V.1: septiembre de 2020
Título original: The Mercies
© Kiran Millwood Hargrave, 2020
© de la traducción, Aitana Vega Casiano, 2020
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Katie Tooke, Departamento de Arte de Picador
Imagen de cubierta: © Maya Hanisch, con detalles de rosemaling noruego (Edwin Remsberg / Alamy)
Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
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www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-18217-22-7
THEMA: FB
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Kiran Millwood Hargrave es una poeta y novelista británica. Es graduada en Literatura Inglesa, Artes Dramáticas y Magisterio por la Universidad de Cambridge y realizó el máster de Escritura Creativa de la Universidad de Oxford en 2014. Nació en Londres en 1990 y su debut, La chica de tinta y estrellas, ha ganado los prestigiosos premios Waterstones Children’s Book y el British Book of the Year, y se ha convertido en un best seller internacional que ha vendido más de cien mil ejemplares en Reino Unido y se ha publicado en una quincena de países. Vardø es su primera novela para adultos.
Nochebuena de 1617. Una tempestad se desata sobre la isla noruega de Vardø cuando los hombres de una pequeña aldea están en el mar pescando. Todos mueren. A partir de ese instante, Vardø se convierte en una isla de mujeres, entre ellas, Maren, que debe hacer frente a la muerte de su padre, su hermano y su prometido. Las mujeres de la isla tratan de hacer todo lo posible por salir adelante, pero, pronto, las noticias llegan a las autoridades.
Dieciocho meses más tarde, una siniestra figura arriba a la isla desde Escocia para poner fin al anómalo gobierno de las mujeres: el comisario Absalom Cornet. Con él, viaja su joven esposa, Ursa, que ve en Maren algo que nunca ha conocido: una mujer independiente. Entre ambas surgirá una relación que lo cambiará todo. Pero, para Absalom, Vardø es el hogar de un mal terrible y oscuro, uno que debe erradicar a toda costa.
Escrita con delicadeza y gran lirismo, Vardø es una novela atmosférica que nos habla de la verdadera naturaleza del amor y del mal, y del poder de las mujeres y la razón en un momento más necesario que nunca.
«Vardø me ha dejado sin aliento. Un bello retrato de una comunidad, un paisaje y una relación. Kiran ha creado, con maestría, una atmósfera increíblemente claustrofóbica, íntima y delicada.»
Tracy Chevalier, autora de La joven de la perla
«Una novela apasionante, hermosa e inquietante.»
Madeline Miller, autora de Circe
«Vardø es una obra maestra. Un relato exquisito sobre sororidad, amor y valentía […]. Me ha enfurecido, me ha hecho reír y llorar. No puedo recomendarla lo suficiente.»
Elizabeth Macneal, autora de El taller de muñecas
«Una de las mejores novelas que he leído en años. Además de estar bellamente escrita, llega en un momento muy oportuno.»
Emily Barton, New York Times Book Review
Portada
Newsletter
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Por orden del rey
La tormenta
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Carta
Capítulo 5
Capítulo 6
Carta
Bergen, Hordaland
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Nota histórica
Sobre la autora
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Para mi madre, Andrea, y para todas las mujeres que me educaron (y lo siguen haciendo)
La noche anterior, Maren soñó que una ballena encallaba en las rocas que había delante de su casa.
Bajó por el acantilado hasta el convulso cuerpo y lo miró directamente al ojo mientras envolvía con los brazos la gigantesca mole. Era lo único que podía hacer.
Los hombres bajaron a toda prisa por la roca negra como insectos oscuros, veloces y brillantes, armados con espadas y guadañas. Las hojas empezaron a oscilar y cortar antes de que la ballena hubiera muerto. Se sacudía enloquecida mientras, con mirada severa, la sujetaban con la misma fiereza con que una red atrapa un banco de peces. Sin embargo, Maren continuó aferrada a ella, con los brazos tan extendidos y firmes que no se soltaron ni un instante, hasta que no estuvo segura de si la consideraría un consuelo o una amenaza; pero no le importó y siguió mirándola fijamente al ojo, sin parpadear.
Al final, se quedó quieta y su aliento se evaporó mientras la rajaban y troceaban. Olió el aceite que se quemaba en las lámparas antes de que el animal dejase de moverse del todo, mucho antes de que el brillo de su ojo se desvaneciera hasta enturbiarse.
Se hundió entre las rocas hasta llegar al fondo del mar. Era una noche oscura y sin luna; solo las estrellas alteraban la superficie. Se ahogó y despertó entre jadeos, con humo en las fosas nasales y en el fondo de la garganta. El sabor de la grasa quemada se le había quedado pegado bajo la lengua y no conseguía deshacerse de él.
Tengo mucho por lo que dar las gracias. A mi madre, Andrea, a quien dedico este libro, la mejor de las mujeres. A las innumerables mujeres de las que dependo para escribir y sobrevivir, sobre todo cuando la escritura y la supervivencia se entremezclan. A Hellie, mi agente, que lo entiende y sin la cual esta novela no se habría escrito.
A mi padre, Martyn, y a mi hermano, John, por no ser como los hombres de este libro. A mis abuelos, Yvonne y John, por su vitalidad. A mi familia, sobre todo a Debby, Dave, Louis, Rina, Sabine, Janis y Piers.
A mis amistades, sobre todo a quienes leyeron este libro y me acompañaron en el viaje: Daisy Johnson, Sarvat Hasin, Lucy Ayrton, Laura Theis, Hannah Bond, Katie Webber, Kevin Tsang, Anna James, Louise O’Neill, Cat Doyle y Elizabeth MacNeal. A mi gran comunidad de escritores, especialmente a Maz Evans, MG Leonard, Rachel Leyshon, Katherine Rundell y Barry Cunningham.
A la doctora Liv Helene Willumsen, que espero no se horrorice por las libertades que me he tomado al contar esta historia en aras de la literatura y que sea consciente de cuánto la aprecio y admiro.
A Kirby Kim y todo el equipo de Janklow & Nesbit, en Reino Unido y Estados Unidos. Trabajáis con amor en cada libro, lo cual valoro muchísimo.
A Sophie Jonathan, una editora de regalos raros y gracia infinita. Me has enseñado mucho y me encanta trabajar contigo. A Judy Clain, que le ha demostrado al libro, y a mí, una generosidad y una fe incalculables. A Carina Guiterman, por su papel en la creación de esta historia. Al equipo de Picador y Pan Macmillan, el mejor hogar posible: Gillian Fitzgerald-Kelly, Paul Baggaley, Kate Green, Katie Bowden, Christine Jones, Emily Bromfield, Laura Ricchetti, Mary Chamberlain y la magnífica diseñadora de cubiertas Katie Tooke. A Alex Hoopes, Reagan Arthur y el maravilloso equipo de Little, Brown, Hachette.
A ti, que me lees, por formar parte de la historia. A cualquiera que se enfade, tenga esperanza y lo haga lo mejor que pueda.
A los hombres y mujeres asesinados en Vardø.
A Tom, por salvarme la vida y ayudarme a hacer algo con ella.
POR ORDEN DEL REY
Cualquier hechicero, u hombre fiel, que sacrifique
a Dios, su santa Palabra y al cristianismo,
y se consagre a sí mismo al diablo,
será arrojado al fuego e incinerado.
decreto sobre brujería de Dinamarca y Noruega de 1617, promulgado en Finnmark en 1620
La tormenta llegó en un abrir y cerrar de ojos. Es lo que dirían en los meses y años venideros, cuando ya no les provocase picor en los ojos ni un nudo en la garganta. Cuando por fin formara parte de las historias. Incluso entonces, era imposible de describir. Hay ocasiones en que las palabras no son suficiente y hablan de formas demasiado simples y descuidadas, pero lo que Maren vio no tuvo nada de sencillo ni elegante.
Aquella tarde, tiene extendida sobre el regazo su mejor vela, como si fuera una manta. Mamá y Diinna la sujetan por las otras esquinas. Sus dedos, más pequeños y precisos, zurcen con puntadas más pequeñas y precisas los desgarros causados por el viento mientras ella remienda los agujeros que han provocado las encapilladuras del mástil.
Junto al fuego, hay una pila de brezos blancos secándose que su hermano Erik ha cortado y traído del monte en el continente. Mañana, su madre le dará tres ramilletes para la almohada. Ella los despedazará y los usará para rellenar la funda, mezclados con la tierra y demás. El dulce aroma resultará casi nauseabundo después de meses oliendo a sueño rancio y cabellos sin lavar. Se la llevará a la boca, la morderá y gritará hasta que sus pulmones se empapen del dulce y acre sabor de la tierra.
Entonces, algo le llama la atención y mira hacia la ventana. Un pájaro, oscuro contra la oscuridad, ¿y un ruido? Se levanta para acercarse y ver mejor. La bahía gris, estática, y más allá, mar abierto. Las olas rompen como si fueran de cristal. Los barcos se advierten gracias a las tenues luces de proas y popas, que apenas titilan.
Imagina cuál es el barco de su padre y Erik, con su segunda mejor vela aparejada en el mástil. Visualiza las sacudidas del mar y los vaivenes de los remos, sus espaldas recortadas frente al horizonte cuando el sol se esconde. No los ve desde hace un mes y todavía falta otro para su regreso. Los hombres observarán la luz constante que emerge de las casas sin cortinas de Vardø, perdidas en su propio mar de tierra en penumbra.
Ya han llegado más allá de la bahía de Hornøya, casi en el punto donde avistaron el banco de peces a primera hora de la tarde, aterrorizado por la presencia de una ballena.
—Ya se habrá ido —había dicho papá. A mamá le dan mucho miedo las ballenas—. Para cuando Erik consiga llevarnos allí con esos bracitos, ya habrá terminado de comer.
Erik se había limitado a inclinar la cabeza para aceptar un beso de mamá y para que su mujer, Diinna, le presionara la frente con el pulgar, un gesto que los samis creen que ayuda a que los hombres del mar vuelvan a casa. Erik llevó la mano a su vientre un momento, lo que puso de manifiesto lo hinchado que estaba bajo la túnica de punto. Ella le apartó la mano con dulzura.
—Pronto le darás un nombre. Ten paciencia.
Más tarde, Maren querría haberse levantado para besarlos a los dos en las rudas mejillas. Desearía haber observado cómo se marchaban hacia el mar vestidos con sus pieles de foca; su padre, con zancadas firmes, y Erik, a trompicones, unos pasos por detrás. Desearía que su marcha le hubiese hecho sentir algo más que agradecimiento porque la dejasen con mamá y Diinna, por la tranquilidad que implicaba que las mujeres se quedaran solas.
Ahora que había cumplido los veinte y hacía tres semanas que había recibido su primera propuesta de matrimonio, por fin se consideraba una de ellas. Dag Bjørnsson estaba construyendo un hogar para los dos en el segundo cobertizo de su padre y, antes de que el invierno llegara a su fin, lo habría terminado y se casarían.
Le había contado al oído, con su aliento rozándole la oreja, que tendrían una buena chimenea y una alacena separada para que no cruzara toda la casa con el hacha a cuestas, como hacía su padre. El destello de la maligna herramienta, incluso en las cuidadosas manos de papá, le daba arcadas. Dag lo sabía y lo respetaba.
Era rubio como su madre y tenía unos rasgos delicados que otros hombres consideraban una debilidad, pero a Maren no le importaba. Tampoco le importaba que le acercase su gran boca a la garganta mientras le hablaba de la sábana que debería tejer para la cama que él construiría para ambos. Y, aunque no sentía nada cuando le acariciaba la espalda vacilante, demasiado suave y demasiado arriba a través del vestido de invierno azul oscuro, esa casa que sería suya, con su cama y su chimenea, le hacía sentir un latido en el bajo vientre. Por la noche, presionaba las manos en los lugares donde había sentido aquel calor, arrastrando sobre las caderas los dedos fríos, lo bastante entumecidos como para que no parecieran los suyos.
Ni siquiera Erik y Diinna tienen su propia casa: viven en la estrecha habitación que el padre y el hermano de Maren construyeron a lo largo de la pared trasera exterior. La cama ocupa todo el ancho del espacio y se apoya en la misma pared contra la que descansa la de Maren, al otro lado. Las primeras noches que pasaron juntos, se cubrió la cabeza con los brazos mientras respiraba el aroma de la paja húmeda del colchón, pero nunca escuchó ni una respiración. Fue un milagro cuando el vientre de Diinna empezó a crecer. El bebé llegaría justo después del fin del invierno y, entonces, serían tres en la angosta cama.
Más tarde, pensaría que tal vez también debería haber visto a Dag partir.
Sin embargo, en vez de eso, agarró la tela dañada y se la extendió sobre las rodillas. No volvió a levantar la vista hasta que ese pájaro, ese ruido o esa corriente de aire llamaron su atención e hicieron que se dirigiera hacia la ventana, donde vio cómo las luces bailaban entre la oscuridad del mar.
Le crujen los brazos. Acerca el dedo curtido donde lleva la aguja a la otra mano y la cubre con el mitón de lana. Siente el vello de punta y cómo la piel se le tensa. Los barcos siguen remando, todavía firmes bajo una luz titilante; las lámparas brillan.
Entonces, el mar se eleva y el cielo cae. Un relámpago verdoso lo ilumina todo y engulle la oscuridad con un brillo momentáneo y terrible. La luz y el ruido llaman la atención de mamá, que se acerca a la ventana. El mar y el cielo chocan como una montaña que se parte en dos y sienten escalofríos en las plantas de los pies y a lo largo de la columna. Maren se muerde la lengua y un sabor salado le baja por la garganta.
Es posible que ambas estén gritando, pero no existen más sonidos que el mar y el cielo, que se tragan las luces de los barcos mientras estos giran, vuelan, vuelcan y desaparecen. Maren sale corriendo hacia el temporal, ralentizada por sus faldas, que se han empapado en cuestión de segundos. Diinna la llama para que vuelva y cierra la puerta tras ella para evitar que el fuego se apague. El peso de la lluvia le hunde los hombros y el viento le azota la espalda. Cierra los puños sin agarrar nada. Grita con todas sus fuerzas; la garganta le dolerá durante días. A su alrededor, otras madres, hermanas e hijas se lanzan a las inclemencias del tiempo; un grupo de figuras oscuras, empapadas y torpes como focas. La tormenta amaina antes de que llegue al puerto, a doscientos pasos de casa, y mira al mar boquiabierta.
Las nubes suben y las olas caen; las unas se apoyan en las otras en la línea del horizonte, apacibles como un rebaño que duerme.
Las mujeres de Vardø se reúnen en la orilla de la isla. Algunas siguen gritando, pero los oídos de Maren zumban en silencio. Ante ella, el puerto es una superficie lisa, como un espejo. Tiene la mandíbula paralizada por la tensión y le gotea sangre caliente de la lengua por la barbilla. Se le ha clavado la aguja entre el pulgar y el índice, y ahora tiene una herida con la forma de un círculo perfecto y rosado.
Mientras observa, un último relámpago ilumina el detestable mar en calma. Entre la negrura, asoman remos, timones y un mástil entero con las velas cuidadosamente estibadas, como bosques submarinos arrancados de raíz. De los hombres, no hay rastro.
Es Nochebuena.
Durante la noche, el mundo se torna blanco. La nieve cubre la nieve y se acumula en las ventanas y en el umbral de las puertas. La kirke permanece a oscuras esa Navidad, el día después, como un agujero entre las casas iluminadas que engulle la luz.
Nieva durante tres días. Diinna se recluye en su estrecha habitación y a Maren le cuesta levantarse a sí misma tanto como a su madre. No comen nada más que pan duro, que les cae como piedras en el estómago. Maren siente la comida demasiado sólida dentro de ella y su cuerpo le parece irreal; tiene la sensación de que el pan rancio de mamá es lo único que la mantiene ligada a la tierra. Si no come, se convertirá en humo y se arremolinará en las cornisas de la casa.
Para no perder la cabeza, se llena el estómago hasta que le duele y mantiene cerca del fuego todas las partes del cuerpo que puede. Se dice a sí misma que todo lo que las llamas calienten es real. Se levanta el pelo para dejar al descubierto la nuca sucia, extiende los dedos para que el calor los lama y se remanga las faldas hasta que las medias de lana empiezan a chamuscarse y a apestar. «Ahí, ahí y ahí». Los pechos, la espalda y, entre ellos, el corazón están atrapados dentro del ceñido chaleco de invierno.
El segundo día, por primera vez en años, el fuego se apaga. Papá siempre lo encendía y ellas solo se encargaban de mantenerlo vivo; apilaban los leños por la noche y rompían la capa de ceniza que se formaba por las mañanas para dejar que el calor respirase. En pocas horas, la escarcha cubre sus mantas, a pesar de que Maren y su madre duermen juntas en la misma cama. No hablan, no se desvisten. Maren se cubre con el viejo abrigo de piel de foca de su padre. No la desollaron como debían y emana un ligero hedor a grasa podrida. Mamá se pone el de Erik, de cuando era niño. Tiene los ojos apagados como un salmón ahumado. Maren intenta que coma, pero su madre simplemente se acurruca a su lado en la cama y suspira como una niña. Da las gracias porque la ventana esté cubierta de nieve y no se vea el mar.
Esos tres días, siente que ha caído a un pozo. El hacha de papá destella en la oscuridad. La lengua se le endurece y se le arruga. La herida que se hizo al morderse durante la tormenta está blanda e hinchada, con un punto duro en el centro. Le preocupa, y la sangre le da sed.
Sueña con papá y Erik, y se despierta empapada en sudor, con las manos heladas. Sueña con Dag y, cuando abre la boca, la tiene llena de los clavos con los que iban a hacer su cama. Se pregunta si morirán allí, si Diinna ya está muerta y si su bebé se remueve dentro de ella, cada vez más despacio. Se pregunta si Dios vendrá a verlas para decirles que vivan.
Cuando Kirsten Sørensdatter las levanta la tercera noche, las dos apestan. Las ayuda a apilar los leños de nuevo y a encender el fuego por fin. Cuando se abre camino hasta la puerta de Diinna, esta parece casi furiosa. La luz de la antorcha se refleja en el brillo apagado de sus labios fruncidos, y se presiona el vientre hinchado con las manos.
—A la kirke —les dice Kirsten—. Es sabbat.
Ni siquiera Diinna, que no cree en su Dios, discute.
Maren entiende lo que pasa cuando se reúnen en la kirke: casi todos los hombres han muerto.
Toril Knudsdatter enciende todas las velas hasta que la estancia brilla tanto que a Maren le pican los ojos. Cuenta en silencio. Antes había cincuenta y tres hombres, ahora solo quedan trece: dos bebés, en brazos de sus madres, tres ancianos y los niños demasiado pequeños para ir en los barcos. Hasta el pastor ha desaparecido.
Las mujeres se acomodan en los bancos de siempre y dejan vacíos los huecos donde se sentaban sus maridos y sus hijos, pero Kirsten les pide que avancen. Excepto Diinna, todas obedecen, atontadas como un rebaño de ovejas. Ocupan tres de las siete filas de la kirke.
—Ya ha habido naufragios antes —comenta Kirsten—. Ya hemos perdido hombres y hemos sobrevivido.
—Pero nunca a tantos —dice Gerda Folndatter—. Mi marido nunca ha estado entre los desaparecidos. Ni el tuyo, Kirsten, ni el de Sigfrid. Ni el hijo de Toril. Todos…
Se lleva las manos a la garganta y enmudece.
—Deberíamos rezar o cantar algo —sugiere Sigfrid Jonsdatter, y las demás la fulminan con la mirada. Han pasado tres días encerradas y separadas; lo único de lo que quieren y pueden hablar es de la tormenta.
Las mujeres de Vardø siempre buscan señales. La tormenta fue una. Los cuerpos, cuando aparecieran, serían otra. En ese momento, Gerda habla del charrán solitario que vio revoloteando sobre la ballena.
—Volaba en ochos —dijo, mientras agitaba las manos en el aire—. Una, dos, tres, seis veces. Las conté.
—Seis ochos no significan nada —repuso Kirsten con desdén junto al púlpito grabado del pastor Gursson. Apoya la mano en la madera. El modo en que recorre el tallado con el pulgar es lo único que delata su nerviosismo, o su pesar.
Su marido es uno de los hombres que han perecido en el mar y a todos sus hijos los enterraron antes de que respirasen. A Maren le cae bien y a menudo la ha acompañado a hacer sus tareas, pero ahora la ve como las demás siempre lo han hecho, como una mujer independiente. No está detrás del púlpito, pero es como si lo estuviera; las observa con detenimiento, como un pastor.
—Pero la ballena… —dice Edne Gunnsdatter, con la cara tan hinchada por las lágrimas que parece que la han golpeado—. Estaba bocarriba. Vi cómo le brillaba el vientre blanco entre las olas.
—Estaba comiendo —afirma Kirsten.
—Quería atraer a los hombres —sentencia Edne—. Rondó el banco de peces cerca de Hornøya seis veces, se aseguró de que la viéramos.
—Sí, es verdad. —Gerda asiente y se cruza de brazos—. Yo también lo vi.
—No es cierto —replica Kirsten.
—La semana pasada, Marris tosió sangre en la mesa —explica Gerda—. No se ha limpiado.
—Yo la lijaré por ti —se ofrece Kirsten con dulzura.
—La ballena simbolizaba el mal —apunta Toril. Su hija se abraza a su costado con tanta fuerza que parece que se la hayan cosido a la cadera con sus famosas y precisas puntadas—. Si lo que dice Edne es verdad, nos la enviaron.
—¿Que la enviaron? —pregunta Toril, y Maren ve cómo Kirsten la mira agradecida por creer haber conseguido una aliada—. ¿Acaso es posible?
Se oye un suspiro procedente de la parte trasera de la kirke y toda la habitación se vuelve para mirar a Diinna, pero esta inclina la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados; la piel morena de su garganta destella a la luz de las velas.
—El diablo se mueve en la oscuridad —dice Toril mientras su hija entierra la cara en su hombro y chilla aterrorizada. Maren se pregunta qué miedos les habrá inculcado Toril a sus dos hijos supervivientes en los últimos tres días—. Tiene poder sobre todo, menos Dios. Quizá la envió él. O tal vez alguien la invocó.
—Ya basta. —Kirsten corta el silencio antes de que se vuelva espeso—. Esto no ayuda.
Maren quiere sentir esa misma certeza, pero tan solo piensa en aquella forma, en el sonido que la atrajo a la ventana. Al principio creyó que se trataba de un pájaro, pero ahora lo recuerda más grande y más pesado, con cinco aletas y bocarriba. Antinatural. Le resulta imposible dejar de verlo en un rincón de la mente, incluso bajo la luz sagrada de la kirke.
Mamá se agita, como si estuviera dormida, aunque las velas se reflejan en sus ojos, que no se han cerrado desde que se han sentado. Cuando habla, Maren nota cómo el tiempo que ha pasado en silencio le ha afectado a la voz.
—La noche que Erik nació —empieza a contar—, había una luz roja en el cielo.
—Lo recuerdo —susurra Kirsten.
—Yo también —dice Toril.
«Y yo», piensa Maren, aunque solo tenía dos años.
—La seguí por el cielo hasta que se hundió en el mar —añade mamá sin apenas mover los labios—. Iluminó el agua con el color de la sangre. Aquel día quedó marcado, estaba escrito. —Gime y se cubre la cara—. Nunca debí dejar que se acercara al mar.
Las mujeres se sumen en una avalancha de lamentos. Ni siquiera Kirsten consigue calmarlas. Las velas titilan cuando una ráfaga de aire frío cruza la estancia y Maren se da la vuelta a tiempo de ver a Diinna abandonar la kirke. Rodea a su madre con el brazo; las únicas palabras que se le ocurren no le ofrecerían ningún consuelo: «El mar era la única opción para Erik».
Vardø es una isla. El puerto entra en la tierra como si la hubieran mordido por un lado, mientras que las demás orillas son demasiado altas o rocosas para que los barcos se acerquen. Maren aprendió sobre redes antes de saber lo que era el dolor, aprendió sobre el tiempo antes de conocer el amor. En verano, las manos de su madre siempre estaban moteadas por las diminutas escamas del pescado, la carne colgaba seca y cubierta de sal, como los paños blancos con los que se envolvía a los bebés o se enterraba envuelta en pieles de reno para que se pudriera.
Papá decía que el mar gobernaba sus vidas. Siempre habían vivido a su merced y, a menudo, morían en él. Pero la tormenta lo había convertido en el enemigo y algunas hablaban de marcharse.
—Tengo familia en Alta —dice Gerda—. Allí hay tierra y trabajo suficiente.
—¿La tormenta no ha llegado allí? —pregunta Sigfrid.
—Pronto lo sabremos —apunta Kirsten—. Supongo que recibiremos un mensaje de Kiberg. Seguro que la tormenta les ha afectado.
—Mi hermana me escribirá —asiente Edne—. Vive solo a un día a caballo y tiene tres monturas.
—Es una travesía dura —comenta Kirsten—. El mar sigue agitado. Tardarán un poco en llegar.
Maren las escucha hablar de Varanger o de la todavía más lejana Tromsø, como si alguna fuera capaz de imaginar la vida en la ciudad, tan lejos de allí. Las mujeres se enzarzan en una breve discusión sobre quién debe quedarse con los renos para el transporte, ya que pertenecían a Mads Petersson, que se ahogó junto al marido y los hijos de Toril. Toril parece pensar que eso le otorga cierto derecho a reclamarlos, pero cuando Kirsten informa de que ella cuidará de la manada, nadie protesta. Maren no sabe ni cómo encender un fuego, mucho menos mantener una manada de bestias de temperamento voluble durante el invierno. Toril debe de pensar lo mismo, pues desiste tan rápido como ha reivindicado su derecho.
Al cabo de un rato, la charla se apaga hasta desaparecer del todo. No han decidido nada, salvo que esperarán a tener noticias de Kiberg y que mandarán a alguien allí si a finales de semana todavía no saben nada.
—Hasta entonces, lo mejor será que nos reunamos en la kirke a diario —propone Kirsten, y Toril asiente con fervor, de acuerdo por una vez—. Debemos cuidarnos entre nosotras. Parece que la nieve se irá pronto, pero no hay manera de estar seguras.
—Estad atentas por si veis ballenas —dice Toril. La luz le ilumina la cara y le marca los huesos bajo la piel. Tiene un aspecto siniestro y a Maren le dan ganas de reírse. Se muerde la parte sensible de la lengua.
Ya nadie habla de marcharse. Mientras bajan por la colina de vuelta a casa, mamá la agarra del brazo con tanta fuerza que le hace daño y se pregunta si las demás mujeres se sienten como ella: ligadas a aquel lugar, ahora más que nunca. Con ballena o sin ella, con señal o sin ella, Maren ha sido testigo de la muerte de cuarenta hombres. Una parte de ella se siente atada a esta tierra. Atada y atrapada.
Nueve días después de la tormenta, cuando ya ha llegado el año nuevo, los hombres regresan a ellas. Casi enteros; casi todos. Colocados como ofrendas en la calita negra, o arrastrados por la marea hasta las rocas que hay debajo de la casa de Maren. Tienen que escalar para agarrarlos, con las cuerdas que habían anudado con fuerza para que Erik recogiera los huevos de los nidos de los pájaros entretejidos con el acantilado.
Erik y Dag están entre los primeros en volver; papá, entre los últimos. Papá solo tiene un brazo y Dag está quemado; una línea negra lo atraviesa desde el hombro izquierdo hasta el pie derecho, lo cual, según mamá, significa que le cayó un rayo.
—Debió de ser rápido —dice, sin esconder la amargura—. Fácil.
Maren se acerca la nariz al hombro y se llena los pulmones de su olor.
Su hermano parece dormido, pero tiene la piel iluminada por esa horrible luz verdosa que ya ha visto en otros cuerpos arrastrados por la marea. Se ahogó. La suya no fue una muerte fácil.
Cuando Maren tiene que descender por el acantilado, recoge al hijo de Toril, atrapado como madera a la deriva entre las rocas afiladas. Tiene la edad de Erik y su cuerpo se desliza de sus huesos como carne picada en un saco. Maren le aparta el pelo oscuro de la cara y le quita un alga de la clavícula. Edne y ella tienen que atarlo por la cintura, las costillas y las rodillas para mantenerlo de una pieza y llevárselo a su madre. Se alegra de no ver la cara de Toril cuando le traen a su hijo. Aunque la mujer no le gusta demasiado, sus lamentos le atraviesan el pecho como si fueran agujas diminutas.
El suelo es demasiado duro para cavar, así que acuerdan dejar a los muertos en el cobertizo principal del padre de Dag, donde el frío los mantendrá tan congelados como a la tierra. Pasarán meses antes de que puedan atravesar la superficie para enterrar a sus hombres.
—¿Y si usamos la vela como sudario? —propone mamá, después de que se lleven a Erik al cobertizo.
Observa la vela remendada en el centro de la sala, como si Erik ya estuviera debajo de ella. Se encuentra en el mismo sitio donde la dejaron hace casi dos semanas. Maren y su madre la han rodeado, sin querer tocarla, pero Diinna la agarra y niega con la cabeza.
—Sería un desperdicio —responde, y Maren se alegra; no soporta la idea de enterrar a su padre y a su hermano con nada que tenga que ver con el mar. Diinna dobla la vela con movimientos hábiles mientras la apoya sobre su vientre y, en su gesto decidido, Maren atisba a la chica risueña que se casó con su hermano el verano anterior.
Sin embargo, Diinna desaparece el día después de que recuperen a Dag y a Erik. Mamá se pone de los nervios porque cree que se ha marchado para criar al niño con su familia sami. Dice algunas cosas horribles, aunque Maren sabe que no habla en serio. Llama a Diinna lapona, puta y salvaje, cosas que Toril o Sigfrid dirían.
—Siempre lo he sabido —se lamenta—. Nunca debí permitir que se casara con una lapona. No son leales, no son como nosotros.
Maren se muerde la lengua y le acaricia la espalda. Es cierto que Diinna pasó la infancia viajando y viviendo bajo las estrellas cambiantes, incluso durante el invierno. Su padre es un noaide, un chamán de buena reputación. Antes de que la kirke se estableciera casi de forma definitiva, su vecino Baar Ragnvalsson y muchos otros hombres acudían a él en busca de amuletos contra el mal tiempo. Aquello terminó cuando las nuevas leyes prohibieron ese tipo de prácticas, pero Maren todavía ve en la mayoría de las puertas las figuritas de hueso que los samis dicen que protegen de la mala suerte. El pastor Gursson hacía la vista gorda, aunque Toril y los de su calaña le instaban a que se esforzara más para eliminar tales costumbres.
Maren sabe que el amor que Diinna sentía por Erik era la razón por la cual había aceptado vivir en Vardø, pero se niega a creer que se marcharía así, después de haber perdido a tantos. Embarazada del bebé de Erik. No sería tan cruel como para arrebatarles lo único que les queda de él.
Al cabo de una semana, llegan noticias de Kiberg. El cuñado de Edne les cuenta que, aunque perdieron muchos barcos que estaban amarrados en el puerto, solo tres hombres perecieron. Cuando las mujeres se reúnen en la kirke para escuchar el mensaje, la inquietud general crece.
—¿Por qué no salieron a pescar? —pregunta Sigfrid—. ¿No vieron el banco de peces desde Kiberg?
Edne niega con la cabeza.
—Ni tampoco la ballena.
—Así que nos la enviaron —susurra Toril, y su miedo se extiende por los bancos en olas de murmullos.
La conversación es demasiado informal para un lugar sagrado, repleta de presagios y ornamentos, pero nadie se resiste a la oportunidad de chismorrear. Las palabras sirven de vínculos con los que unir hechos, que se consolidan con cada relato. Parece que a muchas ya no les importa lo que es verdad o no; están desesperadas por encontrar una razón, un orden a partir del cual reorganizar sus vidas, aunque se base en una mentira. Que la ballena nadaba bocarriba es ya incuestionable y, aunque Maren trata de protegerse del terror que la conversación le provoca, le cuesta mantenerse firme como Kirsten.
La mujer se ha mudado a la casa de Mads Petersson para cuidar mejor de los renos. Maren la mira, erguida con firmeza junto al púlpito. Apenas han hablado desde que Kirsten las desenterró de la nieve, excepto para intercambiar palabras de consuelo cuando sacaron a los hombres putrefactos del mar. Quiere hablar con ella cuando la reunión en la kirke termina, pero Kirsten ya ha salido por la puerta y se marcha a zancadas hacia su nuevo hogar, con el cuerpo inclinado para enfrentarse al viento.
Diinna vuelve el día que encuentran a papá. Cuando Maren se entera de su regreso, se oyen gritos en el cobertizo y echa a correr, imaginando todo tipo de desgracias, como otra tormenta, a pesar de que ve que el cielo sin sol está en calma, o que han encontrado a un hombre con vida.
Hay un grupo de mujeres reunidas alrededor de la puerta, encabezadas por Sigfrid y Toril, con los rostros retorcidos por la ira. Delante están Diinna y otro sami, un hombre bajito y fornido que mira con frialdad a las mujeres. No es el padre de Diinna, pero lleva un tambor de chamán en la cadera. Entre los dos sostienen una pieza enrollada de tela plateada. Al acercarse, mareada por el esfuerzo de la carrera, distingue la corteza de abedul.
—¿Qué ocurre? —le pregunta a Diinna, pero es Toril quien responde.
—Quiere enterrarlos con eso. —La mujer roza la histeria. Tiene la barbilla cubierta de saliva—. Como hacen ellos.
—No tiene sentido usar tela para tantos —repone Diinna—. Es…
—No permitiré que toquéis a mis hijos con eso. —Toril jadea más que Maren y mira el tambor como si fuera un arma. Sigfrid Jonsdatter asiente con aprobación cuando Toril avanza—. Ni a mi marido. Era un hombre temeroso de Dios, no quiero que os acerquéis a él.
—No te importó que te ayudase cuando quisiste tener otro hijo —espeta Diinna.
Toril se lleva la mano al vientre, aunque sus hijos nacieron hace ya mucho tiempo.
—Eso no es cierto.
—Todas sabemos que lo es, Toril —dice Maren, incapaz de permanecer en silencio ante una mentira—. Igual que tú, Sigfrid. Muchas habéis acudido a ella o a su padre.
Toril entrecierra los ojos.
—Jamás pediría ayuda a un hechicero lapón.
Hay un siseo colectivo. Maren da un paso al frente, pero Diinna levanta el brazo.
—Debería agujerearte la lengua, Toril, a ver si así pierdes algo de veneno. —La aludida se estremece—. Además, ni es brujería, ni es para ellos.
Diinna mira a Maren. Está preciosa bajo la luz azulada, que le remarca las facciones de la cara y las densas pestañas.
—Es para Erik.
—Y para mi padre. —A Maren se le quiebra la voz. No soportaría separarlos. Además, papá adoraba a Diinna y se sentía orgulloso de que su hijo se hubiera casado con la hija de un noaide.
—¿Ha regresado? —Maren asiente y Diinna se abraza los hombros—. También para herr Magnusson, por supuesto. Los velaremos. Podrá venir cualquiera que lo desee.
—¿A tu madre le parecerá bien? —Toril acorrala a Maren, que está demasiado cansada como para hacer nada más que asentir. La cabeza le pesa.
Al final, acuerdan que los hombres que vayan a recibir el rito sami se llevarán al segundo cobertizo, que habría sido la casa de Maren. Solo trasladan a dos junto con Erik y papá: al pobre Mads Petersson, que no tiene familia que hable en su nombre, y a Baar Ragnvalsson, que a menudo subía a las montañas y vestía ropas sami.
El segundo cobertizo habría sido un buen hogar. Solo la entrada es tan grande como la habitación de Diinna y Erik y la estancia principal no tiene nada que envidiar a la de la casa del padre de Dag, la más grande del pueblo. La cama está dispuesta sobre unos tablones, esperando a que las cuidadosas manos de Dag la monten.
Se llevan la madera para preparar un fuego y dejan a Erik y a su padre en el suelo desnudo. Maren tiene que llevar a Dag al cobertizo principal; su madre, fru Olufsdatter, no le ha dirigido la palabra, ni siquiera la ha mirado a los ojos.
Maren arranca a Erik un mechón de pelo oscuro congelado y se lo mete con cuidado en el bolsillo. Cuando deja a Diinna y al noaide en la silenciosa habitación, se dirige al cobertizo principal. Una de las mujeres ha clavado una cruz por encima de la puerta que, más que una bendición para quienes están dentro, parece una advertencia para los que están fuera.
Cuando llega a casa, mamá está dormida, con el brazo sobre los ojos, como si se escondiera de una pesadilla.
—¿Mamá? —Quiere hablarle del noaide y del segundo cobertizo—. Diinna ha vuelto.
No responde. Parece que apenas respira y Maren resiste el impulso de acercarle la mejilla a la boca para comprobar si sigue viva. En vez de eso, saca el mechón de pelo del bolsillo y lo acerca al fuego. Al calentarse, se enrolla y forma uno de los preciosos rizos de Erik. Le hace un corte a su almohada y mete el mechón dentro, con el brezo.
Todos los días, después de ir a la kirke, Maren vuelve al segundo cobertizo, aunque no se atreve a dormir allí como Diinna y el hombre del tambor. No habla noruego y su nombre es difícil de pronunciar, así que Maren lo llama Varr, vigilante, porque así le parece que suena el principio de su nombre cuando él lo pronuncia, antes de que sus oídos inexpertos se pierdan el resto.
Cada vez que visita a su padre y a Erik, espera fuera y escucha a Varr y Diinna hablar en su lengua. Siempre se callan en cuanto llama a la puerta y Maren siente que ha interrumpido algo indecente o muy privado. Como si rompiera algo, y se siente torpe solo por estar ahí.
Habla en noruego con Diinna y esta traduce para Varr. Sus frases siempre son más cortas, como si su lengua tuviera palabras mejores y más precisas para expresar lo que Maren quiere decir. ¿Cómo será tener dos lenguas en la cabeza, en la boca? ¿Mantener una escondida como un oscuro secreto en el fondo de la garganta? Diinna siempre ha vivido a caballo entre Vardø y otros lugares, aparecía de vez en cuando desde que Maren era una niña junto a su silencioso padre, que venía a remendar redes o a tejer amuletos.
—Vivíamos aquí —le dijo Diinna una vez, cuando Maren aún le tenía un poco de miedo; era una chica con pantalones y un abrigo ribeteado con la piel de un oso que ella misma había despellejado y cosido.
—¿Esta tierra es vuestra?
—No. —La voz de la chica fue tan firme como su mirada—. Solo vivíamos aquí.
A veces, Maren oye el ritmo del tambor, constante como el latido de un corazón, y esas noches duerme mejor, a pesar de los murmullos de las feligresas más severas al respecto. Diinna le explica que el tambor despejará el camino para que los espíritus se separen limpiamente de los cuerpos y que no tengan miedo. Pero Varr nunca toca cuando Maren está cerca. El instrumento es amplio como una artesa, con la piel estirada y tensa sobre un cuenco poco profundo de madera pálida. Tiene algunas marcas pequeñas en la superficie: un reno con un sol y una luna en la cornamenta, hombres y mujeres unidos como cadenas de papel por las manos en el centro y, en la parte inferior, un remolino de horribles criaturas mitad hombres mitad bestias que se retuercen.
—¿Es el infierno? —pregunta a Diinna—. ¿Y eso el cielo? ¿Somos nosotros los del medio?
Diinna no se lo traduce a Varr.
—Todo está aquí.
A medida que el invierno empieza a liberar Vardø y los almacenes de alimentos se vacían, el sol se eleva cada vez más cerca del horizonte.
Para cuando nazca el bebé de Diinna y Erik, tendrán días inundados de luz.
Maren siente que un ritmo tenso se apodera de Vardø, y su rutina se va asentando. Van a la kirke, al cobertizo, se ocupan de las tareas domésticas, duermen. Aunque las líneas que separan a Kirsten y Toril o a Diinna de las otras son cada vez más evidentes, trabajan unidas como los remeros de un bote. Es una cercanía que nace de la exigencia: se necesitan las unas a las otras más que nunca, sobre todo cuando la comida empieza a escasear.
Les envían algo de grano de Alta y un poco de pescado seco de Kiberg. De vez en cuando, los marineros atracan en el puerto y reman hasta la orilla cargados con pieles de foca y aceite de ballena. Kirsten no se avergüenza de hablar con ellos y cierra buenos tratos, pero empiezan a quedarse sin artículos con que comerciar. Además, cuando llegue el momento de sembrar los campos, nadie vendrá a ayudar.
Maren aprovecha los ratos libres del día para pasear por el cabo donde Erik y ella jugaban de niños, entre los matorrales de brezo que se recuperan después de un invierno sin sol. Pronto le llegarán a la altura de las rodillas y el aire quedará tan impregnado de su dulce aroma que le dolerán los dientes.
Por la noche, el duelo es más difícil de soportar. La primera vez que toma una aguja, se le pone la piel de gallina y la deja caer como si le quemase. Todos sus sueños son oscuros y están llenos de agua. Ve a Erik atrapado en botellas cerradas y el enorme agujero del brazo de su padre, lamido por el mar, por el que se atisba el blanco del hueso. Casi siempre viene la ballena; el sombrío casco que es su cuerpo arrasa su mente y no deja nada bueno ni vivo a su paso. A veces, se la traga entera y, otras, la encuentra varada y Maren se tumba a su lado, mirando fijamente al ojo del animal, mientras su hedor le llena las fosas nasales.
Sabe que mamá también tiene pesadillas, pero duda que se despierte con el sabor de la sal en la lengua y que el mar le salpique el aliento. En ocasiones, Maren se pregunta si habrá sido ella quien ha provocado esta vida para todas con su deseo de pasar tiempo a solas con Diinna y mamá. Aunque Kiberg está cerca y Alta tampoco se encuentra lejos, ningún hombre se ha mudado a la isla. Maren quería pasar tiempo con las mujeres y ahora es lo único que hace.
Se imagina que Vardø siguiera así para siempre: un lugar sin hombres, pero que sobrevive a pesar de todo. El frío empieza a ceder y los cuerpos se ablandan. Cuando termine el deshielo, enterrarán a los muertos y, con suerte, algunas de las divisiones desaparecerán con ellos.
Maren añora sentir la tierra bajo las uñas y el peso de una pala en las manos; quiere que Erik y papá descansen por fin, inmaculados en sus mortajas de abedul plateado. Todos los días, comprueba el huerto de su casa y raspa el suelo con las uñas.
Cuatro meses después de la tormenta, el día en que consigue hundir la mano en la tierra, corre a la kirke para anunciar que por fin pueden cavar. Sin embargo, las palabras se le quedan atascadas en la garganta: hay un hombre apostado en el púlpito.
—Este es el pastor Nils Kurtsson —dice Toril con reverencia—. Lo han enviado desde Varanger. Alabado sea Dios, no nos han olvidado, después de todo.
El pastor mira a Maren con sus ojos apagados. Es escuálido como un muchacho.
Apartada de su puesto habitual, Kirsten toma asiento junto a Maren y su madre. Cuando acaba el servicio, se inclina para susurrarle al oído a la primera.
—Espero que sus sermones no sean tan endebles como esa barbilla.
Pero lo son, y Maren supone que el pastor Kurtsson debe de haber hecho algo horrible para acabar en Vardø. Es delgaducho y resulta evidente que no está acostumbrado a la vida junto al mar. No les ofrece palabras de consuelo para afrontar sus dificultades particulares y parece algo asustado ante la imagen de la sala llena de mujeres que cada sábado llenan la kirke. Se escabulle a la casa contigua en cuanto pronuncia el último «amén».
Ahora que la kirke vuelve a estar santificada, las mujeres pasan a reunirse los miércoles en la casa del padre de Dag, donde fru Olufsdatter ha quedado reducida a un susurro entre las habitaciones de su casa demasiado grande. Los chismes son los mismos, pero las mujeres tienen más cuidado. Como Toril dijo, no las han olvidado, y Maren está segura de que no es la única a quien le inquieta pensar lo que eso podría significar.
La semana de su llegada, el pastor manda venir a diez hombres de Kiberg, entre los que se encuentra el cuñado de Edne; Maren siente una envidia inesperada cuando llegan para enterrar a los muertos. Tardan dos días en cavar las tumbas y, dado que la oscuridad de la noche es cada vez más corta, trabajan hasta tarde. Son ruidosos y se ríen demasiado para la tarea que llevan a cabo. Duermen en la kirke y se apoyan en las palas para mirar a las mujeres cuando pasan. Maren mantiene la cabeza gacha, pero, aun así, se acerca para ver cómo progresan a cada hora que pasa.
Las tumbas están en el lado noroeste de la isla; una fosa oscura tras otra, tantas que a Maren le da vueltas la cabeza. La tierra se amontona al lado y, mientras observa desde una distancia segura, se imagina el dolor en los brazos, el sabor a suciedad en la boca y el sudor perlándole la piel. No le parece correcto que sean otros quienes caven las tumbas, después de todo lo que las mujeres han visto, de recoger a sus hombres de entre las rocas y velarlos durante el invierno. Cree que Kirsten estaría de acuerdo con ella, pero no quiere armar escándalo. Quiere que su padre y su hermano estén bajo tierra, que pase el invierno y que los hombres de Kiberg se marchen.
La mañana del tercer día, sacan a los muertos del primer cobertizo. Ya empiezan a oler y tienen el estómago hinchado bajo los sudarios de tela que ha cosido Toril. Los dejan junto a las tumbas abiertas; el blanco intenso contrasta con la tierra recién removida.
—¿Sin ataúdes? —pregunta un hombre mientras arranca un sudario.
—Cuarenta muertos —dice otro—. Demasiado trabajo para un pueblo lleno de mujeres.
—Un sudario lleva más trabajo que un ataúd —responde Kirsten con frialdad y Toril se sonroja por la sorpresa—. Le agradecería que no tocase a mi marido.
Kirsten se sienta al borde de la tumba y, antes de que Maren comprenda qué pretende hacer, ya ha saltado dentro y solo le sobresalen la cabeza y los hombros, con los brazos extendidos.
Los hombres comparten murmullos mientras Kirsten toma a su marido y desaparece al bajarlo. Vuelven a verla cuando se impulsa para salir y vislumbran un reflejo de su pierna descalza, cubierta por la media.
Toril chasquea la lengua con desaprobación y le da la espalda. Uno de los hombres ríe, pero Kirsten los ignora, toma un puñado de tierra del montículo y la arroja sobre su marido. Después, pasa por delante de Maren, lo bastante cerca como para verle las lágrimas en las mejillas. Debería acercarse a ella y decir algo, pero siente la lengua inútil como una piedra.
—Después de todo, sí que lo amaba —murmura mamá, y Maren se muerde la lengua para no responder. Cualquier idiota habría visto que Kirsten amaba a su marido. Los veía a menudo paseando juntos y compartiendo risas como grandes amigos. La llevaba a los campos y, a veces, salían juntos a navegar. Si lo hubiera acompañado el día de la tormenta, las mujeres de Vardø estarían todavía más perdidas de lo que ya están.
El pastor Kurtsson avanza para bendecir la tumba. Aprieta la mandíbula y Maren supone que le avergüenza que Kirsten haya sido tan atrevida ante los hombres.