Robert Penn. Birmingham (Reino Unido), 1967. Periodista y escritor británico que escribe habitualmente para medios como The Guardian, Observer, Sunday Times, FT, Independent on Sunday y Conde Nast Traveler, además de en numerosas publicaciones especializadas de ciclismo. Presentó el documental de BBC4 Ride of My Life: the Story of the Bicycle y la serie de BBC4 Tales from the Wild Wood. Para hacer Road to Nowhere, transmitido por Sky 1 en abril de 2014 y calificado por The Times como un documental brillante, recorrió en bicicleta la autopista transamazónica junto con Freddie Flintoff (campeón de Inglaterra de cricket). Es autor de los libros The Sky is Falling on our Heads, The Wrong Kind of Snow y The Man Who Made Things Out of Trees. Es patrocinador de la Asociación Small Woods y asociado de medios de la Sylva Foundation, dos organizaciones que trabajan para mejorar la cultura de la sociedad inglesa sobre los bosques de Gran Bretaña. También es director de Bikecation, una empresa de vacaciones sobre dos ruedas. A los veintitantos años, Penn abandonó su carrera y se dedicó a pedalear por todo el mundo. Ha montado en bicicleta la mayoría de los días de su vida adulta, y ha pedaleado en más de cuarenta países de los cinco continentes. Vive actualmente en Black Mountains, en Gales del Sur, con su esposa y sus tres hijos, y recorre a diario el trayecto al trabajo, a través de un páramo de brezo, en su bicicleta de montaña.
Título original: It’s All About the Bike: The Pursuit of Happiness on Two Wheels (2012)
© Del libro: Robert Penn
© De la traducción: Lucía Barahona
Edición en ebook: julio de 2020
© Capitán Swing Libros, S. L.
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ISBN: 978-84-121913-3-2
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Corrección ortotipográfica: Rafael Díaz
Composición digital: leerendigital.com
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La bici lo es todo
Robert Penn ha montado en bicicleta casi todos los días de su vida. La utiliza para ir a trabajar, para darse baños de aire y sol, para mantenerse sano y para sentirse libre. Este es el relato de su historia de amor con el ciclismo y del viaje que emprendió para construir la bicicleta de sus sueños, un desenfrenado peregrinaje que lo conduce de inventores de bicicletas de montaña californianos a constructores de cuadros artesanales británicos. La bici lo es todo es una oda al ciclismo que transmite el entusiasmo de un enamorado de las dos ruedas de una forma ingeniosa y divertida. Un verdadero himno a la bicicleta, la historia de por qué pedaleamos y cómo esta simple máquina tiene el poder de seducirnos a todos, que hará las delicias de los aficionados a la bici y de quienes defienden su mayor uso, tanto en las ciudades como en el campo.
Índice
Portada
La bici lo es todo
Prólogo. La Petite Reine
01. Alma de diamante. El cuadro
02. Más manillares y menos bombas. El sistema de dirección
03. En marcha. La transmisión
04. El centrado lateral, que Dios nos asista. Las ruedas
05. Sobre el remache. El sillín
No en vano la distancia nos llama
Lecturas seleccionadas
Apéndice. Información útil
Agradecimientos
Sobre este libro
Sobre Robert Penn
Créditos
La Petite Reine
Who climbs with toil, wheresoe’er,
Shall find wings waiting there.
HENRY CHARLES BEECHING
Going down Hill on a Bicycle, A Boy’s Song[1]
«Te presento al futuro», le dice Butch Cassidy a Etta Place mostrándole dónde sentarse en el manillar de su bicicleta. Cuando B. J. Thomas empieza a entonar Raindrops Keep Fallin’ on My Head —de Burt Bacharach—, Butch y Etta ya han salido de la granja pedaleando por un camino polvoriento.
Este es uno de los interludios musicales más conocidos de la historia del cine. La canción ganó un Óscar. En el póster de Dos hombres y un destino —estrenada en 1969— aparecía la pareja en bicicleta. Cabe destacar que Paul Newman realizó él mismo todas las piruetas subido a la bicicleta. Este interludio es un momento de inflexión en la película: la ley no es la única que persigue a los últimos pistoleros; el futuro —simbolizado por la bicicleta— también va tras ellos. Tras la escena de su escapada a la granja, Butch lanza la máquina ultramoderna colina abajo y sin conductor hacia una zanja: «¡El futuro es todo tuyo, asquerosa bicicleta!», grita. Queda postrada en el riachuelo y las ruedas giran y giran hasta que se detienen. Ha llegado la hora de que Butch y Sundance abandonen el Oeste. Se marchan a Bolivia para tratar de revivir el pasado.
William Goldman basó su guion original —que también fue galardonado con un Óscar— en las vidas de Robert LeRoy Parker y Harry Longabaugh, una conocida pareja de asaltantes de trenes y miembros de la banda Grupo Salvaje. Al final huyeron de Wyoming hacia Argentina en 1901. Un periodo de cambios extraordinarios —no solo en el Salvaje Oeste, sino en todo el mundo occidental— había llegado a su fin.
En la década de 1890, para muchas personas el futuro llegó demasiado rápido. Aquellos años fueron testigos de las primeras conexiones telefónicas, de la «repartición de África», de la fundación del Partido Laborista Británico, de la racionalización y la codificación de los deportes a escala mundial y de la primera Olimpiada de la era moderna. Se descubrieron la heroína, el radio y la radioactividad. Abrieron sus puertas el Waldorf Astoria en Nueva York y el Ritz de París. Durkheim inventó la sociología. Entre los hitos del pensamiento social se incluyen los derechos de los trabajadores y las pensiones de jubilación. Los Rockefeller y los Vanderbilt amasaron fortunas privadas sin precedentes. Nacieron la radiografía y la cinematografía. Verdi, Puccini, Chaikovski, Mahler, Cézanne, Gauguin, Monet, William Morris, Munch, Rodin, Chéjov, Ibsen, Henry James, W. B. Yeats, Rudyard Kipling, Oscar Wilde, Joseph Conrad y Thomas Hardy se encontraban en la cúspide de sus facultades creativas. Fue una década excepcional: el broche final de la época victoriana.
En el centro de todo aquello estaba la bicicleta. Se calcula que en 1890 había 150 000 ciclistas en Estados Unidos y una bicicleta costaba aproximadamente la mitad del salario anual de un peón de fábrica. En 1895 su coste equivalía al salario de varias semanas y cada año las filas ciclistas aumentaban en un millón.
El tipo de bicicleta que usaban Butch y Etta se llamaba «de seguridad». Fue la primera bicicleta moderna, y la culminación de la larga y escurridiza búsqueda de un vehículo impulsado por el hombre. Fue «inventada» en Inglaterra en 1885. La primera época dorada de la bicicleta comenzó tres años después, cuando se le añadió la llanta neumática, que fue realmente lo que consiguió que la máquina resultara cómoda. En palabras de Victor Hugo, «se puede resistir una invasión de ejércitos, mas no una idea cuya hora ha llegado». El «evangelio de la rueda» se extendió tan rápido que las masas no daban crédito a cómo algo tan simple podía haber permanecido desconocido durante tanto tiempo.
La fabricación de bicicletas pasó de ser una industria artesanal a convertirse en un gran negocio. Por primera vez las bicicletas se producían en serie en las cadenas de montaje; el proceso de diseño estaba separado del de producción; las fábricas especializadas suministraban componentes estandarizados. Un tercio de todas las patentes registradas en la década de 1890 en la oficina de patentes de Estados Unidos estaban relacionadas con la bicicleta, que de hecho contaba con su propio edificio especializado en patentes en Washington D. C.
En 1895, en la muestra de bicicletas Stanley —el acontecimiento anual del sector—, 200 empresas exhibieron 3000 modelos diferentes. Ese mismo año en Gran Bretaña se fabricaron 800 000 bicicletas, según publicó la revista The Cycle. Muchos cerrajeros, armeros y todo aquel que fuera capaz de demostrar aptitudes metalúrgicas abandonaron sus oficios y se marcharon a trabajar a las fábricas de bicicletas. En 1896, el año de máxima producción, en Estados Unidos 300 empresas fabricaron 1200 000 bicicletas, convirtiéndose en una de las mayores industrias del país. La empresa más importante, Columbia —en cuyas fábricas de Hartford (Connecticut) trabajaban más de 2000 personas—, se jactaba de fabricar una bicicleta por minuto.
A finales de la década, para millones de personas la bicicleta se había convertido en un modo práctico de transporte personal: la montura del pueblo. Por primera vez en la historia, la clase trabajadora se volvió móvil y, dado que podía desplazarse, se vaciaron las viviendas abarrotadas, se expandieron las áreas del extrarradio y la geografía de las ciudades cambió. En el campo, la bicicleta contribuyó a ampliar el patrimonio genético: en Gran Bretaña, a partir de la década de 1890 los certificados de nacimiento muestran cómo los apellidos empezaban a aparecer lejos de las localidades rurales a las que habían estado fuertemente asociados durante siglos. En todas partes la bicicleta fue un catalizador de campañas para la mejora de las carreteras e incluso podría decirse que propició que se pavimentara el camino para la llegada del automóvil.
Los beneficios para la salud de la bicicleta coincidieron con las ansias de superación personal que caracterizaron aquella época: los mismos trabajadores que pedaleaban hasta las fábricas y las canteras fundaron clubes de gimnasia y coros, bibliotecas y sociedades literarias. Los fines de semana, los distintos clubes salían a montar en bici. Se disparó el número de carreras amateurs y profesionales. Para los espectadores estadounidenses, el ciclismo en pista o velódromo se convirtió en el deporte número uno. Arthur A. Zimmerman —una de las primeras estrellas deportivas internacionales— ganó más de mil carreras en tres continentes —primero en la categoría amateur y después como profesional—, incluidas tres medallas de oro en el campeonato del mundo de ciclismo celebrado en Chicago en 1893. En Europa, las competiciones en ruta se hicieron inmensamente populares. Carreras «clásicas» tan longevas como Lieja-Bastoña-Lieja o París-Roubaix se celebraron por primera vez en 1892 y 1896, respectivamente. El Tour de Francia se inauguró en 1903.
Durante los «felices noventa», la idea de la velocidad cautivó muy en particular a los estadounidenses: se consideraba que la velocidad era un signo de civilización. A través del transporte y de la comunicación, los estadounidenses terminaron asociando la velocidad a la unificación de su vasto país; sobre una bicicleta podían conseguir que fuera una realidad. Los corredores de pista sobrepasaron los sesenta kilómetros por hora a finales de 1893. La bicicleta eclipsó el trote de los caballos y se convirtió en lo más rápido sobre la carretera. Las innovaciones tecnológicas consiguieron que la bicicleta fuera cada vez más ligera y veloz a medida que avanzaba la década. En 1891, Monty Holbein estableció el récord mundial de 24 horas en pista recorriendo un total de 577 kilómetros en el velódromo londinense de Herne Hill; seis años después, Mathieu Cordang, holandés y gran fumador de puros, rodó 400 kilómetros más.
Una bicicleta normal era de rueda fija (sin marchas ni piñones), con cuadro de acero, manillar ligeramente inclinado, sillín de cuero y, por lo general, sin frenos —se frenaba pedaleando hacia atrás—. Las roadsters (o bicicletas inglesas) solían pesar alrededor de 15 kilos; las bicicletas de carreras estaban por debajo de los 10 kilos, es decir, un peso muy parecido al de las actuales. El 30 de junio de 1899, Charles Murphy se convirtió en el ciclista más famoso de Estados Unidos al recorrer una milla en 57,45 segundos. Lo logró rodando sobre tablones tendidos entre los raíles de la vía férrea de Long Island detrás de una locomotora que lo protegía y marcaba el ritmo.
La bicicleta satisfacía las demandas de independencia y movilidad de la sociedad fin de siècle. La bicicleta de seguridad introdujo a nuevos colectivos en el mundo de las dos ruedas: mayores y jóvenes —desde principios de la década de 1890 se comercializaron modelos juveniles—, bajitos y torpes, hombres y mujeres. Por primera vez cualquiera podía montar en bici. La producción en serie y el boyante mercado de segunda mano permitieron que la mayoría de la gente pudiera permitirse una bicicleta. Stephen Crane, célebre autor estadounidense de la época, afirmaba: «La bicicleta lo es todo».
Tal vez el mayor impacto de la bicicleta consistiera en la destrucción de las barreras de clase y de género, que hasta ese momento se habían mantenido totalmente rígidas. La bicicleta propugnaba una democracia a la que la sociedad era incapaz de resistirse. H. G. Wells, señalado por uno de sus biógrafos como el «escritor laureado de los ciclistas», empleó la bicicleta en varias novelas para ilustrar los cambios espectaculares que estaban teniendo lugar en Gran Bretaña. En The Wheels of Chance («Las ruedas del azar»), publicado en el momento culminante del boom, en 1896, el protagonista, Hoopdriver, un ayudante de pañero de clase media-baja, va de vacaciones en bicicleta y conoce a una joven de clase media-alta que se ha marchado de casa para hacer ostentación «de su libertad… sobre una bicicleta, en lugares rurales». Wells efectúa una sátira de la estructura de clases británica y muestra cómo la bicicleta la iba erosionando. En la carretera, Hoopdriver y la dama son iguales. La vestimenta, los clubes, los códigos, los modales y la moral que la sociedad había instaurado para reforzar la jerarquía existente sencillamente no existían cuando se iba en bicicleta por un camino rural de Sussex.
El novelista John Galsworthy escribió:
La bicicleta… ha sido responsable de más cambios que cualquier otra cosa en los modales y la moral desde Carlos II… Bajo su influencia, total o parcialmente, han florecido los fines de semana, los nervios fuertes, las piernas fuertes, el lenguaje fuerte…, la igualdad entre los sexos, la buena digestión y la ocupación profesional. En cinco palabras: la emancipación de las mujeres.
Más que instigarlo, la bicicleta coincidió con el movimiento feminista. En cualquier caso, supuso un punto de inflexión en la larga batalla por el sufragio femenino. Los fabricantes de bicicletas, claro está, querían que las mujeres montaran en ellas. Llevaban produciendo modelos para mujeres desde 1819, desde la aparición del primer prototipo de bicicleta. Sin embargo, la bicicleta de seguridad lo cambió todo. Ir en bici se convirtió en la primera actividad atlética popular entre las mujeres. En 1893, casi todos los fabricantes producían un modelo para ellas.
En septiembre de 1893, Tessie Reynolds causó un gran revuelo a nivel nacional al recorrer en una bicicleta de hombre la distancia de Brighton a Londres y vuelta a Brighton vestida con un «traje racional»: chaqueta larga sobre pantalones holgados cortados y ceñidos por debajo de la rodilla. Supuso un antes y un después en la aceptación de una vestimenta de carácter práctico para las mujeres, porque hay que tener en cuenta que la mayoría continuaban pedaleando ataviadas con voluminosas faldas, corsés, tontillos, camisas de manga larga y chaquetas de cuello estrecho. Más tarde, cuando las campañas de desobediencia civil impulsadas por las sufragistas alcanzaron su momento de máximo apogeo en 1912, este incidente fue considerado un hito.
Créditos de la imagen: Peter Zhleutin.
En junio de 1894, Annie Londonderry partió de Boston con algo de ropa de repuesto y un revólver de mango nacarado para dar la vuelta al mundo en bicicleta. Ingeniosa, inteligente y carismática —la Becky Sharp de su época—, voluntariamente tomó el testigo de la causa a favor de la igualdad de las mujeres. Era el parangón de la «nueva mujer», término que se aplicaba en Estados Unidos a la mujer moderna que se comportaba igual que los hombres. La bicicleta, una invención que el historiador Robert A. Smith había bautizado como «máquina de la libertad», empoderó a la «nueva mujer».
«La actitud que está tomando en materia de vestimenta es una señal en absoluto desdeñable de que se ha dado cuenta de que tiene el mismo derecho que un hombre a controlar sus propios movimientos», aseguraba Susan B. Anthony. Era una de las principales líderes del movimiento sufragista de aquella época y se hizo famosa cuando fue arrestada por votar en las elecciones presidenciales de 1872, de modo que sabía de lo que hablaba. En una entrevista concedida al New York Sunday World en 1896, afirmó:
Permítanme que les diga lo que opino sobre montar en bicicleta. Creo que ha hecho más por emancipar a las mujeres que cualquier otra cosa en el mundo… Ofrece a las mujeres un sentimiento de libertad y autonomía… En el momento en que se sienta en el sillín y se marcha, sabe que no le va a pasar nada a menos que se baje de la bicicleta, y es la imagen de una mujer libre con un sentimiento de autonomía y de feminidad sin límites.
Cuando Butch y Sundance partieron hacia Sudamérica, la bicicleta ya había conquistado una amplia aceptación social y había golpeado con fuerza en el nexo de la sociedad. En una sola década, ir en bicicleta había pasado de ser una ocupación recreativa pasajera, exclusiva de una pequeña minoría de hombres ricos y atléticos, a convertirse en la forma de transporte más popular del planeta. Y lo sigue siendo.
La bicicleta es uno de los mayores inventos de la humanidad —está en lo más alto, junto con la imprenta, el motor eléctrico, el teléfono, la penicilina e internet—. Nuestros antepasados lo consideraban uno de sus mayores logros y esta es una idea que ahora vuelve a estar en boga. El estatus cultural de la bicicleta está aumentando de nuevo. La máquina está cada vez más arraigada en la sociedad occidental a través del diseño de la infraestructura de las ciudades, las políticas de transporte, las preocupaciones medioambientales, el perfil del ciclismo deportivo y las prácticas de ocio. De hecho, se dice que nos encontramos en el amanecer de una nueva era dorada de la bicicleta.
La bicicleta puede describirse empleando apenas cincuenta palabras: máquina maniobrable que consta de dos ruedas con llantas neumáticas ensambladas en línea sobre un cuadro con horquilla delantera giratoria, impulsada por los pies del ciclista al hacer girar los pedales fijados con bielas a un plato y mediante un engranaje de cadena a los piñones de la rueda trasera. Es muy sencillo. Sobre una superficie razonable, es posible montar en bicicleta a un ritmo cuatro o cinco veces superior al que se obtiene caminando, e invirtiendo además la misma cantidad de esfuerzo. Esto la convierte en el medio de transporte más efectivo y autoalimentado que jamás se haya inventado. Por suerte, aprender a montar en bicicleta es fácil —tanto, de hecho, que muchos de nuestros primos lejanos primates también le han cogido el tranquillo—. Y una vez que se aprende, jamás se olvida.
Créditos de la imagen: Robert Penn.
En mi caso, durante mi vida adulta he montado en bicicleta casi todos los días. Sin embargo, no puedo recordar la primera vez que me subí a una siendo niño. Sé que supuestamente debería acordarme. Se supone que debería recordar con todo lujo de detalles ese momento de epifanía que todos compartimos: cuando nos quitaron los ruedines en una cuesta en el parque del barrio; cuando mi padre retiró la mano y yo me tambaleé hacia delante logrando un equilibrio grandioso que nunca volvería a abandonar; el momento en que conduje, de forma inconsciente aunque insegura, con los puntos de apoyo de la bicicleta bajo el centro de gravedad y comprendí por primera vez el principio esotérico del equilibrio. Pero no es el caso. Lamento decir que no me acuerdo. Lo cierto es que ni siquiera consigo recordar mi primera bicicleta.
La primera bicicleta que sí recuerdo era una Raleigh Tomahawk de color morado, una versión en miniatura de la Chopper. Después pasé a una Raleigh Hustler que también era morada y estaba tuneada con cinta de manillar de color blanco, sillín blanco, botella de agua blanca, guías de cable blancas y llantas blancas; eran los años setenta. Tras superar esta etapa, mi abuela apareció con una Dawes de tres velocidades, una roadster para niños que había conseguido de quinta mano. Comparada con la Hustler, era tan elegante como un mono de trabajo, pero volaba. Durante el verano de 1978 me dediqué a dar vueltas por el vecindario desde que amanecía hasta que anochecía. Mis padres vieron que me había picado el gusanillo de la bicicleta y la primavera siguiente me regalaron una Viking de carreras de diez velocidades: una pura sangre de color negro. Cuando fui a recogerla, estaba expuesta en el escaparate de la tienda de bicis. «¿Habéis montado alguna vez en bicicleta? —escribió Jack London—. ¡Es algo que hace que valga la pena vivir!… ¡Oh! El simple hecho de agarrar el manillar e inclinarse sobre él, ir a toda pastilla a través de calles y carreteras, sobre vías férreas y puentes, sorteando multitudes… sin dejar de preguntarte cuándo vas a estrellarte. Bueno, ¡es algo increíble!». Así es como me sentía subido a mi Viking de carreras. Siempre había sido un niño inquieto y a los doce por fin tuve alas.
No aterricé hasta que alcancé la adolescencia. El gusanillo —ir todo el santo día en bicicleta por el simple placer de hacerlo— había desaparecido. Abandoné la rítmica cadencia de las dos ruedas por los sonidos rítmicos del «2 Tone».[2] Por supuesto, seguía usando la bici para ir a todas partes: tuve tres bicicletas de carreras hechas polvo por las que no sentí demasiado aprecio. Al empezar el último año de universidad, mi compañero de piso apareció con un tándem rojo. Hacíamos contrarrelojes a la luz de la luna en las plazas de arquitectura georgiana de Brístol. Era una bicicleta muy seria y muy roja. Decidimos llamarla Otis.
En 1990 me compré mi primera bicicleta de montaña: una práctica y rígida Saracen Sahara de fabricación británica. Con ella fui desde Kasgar (China) a Peshawar (Pakistán) atravesando la cordillera del Karakórum y el Hindú Kush. De vuelta en Londres, donde trabajaba como abogado, la Saracen hacía mucho más que llevarme de un lado a otro: simbolizaba la vida más allá de los trajes de raya diplomática. Entonces me la robaron y tras ella vino una sucesión de bicicletas de montaña diseñadas para los desplazamientos de casa al trabajo: una Kona Lava Dome, dos Specialized Stumpjumpers y una Kona Explosif, entre otras. Me las robaron todas; un mismo fin de semana me robaron dos. Hubo excursiones a lo largo del histórico sendero The Ridgeway, a Dartmoor y al Distrito de los Lagos, pero la mayor parte del tiempo estas bicicletas simplemente me transportaban por las calles secundarias de la ciudad.
Créditos de la imagen: Robert Penn.
Una invernal tarde de sábado de 1995 fui a Roberts Cycles, un renombrado fabricante de cuadros del sur de Londres, y encargué un cuadro para un cicloturismo hecho a medida. Lo llamé Mannanan, por Mannanan mac Lir, la mítica figura celta que protege la isla de Man, donde yo crecí. Con esta bicicleta crucé Estados Unidos, Australia, el sudeste asiático, el subcontinente indio, Asia Central, Oriente Medio y Europa, es decir, el mundo entero. «Fúndete con el universo. Si no puedes hacer eso, al menos sé uno con tu bicicleta», escribió el mecánico de bicicletas estadounidense Lennard Zinn. Después de tres años y cuarenta mil kilómetros, lo había logrado.
Ahora Mannanan está colgada en la pared de mi cobertizo. Tengo otras cinco bicis: una Specialized Rockhopper de acero que tiene diez años y que continuamente desarmo y reconstruyo para mantenerla en buen estado y poder ir con ella al trabajo. Mi vieja bici de carretera es la que utilizo en invierno: una mezcolanza de componentes ensamblados en un cuadro Nervex de aluminio con horquillas Ambrosio de carbono. La bici de carretera nueva es una Wilier; tiene un elegante cuadro de carbono de diseño italiano y fue fabricada en Taiwán. Mi vieja mountain bike es una Schwinn. La nueva es mi compra más reciente: una Felt de aluminio superligera y rígida de cross-country, perfecta para los senderos de los Brecon Beacons, que es donde ahora vivo y monto en bici.
Con esta pequeña tropa de solícitas bicicletas, mis necesidades básicas están cubiertas. Sin embargo, echo en falta algo fundamental. Igual que les pasa a miles de ciclistas habituales con sus máquinas funcionales, reconozco que en mi cobertizo hay un flagrante agujero, un espacio cavernoso capaz de albergar otra cosa, algo especial. Durante toda mi vida he mantenido un romance con la bicicleta y esto es algo que ninguna de mis bicis siquiera sospecha.
Llevo treinta y siete años montando en bicicleta. Hoy en día la uso para ir al trabajo, a veces por trabajo, para mantenerme en forma, para empaparme de aire y de sol, para ir de compras, para escapar cuando el mundo me está rompiendo las pelotas, para saborear el compañerismo físico y emocional de pedalear con amigos, para viajar, para mantenerme cuerdo, para saltarme la hora del baño de mis hijos, para divertirme, para tener un momento de gracia, en ocasiones para impresionar a alguien, para asustarme y para escuchar la risa de mi hijo. A veces monto en bici por el simple hecho de montar en bici. Hay una amplia variedad de razones emocionales, físicas y prácticas, y un lazo que las une: la bicicleta.
Necesito una bicicleta nueva. Podría entrar ahora mismo en internet con una tarjeta de crédito en la mano y gastarme tres mil libras en una bicicleta de carreras de carbono o titanio fabricada en serie. Mañana mismo podría precipitarme por las colinas subido a una magnífica máquina nueva. Es tentador, muy tentador. Pero no está bien. Como le ocurre a mucha gente, me frustra entrar en la rueda de comprar cosas que están diseñadas para ser rápidamente reemplazadas. Con esta bicicleta quiero romper el círculo vicioso. Voy a usarla treinta años o más y quiero saborear el proceso de adquirirla. Quiero la mejor bicicleta que pueda permitirme y quiero envejecer con ella. Además, solo voy a gastarme todo este dineral una vez en la vida. Quiero algo más que una buena bici. De hecho, quiero una bici que no pueda comprarse por internet, que no pueda comprarse en ningún sitio. Cualquiera que vaya en bici de forma regular y que tenga el más mínimo sentimiento de respeto o afecto hacia su propio corcel estará familiarizado con este anhelo: quiero mi bicicleta.
Créditos de la imagen: Bicycle Books..
Necesito una máquina que me sirva de talismán y que de alguna manera refleje mi historial ciclista y encarne mis aspiraciones ciclistas. Quiero artesanía, no tecnología; quiero que sea una bicicleta hecha por el hombre; quiero una bicicleta que tenga personalidad, una bici que nunca pase de moda. Quiero una bici que demuestre mi aprecio por la herencia, por la sabiduría tradicional y por la belleza de las bicicletas. El apodo francés para la bicicleta es la petite reine: quiero mi propia «pequeña reina».
Sé por dónde empezar. El cuadro de la bicicleta estará hecho a medida y lo fabricará a mano un constructor de cuadros artesano. Poca gente sabe esto, pero es posible tener un cuadro hecho a medida, diseñado para adaptarse a nuestro cuerpo y ajustado al tipo de conducción que deseemos practicar por mucho menos dinero que muchos de los exóticos cuadros fabricados en serie que se venden en las tiendas. Hace sesenta años, en cada gran ciudad del norte de Italia, Francia, Bélgica y Holanda había al menos un fabricante de cuadros. En Gran Bretaña, donde la concentración era mayor, en las grandes ciudades había decenas de ellos. Mientras que un puñado de gigantes de la producción —como Rudge-Whitworth, Raleigh y BSA en Gran Bretaña, Bianchi en Italia y Peugeot en Francia— abastecían a las masas de ciclistas, los pequeños fabricantes de cuadros construían bicicletas para miembros de clubes, corredores, cicloturistas y entendidos. Estos artesanos fabricaban varias decenas de cuadros al año prestando gran atención a los detalles y a las particularidades individuales. En One More Kilometre and We’re in the Showers («Un kilómetro más y estamos en la ducha»), su preciosa autobiografía de la escena ciclista de posguerra, Tim Hilton calificaba estos cuadros construidos a mano de «arte popular industrial». Las sencillas herramientas —limas, sierras, sopletes y un dispositivo para sujetar los tubos mientras estos se sueldan— enraizaban a los constructores de cuadros en una cultura artesana e innovadora que se remontaba a los comienzos de la fabricación de bicicletas. Incluso Raleigh comenzó en 1888 como un pequeño taller donde se fabricaban tres bicicletas a la semana.
En 1951 Raleigh producía 20 000 a la semana. En Europa, la industria de la bicicleta alcanzó cotas vertiginosas a principios de la década de los cincuenta. Solo en Gran Bretaña había doce millones de ciclistas habituales. A medida que crecían los principales fabricantes, crecían también los fabricantes de cuadros de las pequeñas localidades. Los coleccionistas actualmente han de conformarse con recordar sus nombres: Major Nichols y Ron Cooper en Gran Bretaña, Alex Singer y René Herse en Francia, Faliero Masi y Francesco Galmozzi en Italia, por nombrar solo algunos de los cientos de pequeños talleres.
Hasta finales de esa década, la bicicleta continuaba siendo la principal forma de transporte utilitario para la gente trabajadora de toda Europa. En Gran Bretaña, el ciclismo también era la actividad de ocio más importante. Los fines de semana las ciudades se vaciaban de gente joven. La campiña británica, tan elogiada tanto por anunciantes como por numerosos autores, se llenaba hasta los topes de entusiastas ciclistas que salían en busca de una bucólica felicidad.
No obstante, el coche estaba en camino. La cifra de tres millones y medio de bicicletas vendidas en Gran Bretaña en 1955 descendió a dos millones en 1958. El Mini salió a la venta en 1959. Los pequeños fabricantes de cuadros comenzaron a desaparecer. En los años setenta tuvo lugar un breve resurgimiento, cuando la crisis del petróleo dio lugar a un estallido de la demanda en Estados Unidos. Durante varios años, los estadounidenses no pudieron acceder a los cuadros ligeros de carreras con la rapidez con la que les hubiera gustado. Había jóvenes que, fascinados, cruzaban el Atlántico para aprender a construir cuadros en Londres o en Milán. Richard Sachs, Ben Serotta y Peter Weigle —nombres propios que en la actualidad son algo así como la santísima trinidad de los constructores de cuadros estadounidenses— aprendieron en los años setenta en el antaño célebre Witcomb Cycles de Deptford, en el sureste de Londres.
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La tienda de bicis a la que iba cerca de Holborn era una de las favoritas dentro de esta categoría de mensajeros-guerreros. Un viernes por la noche me dejé caer después del trabajo para recoger mi bici; una de las bielas se había desprendido. El mecánico sacó la bicicleta del taller pasando junto a tres mensajeros que compartían una lata de cerveza Tennent’s Extra. La biela vieja —que había quedado reducida a un simple pedazo de aluminio— estaba sujeta al manillar con cinta adhesiva.
—¿Para qué es eso? —pregunté señalando la biela vieja. Miré al mecánico, que a su vez miró a los mensajeros, que me miraron a mí. Claramente todos daban por hecho que yo tenía que saber para qué era, incluso aunque estuviera allí de pie embutido en un traje gris de raya diplomática. Tras una larga pausa, el mensajero que estaba en medio me miró con ojos desencajados:
—¡Para que lo enganches en el parabrisas de un puto coche!
Mudarme a Brecon Beacons, en Gales, hace siete años supuso una nueva revelación en la percepción cultural de la bicicleta. Para entonces, en la ciudad había cuando menos un número creciente de personas que reconocían los beneficios de la bicicleta en materia de salud y transporte. En el campo, el único motivo razonable para tener que desplazarse en bici era la pérdida del carné de conducir; para un agricultor galés no podría existir otro motivo. Y punto. Los lugareños me observaban entrar y marcharme pedaleando de Abergavenny y se quedaban muy sorprendidos.
A los cinco meses de haberme mudado, un viernes por la noche estaba en el pub local, que se encontraba en lo alto de una colina. Un viejo del que únicamente conocía el nombre de su granja me agarró por el codo y me condujo muy amable hasta una esquina del bar. Me miró fijamente y me dijo: «Veo que vas en bici. ¿Hace cuánto que perdiste el carné, hijo?». Le expliqué que no me había quedado sin carné, sino que elegía ir en bici a diario porque, bueno, simplemente porque me encantaba. Me guiñó un ojo y se dio unos golpecitos con el dedo en la nariz reseca. Un año después, otro viernes por la noche, el granjero volvió a apartarme a un lado en el mismo pub. Aquella vez su mirada fue aún más severa: «Veo que sigues yendo en bici, hijo —me dijo—. Ya es mucho tiempo sin poder conducir. A mí me lo puedes contar… ¿Hiciste algo horrible? ¿Mataste a un crío?».
Los mejores artistas que se dedican a la construcción de cuadros tienen más en común con los artesanos que hacen relojes Patek Philippe, guitarras Monteleone o camisas Borelli que con el grueso de fabricantes que producen cuadros de carbono y aluminio como churros en las fábricas del Extremo Oriente. Hace un tiempo, mucho de lo que poseíamos tenía vida gracias a la habilidad e incluso al idealismo de la gente que lo fabricaba: el herrero que forjaba nuestras herramientas, el zapatero, el tornero, el carpintero, el carretero y los sastres y modistas que hacían la ropa que vestíamos. Conservamos las posesiones que están bien hechas; con el tiempo, su valor crece para nosotros y al usarlas enriquecemos nuestras vidas. El cuadro es el alma de la bicicleta. El cuadro de mi bici solo se hará una vez y será de acero.
La bici tendrá el aspecto de una bicicleta de carreras, pero estará meticulosamente puesta a punto para adaptarse a mis necesidades ciclistas. Será una bicicleta de paseo, por así decirlo. No voy a competir en carreras, pero la usaré de forma habitual e iré rápido. Recorreré con ella los Brecon Beacons y toda Gran Bretaña. Pasaré «siglos» montando en bici con mis amigos y otros ciclistas aficionados. Por los Pirineos, por el Col du Galibier, subiendo el Mont Ventoux y bajando por la Pacific Coast Highway. Cuando esté triste, la llevaré al trabajo. Y sin duda, cuando tenga setenta años, la usaré para ir al pub.
Elegiré los componentes —el manillar, la potencia, la horquilla, la dirección, los bujes, los neumáticos, los radios, el eje de pedalier, el piñón libre, el plato, los piñones, la cadena, los desviadores, las bielas, los frenos, los pedales y el sillín— a juego con el cuadro. No serán los componentes más ligeros ni atractivos del mercado, sencillamente serán los mejores. Las ruedas estarán hechas a mano. Iré a visitar fábricas y talleres en Italia, Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña para ver cómo se fabrican todos los componentes que quiero que tenga mi bici. Por separado, cada componente será especial; en conjunto, se convertirán en la bici de mis sueños.
La bicicleta me salva la vida a diario. Si alguna vez habéis experimentado un momento de éxtasis o libertad sobre una bici, si alguna vez os habéis refugiado de la tristeza al ritmo de dos ruedas girando o habéis sentido el resurgir de la esperanza pedaleando hasta lo alto de una colina con la frente perlada de sudor por el esfuerzo, si alguna vez os habéis preguntado al lanzaros en bicicleta colina abajo como un pájaro cayendo en picado si el mundo se ha detenido, si alguna vez —aunque solo sea una— os habéis subido a una bicicleta con el corazón henchido y os habéis sentido como seres humanos normales y corrientes que han entrado en contacto con los dioses…, si alguna vez os habéis sentido así, entonces compartimos algo fundamental. Sabemos que la bici lo es todo.
[1] «Quien se afana en trepar, adonde sea, / allí encontrará alas esperándolo» (Henry Charles Beeching: Bajando una colina en bicicleta, canción infantil). (N. de la T.)
[2] Así se llamó al tipo de música que supuso el resurgimiento del ska en 1977. (N. de la T.)