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El Autor

La novela del tranvía

La mañana de San Juan

Los suicidios

Madame Venus

Las tres conquistas de Carmen

Stora y las medias parisienses

La historia de una corista

About the Publisher

El Autor

Manuel Gutiérrez Nájera fue un poeta, escritor y cirujano mexicano, trabajó como observador cronista. Se le considera el iniciador del Modernismo literario en México. A Manuel Gutiérrez Nájera se le define como «especie de sonrisa del alma» por la gracia sutil de su estilo, elegante, delicado y con ternura de sentimientos. Se le considera el dios del Modernismo literario en México. Perteneció a una familia de clase media. Sus padres fueron Manuel Gutiérrez de Salceda Gómez y María Dolores Nájera Huerta.

Fue escritor y periodista durante toda su vida. Inició su carrera a los trece años, escribió poesía, impresiones de teatro, crítica literaria y social, notas de viajes y relatos breves para niños. El único libro que vio publicado en vida se tituló El Duque, una antología de cuentos a la que llamó Cuentos Frágiles (1883). Gran parte de su obra apareció en diversos periódicos mexicanos bajo multitud de seudónimos: "El Cura de Jalatlaco", "El Duque Job", "Puck", "Junius", "Recamier", "Mr. Can-Can", "Nemo", "Omega", que utilizaba para publicar distintas versiones de un mismo trabajo, cambiando la tu firma y jugando a adaptar el estilo del texto según la personalidad de que le proveía su firma.

Gustó de lo afrancesado y de lo clásico, habitual entre los intelectuales mexicanos y la alta sociedad de su tiempo. Nunca salió de México y en pocas ocasiones de su ciudad natal, pero sus influencias fueron escritores europeos como Musset, Gautier, Baudelaire, Flaubert y Leopardi. Siempre anheló unir el espíritu francés y las formas españolas en su obra.

Su madre, ferviente católica empeñada en que su hijo fuera sacerdote, le impuso la lectura de los místicos españoles del Siglo de Oro y la formación en el seminario, influencia que se vio compensada por la fuerte corriente positivista de la sociedad de la época que pugnaba en sentido contrario. Gutiérrez Nájera abandonó el seminario a los pocos años, y lo cambió por sus lecturas de San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Fray Luis de León, autores que influirían en su obra, por los autores franceses del siglo y por la práctica cotidiana de la literatura en periódicos locales como El Federalista, La Libertad, El Cronista Mexicano o El Universal. En 1894 fundó, con Carlos Díaz Dufoo, La Revista Azul, publicación que lideró el modernismo mexicano durante dos años.

A Manuel Gutiérrez Nájera se le define como «especie de sonrisa del alma» por la gracia sutil de su estilo, elegante, delicado y con ternura de sentimientos.

La novela del tranvía

Cuando la tarde se oscurece y los paraguas se abren, como redondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles, como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en la imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y, para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. A cada paso el vagón se detiene, y abriéndose camino entre los pasajeros que se amontonan y se apiñan, pasa un paraguas chorreando a Dios dar, y detrás del paraguas la figura ridícula de algún asendereado cobrador, calado hasta los huesos. Los pasajeros ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado. 

Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto. El paraguas escurre sobre el entarimado del vagón que, a poco, se convierte en un lago navegable. El cobrador sacude su sombrero y un benéfico rocío baña la cara de los circunstantes, como si hubiera atravesado por en medio del vagón un sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudan. Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura vertiginosa, para que el fango de aquel pantano portátil no las manche. En la calle, la lluvia cae conforme a las eternas reglas del sistema antiguo: de arriba para abajo. Mas en el vagón hay lluvia ascendente y lluvia descendente. Se está, con toda verdad, entre dos aguas. 

Yo, sin embargo, paso las horas agradablemente encajonado en esa miniaturesca arca de Noé, sacando la cabeza por el ventanillo, no en espera de la paloma que ha de traer un ramo de oliva en el pico, sino para observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante. El vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos y a regiones vírgenes. No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas. Los ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo, mensualmente. Más allá de la peluquería de Micoló, hay un pueblo que habita barrios extravagantes, cuyos nombres son esencialmente antiaperitivos. Hay hombres muy honrados que viven en la plazuela del Tequesquite y señoras de invencible virtud cuya casa está situada en el callejón de Salsipuedes. No es verdad que los indios bárbaros estén acampados en esas calles exóticas, ni es tampoco cierto que los pieles rojas hagan frecuentes excursiones a la plazuela de Regina. La mano providente ele la policía ha colocado un gendarme en cada esquina. Las casas de esos barrios no están hechas de lodo ni tapizadas por dentro de pieles sin curtir. En ellas viven muy discretos caballeros y señoras muy respetables y señoritas muy lindas. Estas señoritas suelen tener novios, como las que tienen balcón y cara a la calle, en el centro de la ciudad. Después de examinar ligeramente las torcidas líneas y la cadena de montañas del nuevo mundo por que atravesaba, volví los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de almendra meditaba apoyado en el puño de su paraguas. No se había rasurado. La barba le crecía "cual ponzoñosa hierba entre arenales". Probablemente no tenía en su casa navajas de afeitar... ni una peseta. Su levita necesitaba aceite de bellotas. Sin embargo, la calvicie de aquella prenda respetable no era prematura, a menos que admitamos la teoría de aquel joven poeta, autor de ciertos versos cuya dedicatoria es como sigue: 

A la prematura muerte de mi abuelita, a la edad de 90 años. 

La levita de mi vecino era muy mayor. En cuanto al paraguas, vale más que no entremos en dibujos. Ese paraguas, expuesto a la intemperie, debía semejarse mucho a las banderas que los independientes sacan a luz