Edición en formato digital: junio de 2020
Título original: What Katy Did at School
En cubierta: Design and art direction by Bekki Guyatt-LBBG
E© Illustration by Quino Marín
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la traducción, Raquel García Rojas
© Ediciones Siruela, S. A., 2020
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18245-73-2
Conversión a formato digital: María Belloso
1 Conic Section
2 Un nuevo año y un nuevo plan
3 En camino
4 El «convento»
5 Rosas y espinas
6 La SACID
7 Injusticia
8 Cambios
9 Las vacaciones de otoño
10 Un hatillo de cartas
11 Regalos de Navidad
12 Esperando la primavera
13 El paraíso recuperado
Fue justo después de aquella feliz visita que conté al final de Lo que hizo Katy cuando Elsie y John hicieron su famosa excursión a Conic Section; una excursión que ninguna de las dos olvidó jamás y por la cual la familia se burló de ellas durante mucho tiempo.
El verano había sido fresco, pero, como sucede a menudo después de veranos así, el otoño resultó inusualmente caluroso. Parecía que los meses hubieran estado jugando y se hubiesen «cambiado el sitio»; como si septiembre estuviera decidido a demostrar que sabía hacerse tan desagradable como agosto si le apetecía. Durante la segunda mitad de la estancia de la prima Helen, el bochorno fue exagerado y ella lo acusó en gran medida, aunque los niños hicieron todo lo posible para que estuviera cómoda: habitaciones sombreadas, agua helada y abanicos. Todas las tardes, los chicos sacaban su sofá al porche con la esperanza de que refrescase, pero no servía de nada: las noches eran tan cálidas como los días, cuando el polvo amarillento suspendido en el aire hacía que la luz del sol pareciese densa y abrasadora. En los árboles ya había algunas hojas otoñales, pero estaban arrugadas y tenían un color muy feo. Clover dijo que parecía que las hubieran cocido hasta ponerse rojas, como las langostas. En general, fue un mes difícil, y la llegada de octubre no supuso una gran diferencia: la calima persistía, y el calor; y el viento, cuando soplaba, no tenía nada de refrescante, sino que parecía haber pasado por algún gran horno que hubiera destruido toda su vitalidad y su fragancia.
A pesar de todo, era maravilloso ver cómo Katy mejoraba y progresaba. Cada día cobraba más fuerzas. Primero, bajaba a cenar; luego a desayunar. Se sentaba en el porche por las tardes y servía el té. Fue como un milagro para los demás, al principio, verla andando por la casa, pero se acostumbraron con asombrosa rapidez; uno se acostumbra pronto a las cosas buenas. Sin embargo, hubo alguien que no, que nunca lo vio como algo natural; y esa fue la propia Katy. No podía bajar las escaleras, ni salir al jardín, ni abrir la puerta de la cocina para pedir algo sin una sensación de felicidad y de euforia para la que no tenía palabras. La vida menos limitada y más activa la favoreció en todos los sentidos. Las mejillas se le redondearon y adquirieron un tono rosado y tenía los ojos más brillantes. Su padre y la prima Helen observaron estos cambios con un placer indescriptible, y la señora Worrett, que un día se pasó por allí a almorzar, poco menos que gritó de la impresión al verla.
—¡Quién iba a decirlo! —exclamó—. La última vez que estuve aquí, parecía que hubieras echado raíces en esa silla para el resto de tus días, y mírate ahora, andando de un lado a otro con tanta energía como yo. ¡Vaya, vaya, una nunca deja de sorprenderse! Me alegra mucho verte así, Katherine. Ojalá tu pobre tía siguiera aquí. ¡Qué contenta estaría!
Es poco probable que la tía Izzie hubiese estado tan contenta, pues la estampa de un salón en el que a ojos vistas se hacía vida todos los días la habría horrorizado en extremo, pero en ese momento Katy no se acordó de aquello. Se sintió conmovida por la sincera amabilidad que había en la voz de la señora Worrett y recibió de buen grado el beso que esta le ofrecía. Clover llevó limonada y uvas, y todos se esforzaron por hacer que la pobre mujer estuviera cómoda. Justo antes de irse, les dijo:
—¿Por qué nunca consigo que vengáis a Conic Section? Estoy segura de que os he invitado muchas veces. Elsie y John están en la edad perfecta para disfrutar del campo. ¿Por qué no las mandáis conmigo durante una semana? Johnnie puede dar de comer a las gallinas, y perseguirlas también, si le divierte —agregó, mientras la pequeña Joanna pasaba corriendo por delante de ellas, tras uno de los polluelos de Phil—. Díselo, ¿lo harás, Katherine? Tenemos muchas gallinas en la granja. Puede correr tras ellas de la mañana a la noche si le apetece.
Katy se lo agradeció, pero no creía que las niñas quisieran ir. Le dio el recado a Johnnie y luego se olvidó del asunto. La familia estaba algo triste esa mañana porque la prima Helen acababa de irse, y Elsie estaba tumbada en el sofá, dándose aire con un gran abanico de palma.
—¡Madre mía! —suspiró—. ¿Algún día refrescará? No creo que pueda soportarlo ni un minuto más.
—¿No te encuentras bien, cariño? —le preguntó Katy, ansiosa.
—¡Sí, sí! Estoy bien —repuso Elsie—. Es solo este espantoso calor, y no ir nunca a un sitio más fresco. No hago más que pensar en el campo y desear estar allí, sintiendo la brisa. ¿No nos dejaría papá, a John y a mí, ir a Conic Section a visitar a la señora Worrett? ¿Crees que accedería si tú se lo pidieras?
—Bueno —dijo Katy, sorprendida—, Conic Section no es exactamente «el campo», ¿sabes? Está justo a las afueras de la ciudad, a solo diez kilómetros de aquí. Y papá dice que la casa de la señora Worrett está muy cerca de la carretera. ¿Crees que os va a gustar, cielo? No puede hacer mucho más fresco que aquí.
—¡Seguro que sí! —replicó Elsie en un tono algo irritado—. Siempre hace más fresco en una granja. Hay más espacio para que corra el aire y... ¡todo es más agradable! No te imaginas lo cansada que estoy del calor de esta casa. Anoche apenas pegué ojo y, cuando conseguí dormir un poco, soñé que era una hogaza de pan y que Debby me estaba metiendo en el horno. Fue un sueño horrible. Me alegré mucho de despertarme. ¿No puedes preguntarle a papá si nos deja ir, Katy?
—Claro, si tanto te apetece, se lo preguntaré. Aunque... —Katy se detuvo y no terminó la frase.
Se le había aparecido una imagen de la oronda señora Worrett y dudó de que Elsie fuese a encontrar la granja tan agradable como esperaba. Pero a veces la auténtica bondad está en dejar que el otro se equivoque, y los ojos de Elsie tenían un aire tan melancólico que Katy no tuvo valor para discutir ni para negarse.
El doctor Carr no pareció muy convencido cuando oyó el plan.
—Hace demasiado calor —dijo—. No creo que a las niñas les vaya a gustar.
—¡Sí que nos gustará, papá, de verdad que sí! —clamaron Elsie y John, que se habían quedado junto a la puerta para enterarse de la suerte que corría su petición.
El doctor Carr sonrió al ver aquellas caras suplicantes, pero aún parecía un poco perplejo.
—Está bien —accedió al fin—, podéis ir. El señor Worrett viene mañana al pueblo a tratar unos asuntos en el banco. Se lo diré y Alexander puede llevaros por la tarde, cuando haga menos calor.
—¡Bien! ¡Bien! —gritó John, dando brincos, mientras Elsie se abrazaba al cuello de su padre.
—Y el jueves —continuó el doctor Carr— lo enviaré de nuevo a buscaros.
—¡Pero papá! —protestó Elsie—. Eso son solo dos días. La señora Worrett ha dicho una semana.
—Sí, ha dicho una semana —la secundó John—. Y tienen muchas gallinas y voy a poder darles de comer y perseguirlas todo lo que quiera. Aunque hace demasiado calor para correr mucho —añadió, pensativa.
—No lo mandarás a por nosotras el jueves, ¿verdad, papá? —insistió Elsie, ansiosa—. A mí me gustaría quedarme mucho más, pero la señora Worrett ha dicho una semana.
—El jueves —repitió el doctor Carr con voz firme. Luego, al ver que a Elsie le temblaba el labio y que se le habían llenado los ojos de lágrimas, añadió—: No te aflijas tanto, tesoro. Alexander irá a buscaros, pero si entonces aún queréis quedaros más tiempo, podéis enviarlo de vuelta con una nota en la que me digáis qué día os gustaría que fuese otra vez. ¿Os parece bien?
—¡Sí! —exclamó Elsie, enjugándose las lágrimas—. Muy bien, papá. Aunque es una pena que Alexander vaya a tener que ir dos veces, y con el calor que hace, porque estamos segurísimas de que queremos quedarnos una semana.
Su padre se rio y le dio un beso. Cuando todo estuvo organizado, las niñas empezaron a prepararse. Era muy emocionante hacer las maletas y decidir qué llevarse y qué no llevarse. Elsie estaba radiante con tanto ajetreo. La simple idea de verse en el campo, el campo verde y fresco, la hacía de lo más feliz, proclamó. Lo cierto es que tenía un poco de fiebre y no se encontraba muy bien, y no sabía exactamente qué le pasaba ni lo que quería.
El viaje fue agradable, si no hubiera sido porque Alexander dio al traste con la solemnidad de John y ofendió mucho la dignidad de Elsie al preguntar, cuando salían por la puerta: «¿Saben las señoritas dónde está ese lugar al que quieren ir?». Parte del camino, la carretera iba atravesando un bosque. Era bastante pantanoso, pero la densa espesura no dejaba pasar la luz del sol y había un fragante olor a pino y helechos. Elsie sintió que ya había empezado lo bueno y su ánimo fue creciendo con cada vuelta que daban las ruedas.
Poco después, dejaron atrás las arboledas y salieron de nuevo a pleno sol. El camino estaba polvoriento, y también los campos y las desgreñadas gavillas de maíz que los salpicaban aquí y allá. Montones de polvorientas manzanas rojas yacían sobre la hierba, bajo los frutales. Unas cuantas vacas que bajaban por un sendero hacia sus establos mugían como abatidas y sedientas, lo que hizo que las niñas también tuviesen sed.
—Me muero por un trago de agua —dijo John—. ¿Crees que aún estará muy lejos? ¿Cuánto queda para llegar a casa de la señora Worrett, Alexander?
—Ya casi estamos, señorita —contestó él, lacónico.
Elsie sacó la cabeza del carro y miró impaciente a su alrededor. ¿Dónde estaba aquella encantadora granja? Vio una casa grande, de color calabaza, un poco más adelante al borde del camino, pero no podía ser esa. O sí: Alexander se detuvo en la puerta y bajó de un salto para ayudarlas a salir. ¡Era allí! La sorpresa la dejó sin aliento.
Miró a su alrededor. Había bosque, desde luego, pero casi a un kilómetro campo a través. Cerca de la casa no había árboles, solo algunos lilos que no eran más que arbustos, en un lateral. Tampoco había hierba. Un sendero de grava ocupaba por completo el estrecho patio delantero y, con el ardiente color de la fachada y la mirada avizor de las ventanas sin persianas, la casa daba la impresión de estar de puntillas observando algo muy fijamente; el polvo del camino, tal vez, pues no parecía haber nada más que mirar.
A Elsie se le encogió el corazón de un modo indescriptible mientras John y ella bajaban muy despacio del carro y Alexander, pasando el brazo por encima de la valla, golpeaba con fuerza la puerta principal. Pasaron unos minutos antes de que la llamada tuviese respuesta. Entonces oyeron un pesado crujir de pasos acercándose por el pasillo y alguien empezó a forcejear con un cerrojo muy obstinado que no quería moverse. Luego, una voz que reconocieron como la de la señora Worrett gritó:
—¡Isaphiny, Isaphiny, ven a ver si puedes abrir esta puerta!
—¡Qué graciosa! —susurró Johnnie con una risita.
«Isaphiny» debía de estar arriba, porque enseguida la oyeron bajar corriendo, y después empezó un nuevo traqueteo en el tozudo cerrojo. Sin embargo, la puerta seguía sin abrirse y, al final, la señora Worrett acercó los labios al ojo de la cerradura y preguntó:
—¿Quién es?
La voz sonó tan hueca y fantasmal que Elsie dio un respingo antes de contestar.
—Soy yo, señora Worrett, Elsie Carr. Y Johnnie también está aquí.
—¡Chsss, chsss, chsss! —se oyó dentro, luego un susurro; después, la señora Worrett volvió a poner la boca en el ojo de la cerradura y dijo, alzando la voz—: ¡Id por la parte de atrás, niñas! No consigo abrir esta puerta. Se ha hinchado con la humedad.
—¡Humedad! —musitó Johnnie—. Pero si no ha llovido desde la tercera semana de agosto. Papá lo dijo ayer.
—Eso da igual, señorita Johnnie —repuso Alexander, que la había oído por casualidad—. La gente de por aquí no abre mucho la puerta principal, solo para bodas, funerales y cosas por el estilo. Es muy probable que esta lleve cerrada cinco años. Sé que la última vez que traje a su tía, la señorita Carr, antes de que falleciera, pasó lo mismo y tuvo que dar la vuelta, como lo están haciendo ustedes ahora.
John se quedó con los ojos como platos, pero no tuvo tiempo de decir nada más porque ya habían doblado la esquina y la señora Worrett esperaba en la puerta de la cocina para recibirlas. Parecía más gorda que nunca, pensó Elsie, pero le dio un beso a cada una y dijo que se alegraba mucho de ver por fin a algún Carr en su casa.
—Siento haberos hecho esperar —continuó—. La verdad es que estaba dormida y, cuando habéis llamado, me he levantado algo aturdida y por un momento no sabía quién podía ser. Lleva las maletas arriba, Isaphiny, y déjalas en la salita. ¿Cómo está vuestro padre, Elsie? ¿Y Katy? Postrada otra vez en cama no, espero.
—¡No! Parece que cada día está mejor.
—¡Estupendo! —repuso la señora Worrett, muy efusiva—. No sabía yo si, con el calor, tantas visitas en casa y todo eso... ¡Mira, Johnnie, un pollo! —exclamó, interrumpiéndose de repente, cuando una gallina zancuda pasó corriendo por delante de la puerta—. ¿Quieres ir a perseguirlo? Puedes hacerlo, si te apetece. ¿O prefieres subir primero?
—Preferiría subir, por favor —contestó John, mientras Elsie iba a la puerta y veía cómo Alexander se alejaba con el carro por la polvorienta carretera.
Se sintió como si el último amigo que les quedaba las hubiera abandonado. Luego Johnnie y ella siguieron a Isaphiny al piso de arriba. La señora Worrett nunca subía con ese clima, les dijo.
El cuarto de invitados estaba justo bajo el tejado. Hacía mucho calor y olía como si nunca hubieran abierto la ventana. En cuanto se quedaron solas, Elsie atravesó corriendo la habitación y subió la hoja inferior, pero, nada más soltarla, esta volvió a caer y dio un golpe que hizo temblar el suelo y que la jarra se tambalease tintineando en el lavamanos. Las niñas se asustaron muchísimo, sobre todo cuando oyeron a la señora Worrett que las llamaba desde el pie de la escalera para preguntarles qué había pasado.
—Ha sido la ventana —le explicó Elsie, que salió al pasillo—. Lo siento mucho, pero no se queda abierta. No sé qué le pasa.
—¿Le habéis puesto el clavo? —preguntó la señora Worrett.
—¿El clavo? No, señora.
—¿Y cómo esperabais que se quedase abierta entonces? Los jóvenes nunca veis lo que tenéis delante de las narices. Mira en el alféizar y lo verás. Está ahí por algo.
Elsie volvió a la habitación muy desconcertada. Miró, y, en efecto, había un clavo enorme y un agujero en un lateral del marco en el que se podía encajar. Esta vez abrió la ventana sin incidentes, pero se encontró otro gran estorbo: una larga persiana de papel azul que colgaba suelta e impedía que entrase el aire. No veía forma de subirla y sujetarla.
—Enróllala y ponle un alfiler —le sugirió John.
—Me da miedo romper el papel. ¡Jo, qué fastidio! —contestó Elsie con amargura.
Sin embargo, consiguió engancharla con un par de alfileres para que no molestase. Después, echaron un vistazo a la habitación. Estaba amueblada con sencillez, pero era muy bonita y se veía limpia y ordenada. La cómoda estaba cubierta con una toalla blanca, y encima había un acerico con alfileres clavados de tal forma que podía leerse: «Recuerdo de Ruth». A John le encantó y pensó que ella nunca se decidiría a coger un alfiler de un acerico así y estropear el dibujo, por mucho que lo necesitara.
—¡Qué cama tan alta! —exclamó luego—. Vas a tener que utilizar una silla para acostarte, Elsie, y yo también.
Elsie tocó el colchón.
—¡Plumas! —gritó, horrorizada—. ¡Ay, John! ¿Por qué hemos venido? ¿Qué vamos a hacer?
—No creo que lo notemos mucho —contestó John, que estaba perfectamente y consideraba esos pequeños cambios respecto a las costumbres de su casa más divertidos que otra cosa.
Pero Elsie dejó escapar un quejido. ¡Dos noches en un colchón de plumas! ¿Cómo iba a soportarlo?
Cuando bajaron, ya tenían el té preparado en la cocina. Habían encendido una pequeña lumbre para hervir el agua. El fuego estaba casi apagado, pero hacía un calor sofocante y la mantequilla se había ablandado tanto que estaba casi derretida y la señora Worrett tuvo que servirla con una cucharilla. Las moscas zumbaban sobre la mesa y se amontonaban en el plato del bizcocho. Había un pan riquísimo, y requesón y compota de membrillo, pero Elsie no pudo probar bocado. Estaba febril. La señora Worrett se preocupó mucho por esa falta de apetito, y también el señor Worrett, a quien acababan de presentar a las niñas. Era un hombre mayor de aspecto amable, calvo, que había ido a cenar en mangas de camisa, y tan delgado como gorda estaba su mujer.
—Me temo que a la pequeña no le gusta la cena, Lucinda —dijo—. Tendrás que pensar en algo diferente para mañana.
—¡Oh, no, no es eso! Está todo muy bueno; es solo que no tengo hambre —se excusó Elsie, que tenía ganas de llorar.
Y lloró un poco después de la cena, mientras estaban todos sentados en la penumbra del anochecer, con el señor Worrett fumando en pipa y dando manotazos a los mosquitos junto a la puerta y la señora Worrett durmiendo ruidosamente en una enorme mecedora. Pero ni siquiera Johnnie se enteró de que estaba llorando, pues Elsie se sentía la peor niña del mundo por comportarse tan mal cuando todos eran tan amables con ella. Se lo repitió a sí misma muchas veces, pero no sirvió de mucho. En cuanto pensaba en su casa y en Katy y en papá, la invadía un deseo feroz de regresar junto a ellos y los ojos se le volvían a llenar de lágrimas.
La noche fue muy desagradable. No corría ni un soplo de aire, o ninguno llegaba hasta la sofocante cama donde estaban las hermanas. John durmió bastante bien, a pesar del calor y los mosquitos, pero Elsie apenas pegó ojo. Una vez se levantó y fue a la ventana, pero la persiana azul, que se había soltado, se le cayó en la cabeza de repente y le dio un buen susto. No pudo encontrar los alfileres en la oscuridad, así que la dejó colgando y el papel estuvo el resto de la noche crujiendo y aleteando, lo cual contribuyó a su desvelo. Alrededor de las tres se quedó traspuesta, y le pareció que solo había pasado un minuto cuando volvió a despertarse y vio la habitación inundada por la luz del sol y el ruido de media docena de gallos que cacareaban y cantaban bajo la ventana. Le dolía mucho la cabeza. Deseaba quedarse en la cama, pero temía parecer maleducada, así que se vistió y bajó con Johnnie, pero estaba tan pálida y desayunó tan poco que la señora Worrett se alarmó y dijo que sería mejor que no saliera y que se recostase en el diván del salón a entretenerse un rato con algún libro.
El diván del salón estaba cubierto con una resbaladiza funda de cretona morada. Era alto y muy estrecho. No había nada en el extremo que mantuviese el cojín en su sitio, así que se escurría constantemente y a Elsie se le vencía la cabeza hacia atrás, lo cual no era nada cómodo. Y, aún peor, en un momento en el que se quedó adormilada, se escurrió por la suave y deslizante cretona, como si fuera una pendiente helada, y se cayó al suelo. Esta aventura la puso tan nerviosa que no se atrevió a volver a dormir, aunque Johnnie fue a buscar dos sillas y las puso junto al sofá por si acaso. Así que siguió el consejo de la señora Worrett y «se entretuvo con un libro». En el salón no había muchos. Elsie eligió un grueso volumen negro titulado Obras completas de la señora Hannah More. Era en parte prosa y en parte poesía. Elsie lo abrió por un capítulo que empezaba así: «Consejos para la formación del carácter de una joven princesa», pero había muchas palabras larguísimas, así que lo cambió por una historia titulada «Coelebs en busca de esposa». Trataba de un joven caballero que quería casarse, pero no estaba seguro de que hubiera ninguna dama lo bastante buena para él, así que se dedicaba a ir de visita y conocer primero a una y luego a otra, y, después de pasar unos cuantos días en una casa, siempre decía: «No, no servirá», y se marchaba. Por fin, cuando encontró a una joven que parecía adecuada, que visitaba a los pobres y se levantaba temprano, que iba siempre vestida de blanco y que nunca olvidaba dar cuerda a su reloj ni cumplir con sus obligaciones, y Elsie ya creía que el quisquilloso caballero estaría satisfecho y diría: «Es justo lo que necesito», hete aquí que se distrajo un momento y lo siguiente que supo es que se estaba cayendo del diván por segunda vez, junto a la señora Hannah More. Aterrizaron sobre las sillas, y Johnnie fue corriendo y las levantó a las dos. En general, recostarse en el diván del salón no fue muy reconfortante, y a medida que pasaba el día y el sol que pegaba en las ventanas desnudas hacía que la habitación se calentase más y más, a Elsie le iba subiendo la fiebre, añoraba cada vez más su casa y se sentía más desconsolada.
Mientras, la señora Worrett había mantenido ocupada a Johnnie. Su anfitriona estaba firmemente convencida de que la mayor alegría en la vida de un niño era perseguir gallinas. Cada vez que pasaba alguna aleteando por la puerta de la cocina, que era más o menos cada tres minutos, le gritaba: «¡Mira, Johnnie, ahí tienes otro pollo al que puedes perseguir!», y la pobre Johnnie se sentía obligada a salir corriendo bajo el sol. Como era una jovencita muy educada, no quería decirle a la señora Worrett que correr con tanto calor resultaba desagradable, así que llegó a la hora del almuerzo agotada, y también se habría enfadado si hubiera sabido cómo hacerlo, pero no lo hizo; Johnnie nunca se enfadaba. Después de comer fue aún peor, pues el sol calentaba todavía más y las gallinas, a las que no les importaba, no dejaban de moverse de acá para allá. «¡Corre, Johnnie, ahí hay otra!», se oía constantemente, tanto que al final Elsie se desesperó, se levantó y fue a la cocina a suplicar: «Por favor, señora Worrett, ¿no le importaría que Johnnie me hiciese compañía un rato? Me duele mucho la cabeza». Después de aquello, Johnnie pudo descansar, pues la señora Worrett era una mujer de buen corazón, pero no tenía la menor idea de que no estaba entreteniendo a su pequeña invitada de la forma más divertida.
Un poco antes de las seis, Elsie se sentía mejor y Johnnie y ella se pusieron el sombrero y salieron a pasear por el jardín. No había mucho que ver: arriates de hortalizas, unos cuantos groselleros y poco más. Elsie, apoyada en la valla, trataba de entender por qué la casa de los Worrett tenía ese extraño aspecto de estar como de puntillas, cuando un repentino y estruendoso gruñido la sobresaltó y algo le tocó la cabeza. Se dio la vuelta y vio un cerdo enorme, levantado sobre sus patas traseras, al otro lado de la valla. Así, de pie, era más alto que Elsie y fue su fría nariz lo que le había tocado la cabeza. Por alguna razón, al aparecer de aquella forma tan inesperada, a las niñas les pareció una temible bestia salvaje. Gritaron asustadas y huyeron hacia la casa, de donde Elsie no se atrevió a salir más durante su visita. John siguió persiguiendo gallinas a ratos, pero tampoco se divertía tanto y no dejaba de vigilar al cerdo en la distancia, recelosa.
Esa noche, mientras la señora Worrett dormía y el señor Worrett fumaba junto a la puerta, Elsie se sintió tan desdichada que se desmoronó por completo. Apoyó la cabeza en el regazo de Johnnie, mientras estaban sentadas en el rincón más oscuro de la habitación, y empezó a llorar y a sollozar, intentando hacer tan poco ruido como le era posible. Johnnie la consolaba con suaves palmaditas y caricias, pero no se atrevía a decir nada por miedo a que la señora Worrett se despertara y las descubriese.
A la mañana siguiente, Elsie solo podía pensar en si Alexander iría a buscarlas esa tarde. Se pasó todo el día mirando el reloj y la carretera con una angustia febril. ¿Y si papá había cambiado de opinión y había decidido dejarlas en Conic Section una semana? ¿Qué iba a hacer? Solo podía soportar aquella desazón y aguantar con vida hasta la tarde, pensó; pero, si se veían obligadas a pasar otra noche en esa cama de plumas, con los mosquitos, oyendo el aleteo de la persiana azul hora tras hora, se moriría, ¡estaba segura de que se moriría!
Sin embargo, Elsie no estaba llamada a morir, ni siquiera a descubrir lo fácil que es sobrevivir a un poco de incomodidad. Alrededor de las cinco, su ansiosa guardia se vio recompensada por la aparición de una nube de polvo de la que pronto salieron las orejas del viejo Whitey y el techo del carro que tan bien conocía y que se detuvo en la puerta. Allí estaba Alexander, animado y sonriente, muy contento de ver de nuevo a sus «pequeñas señoritas» y de que tuvieran tantas ganas de volver a casa. Sin embargo, la señora Worrett no se dio cuenta de aquello, ¡claro que no! Elsie y John eran demasiado educadas para eso. Le dieron las gracias a su anfitriona y se despidieron con tanta amabilidad que, cuando ya se habían ido, esta le dijo a su marido que había sido un placer tenerlas allí y que esperaba que volviesen pronto. ¡Se lo habían pasado tan bien! Qué pena que Elsie hubiera estado algo pachucha. En ese mismo instante, Elsie estaba sentada en el suelo del carro, con la cabeza en el regazo de John, llorando y sollozando de alegría porque la visita había terminado y ya iban de camino a casa.
—¡Solo espero vivir lo bastante para llegar! —exclamó—. ¡Nunca, jamás, volveré a ir al campo!
Aquello era una tontería, claro, pero debemos perdonarla porque estaba un poco enferma.
¡Qué encantadora visión la de su casa, con toda la familia reunida a la sombra del porche, Katy con su sencillo vestido blanco, Clover con pimpollos de rosa en el ceñidor, y todos preparados para recibir y mimar a las hermanitas ausentes! Hubo muchos abrazos y besos, y tenían mucho que contarles de todo lo que había pasado en esos dos días: había llegado una carta de la prima Helen; Daisy White había tenido cuatro gatitos tan blancos como ella; Dorry había terminado su noria, una rueda que giraba en la bañera y que era «realmente ingeniosa», dijo papá; y Phil había «hecho un trueque» con uno de sus polluelos de gallinas enanas por uno de los brahmas de Eugene Slack. Hasta que no estuvieron todos sentados a la mesa para cenar, nadie les pidió que hablaran de su excursión. Para Elsie había sido un alivio y estaba pensando en lo delicioso que parecía todo, desde las rodajas de melocotón hasta el tintineante hielo de la lechera, cuando su padre hizo la temida pregunta.
—Bueno, Elsie, así que al final habéis decidido volver. ¿Cómo os ha ido? ¿Por qué no os habéis quedado toda la semana? Te veo un poco pálida. ¿Es que te has excedido con la diversión? Cuéntanoslo todo.
Elsie miró a su padre y su padre la miró a ella. Los ojos del doctor Carr tenían un ligero brillo, pero por lo demás estaba muy serio. Elsie empezó a hablar, luego a reír, luego a llorar, y, cuando por fin llegó la explicación, le salió como una mezcla explosiva de las tres cosas.
—¡Papá, ha sido horrible! Bueno, la señora Worrett no puede ser más amable, pero está tan gorda, ¡y qué cerdo!, ¡nunca me había imaginado un cerdo así! Y la tela de ese espantoso sofá era tan resbaladiza que me caí cinco veces, y una vez me hice mucho daño. Y teníamos un colchón de plumas, y yo os echaba tanto de menos que me pasaba la noche llorando.
—La señora Worrett estaría encantada —bromeó el doctor Carr.
—¡No, papá, ella no se enteraba! Estaba dormida y roncaba tanto que nadie me oía. ¡Y las moscas! ¡Qué moscas, Katy! Y los mosquitos, y nuestra ventana no se quedaba abierta hasta que no le puse un clavo. ¡Me alegro tanto de estar en casa! ¡No quiero volver al campo nunca! ¡Nunca jamás! ¡Si Alexander no hubiera ido...! ¿Qué pasa, Clover, de qué te ríes? ¡Y Dorry! ¡Sois muy crueles! —Entonces Elsie corrió hacia Katy, se tapó la cara y empezó a llorar.
—No pasa nada, cielo, no pretendían ser crueles. Papá, tiene las manos ardiendo; deberías darle algo.
A Katy le tembló un poco la voz, pero no quería herir los sentimientos de su hermana, dejando ver que le hacía gracia. Papá le dio «algo» a Elsie antes de que se fuera a la cama, una dosis muy moderada, me imagino, pues las hijas de los médicos, por regla general, no toman medicinas, y al día siguiente estaba mucho mejor. Según fueron oyendo poco a poco las aventuras de la excursión a Conic Section, toda la familia se reía tanto que parecía que nunca podrían parar. Phil siempre se ponía a hacer de cerdo, de pie y triunfante sobre sus patas traseras, y acariciaba la cabeza de Elsie con la nariz; y más de una vez «Esto va a terminar como tu visita a la señora Worrett» resultó una forma muy útil de controlar a Elsie cuando se ponía terca y se empeñaba en alguna idea que en ese momento le parecía fantástica. Y es que una de las ventajas de los errores que cometemos de niños es que todos nos enseñan algo, y así, metiendo la pata, nos hacemos más sabios, hasta que, cuando llega el momento, estamos listos para ocupar nuestro lugar entre los maravillosos adultos que nunca se equivocan.