la puerta de cristal esmerilado de su despacho, colgó su impermeable en el perchero y se dejó caer en su butaca negra.
Con la mirada atravesando las pilas de papeles que se amontonaban sobre su mesa, continuó pensando en su padre hasta que el comisario Soto entró en su despacho y lo devolvió a la realidad.
–¿Qué tal en Panxón?
–No me dio tiempo a ir, comisario. Estévez está ocupándose del tema.
–¿Has mandado a Estévez solo a un levantamiento? –preguntó el comisario Soto.
Cuando el silencio de Caldas se lo confirmó, el comisario movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de incredulidad y se marchó mascullando.
Caldas descolgó el teléfono para marcar el número de Olga y pedirle que dirigiese a Estévez a su despacho en cuanto lo viese aparecer por la comisaría.
Permaneció sentado ante su escritorio, desoyendo a su estómago, que le avisaba ruidosamente del retraso en la hora de la comida. Aprovechó para revisar algunos de los papeles que acumulaba sobre la mesa, realizando anotaciones a lápiz en los márgenes, y devolviéndolos a un nuevo montón. Cada vez que dejaba un documento consultaba su reloj y levantaba la mirada hacia la puerta. En unas ocasiones se preguntaba cómo se estaría desenvolviendo su ayudante en el levantamiento del ahogado. En otras, volvía a pensar en su padre y en su súbita despedida.
A las tres menos cuarto, cuando hojeaba las declaraciones de los testigos del atraco a una joyería situada en la calle del Príncipe, la más comercial de la ciudad, la enorme silueta de Rafael Estévez oscureció el cristal de la puerta.
–Menuda mañanita, jefe –resopló su ayudante al entrar.
Caldas estaba hambriento. Además, prefería escuchar en otro lugar lo que Estévez tuviera que contarle, a salvo de interrupciones. Coronó un rimero de papeles con los testimonios del robo y se levantó.
–¿Has comido? –quiso saber–. Te invito.
–Gracias, pero dudo que pueda probar bocado –respondió Estévez–. No se imagina cómo estaba ese tipo.
Antes de que su ayudante intentase ahondar en los detalles, Caldas descolgó su impermeable, lo dobló sobre su antebrazo y giró el pomo de la puerta.
–¿Te importa ponerme al tanto mientras como algo? –pidió–. Sólo tengo en el estómago el café del desayuno, y como tardemos un poco más no me van a dar de comer.
–Hoy no llueve –dijo Estévez señalando la gabardina.
–Lo sé –contestó el inspector, y salió con paso apresurado de su oficina.
Rafael Estévez lo siguió por la comisaría hasta la calle, donde el sol acababa de encontrar un hueco entre las nubes.
Cruzaron la Alameda pisando un manto de hojas caídas y se adentraron en la calle del Arenal caminando frente a sus elegantes edificios de piedra. Las galerías de hierro forjado de las fachadas, asomadas desde hacía algunas décadas a los contenedores del puerto de mercancías, aún parecían preguntarse dónde estarían escondidos la playa y el mar.
El bar Puerto todavía estaba abarrotado. Como cada mediodía, sus mesas mezclaban corbatas, trajes de faena azules y ropas gruesas de marinero. Caldas echó un vistazo a los platos que se vaciaban en las más cercanas.
–Lástima que no tengas apetito –comentó.
–Le salía espuma por la nariz… –recordó Estévez, y arrugó la cara con desagrado.
–Después, Rafa –dijo el inspector. Ya tendría tiempo de escuchar los detalles más macabros del asunto cuando hubieran terminado la comida.
Cristina se acercó a recoger una botella de aguardiente en la barra situada a unos pasos de la entrada.
–¿Aún nos podemos sentar? –preguntó el inspector levantando la voz sobre el barullo de las conversaciones cruzadas.
–Aquí siempre hay algo para una estrella radiofónica –respondió la camarera con sorna. Luego se dirigió con la botella hacia el fondo del comedor para que dos estibadores, habituales como Caldas a mediodía, aliñaran el café con que cerraban el almuerzo.
Cuando regresó, señaló dos huecos en las mesas corridas.
–¿Preferís ésta o aquélla?
En la más próxima, tres veteranos hombres de mar se sentaban junto a un joven de traje oscuro que devoraba a partes iguales la sopa y un periódico deportivo. En la otra, estaban los estibadores a quienes Cristina había llevado el aguardiente.
–La del fondo –escogió Caldas–, ¿y podrías no sentar a nadie más en nuestra mesa cuando se levanten esos dos?
–No te preocupes, Leo. A estas horas ya no aparece por aquí más que algún despistado.
Al dirigirse hacia su mesa pasaron junto a la cocina. Varios pucheros pendían sujetos por unos ganchos en la pared de azulejo blanco, como esperando su turno para hervir sobre los fogones. Las mellas del metal revelaban que aquellas ollas habían sido utilizadas durante años, pero relucían como si hubiesen sido sumergidas en abrillantador.
Se detuvieron ante el mostrador de un metro escaso de altura que separaba el comedor de la cocina. El inspector se agachó para observar el expositor donde habitualmente se exhibían los mariscos. Estaba vacío.
–No busque. Los lunes no hay marisco –le advirtió una de las cocineras desde el otro lado del mostrador. Estaba fregando una de las cazuelas bajo el grifo antes de devolverla a su lugar en la pared.
–¿Con qué las limpian para que brillen tanto? –preguntó Rafael Estévez señalando el cacharro que frotaba la mujer.
–Con mucho esfuerzo, fillo –respondió la cocinera–. Si se anima… –añadió, ofreciendo al policía el puchero cubierto de espuma.
Estévez declinó la invitación con una sonrisa y siguió a Caldas hasta el fondo de la sala. Intercambió una mirada con los estibadores que compartían mesa y se retrepó en la silla situada frente al inspector.
Cristina acercó una sopera que colocó entre los dos. Al destaparla, un humo blanco repleto de aromas marinos se derramó sobre el mantel e hizo que Estévez se incorporara moviendo las aletas de la nariz.
La camarera regresó trayendo en una mano una jarra helada de vino blanco y, en la otra, los platos, vasos y cubiertos en equilibrio.
–Rafael no necesita plato –le dijo Caldas–. No tiene apetito.
Estévez miró la sopera como el niño que busca en el cielo el globo que acaba de soltarse del hilo.
–¿Se lo dejo por si acaso? –preguntó Cristina.
–Por si acaso –accedió Estévez.
Caldas se sirvió y devolvió el cucharón a la sopera. Estévez le echó mano de inmediato.
–Creí que no ibas a poder probar bocado –observó el inspector.
–Un poco de sopa no puede sentar mal a nadie –respondió el ayudante llenándose el plato casi hasta el borde.
Caldas sopló para enfriar la primera cucharada antes de llevársela a la boca:
–En eso tienes razón.
Rafael Estévez ya había repetido y se contenía para no servirse sopa una tercera vez cuando Cristina acudió para tomar nota del plato principal. Les ofreció bacalao a la gallega o chocos en su tinta con arroz. Leo Caldas pidió los chocos.
–¿Usted va a querer algo más? –preguntó Cristina a Estévez.
La sopa había arrinconado el recuerdo de la espuma del ahogado y devuelto al policía su voracidad habitual, de manera que contestó:
–¿Qué me recomienda?
–Los choquitos están saliendo muy buenos –dijo Cristina. Y casi al instante añadió–: Y el bacalao tiene mucho éxito también.
Dejó colgando las palabras y Estévez la miró fijamente esperando su veredicto. Tras unos segundos, viendo que éste no se producía, preguntó:
–¿Entonces?
–Son distintos –se limitó a decir la camarera.
–Eso ya lo sé. Pero alguno estará mejor –insistió el aragonés.
–Los dos están muy ricos –contestó Cristina con una sonrisa franca–. ¿A usted qué le gusta más?
–Olvídelo –refunfuñó el policía al ver que no iba a obtener la respuesta que buscaba–. Tráigame lo mismo que a él: los chocos ésos…, y un poco de ensalada.
En cuanto Cristina se perdió en el vocerío del comedor, Rafael Estévez protestó:
–No sé para qué coño pregunto nada a esta gente.
Estévez reparó en que Caldas le miraba en silencio desde el otro lado de la mesa.
–Perdone, jefe –se disculpó–. A veces se me olvida que es usted uno de ellos.
Ceñir. 1. Hacer que una prenda u otra cosa quede ajustada. 2. Rodear o encerrar una cosa a otra. 3. Navegar una embarcación de manera que la proa forme el menor ángulo posible con la dirección del viento. 4. Limitarse o atenerse a determinada cosa. 5. Arrimarse mucho a un lugar.
A las cuatro de la tarde, cuando los chocos con arroz de los policías eran sólo manchas oscuras en las servilletas de papel, se levantaron los últimos clientes del bar Puerto. Caldas los acompañó con la mirada mientras se marchaban.
–Háblame del ahogado –pidió a su ayudante, tomando una cucharilla y comenzando a remover su café.
–Apareció flotando en la orilla del mar, aunque cuando llegué ya estaba tendido en la arena. Echaba espuma por la nariz y por la boca.
–Eso ya me lo has contado.
–Es que no me lo puedo quitar de la cabeza. Además, estaba helado –explicó, y apretó los dientes como si un escalofrío le hubiese recorrido el cuerpo.
–¿Pero nunca habías visto un ahogado? –se sorprendió Caldas.
–En Zaragoza a veces teníamos que recoger del río a algún suicida, pero yo nunca me acerqué demasiado. Ya sabe que no me gustan los muertos, inspector –dijo el ayudante con un asomo de timidez.
–Tampoco tú gustas demasiado a los vivos –murmuró Caldas, y, por segunda vez aquel día, le vino a la cabeza la imagen de la farmacéutica ahogada con quien tantas veces había soñado de niño–. Venga, arranca. ¿Pudiste averiguar quién era?
–Se llamaba Justo Castelo. Era un pescador vecino de allí, de Panxón. Salió al mar en su barco ayer por la mañana y ya no se le volvió a ver. Por cierto, el barco tampoco ha aparecido.
–¿Qué tipo de barco es?
–No sé…, uno de esos pequeños. El tipo faenaba solo. Pescaba nécoras y camarones con las cajas ésas de malla que se dejan en el fondo del mar. No recuerdo cómo se llaman.
–Nasas –dijo Caldas.
–Eso: nasas. Vendía el marisco en la lonja de Panxón.
–¿Mayor?
Estévez hizo un movimiento ambiguo con la cabeza.
–Poco más de cuarenta. Tengo los datos en la comisaría. Soltero, sin pareja ni hijos. Su madre vive en el pueblo, con la hermana del muerto y su marido.
–¿Hablaste con ellos?
–Estuve con la hermana, aunque no la interrogué, si es lo que pregunta. Suficiente mal rato pasó la mujer al conocer la noticia. Le expliqué que habíamos trasladado el cadáver de su hermano a Vigo, para la autopsia. Estaba preocupada por saber cuándo podrían enterrarlo y le dije que trataríamos de devolvérselo cuanto antes. Ha quedado en pasar esta tarde a reconocerlo.
A Caldas le reconfortó comprobar que su feroz ayudante era capaz de comportarse con delicadeza si la ocasión lo requería.
–¿Viste a su cuñado y a su madre?
–No. El cuñado está embarcado en un pesquero, en algún lugar de África. La madre está medio inválida. No era el día de ir de visita.
–Claro. Por teléfono me dijiste que tenía las manos atadas, ¿no?
–Eso es, jefe. Sujetas por las muñecas con una brida de plástico, como las que se utilizan para sujetar cables y tubos. Son unas tiras flexibles que en uno de los extremos tienen un agujero por el que se pasa la otra punta, de la que se tira para que quede ajustada –explicó mientras separaba en el aire una mano de la otra, como si realmente estuviese ciñendo una brida–. ¿Sabe a cuáles me refiero? Se aprietan de un tirón pero no se pueden aflojar sin romperse –dijo repitiendo el gesto una vez más.
Caldas asintió sin dejar de agitar la cucharilla en la taza. Habría preferido encender un cigarrillo, pero en el bar Puerto eran tan estrictos con el tabaco como con los tiempos de cocción del marisco, y se tuvo que conformar con remover el café.
–¿Y las piernas?
–Estaban dobladas hacia atrás, hacia la espalda. Y tiesas como las de una estatua.
–¿Pero también estaban atadas? –quiso saber el inspector.
–No, sólo estaban atadas las manos.
–¿Y el rostro?
–Hecho picadillo. Hinchado y con los ojos abiertos de par en par, como si se le hubiese aparecido un fantasma –dijo abriendo mucho los suyos–. Estaba lleno de golpes, y ya le conté lo de la espuma… –entonces cerró los párpados con fuerza para tratar de borrar su recuerdo.
Leo sabía de qué le hablaba. En una ocasión, semanas después del naufragio de un carguero, unos pescadores habían encontrado el cuerpo sin vida de uno de los tripulantes. Llevaba días batiendo contra las rocas y sirviendo de alimento a peces y crustáceos, y los forenses habían tenido que identificarlo por la dentadura.
–Estaba vestido, ¿no?
–Claro, jefe. Había ido a pescar.
Al otro lado del mostrador la cocinera acabó de limpiar la última cazuela utilizada durante la comida. Tras secarla escrupulosamente con un paño, la colgó en uno de los ganchos de la pared.
–No creo –dijo Caldas mirando a la mujer.
–¿Cómo que no cree? –se revolvió Estévez–. ¿Piensa que no sé distinguir a un tipo vestido de uno que no lo está?
–No digas tonterías, Rafa. No creo que hubiese ido a pescar –Caldas señaló el estante vacío en la vitrina que separaba la cocina del comedor–. Si los lunes no hay marisco es porque los domingos los marineros no salen a pescar.
–Pues a éste lo vieron en su barco a primera hora. Ya me dirá dónde podía ir si no.
–No lo sé. ¿Quién dices que lo vio?
–No lo he dicho –respondió el aragonés–. Alguien lo comentó esta mañana.
–¿Lo confirmaste?
–No.
Caldas consideró que tal vez fuese mejor que no hubiese tratado de comprobarlo. Estévez no se comportaba precisamente como un dócil sabueso cuando seguía un rastro. Tendrían tiempo de verificar todos los detalles llegado el momento.
–¿Sabes si tenía alguna señal en el cuerpo?
–¿Alguna? Ya le he dicho que tenía la cara llena de golpes… –Al margen de eso, Rafa. ¿Apareció algo más al explorarlo?
Estévez dudó:
–El cuerpo estaba cubierto de algas verdes y no se veía bien…, pero yo diría que no. De todas maneras, lo estuvo examinando el forense.
–¿El doctor Barrio? –preguntó Caldas, y Rafael Estévez movió la cabeza de arriba abajo para confirmarlo.
–Además, los de la UIDC estuvieron filmándolo todo –añadió–. Ya sabe que sin la cámara ahora no van a ninguna parte.
–¿Encontraron algo?
Estévez se encogió de hombros.
–Estuvieron dando vueltas, pero si a ese tipo lo trajo el mar dudo que allí vaya a aparecer algún rastro.
–Ya –dijo Caldas, a quien tranquilizaba percibir destellos de sentido común en las palabras de su ayudante.
–Y dices que estaba en la playa de Panxón, ¿no?
–Sí, pero no en la grande sino en otra que hay detrás, entre el puerto y el monte ése que tiene un monumento en la cima.
–Monteferro –apuntó Caldas.
Rafael Estévez asintió.
–Es una playa más pequeña, con la orilla llena de algas. Por lo que contaban, no es el primer ahogado que aparece allí.
–¿Sabes quién lo encontró?
–Un jubilado del pueblo, de los que salen a pasear cada mañana. Vio el cuerpo entre las algas, desde la carretera, y llamó a la policía municipal. Ellos fueron quienes nos avisaron a nosotros. Tengo su nombre en la oficina.
–¿Hablaste con él?
–Sí, claro. Con él y con otros. Pero no me contaron gran cosa. Ya sabe que aquí…
–Ya, ya sé –le cortó Caldas.
–¿Me haría un favor, jefe? –preguntó de repente Estévez.
–Claro.
–¿Le importaría dejar de hacer eso con la cucharilla? Me está poniendo nervioso.
Al instante cesaron los golpecitos al borde de la taza y el rubor calentó ligeramente las mejillas de Leo Caldas.
–Claro –volvió a decir, bebiéndose el café casi frío de un sorbo.
Luego dejó el importe de los dos menús sobre la mesa y se levantó. Estaba impaciente por visitar a Guzmán Barrio y conocer de primera mano las impresiones del forense. Iría después de pasar por la radio.