EN LA OSCURIDAD
En la oscuridad
Título original: In the Dark
© 2008 Mark Billingham. Reservados todos los derechos.
© 2020 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción, Jentas A/S.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1010-1
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
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A Katie y Jack
2 DE AGOSTO
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LA NOCHE ES SECA, PERO LA CARRETERA TODAVÍA ESTÁ grasienta por el chaparrón de hace unas horas, resbaladiza al ser engullida bajo los faros, y no hay demasiado tráfico sobre los socavones de la que probablemente es una de las grandes arterias peor cuidadas de la ciudad.
Es por la mañana, por supuesto, en sentido estricto, primera hora. Pero para las escasas almas que se dirigen a sus hogares, luchan por llegar al trabajo en la oscuridad o se dedican ya a sus asuntos de uno u otro tipo, se parece mucho a la noche, altas horas de la condenada.
Noche cerrada.
Es una noche cálida, bochornosa. La segunda de lo que se presenta como un agosto bastante decente. Pero esa no es la razón por la que el copiloto del Cavalier azul inclina la cabeza hacia la ventanilla abierta y suda como un cerdo.
—Pareces un sobaniños en un castillo hinchable —dice el conductor—, joder, tío, ¿tú te has visto?
—¿Este chisme no tiene aire acondicionado?
—Nadie más está sudando tanto.
Los tres hombres que van en el asiento trasero se ríen, se apretujan unos contra otros y se asoman entre los dos asientos delanteros para ver el tráfico que viene de frente. Encienden unos cigarrillos, y el conductor estira una mano para pedir uno. Lo encienden y se lo pasan.
El conductor da una profunda calada, luego observa el cigarrillo.
—¿Por qué fumas esta mierda, tío?
—Un amigo me dio unos cartones. Me debía un favor.
—¿Por qué no me pasas unos cuantos?
—Lo estaba pensando, tú fumas esa mierda fuerte. Marlboro, o lo que sea.
—Ya... Lo estabas pensando. —Da un volantazo, esquivando rápidamente una bolsa de basura que ha volado hasta el medio de la calzada—. Mira esa mierda ahí tirada, tío. Esta gente vive como cerdos.
Las tiendas y restaurantes cerrados se deslizan junto a la ventanilla del copiloto; establecimientos turcos o griegos, colmados asiáticos, clubs, una oficina de taxis de una sola habitación con una luz amarilla. Todas las persianas y puertas de seguridad están firmadas: letras rojas, blancas y negras que caen por el metal, indescifrables.
Territorios marcados.
—¿No tenemos música? —Uno de los hombres que va atrás empieza a tamborilear un ritmo en la parte de atrás del reposacabezas.
—No vale la pena, tío. —El conductor se inclina, señala despectivamente los mandos de la radio con una mano—. El equipo de este cacharro va como el culo.
—¿Y la radio?
El conductor chasquea la lengua con un ruido como el de algo pequeño al caer aceite caliente.
—A estas horas no hay más que tíos diciendo chorradas —dice—. La mierda esa del chill-out y viejos éxitos. —Estira el brazo y coloca la mano en la nuca del copiloto—. Además, tenemos que dejar que el chaval se concentre, ¿me entiendes?
Desde atrás alguien dice:
—Tiene que concentrarse en no mearse en los pantalones. Yo diría que está nervioso. Nervioso como un flan.
—Cosa fina...
El copiloto no dice nada, simplemente se gira y los mira, haciendo saber a los tres de atrás que ya tendrán tiempo de hablar luego, cuando hayan terminado. Vuelve a darse la vuelta y mira hacia delante, sintiendo el peso sobre el asiento entre las piernas, la sensación pegajosa que le pega la camiseta al final de la espalda.
El conductor acelera hasta pegarse a un bus nocturno, luego gira bruscamente hacia la derecha, canturreando algo para sí mientras se salta el semáforo justo cuando pasa de ámbar a rojo.
Ha tomado la A10 en Stamford Hill, dejando atrás las casas más grandes, los Volvos aparcados en la calle y los pulcros jardincitos, y ha puesto rumbo al sur con su BMW.
Se lo toma con calma por Stoke Newington, sabe que hay cámaras listas para hacer una foto a cualquiera lo bastante tonto como para saltarse un semáforo. Controla la velocidad. No hay mucho tráfico, pero siempre hay algún urbano quemado por el trabajo dispuesto a fastidiarle la noche a algún pobre capullo.
Lo último que ella necesita.
Unos minutos más tarde, se adentra lentamente en Hackney. Puede que el sitio no parezca tan malo por la noche, pero ella no se deja engañar. Aunque, por lo menos, los embaucadores de la inmobiliaria local tienen que currárselo para ganarse sus comisiones.
Oh, sí, es una zona bastante emergente. Es cierto que tiene mala prensa, pero hay que ver más allá de todo eso. Aquí se respira una verdadera sensación de comunidad y, por supuesto, todos esos prejuicios implican que los precios de las viviendas son muy competitivos...
O sea, lo pronuncies como lo pronuncies, De Beauvoir Town suena bien, ¿no? Limítate a hablar de Hackney Downs y Regent’s Canal y no te preocupes por minucias como las puñaladas, la esperanza de vida y cosas así. Hasta hay alguna que otra zona verde, por amor de Dios, y uno o dos adosados Victorianos.
Si plantas unos cuantos... ¿cómo se llaman?... cipreses al fondo del jardín, ni siquiera llegas a ver la urbanización
Los pobres capullos bien pueden tener dianas pintadas en sus puertas principales.
Cruza Ball’s Pond Road sin tener que reducir; a un lado, Kingsland, al otro, Dalston esparciéndose como una mancha hacia el este.
Ya no falta mucho.
Tiene las manos pegajosas, así que saca un brazo por la ventanilla, separa los dedos y deja que el aire nocturno pase entre ellos. Cree poder notar lluvia en el aire, apenas una gota o dos. Deja el brazo donde está.
El BMW suena bien: apenas un zumbido grave y un susurro bajo las ruedas. Siente el cuero del asiento del copiloto suave y limpio bajo la mano al tocarlo. Siempre le ha encantado este coche, se sintió cómoda en él desde el momento en que puso los pies dentro.
A alguna gente le pasa eso con las casas. Diga lo que diga el vendedor, a veces todo se reduce a esa sensación o lo que sea al entrar en ellas. Lo mismo le pasó con el coche, lo sintió suyo.
Ve el Cavalier viniendo hacia ella mientras reduce para detenerse en el semáforo. Va mucho más rápido que ella y frena en seco, rebasando las líneas blancas del cruce.
Va sin luces.
Busca a tientas la palanca de detrás del volante y le da dos veces; da luces al Cavalier con los faros de alta gama del BMW. Mejores que las luces de aterrizaje de un 747, recuerda que le dijo el vendedor. Los vendedores de coches dicen aún más gilipolleces que los de las inmobiliarias.
El conductor del Cavalier no hace gesto alguno, simplemente se limita a mirarla.
Luego enciende las luces.
Ella atraviesa el cruce con el BMW y se aleja. Las primeras gotas de lluvia manchan el parabrisas. Comprueba el retrovisor y ve cómo el Cavalier hace un rápido giro de 180° a unos cien metros por detrás de ella, oye el estruendo de un claxon cuando se mete en el carril opuesto y adelanta a un taxi negro, avanzando rápidamente por el carril bus hacia ella.
Siente que algo le da un salto en el estómago.
—¿Por qué esa? —pregunta el hombre del asiento del copiloto.
El conductor mete quinta y se encoge de hombros.
—¿Por qué no?
Los tres del asiento de atrás se inclinan ahora más hacia delante, excitados por la acción, pero sus voces suenan como si tal cosa:
—La muy imbécil se ha seleccionado a sí misma.
—Si te metes con la gente, te buscas problemas, es lo que hay.
—Sólo intentaba ayudar.
—Así es como lo hacemos —dice el conductor.
Nota el asiento del copiloto caliente bajo él al girarse, como si todo le pareciese bien. Como si respirase con facilidad y no sintiese que la vejiga le va a explotar.
Puta imbécil. ¿Por qué no puede meterse en sus asuntos?
Abandonan el carril bus y rebasan a una moto. El motorista se gira para mirarles al pasar, lleva casco y visor negros. El hombre del asiento del copiloto le mira a su vez, pero no puede mantener la mirada. Vuelve a dirigir los ojos hacia la calzada.
Hacia el coche de delante.
—No la pierdas —dice alguien con urgencia en el asiento de atrás.
Luego su amigo:
—Sí, dale caña a esta mierda, tío.
El conductor dirige los ojos al retrovisor:
—¿Me estáis mangoneando, vosotros dos?
—No.
—¿Me estáis mangoneando o qué cojones?
Levantan las manos.
—Relájate, tío. Sólo te digo...
Los ojos se desvían otra vez, pisa el acelerador y el Cavalier se acerca rápidamente hasta apenas unos metros del BMW plateado. El conductor se gira hacia el hombre del asiento del copiloto y sonríe. Le dice:
—¿Listo?
La lluvia cae con más fuerza ahora.
Su corazón late más rápido que los chirriantes limpiaparabrisas.
—Vamos a hacerlo —dice el conductor.
—Sí...
El Cavalier se echa a la izquierda, a sólo unos centímetros ahora, obligando al BMW a meterse en el carril bus. Los tres del asiento de atrás silban, sueltan tacos y resoplan.
—Vamos a hacerlo en cualquier momento, joder.
El del asiento del copiloto asiente y su mano sudorosa aprieta con fuerza la culata de la pistola contra la rodilla.
—Levántala, tío, levanta ese chisme bien alto. Enséñale lo que tienes.
Contiene el aliento y aprieta los dientes, luchando contra las ganas de mearse allí mismo, en el coche.
—Lo que le vas a dar.
Al girarse ve que la mujer del BMW ya está bastante asustada. A apenas unos metros. Mueve los ojos como loca, la boca se le retuerce en un gesto de pánico.
Levanta la pistola.
—Hazlo.
Esto era lo que quería, ¿no?
Los del asiento de atrás le mandan besitos para azuzarle.
—Hazlo, tío.
Se echa hacia el lado y dispara.
—Otra vez.
El Cavalier se aleja con el segundo disparo y él se esfuerza para mantener el coche plateado en su campo visual, se asoma más, siente la lluvia en el cuello, ignorando los gritos que le rodean y las gordas manos que le dan palmadas en la espalda.
Se queda mirando mientras el BMW da un bandazo hacia la izquierda, choca y se sube a la acera; ve a la gente de la parada de autobús, los cuerpos volando.
Lo que quería...
A más de treinta metros, puede oír el crujido del capó al abollarse. Y algo más: un golpe sordo, pesado y húmedo, y luego el chillido del metal y el bailoteo del cristal, que se desvanece cuando aceleran y se alejan.
TRES SEMANAS ANTES
Primera parte
MENTIR COMO QUIEN RESPIRA
UNO
HELEN WEEKS ESTABA ACOSTUMBRADA A DESPERTARSE con náuseas, con la sensación de apenas haber dormido y de estar sola, tanto si Paul estaba a su lado como si no.
Se había levantado antes que ella esa mañana, y ya estaba en la ducha cuando ella entró silenciosamente en el cuarto de baño y se agachó para vomitar en el lavabo. No era gran cosa. Apenas unos escupitajos, unos hilitos marrones y amargos.
Se enjuagó la boca y pegó la cara a la mampara de cristal al salir del cuarto de baño para preparar el desayuno:
—Bonito culo —dijo.
Paul sonrió y volvió a girarse hacia el agua.
Cuando entró en el salón diez minutos después, Helen ya iba por su tercera tostada. Lo había dispuesto todo en su pequeña mesa de comedor: la cafetera, tazas, fuentes y platos que habían comprado en The Pier cuando se habían mudado; había llevado la mermelada y la mantequilla de cacahuete del frigorífico en una bandeja, pero Paul fue directamente a coger los cereales, como siempre.
Esa era una de las cosas que le encantaban de él: era un niño grande que nunca había perdido el gusto por los Coco Pops.
Le observó mientras se echaba la leche y limpiaba las gotitas que había derramado con un dedo.
—Deja que te planche esa camisa.
—Está bien así.
—No te has planchado las mangas. —Nunca planchaba las mangas.
—No hace falta. Llevaré la chaqueta puesta todo el día.
—Me llevará cinco minutos. Puede que haga calor más tarde.
—Llueve a cántaros.
Comieron en silencio durante un rato. Helen pensó que quizá debía ir a encender la pequeña tele de la esquina, pero supuso que uno de los dos tendría algo que decir en un momento dado. De todas formas, desde el piso de arriba caía un chorro de música. Una caja de ritmos y un bajo.
—¿Qué tienes que hacer hoy?
Paul se encogió de hombros y tragó.
—Sabe Dios. Me enteraré al llegar, supongo. Ya veré lo que me tiene preparado el jefe.
—¿Terminarás sobre las seis?
—Venga, ya lo sabes. Si surge algo, puedo terminar a cualquier hora. Ya te llamaré.
Ella asintió, recordando una época en que lo habría hecho.
—¿Y el fin de semana?
Paul la miró y gruñó un «¿qué?» o un «¿por qué?».
—Deberíamos intentar ver algunas casas —dijo Helen—. Iba a hacer unas llamadas hoy, fijar un par de citas.
Paul la miró con fastidio.
—Ya te lo he dicho, todavía no sé lo que voy a hacer. Lo que surja.
—Nos quedan seis semanas. Seis semanas, como mucho.
Él volvió a encoger los hombros.
Ella se aupó y cruzó la cocina para meter un par de rebanadas más en la tostadora. Tulse Hill no estaba mal, estaba más que bien si querías comprar un kebab o un coche de segunda mano. Brockwell Park y Lido estaban a un paseo y había bastante movimiento a cinco minutos colina abajo, en el centro de Brixton.
El piso en sí era bastante agradable, seguro, un segundo con un ascensor que casi siempre funcionaba. Pero no podían quedarse. Dormitorio y medio (el de matrimonio y en el que no cabía una aguja), una cocina y un salón pequeños, y un pequeño cuarto de baño. Todo empezaría a parecer muchísimo más pequeño en mes y medio, con una silla de bebé en el recibidor y un parque delante de la tele.
—A lo mejor voy a ver a Jenny más tarde.
—Muy bien.
Helen sonrió, asintió, pero sabía que no le parecía bien en absoluto. Paul nunca se había entendido bien con su hermana. Tampoco había ayudado mucho que Jenny se hubiese enterado de lo del niño antes que él.
También se había enterado de unas cuantas cosas más.
Llevó sus tostadas a la mesa.
—¿Has tenido ya ocasión de hablar con el representante de la Federación?
—¿De qué?
—Por Dios, Paul.
—¿Qué?
Helen estuvo a punto de dejar caer el cuchillo al verle la cara.
La Policía Metropolitana concedía trece semanas a las agentes después del parto, pero eran bastante más picajosos cuando se trataba de las bajas de paternidad. Paul había solicitado(se suponía que había solicitado) una ampliación sobre los cinco días de baja remunerada que le habían concedido.
—Dijiste que lo harías. Que querías hacerlo.
Él soltó una carcajada hueca.
—¿Cuándo dije eso?
—Por favor...
Él meneó la cabeza, rebañó los cereales del cuenco con el dorso de la cuchara como si hubiese un juguete de plástico que no había encontrado.
—Tiene cosas más importantes de las que preocuparse.
—Vale.
—Yo tengo cosas más importantes de las que ocuparme.
Paul Hopwood trabajaba como subinspector en un equipo del Departamento de Investigación Criminal cuyas oficinas se encontraban a varios kilómetros al norte, en Kennington. Una unidad de inteligencia. Había oído todos los chistes que se repetían una y otra vez cada vez que surgía el tema en una conversación.
Helen se sintió enrojecer, quería gritar, pero no era capaz.
—Perdona —dijo.
Paul dejó caer la cuchara y apartó el cuenco.
—Simplemente no sé qué podría ser... —Helen no terminó la frase, Paul no la estaba escuchando, o quería dar esa impresión. Había cogido el paquete de cereales y seguía estudiando atentamente el dorso mientras ella echaba la silla hacia atrás.
Cuando Paul se hubo marchado y ella hubo recogido las cosas del desayuno, pasó un rato bajo la ducha, se quedó allí hasta que dejó de llorar y se vistió lentamente. Un sujetador gigante y unas bragas cómodas, sudadera y pantalones de chándal azules. Como si tuviese mucho donde elegir.
Se sentó a ver la GMTV hasta que sintió que el cerebro se le licuaba y se fue al sofá con las páginas inmobiliarias del periódico local.
West Norwood, Gipsy Hill, Streatham. Heme Hill si hacían un esfuerzo, y Thornton Heath si no les quedaba otra opción.
Cosas más importantes...
Hojeó las páginas rodeando unos cuantos sitios que parecían adecuados, todos diez o quince mil libras más caros de lo que habían previsto. Tendría que volver al trabajo mucho antes de lo que había pensado. Jenny había dicho que les echaría una mano con los cuidados del bebé.
—Eres una idiota si cuentas con Paul —le había dicho Jenny—. Por más que tenga tiempo libre.
Su hermana pequeña, siempre tan directa, y tan difícil de contradecir.
—Estará bien cuando llegue el niño.
—¿Y cómo estarás tú?
La música del piso de arriba subía de volumen. Le diría a Paul que tuviese unas palabras cuando pudiese. Fue al dormitorio y se sentó para intentar hacer algo con su pelo. Pensó que los hombres que describían a las mujeres embarazadas como «radiantes» eran un poco raros, como la gente que creía tener derecho a tocarte la barriga cada vez que les viniese en gana. Tragó saliva, sintiendo su amargura mientras le bajaba por garganta, incapaz de recordar la última vez que Paul había querido tocársela.
Hacía tiempo que habían pasado de la fase del beso de despedida en la puerta, por supuesto, pero también hacía tiempo que habían pasado de demasiadas cosas más. Era cierto que no le apetecía demasiado el sexo, pero habría tenido muy poca suerte si le apeteciese. Al principio se moría de ganas, como muchas mujeres cuando estaban de un mes o así, según los libros,pero Paul había perdido el interés bastante rápido. No era infrecuente, eso también lo había leído. Los tíos se sentían distintos una vez que todo el tema de la maternidad entraba en juego. Resulta difícil mirar del mismo modo a tu compañera, desearla, incluso antes de que aparezca la barriga.
Su relación era mucho más complicada, pero tal vez hubiese algo de eso.
—El pobre capullito no quiere que le dé en el ojo —había dicho Paul.
Helen se había burlado y le había dicho:
—Dudo mucho que le llegases al ojo —pero en realidad a ninguno de los dos le había hecho mucha gracia.
Se echó el pelo hacia atrás y se acostó, intentando sentirse mejor al recordar tiempos pasados, cuando las cosas no iban tan mal. Era un truco que le había funcionado una o dos veces, pero últimamente le costaba recordar cómo eran antes. Los tres años que habían pasado juntos antes de que las cosas fuesen mal.
Antes de las peleas estúpidas y el puto lío estúpido.
Difícilmente podía culparle por ello, por creer que había cosas más importantes que ella; que un lugar donde vivir para ellos dos y para un niño que quizá no fuese suyo.
Decidió que subiría a hablar de la música ella misma, el estudiante del piso de arriba parecía bastante agradable, pero no logró levantarse de la cama al pensar en la cara de Paul.
Sus miradas furiosas, como si ella no tuviese la menor idea de lo dolido que estaba. Y vacías, como si ni siquiera estuviese allí, sentado a la mesa a apenas unos centímetros, mirando fijamente la estúpida caja de cereales, como si estuviese leyendo algo sobre ese juguete de plástico extraviado.
Mientras conducía, Paul Hopwood intentaba con todas sus fuerzas pensar en el trabajo, cantar al ritmo de la basura que emitían en Capital Gold y pensar en reuniones y subinspectores de mala leche o en cualquier otra cosa salvo el lío que acababa de dejar en casa.
Tostadas y puta amabilidad. Familias felices...
Giró a la derecha y esperó a que el GPS le dijese que se había equivocado, a que la mujer con voz de pija le dijese que tenía que dar la vuelta en cuanto tuviese oportunidad.
Una sonrisa asomó a su cara al pensar en un tipo que conocía en la comisaría de Clapham y le había sugerido que deberían hacer aquellos aparatos con voces diseñadas para hombres con «intereses especiales».
—Sería la leche, Paul. La tía dice, «gire a la izquierda», la ignoras y ella empieza a ponerse estricta: «He dicho que gires a la izquierda, chico malo». Se venderían como churros, tío. Para ex alumnos de internados y todo eso.
Subió el volumen de la radio, cambió el ritmo de los limpiaparabrisas a intermitente.
Familias felices. Cristo con dos pistolas...
Helen llevaba semanas mirándole así, dolida. Como si ya hubiese sufrido bastante, y él tuviese que ser lo bastante hombre como para olvidar lo que había pasado porque ella le necesitaba. Todo eso estaba muy bien, pero estaba claro que no había sido lo bastante hombre cuando había hecho falta, ¿no?
Doña Madera, la chorba del poli.
Aquella mirada, como si ya no le reconociese. Y luego las lágrimas y sus manos acariciándose la barriga, como si el niño fuese a caerse si lloraba demasiado fuerte o algo. Como si todo aquello fuese culpa suya.
Sabía lo que ella pensaba en el fondo. Lo que le contaba cada noche por teléfono a la cursi de su hermana. «Lo superará cuando vea al niño». Sí, claro, todo iría estupendamente cuando llegase el puñetero niño.
El niño lo arreglará todo.
La mujer del GPS le dijo que girase a la izquierda y él la ignoró, dio unas palmadas en el volante al ritmo de la música y se mordió la herida que tenía en la cara interna del labio inferior.
Dios, eso esperaba. Deseaba que todo fuese bien más que nada en el mundo, pero no era capaz de decírselo a Helen. Deseaba tanto mirar al niño y quererlo sin pensar, saber que era suyo... Entonces podrían seguir adelante. Eso era lo que hacía la gente, la gente corriente como ellos, aun cuando parecían no tener la menor oportunidad, ¿no?
Pero aquellas miradas y el estúpido tono suplicante de su voz estaban matando todas sus esperanzas poco a poco.
La voz del GPS le dijo que cogiese la primera salida en la siguiente rotonda. Se mordió la herida con más fuerza y cogió la tercera. El destino programado era Kennington, como siempre. No importaba que se supiese el camino del derecho y del revés, porque no era allí a donde iba.
«Por favor, dé la vuelta en cuanto le sea posible».
Le gustaban aquellos viajes, escuchar las instrucciones de aquella zorra estirada e ignorarlas, hacerle cortes de manga. Le preparaba mentalmente para el lugar al que iba.
«Dé la vuelta, por favor».
Estiró la mano, cogió un paquete de kleenex de la guantera y escupió la sangre de la herida.
Hacía tiempo que no hacía lo que la gente esperaba de él.
DOS
—¡BOLA!
—¿A qué coño viene eso?
—Se supone que tienes que gritar, tío. La he mandado al agujero que no es. Así que grito. —Se llevó las manos a la boca y gritó—: Bola, capullos. —Asintió, complacido consigo mismo—. Estas cosas hay que hacerlas bien, T.
Theo se rió de su amigo al ver cómo le miraba la pareja mayor del green de al lado. Levantaron sus palos y echaron a andar calle abajo. No tenía sentido volver a intentar el lanzamiento, había dejado caer una cerca del green. Ya habían perdido media docena de bolas entre los dos.
—¿Y para qué necesitas todo eso?
—¿El qué?
Theo golpeó con un dedo la bolsa que colgaba del hombro de su amigo, una bolsa de cuero azul oscuro, llena de cremalleras y bolsillos con PING bordado en un lado y grabado a lo largo de los mástiles de todos los palos recién comprados que llevaba dentro. Los de madera llevaban enormes fundas de peluche.
—Es un pitch and putt, tío. Nueve hoyos.
Su amigo era más de un palmo más bajo que él, pero macizo. Se encogió de hombros.
—Hay que ir bien vestido, yo qué sé. —Cosa que él hacía, como siempre. Diamantes en ambas orejas y un chándal que combinaba con la bolsa, con un ribete azul claro y deportivas a juego. La gorra blanca lisa que siempre llevaba, sin logo, al igual que todo lo demás—. Yo no necesito llevar marcas —decía cada vez que tenía ocasión— para saber que voy bien.
Ezra Dennison, también conocido como EZ, pero casi siempre como Easy.
Theo caminaba con pachorra a su lado, con unos vaqueros y una cazadora de color gris claro con cremallera. Echó una ojeada y vio que la pareja mayor caminaba en la misma dirección por una calle paralela. Hizo un breve gesto con la cabeza y vio cómo el hombre se giraba rápidamente, fingiendo buscar su bola.
—Esto es agradable —dijo Easy.
—Sip.
El chico más bajo saludó con la mano un par de veces a una multitud imaginaria, haciendo el tonto.
—Easy y The O se acercan al dieciocho, como Tiger Woods y... algún otro tipo, qué más da.
A Theo tampoco se le ocurría ningún otro golfista.
Theo Shirley, The O o simplemente T. Una letra o la otra. «Theodore» en casa de su madre o cuando sus amigos le vacilaban.
¿Cómo va el marcador, Theo-dore?
—No sé para qué queréis tantos nombres —le había dicho su padre una vez entre risas, como siempre hacía antes de soltar su gracieta— si ni siquiera firmáis la tarjeta del paro.
Luego venía aquella mirada de su madre. La que siempre le dirigía cuando se moría de ganas de preguntarle por qué no tenía que ir a firmar el paro.
Easy rebuscó en su bolsa, sacó una bola nueva y la lanzó a los pies de Theo.
—Creo que te toca, viejo. —Levantó una mano—. Nada de fotos, por favor.
Theo sacó su palo de la bolsa zarrapastrosa que le habían dado en la cabaña y golpeó la bola, que se quedó a varios palmos del green.
Diez metros más allá, en el rough, Easy encontró su bola. Se colocó para lanzar, meneó el culo un buen rato y luego la lanzó unos veinte metros por encima de la loma, en medio de los árboles.
—El putting este es un coñazo —dijo.
Caminaron hacia el green. Hacía sol, pero el suelo seguía estando duro al pisar. Theo tenía los cordones de las zapatillas marrones por el agua llena de lodo y varios centímetros de los bajos de los vaqueros empapados por la hierba sin cortar en la que había pasado la media hora anterior.
Estaban casi a mediados de julio y era como si el verano se hubiese quedado encerrado en algún lugar. Theo estaba ansioso por que llegase de una vez. Odiaba el frío y la humedad le calaba los huesos, y a veces le hacía moverse con dificultad.
A su padre le pasaba lo mismo.
Sentados a diez pisos de altura, en su diminuto balcón, enfundados en chaquetas y jerséis, el viejo le dejaba echarse unos tragos de cerveza cuando su madre no miraba.
—¿Ves?, no estamos hechos para el frío. Para el biruje. Por eso nunca verás esquiar a un negro.
Theo siempre se reía con chorradas como aquella.
—Nosotros venimos de una isla. —Para entonces ya llevaba bastante cerveza encima—. Sol y mar, es lo natural.
—Tampoco hay demasiados nadadores negros —decía Theo.
—No...
—Entonces no tiene sentido.
El viejo asentía, pensativo:
—Es una cuestión de flotabilidad natural.
Su padre no tenía mucho más que decir al respecto. Desde luego no lo sacaba a relucir cuando Theo ganaba todas aquellas carreras en los concursos de natación de la escuela. Se colocaba al borde de la piscina y gritaba más alto que nadie, haciendo aún más barullo cuando alguna estirada sentada detrás de él intentaba hacerle callar.
—Sólo porque su chaval nada como si se estuviese ahogando —decía.
El viejo siempre andaba diciendo alguna chorrada hasta que Mamá le decía que dejase de hacer el idiota. Incluso al final, acostado en el sofá, cuando la medicación le hacía delirar.
Easey cruzó el green y empezó a dar golpes sin ton ni son entre los árboles mientras Theo embocaba la bola con un golpe corto. Al mirar atrás, vio gente esperando en el tee de atrás. Estaba empezando a salir del green cuando Easy apareció, se acercó y empezó a hablar, pasándose la bandera de una mano a otra:
—¿Qué haces luego?
—Poca cosa. Ir a ver a Javine, no sé. ¿Y tú?
Easy lanzó la bandera.
—Tengo un asunto por la tarde.
Theo asintió y miró hacia atrás, a la gente que estaba esperando.
—Ningún problema, sólo unas cosillas. Será mejor que vengas. —Easy esperaba alguna reacción—. Llama a tu chica.
—¿Cosillas?
—Unas cosillas de nada, te lo juro. —Una sonrisa cruzó lentamente su cara—. En serio, un rato de nada, tío, te lo juro por Dios.
Theo recordaba aquella sonrisa de cuando iban a la escuela. A veces le costaba recordar que Easy ya no era un crío. Era más oscuro de piel que Theo, sus viejos eran de Nigeria, pero no importaba. Ambos eran del mismo sitio, de la misma zona de Lewisham, y casi siempre andaban con toda clase de gente. Había un montón de mestizos en la pandilla, aunque la mayoría eran jamaicanos, como él. También había algún asiático, hasta un par de blancos perdidos. Se llevaba bien con ellos, siempre que no pusiesen demasiado empeño.
Se oyó un silbido desde el lee de atrás. Easy lo ignoró, pero Theo salió del green y, tras unos segundos, Easy le siguió.
—Entonces, ¿te vienes luego?
—Vale, siempre que sea un rato de nada —dijo Theo.
—Claro. No habrá problema, T. Además, si surge algo, sabes que siempre lo tengo todo bajo control.
Theo vio otra vez aquella sonrisa, y observó a su amigo dar unas palmaditas en el lateral de su bolsa de golf como si fuese un cachorro.
—¿Qué coño tienes ahí?
—Cállate.
—¿Vas puesto o qué?
—Mira, así es como yo lo veo. —Easy bajó la bolsa—. Un pitch para golpear la bola en el green, ¿no? Un putter para embocarla al hoyo. Y los otros... para otras cosas. —La sonrisa se hizo aún mayor—. ¿Me entiendes?
Theo asintió.
A veces le costaba recordar que Easy había sido un crío alguna vez.
Theo se puso tenso cuando Easy abrió una cremallera y empezó a hurgar dentro de la bolsa. Intentó dejar salir el aire lentamente cuando su amigó sacó media docena más de bolas y las dejó caer de una en una.
Easy sacó una madera y apuntó con ella a la bandera de la esquina más alejada del campo.
—Lancemos unas cuantas a aquel.
—Ese no es nuestro hoyo, tío. No es el siguiente.
—¿Y? —Easy se colocó, mordiéndose el labio, concentrado—. Sólo quiero lanzar unas cuantas cabronas de estas. —Golpeó con fuerza sin darle a la bola por varios centímetros, y lanzando a varios palmos de altura un terrón enorme y húmedo.
—Vale, Tiger Woods —dijo Theo.
Easy volvió a lanzar. Esta vez la bola fue poco más lejos que el amasijo de barro y hierba.
Ambos se giraron al oír el grito; vieron a un hombre mayor gesticulando hacia ellos desde la puerta de la pequeña cabaña que había junto a la entrada.
—¿Qué le pasa?
Theo escuchó y le respondió con un gesto.
—Tienes que reponer tus divots.
—¿Mis qué?
Theo se acercó para recuperar uno de los terrones, volvió al punto de donde se había desprendido y lo colocó con el pie.
—Es el protocolo, ¿me entiendes?
—¿Qué coño de palabra es esa?
—La forma en que haces algo. La forma correcta de hacerlo, ¿vale?
La cara de Easy se ensombreció. Nunca se le había dado bien que le dijesen cómo hacer las cosas.
—Así es como lo dicen, ¿vale? —dijo Theo.
Easy escupió y se subió el pantalón del chándal. Buscó otro palo y echó a andar hasta donde estaban desperdigadas las demás bolas.
—¿Qué cono haces?
Easy se giró y golpeó la bola, enviándola con fuerza y a poca altura hacia el viejo.
—Así es como yo hago las cosas.
El viejo volvió a gritar, pero más alarmado que enfadado, saltando hacia un lado mientras la bola se estrellaba contra el lateral de la cabaña, por detrás de él. Easy volvió a apuntar; esta vez falló por más distancia, pero parecía más que contento con seguir lanzando. Otra bola chocó contra la cabaña mientras el encargado de mantenimiento desaparecía rápidamente en su interior.
—Va a llamar a alguien, tío.
—Que le den.
—Yo sólo te lo digo.
Easy ya estaba intentando encontrar más bolas, soltando tacos por lo bajo mientras rebuscaba en la bolsa.
Theo se quedó parado mirándole, pensando que su amigo era un tarado, pero riéndose como un loco de todas formas.
TRES
JENNY VIVÍA AL NORTE DEL RÍO, EN MAIDA VALE, Y HELEN cruzó la ciudad para reunirse con ella en un café que había frente a la estación. No era un viaje barato, con el peaje urbano y el codicioso parquímetro, además de los tés a casi dos libras la taza, pero Helen no podía digerir el metro desde su segundo mes de embarazo.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana, viendo pasar a la gente como cucarachas bajo sus paraguas. Jenny saludó a un par de mujeres al entrar, charlaron brevemente sobre las vacaciones que se avecinaban. Tenía dos hijos estudiando en un colegio cercano y solía reunirse en aquel sitio con otras madres cuando iban a llevarlos o recogerlos.
Sólo habían pasado un par de horas desde el desayuno, pero Helen engulló gran parte de los dos cruasanes de almendra antes de terminarse la primera taza de té. Jenny señaló la barriga de su hermana:
—¿Estás segura de que sólo hay uno ahí dentro?
—Creo que había dos, pero este se ha comido al otro.
Helen siempre hablaba en masculino, aunque no sabía el sexo de su hijo. Les habían preguntado si querían que se lo dijesen en la ecografía de la duodécima semana, pero Helen había dicho que quería llevarse la sorpresa. Se había dado cuenta inmediatamente de que era una tontería; se había girado para mirar a Paul, que miraba con gesto imperturbable el monitor, y había estrechado su mano.
Él sólo quería saber una cosa, y ninguna ecografía se la iba a decir.
—Te sienta bien —dijo Jenny—. Antes te veía un poco delgada, la verdad.
—Ya.
Jenny siempre tenía algo positivo que decir, pero últimamente no hacía que Helen se sintiese mucho mejor. La línea que separaba el mirar el lado bueno de las cosas y desbarrar era muy fina. Jenny le había dicho que los cambios de humor hormonales te hacían más interesante y mantenían a los hombres a raya. Le había dicho lo infrecuente que era vomitar durante todo el embarazo, como si hubiese de sentirse especial por ello.
Últimamente, sin embargo, no había sido tan positiva cuando se trataba de Paul.
—¿Cómo va? —El gesto serio, como el que los doctores, y los presentadores de telediario, ponían a veces.
Helen tomó un trago de té.
—Le está costando.
—Pobre niño.
—Jen...
—Es patético.
—¿Cómo lo llevaría Tim?
El marido de Jenny. Un contratista inmobiliario apasionado por la pesca y el mantenimiento de su coche. Bastante agradable, si te iban ese tipo de cosas.
—¿Qué tiene eso que ver con nada?
—Sólo era un comentario. —Helen se sintió ligeramente avergonzada por su forma de pensar. Tim era agradable, y aunque a ella no le gustaban ese tipo de cosas a Jenny sí, y eso debería bastar—. No creo que puedas entender cómo se siente Paul —dijo—. Eso es todo. Yo desde luego no, así que...
Jenny arqueó las cejas. Pidió otra ronda a la camarera, luego se giró hacia Helen con una sonrisa que decía: bueno, como quieras, pero tú y yo sabemos...
Helen pensó: eres más joven que yo. Por favor, deja de intentar ser Mamá.
Cambiaron brevemente de tema: los hijos de Jenny, unas obras que le estaban haciendo en casa, pero parecía imposible hablar con cualquiera poco más de unos minutos sin volver al tema de los bebés. Almohadillas para pechos y suelos pélvicos. Era como ser una barriga con patas.
—Quería decirte que... he hablado con una amiga que dice que conoce varios grupos para madres y bebés en tu zona.
—Vale, gracias.
—Es bueno salir y conocer a otras madres.
—Madres más jóvenes.
—No seas boba.
Helen había pensado mucho en ello, y la hacía sentirse incómoda. Todas las embarazadas que había conocido en las clases pre-parto y las revisiones parecían mucho más jóvenes.
—Hay mujeres de mi edad que ya son abuelas, por el amor de Dios.
Jenny resopló.
—Mujeres sin vida propia, querrás decir. Dos generaciones de madres solteras completamente taradas.
—Tengo treinta y cinco años —dijo Helen, consciente de lo ridicula que parecía al decirlo como si se tratase de una enfermedad terminal.
—¿Y? A mí me hubiera gustado tener a los míos un poco más tarde. Mucho más tarde.
—Eso no es cierto.
Jenny sonrió de oreja a oreja. Aunque no tenía carrera profesional que dejar atrás, la hermana de Helen había abrazado la maternidad con una facilidad espantosa. Los embarazos súper llevaderos, la figura que había recuperado sin intentarlo siquiera, las tensiones que no eran más que problemas por resolver... Un modelo de comportamiento fantástico, aunque deprimente.
—Os irá estupendamente —dijo Jenny.
—Ya.
Si sois dos. La idea no expresada que llenó la pausa les llevó de nuevo a Paul...
—Sabes que puedes quedarte un tiempo con nosotros después, ¿verdad?
... de su ausencia.
—Ya lo sé, gracias.
—Sería maravilloso tener un bebé en casa. —Jenny sonrió y se inclinó sobre la mesa—. Aunque no sé qué dirá Tim cuando empiece a ponerme en plan gallina clueca. Bueno, te digo eso, pero tendrías que haberle visto a él el año pasado con el niño de su hermano. Estaba con él en brazos todo el rato.
Helen no dijo nada. Había llamado a Paul de camino allí. Le había saltado el contestador en la oficina y el buzón de voz en el móvil.
—No quiero ponerme pesada, pero ¿has pensado en quién te acompañará en el parto?
—No mucho.
—A mí me encantaría, ya lo sabes.
—Jen, ya está todo organizado.
—Tampoco tiene nada de malo tener un plan alternativo, ¿no?
Helen agradeció que una amiga de Jenny se acercase de repente a su mesa, se distrajo mientras las dos mujeres más jóvenes hablaban sobre una campaña para prohibir que circulasen todoterrenos por las calles cercanas al colegio. Se frotó el pecho al sentir el ardor de estómago que empezaba a quemarla. Era otra de las cosas a las que se había acostumbrado durante los últimos ocho meses. Pensó en cómo iba a rellenar el resto del día. Podía matar el tiempo en Sainsbury’s, intentar dormir un par de horas al llegar a casa. Tal como estaban las cosas, se hubiera conformado con quedarse donde estaba hasta que empezase a anochecer.
Cuando cayó en la cuenta de que la mujer le hablaba a ella, Helen sonrió e intentó aparentar que había estado escuchando todo el tiempo.
— . . .apuesto a que te estás muriendo de ganas por echarlo, ¿no? —dijo señalando con la cabeza la barriga de Helen—. Por lo menos, el verano no está siendo demasiado caluroso, ¿verdad? Es una auténtica pesadilla cuando estás de tantos meses.
—Creo que puede haber una ola de calor en las próximas semanas —dijo Jenny.
—La Ley de Murphy —dijo Helen.
Sí, por supuesto, estaba desesperada por dar a luz, estaba más que harta de andar por ahí con una pelota hinchable, harta de todo el interés y los consejos. Por no hablar del peso de la expectación...
Quería un hijo que marcase un antes y un después. Deseaba la novedad.
Pero en aquel momento, más que ninguna otra cosa, deseaba su compañía.
Paul dejó el coche en un aparcamiento público del Soho, luego esperó cinco o diez minutos bajo la lluvia hasta que llegó el taxi. La luz del coche negro estaba apagada cuando dobló la esquina y paró a recogerle. Dentro ya había otro pasajero.
El ocupante del taxi tenía el gesto serio mientras mantenía la puerta abierta para que Paul entrase, pero resultaba evidente que, por el momento, el tiempo era lo único que estaba cabreando a Kevin Shepherd.
—Es la puta hostia, ¿no?
Paul se dejó caer en uno de los asientos abatibles. Se pasó la mano por su pelo corto, sacudiéndose el agua.
—Creía que el calentamiento global iba a acabar con esta mierda —dijo Shepherd.
Paul sonrió y rebotó hacia delante cuando el taxi arrancó dando bandazos y giró a la izquierda para meterse por Wardour Street.
—Tengo una casita en Francia —dijo Shepherd—. En el Languedoc. ¿Has estado?
—No últimamente —dijo Paul.
—En días como este, me acuerdo de por qué la compré.
—Una buena inversión, diría yo.
—Aparte de eso. —Shepherd miró por la ventana y meneó la cabeza con gesto triste—. Si te digo la verdad, la única razón por la que no voy más a menudo es la comida. La mayoría es terrible. Y no lo digo sólo porque no me gusten los franceses. Es decir, claro que no me gustan —rio—, pero te juro que está sobreestimada. Los italianos, los españoles, hasta los alemanes, por el amor de Dios, hoy en día todos se mean en los franceses en lo que a comida se refiere.
Su acento era prácticamente neutro, pero seguía teniendo cierto deje de chico de barrio que no había pulido del todo.
—Hay un restaurante francés al lado de mi casa —dijo Paul—. Le echan salsa a todo.
Shepherd le señaló con el dedo, encantado.
—Eso es. Y patatas blancas. Blancas del todo, ¿sabes? Tiradas ahí en el plato como los huevos de un bulldog, cocidas hasta que no saben a nada.
Shepherd tenía el pelo rubio, por los hombros; se parecía un poco a aquel actor de la película de Starsky y Hutch, pensó Paul. Aunque su sonrisa no tenía tanto encanto. Llevaba una camisa de color rosa pálido con uno de esos cuellos enormes que estaban tan de moda y una corbata malva. El traje debía de tener un precio de cuatro cifras y los zapatos costaban más que todo lo que Paul llevaba encima.
El taxi se dirigió al oeste por Oxford Street. Shepherd no había dicho nada, pero el conductor parecía saber adonde iba. Era un taxi de los nuevos, con un lujoso sistema de altavoces en la parte de atrás y una pantalla que exhibía trailers de próximos estrenos, anuncios de perfume y teléfonos móviles.
—¿Puedo ver tu placa? —preguntó Shepherd. Le observó mientras Paul rebuscaba en el bolsillo—. Quiero estar completamente seguro de quién se está dando una vuelta gratis. —Se acercó, cogió la pequeña billetera de cuero donde Paul también guardaba su abono y sus cupones de transporte y examinó su identificación—. Por teléfono me dijiste que eras de Inteligencia —Paul asintió—. Supongo que ya habrás oído todos los chistes.
—Todos.
El taxista tocó el claxon y maldijo a un conductor de autobús que se había incorporado cuando estaba rebasándolo.
—Y bien, cuéntame lo inteligente que eres —dijo Shepherd.
Paul se recostó en el asiento y se tomó unos segundos.
—Sé que a mediados de febrero de este año tuviste contacto con un hombre de negocios rumano llamado Radu Eliade. —Observó que Shepherd parpadeaba, se ajustaba la corbata—. Acudió a ti con trescientas mil libras que había obtenido mediante una serie de estafas con tarjetas de crédito y débito; necesitaba que se las «limpiases». Que se «las colocases», se las «distribuyeses» y se las «integrases» en el sistema. Creo que esos son los términos técnicos. —Shepherd sonrió. Desde luego, su sonrisa no tenía el encanto de la de su doble del cine—. Sé que tú y varios socios alquilasteis un terreno y un almacén en el norte de Gales y os pasasteis las semanas siguientes de subasta en subasta, comprando equipamiento industrial en efectivo para venderlo una o dos semanas después. Sé que el señor Eliade recuperó su dinero, en perfecto estado y limpio como una patena, y que tú ni siquiera tuviste que cobrarle comisión porque sacaste buenos beneficios vendiendo tus excavadoras y demás maquinaria a pequeñas empresas de Nigeria y Chad —hizo otra pausa—. ¿Qué tal voy?
Paul había visto cómo cambiaba la expresión de Shepherd mientras hablaba. Se había endurecido de inmediato, mientras el hombre se quedaba allí sentado, intentando decidir si habían pillado a Eliade y este le había echado la mierda encima o si había sido uno de los socios que Paul había mencionado el que le había vendido. Luego cambió: la dulce oleada de curiosidad mientras Shepherd se preguntaba por qué, si de verdad uno de los subinspectores de inteligencia de la policía metropolitana sabía todo aquello, seguía libre.
Por qué todavía no había dado con su trajeado culo en la cárcel.
Siguieron en silencio durante un rato, mientras el taxi rugía en dirección norte por Edgware Road hacia Kilburn. Los escaparates de las tiendas se iban volviendo un poco más destartalados, el velocímetro del Mercedes iba disminuyendo.
—Parece que se está despejando —dijo Shepherd.
—Eso es bueno.
—Ya, ¿pero qué me dices de las previsiones a largo plazo? —Shepherd intentó mirar a Paul a los ojos para asegurarse de que había captado su insinuación—. Tal vez debería pensar en pasar un poco más de tiempo en el Languedoc. ¿Tú qué opinas, Paul? Tú eres el que sabe.
—Depende —dijo Paul.
El taxi se arrimó a un lado, de repente, y se detuvo junto a unas galerías comerciales de Willesden Lane para recoger a dos hombres.
—Este es Nigel —dijo Shepherd indicando con la cabeza al hombre que ocupó el asiento abatible al lado de Paul. Era un tipo grande, de unos cincuenta, con el pelo cano engominado hacia atrás, y una expresión que parecía haber sido esculpida a patadas. Paul gruñó un saludo. Nigel, que prácticamente desbordaba el asiento, no dijo nada. Shepherd dio unas palmaditas sobre el asiento que había a su lado—. Y este —llamó por señas al segundo hombre, un individuo bastante menos seguro de sí mismo, con una gabardina color mierda— es el señor Anderson. Es un poco más amigable que Nigel.
Anderson miró a Paul con los ojos entornados tras sus gruesas gafas.
—¿Quién es este? —tenía un ligero acento irlandés. No era mucho más amigable.
Shepherd se echó hacia delante y le gritó al conductor:
—Vamos, Ray.