Lee Child nació en Inglaterra en 1954. Es autor de veintidós novelas policiales, entre ellas Zona peligrosa, Nunca vuelvas atrás, El enemigo y Personal, y doce cuentos. Todos sus libros son de la serie de Jack Reacher y dos fueron llevados al cine. Ha sido traducido a cuarenta y ocho idiomas y lleva vendidos más de cien millones de ejemplares en todo el mundo. Decidió dedicarse a la literatura después de quedar desempleado, debido a una reestructuración en una cadena de televisión británica. Actualmente reside en Estados Unidos.

 

 

 

Noche caliente © 2020 Lee Child

De esta edición © 2020 Blatt & Ríos

De la traducción © 2020 Aldo Giacometti

 

Títulos originales en inglés:

High Heat © 2013 Lee Child

Small Wars © 2015 Lee Child

 

1ª edición en España: marzo de 2020

1ª edición digital: marzo de 2020

 

Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar

Fotografía de cubierta: Marcelo Setton

Revisión de la traducción: Paula Pérez-Rodríguez

 

Producción de eBook: Libresque

 

 

blatt-rios.com.ar

 

eISBN: 978-84-121808-2-4

 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

 

 

 

NOCHE CALIENTE

 

 

LEE CHILD

 

Traducción de Aldo Giacometti

 

 

Noche caliente

EL HOMBRE TENÍA MÁS DE TREINTA AÑOS, pensó Reacher, y un cuerpo sólido, y calor, obviamente. Tenía la camisa mojada de sudor. La mujer que estaba frente a él puede que fuera más joven, pero no mucho. Ella también tenía calor y estaba asustada. O al menos tensa. Eso estaba claro. El hombre estaba demasiado cerca de ella. Lo cual no le gustaba. Eran casi las ocho y media de la noche, y estaba oscureciendo. Pero no refrescaba. Treinta y ocho grados, había dicho alguien. Una auténtica ola de calor. Miércoles 13 de julio de 1977, Nueva York. Reacher siempre recordaría la fecha. Era la segunda vez que venía solo.

El hombre apoyó la palma de la mano en el pecho de la mujer, apretando contra su piel un algodón mojado, la parte superior del pulgar clavándose en el escote. Un gesto nada tierno. Pero tampoco agresivo. Neutro, como de doctor. La mujer no retrocedió. Se quedó paralizada donde estaba y miró a su alrededor. Sin ver demasiado. Nueva York, ocho y media de la noche, pero la calle estaba desierta. Hacía demasiado calor. Waverly Place, entre la Sexta Avenida y Washington Square. Si la gente salía, sería más tarde.

Después el hombre sacó la mano del pecho de la mujer y la movió hacia abajo como queriendo espantarle una abeja de la cadera, y después la volvió a subir rápido con un gran gancho semicircular y le estampó una bofetada en toda la cara, con fuerza suficiente como para que sonara crack, pero su mano y la cara de la mujer estaban demasiado mojadas como para reproducir la acústica de un arma, por lo que el sonido salió exactamente como el de una bofetada: plas. La cabeza de la mujer fue sacudida hacia un lado por el impacto. El sonido hizo eco en el ladrillo hirviente.

—Ey —dijo Reacher.

El hombre se dio la vuelta. Pelo oscuro, ojos oscuros, quizás un metro ochenta, quizás noventa kilos. Tenía la camisa transparente del sudor.

—Lárgate, chaval —dijo.

Esa noche a Reacher le faltaban tres meses y dieciséis días para cumplir diecisiete años, pero en lo físico ya estaba prácticamente del todo desarrollado. Ya era todo lo alto que iba a ser y ninguna persona en su sano juicio hubiese dicho que era flaco. Metro noventa y cinco, cien kilos, puro músculo. El producto terminado, más o menos. Pero muy recientemente terminado. A estrenar. Sus dientes eran blancos y uniformes, sus ojos de un tono cercano al azul marino, su pelo era ondulado y con volumen, su piel era suave y clara. Para las cicatrices y las arrugas y los callos todavía le faltaba.

—Ya mismo, chaval —dijo el hombre.

—Señora, debería alejarse de este tipo —dijo Reacher.

Lo cual la mujer hizo, andando hacia atrás, un paso, dos, fuera del alcance. El hombre dijo:

—¿Sabes quién soy?

—¿Qué importa eso? —dijo Reacher.

—Te estás metiendo con la gente equivocada.

—¿Gente? —dijo Reacher—. Esa palabra implica más personas. ¿Hay otros?

—Ya lo verás.

Reacher miró a su alrededor. La calle estaba todavía desierta.

—¿Cuándo voy a verlo? —dijo—. Por lo visto no ahora mismo.

—¿Qué clase de listillo te crees que eres?

—Señora, me puedo arreglar solo, si quiere alejarse de aquí —dijo Reacher.

La mujer no se movió. Reacher la miró.

—¿Hay algo que no estoy entendiendo? —dijo.

—Lárgate, chaval —dijo el hombre.

—No deberías meterte en esto —dijo la mujer.

—No me estoy metiendo —dijo Reacher—. Simplemente estoy aquí quieto en la calle.

—Ve a estarte quieto a otra calle —dijo el hombre.

Reacher se dio la vuelta y le miró y dijo:

—¿Quién se murió y te nombró alcalde?

—Qué bocazas eres, chaval. No sabes con quién estás hablando. Te vas a arrepentir.

—¿Cuando llegue la otra gente? ¿A eso se refiere? Porque ahora mismo somos solo usted y yo. Y no veo mucho arrepentimiento en eso, al menos no para mí, a no ser que no tenga dinero.

—¿Dinero?

—Para que yo me lleve.

—¿Qué? ¿Ahora crees que me vas a robar?

—Robarle no —dijo Reacher—. Más bien algo histórico. Un viejo principio. Como una tradición. Si pierdes una guerra, entregas tu tesoro.

—¿Que estamos en guerra, tú y yo? Porque si ese es el caso, vas a perder, chaval. No me importa que seas un chico de campo, ni que seas grande. Te voy a dar una paliza. Y te va a doler.

La mujer estaba todavía a dos metros de distancia. Todavía sin moverse. Reacher la volvió a mirar y dijo:

—Señora, ¿este hombre está casado con usted, o tiene con usted algún otro tipo de relación, o la conoce socialmente o profesionalmente?

—No quiero que te metas —dijo ella. Era más joven que el tipo, seguro. Pero no mucho. Igual bastante mayor. Veintinueve años, quizás. Una rubia pálida. Más allá de la vívida marca roja de la bofetada era ciertamente muy atractiva, al estilo de una mujer madura. Pero era delgada y nerviosa. Quizás tenía mucho estrés en su vida. Llevaba puesto un vestido suelto de verano que terminaba por encima de la rodilla. Tenía un bolso colgado del hombro.

Reacher dijo:

—Al menos dígame qué es en lo que no quiere que me meta. ¿Este es un tipo cualquiera que la está molestando en la calle? ¿O no?

—¿Qué otra cosa podría ser?

—Una pelea doméstica, quizás. Escuché de un tipo que golpeó a otro para defender a una mujer y después la mujer se enfadó con él porque había hecho daño a su marido.

—No estoy casada con este hombre.

—¿No tiene ningún tipo de interés en él?

—¿En su bienestar?

—Supongo que de eso es de lo que estamos hablando.

—Ninguno. Pero tú no te puedes meter. Así que vete. Yo me las arreglo.

—¿Y qué tal si nos fuéramos de aquí juntos andando?

—¿Pero tú qué edad tienes, en todo caso?

—La suficiente —dijo Reacher—. Al menos para andar.

—No quiero cargar con esa responsabilidad. Eres un niño. Eres una persona inocente que pasaba por aquí.

—¿Este tipo es peligroso?

—Muy.

—No lo parece.

—Las apariencias engañan.

—¿Está armado?

—No en la ciudad. No puede.

—¿Entonces qué va a hacer? ¿Me va a sudar encima?

Lo cual funcionó. El tipo alcanzó el punto de ebullición, ofendido porque hablaran de él como si no estuviera ahí, ofendido porque le trataran de sudoroso, aunque lo estaba, evidentemente, y salió a la carga, con la chaqueta agitándose, la corbata ondeando al viento, la camisa pegándosele contra la piel. Reacher amagó para un lado y se movió para el otro, y el tipo pasó de largo, y Reacher le pegó en los tobillos, y el tipo trastabilló y se cayó. Se volvió a levantar lo suficientemente rápido, pero para entonces Reacher ya había retrocedido y se había dado la vuelta y estaba listo para la segunda maniobra. Que pareció como que iba a ser una repetición exacta de la primera, salvo por el hecho de que Reacher la intervino un poco reemplazando el golpe al tobillo con un codazo al costado de la cabeza. Que estuvo muy bien conectado. A sus casi diecisiete años Reacher era como una máquina por estrenar, todavía reluciente y rociada de aceite, flexible, ágil, perfectamente coordinada, como algún producto desarrollado por la NASA e IBM a pedido del Pentágono.

El tipo se quedó de rodillas en el suelo un poco más de rato que la primera vez. El calor le mantuvo ahí. Reacher se dio cuenta de que los treinta y ocho grados de los que había oído hablar debían de ser en algún lugar abierto. En el Central Park, quizás. Alguna pequeña estación meteorológica. En los estrechos cañones de ladrillo del West Village, cerca de las enormes baldosas de piedra de la acera, debía de hacer más bien como cincuenta grados. Y húmedos. Reacher tenía puestos unos pantalones kaki viejos y una camiseta azul, y a juzgar por el aspecto de ambos artículos parecía que se hubiera caído al río.

El tipo se levantó, jadeando e inestable. Se apoyó con las manos en las rodillas.

—Déjelo ya, viejo. Búsquese otra persona a quien pegar.

No hubo respuesta. El hombre tenía aspecto de estar llevando a cabo un debate interno. Uno largo. Claramente había puntos a considerar de ambos lados de la cuestión. Pros y contras y ventajas y desventajas y costes y beneficios. Finalmente el tipo dijo:

—¿Puedes contar hasta tres y medio?

—Supongo que sí —dijo Reacher.

—Esa es la cantidad de horas que tienes para irte de la ciudad. Después de medianoche eres hombre muerto. Y antes de eso si te veo otra vez también. —Y ahí el tipo se puso recto y se alejó andando, hacia la Sexta Avenida, rápido, como decidido, sus suelas sonando contra la piedra caliente, como una persona enérgica y resuelta de camino a realizar un trámite que acaba de recordar.

Reacher lo miró hasta que se perdió de vista, y después se dio la vuelta hacia la mujer y dijo:

—¿Hacia dónde va?

Ella señaló en la dirección contraria, hacia Washington Square, y Reacher dijo:

—Entonces debería de estar bien.

—Tienes tres horas y media para irte de la ciudad.

—No creo que hablara en serio. Se fue corriendo, para no quedar mal.

—Hablaba en serio, creéme. Le has pegado en la cabeza. O sea, por Dios.

—¿Quién es?

—¿Quién eres tú?

—Alguien que está de paso.

—¿Desde dónde?

—Ahora, Pohang.

—¿Dónde queda eso?

—Corea del Sur. Campamento Mujuk. Cuerpo de Marines.

—¿Eres un marine?

—Hijo de un marine. Vamos adonde nos destinan. Pero las clases han terminado, así que estoy viajando.

—¿Por tu cuenta? ¿Qué edad tienes?

—Cumplo diecisiete en otoño. No se preocupe por mí. No era a mí al que le estaban pegando una bofetada en la calle.

La mujer no dijo nada.

—¿Quién era ese tipo? —dijo Reacher.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Autobús a Seúl, avión a Tokio, avión a Hawái, avión a Los Ángeles, avión al JFK, autobús a Port Authority. Desde allí caminé. —Los Yankees estaban fuera de la ciudad, en Boston, lo cual había sido una gran desilusión. Reacher tenía la sensación de que iba a ser un año especial. Reggie Jackson estaba marcando la diferencia. La larga sequía podía estar por terminar. Pero no hubo suerte. El estadio estaba oscuro. La alternativa era el Shea, los Cubs de visitante contra los Mets. En principio Reacher no tenía ninguna objeción contra el béisbol de los Mets en sí mismo, pero al final el atractivo de la música del centro le había tirado más. Había pensado que podía pasar por Washington Square y mirar a las chicas de los cursos de verano de NYU. Una de ellas podía llegar a tener ganas de irse con él. O no. Valía la pena desviarse. Era un optimista, y sus planes eran flexibles.

—¿Por cuánto tiempo vas a estar de viaje? —dijo la mujer.

—En teoría estoy libre hasta septiembre.

—¿Dónde te estás quedando?

—Acabo de llegar. Todavía no lo he resuelto.

—¿A tus padres les parece bien esto?

—Mi madre está preocupada. Leyó algo sobre El Hijo de Sam en el periódico.

—Es normal que esté preocupada. El Hijo de Sam está matando gente.

—Parejas sentadas en coches, sobre todo. Eso es lo que decía el periódico. Estadísticamente poco probable que sea yo. No tengo coche, y por lo pronto estoy solo.

—La ciudad tiene otros problemas también.

—Ya lo sé. Se supone que voy a ir visitar a mi hermano.

—¿Aquí en Nueva York?

—A algunas horas de aquí.

—Deberías irte para allá ahora mismo.

—Se supone que voy a coger el bus de por la noche.

—¿Antes de las doce?

—¿Quién era ese tipo?

La mujer no respondió. El calor no aflojaba. El aire era espeso y pesado. Se acercaba una tormenta. Reacher lo podía sentir, en el norte y en el oeste. Tal vez iban a presenciar una verdadera tormenta eléctrica en el Hudson Valley, desplegándose y resonando sobre el agua lenta, entre los altos acantilados, como esas sobre las que había leído en los libros. La luz estaba pasando a un color púrpura, como si el clima se estuviera preparando para algo grande.

—Vete a ver a tu hermano. Gracias por la ayuda —dijo la mujer.

La marca roja de la mano en su cara estaba desapareciendo.

—¿Va a estar bien? —dijo Reacher.

—Estaré bien.

—¿Cómo se llama?

—Jill.

—¿Jill qué más?

—Hemingway.

—¿Alguna relación?

—¿Con quién?

—Con Ernest Hemingway. El escritor.

—No creo.

—¿Algún plan para esta noche?

—Sí.

—Me llamo Reacher. Un placer. —Estiró el brazo y se dieron la mano. La de ella le pareció caliente y resbaladiza, como si tuviera fiebre. No es que la de él no estuviera igual. Treinta y ocho grados, quizás más, nada de viento, nada de evaporación. Verano en la ciudad. A lo lejos en el norte el cielo centelleó. Un relámpago. Nada de lluvia.

—¿Hace cuánto que trabaja para el FBI? —dijo él.

—¿Quién dice que trabajo para el FBI?

—El tipo era un mafioso, ¿no? ¿Crimen organizado? Todo eso de que su gente tal, y de que me fuera de la ciudad o si no. Todas esas amenazas. Y usted tenía una reunión con él. Él la tocó para ver si había un micrófono. E imagino que encontró uno.

—Eres un chico listo.

—¿Dónde están sus refuerzos? Debería de haber una furgoneta con gente escuchando.

—Cuestión de presupuesto.

—No le creo. La local quizás no, pero los federales siempre tienen dinero.

—Vete a ver a tu hermano. Esto no es asunto tuyo.

—¿Para qué usar un micrófono si no hay nadie escuchando?

La mujer puso las manos detrás de su espalda, hacia abajo, y revolvió y removió, como si estuviera ajustándose algo flojo en el elástico de la ropa interior. Una caja negra de plástico salió por debajo del dobladillo de su vestido. Una pequeña grabadora, balanceándose a la altura de las rodillas, colgada de un cable. Metió una mano por dentro del escote de su vestido y con la otra mano tiró del cable de detrás de las rodillas, y se sacudió y se retorció, y la grabadora descendió hasta la acera, seguida por un cablecito negro con un micrófono diminuto en la punta.

—El casete estaba escuchando —dijo ella.

La pequeña caja negra estaba bañada del sudor de la parte baja de su espalda.

—¿Lo arruiné todo? —dijo Reacher.

—No sé cómo habría salido.

—Agredió a un agente federal. Eso es un delito. Yo soy un testigo.

La mujer no dijo nada. Levantó la grabadora y enroscó el cable alrededor. Deslizó el bolso desde su hombro y guardó la grabadora dentro. La temperatura resultaba más calurosa que nunca, y húmeda, como si una toalla mojada y caliente le tapara a Reacher la boca y la nariz. Hubo más relámpagos en el norte, parpadeando lento, apagados por el aire espeso. Ninguna lluvia. Ningún respiro.

—¿Va a dejar que se vaya así habiendo hecho eso? —dijo Reacher.

—De verdad que esto no es asunto tuyo —dijo la mujer.

—No me molestaría decir lo que vi.

—No iría a juicio hasta dentro de un año. Tendrías que hacer todo el camino de vuelta para venir. ¿Quieres coger cuatro aviones y dos autobuses por una bofetada?

—En un año estaré en alguna otra parte. Quizás más cerca.

—O más lejos.

—El sonido puede estar en el casete.

—Necesito más que una bofetada. Los abogados defensores se reirían de mí.

Reacher se encogió de hombros. Demasiado calor como para discutir. Dijo:

—Vale, que tenga una buena tarde, señora.

—¿Hacia dónde vas? —dijo ella.

—Bleecker Street, creo.

—No puedes. Está en su territorio.

—O cerca de ahí. O al Bowery. Hay música por todas partes, ¿no?

—Pasa lo mismo. Todo eso es su territorio.

—¿Quién es?

—Se llama Croselli. Todo al norte de la calle Houston y al sur de la calle 14 es suyo. Y tú le has pegado en la cabeza.

—Es uno solamente. No me va a encontrar.

—Es miembro de la mafia. Tiene soldados.

—¿Cuántos?

—Una docena, quizás.

—No basta. El área es demasiado grande.

—Hará que corra la voz. Por todos los clubs y todos los bares.

—¿Sí? ¿Le dirá a la gente que le tiene miedo a un chico de dieciséis años? No lo creo.

—No tiene por qué dar una razón. Y la gente se desvivirá por ayudarlo. Todos quieren sumar puntos. No durarías ni cinco minutos. Vete a ver a tu hermano. Hablo en serio.

—Es un país libre —dijo Reacher—. Para eso es para lo que usted trabaja, ¿no? Voy a ir a donde quiera. Ha sido un largo viaje llegar aquí.

La mujer se quedó callada un buen rato.

—Bueno, yo te lo he advertido —dijo—. No puedo hacer más que eso.

Y se alejó andando, hacia Washington Square. Reacher esperó en el lugar, completamente solo en Waverly, levantó la cabeza, bajó la cabeza, buscando aire fresco, y empezó a andar hacia la dirección en que había ido ella, más o menos dos minutos después, y la vio alejarse en un coche que había estado aparcado en un lugar en el que no estaba permitido. Un Ford Granada 1975, pensó, azul claro, techo de vinilo, una parrilla de parachoques grande y dentada. Dobló en una esquina como un yate terrestre y se perdió de vista.

 

 

WASHINGTON SQUARE ESTABA mucho más vacío de lo que Reacher esperaba. Debido al calor. Había unos cuantos inexplicables chicos negros pasando el rato, probablemente camellos, y poco más. Ningún jugador de ajedrez, ningún paseador de perros. Pero en el otro lado hacia el extremo este de la plaza vio a tres chicas que entraban a un café. De universidad mixta seguro, pelo largo, bronceadas, elásticas, quizás dos o tres años mayores que él. Se dirigió en dirección a ellas y de camino buscó un teléfono público. Al cuarto intento encontró uno que funcionaba. Usó una moneda caliente y húmeda que estaba en su bolsillo y marcó el número que había memorizado de la centralita de West Point.

—Academia Militar de los Estados Unidos, ¿con quién desea comunicarse? —dijo una cantarina voz de hombre.

—Cadete Joe Reacher, por favor.