Prólogo

Kennington, sur de Londres

Ya les habían advertido que encontrarían a un hombre que estaba siendo amenazado con un cuchillo. Damien Castle se agachó detrás del contenedor para reciclaje, junto a la puerta lateral de un quiosco de diarios, y Nathan Hunter, su amigo y compañero de misión, se arrodilló a pocos centímetros de él. El nauseabundo olor de la basura y de algo peor, que Damien prefirió no nombrar, inundaba el ambiente.

–Te dije que siempre nos tocan los trabajos más sofisticados –murmuró Damien, luego de que intercambiaran sonrisas irónicas.

Nathan entrecerró los ojos y se sacudió un envoltorio de papas fritas que tenía en la punta del zapato.

–¿Algún cambio? –susurró Damien por el diminuto micrófono que tenía pegado justo debajo del cuello.

–Negativo –respondió el policía que estaba a cargo de la operación, con voz nítida y profesional. Los integrantes de su equipo ocupaban diferentes puntos estratégicos alrededor de la zona del ataque. El tirador designado se había posicionado en el tejado de enfrente, pero no tenía una tarea fácil, ya que el agresor estaba usando como escudo a Ali, el anciano dueño de la tienda de la esquina–. El sospechoso está detrás del mostra- dor y amenaza con un cuchillo al señor Shah, al que todos conocen como el señor Ali. Hay dos clientes que se arrojaron al suelo y un niño en un cochecito, que está por armar un escándalo, lo cual podría asustar a nuestro objetivo. El médico cree que el comportamiento del sospechoso puede empeorar en cualquier momento. Es hora de actuar.

–Coincido –la voz de Isaac se unió a la conversación–. No corras riesgos innecesarios, Damien. Debes ceñirte al plan original.

Luego de la autorización de su jefe, el coronel Isaac Hampton, líder de la YDA, Damien volvió a revisar si tenía el chaleco resistente a puñaladas debajo de la chaqueta, pese a que no creía que fuera necesario, ya que no debía enfrentar a un verdadero criminal, sino a un problemático adolescente de diecisiete años que no había tomado su fármaco antipsicótico. Kyle Channer había perdido el control y sufría el peor estado de paranoia que sus médicos habían presenciado hasta el momento. Aquella misma tarde, había decidido que, en la tienda de Ali, se había abierto una puerta secreta hacia una realidad alternativa, qué permitiría el ingreso de extraterrestres, cuyo fin era invadir el mundo.

–Nat, ¿estás listo para enfrentar al cazador de marcianos? –preguntó Damien, mientras se tocaba el brazalete de cuentas para que le diera buena suerte.

–Sí, antes de que lastime a alguien o ese francotirador lo mate –Nathan también verificó si llevaba puesto su chaleco.

Ojalá no se dé cuenta de que estamos con la policía y nos permita acercarnos. ¿Preparado?

Después de asentir, su compañero se cubrió la cabeza con la capucha. Ambos llevaban sudaderas con capucha, pantalones negros desaliñados y auriculares voluminosos, que les colgaban del cuello.

Cúbreme las espaldas –susurró Damien, al tiempo que encendía la música para que sonara a todo volumen.

–Ya sabes que te cubro las espaldas, pero también podría dirigir el operativo –a Nathan no le agradaba su papel de respaldo en esta misión.

Sí, y también sabes que Kate se enfadaría conmigo si regresaras con un arañazo. Cíñete al plan.

Luego de chocar los puños, salieron del escondite y se dirigieron hacia la entrada del negocio, fingiendo estar demasiado absortos en su discusión como para darse cuenta de que algo andaba mal. Ante la mirada de cualquier testigo, parecían dos adolescentes comunes y corrientes que caminaban por la calle; uno rubio, el otro morocho, y ambos con una altura superior a la media.

–Señor Ali, ¿nos podría dar dos bebidas energizantes, por favor? cuando Damien entró, la puerta emitió un sonido vibrante, que hizo que todos se sobresaltaran. Como si nada hubiera ocurrido y como si solo pudiera estar atento a la música, el joven avanzó por el pasillo, ignorando a las personas que estaban boca abajo. Nathan lo seguía por detrás y, al pasar junto al cochecito, lo colocó con discreción detrás de una estantería.

–¡No se acerquen! –chilló Kyle, al tiempo que empuñaba el cuchillo en dirección a Damien. Tenía el cabello revuelto y estaba enajenado. Además, contaba con la fuerza propia de su estado de desenfreno, lo cual no era un buen presagio para el futuro del débil rehén.

–Está bien, está bien, amigo. Me quedo aquí –Damien se quitó los auriculares y levantó las manos–. Pero ¿qué pasa?

–Están viniendo. ¿No los ves? –loco de temor, Kyle miró hacia todos los rincones del lugar, con sus ojos castaños inyectados en sangre.

–No te preocupes. Me dijeron que, como aquí hacía demasiado frío, decidieron regresar a su hogar. No hay peligro.

–¿Sabes de quiénes hablo? –el rostro de Kyle se relajó por un instante–. ¿Entiendes?

–Sí, entiendo todo. ¿Por qué no sueltas al señor Ali, así me puede dar las bebidas y podemos discutir la situación?

Por un instante, Damien creyó que su argumento había funcionado pero, de pronto, Kyle se puso tenso. Su mente había fabulado otra fantasía.

–No, tú también eres uno de ellos… ¡Son todos extraterres- tres! –echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa chillona–. ¿Cómo no me di cuenta antes? Ya nos invadieron y soy el único ser humano que queda. La salvación de la Tierra depende de mí.

¡Caramba! Eso no era nada bueno. La punta del cuchillo estaba demasiado cerca del cuello del señor Ali, cuyo rostro expresaba conmoción y sufrimiento. El bebé no cesaba de golpear los pies contra el cochecito y sus llantos eran ensordecedores. Damien tenía que lograr que Kyle corriera la navaja para que Nathan pudiera deslizarse por un costado y desarmarlo, antes de que el chico se volviera completa- mente loco.

–No soy uno de ellos –dijo Damien rápidamente–. Y te lo puedo demostrar.

–¿Cómo? –preguntó Kyle, sorprendido por el comentario.

–Si me haces un pequeño corte con el cuchillo, me saldrá sangre roja –Damien se levantó la manga y apoyó el brazo sobre el mostrador. A Isaac le iba a encantar aquella desviación de las normas–. Todos sabemos que los marcianos tienen sangre verde o azul.

Kyle asintió, ya que le parecía una propuesta absolutamente razonable. Aunque Damien se había dado cuenta de que Nathan estaba en contra del cambio de planes, le hizo una señal con la mano para que se preparara.

–De acuerdo, muéstrame –Kyle soltó un poco al señor Ali y dio un paso hacia adelante. Apenas lo hizo, Nathan se le aproximó por el lado derecho y pateó el cuchillo, el cual voló por los aires y cayó con un estrépito detrás de un exhibidor de bebidas. Kyle lanzó un grito y se apartó de Nathan lo más rápido que pudo. Luego tomó unas tijeras, que estaban junto a la caja registradora, y los amenazó. Damien maldijo para sus adentros, ya que no había advertido el arma alternativa. Las dos clientas que estaban en el suelo aprovecharon para ocultarse; una detrás del mostrador, la otra junto a su bebé.

–¡Quédese quieto! –ordenó Damien al dueño de la tienda, que se había puesto de pie–. Kyle, tranquilízate. No queremos hacerte daño.

–¡Extraterrestre, debes morir! –Kyle intentaba tajearlo con la tijera.

–No soy un extraterrestre. ¿Cómo podría serlo si simpatizo con Arsenal?

Kyle lanzó un grito de furia.

–De acuerdo, eres seguidor de Tottenham –Damien creyó que la estúpida broma lo haría entrar en razón, pero el joven continuaba absorto en su pesadilla y atacaba con mayor violencia. Si seguía así, terminaría con una bala en el pecho.

–Nat, resguarda a los demás.

Como la zona que estaba detrás del mostrador se había des- pejado, Nathan condujo al dueño de la tienda, a las mujeres y al niño hacia el depósito.

–¡No pueden entrar ahí! ¡Es el portal! –chilló Kyle–. ¡No permitiré que destruyan a la humanidad!

Definitivamente, el chico había visto demasiadas películas de ciencia ficción.

–Pero, Kyle –dijo Damien con calma, pese a que su corazón latía con fuerza–, estoy aquí para ayudarte. No voy a dejar que ganen los villanos. De hecho, te voy a contar un secreto: soy el hermano menor de Tony Stark.

Kyle desvió su mirada del depósito y se dirigió a Damien con desconfianza.

–Si es así, ¿dónde está tu traje de Iron Man?

–Lo están aceitando en la tintorería –tenía que alejar su mente de los extraterrestres–. Oye, Kyle, ¿te gusta la magia?

Ante el cambio rotundo de tema de conversación, el muchacho abrió los ojos de par en par, completamente confundido.

–Lo tomo como un sí. ¿Quieres ver un truco? –Damien continuó a pesar de que su audiencia tenía más ganas de acuchillarlo que de aplaudirlo–. ¿Ves esta moneda dorada? –tomó una brillante moneda de chocolate de la sección de dulces y pasó la mano por encima para hacerla desaparecer–. ¿Ves? Ya no está. No, no mires para atrás. Mantén la vista en mis manos –inmediatamente después, hizo el movimiento contrario desde su oreja–. Y, ahora, regresó.

–Sí, me gusta la magia dijo Kyle, aflojando un poco la tensión de sus hombros y dejando caer la mano que sostenía las tijeras.

–¿Quieres que te muestre cómo lo hice? –Damien se le acercó–. Primero, llevas la moneda a la palma de la mano –mientras Kyle se concentraba en su mano derecha, Damien utilizó la mano izquierda para sacarle las tijeras y deslizarlas dentro de su bolsillo. Luego, miró a Nathan y le hizo una seña para que se acercara–. Después, la haces desaparecer.

–¿Dónde está? –Kyle esbozó una sonrisa de sorpresa.

–Siempre estuvo en tu oreja –Damien fingió retirarla de la oreja izquierda de Kyle–. Mira, aquí la tienes –puso la moneda en las manos vacías del muchacho.

–¡No! –gritó Kyle, luego de que Nathan apareció por detrás y lo tomó de los dos brazos. En ese preciso instante, se dio cuenta de que ya no tenía su arma. Mientras intentaba liberarse, la moneda de chocolate cayó al piso–. ¡Suéltame!

–Objetivo capturado –anunció Damien a los oficiales que lo estaban escuchando.

De inmediato, ingresaron los policías y dos de ellos esposaron a Kyle. También entró un médico con una jeringa en la mano para calmar al paciente.

–¡No, no! Tengo que detener a los extraterrestres… –Kyle pataleaba con la misma fuerza e insistencia con la que antes lo había hecho el bebé.

–Amigo, te aseguro que van a desaparecer apenas tomes tu medicación. No te preocupes –Damien se arrodilló junto a él y deslizó la moneda de chocolate en su bolsillo. Luego, le dio una palmadita en la espalda, se puso de pie y se limpió las rodillas.

Capítulo 1

West Village, Nueva York.

Aquella noche, había llegado otra nota de advertencia. Al igual que todas las anteriores, Rose Knight la había levantado de la alfombrilla de la entrada con la mano temblorosa. Se la podrían haber enviado por correo electrónico, pero preferían el contacto directo que incluía el mensaje de sabemos adónde vives. Deslizó el dedo por debajo de la solapa del sobre barato y retiró el papel plegado. Esta vez, habían impreso una imagen de su padre, en la que estaba encadenado por el tobillo a un tubo de calefacción, y tenía el periódico del día anterior en la mano.

Agradece que te hayan mandado una prueba de que está vivo, se dijo a sí misma.

Don Knight parecía cansado, pero, aparentemente, no le habían hecho daño. Lo que sí necesitaba era que lo cuidaran mejor: su cabello castaño rojizo estaba enmarañado, llevaba puesta una camisa sucia y tenía el rostro tenso. ¿Acaso le permitirían bañarse o, al menos, caminar un poco? El mensaje era idéntico a los anteriores; había una suma de dinero y una fecha límite para entregarla. Debía juntar un millón de dólares para el viernes. Era un ultimátum y, por lo tanto, solo le quedaban seis días.

Después de dejar la carta en el archivador del escritorio, Rose se dirigió hacia la ventana, corrió la cortina de gasa blanca –que tenía estampada una esfinge egipcia dorada–, y se apoyó contra el frío vidrio, para tratar de sosegar el torbellino que crecía en su interior. Estaba casi segura de que no sería la última vez que le pedirían algo semejante. Pero no iba a perder tiempo en pensar la forma de conseguir lo imposible, sino que se pondría en acción para lograrlo, ya que así se había manejado en las tres ocasiones anteriores; había juntado el dinero a tiempo y había salvado la vida de su padre. Los Knight siempre conseguían lo que se proponían; ese era el lema de la familia y ella debía hacer honor a su apellido.

Las hojas del otoño caían sobre el húmedo pavimento, como fragmentos de pergaminos chamuscados. Otra ráfaga de viento las levantó y las hizo bailar a lo largo de la canaleta. Antes de recibir el mensaje, había estado leyendo sobre Egipto bajo la ocupación de los griegos y los romanos. ¿Así habrían lucido las calles después de la destrucción de la antigua Biblioteca de Alejandría? ¿Acaso los fragmentos irremplazables habrían volado por los aires antes de caer en el lodo? Durante unos instantes, se imaginó la ciudad de Nueva York transformándose en el Egipto ptolemaico, pero, al escuchar la sirena de un camión de bomberos, regresó rápidamente a la realidad. Si tan solo pudiera limitar sus pensamientos a la ordenada historia del pasado y detenerse ante las maravillas y aventuras de la historia –donde se sentía realmente a gusto– en lugar de tener que lidiar con el inestable e insufrible presente.

De repente, un auto conocido estacionó delante de la casa de piedra rojiza que la familia Knight tenía en Bank Street. Sus vecinos –el señor y la señora Masters y su hijo, Joe– bajaron del vehículo, seguidos por un chico que ella no conocía y que aparentemente tenía la misma edad que Joe. El ruido de las cortinas al correrse debió de haberles llamado la atención, ya que Joe alzó la vista y la saludó con una sonrisa más encantadora que nunca. Como lo mejor que podía hacer era fingir que todo estaba igual que siempre, se inclinó hacia adelante para devolverle el saludo y luego se apartó. Pero, antes de hacerlo, notó que Joe le comentaba algo a su amigo rubio. ¿Qué le habría dicho? Esa es Rose, la vecina de al lado. Es muy rara, no te le acerques. Tal vez algo similar a ese comentario. Ni siquiera los chicos buenos, como Joe, entendían sus costumbres excéntricas ni su extraña vida familiar. Pero no podía culparlo, ya que, pese a que tenía un altísimo coeficiente intelectual, a ella misma le resultaba indescifrable. Lo que más amaba en el mundo era estudiar arqueología, pero, en cambio, tenía que dedicar sus días a recolectar dinero para liberar a su padre –que era un ladrón de poca monta– de los más terribles criminales de la ciudad. Sintió ganas de gritar al pensar en lo injusta que era su situación.

Pero no debía demorarse más. Tenía que ponerse a trabajar porque la vida de su padre dependía de ella. Hasta que se le ocurriera una forma de sacarlo de ese entorno en el que estaba inmerso, lo único que podía hacer era salvarle la vida con el dinero que le pedían. Al sentarse frente a la computadora, comenzó a envidiar la situación familiar de Joe. Cuando era pequeña, solía soñar despierta con él e imaginarse que en el futuro estarían juntos. Ella sería Lara Croft, y él, su Indiana Jones. Esta poderosa pareja sería capaz de ingresar en las selvas y encontrar cofres de oro. Con la inteligencia de ella sumada a la fuerza de él, podrían resolver varios acertijos. Pero, como esta película se representaba en la mente de Rose, él jamás se iba a enterar de aquellas fantasías infantiles, así como tampoco podría sospechar que ella realmente se fijaba en el sexo opuesto. Si alguien lo descubriera, ella se moriría de vergüenza.

Mientras meditaba sobre estas cuestiones, ingresó las contraseñas en su programa de codificación. Su familia era vecina de los Masters desde que tenía memoria. De hecho, ella y Joe habían asistido a las mismas escuelas, hasta que el joven había decidido terminar el secundario en Londres, más específicamente –porque lo había averiguado– en la YDA, ubicada en la orilla sur del Támesis. Aunque había tardado bastante tiempo en romper las redes de seguridad de ese establecimiento, Rose había descifrado que se trataba de la YDA, un establecimiento que entrenaba a los alumnos que estaban en los dos últimos años de la preparatoria británica –estudiantes de tercero y cuarto año de la secundaria norteamericana– para que cursaran sus estudios universitarios en las carreras relacionadas con el orden público y afines. Pero no había podido hackear el sistema, ya que lo manejaba una persona con grandes conocimientos de programación y, además, no le agradaba enfrentarse con otros programadores. Ese trabajo se lo dejaba a los chicos que disfrutaban de los ju- guetes digitales.

Rose abrió el navegador de Internet y se puso las gafas para leer. Bien por Joe: en función del historial que tenía en la escuela a la hora de defender a los más vulnerables, la YDA parecía ajustarse perfectamente a su personalidad. Al mirar en retrospectiva, ella se dio cuenta de que el joven no tenía el perfil del pícaro Indiana Jones de su imaginación, que solía romper todas las reglas, sino más bien el del Capitán América. Por lo tanto, sería un estupendo policía. Pero, desafortunadamente, ella no podría confiarle sus secretos, ya que todos los hombres de su familia estaban del otro lado de la ley.

Cuando estaba por liquidar los últimos activos de la cuenta familiar para invertirlos en la compra de unas acciones japonesas de alto rendimiento pero también muy riesgosas, sonó el timbre. Por un breve instante, pensó en ignorarlo, pero la persona volvió a llamar a la puerta con insistencia.

–¡Caramba! –murmuró Rose, al tiempo que ponía el protector de pantalla de Tutankamón–. ¡Enseguida voy! –al mirar por la rendija de la puerta, vio a Carol Masters, la mamá de Joe, que estaba esperando en las escaleras. Luego de lanzar un suspiro, sacó las trabas de seguridad y le abrió–. Hola, señora Masters, ¿cómo está?

–Hola, querida. Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo estás? –su vecina llevaba un vestido llamativo de color naranja brillante con ribetes verdes. Definitivamente, lo había cosido ella, como de costumbre. Parecía una espléndida decoración de Halloween, con esa negra aureola afro alrededor del rostro alegre.

–Estoy bien, gracias –Rose trató de esbozar una sonrisa, pero temía que no se le hubiera reflejado en los ojos.

–¿Y tu padre? Hace mucho tiempo que no lo veo.

–Está ocupado con el trabajo. Ya sabe cómo es –se encogió de hombros.

–Dile que pienso que trabaja demasiado y que no me gusta que te deje sola durante tantas horas.

–Se lo diré –Rose movía la cadena del cerrojo con nerviosismo, desesperada por regresar a su tarea–. ¿La puedo ayudar en algo?

–Vine a dejar una invitación para ti y tu familia –la señora Masters le entregó una tarjeta casera, decorada con las banderas de Gran Bretaña y Estados Unidos–. Haremos una pequeña fiesta en el vecindario para recibir a Damien, el amigo de Joe. Van juntos al colegio en Londres.

–Ah… qué bueno.

–Mañana, a las seis y media. Si el día está lindo, vamos a hacer una barbacoa en el jardín. Si tú y tu familia están libres, nos encantaría que vinieran.

Si su familia estuviera libre. Bueno, lo lamentaba mucho, pero su padre estaba encadenado a una pared y Ryan, su hermano mayor, vaya a saber dónde estaba… probablemente, en compañía de sus dudosos socios. De hecho, Rose tenía miedo de que, la próxima vez que supiera de él, fuera cuando la policía la llamara para que pagara una fianza por su rescate. Pero, como se había esforzado muchísimo para que su vecina creyera que en su hogar todo era dulzura y felicidad, no podía compartir nada de eso con la señora Masters.

–Oh, no creo que papá y Ryan puedan –Rose se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y lo sujetó con las patillas azules de las gafas.

–Pero tú sí puedes, ¿no es cierto, cariño? –la señora Masters esbozó una sonrisa radiante, que se reflejó en sus ojos brillantes y extremadamente cálidos. Sin duda, Joe había heredado de ella su atractiva expresión.

–Creo que sí –accedió, luego de un instante de vacilación. La señora Masters era muy insistente.

–Entonces, ¿nos vemos mañana?

–Sí, muchas gracias –deseaba cerrar la puerta lo antes posible, pero no podía hacerlo hasta que la señora Masters no se fuera, ya que no quería mostrarse irrespetuosa.

–¿Estás segura de que te encuentras bien, Rose? –la mujer se detuvo en uno de los escalones y fijó la vista en el vestíbulo que estaba detrás de la chica–. ¿No hay nada que quieras contarme, querida?

–Todo está muy bien, señora Masters –a Rose se le formó un nudo en la garganta. Su vecina siempre había estado allí para ella, sobre todo cuando había necesitado consejos femeninos. En efecto, había suplido el papel de su madre ausente, quien la había abandonado a poco tiempo de darla a luz, y era quien le había preparado las tortas de cumpleaños y la que le había explicado cómo lidiar con la pubertad. Rose detestaba mentirle a aquella mujer tan agradable e importante en su vida.

–Si tú lo dices, Rose –asintió la vecina, luego de morderse el labio para no presionarla–. Pero ya sabes que estamos aquí si necesitas algo.

–Sí, lo sé. Muchas gracias –finalmente, pudo cerrar la puerta. Durante un instante, se quedó apoyada contra ella, mientras escuchaba los sonidos de la calle, es decir, los pasos de la señora Masters, el ruido de un automóvil que pasaba, una sirena distante y los ladridos de un perro. Pero, si su objetivo era recaudar un millón de dólares para el viernes, no podía perder más tiempo.

Por lo tanto, se obligó a sí misma a incorporarse y a regresar a la computadora.

Después de darse una rápida ducha en el baño de la habitación de huéspedes, Damien se deslizó por la barandilla de las escaleras, desde el piso superior de la casa hasta la cocina. Evidentemente, el jet lag no lo había afectado tanto. Estaba ansioso por comenzar a disfrutar de aquellas semanas de negocios y placer en Nueva York. Si tenía suerte y terminaban la tarea asignada antes de lo previsto, podría aprovechar para ir a escalar. Su cumpleaños número dieciocho caía en el medio de la estadía y quería festejarlo en la cima de una montaña, junto a su amigo Joe. Luego del intenso episodio que había vivido en Londres con los Escorpiones y del incidente con Kyle, estaba más que preparado para tomarse las cosas con mayor tranquilidad.

–Gracias por buscarme en el aeropuerto, señor Masters –dijo Damien apenas se reunió con la familia para tomar un desayuno tardío–. No era necesario. Podría haber venido en taxi.

–No dejaríamos que nuestro invitado viniera solo hasta aquí. No conoces la ciudad y los taxistas de JFK son tiburones –el señor Masters le echó un vistazo por encima del New York Times.

–Bueno, bueno, Pat. El primo de tu cuñado es taxista, así que más respeto –señaló la señora Masters, al tiempo que vertía la preparación de panqueques sobre la sartén hirviendo. Un chisporroteo y un olor fabuloso invadieron la cocina.

–Espero que no estés hablando de Richie. De ser así, no debo agregar nada más –el señor Masters sonrió a su mujer.

–¡Ay, eres terrible! Richie no es tan malo.

–Tampoco es tan bueno, querida.

Damien se rio entre dientes de la pequeña escena que acababa de presenciar y, a continuación, se sirvió un poco de jugo de naranja del envase que estaba sobre la mesa. Joe ya le había advertido que sus padres lo tratarían como un hijo más y no como el detective bien formado que estaba en su último año del secundario. No era una cuestión de edad, sino parte de la política de la familia. Si pudieran, mis padres serían padres de toda la humanidad, había dicho Joe. En ese momento, Damien comprendió a qué se refería su amigo.

–¿Te sientes bien, Damien? ¿Estás cansado? –Joe entró con la correspondencia y la puso entre el salero y el pimentero.

–Estoy bien. ¿Cuáles son los planes para hoy? –Damien se deslizó hacia un lado del asiento para hacerle lugar a su amigo.

–Primero, tienes que tomar el desayuno, cariño –respondió la señora Masters, mientras colocaba un enorme plato con panqueques frente a él–. ¿Jarabe de arce o miel?

–Jarabe, por favor. Muchas gracias –Damien comprendió que, hasta que no terminara de tomar el desayuno, no podía hablar de negocios con Joe. Cubrió su porción de panqueques con el jarabe de color ámbar y empezó a comer–. Están deliciosos, señora Masters.

–Joe, ¿me harías un favor, querido? –colocó dos platos más enfrente de sus hombres y luego se unió a ellos.

–Por supuesto, ma –respondió su hijo, mientras cortaba rodajas de banana y las ponía sobre su desayuno.

–Estoy preocupada por Rose. ¿Podrías ir a visitarla más tarde y sacarla un poco de la casa? Hace meses que no sale ni los fines de semana. Solo va a la escuela y vuelve. Eso es todo –la señora Masters volcó una cucharada de yogurt y arándanos sobre sus panqueques–. Hace años que no veo a su padre. Ella dice que está trabajando, pero la conozco demasiado como para creerle.

–¡Pero, mamá! ¿Cómo sabes que está mintiendo? –preguntó Joe–. Tal vez sea verdad que esté ocupado.

–Oh, no, de ninguna manera. Esa chica no podría ni jugar al póker, porque cada vez que se pone nerviosa, se acomoda el cabello detrás de la oreja. Créeme, la pobrecita es un cúmulo de nervios en este momento. No me sorprendería que Don se estuviera escondiendo de sus acreedores. Siempre que paso a visitarla, ella actúa como si estuviera esperando a los cobradores de deudas. ¿Podrías invitarla a que saliera con Damien y contigo, así tratan de averiguar qué le ocurre?

Aunque a Damien no le gustara nada la idea de interrumpir su viaje para cuidar a la neurótica y recluida vecina de al lado, se guardó el pensamiento para sí mismo. Les había prometido a sus amigos que, por el bien de Joe, se comportaría de la mejor manera posible.

–Por supuesto, mamá, veré qué puedo hacer –respondió Joe de inmediato.

–Estupendo –la señora Masters le dio una palmadita en la mano.

–Alguien debería dar una lección a Don por descuidar a esa chica –se quejó el señor Masters, al tiempo que doblaba el periódico para disfrutar de sus panqueques. Como ya se había retirado de su cargo de director de escuela, parecía frustrado por no poder imponer más sanciones–. Y el hermano mayor de Rose no es mucho mejor que él. Es probable que aparezca en Los más buscados de Nueva York.

–¿Sus vecinos son criminales? –preguntó Damien, bastante entusiasmado con el asunto, ya que pensaba que sería interesante espiarlos durante algunas semanas para comprender cómo funcionaban los delitos en los Estados Unidos.

–No nos gusta hablar de eso… por el bien de la pobre chica –se lamentó la señora Masters, luego de fruncir la boca.

–Sí, son criminales –definitivamente, el señor Masters era más desinhibido que su mujer–. Ni Don ni Ryan elegirían el camino recto y estrecho si también tuvieran la opción de una ruta desviada y sinuosa. Ambos son encantadores y saben muy bien cómo librarse de los problemas, pero lamento admitir que son corruptos.

–Todos se pueden redimir, Pat –lo reprendió su mujer, inclinando la cabeza en dirección a la pequeña estatuilla blanca de la Virgen María, que estaba sobre uno de los estantes de arriba del fregadero.

–Carol, ¿por qué eres tan generosa con todos? Deberías reservar tus energías para Rose, que es la única que se lo merece –el señor Masters sacudió la cabeza.

–Lo cual desemboca otra vez en mi pedido. La vas a ir a ver, ¿no es cierto, Joe? –preguntó ella, luego de descartar con un ademán el cinismo de su marido.

–Te dije que sí, mamá –respondió Joe, después de tragar un bocado. Estaba acostumbrado a no participar de las discusiones de sus padres–. Ya sabes que siempre me preocupo por Rose.

–Gracias –feliz de haber conseguido todo lo que quería, la señora Masters se sentó para disfrutar del desayuno–. Qué alegría que me da tener un huésped británico. ¿A qué se dedican tus padres, querido Damien?

–No son delincuentes si eso es lo que me pregunta –el muchacho le dirigió una sonrisa al señor Masters.

–¡Ay, Damien! –exclamó la mujer riendo entre dientes–. No me refería a eso.

–Son médicos y trabajan en una fundación al norte de Uganda.

–¡Oh, maravilloso! Deben de ser personas extraordinarias –con los codos apoyados en la mesa y el mentón sobre las manos cruzadas, se quedó pensando en aquella vocación tan sacrificada.

Ese trabajo era fabuloso para los pacientes, pero no tanto para su hijo. A Damien le habían dicho varias veces que las emergencias de los hospitales eran mucho más importantes que sus propias necesidades, lo cual era entendible en algunas circunstancias pero, en su experiencia de vida, se había transformado en algo cotidiano. Y, para un niño de cinco años, era difícil comprender por qué tenía que festejar su cumpleaños solo con la niñera. Por lo que recordaba de su niñez, ellos no le habían prestado casi nada de atención, y, aunque él no tuviera ningún conflicto con el trabajo en sí, pensaba que no tendrían que haber involucrado a un chico en sus problemas.

–Sí, sin duda, son dos santos –comentó, sin poder esconder por completo su indignación.

–¿Y hace cuánto tiempo que trabajan en el exterior?

–Desde que tengo memoria. Viví con ellos en el este de África hasta que regresé a Gran Bretaña para ir al secundario. Los veo solo una vez al año. Durante las vacaciones, vivo con mi tío Julian en un departamento de Londres, en el barrio de Greenwich, donde se miden las zonas horarias internacionales.

–Me alegra que vivas con alguien.

–Sí, es un buen hombre.

Como todos los platos de la mesa ya estaban vacíos, Joe se puso de pie para ordenar y Damien lo siguió, ignorando las protestas de la señora Masters, quien insistía en que él era el invitado y no debía hacer nada de eso.

–Estás un poco fuera de estado –comentó Joe, cuando sus padres ya no lo escuchaban, al tiempo que daba un golpe a su amigo con el repasador de la cocina–. ¿Vamos a correr?

–Sí… si crees que podrías seguir mi ritmo –respondió Damien, devolviéndole el golpe pero en las costillas. Joe le es- taba tomando el pelo, ya que Damien tenía un estupendo estado físico.

Una vez que se vistieron con las prendas deportivas, salieron a correr por el camino que bordeaba el río Hudson. Aunque el ambiente estuviera contaminado por el humo de los vehículos, era agradable respirar aire fresco. Además, las aguas azules y grises mejoraban la situación, ya que se balanceaban de forma sorprendentemente tempestuosa en medio de la ciudad. Aquella imagen del río que parecía jalar de la orilla generaba la sensación de que nada se mantenía fijo. A ambos lados de la vía, había largas hileras de árboles y, como las hojas habían comenzado a caer, la superficie estaba resbaladiza. Damien y Joe avanzaban con paso enérgico y parejo, pese a que tenían que patear ramas y pisar varias semillas. De repente, ínfimas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el río. El cielo oscilaba entre el sol y los chaparrones. En el puerto deportivo, había yates elegantes y barcos de pesca más humildes, que se mecían sin descanso de un lado hacia el otro; sus cuerdas se golpeaban contra los mástiles, que se balanceaban como metrónomos que contaban los animados compases de la ciudad. A Damien, aquel clima le hacía acordar al de Londres. Como se dirigían hacia el sur, aprovechó para entrever la silueta icónica de Manhattan, con el Empire State y el distrito financiero. La ciudad parecía hecha a su medida; era impecable, ocurrente y brillante. Desde aquel sitio, el conjunto de rascacielos era similar al motor de un Cadillac, que algún mecánico del cielo habría extraído para jugar con las bujías.

–Joe, ¿de veras te encuentras bien? –preguntó Damien a su amigo, quien se había tomado unos meses de descanso luego de una misión encubierta en un colegio pupilo inglés, durante la cual lo habían drogado para lavarle el cerebro. Damien estaba muy preocupado por su amigo, pero no solía mantener con- versaciones íntimas en las que hablara sobre las emociones.

–Ahora, sí. Gracias por preguntar –Joe lo miraba con firmeza, sin sombras en la expresión de sus ojos castaños. La piel de su rostro estaba radiante, en buen estado.

Con eso ya era suficiente. Damien jamás permitiría que la gente conociera su lado sensible y, menos aún, si quería ser bueno en su trabajo. Los chicos continuaron corriendo en silencio y se limitaron a no hablar de la intensa presión que Joe había recibido de los secuestradores, por culpa de la que había estado a punto de decepcionar a Kieran Storm, su amigo y colega en la misión.

–Bueno, ¿y qué es lo que está pasando por aquí? –Damien decidió cambiar de tema–. Issac dijo que estabas haciendo algo para él.

–Así es. Isaac se comunicó con una agente del FBI que está interesada en abrir una sucursal de la YDA aquí en Nueva York. Sería una organización hermana de la que está en Londres. Ella te quiere conocer para saber más sobre tu entrenamiento.

–¿Tú ya la conociste? ¿Cómo es?

–Impresionante –respondió Joe, después de meditar por un instante.

–¿En qué sentido? ¿Es como un Búho, una Cobra, un Gato o un Lobo? –los estudiantes de la YDA habían bautizado los cuatros grupos para la formación de detectives con los nombres de aquellos animales, y los utilizaban como un método rápido para caracterizar a las personas. Damien formaba parte de las Cobras, quienes se consideraban a sí mismos como los operadores más perspicaces, ya que eran los que tomaban las decisiones más difíciles y equilibraban el riesgo. Por su parte, los Gatos eran expertos en acercarse a los objetivos de las misiones. Isaac decía que no existía un grupo que fuera superior a los demás, sino que las diferencias eran necesarias para que las misiones pudieran cumplirse.

–Diría que se parece más a las Cobras –Joe se limpió el sudor de la frente con la muñeca.

–Entonces, ya tengo ganas de conocerla.

–Supuse que sería así. Organicé una reunión para el lunes porque va a dar un discurso sobre su profesión en mi antigua escuela. De esta forma, podrás aprovechar el fin de semana para instalarte y, luego, podrás escuchar lo que ella dirá a los estudiantes que quieren estudiar la carrera de Orden Público.

Cuando llegaron a un determinado punto, cambiaron el rumbo para regresar a la casa y, mientras cruzaban entre los automóviles que estaban estacionados, Damien recordó el pedido de la señora Masters.

–Joe, ¿qué crees que pasa con tus vecinos?

–Papá tiene razón; los Knight son complicados. Ryan, el hijo, siempre fue problemático. Cualquier persona con un poco de sentido común se mantendría alejada de él –se apartaron del río y frenaron para dejar pasar a una patrulla de policía–. La madre se fue poco tiempo después de que Rose naciera, para continuar con su carrera de bailarina en Las Vegas.

–¿Viven al lado de una corista? –Damien quedó anonadado ante aquella imagen.

–Por poco tiempo. Lamentablemente, yo era demasiado pequeño como para deslumbrarla –Joe esbozó una sonrisa pícara–. Mamá dice que Belle Knight tenía el aspecto dulce de un caramelo, pero que, por dentro, era dura como el acero. Rose es la excepción de la casa. Le tocó una familia completamente distinta a ella. Es como un flamenco en medio de una manada de chacales.

–¿En qué se diferencia de ellos? –Damien se sacudió el sudor, disfrutando de la sensación de bienestar que le producía el ejercicio físico.

–El padre y el hermano son criminales convencionales; demasiado listos como para contentarse con un trabajo común y corriente, pero no tanto como para esforzarse por lograr algo. Siempre buscan un atajo que los lleve a la fortuna inmediata. En cambio, Rose es asombrosa… y única. Gracias a ella, la familia tiene un techo.

–Supongo que los alquileres por aquí deben de ser bastante altos, ¿no es cierto?

–Astronómicos. Rose administra las acciones de la familia y paga las cuentas con los dividendos. Apuesto a que la familia ha tratado de explotar su talento, pero a ella no le interesa que la enreden en negocios turbios.

–Podría ser millonaria.

–Sí. Y, si le interesara, podría competir mano a mano con Kieran en el área de la informática, pero prefiere la historia… mejor dicho, la prehistoria.

Damien se echó a reír.

–La última vez que le pregunté qué quería hacer después de graduarse, me dijo que había rechazado un puesto para estudiar informática en el MIT. Unos cazatalentos le habían ofrecido una beca completa y la iban a adelantar un año, porque quieren que haya más chicas inteligentes que estudien computación.

–Una oportunidad única. ¿Está loca?

–No, dijo que prefería estudiar arqueología y antropología. Seguramente, va a encontrar la forma de que le den una beca para eso también. Prefiere cavar la tierra en busca de restos de cerámica quebrada antes que sentarse frente a una computadora a manipular códigos.

–Qué raro –a Damien no le resultaba atractiva ninguna de las dos opciones.

–Rose es así –Joe se encogió de hombros–. No es como las chicas a las que estás habituado, Damien, así que, cuando la conozcas, trata de ser simpático.

–¿A qué te refieres? –a Damien le dolió que su amigo dudara de él–. Puedo ser simpático.

–Ella necesita que la traten con cuidado –Joe se detuvo afuera de su casa para elongar.

–Joe, yo trato a las mujeres como iguales –Damien no tenía tiempo para escuchar quejas femeninas–. Si tiene algún problema con eso, lo lamento.

–Entonces, hazme el favor de mantener distancia. Ustedes son como el agua y el aceite.

–Bueno, está bien. Voy a ser un ejemplo de diplomacia. Mantendré una distancia prudente –no le parecía un pedido difícil, ya que una chica nerd, a la que le gustaba la cerámica antigua, jamás sería una tentación para él. No tenían nada en común.

–Voy a tocar el timbre para ver si quiere salir con nosotros más tarde. Tú solo tienes que mostrarte amigable o algo así.

Damien esbozó una sonrisa que consideraba agradable y subió las escaleras de la casa vecina detrás de Joe. Sentía curiosidad por conocer a aquella flor tan frágil, de la que su amigo estaba tan pendiente. ¿Acaso le gustaría? Por los comentarios que había hecho, parecía que no, pero era evidente que el talón de Aquiles de Joe estaba relacionado con la protección de las damiselas en peligro. Si ella llegaba a abusar de esa preocupación, su amigo iba a necesitar que lo cuidaran.

–Pórtate bien –Joe le lanzó una mirada de advertencia por encima del hombro y, segundos después, tocó el timbre.

Nadie respondió.

Volvió a tocar y no hubo respuesta.

–¡Oye, Rose! ¿Estás bien? –exclamó Joe, al tiempo que llamaba a la puerta con mayor insistencia. Luego, presionó la oreja contra la madera. Debió de haber escuchado algo esta vez porque se incorporó–. Está viniendo.

–Hola, Joe –la puerta se abrió, pero la traba seguía puesta, y se asomaron dos ojos de color chocolate profundo, enmarcados en un rostro de tez blanca cubierta de pecas doradas. Sorprendido, Damien tuvo que admitir que era hermosa. Ella sacó la cadena y abrió la puerta de par en par.

De inmediato, la primera impresión de Damien quedó en el olvido porque, aunque fuera muy linda, estaba vestida de forma extremadamente rara. Llevaba el largo cabello rojizo amarrado con un... ¿calcetín, acaso?, y una chaqueta andrajosa de hombre mayor, por encima de una camiseta que tenía una ecuación matemática en el frente. Aquel era un mensaje dirigido a aquellos que podían descifrar el código y, definitivamente, Damien no era uno de ellos ya que, luego de recibir el Certificado General de Educación Secundaria, había celebrado porque ya no tendría que estudiar más matemática.

Joe dio un paso hacia adelante para darle un largo abrazo, pero ella se apartó a los pocos segundos. Como a Damien le intrigaba mucho la excéntrica vecina, tuvo que moverse hacia un lago para poder observarla mejor.

–¿Te encuentras bien, Rose? –preguntó Joe–. Como no me respondías, me preocupé.

–Estoy bien, Joe –echó un vistazo por encima del hombro del joven y sus ojos se encontraron con los de Damien. Su expresión alegre se tornó neutral–. ¿Qué me podría haber pasado?

–Estupendo. Mi amigo y yo nos estábamos preguntando –hizo un gesto en dirección a Damien, quien estaba a sus espaldas– si te gustaría venir con nosotros a ver una película o algo.

–No, muchas gracias –respondió con un tono de voz que reflejaba el acento neoyorquino que Damien escuchaba por todas partes pero en una versión más suave.

–Ir al cine no es la única opción. Puedes decirnos lo que prefieres hacer… a Damien le da lo mismo.

–Lo siento, pero realmente no puedo –al cruzarse de brazos, dejó al descubierto un brazalete de clips que le cubría la muñeca.

–Mamá me dijo que hace varias semanas que no te tomas un descanso –insistió Joe–. Seguramente, tienes las tareas escolares al día y puedes permitirte una noche libre.

–No puedo. Tengo que terminar un trabajo –un mechón de cabello rojo rutilante le cayó sobre la mejilla y ella se lo acomodó. Era de un color impresionante, similar al de la cáscara brillante de una castaña.

–¡Oh, vamos, Rose! Ven a hacernos compañía durante un par de horas. Es la primera vez que Damien viene a Nueva York y le gustaría conocer la ciudad con alguien de aquí –Joe apoyó una mano sobre el marco de la puerta y se inclinó hacia adelante.

–Estoy segura de que tú le podrás mostrar la ciudad muy bien. Estuviste afuera solo un año, así que debes recordar todo. Oh, suena el teléfono. Me tengo que ir –les cerró la puerta en la cara y Joe tuvo que sacar rápidamente los dedos para que no se los aplastara.

–No sonó ningún teléfono –Joe hizo una pausa, mientras estudiaba detenidamente el frente de la casa en busca de alguna pista–. Definitivamente, está en problemas.

–No me contaste que era… –Damien sonrió, al tiempo que pensaba alguna palabra que describiera la extraña mezcla de belleza y excentricidad– así –agregó, finalmente, sin encontrar un término adecuado.

–Sí, bueno, te mencioné lo de la madre corista. Tiene buenos genes –Joe se frotó la parte de atrás del cuello con ambas manos.

–Pero ¿qué es ese calcetín que tenía en el cabello?

–No le importan esas cosas –Joe bajó los brazos–. ¿Por qué crees que tuve que defenderla durante toda la secundaria? –le dirigió a su amigo una mirada significativa–. Me preocupa que se haya quedado sola y no poder estar aquí para ayudarla. Cada vez está más… única.

–¿Única? ¿Esa es tu manera de decir extremadamente excéntrica? Al menos es atractiva si uno deja de lado las ropas que compró en una tienda de beneficencia.

–En realidad eres así de superficial, ¿no es cierto, Damien? –Joe sacudió la cabeza.

–Nunca entendí la atracción por la profundidad.

–Pensé que, luego de haber visto a Kieran con Raven y a Nathan con Kate, habías aprendido a no dejarte engañar por las apariencias –Joe sacó la llave de su casa.

–Aprendí a no dejarme atrapar como ellos. Ahora que están tan felices y comprometidos, ya no son divertidos. Somos demasiado jóvenes como para estar atados. Quiero ser libre para poder probar todo lo que desee.

–Está bien, pero ni se te ocurra probar con la vecina, ¿de acuer- do? –Joe tampoco era ningún modelo a seguir en ese aspecto.

–¡Despreocúpate! –Damien casi se ahoga de la risa–. Es atractiva, pero no me interesa conquistar a una chica que usa esa clase de accesorios. ¿Viste los clips?

–No te burles de ella, es mi amiga –Joe intentó no sonreír.

–A sus órdenes, comandante –Damien imitó el saludo militar con ironía–.Trataré a tu vecina con todo el respeto que se merece.

–Bueno, vamos a ver si lo cumples –su amigo lo miró con desconfianza.