Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

Traducción de
José Luis Arántegui

www.machadolibros.com

Alexander Kluge

Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

Epílogo de W. G. Sebald

La balsa de la Medusa, 196

Colección dirigida por
Valeriano Bozal

Título original: Der Luftangriff auf Halberstadt am 8. April 1945
© 1977 by Alexander Kluge
All rights reserved by and controlled through

Suhrkamp Verlag Berlin, 2008
© de la traducción, José Luis Arántegui, 2014
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
machadolibros@machadolibros.com
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ISBN: 978-84-9114-141-9

Índice

Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

¿Qué significa «efectivamente real», desde luego? 17 historias más sobre la guerra aérea

Libélulas de muerte

Glosa a «Libélulas de muerte»

Las libélulas

El largo camino de la comprensión

¿Qué significa «efectivamente [real] », desde luego?

Amor 1944

Comportamiento cooperativo

Incendios en el interior de las personas

Animales de zoo en una guerra de bombardeos

¿Qué sostiene un gesto espontáneo?

El comandante de bomberos W. Schönecke informa

En puertas de la catástrofe

Reacción inexplicable en la piedra arenisca

De cómo desaparecían «fortalezas volantes» en el lago de Boden

Un destello en los ojos del enemigo

El dolor de muelas total

Noticia de la guerra de las galaxias

W. G. Sebald, Entre historia e historia natural. Ensayo sobre la descripción literaria de la destrucción total, con referencias a Kasack, Nossack y Kluge

Notas del traductor

Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

I

Matinal interrumpida en el Capitol, domingo 8 de abril; en cartelera, «Vuelta a casa», con Paula Wessely y Attila Hörbiger

El cine Capitol pertenece a la familia Lorenz. Su gerente y a la vez cajera es la cuñada, la señora Schrader. El empanelado de palcos y anfiteatro, como la platea, se han conservado en color marfil; las butacas, en terciopelo rojo. Las pantallas de los apliques imitan cuero de cerdo tostado. Por la matinal ha desfilado hoy una compañía de soldados del cuartel de Klus. Tan pronto suena el gong, puntualmente a las diez, el cine se oscurece muy despacio, lo del reóstato empalmado se lo han montado entre la Sra. Schrader y el proyeccionista. En lo que a intrigas cinematográficas se refiere, ese cine ha visto mucho suspense preparado por el gong, la atmósfera de la sala, ese lento apagarse de las luces ocres, la música de entrada y demás.

Ahora, la señora Schrader, lanzada contra una esquina, allá arriba donde la fila de preferente choca a la derecha con el techo, veía un trozo de cielo humeante, una bomba explosiva había desgajado la casa en dos penetrando hasta el sótano. La señora Schrader iba a revisar que la sala y los aseos estuvieran completamente limpios de espectadores luego de la alarma general. Tras el muro cortafuegos de la casa vecina llameaba entrecortado el fuego entre oleadas de humo. La devastación de la parte derecha del teatro no guardaba relación alguna, lógica o dramatúrgica, con la película proyectada. ¿Y dónde estaba su proyeccionista? Corrió al cuarto del guardarropa, desde donde podían contemplarse las carteleras y el vestíbulo, característico en su estilo (puertas de vaivén con cristal esmerilado), todo manga por hombro. Iba a meterle mano a aquella escombrera y dejarlo todo recogido antes de la sesión de las dos, con una pala de la defensa antiaérea.

Seguro que esta era la conmoción más fuerte que hubiera sacudido a aquella sala desde que ella la dirigía, sin punto de comparación con la que desencadenaban aun las mejores películas. Mas a la señora Schrader, una avezada profesional del gremio, no había conmoción imaginable que le alterara su reparto de la tarde en cuatro sesiones fijas (o hasta seis, con la matinal y la de noche).

Entretanto, sin embargo, sobrevino la oleada cuarta y quinta, que descargó desde las 11’55 h. sobre la ciudad, envuelta en un murmullo asqueroso que sonaba «muy bajo»; la señora Schrader ya se oía venir el silbido y el rumor repetido, eso va a ser otro bombazo, se cobijó en un rincón entre el cuartucho y la entrada al sótano; ahí nunca se metía, no quería acabar enterrada en vida. Cuando los ojos volvieron a cumplir alguna función, por el ventano destrozado del susodicho cuartucho vio un rosario de aparatos plateados alejarse volando hacia la escuela de sordomudos.

Entonces, pese a todo, le entraron las primeras dudas. Se buscó un paso sobre los montones de escombros que cubrían la calle Spiegel, vio en la esquina el impacto que había alcanzado de lleno la heladería, llegó hasta el cruce con Harmonie y se pegó a un corro de hombres del NSKK, que inmóviles, sin motos y con casco miraban el humo y el incendio. La señora Schrader se reprochaba haber dejado así a su Capitol en ascuas, en el peor momento. Quiso volverse corriendo, aquellos hombres se lo impidieron, pues se daba por hecho que las fachadas se iban a derrumbar en Spiegel. Las casas «ardían como teas». Buscó mejor expresión para lo que veía con tal nitidez.

A última hora de la tarde había logrado adelantar posiciones por un flanco hasta Spiegel con Hauptmann-Loeper (que ella seguía llamando calle del Kaiser), y ganado una plaza en el choque singular de cinco calles; firme junto al mástil de cemento que horas antes sujetaba un reloj público, terció abruptamente la mirada arriba, al Capitol, venido abajo por el incendio.

La familia Lorenz, que por el momento seguía en Marienbad, aún no estaba al corriente de nada. De todas formas, seguro que a la directora gerente le sería casi imposible conseguir un teléfono. Rodeó el solar de escombros que fueran cine, y desde el patio de la finca vecina se abrió paso hasta la salida de emergencia del sótano. Había agarrado a unos cuantos soldados para que la ayudaran a entrar con hachas. En el pasillo yacían unos seis espectadores de la matinal, por efecto de la explosión los tubos de la calefacción central habían reventado y rociado a los muertos con un chorro de agua hirviente. La señora Schrader quería poner las cosas en orden por lo menos ahí, así es que remetió los trozos de cuerpo cocidos y descoyuntados –ya fuera por tal procedimiento o por la explosión– en la caldera del lavadero de la cocina. Quería darle parte a alguna instancia responsable, pero en el transcurso de la tarde no encontró a ninguna que le acusara recibo.

Ahora, ya sí conmovida, recorrió el largo camino hasta la Lange Höhle, y sumándose al corro de la familia Wilde escapada a las cuevas durante el ataque, engulló un bocadillo de embutido acompañado con unas peras en conserva, que se zamparon a cucharadas del mismo bote. La señora Schrader se sentía machacada, «que ya no estaba para nada».

Intervención de socorro de una compañía de soldados, tardía desde el principio

Descontando los seis que escogieron refugiarse en el sótano, toda la compañía había abandonado el cine Capitol por la salida de emergencia y marchado en columna hasta la estación de Blankenburg. Allí la tropa se arrojó decididamente durante el ataque por los parterres de las villas. Más tarde recibieron orden de marchar hasta el puesto de socorro I, establecido en el edificio de Magisterio en el Plantage. Allí se les asignó al refugio antiaéreo Plantage, frente a los pabellones de ladrillo de la clínica. Ese refugio público resultó alcanzado por tres impactos directos. Así es que desenterraron unos cien cuerpos, en parte desperdigados malamente, en parte, del terraplén, y en parte, de las trincheras aún reconocibles que habían formado el refugio. Qué provecho tuviera esa operación de desenterrar y clasificar era algo nebuloso. ¿Adónde habría que llevar aquello? ¿Había acaso transporte disponible?

Junto al hoyo aún se mantenía firme en posición oblicua el letrero de advertencia: «Cualquier uso indebido o deterioro de estas instalaciones públicas será perseguido por la policía – El alcalde presidente Maertens, jefe de la policía municipal.»

Alejados unos metros de lo que una vez fuera refugio, acampaban amontonados para cuando acabara la guerra los tapetes de césped a los que así les cayó en suerte durante las levas del terreno para la excavación. En esos cuartelillos, dos palmos escasos de terruño y yerba que se daba por muertos a la primera impresión, todo estaba en orden. Solo que la yerba no estaba muerta en absoluto, arrastraba desde 1939 una especie de mísera vida vegetativa que, según la inamovible convicción de entonces de la administración de parques y jardines, en la nueva época que seguiría a la guerra debería cumplir la regeneración de la rasa coraza epidérmica del parque. Se trataba de un valioso linaje centenario de césped, llamado «de costra». Tal rebrote del suelo originario no procedía ni tenía fundamento en el presente, según se desprendía de su sustrato organizativo al ir teniendo la administración local otras preocupaciones que restaurar el Plantage. Pulcramente apilados por estratos, los montones semejaban ataúdes. Superficialmente, aquellas pilas parecían encajar con la extensa compilación de muertos que los soldados venían efectuando a lo largo del prado restante, entre árboles caídos de los que ya hicieron en el XVIII, en cuanto se colocaron, patria de adopción gusanos de los de seda. Todo mera apariencia, claro; semejantes parecidos tenían que ser rebuscados y sacados por los pelos porque, naturalmente, los restos de terruño empacados no servían como ataúdes de ninguna manera.

Foto nº 1 del fotógrafo desconocido: Fischmarkt hacia Breiter Weg, a la izquierda el Café de WestkampI.

El fotógrafo desconocido

Al hombre le echó el alto una patrulla militar en las inmediaciones de la Torre Bismarck, en Spiegelsberge. Todavía sostenía el aparato entre las manos, y en el bolsillo de su chaqueta se encontraron película impresionada, película virgen y accesorios fotográficos. En las inmediaciones del lugar del crimen, es decir, donde había disparado por última vez, se encuentran las entradas a los subterráneos abiertos con explosivos en la roca viva donde se guarda la producción de armamento.

El jefe de la patrulla militar se proponía hacer cantar al desconocido o espía a la primera embestida, de manera que le espetó sin más: ¿y usted qué andaba fotografiando ahí?

El desconocido declaró que quería captar desde lejos la ciudad en llamas, su ciudad natal en plena desgracia. Declaró ser dueño de una tienda de fotografía en Breiter Weg; que de todas sus pertenencias fotográficas solo se detuvo a agarrar una cámara y unos cuantos carretes y se lanzó por Fischmarkt, Martiniplan, Westendorf y luego por Mahndorf hacia Spiegelsberge. El jefe de patrulla le señaló de inmediato que eso implicaba haber irrumpido en la zona militar vedada de las cuevas. Además, que haya llegado usted aquí desde Breiter Weg es completamente imposible de creer, le objetó al autor de los hechos, porque nadie absolutamente puede haber salido de la ciudad desde allí. El jefe de patrulla, desterrado a un puesto en el monte relativamente aburrido en vista de los señalados sucesos de la jornada, no podía esperar mejor captura en un día así.

Nº 2: Martiniplan, a la izquierda el rollo sur de la Martinikirche. Al fondo, mesón Saure Schnauze.

Tan pronto los soldados trataron de atravesar desde el sur, empujando delante al prisionero, por Moltke abajo hacia el edificio de la Comandancia, vieron que la Comandancia, a unos cincuenta metros de distancia a través de la humareda, era una montaña de ladrillos, hierros, etc.

Nº 3: Entrada a la SchmiedestrasseII.

En el cuartel de emergencia, los oficiales se sintieron molestados en la normal evacuación de sus funciones por la comparecencia y prolongada exposición que requerían el fotógrafo y su asunto, del que se quedaron apropiadamente al cargo con la máquina, mientras los carretes indudablemente impresionados salían por la estafeta en vehículo oficial.

Nº 4: Fin de la huida, Westendorf. Salida de la ciudad.

Nº 5: Frente a la oficina de correos.

Según hubiera pruebas o no, el hombre tendría que ser fusilado en Magdeburgo. ¿Qué era eso de andar fisgando en el monte a esas alturas, si estamos en abril?, preguntó el teniente von Humboldt. Siempre cabía pensar, no obstante, que el enemigo, mediante aviones diminutos, tratase de acertar con las ocultas entradas a las cuevas de los talleres subterráneos de armamento.

Los soldados, que, obrando en su poder una cuartilla manuscrita en que se atestaba la detención, conducían al prisionero por Richard Wagner adelante, tenían la esperanza de que en Wehrstedt se hubiese organizado efectivamente algún convoy para Magdeburgo, o aún hubiese ante el actual solar de la estación algún tren de pasajeros que llevase hasta allí, en otro caso no sabrían qué hacer con aquel tipo. Que los escoltas del desconocido a sugerencia de este, no menos aquejado por ciertas dudas sobre el sentido de la operación, lo dejaran libre en paraje tan asolado, o bien fuera la explosión de una retardada en las inmediaciones de la plaza Heine la que los distrajera un momento de suerte que se les escapó, es cosa no averiguada.

[El sepulturero Bischoff]III

Pasa Bischoff tirado por caballos en su carromato con cuatro ataúdes por la calle Gröper. Botín mañanero: en Harsleben un viejo campesino (1 bot. de grosella y 4 huevos); 1 cuerpo en Mahndorf (inspector, 1 bot. de avocado envuelta en trapos, dos salchichas); y 2 cuerpos de las cámaras del hospital comarcal, aún fresquitos del quirófano. El cementerio municipal tiene que encargarse de la conducción, ya que la funeraria «La Piedad» no dispone de vehículos.

Debido a la alarma general hace ya mucho que Bischoff no debería estar por la calle, tendría que detener el transporte, meterse tras alguna de aquellas desvencijadas fachadas con sus entramados de madera y buscar el sótano. Prefiere apretar el paso, chasca la tralla a los caballos junto a la oreja. Entonces ve de refilón a su espalda las escuadrillas de bombardeo viniendo del Este. No debería permitir que la onda expansiva echara a rodar los cuerpos por ahí. Bischoff se siente obligado por la propina y los obsequios en dos de los casos. Y tampoco puede parar el coche, amarrar a los caballos de cualquier manera y aún echar a correr a un sótano, «bestas de esa bonitura son gusto custoso»1.

Bischoff arrea por Altgräber hacia las nuevas instalaciones. Allí alza los ataúdes del carro y los deja bien apilados. Luego se mete en una de las fosas recién abiertas, de manera que solo ve encima un trozo de cielo, de un azul que los ojos duelen.

«Haz nuevos los años viejos,
da su contento a cada tiempo»
2.

De tantas sacudidas en el centro y las afueras se empieza a correr a chorritos la costra de tierra montón abajo. Bischoff está medio adormilado, ha salido temprano por la mañana. Sigue sin haber aparatos en su empinado campo visual. Como ya sin esto le tocaba hacer horas extras, se hace un ovillo en su chaqueta extendida en el suelo, a trabajar un poco. Eso que llevará adelantado.

Nº 6: Última posición del fotógrafo.

Las vigías de torre, señoras Arnold y Zacke

En la balconada que rodea la torre del campanario de San Martín están apostadas la señora Arnold y la señora Zacke como vigías, de turno obligatorio en la defensa antiaérea. Se han instalado con sillas plegables, linternas que no usan en todo el día, termos con cerveza, paquetes de pan, prismáticos y radioteléfonos. Han subido hasta aquí al darse la ÖLW, y aún están ocupadas con la inspección a la redonda por los prismáticos cuando ven venir desde el Sur dos formaciones alineadas en las alturas. Dan parte: unos 3.000 m. de altitud, rumbo calle Quedlimburg /plaza Heine3, bombarderos pesados B-17. Señales de humo sobre el sur de la ciudad. La señora Arnold remata, voceando en el aparato que sostiene la señora Zacke: «¡Unas cuantas de las ceporras!». Doce tandas en línea a ambos lados de la pista de Blankenburg. Sra. Arnold: además, aún hay por allí gente corriendo con la casa a cuestas hacia Spiegelsberge. Sra. Zacke: no han descargado todos los aparatos.

Con esto se corta de momento el flujo verbal de las vigías, las señoras están echando cuentas. Han dejado a un lado los prismáticos. «Treinta y ocho.» No está claro si aparatos o descargas. La señora Arnold informa: Stein con Hardenberg, Kühlinger, plaza Heine, calle Richard Wagner.

La primera formación ha alcanzado Wehrstedt y traza círculos en espera de la fuerza principal. Por el intercomunicador preguntan a su vez desde la central ¿38 qué? La señora Zacke responde por la vigía Arnold, que le sostiene el radioteléfono: 38 delante y 96 aparatos por detrás. Concentración sobre Wehrstedt.

Por el intercomunicador se informa a las vigías de torre de que a diez minutos de vuelo, sobre Nordhausen, les siguen más oleadas de bombarderos. La señora Zacke responde: ¡Ya tenemos bastante con esos de ahí! Ve cómo se van saliendo aparatos de la ronda y por Puente de Wehrstedt-Mariscal Hindenburg enfilan derechos hacia ella, pero no da parte de inmediato porque está echando cuentas, digiriendo la impresión. Además se les suman por un costado aparatos más pequeños y veloces desde la parte de Oschersleben que dejan señales de humo sobre Breiter Tor, desde Schützen hasta Fischmarkt. Uno de los pequeños bimotores pica desde unos 1.000 metros hasta los 300, deja señales sobre la calle Gröper (esto es, bastante apartado hacia el norte). La señora Arnold grita excitada por el radioteléfono: «Un plastón amarillo». Marcas de humo negras sobre Fischmarkt y demás, amarillas sobre la periferia.

Los aparatos pasan ahora sobrevolando a las vigías. A eso de un kilómetro, el silbido de las tandas de lanzamientos. La señora Zacke chilla por el aparato: ¡impactos en Breiter Tor! ¡Palos en cantidad! Las vigías interrumpen sus informes, sillas plegables y aparatos se han caído en revoltijo. La señora Zacke le recuerda a la señora Arnold «lo del torbellino» (las ondas de choque de las explosiones). Las señoras deberían sujetarse un poco más.

Huir es una insensatez. En cuclillas, agarradas con las dos manos a la albardilla, las señoras se obligan a seguir mirando a los aparatos que vienen volando a unos 2.000 m. «Kulk, Breiter Weg, Woort, Schuh, Paulsplan.» Cuchichean aplicadas las indicaciones como se les ha enseñado, pero de ahí ya no pasan. Tienen la impresión de que «se les mueve la torre». La señora Zacke mira hacia la plaza de la catedral, al noroeste. Estruendo de bombas entre las casas del Burggang. La señora Zacke dice: «se la están cepillando entera». Llegado ese momento las señoras prefieren acostarse. La señora Arnold tiene la cabeza pegada al aparato. ¿Y qué va a decir?, ¿que por el momento no ve posible ninguna maniobra evasiva? ¿Por más que con mucho gusto se evadiría de esto? Ve cómo atizan en mitad del Ayuntamiento.

La señora Zacke echa mano al aparato y le mete un berrido de puro celo profesional. Se lo había enseñado un simpático oficial de la antiaérea que la convidó a una botella de Nordhäuser: usted no atienda a nada, repórtese y mantenga el contacto. Así es que, acuclillada o tumbada, mientras siga ahí tiene el firme propósito de «aullar al aparato hasta que reviente». A las vigías de torre las apodan «las hienas» porque «cuando están muy desesperadas aúllan», era una «gracia» del instructor. Por debajo las mujeres tienen muchas tablas que ya arden por dentro en ciertas partes de las cubiertas, incluso echan chispas por la cofia. Desde la torre las llamas se meten «a estirones» por los flancos de la plazuela en las casas anejas. Arden el Café Deesen, Krebsschere, el Saure Schnauze y demás.

La señora Zacke no quiere «asarse» a la piedra en la cornisa que rodea la torre, aparta a la vigía Arnold y arrambla con silla plegable, prismáticos y radioteléfono para dentro, escaleras de madera abajo. Tras ella, al trote corto, la señora Arnold. Una fuerte corriente o torbellino de aire empuja a las mujeres contra la barandilla. La señora Zacke grita a la carrera por el aparato: «La iglesia se quema. Nos vamos corriendo.» La zanca de la escalera se desploma de golpe bajo los pies que corren, y a través de una columna de llamas cae hasta hacerse trizas crepitando contra la base de la torre. Tendida bajo unas vigas que arden, la señora Arnold no rebulle, ni responde a las voces de la señora Zacke, que se ha partido el fémur. Se encuentra por debajo del fuego, cerca de la puertecilla de la nave, hacia la que «avanza al paso de la foca», ya que lleva a rastras («a remolque») la parte baja del cuerpo junto con sus dolores. Tira de sí misma hasta un estribo de piedra en lo alto de la puerta cerrada, de modo que brazos y cabeza alcancen hasta la parte baja. Vocea pidiendo auxilio, con una mano toca varias veces en las tablas de la hoja. Un rato inconsciente, luego se recobra y vuelve a tocar a la puerta.