ÍNDICE

I

Los inicios

La reina del hogar

Visitando a las estrellas

El episodio cinematográfico

El ángel del arrabal

El episodio poético

II

Los años perdidos

El episodio romántico de Lorenzo Valle

La revista Chicas de Hoy presenta: “Chicas famosas”

El episodio musical de Renzo Valle

El episodio universitario de Renzo Valle

Baby, ain’t Igood to you?

El episodio antropológico de Lorencito en Chihuahua

La ruina

Regreso a casa

Final de viernes

III

El regreso

Papá, soy Lorencito

Tribulaciones de un padre

Lágrimas de amor

Luces y sombras del espectáculo: niños prodigio de la actuación

Life with a Mexican childstar

Vida sentimental

El episodio misterioso de Lorenzo Valle

El extraño retorno de Lorenzo Valle

Últimos capítulos

A mis padres
A la memoria de José Sosa Arroyo, mi abuelo

Odette María Rojas Sosa

Retrato del artista

decadente

14o. Premio Internacional de Narrativa, 2016

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

PQ7298.428O53

R47

2017      Rojas Sosa, Odette María

Retrato del artista decadente / Odette María Rojas Sosa. — Ciudad de México : Siglo Veintiuno Editores : Universidad Nacional Autónoma de México : El Colegio de Sinaloa, 2017.

117 p. – (La creación literaria)

14º Premio Internacional de Narrativa, 2016

ISBN: 978-607-03-0819-2 (Siglo XXI)

ISBN: 978-607-02-8933-0 (UNAM)

ISBN: 978-607-7904-16-8 (El Colegio de Sinaloa)

1. Literatura mexicana – Siglo XXI. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0819-2

© universidad nacional autónoma de méxico
isbn 978-607-02-8933-0
© el colegio de sinaloa
isbn 978-607-7904-16-8

derechos reservados conforme a la ley
impreso en grupo infagón
alcalcería núm. 8 – zona norte central de abastos
iztapalapa, 09040 ciudad de méxico

I

Los inicios

En cuanto oyó las primeras notas de la entrada de Gutierritos, Lorenzo corrió a despertar a su mamá para que vieran la telenovela juntos. Pero cuando su abuela llegó, lo encontró solo, acostado en el piso, aureolado por el resplandor que emanaba de la televisión. Al preguntarle por Alicia, Lorenzo le contestó que su mamá no había querido levantarse cuando la llamó. “Ya no”, fue la breve respuesta que obtuvo. Doña Lola no tuvo dudas: si a su hija no le importaba lo que le depararía el destino a Gutierritos, nada más podía ser porque se estaba muriendo. Se equivocó por poco: cuando le tocó la frente, estaba algo menos que tibia.

Alicia, además de no saber si Gutierritos se atrevería a revelar que él era El-Señor-Gutiérrez, tampoco pudo enterarse de que doña Lola les llevaba la mejor noticia de sus vidas. Esa mañana una clienta de la peluquería, que era secretaria de la televisora de al lado, le contó que buscaban niños para un programa nuevo. Después de una cortesía de tinte y manicura, le prometió a doña Lola que nomás tenía que llevar a su nieto a las oficinas del canal, dentro de tres días, para asegurarle un lugar.

Entre Lola y varias vecinas velaron a la difunta en la sala. Alguien le propuso que la sacaran al patio de la vecindad, pero ella se negó porque sabía que muchos sólo irían a mironear. Lorenzo veía todo desde la cama que había compartido con su madre hasta la noche anterior. Al día siguiente un cortejo de cinco personas acompañó el carro fúnebre en el Panteón de La Villa. La dueña del salón de belleza le dio la semana libre a doña Lola, así que por lo menos le ahorró el apuro de inventar una excusa para llevar al niño al casting.

Le puso el trajecito negro del día del entierro, porque era el único que tenía (el resto de la ropa le pareció muy ordinaria) y le dio un toque de angel face en las ojeras y algo de chapas porque sabía que a los productores de la tele les gustaban los niños de aspecto saludable.

Mira Lorenzo, yo voy a estar ahí cuidándote, así que tú, tranquilo. Tienes que hacer lo que te pida el señor ese que le dicen director. Que te rías, te ríes; que te voltees a un lado, te volteas; que al otro, pues al otro. Y si te pide que cantes, cantas la que te enseñé el otro día, ¿entendiste?

Eso sí, no vayas a dejar que nadie te lleve a ninguna oficina ni nada, primero me hablas para que te acompañe. Te portas muy educadito, respondes a lo que te pregunten y no le vayas a repelar a ninguno de los señores. A ti nomás te falta que engordes un poquito, estás muy flaco, por eso siempre te digo que tienes que comer todo lo que te sirvo. Si sigues así, yo creo que voy a tener que comprarte el aceite de hígado de bacalao.

Ya verás, dentro de poco vas a salir en la tele, como Gutierritos. Al principio va a ser en el programa del payaso, pero después quién sabe, a lo mejor te descubre un productor de novelas y te ofrece un papel en la comedia de la tarde.

Dicen que a los señores éstos no les importa gran cosa que sepas cantar o bailar, al fin que eso se aprende y tú, con una pulidita que te den, vas a mejorar enormidades. Seguramente va a haber muchos niños güeros, pero tú no te me vayas a sentir menos, que también tienes tu gracia.

Ay Jesús, mira nomás, ya te empolvaste el zapato. A ver, échale aquí al pañuelo tantita saliva y límpiatelos.

Sepúlveda recuerda...

Ese día nos llegaron como cincuenta chamacos, todos con su respectiva mamá emperifollada, que se notaba que un día antes había ido al salón o cuando menos que se había pasado toda la noche con los tubos en la cabeza. Unas nomás llegando dejaron botado al niño y se fueron a pasear a ver a quién se encontraban. Ese día andaba por ahí Héctor Gómez y salió casi en ambulancia. Ya se imaginará: lleno de marineritos, de adultos chiquitos, de encajes, de lacitos, de niñas con crinolina; es más, unos hermanos hasta traían los trajecitos de la primera comunión.

Nos tocó oír diez veces “Fusiles y muñecas”; otro niño era un prodigio de memoria y recitó completo el “Brindis del borracho”, aunque parecía que estaba diciendo misa (eso sí, le echaba ganas en aquello de “Por mi madre, bohemios”). No se quedó en el programa, pero luego se hizo famoso cuando salió en la pregunta de los 64 000, ¿sí sabe, no? Ese que casi se los ganó pero a la mera hora le dio un síncope de tanta presión y según parece quedó medio idiota.

Bueno, para no hacer el cuento largo, le toca el turno a un niño como de cinco años, con su trajecito negro, muy serio; los pelos lacios bien aplacados y nada particular: blanco (más bien pálido), con la cara algo polveada, ojitos medio achinados, sin gran chiste. Era Lorenzo. En vez de hacerle caso al director, volteaba a otra parte del foro donde estaba la abuela, lejitos, pero no tanto como para no ver todo lo que pasaba. En ese entonces todavía no estaba tan de mal ver la vieja; tendría unos cuarenta y varios años, pero ya empezaba a darle un aire fatal a Sara García con el chongo y el vestido oscuro; nomás le faltaba el delantal para estar completa.

A esa hora, el director estaba a punto de soltarse a mentar madres, pero hizo acopio de fuerza y le preguntó con la mayor paciencia posible la misma pregunta que había hecho cuarenta y dos veces antes:

—Dime hijo, ¿tú con qué nos vas a sorprender?

El escuincle abrió la boca pero se quedó en blanco. Al otro, tratando de ayudarlo, se le ocurrió decirle:

—¿Te da pena por la gente? Haz de cuenta que sólo estamos tu mamá y yo viéndote.

Y que empieza el chilladero. La abuela se acercó (tenía la cara descompuesta), lo tomó del brazo, pero antes de irse, algo le dijo al director. Él le respondió que comprendía y que no se preocupara porque ya tenía los datos para comunicarse después con ellos. Apenas se voltearon, tachó a Lorenzo Sánchez de la lista.

Luego me enteré de que se le acababa de morir la mamá al niño. Entonces supe que doña Lola era una cabroncita y que yo había encontrado lo que me estaba haciendo falta para salir de asistente de producción.

En cuanto salieron del estudio, la abuela le limpió los mocos con el pañuelo bordado y le borró el rastro de las lágrimas. Cuando subieron al camión, Lorenzo se volvió a soltar llorando y entonces la abuela le dijo:

—Ya, ya, cálmate niño, a tu mamá no le gustaría verte así. Cualquier día de éstos sale otra oportunidad, ni que ése fuera el único programa del mundo.

Doña Lola en el fondo sintió culpa por no haber preparado mejor a su nieto.

Esa noche, Lorenzo, que no podía dormir de corrido últimamente, creyó oír un ruido que venía del cuarto de su abuela.

—No llores abuelita. Todo va a estar bien. Al fin mi mamá ya está contenta en el cielo. Te prometo que si tú quieres que vaya otra vez a la audición ésa, le voy a echar ganas. Aunque igual estaría mejor que no volviéramos.

Lorenzo no pudo ni poner el dedo gordo en el suelo. Le pareció que todo estaba muy callado. A lo mejor había soñado el ruido. “Además, ni le gusta que le diga abuelita.” Se quedó inmóvil, aplastado por la oscuridad, el recuerdo del cuerpo tibio de su mamá y el miedo de volver a la televisora.

Primer fragmento de la entrevista con Lorenzo.
[Off the record]

[Hablamos largo rato ese día. Nos tomamos primero un café y luego, para “aceitar la memoria”, sacó una botella de whisky baratón, nos la empinamos y sí nos pusimos medio pedos. No sé qué le pasó luego. Se había mostrado muy bien dispuesto a colaborar conmigo y ya habíamos quedado en una segunda reunión. La canceló diciendo que tenía grabaciones. Dijo que luego me hablaba, pero nunca lo hizo ni volvió a contestarme las llamadas. Después de un par de semanas tratando de localizarlo me dijo que ya no insistiera porque no quería “exponer su vida privada”. Como si de veras. Casi soy yo el que le hace el favor. Su vida, pública o privada, no le interesa a nadie desde hace mucho. A lo mejor se acordó de todo lo que me soltó ya en confianza y se dio cuenta de que si seguía la entrevista, iba a terminar hablando más de la cuenta. O igual y es bipolar el cabrón.]

Mi mamá hacía trabajos de costura sencillos: valencianas, remiendos, cosas así. Mi abuela decía que el abuelo Vicente le había pagado con muchos esfuerzos la mejor academia de modistas de la ciudad. Pero mamá siempre estaba cansada y apenas podía con los pocos trabajos que le caían. El sueldo de mi abuela nos alcanzaba para vivir los tres con decencia, pero nomás.

Por eso, la primera en tener televisión en la vecindad fue doña Beatriz, que quién sabe cómo le hizo para comprársela. Mi abuela juraba que era la querida de su jefe, pero a lo mejor no era cierto porque le tenía inquina. El caso es que aprovechó para hacer negocio (y bastante bueno): por diez centavos nos dejaba ver a Cachirulo y luego nos vendía elotes o pirulís. Aquello era como un cine en chiquito.

Un día empezó un programa muy bueno con Silvia Derbez. Creo que una de las clientas de la estética le platicó a la abuela de qué trataba y la dejó tan picada que no se pudo resistir más. Fue a Salinas y Rocha a sacar un televisor a pagos. Lo primero que vimos en el aparato nuevo fue el programa donde la Derbez –cosa rara– salía de mala. Cuando acabó el capítulo le preguntamos a mi abuela que qué serie era aquélla y respondió muy segura:

—Se llama telenovela.

Alicia siempre quiso instalar un teléfono, pero a doña Lola le parecía un lujo innecesario porque casi no recibían llamadas y no tenían a quién hablarle. Cuando había que localizarla daba el teléfono de la tienda. Y fue por eso que Lorenzo estuvo a punto de no conocer el estrellato. A los ocho meses de la audición, habló un señor preguntando por Dolores González, pero, como el tendero se había peleado con ella, dijo que no podía darle ningún recado porque casi nunca la veía. Doña Lola le caía mal por alzada y porque sabía que a sus espaldas le decía gachupín. El señor habló cinco veces más. Las cinco veces le insistió para que le diera alguna dirección donde encontrarla o algún dato, que le hiciera el favor porque era una cuestión muy urgente. Para sacárselo de encima, dejó que el mandadero fuera a avisarle a doña Lola que le llamaban.

Cuando colgó le dirigió la primera sonrisa que le había visto desde que se conocieron veinte años atrás, le dio las gracias y se persignó. Ni siquiera le importó que la llamada la agarrara a la mitad de la novela y que ya no hubiera visto en qué se quedaba Teresa.

Sepúlveda recuerda...

Estudié Derecho para darle gusto a mi mamá. Siempre quiso tener un hijo “jurisconsulto”, así decía. Mi papá se daba por bien servido con que yo no fuera un burócrata de medio pelo como él (que era más o menos lo mismo que yo esperaba). Un amigo de la facultad me invitaba a irme de pinta a la televisora para ver a las muchachas guapas. Me gustó el ambiente y quise entrar a trabajar ahí. Empecé de jalacables porque no tenía palancas ni nada. A tirones terminé la Universidad y me titulé. A los siete meses de trabajar en la televisora pensé en largarme a un bufete de abogados porque ya me estaba fastidiando ser gato.

Un día me envalentoné y pesqué en un pasillo al productor del programa nocturno. No sé ni cuántas cosas le inventé para impresionarlo y le presumí el título de abogado.

“Aquí eso sirve para bendita la cosa”, dijo, “pero Félix Zamarripa necesita un asistente, habla con él. A ver si te acepta y a ver si lo aguantas”. Zamarripa era un perfecto bastardo, pero como estaba desesperado porque iba a comenzar un nuevo programa, me contrató.

Al poco tiempo de estar en el negocio de la televisión se me ocurrió que hacía falta un programa cómico de situación, porque los de sketches eran buenos, pero necesitábamos algo tipo gringo, para toda la familia.

Entonces empecé a darle forma a los Pérez-Sánchez. Ya habrá visto que no le pensamos mucho para ponerle apellido a la familia protagonista, pero eso era parte del chiste: que se tratara de unos don-nadie [sic] con los que cualquiera se pudiera identificar. La mamá era la típica vieja fodonga, metiche y mandona con el marido. Mi inspiración fue Gutierritos, porque esa telenovela si no hubiera sido el perfecto dramón que fue, habría sido una comedia absoluta. El papá, un bueno para nada con un trabajito mediocre y explotado, aunque le servía para medio satisfacer los delirios de grandeza de su señora. Se hacía el macho, pero la mujer lo calmaba con dos gritos. La hija, algo alzadita como la mamá, y el hermano, el clásico gandallita. Ella adolescente, él todavía chico.

Evidentemente tenía que haber una abuelita, consentidora con los chamacos, alcahueta con el hijo y siempre de la greña con la nuera. Al principio habíamos pensado que la acción transcurriera en una vecindad para meter a los personajes clásicos: la buenona que mataba de envidia a todas las vecinas, el viejo rabo verde, el ricachón amarrado y otros por el estilo. Nomás que un gringo acababa de escribir un libro que hacía ver a las vecindades como antros de jodidos y viciosos. Le dimos una solución muy acorde a la época y de paso aprovechamos para dar un mensaje de superación: los Pérez-Sánchez vivían en un departamento. Es más, los exteriores los grabamos en un edificio del Multifamiliar Juárez, uno de esos chaparros de cinco o seis pisos. La familia Pérez-Sánchez vivía en el tercero y de ahí saldría el título de la serie: Los de en medio. Hace tiempo oí a alguien decir que le había fusilado la idea del título a una serie gringa, inglesa o no sé de dónde, de los setenta. Hágame el favor, si yo lo hice primero.

La cuestión es que sentía que algo hacía falta para redondear. El día que vi a Lorenzo me cayó el veinte. A los Pérez-Sánchez les salió un hijo chico. El consentido de la mamá, que lo vestía de marinerito; siempre andaba de chillón porque el hermano le había hecho algo. Y tenía que ser Lorenzo por algo que pasó en la audición, el día ese que no pudo decir palabra.

Resulta que cuando empezó a llorar, el camarógrafo, el jalacables y yo mismo nos tuvimos que aguantar la carcajada, porque soltó un chillido muy raro y al mismo tiempo hizo un gesto que daba risa verlo. O sea que yo fui el pionero de burlarse de la desgracia ajena; en la televisión, claro, porque el recurso seguramente existe desde que al hombre se le cayó el rabo, o por lo menos desde que se inventó el cine.

En ese entonces no había un montón de ejecutivos mamones que aprobaban o no los proyectos, sino que había que hacer antesala y pasar ante el Gran Jefe en vivo y en directo porque el viejo era el que tomaba la decisión final. La verdad no quedó muy convencido, pero le insistí tanto que (a lo mejor nomás para que lo dejara en paz) me dijo que iba a darle el visto bueno al programa. La condición era que consiguiera el patrocinio. Me moví como pude y entonces un excompañero de la facultad que era hijo del dueño de una marca de chicles consiguió que el papá me financiara.

Estaba tan seguro de mi idea que ya hasta había apalabrado a los actores, así que a los dos días empezaríamos a grabar. El único que faltaba era Lorenzo y en el teléfono que dejó la abuela me contestaron cinco veces que ahí no vivía ninguna señora Dolores González o que no le podían dar el recado o algo así. Si no se me ocurre insistir otra vez y decirle al tipo del otro lado de la línea que mandara llamar a doña Lola con urgencia, ahorita Lorenzo sería un cincuentón como cualquiera.

Al día siguiente llega el mocoso, con cara de dolor de estómago, de la mano de la abuela que traía la base del pelo recién hecha. Tantos años y todavía me acuerdo de esos detalles. Empezamos los ensayos. Originalmente el personaje se iba a llamar Lalito, pero el niño nomás no entendía que le hablaran por otro nombre que no fuera el suyo y es que (acá entre nos) estaba medio pendejito el pobre, así que no quedó de otra más que dejarlo en Lorencito. Eso se arregló pronto, pero luego vino el gran problema: el niño no lloraba; se quedaba todo el tiempo con su cara de susto, como esperando que aquello se acabara. Le dijimos que se imaginara que se había perdido en la Alameda, que lo mordía un perro callejero; nomás nos faltó recordarle a la mamá difunta, pero eso hasta para mí, era una rudeza innecesaria.

Entonces se me acerca la abuela y me pide que la deje hablar un momentito con Lorenzo, que ella le iba a explicar. A los dos minutos ya estaba llorando a lágrima viva, haciendo el puchero que después se haría famoso. Marina Blanc, la “mamá Pérez-Sánchez”, ya tenía en los ojos la chispa de la neurosis y antes de que estallara, los mandé a todos a sus casas. Tendríamos al día siguiente el ensayo general. Le entregué los libretos a la abuela y les dije que descansaran porque los esperaba un largo día.

Llegaron muy puntuales. El niño en realidad iba a estar como de escenografía en varias escenas: desayunando, parado por ahí, jugando con unos carritos. Sólo en una tenía que decir una línea: “Es que me la quitó una niña”, para responderle a su mamá cómo había estado la torta del desayuno. La mamá lo iba a regañar, el hermano se iba a burlar, Lorenzo iba a llorar y en ese momento iban a sonar las risas pregrabadas.

¿Se imagina?, ahora nos sacan del aire o nos mandan a la comisión de derechos humanos por ridiculizar así a un niño. Con eso del buling [sic] y tantas mamadas. ¡Buenos tiempos aquéllos!

Pero estábamos con Lorenzo ensayando su parlamento. Yo veía que el escuincle movía la boca todo el tiempo, pensé que traía un chicle de los que llevó el patrocinador. Nada, ¿creerá que estaba repitiendo todos los diálogos?

Segundo fragmento de la entrevista con Lorenzo...
[Off the record]

Los de en medio