Friedrich Nietzsche
Título: El Anticristo
Autor: Friedrich Nietzsche
Título original: Der Antichrist, Fluch auf das Christentum
Editorial: AMA Audiolibros
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Mirémonos de frente. Somos hiperbóreos, y sabemos bastante bien cuán aparte vivimos. «Ni por tierra ni por mar encontrarás el camino que conduce a los hiperbóreos». Píndaro ya sabía esto de nosotros. Más allá del septentrión, de los hielos, de la muerte, se encuentra nuestra vida, nuestra felicidad… Nosotros hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hallamos la salida de muchos milenios de laberinto. ¿Quién más la encontró? ¿Acaso el hombre moderno? «Yo no sé ni salir ni entrar; yo soy todo lo que no sabe ni salir ni entrar» así suspira el hombre moderno. Estábamos aquejados de esta modernidad, de una paz pútrida, de un compromiso perezoso, de toda la virtuosidad impura del sí y del no moderno. Semejante tolerancia y amplitud de corazón, que lo perdona todo porque lo comprende todo, es para nosotros viento de sirocco. Vale más vivir entre los hielos que entre las virtudes modernas y otros vientos meridionales… Fuimos bastante valerosos: no tuvimos clemencia ni para nosotros ni para los demás; pero por largo tiempo no sabíamos dónde nos conduciría nuestro valor. Nos volvimos sombríos, nos llamaron fatalistas. Nuestro fatum era la plenitud, la tensión, la hipertrofia de las fuerzas. Teníamos sed de rayos y de hechos; estábamos muy lejos de la felicidad de los débiles, de la abnegación… En nuestra atmósfera soplaba un huracán; nuestra naturaleza se oscurecía porque no hallábamos ninguna vía. Ésta es la fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta…
¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo.
¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrece el poder; el sentimiento de haber superado una resistencia.
No contento, sino mayor poderío; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino habilidad (virtud en el estilo del Renacimiento, virtud libre de moralina).
Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.
¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo.
El problema que presento aquí no consiste en aquello que la humanidad debe realizar en la serie de las criaturas (el hombre es un fin), sino en el de tipo de hombre que se debe educar, que se debe querer como el de mayor valor, como más digno de vivir, como más seguro del porvenir.
Este tipo altamente apreciable ha existido ya muy a menudo; pero como un caso afortunado, como una emoción, no fue nunca querido. Quizás, por el contrario, fue querido, cultivado, obtenido, el tipo opuesto: el animal doméstico, el animal de rebaño, aquel animal enfermo que se llama hombre: el cristiano…
La humanidad no representa una evolución hacia algo mejor y más fuerte o más alto, como hoy se cree. El progreso no es más que una idea moderna; esto es, una idea falsa. El europeo de hoy está muy por debajo del europeo del Renacimiento; un desarrollo sucesivo no es absolutamente, con cualquier necesidad, elevación, ni incremento, ni refuerzo.
En otro sentido, se verifica continuamente el logro de casos singulares en los diversos puntos de la tierra y de las más diversas culturas, con las cuales se representa en realidad un tipo superior: una cosa que, en relación con el conjunto de la humanidad, es un superhombre. Semejantes casos afortunados de gran éxito fueron siempre posibles, y acaso serán aún siempre posibles. También generaciones enteras, razas, pueblos, pueden en ciertas circunstancias constituir un efecto afortunado de esta especie.
No se debe adornar y acicalar el cristianismo; hizo una guerra mortal a este tipo superior de hombre; desterró todos los instintos fundamentales de este tipo, de estos instintos extrajo y destiló el mal el hombre malo; consideró al hombre fuerte como lo típicamente reprobable, como el réprobo.
El cristianismo tomó partido por todo lo que es débil, humilde, fracasado; hizo un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte, estropeó la razón misma de los temperamentos espiritualmente más fuertes, enseñó a considerar pecaminosos, extraviados, tentadores, los supremos valores de la intelectualidad. El ejemplo más lamentable es éste: la ruina de Pascal, que creyó que su razón estaba corrompida por el pecado original, cuando sólo estaba corrompida por su cristianismo.
A mis ojos se ha ofrecido un espectáculo doloroso, pavoroso; yo descorrí el velo que ocultaba la perversión del hombre. En mi boca, semejante palabra está por lo menos libre de una sospecha, de la sospecha de contener una acusación moral contra el hombre. Ha sido, pensada por mí —querría destacar esto una vez más—, libre de moralina; y esto hasta el punto de que tal perversión es considerada por mí precisamente allí donde hasta ahora se aspiraba más conscientemente a la virtud, a la divinidad. Yo (y esto se adivina) entiendo la perversión en el sentido de decadencia; sostengo que todos los valores en que hoy la humanidad sintetiza sus más altos deseos son valores de decadencia.
Considero pervertido a un animal, a una especie, a un individuo, cuando pierde sus instintos, cuando escoge y predica lo nocivo. Una historia de los sentimientos superiores, de los ideales de la humanidad —y es posible que yo la escriba—, sería tal vez la explicación de por qué el hombre se ha pervertido de este modo. Para mí, la misma vida es instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder: donde falta la voluntad de poderío, hay decadencia. Sostengo que a todos los supremos valores de la humanidad les falta esta voluntad; que los valores de decadencia, los valores nihilistas, dominan bajo los nombres más sagrados.
La religión de la compasión se llama Cristianismo. La compasión está en contradicción con las emociones tónicas que elevan la energía del sentimiento vital, produce un efecto depresivo. Con la compasión crece y se multiplica la pérdida de fuerzas que en sí el sufrimiento aporta ya a la vida. Hasta el sufrimiento se hace contagioso por la compasión; en ciertas circunstancias, con la compasión se puede llegar a una pérdida complexiva de vida y de energía vital, que está en una relación absurda con la importancia de la causa (el caso de la muerte del Nazareno). Éste es el primer punto de vista; pero hay otro más importante. Suponiendo que se considera la compasión por el valor de las reacciones que suele provocar, su carácter peligroso para la vida aparece a una luz bastante más clara. La compasión dificulta en gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida, y manteniendo en vida una cantidad de fracasados de todo linaje, da a la vida misma un aspecto hosco y enigmático. Se osó llamar virtud a la compasión (mientras que en toda moral noble es considerada como debilidad); se ha ido más allá; se ha hecho de ella la virtud, el terreno y el origen de todas las virtudes; pero esto fue ciertamente hecho (cosa que se debe tener siempre en cuenta) desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, que llevaba escrita en su escudo la negación de la vida. Schopenhauer estaba con ella en su derecho; con la compasión, la vida es negada y se hace más digna de ser negada; la compasión es la práctica del nihilismo. Digámoslo otra vez: este instinto depresivo y contagioso dificulta aquellos instintos que tienden a la conservación y al aumento de valor de la vida: tanto en calidad de multiplicador de la miseria, cuanto en calidad de conservador de todos los miserables es un instrumento capital para el incremento de la decadencia; la compasión nos encariña con la nada… No se dice la nada; en lugar de la nada, se dice el más allá, o Dios, o la verdadera vida, o el Nirvana, la redención de la beatitud… Esta inocente retórica, que proviene del reinado de la idiosincrasia moral-religiosa, aparece de pronto bastante menos inocente si se comprende qué tendencia se encubre aquí bajo el manto de frases sublimes: la tendencia hostil a la vida. Schopenhauer era hostil a la vida, por esto hizo de la compasión una virtud… Aristóteles vio en la compasión, como es sabido, un estado de ánimo morboso y peligroso, que fuera bueno tratar de cuando en cuando con un purgante; consideró la tragedia como una catarsis… En realidad, partiendo del instinto de la vida, se debería crear un medio para asestar un golpe a una acumulación morbosa y peligrosa de compasión, como era representada por el caso de Schopenhauer (y también por toda nuestra decadencia literaria y artística de San Petersburgo a París, de Tolstoi a Wagner); para hacerla estallar… Nada más malsano en nuestra malsana modernidad que la compasión cristiana. Ser aquí médico, ser aquí implacable, poner aquí el cuchillo, esto nos compete a nosotros, esto es nuestro modo de amar a los hombres; de este modo somos filósofos nosotros, los hiperbóreos.
Preciso es decir aquí quiénes son nuestros contrarios: los teólogos, y todo lo que tiene en su cuerpo sangre de teólogo, toda nuestra filosofía, es preciso haberla visto dentro de sí; se debe haber muerto por ella para no admitir más bromas en este punto (la libertad de pensamiento de nuestros investigadores de la naturaleza y fisiólogos es para mí una broma; les falta la pasión en estas cosas, el haber sufrido por ellas). Esta intoxicación va mucho más allá de lo que se cree; yo vuelvo a encontrar los instintos teológicos de la presunción allí donde hoy se siente la gente idealista, dondequiera que, so pretexto de un origen elevado, se pretende el derecho de mirar la realidad con aire superior y lejano… El idealista, lo mismo que el sacerdote, tiene en su mano todos los grandes conceptos (y no sólo en la mano), los pone en juego, con benévolo desprecio, contra el intelecto, los sentidos, los honores, el vivir bien, la ciencia, y ve tales cosas por debajo de sí como fuerzas dañinas y seductoras, sobre las cuales el espíritu se libra existiendo puramente para sí: como si la humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra, la santidad no hubiese hasta ahora hecho a la vida un mal infinitamente mayor que cualquier vicio u otra cosa horrible… El espíritu puro es la mentira pura… Mientras el sacerdote sea considerado como una especie superior de hombre, el sacerdote, que es el negador, el calumniador, el envenenador de la vida por profesión, no dará respuesta a la pregunta: ¿qué es la verdad? Ya se ha invertido la verdad cuando el consciente abogado de la nada y de la negación es considerado como el representante de la verdad…
Yo declaro la guerra a este instinto de teólogos; dondequiera encontramos sus huellas. El que en su cuerpo tiene sangre de teólogo, tiene a priori una posición oblicua y deshonesta frente a las cosas. El pathos que de aquél se desarrollan se llama fe: que es un cerrar los ojos ante sí una vez para siempre, para no padecer el aspecto de una insanable falsedad. Se hace así una moral, una virtud, una santidad de esta defectuosa óptica con la que se observan todas las cosas, se confunde la buena conciencia con la falsa visión, se exige que ninguna otra cualidad óptica tenga valor en adelante, una vez que se ha hecho sacrosanta la propia con los nombres de Dios, redención, eternidad. Yo exhumo dondequiera el instinto teológico; es la forma más difundida y realmente más subterránea de falsedad que existe en la tierra. Lo que un teólogo siente como verdadero debe ser falso: en esto hay casi un criterio de verdad. Su más profundo instinto de conservación veda que la realidad sea honrada en cualquier punto o tome simplemente la palabra. Donde llega la influencia de los teólogos, el juicio de valor queda invertido; verdadero y falso son necesariamente trocados; lo más nocivo a la vida, aquí es llamado «verdadero»: lo que la eleva, la aumenta, la afirma, la justifica y la hace triunfar, se llama falso… Si acontece que los teólogos tienden la mano al poder, a través de la conciencia de los principios o de los pueblos, no dudamos de lo que sucederá siempre: la voluntad del fin, la voluntad nihilista quiere el poder…
Los alemanes me entienden fácilmente cuando digo que la filosofía ha sido estropeada por la sangre de los teólogos. El sacerdote protestante es el abuelo de la filosofía alemana, el protestantismo es el pecado original de esta filosofía. Definición del protestantismo: la hemiplejía del cristianismo y de la razón… Basta pronunciar las palabras «seminario de Tubinga» para comprender lo que es en el fondo la filosofía alemana: una teología insidiosa… Los bávaros han sido los mejores mentirosos de Alemania; mienten inconscientemente… ¿De dónde nació la gloria de que al advenimiento de Kant prevaleciese el mundo de los doctores alemanes, mundo compuesto en sus tres cuartas partes de hijos de pastores y de maestros? ¿De dónde nació la persuasión alemana de que con Kant comenzó una crisis de mejoramiento? El instinto de teólogo que hay en el doctor alemán adivinó qué se hacía entonces posible… Se abría un camino indirecto hacia el antiguo ideal; el concepto de mundo verdadero, el concepto de la moral considerada como esencia del mundo (estos dos pérfidos errores, los más pérfidos de todos los errores), desde entonces, en virtud de un escepticismo mezclado y hábil, eran de nuevo, si no demostrables, por lo menos no refutables… La razón, el derecho de la razón, no llega tan lejos… De la realidad se había hecho una apariencia; se había hecho realidad de un mundo completamente falso, del mundo del ser… El éxito de Kant es simplemente un éxito de teólogos; Kant, como Lutero, como Leibniz, fue un obstáculo más en la probidad alemana, en sí no muy sólida…
Una palabra más contra Kant moralista. Una virtud ha de ser una invención nuestra, una defensa y una necesidad de uno mismo; en todo otro caso será simplemente un peligro. Lo que no es una condición de nuestra vida, la perjudica; una virtud derivada simplemente de un sentimiento de respeto frente al concepto de virtud, como Kant quería, es dañosa. La virtud, el deber, el bien en sí, el bien con el carácter de la impersonalidad y de la validez universal, son quimeras en las que se manifiesta la decadencia, el último agotamiento de la vida, la cicatería de Königsberg. Las más profundas leyes de la conservación y del crecimiento ordenan lo contrario; esto es, que cada cual encuentre la propia virtud, el propio imperativo categórico. Un pueblo perece cuando confunde sus deberes con el concepto de deber en general. Nada arruina más honda y más íntimamente que aquel deber impersonal, aquel sacrificio ante el Moloch de la abstracción.