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El caso del chantajista pelirrojo

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El caso del chantajista pelirrojo

1

Mi móvil sonó a las diez y treinta y cinco de la mañana.

Lo miré con rabia, aunque también con esperanza. Rabia porque estaba tumbada en la cama escribiendo una canción, con la guitarra acústica entre las manos y una libreta con la letra a medias al lado, además de la grabadora para ir registrando los avances. Estaba quedando muy bien, aunque necesitaba algunos retoques y, por supuesto, acabar de encajar la letra. No estaba segura de que el grupo fuese a interpretarla, pero llevaba unos días dominada por una especie de fiebre creativa. Así que la aprovechaba. Lo de la esperanza era porque, si me llamaban para encargarme algún caso, lo agradecería.

Y mucho.

Busqué el número en la pantallita.

No lo reconocí.

–¿Sí? –cerré los ojos y crucé los dedos de la mano.

–¿Agencia de detectives Mir?

Un caso.

–Sí –abrí los ojos y descrucé los dedos.

–Verá... –la voz era de una mujer, y parecía angustiada, o al menos nerviosa–, he ido a su despacho y no había nadie...

–A veces los casos nos tienen a todos en la calle –mentí.

–¿Entonces no podrán atenderme? –más agitación.

–No, no, tranquila. Puedo estar ahí en... ¿media hora?

–Media hora –repitió mi interlocutora.

–De acuerdo. ¿Su nombre?

–Vanessa Fonoll.

–Llegaré lo antes posible.

–Gracias. Iré a tomar un café y la veré en la agencia.

Eso fue todo.

Corté la comunicación y miré la letra de mi canción todavía a medias, la guitarra que descansaba sobre mi regazo como un amante solícito a la espera de mis caricias. Escuché el silencio de mi habitación y conté hasta diez.

Luego salté de la cama.

Ya estaba vestida. Sólo tuve que arreglarme un poco. Mientras lo hacía tarareé las dos primeras estrofas de la letra para fijarla en mi mente y retenerla.

Faltan siete minutos para la revolución.

Faltan siete minutos para la crispación.

Faltan siete minutos para el estallido.

Ni siquiera lo sabrás y ya te habrás ido.

Faltan siete minutos para la revolución.

Faltan siete minutos para la gran emoción.

Faltan siete minutos para la hora final.

Creías que todo está bien y todo está mal.

Papá llevaba unos días muy silencioso, si es que se puede expresar así el hecho de que no se comunicara mucho conmigo mediante el movimiento de su dedo. Entré en su habitación y le di un beso en la frente. Luego tomé su mano.

–Papá.

Nada.

–Me voy a trabajar.

Esperé en vano.

Le miré con ternura. Ya no me atrevía a llorar en su presencia, porque estaba segura de que lo notaba, de que percibía mis emociones, mis cambios de ánimo. Aquel ser tan vigoroso, entusiasta, amante de la vida y de las bromas, prisionero de su inmovilidad... Seguía resultándome aterrador.

Volví a besarle, con más intensidad.

Los médicos decían que era normal, que no me preocupara, que podía haber momentos de incomunicación, en los que ni siquiera moviese el dedo, único gesto que me indicaba que seguía conmigo.

–Te quiero –me despedí de él.

Sentí el roce en mi mano.

Y suspiré con cierto alivio.

La abuela ya había salido, a comprar o a dar un paseo matutino para estar en forma. Alejandra limpiaba la sala antes de mover a papá, algo que solía hacer cada dos horas: le flexionaba las piernas, los brazos...

–Dígale a la abuela que tengo trabajo, que quizás no venga a comer.

–De acuerdo, señorita.

–Intente hablar con él.

–Ya sabe que lo hago siempre.

–Es que lleva un par de días...

Nos miramos unos segundos. Su piel blanca, el cabello negro, los labios bien dibujados, los ojos expresivos. A sus cuarenta y tres años era una mujer guapa. Toda la dureza de su pasado se había transformado ahora en la paz que la rodeaba y la generosa amabilidad con la que hacía su trabajo, algo que no era fácil teniendo en cuenta el estado de papá. A veces la vida te obliga a ser fuerte.

Me pregunté si yo lo estaba siendo, y si sería capaz de seguir siéndolo.

–Chao.

–Que esté muy bien –se despidió de mí con su característico acento paisa.

Monté en la moto, me coloqué el casco y salí zumbando en dirección al cruce de la Vía Augusta con Madrazo, donde la agencia de detectives Mir seguía funcionando secretamente sin su mentor, Cristóbal Mir. Pensé que tenía que haberle contado a la tal Vanessa Fonoll las condiciones por teléfono. Dos de los últimos clientes no se habían tragado el cuento del «detective invisible» y su enlace. Habían insistido en hablar con él. Si perdía otro cliente, no sabía qué iba a hacer. Mi último caso lo había resuelto en apenas tres días y no había dado demasiado dinero, por típico y tópico: un presunto marido infiel. Luego resultó que no, que de infidelidad nada. El hombre iba a un psicólogo los martes y los jueves. Una vez entregado el informe a la esposa, me pregunté qué haría ella con él. ¿Callar? Si su marido iba a un loquero igual era por ella. Menuda señora.

Aparqué la moto en la acera y subí a la agencia. Cuando llegué al despacho, me senté en la silla de papá y esperé sin dejar de tararear mi canción.

El timbre de la puerta sonó cinco minutos después. Me levanté, esbocé mi mejor sonrisa y abrí.

Vanessa Fonoll era una mujer espectacular.

Alta, veinticuatro o veinticinco años, pinta de modelo, cabello largo, rubia, delgada, de esas a las que le cae un saco del cielo y les sienta de maravilla.

Lo único que no pude ver fueron sus ojos.

Llevaba unas enormes gafas oscuras que se los cubrían.

2

–Pase –la invité.

Obedeció sin decir una sola palabra y se sentó directamente en la silla que había enfrente de la mesa de papá. Yo ocupé la otra. Lo primero que hizo fue dejar en el suelo un gran bolso que colgaba de su hombro. Lo segundo, explicar por qué no se quitaba las gafas.

–Tengo los ojos muy hinchados, perdona –me tuteó.

Yo mantuve la corrección obligada.

–Antes de que me cuente su problema, debo comentarle las condiciones de nuestra agencia –le dije.

–¿Condiciones?

Se lo expliqué de forma rápida y concisa.

–El señor Cristóbal Mir nunca aparece ante sus clientes. Mantiene así el anonimato que le permite trabajar con mayor soltura, rapidez y libertad. Yo soy su enlace. Usted me cuenta lo que desea que haga él y yo se lo comunico.

–Bien, sí, de acuerdo. No importa –asintió sin más.

Suspiré aliviada.

Bendito trabajo.

–Pero necesito la máxima reserva –agregó de pronto mientras apretaba las mandíbulas–. Quiero que me garanticen la discreción y la seguridad de que...

–La relación cliente-detective está por encima de todo, descuide –la tranquilicé aprovechando su vacilación–. Es igual que la del médico o el psiquiatra con su paciente. Lo que usted nos diga o pida se queda aquí, y lo que descubramos sólo lo verán sus ojos.

Me miró a través de sus enormes gafas.

–De acuerdo –suspiró.

–Las condiciones económicas...

–No importan –se inclinó, abrió el bolso y extrajo de él un sobre que depositó en la mesa–. ¿Son suficientes mil euros para empezar?

–Sí.

–Bien –se apoyó en el respaldo de su silla.

He de reconocer que estaba fascinada por su presencia. Me fijé en los detalles. Llevaba un tatuaje en el brazo izquierdo y otro que asomaba por encima del ajustado pantalón. Entre él y el top que cubría su pecho se veía casi un palmo de piel sin una pizca de grasa. El tatuaje del brazo representaba un símbolo hindú, o al menos eso me pareció a mí. El otro era un dragón alado del que sólo se veían las alas, abiertas y extendidas hacia los lados. Me imaginé dónde terminaba el dibujo impreso en su piel. Era tan perfecta que a su lado me sentía un adefesio. El cabello era precioso, los labios un sueño, el pecho un regalo, las manos delicadas y cuidadas.

Imaginé que sus ojos eran grises, o azules...

–No sé ni por dónde empezar –dijo.

–Siempre cuesta resumir la situación –quise ayudarla–. Hágalo de la forma más sencilla que pueda.

Se mordió el labio inferior.

No mucho, como si no quisiera dejar ninguna marca, por leve que fuera, en el cuerpo con el que, seguramente, se ganaba la vida.

–Soy modelo –manifestó por si me quedaba alguna duda–. En estos momentos tengo la oportunidad de mi vida, probablemente la última, porque ya tengo veinticuatro años y esta carrera es muy corta y competitiva. Cada año aparecen muchas quinceañeras que quieren dar el salto, y en este mundillo siempre se busca gente joven, ¿entiendes lo que quiero decir?

Lo entendía, por supuesto.

¿Cómo no iba a entenderlo una chica llena de complejos?

Asentí con la cabeza.

–Trabajo para la agencia más prestigiosa de Barcelona y una de las mejores de España, Top Star. Hace unos días me dijeron que iban a contratarme para una campaña muy importante. Necesitaban algo nuevo, diferente, daba igual que fuese desconocido o famoso. Voy a ser el rostro y la imagen de una marca de perfumería. Un sueño. Anuncios en prensa, televisión... Es mi puente para el mercado extranjero, algo por lo que he luchado toda mi vida y que ya creía imposible. Y ahora, precisamente ahora, me están haciendo chantaje –bajó la cabeza como si se sintiera avergonzada–. Un chantaje asqueroso que puede arruinarme la vida por completo –dominó un amago de lágrima.

–¿Quién le hace chantaje, Vanessa?

–No lo sé. No le conozco. Todo ha sido... muy desagradable. Desagradable e infortunado.

–¿Qué le pasó?

–Hace dos semanas estuve en una fiesta –levantó de nuevo la cabeza para mirarme y recuperó su aplomo–. Una fiesta un poco loca, lo reconozco. Más bien… desmadrada. Seguro que tú también has estado en alguna así, en la que todo el mundo acaba perdiendo el control –continuó sin esperar mi respuesta–. Me llevó una amiga y no sé exactamente qué sucedió. Me pasé con la bebida, y quizás me pusieron alguna cosa en ella, ya sabes, «el beso del sueño». Basta un somnífero o un analgésico y adiós, tu cuerpo se inhibe y te conviertes en algo inanimado que se deja llevar.

–Además de beber, ¿tomó drogas de forma consciente?

La pausa fue breve.

–Sí –admitió.

–¿Perdió el control?

–Un poco.

–Defíname «un poco».

Esta vez endureció algo su rostro.

–Me filmaron esnifando unas rayas… y luego en la cama.

–¿Con alguien?

–Sí.

–¿Un hombre?

–Sí.

–¿Haciéndolo?

El endurecimiento se hizo mayor.

–Vaya –dijo–. Eres directa.

Me mantuve profesionalmente impasible.

–Sí, haciéndolo –confesó vencida.

–¿Qué le mandó el chantajista?

–Una película tomada con cámara digital.

–¿Se la ve bien?

–Sí.

–¿Vio cómo la filmaban?

–No..., es decir, no recuerdo... No estábamos solos. Era el final de... puede que deba llamarlo orgía –suspiró largamente–. No sé si estaba ida, pero desde luego no era yo. Alguna otra vez he tomado algo, y jamás me sentí como esa noche. Por eso creo que me pusieron algo en la bebida. Cuando vi las imágenes vomité. Era yo, pero no me reconocía a mí misma ni recordaba nada de lo que veía.

–Así que no sabe quién la filmó.

–Ni idea.

–¿Recuerda a alguien de la fiesta?

–Vagamente, pero ningún nombre.

–Si esa película llega a la agencia de modelos que la representa, o se cuelga en Internet...

–Se acabó todo.

–Entiendo.

–No es sólo la agencia –se mordió el labio inferior por segunda vez–. También están mis padres, mi novio...

–¿Tiene novio?

–Sí.

–¿También modelo?

–No, no. Tiene un bar de copas en la parte alta de Ganduxer. Por las noches trabaja, así que yo estaba sola con mi amiga.

–¿Y esa amiga es de confianza?

–Sí, ¿por qué?

–Puede estar en el ajo.

–No, no creo, y tampoco importa mucho ahora. Lo único que quiero es que esto acabe cuanto antes.

–¿Qué quiere que haga el señor Mir exactamente?

–Hoy por la noche he de llevarle quince mil euros a ese hombre, y la verdad es que... no puedo hacerlo. Estoy aterrada. Temo... no sé... –se estremeció como si tuviera un arrebato de frío–. Necesito a alguien que lo haga por mí.

–Lo comprendo.

–El chantajista me mandó un USB con la película y las instrucciones. El lugar no me inspira ninguna confianza. De noche, debajo de un puente –el estremecimiento se repitió–. Me da miedo que me pida algo más que dinero.

–¿De qué puente hablamos?

–Del de Marina. A las diez de la noche.

–Si no va usted, igual no se deja ver.

–Me llamará en una hora para ver si estoy de acuerdo. Si vosotros aceptáis le diré que enviaré a una persona, y si le parece bien, os telefonearé de nuevo para confirmarlo.

–¿Y si él no ve bien el cambio? Puede imaginar que esa persona va a ir armada.

–Si sólo pide dinero no veo por qué no ha de aceptar. Sabe quién soy, me haría daño, lo sé. A mí lo que me aterra es que una vez allí me haga algo. Si va un hombre experimentado... ¿Lleva pistola el señor Mir?

–No, nunca la ha necesitado. Oiga, hay algo que me inquieta.

–¿Qué es?

–¿Qué garantías tiene de que le devolverá la película y no se quedará con copias?

–Dice que me dará la cámara.

–Confiar en la palabra de un chantajista no es muy seguro.

–Ya lo sé.

–¿Entonces...?

–¡Me ha jurado que no jugará sucio!

–Eso no tiene mucha credibilidad.

–¡Por eso necesito a un detective! ¡Puede amenazarle...! ¡No sé, por Dios! –se derrumbó de pronto–. ¿Qué quieres que haga?

–No pagar.

–Me hunde la vida.

–¿Y si lo denuncia a la policía? Le cogen, le quitan todo...

–Me ha dicho que si hago eso y él acaba en la cárcel, alguien me marcará la cara. Asegura que él jugará limpio, que no es un profesional, que sólo necesita el dinero y ha visto una oportunidad. Por eso no pide demasiado.

–Eso es relativo.

–Bueno, puedo pagarlo.

–¿Y si después sigue chantajeándola?

–Gano lo suficiente para vivir, pero no soy rica.

–En cuanto aparezca en esa campaña olerá el dinero.

–Por favor... –se llevó una mano bajo las gafas–. No quiero un abogado del diablo. Quiero un detective. ¿Queréis hacerlo o no?

Era un trabajo. Lo necesitaba. Y sin embargo...

–No me gusta –habló mi instinto.

–Entonces recomiéndame otra agencia.

–Que no me guste no quiere decir que no lo vayamos a hacer. El señor Mir es un profesional. Sólo le expongo mis impresiones. Usted es ahora nuestra clienta.

–¿El dinero...? –señaló el sobre.

–Serán dos o tres horas de trabajo, no se preocupe. ¿Cuándo nos traerá los quince mil euros?

–Esta tarde tengo trabajo. ¿Al anochecer?

–¿Dónde?

–¿En el cruce de Mallorca con Rambla de Catalunya? ¿A las nueve?

–De acuerdo. Luego le llevaremos la cámara y listos.

–Bien.

Ya estaba todo dicho. Mil euros. Un caso, aunque no me sentía nada cómoda. Una cosa era seguir a personas o, incluso, buscar loros robados, y otra muy distinta enfrentarse a un chantajista, profesional o no, que tal vez estuviese loco.

–Me moriría de miedo si tuviera que ir de noche a ese sitio –movió la cabeza de un lado a otro.

La que se iba a morir de miedo era yo, mientras Doña Perfecta se daba de golpes contra una pared por su mala cabeza.

–Estaría bien que hiciera memoria y tratase de recordar a la gente de esa fiesta.

–Ya lo he hecho, y nada. Un amigo llevaba a otro... Pudo ser cualquiera.

–¿Y su amiga?

–Desapareció en medio del caos de la noche.

–¿Y si todo fue una trampa, pensada y calculada?

Me lanzó otra de sus miradas, oculta tras los cristales oscuros de sus gafas.

–¿Para amargarme la vida?

–No, sólo para sacarle ese dinero. ¿Ha hablado con otras chicas, por si les ha pasado lo mismo?

–No.

–¿Ni siquiera con su amiga, la de la fiesta?

–No, tampoco.

–¿Quiere que la investiguemos, para mayor seguridad?

–No, prefiero que no –fue categórica–. Todo esto es tan... escabroso... Lo único que deseo es que termine cuanto antes, por favor... Fue una maldita noche loca, ¿entiendes? ¡Una maldita noche loca!

Fui la primera en ponerse en pie, dando por concluida la conversación.

3

Nada más cerrar la puerta me quedé abstraída pensando.

Una chica guapa, una noche loca, como decía ella, y un chantaje que, por quince mil euros, podía resultar barato si no fuera porque raramente los chantajistas se contentaban con un solo pago. Y no hacía falta ver películas made in USA para eso. Cualquiera lo sabía.

Sentí un hormigueo en el estómago.

Que Vanessa Fonoll quisiera a alguien para que le hiciera el trabajo era normal. Lógico. Lo malo era que ese trabajo no iba a hacerlo un detective de pelo en pecho, experto y profesional, sino yo, una ingenua metomentodo. Vanessa no veía más allá de su miedo, estaba bloqueada. Lo más seguro era que, viviendo en la burbuja de su belleza, jamás se hubiera enfrentado al lado oscuro de la vida.

Me sentí incómoda por ese pensamiento.

¿La excusa de la gente «corriente» era creer que los guapos lo tenían todo hecho y que su existencia era un camino cubierto de pétalos de rosas?

Miré los mil euros y los agradecí al cielo, pero...

«No es tu problema. No tomes partido», escuché la voz de mi padre en la cabeza.

Sí era mi problema. Yo tomaba partido. Lo había hecho en el caso del chico al que seguí por encargo de su padre para ver si consumía drogas, advirtiéndole de ello, y lo había hecho cuando descubrí quién se había llevado a Mauricio, el loro de la anciana clienta, para no herirla a ella.

No se puede ser detective y tener conciencia.

–Mierda –suspiré.

El día menos pensado estropearía algún caso.

Recogí el dinero, para ingresarlo en el banco antes de regresar a casa, y cuando abrí la puerta del despacho dispuesta a irme me encontré con una mujer que iba a llamar al timbre.

–¡Oh, vaya! –se sobresaltó.

–¿Quería hablar con el señor detective? –le pregunté.

–Sí, por favor, si no es molestia.

–Pase, por favor.

Cerré la puerta alucinada. Dos casos seguidos. Dos golpes del destino. Mientras recorríamos la breve distancia que nos separaba de nuestras respectivas sillas, observé a mi nueva clienta. Nada que ver con Vanessa Fonoll, desde luego. La aparecida era redondita, cincuenta y pocos, o quizás incluso cuarenta y muchos. Vestía zapatos planos, falda oscura y cubría su blusa de color claro con un jersey marrón oscuro que había conocido tiempos mejores. Cuando la tuve de frente advertí su expresión de susto mezclada con preocupación y respeto. Lo de ir a ver a un detective debía de ser algo insólito tirando a inaudito.

Una vez sentada miró a su alrededor.

Momento de soltarle mi rollo. El señor detective no daba la cara para preservar su identidad y trabajar mejor. Yo era el enlace con el señor detective. Si estaba de acuerdo, el señor detective se pondría a trabajar de inmediato en su caso.

Bla-bla-bla.

–Bien, bien, sí, claro –asintió enfatizando sus palabras–. Si así es como trabajan... Lo único que quiero es que ella vuelva. No sabía a quién acudir y entonces una vecina me dijo que lo mejor era esto, que contratara a alguien, a un detective... Aunque no sé si será muy caro.

–Hablaremos luego, no se preocupe. Dígame a quién hemos de buscar.

–¿Cómo sabe...?

–Ha dicho que lo único que quiere es que ella vuelva.

–Sí, claro. Qué tonta.

–Tranquila, ¿quiere un vaso de agua?

–No, gracias.

Me eché para atrás en mi asiento. Ella continuó igual, rígida, con las manos apoyadas sobre su bolso negro asentado con firmeza en sus rodillas.

–Se trata de mi hija, Susana. Tiene dieciocho años, ya para diecinueve. Me consta que está en una especie de secta o algo así.

–Con dieciocho años es mayor de edad.

–Ya, pero si la han captado, o como se diga...

–Acaba de manifestar que le consta que está en esa secta.

–Sí.

–¿Tiene pruebas de ello?

–Empezó a hablar de un hombre, un tal Sebastián. Que si era especial, que si era un líder, que si su palabra era ley... A mí no me lo dijo, pero creo que pasó un fin de semana en una finca, por el Maresme. Regresó cambiada, muy cambiada, como si flotara o qué sé yo, y a la semana siguiente se fue. En esos días parecía ida, nada de lo que yo le decía le parecía bien, me trataba con un desprecio evidente, todo le molestaba. Y seguía con él, Sebastián por aquí, Sebastián por allá. Yo me asusté, mucho, pero no me dio tiempo a reaccionar. Todo fue muy rápido.

–¿Ha hablado con sus amigos y amigas?

–Nadie sabe nada de ella. Conoció a una chica hace unas tres semanas, puede que más. Dicen que ella la captó. Sólo sé su nombre: Helena, con hache. Lo recuerdan por ese detalle. Sus amigas, su novio..., todos me han dicho lo mismo: que cambió de pronto.

–¿Tenía novio?

–Bueno, hoy en día los jóvenes llamáis novio a todo. Basta con salir un par de veces. En realidad no estoy segura de que lo fueran, aunque daba la impresión de que sí.

–Tendrá que darme los nombres, los datos que pueda conseguir...

–Los he traído, sí –abrió el bolso y sacó una hoja de papel llena de anotaciones–. Ya lo imaginaba –la depositó sobre la mesa. Luego me señaló los nombres–: Marcelino Paredes es su novio. Miriam Lucero y Beatriz Fortés sus amigas más directas. Mi hija ni siquiera se llevó su agenda, por eso los he encontrado, aunque de una de las chicas sólo aparecía el número de móvil.

–¿Tiene ordenador?

–¿Ella? Sí.

–¿Ha mirado en él?

–Yo no entiendo de esas cosas.

–Quizás tenga que ir a su casa a verlo.

–¿Usted? –me trató con todo respeto pese a tener la misma edad que su hija.

–Sí. Ya le he dicho que luego yo le paso todos los datos al señor Mir y que él hace el trabajo de verdad, el importante. Así, a veces, puede hacerse pasar por cualquier cosa.

–¿Y se disfraza y todo?

–En ocasiones –no quise desengañarla–. ¿Ha traído alguna foto de su hija?

–Sí –volvió a hurgar en su bolso y me entregó una fotografía a color de una sonriente chica de más o menos mi edad, bastante atractiva y de rostro angelical, cabello negro, ojos grandes, labios sonrosados, mitad niña mitad mujer.

–¿Cuándo desapareció?

–Hace tres días.

–¿Ha ido a la policía?

–Me dijeron que ya es mayor de edad, y que, como en estos casos suelen volver a casa en unos días, de momento no podían hacer nada.

–¿Cómo se llama?

–Fortunata Sants, aunque todos me llaman Fortu.

–Me refiero a su hija.

–¡Oh, perdón! Susana. Susana Lorca.

–¿Y su marido?

–El padre de Susana murió hace un año y medio.

–Lo lamento.

Asintió con la cabeza y eso fue todo.

Ningún otro signo externo, dolor, tristeza, resignación...

–Ahora que ya conoce el caso, ¿me dirá sus tarifas?

Se las dije. Sé que se asustó un poco, pero aguantó el tipo. Todo dependía de las horas que empleara en el tema. Su adelanto fue inferior al de la visita anterior: quinientos euros. Imaginé que para ella era mucho dinero, y en función de lo que tardase en mi investigación, la factura podía aumentar bastante.

Pensé en papá.

En cómo se lo hacía para ser profesional.

–¿Sabe algo más acerca de ese Sebastián?

–No, lo único lo que decía ella.

–¿Algún dato, signo...?

–No, no.

–Pero usted dice que hay una secta.

–Hablaba en plural. Decía «las chicas, los chicos, nosotros, todos, hacemos, Sebastián nos guía...». ¿Qué otra cosa puede ser si no?

–¿Y cómo sabe que esa presunta secta está en algún lugar del Maresme?

–Una noche, en una discusión, se le escapó. Más o menos vino a decir que algún día el Maresme sería el centro del nuevo mundo, porque Sebastián llevaría su palabra más allá de él. Cuando desapareció lo recordé.

–Pero el Maresme es muy grande.

–Ya.

–Supone buscar una aguja en un pajar.

–¿Quiere decir que no hay esperanzas? –dibujó un gesto de desaliento en su rostro.

–Yo no he dicho eso –me apresuré a aclarárselo–. Sólo que no será fácil. No creo que esa gente se anuncie en los periódicos ni ponga vallas en la carretera.

–¿Cuándo se pondrá el señor Mir a buscarla?

–De inmediato, señora.

Pareció aliviada.

–Gracias.

–No se preocupe y déjelo en nuestras manos. ¿Podría darme su dirección, teléfono...?

–¡Oh, sí, claro, perdone, hija!

Tomé nota en la misma hoja en la que había anotado los nombres y datos del novio y las amigas de Susana. Una vez hecho esto dejamos de hablar y me puse en pie.

–La mantendremos informada –le dije.

–Lo único que necesito es saber dónde está.

–¿Y luego?

–Iré a verla, por supuesto. Hablar, razonar...

Una madre asustada.

Eso me hizo pensar en la mía.

Una extraña asociación.

–Lo más seguro es que ese ordenador tenga algo que ver –insistí–. La llamaré antes de pasar por su casa.

–No voy a moverme. Por si llama Susana.

Llegamos a la puerta. Nos dimos la mano. Vi la última esperanza en sus ojos y luego el eco de su sonrisa triste flotó entre ambas hasta que cerré despacio mientras bajaba la escalera a pie.

De nuevo sola, sólo pensé en lo raro que era el azar.

Dos casos.

Aunque uno terminaría aquella misma noche, después de entregar los quince mil euros al chantajista de Vanessa Fonoll.

4

Regresé a la mesa, me senté y tomé el auricular del teléfono inalámbrico. Hacía por lo menos una semana que no la llamaba. El tiempo seguía pareciéndome relativo. Una llamada cada siete o diez días era mucho más de lo que tan sólo tres meses antes hubiera imaginado.

Al otro lado de la línea escuché la voz de una mujer desconocida que me interpeló con acento sudamericano, probablemente ecuatoriano.

–¿Dígame?

–Póngame con la señora, por favor.

–Ahora mismo no puede, está descansando...

–Soy su hija –la interrumpí.

La pausa fue breve, mientras la información era procesada por su mente.

–Es que la señora ha dado órdenes...

Se produjo una pequeña turbulencia. Oí una segunda voz, lejana, reconocible, y a la criada que se esforzaba en tapar el auricular para responder. Luego ya no hubo más.

–¿Berta?

–Hola, mamá.

–Cuántos días.

–Trabajo –mentí–. Lo siento. ¿Cómo estás?

–Mal.

–¿Estás mal o te encuentras mal?

–Las dos cosas. Esa maldita quimio me tiene...

–¿Vómitos y esas cosas?

–Si sólo fueran vómitos –el tono era crepuscular, dolorido–. También son los mareos, el agotamiento, la sensación de que ya no voy a tener fuerzas nunca más...

–Cuando todo pase te recuperarás.

–Todos sois muy optimistas.

–Antes se morían muchas mujeres, pero ahora el cáncer de mama tiene una mortalidad muy baja.

–¿Y el miedo?

No supe qué decirle. Que hubiera vuelto a ponerme en contacto con ella desde que le detectaron el cáncer no significaba que supiera cómo hablarle. Seguía sin perdonarla.

Y la lástima era muy mala aliada.

–Si trabajaras no tendrías tanto tiempo para darle vueltas al tema –dije.

–Si trabajara, ahora no podría hacerlo.

–¿Cuánta quimio te queda?

–Esta semana acabo.

–¿Y después?

–A esperar.

–Bueno.

Temía la inevitable pregunta.

–¿Vendrás a verme?

–No, mamá.

–Berta...

–Te dije que te llamaría, y lo hago, de tarde en tarde pero lo hago. No me pidas más, por favor.

–Quizás sea mejor que no me veas así.

–A quien no quiero ver es a tu marido, ya lo sabes. A mí me da igual que estés calva.

–Berta, hija.

–Si vamos a discutir cuelgo.

–Mira que eres dura.

–Tengo motivos.

–Algún día...

–¿Algún día qué? ¿Lo entenderé?

–Sí.

–He de colgar, tengo trabajo.

–Espera.

–Mamá, no.

–¿Necesitáis algo? ¿Cómo está Cristóbal?

Ya no decía «él». Lo llamaba por su nombre.

–Papá sigue igual y ya sabes que mientras yo esté allí tú no pondrás los pies en casa. En cuanto a necesitar algo, también sabes que antes me muero de hambre que aceptar un euro de tu mafioso.

Demasiado cruel.

Daño por daño.

La oí llorar en silencio y me sentí culpable. Mi reacción fue de ira. Culpable por ser sincera. Quizás sí se estuviese muriendo por su cáncer y un día, en el cementerio, frente a su tumba, fuese demasiado tarde para volver a empezar.

¿Por qué habían tenido que suceder así las cosas?

Una mujer madura, guapa, asustada, con necesidad de lujos y ganas de vivir una mentira...

–Mamá, no llores.

–Berta...

–Todo tiene consecuencias, ¿vale? Tú elegiste un camino y no puedes pretender que lo que te gusta del pasado siga igual y que se olvide lo que no soportas, como si nunca hubiera existido.

–Tu padre y yo...

–Mamá, que no quiero oírlo otra vez. Ya no.

–Lo siento –se excusó esta vez ella.

–He de dejarte, en serio.

–No tardes tanto en volver a llamar.

–Vale.

–Si me dejaras que lo hiciera yo...

–Adiós, mamá. Cuídate.

–Bien, sí..., claro.

Corté la comunicación con tanta rabia que estuve a punto de estrellar el móvil contra la pared. Si no hubiera sido por lo del cáncer, no la habría llamado un mes antes. Y si no hubiera sido por la visita de Fortu Sants buscando a su hija, tampoco lo habría hecho en ese momento. Ahora el primer lazo del reencuentro se había estrechado.

Y trataba de renunciar a ella, por más que hasta mi abuela me recordase una y otra vez que era mi madre y siempre lo sería.

La última vez que la vi fue en el hospital, tras el accidente... el intento de asesinato de papá.

–Maldita sea –rezongué.