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© Lino García Morales, 2017

Edición por BoD – Books on Demand GmbH

info@bod.com.es – www.bod.com.es

ISBN: 978-8-4132-6103-4

A Hugo, Héctor y Viki.

A Ana y Paloma Tomé, Manuel Iglesias y José A. Alonso.

Índice

En los pueblos todo se sabe

En los pueblos todo se sabe. Casi incluso antes de que suceda, todo se sabe. –Esa niña va a terminar mal –decían las malas lenguas donde quiera: en el bar, en la pequeña plazoleta que sirve de plaza de España al frente del ayuntamiento, en los campos, en las cocinas. –Esa niña va a terminar mal –decían, porque esa niña parecía que no era del pueblo. Entraba, salía; se comportaba como un ser extraño y libre que el aire empinaba a su antojo.

Y así fue. La niña, de unos veinte años, desapareció en la noche y, tres días más tarde, después de búsquedas interminables por cada pedazo de camino, matorral o rivera, apareció su cuerpo frío junto al río: desnuda, sucia, violada, amoratada, destrozada. Todos parecían intuir la tragedia; pero nadie se atrevió, en cambio, a apuntar con el dedo a alguien. Era como si no hubiese ser en los alrededores tan monstruoso y depravado capaz de cometer tal crimen. La niña no tenía novio. Al menos nadie lo conocía. Todos la veían con unos y con otros; pero nadie podría decir que detrás de estas relaciones hubiera nada parecido a un compromiso. No había ninguna denuncia de nada, ni de nadie. Sus padres, ya mayores, apenas podían hablar entre el cansancio y la pena, desaparecieron sin desaparecer. Es curioso que, sin nada de nada, todo el mundo intuía ese posible algo.

Eva tropezó con Jon en la puerta de su casa dos días después del multitudinario entierro. Aún recuerda aquella mano inerte, la piel pálida, las ojeras y la bicicleta de ruedas anchas, como las que aparecieron muy cerca del cuerpo.

Eva

Los segundos caen como las gotas de agua de un grifo defectuoso: irritantes, lentas, desorientadas. El tiempo es una especie de flujo que succiona la fertilidad a todo lo que riega; sin embargo este lugar, apenas una latitud y longitud perdida en cualquier mapa turístico, derrocha verde y bruma. Todo está inundado de silencio. Todo. Incluso tú, Eva. Pero a tu alrededor la vida sigue igual. Al bosque parece sentarle bien esa permanente quietud a la que no terminas de acostumbrarte. Es como si el reloj de tu vida y el del mundo estuvieran desfasados.

Para ti la vida se detuvo en algún momento difícil de ubicar con precisión; los instantes son así de escurridizos aunque imposibles de olvidar. La película de tu vida se congeló en una foto sin nada que retratar cuando Luis, tu marido, escupió el último trozo de pulmón que le quedaba y te quedaste sola en el final de una vida y el comienzo de otra. Ha llovido mucho desde aquello; pero cada día parece que fue como ese último, vacío, y al final todos los días son iguales. Uno detrás de otro, uno encima de otro.

Llegaste aquí por azar desde hace ya varios años, aunque a veces tengas la impresión de vivir aquí toda la vida. Cuando Dios tira los dados pasan esas cosas. Unos se van, otros vienen, nadie regresa. El regreso es otra forma de ir o venir. Esta fue la tierra de los tuyos y ahora es tuya. Eres una más.

Tienes solo un vecino: Jon. Ha alquilado parte de tu propiedad, pero tan solo le has visto la cara una vez. Hoy día no hace falta verse las caras. Para eso está Internet. Y sí, no todo el mundo tiene una propiedad; mucho menos cuando has estado de alquiler en casas de muñecas en La Habana y en Miami. Pero tú si la tienes. Eres afortunada si de tener casas se trata. Tienes dos muy grandes, muy cerca una de la otra. De hecho son tan grandes que puedes recibir a otros tres inquilinos pero, por ahora, solo tienes uno y tampoco necesitas más. Lo cierto es que ni siquiera lo necesitas, pero ahí está, por inacción, por inercia, por irrelevante. Son propiedades grandes y aisladas. El próximo caserío está a más de diez kilómetros. Qué más da. A los vegetarianos con un buen huerto les basta. Aquí todo te pertenece aunque no acabes de entender del todo, para qué. Todo es tuyo Eva. Eres la reina de estas tierras. Si quisieras podrías inventar una bandera, un himno y un escudo y fundar un pequeño territorio más grande que El Vaticano, pero no te hace falta. Tu país eres tú. Tu continente eres tú. Tu mundo eres tú. Un universo tan grande como silencioso e inescrutable.

Ahí estás de pie, en la ventana, al borde del acantilado y frente a ti el mar. El océano parece no tener fin más allá de donde el sol hunde sus destellos todos los días. Impone lo insignificante que eres. Solo tú eres capaz de ver esos delfines que saltan como si no supieran hacer otra cosa que jugar con las olas.

Jon

Ahí esta tu casera; otra vez al borde del acantilado. Una ráfaga de viento, un mínimo desliz y se precipitará al vacío. Pero ella vuelve allí una y otra vez mientras tú la miras desde una ventana con las persianas casi cerradas para esconderte. Eva se sienta en ese delicado punto de equilibrio y mira fijo algo en el mar que nadie más parece ver. Allí el reloj se adelanta mientras tú, Jon, capturas el tiempo imagen tras imagen. No hay demasiadas cosas que hacer.

Desde tu habitación oscura retratas una y otra vez. Clic, clic, clic. Tienes todo el tiempo del mundo y una buena cámara réflex. Eres una de las pocas personas con la que Eva tiene “contacto”. Ese es el único “contacto”, Jon, que tienes con Eva. No sabes nada, nada en absoluto, acerca de ella. Solo que le gusta asomarse al acantilado.

Al “pueblo” vas en bicicleta solo a comprar lo justo para alimentarte cuando la mayoría está de siesta, faenando en el mar o trabajando la tierra. Tú no eres vegetariano, aunque te da lo mismo. Llevas tiempo sin saber qué eres, sin comer siquiera lo imprescindible. Te mueves como una sombra por la carretera, apenas hablas con nadie, coges lo que necesitas, pagas y vuelves a aquella preciosa y confortable casa alquilada donde tu mayor pasatiempo es fotografiar a tu modelo, la casera, que posa sin saber que posa mientras mira cosas que ignoras. En rigor se podría decir que la conoces; la ves todos los días, pero ella no podría afirmar lo mismo. Eva no tiene ni la más remota idea de quién eres, Jon. Para Eva no tienes cara, ni cuerpo. Hiciste los trámites del alquiler a través de una rústica página web. La persona de contacto era otra. Tú pagas como el reloj que llama a misa. Eso es todo. Para Eva eres una sombra escondida en su contabilidad.

Es difícil. Como animal de una especie similar, Eva se oculta y solo sale al aire para sentase allí, justo en el límite del peligro, del ser o no ser, a contemplar lo que sea que contempla: algo que solo ella puede saber; algo que parece más fondo que figura. Eva cree que está sola, pero nadie está solo del todo. Ni siquiera el silencio es silencio del todo. Tú Jon, recoges esos momentos y observas una soledad profunda, conmovedora, vencida, desde la tuya escondida, entumecida, enmohecida. Apenas cambia nada entre una imagen y otra, por mucho tiempo que pase entre ellas. Es como una bandera que flota en el tiempo.

Hoy te has quedado sin té y no puedes vivir sin él. Lo sustituiste por el café porque apenas podías cerrar los ojos, pero sigues igual de enganchado. Tu problema, Jon, no es el té, ni el café. Sigues durmiendo solo unas horas, pero algo es algo. Tienes que regresar al pueblo a comprar esas hojas secas que aroman tu vida. No hay nadie, ni una sombra, en varios kilómetros a la redonda. Ni siquiera Eva al borde del acantilado. Aún es verano y hace calor pero allí, cuando cae la tarde, siempre refresca.

Te enfundas la chaqueta y coges la bici como siempre. Justo al salir, al cerrar la verja, justo en ese momento, Eva sale de camino a su excéntrico mirador. El encuentro es inevitable. No puedes volver atrás. Eva no puede seguir adelante. Os miráis y como dos extraterrestres que se ven por segunda vez torcéis la cara con una mueca de saludo y os dais la mano. Tú sabes Jon, que eres un ser triste pero, cuando estrechaste aquella pequeña mano, te inundó una tristeza tan profunda y desolada que te hizo sentir culpable. Sentiste que eras tú quien se sentaba al borde del acantilado y que un simple soplo de aire fresco te haría caer a un abismo negro, gélido y profundo.

Última llamada

Es difícil imaginar que alguien expulse su cuerpo por la boca, como si le dieran la vuelta y se derramara empujado por una fuerza mágica imparable. Luis lo hizo. Tosió y tosió hasta quedarse sin pulmones, sin respiración y sin vida. Una muerte horrible, inimaginable, indeseable. Su cuerpo le empujaba a toser y en cada oleada expulsaba una parte de sí que su cerebro, ajeno a su voluntad, en contra de su voluntad, solo podía aceptar con resignación. Eva, no pudiste hacer nada; solo prestar tu oído a disgusto, a pesar de los pesares, a aquella tos seca y mortal que arrastraba a Luis al abismo de la muerte. Él te miraba incontinente, deseando un milagro, pero tú eras incapaz de hacer milagros. Nadie podía hacer nada. Ni siquiera Dios podía salvarle y Luis no tenía tiempo de culpar a nada, ni a nadie. Se fue como lo hace la hojarasca a merced de un viento despiadado y furioso.

Lloraste. Te partió el alma tanto suplicio. Sentiste un dolor que, a pesar de estar fuera de tu alma, ardía, quemaba, ahogaba. Sentiste compasión y pena: una profunda y desconsolada tristeza. A esas alturas Luis, el salvador, estaba perdonado. Perdonado, pero no olvidado. Luis se fue como lo hizo tu rencor; pero lo que pasó, pasó. No es posible volver atrás, borrar el dolor; como no es posible devolverle la vida. No es como un trazo equivocado en un papel. Es la vida misma.

Luis tosía a menudo, se convirtió de la noche a la mañana en un fumador empedernido, en un adicto al tabaco. De repudiarlo pasó al club de los que piensan que “de algo hay que morirse” con la seguridad de que son otros los que se mueren y no ellos y de que haría falta demasiado tiempo y nicotina para conseguirlo; con la torpeza de adjudicar los daños y prejuicios del tabaco al resto de los fumadores. FUMAR MATA; pero no a él, ni a todos. Le faltaba el aire, escupía sangre, pero no se daba por aludido. El médico le advirtió: –Tienes que parar. Esto te va a matar –y el le decía que si, como un niño que promete no comer más caramelos para no tener caries. Cuando le diagnosticaron cáncer se derrumbó, le cogió por sorpresa: una sorpresa escuálida y desnutrida. No hay peor ciego que el que no quiere ver. No hay peor sordo que el que no quiere oír. Luis fue sordo y ciego hasta ese día. De nada le servía ya engañarse. De nada le servía ya parar de fumar. Así es la estupidez humana: infinita, hasta un día. Sin embargo, nunca llegó a culpar del todo al tabaco. Él había sido deportista y era solo un fumador novel aunque aventajado; apenas llevaba un año: intenso (fumaba como un descosido), pero breve (hay gente que fuma, desde entonces, y ahí siguen). Era difícil asociar una cosa con la otra, relacionar causa y efecto.

Linda, su “novia”, le dejó. Era su problema. Era su asesinato, su suicidio, su desgracia. Lo largó al instante, exprés; como quien recibe un paquete con el contenido defectuoso o equivocado o ve que a su bolígrafo de usar y tirar apenas le queda tinta. Luis se quedó solo. Alternando entre toser y largar bocanadas de humo al vacío. Pensando como sería eso de morir sin pulmones. Consumiéndose en su pequeña habitación de su pequeño mundo. Entonces se acordó de ti, Eva: la única persona del mundo que no dejaría que muriese como un perro.

«Tengo que llamarla», pensó.

SOS

Cuando sonó el teléfono, Eva, no podías imaginar que fuera él: Luis. Luis estaba muerto. Tampoco podías imaginar cómo se atrevía a llamarte, ni por qué.

–Si –respondiste.

–Eva –escuchaste al otro lado de la línea, muy lejos, desde el más allá. Apenas reconociste su voz, pero tosió. Lo hizo repetidas veces y no te atreviste a colgar–, hazme el favor –le interrumpió otra vez la tos –, hazme el favor... no cuelgues – murmuró con prisa. Tú ni siquiera saludaste. No por falta de educación, sino porque la herida aún sangraba y con los muertos no se habla. El tajo estaba abierto y parte de tu cuerpo goteaba día a día, noche a noche–. Me estoy muriendo –dijo–, necesito que vengas.

Tú te quedaste pegada al auricular, petrificada. No sabías muy bien qué decir. ¿Qué se le puede decir a alguien que te usó como un bolígrafo desechable? ¿Qué se le puede decir a un mentiroso? ¿A un farsante que a la primera de cambio te dejó tirada? ¿Qué se le puede decir a ese mierda que fue tan cruel?

–¿Qué es eso que te estás muriendo Luis? –preguntaste por fin.

–Tengo cáncer… Me muero Eva… Tú eres la única persona a la que puedo llamar –dijo y le interrumpió la insoportable tos. En realidad no fue preciso. No eras la única persona a la que podía llamar. Había muchas personas con su misma sangre: su madre, su hermana y también otras como su “novia” Linda, la rubia de peluquería y cuerpo de gimnasio. No eras la única a la que podía llamar. Eras la única que no le dejaría tirado como un perro. En estas situaciones las frases se trocan, se dicen unas cosas por otras, se sobreentiende–. Te lo suplico... ven… ayúdame el tiempo que me quede… No es mucho. Te lo suplico.

No contestaste. La parálisis recorría todas esas heridas sangrientas, coagulantes, apretaba los labios secos, inmovilizaba los ojos húmedos. Tu cabeza decía que no; rechazaba todo cuanto tenía que ver con él. Tu cabeza, tu cuerpo, tus heridas, todo le condenaba, pero tu corazón es blando y latía asustado. Al final balbuceaste:

–No puedo Luis, no puedo –y colgaste.

Luego te desplomaste en el sofá. Te quedaste en blanco. Luis estaba olvidado, pasado, muerto y enterrado y ¡se estaba muriendo! Nadie está preparado para esto. Tú tampoco. Era una llamada de larga distancia, no solo desde Estados Unidos, sino desde fuera de tu alma, desde el más allá. Y es lógico Eva. La decepción es capaz de todo; es capaz, incluso, de enterrarte a ti misma. Luis ya estaba muerto. No fue él quien llamó, sino un zombi desesperado que teme lo que no sabe que le espera.

Media hora después volvió a sonar el timbre. Luis te conocía mucho más de lo que tú creías, Eva. Sabía que ese era el tiempo prudente para convertir la lástima en compasión. Sabía que no le perdonarías, pero que eras incapaz de dejarlo tirado. Tú eres un ángel, Eva; el ángel que se cruzó con el demonio de Luis. Hay quien dice que nada es casualidad, que todos viajamos hacia donde alguien o algo nos espera. Tú solo tuviste un accidente y él estaba ahí. Y te salvó. En realidad nunca supiste si te enamoraste de un héroe o tu incontinente agradecimiento te rindió en sus brazos.

–Eva –murmuró Luis antes de toser–, te voy a traer por la Cruz Roja… reagrupación familiar... por motivos humanitarios –dijo entre toses–. No me dejes morir solo. Te lo suplico.

Luis jamás suplicaba. Ese día suplicó tres veces. No dijo “te podría traer”, sino “te voy a traer”. En efecto, no le quedaba mucho. Con la muerte no se juega. Fue un canalla, pero hasta la muerte del más canalla de los canallas merece un poco de respeto. Era la única carta que le quedaba por jugar.

En rigor, la visa en la que Luis pensaba no era la de reunificación familiar. El gobierno de los Estados Unidos solo otorga ese tipo de visado en casos excepcionales. Luis se refería, sin duda, a una humanitarian parole; es decir, a una visa por causa médica, para visitar a un familiar, un marido en este caso, enfermo, muy enfermo.

Se supone que tú y Luis se casaron por amor; en realidad fue algo mucho más raro que eso. Luego vino la gran depresión y la decisión de irse. El plan era sencillo. Los dos aplicarían al bombo internacional, la lotería de visas para emigrar a USA. Si los dos lo conseguían, plan A, genial. Si uno lo conseguía, plan B, intentaría “arrastrar” al otro; ya sea mediante la “reunificación familiar”, algo muy difícil y complejo, o a través de un rodeo migratorio por algún país vecino como México. En definitiva existía la ley pies secos, pies mojados. Solo era cuestión de llegar, ya sea por tierra, ya sea por mar. Si ninguno de los dos la conseguía pues… a jeringarse. A seguir intentándolo. Luis lo consiguió. El sinvergüenza nació con suerte. Al menos, con ese tipo de suerte. Ganó la lotería. Tú, Eva, no. A ti no te la concedieron. Perdiste dos veces seguidas; pero cuando Luis la obtuvo, pensaste que cumpliría su parte del plan, confiaste en él y te equivocaste de calle.

Luis te decepcionó. Al principio no. Al principio parecía que trabajaba como una hormiga en cualquier cosa para reunir el dinero necesario para “arrastrarte”; pero al cabo de medio año, “la cosa” se enfrió, las llamadas se distanciaron, se tornaron frías. Desaparecieron los te quiero, te extraño, te amo. Tú, Eva, que no eres mal pensada, no le diste demasiado importancia. «El pobre trabaja de sol a sol», «Vaya vida de perro, infeliz»… Un día dejó de llamar, se acabó. No supiste explicarlo bien, pero decidiste pensar bien en lugar de pensar mal. Era más positivo para ti y total, pensaras lo que pensaras, las cosas son como son y no como uno quiere que sean. Pasaron tres largos meses hasta que te avisó Tere, tu amiga Tere que también era amiga de Luis. Tenía un video para ti, de él.

Fuiste corriendo a buscarlo. No había guaguas y un sol rajaba las piedras, pero tú llegaste sudando a Miramar para saber de Luis. Ahí estaba un sobre encima de la mesa con la dirección escrita de su puño y letra y un video Beta dentro para ti. Todos te saludaron con cariño. Tere hizo una limonada fría y te puso un ventilador enfrente para que te refrescaras. Tú estabas impaciente por ver la película. No tenías reproductor así que pediste permiso a Tere para reproducirlo en el suyo. – Por supuesto –te dijo mientras la cinta era engullida por la ranura–. Nos vamos a la cocina para que puedas verla en privado –te aconsejó con disimulo. –No, quédense aquí conmigo –exigiste pensando en que no habría contenido de adultos.

Todos se quedaron arropándote: Tere, Carmona (su marido), Irina (la madre de Tere), Carlitos (el hijo mayor de Tere y Carmona) y Fefa (una vecina). Hasta el perro se quedó jadeando a tus pies. Todos los humanos detrás del sofá y tú solita sentada en el centro, con el ventilador enfrente y el chucho debajo. No tardó en aparecer Luis en la pantalla colocando la cámara y acomodándose en una silla. Todos sonrieron. Se veía sano y fuerte, incluso lindo, aunque fumaba sin parar. Algo que ya era bastante anecdótico para él, pero nuevo para ti.

–Hola Eva, si estás viendo esto es porque Tere te lo hizo llegar –otra vez todos sonrieron, menuda bobada. Luis estaba serio. Tenía un pullover de rayas verdes que hacía juego con sus ojos. «¡Qué lindo está!», pensaste y tu cara se iluminó. Luego siguió un silencio incómodo–. Eva, esto es duro. No sabía cómo decírtelo así que… por eso estoy grabando este video –Luis cogía impulso de nuevo en una incómoda pausa– . A ver Eva, tú no tienes la culpa… la culpa es mía, pero... no te puedo traer –todos presagiaron algo malo, muy malo. Tere y Carmona hicieron mutis por el foro avergonzados, arrastrando a Carlitos. En definitiva Luis también era su amigo. Irina y Fefa se quedaron como si fuera el último capítulo de la telenovela–. He estado solo Eva. Muy solo. Aquí se pasa mucho trabajo. Pero… me he enamorado, Eva. Lo siento. Son cosas que pasan –«¡Cosas que pasan!». No pudiste llorar. Tanta vergüenza y pena te impidieron soltar la más ridícula y triste lágrima. Apretaste los labios y el esfínter. Irina y Fefa se miraron, te miraron a ti con pena, pero no se fueron– . Se llama Linda –confesó y una mujer rubia con ojos color miel, voluptuosa y firme apareció en la pantalla; como a la espera de una señal para entrar en escena, saltó al primer plano, y se sentó en su regazo. «La muy puta», pensó Irina. «¡Qué descarada!», pensó Fefa. Linda bajó la cabeza y miró las uñas de sus pies pintadas de un rojo demasiado rojo. Lucía una camiseta muy ceñida. No llevaba ajustadores. Se le transparentaban los pezones: dos grandes y redondas glándulas mamarias rugosas, ásperas y oscuras. Te llamó la atención sus labios desproporcionados y la piel de la cara tan estirada. Tenía pinta de machacarse en un gimnasio. Luis también. Eran los ganadores–. Espero que… –comenzó a decir Luis mientras exhalaba una larga bocanada de humo; pero tú, Eva, apagaste el aparato. Tú no esperabas nada más. Irina y Fefa estuvieron a punto de regañarte, pero se limitaron a observar. «¡¿Por qué?!». Tú les pediste que te dejaran sola. Aún más sola de lo que ya estabas. Ellas accedieron sin decir palabra. Rompiste a llorar. Lloraste tan fuerte que Tere vino y te abrazó y se quedó contigo. –Menudo cabrón –dijo Tere una y otra vez. –Menuda puta –alternaba cada cuatro o cinco “cabrones”. Tú solo llorabas. Te derretiste como un hielo en un vaso de agua fría sin saber qué podía Luis esperar de ti. Te sentiste como una hormiga pisoteada por una bota militar mórbida. Te sentiste más pequeña que un oso de agua en un parque de atracciones acuático arrastrado por un flujo inconsolable salado que desaparecía en una cloaca de desechos humanos.

Jesús

Se podría decir que Jesús fue tu primer novio serio, Eva. Lo conociste en la Universidad mientras estudiaban Historia del Arte. Jesús fue tu amante mental, tu gran amor, el hombre de tu vida. El hombre que saciaba todos tus deseos intelectuales. Jesús hablaba del mundo como si lo mirara desde fuera; con la capacidad de colocar cada cosa en su justa relación con las demás. Tú lo adorabas por eso y por su fragilidad en un territorio rebosante de machos rudos e insensibles.

Tú también fuiste su gran amor y confidente, su inspiración, y su cordón umbilical con un mundo que no le reconocía y que le despreciaba. Se conocieron en primer año. La casualidad los unió en un instante que no los separó hasta casi diez años después; mucho después de acabar la carrera y empezar eso que llaman vida laboral: levantarse cuando no quieres, hacer tareas que no te gustan, tener un jefe imbécil, convivir con un porrón de injusticias sin que te salpiquen, llegar reventado a casa y sufrir estrés pos-fin-de-semana y pos-vacacional.

Juntos estudiaban, comían, veían las películas que estrenaban en la cinemateca, volaban por los museos, devoraban a Milan Kundera, Lezama Lima, Severo Sarduy, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas… ¿De dónde sacaba esos libros Jesús? Fue un misterio, fue su secreto. Siempre sospechaste que tenía alguna relación oculta con los literatos, que había una red clandestina de lectores en la facultad, pero nunca pudiste comprobarlo. Por muy juntos que estaban, Jesús te decía: –Mira –y tu mirabas fascinada el título y contabas el tiempo que quedaba para llegar a casa y poder ojearlo y hasta se te subía la adrenalina solo de imaginar lo que ocurriría si los descubrían. Devoraban cada material subversivo en la clandestinidad de tu habitación o la suya hasta que se fueron a vivir juntos y lo hacían en la misma cama que compartían. Daba lo mismo que estuvieran en español, inglés o francés; daba lo mismo que en la escuela todos juraran que ninguno de los dos era capaz de romper un plato de postre.

Tu madre pensó que te ibas a vivir con tu novio. La madre de Luis se sintió aliviada cuando se enteró que se iban a vivir juntos. Hasta el mismo casero clandestino que les alquiló aquella pequeña habitación de solo un cuarto, cocina y baño, muy cerca de La Rampa, se alegró de ver una pareja tan joven, simpática y unida. Los dos estaban muy delgados, usaban espejuelos enormes y redondos y tenían aires de pertenecer a algún lugar muy lejano y etéreo.