Wolfram Fleischhauer
Novela
Traducción de Carlos Fortea
Mucha gente me ha ayudado en las investigaciones para esta novela, especialmente:
En Berlín/Londres y el mundo del ballet:
Sylviane Ballard, Klaus Geitel, Chris Hampson, Margaret Illmann, Marzena Sobanska, Jonathan Still, Dr. Christiane Theobald, así como bailarinas, bailarines y trabajadores de la escuela de ballet de Berlín, de la Deutsche Oper de Berlín, de la Staatsoper Unter den Linden y del Benesh Institute de Londres.
En Buenos Aires y el mundo del tango:
Eduardo Arquimbaud, Osvaldo y Marlies Bayer, Hebe Bonafini, Teresita Brandon, Rodolfo Dinzel, Damián Esell, Nicole Klapwijk-Nau, Ricardo Klapwijk, Adriana Mandolini, Egle Martin, Ellen Marx, Laura Escalada de Piazzolla, Milena Plebs, así como las madres y abuelas de Plaza de Mayo.
En la corrección ayudaron:
Bertram Botsch, Jürgen Hintzen, Andreas Solbach, Yvonne Wolf
A la hora de imaginar:
El mejor lector y agente literario que conozco: Roman Hocke.
¡A todos ellos, mi más cordial agradecimiento!
[1] Los diálogos en cursiva están en español en el original (n. del t.).
[2] — ¿Alguna otra cosa?
— Sí, bueno... estoy buscando un sitio en el que se baile tango.
— ¿Un espectáculo?
— No, eso no. Una milonga. Busco una milonga.
[3] Trampantojo (n. del t.).
Wolfram Fleischhauer, novelista y guionista, estudió literatura comparada en Alemania, Francia, España y EEUU. Hasta la fecha ha publicado 10 novelas, tanto históricas como contemporáneas. La mayoría de sus novelas se han convertido en éxitos internacionales, tal como El Mar (Ediciones B), El libro en que desapareció el mundo (Ediciones B), La Línea Purpura (Roca) y Tres Minutos con la Realidad, bestseller en Alemania con mas que 400.000 ejemplares vendidos y ya publicado en 12 países. Vive en Berlín y Bruselas. Para más información, por favor visite:
www.wolfram-fleischhauer.com
Los personajes y eventos retratados en este libro son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no es la intención del autor.
Wolfram Fleischhauer: Fatal Tango – Novela
Publicado por hockebooks gmbh
www.hockebooks.de
E-Book: ISBN: 978-3-95751-334-2
ISBN: 978-3-95751-335-9
Copyright del texto © 2001 por Wolfram Fleischhauer
Derechos de autor de la traducción al español © 2019 de Carlos Fortea
Diseño de la portada cortesía de Amazon Crossing.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, o almacenada en un sistema de recuperación, o transmitida de ninguna forma o por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopiado, grabado o de cualquier otra forma, sin el permiso expreso por escrito del editor.
Publicado por primera vez en 2001 por Droemer Knaur como
“Drei Minuten mit der Wirklichkeit” (Tres minutos con la realidad).
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Igual que cuando se cava se encuentra agua,
así el ser humano encuentra por doquier lo incomprensible,
ora antes, ora después.
Georg Christoph Lichtenberg
Giulietta intentaba no temblar.
Miraba nerviosa a su alrededor y examinaba a escondidas los rostros de los otros pasajeros de la Terminal B del aeropuerto de Zürich. Tenía el estómago como si hubiera bebido ácido. El corazón le latía con fuerza y, si no hubiera sabido con precisión que ayer a mediodía, en Berlín, había subido al avión de tránsito completamente sana, al menos en apariencia, habría pensado que tenía fiebre.
Le gruñía el estómago. Quería alimento, pero ella sabía que no iba a poder retenerlo. Era su estómago de bailarina. Había estudiado ballet durante diez años. Conocía su cuerpo y todos los dolores de los que era capaz. Lo que no conocía era su capacidad de concentrarse tanto en un solo dolor. Habían pasado setenta y dos horas desde que su vida había chocado contra aquella pared invisible, y seguía sufriendo náuseas, ardor de estómago y escalofríos. Sobre todo cuando pensaba en un nombre: Damián.
Pero también la larga espera la había debilitado. Ayer por la tarde había llegado allí con la esperanza de conseguir asiento esa misma noche, en la lista de espera. Le habían asegurado que, si no lo lograba el viernes, con total garantía lo lograría el sábado. Había gastado sus últimas reservas de dinero en metálico en una noche de insomnio en el hotel del aeropuerto. Le quedaban unos cuántos francos suizos y una tarjeta de crédito que no le pertenecía. Pero daba igual. Tenía plaza en el vuelo del sábado a Buenos Aires. Eso era lo único importante.
Se levantó, fue al bar y pidió una botella de agua sin gas. El camarero la miró con interés. Al parecer, no tenía tan mal aspecto como ella sentía. No respondió a su mirada, no miraba a nadie a la cara. Estaba acostumbrada a que los hombres se quedaran mirándola, ya no le importaba. Pero tenía miedo de ser reconocida. Lo que, por supuesto, era una tontería. ¿Quién iba a conocerla allí? Y aun así. Estaba huyendo, aunque no sabía muy bien de qué.
Regresó a su asiento, miró la pantalla para tener a la vista la señal de embarcar, se llevó la botella a los labios y bebió un poco. Pensar en las doce horas de vuelo que tenía por delante la llenaba de inquietud, pero su mayor miedo era que su padre apareciera allí. Por supuesto, era completamente improbable. No, era imposible. Él no podía saber qué aeropuerto de Europa había elegido para tomar un vuelo de conexión a Buenos Aires. Podía estar en cualquier parte, en Londres, Madrid o Amsterdam. Él no podía salir de Berlín. Era el año del cambio de sede de la capital. Llevaba meses trabajando entre doce y catorce horas diarias para terminar el plan de seguridad. Ahora no podía fallar. No era posible. Al menos no enseguida.
¿Se podía saber quién tomaba un avión, cuándo y dónde? Seguro que la policía sí podía. Pero para eso había que declararla en busca y captura. Y sin duda la policía solo podía hacer eso si ella hubiera infringido alguna ley. Pero ella no había infringido ninguna. Era una persona adulta de diecinueve años. Nadie tenía derecho a hacer que la policía la buscara. Ni siquiera sus padres. ¿O sí?
Miraba nerviosa a todo el que llevaba algo que recordase a un uniforme. Pero nadie la molestó. La gente a su alrededor se ocupaba de sus propios asuntos, hojeaba aburrida los periódicos o mataba el tiempo comprando en las tiendas libres de impuestos. Aquí y allá, un hombre de negocios tecleaba en su portátil o jugueteaba con su teléfono móvil. Giulietta cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. El agua le estaba sentando bien. Encontraría un poco de paz en cuanto estuviera dentro de ese avión. Cada kilómetro que la acercase a Damián la tranquilizaría más. Solo había ese objetivo. Lo encontraría, y todo se aclararía. Era impensable que no hubiera ninguna explicación para su conducta. Y, con independencia de cualquier explicación, estaba su amor, que era superior a todo.
Una pareja entrada en años estaba conversando en español. Giulietta no entendía el idioma, pero ya solo el tono, la melodía, le abría las vísceras como un rompehielos. Sobre todo la voz de la mujer la golpeaba con dureza y perfidia. Hablaba exactamente igual que Nieves, la pareja de baile de Damián. En medio de la confusión de los últimos días que habían seguido a la representación, Giulietta no había vuelto a pensar en ella. Nieves. Nieve. Qué nombre tan hermoso para la mujer odiada. ¿Seguiría en Berlín? ¿Había tal vez una relación entre eso y lo demás? ¿Estaba ella detrás de aquel enigma?
Cuarenta minutos para el embarque. Mañana a las 11, hora local, aterrizaría en Buenos Aires. No tenía una idea concreta de dónde estaba ni cómo era el país que iba a pisar. Pero eso le resultaba indiferente. También habría volado a Tokio, o a Dakar. Damián estaba en Buenos Aires. Todo lo demás carecía de importancia.
Iría del aeropuerto a la ciudad y pediría al taxista que la dejara en el centro, en el bar de tangos más próximo. Allí, preguntaría a todos los clientes que aparecieran dónde podía encontrar a Damián. Era uno de los bailarines más conocidos de la ciudad. Era una estrella. Con toda seguridad, alguien sabría decirle dónde vivía. En el ballet las cosas eran así. Todo el mundo se conocía. El ballet era un mundo pequeño. El tango no iba a ser distinto.
Luego iría a su calle, a su casa, subiría las escaleras hasta su puerta, llamaría, y él abriría. Quizá no abriría. Quizá no estuviera. ¿Quién sabe? Posiblemente tendría una cita o un ensayo en alguna parte. Entonces, ella esperaría delante de la puerta, o arriba, en la escalera. Se sentaría y no se movería, prestando atención a todos los sonidos que le llegaran desde la escalera. Se habría puesto el perfume favorito de él, y el aroma la precedería e iría en su busca. Antes de verla, él ya sabría que había venido, que le esperaba, que había viajado alrededor de medio mundo para que él la tomara en sus brazos, daba igual lo que hubiera sucedido en Berlín, porque lo que había ocurrido antes era tan importante, tan único, tan inaudito, que aquel extraño incidente no podía tener verdadera influencia sobre ello.
Le acudieron las lágrimas a los ojos, y ocultó el rostro entre las manos. Ahora no podía pensar cómo sería volver a verle. Doce horas de vuelo. Luego, posiblemente un día entero hasta que lo encontrase. ¿Y si no lo encontraba? Había volado a Buenos Aires. La policía lo había comprobado. Pero ¿se habría quedado allí? Había llegado anteayer, el jueves por la mañana. Ella no llegaría hasta el domingo. Tres días después. No, seguro que aún estaba en la ciudad. Tenía que estar en la ciudad. ¿Adónde iba a ir? Giulietta sabía que había docenas de posibilidades. Pero, pasara lo que pasara, se quedaría hasta que ella le hubiera encontrado.
Se levantó y fue al cuarto de baño. Apenas se miró la cara cuando estuvo delante del espejo, tan solo se lavó varias veces con agua fría, y dejó simplemente escurrir las gotas. Al menos, así no se veía que seguía llorando. Después de unos minutos el ataque pasó de repente: se sonó la nariz, se secó el rostro, todavía esforzándose por mirarse lo menos posible. Porque todo lo que veía le hacía daño. Porque él había hecho una declaración de amor para cada parte de su rostro. Sus párpados inferiores le habían fascinado por su horizontalidad. Era muy infrecuente, había dicho.
Hasta su propio rostro le recordaba solo a él.
Se echó el bolso de viaje al hombro y dio una vuelta por la sala de embarque. Por la cabeza se le pasaban imágenes de los dos últimos días. La conversación con la señora Ballestieri, la directora del ballet de la Staatsoper, el jueves por la tarde, después de los ensayos. Su gélida mirada cuando Giulietta le había presentado su petición. ¿Una contratada en prácticas pidiendo un permiso? ¿Después de tan poco tiempo en la compañía? ¿Precisamente ahora, en mitad de la temporada? ¿Dónde se había visto una cosa así? Podía renunciar. Había muchas bailarinas que soñaban con un puesto como el suyo. Al principio Giulietta había mentido un poco, había balbuceado algo acerca de una lesión, pero la mujer se había dado cuenta enseguida de que su historia no encajaba. Entonces le había contado la verdad. ¿La verdad? Giulietta no sabía qué había ocurrido en realidad entre Damián y su padre. ¿Y cómo iba a explicarle a esa mujer lo que había pasado? Lo intentó, de manera fragmentaria. La mujer le escuchó e hizo unas cuántas preguntas aclaratorias que Giulietta no supo responder. Intentó explicarle que lo que le movía a dejarlo todo no era una historia de amor fallida, sino que tenía la sensación de que todos sus sentidos la habían engañado. Su mundo había perdido por completo el equilibrio. Tenía que recuperar la confianza en sus sentidos. O el mundo se había vuelto loco, o lo había hecho ella.
La señora Ballestieri había rechazado severamente su proposición. Una compañía de ballet no era algo que se pudiera abandonar tan fácilmente. Un Corps de Ballet. Lo que estaba a punto de hacer podía arruinar su carrera antes siquiera de haberla empezado. Si se corría la voz, nadie volvería a contratarla nunca. Aquí la vida privada no solo era de segundo, sino de tercer orden. No podía tolerarlo. No iba a hacerle ningún favor haciéndolo. A lo máximo que podía llegar era a despedirla por motivos internos. Aún estaba en período de prueba. Esas cosas ocurrían, y no la dejaba al descubierto. El puesto se cubriría inmediatamente. No podía hacer más.
Giulietta la había mirado con expresión sombría. Aquello era el fin. Había hecho todo lo que estaba a su alcance por lograr aquel puesto. Era el primer paso, el más importante, en el camino para hacer realidad su sueño de ser miembro de una compañía prestigiosa. Esa idea, la más remota esperanza de ello, la había mantenido con vida durante todos aquellos años de formación y la había ayudado a soportarlo todo: los dolores, la crítica incesante, los pies ensangrentados, las uñas astilladas y, no era lo menos importante, la eterna lucha con su madre, las discusiones recurrentes acerca del sentido o el sinsentido de una formación así. Y entonces el sueño se había hecho parcialmente realidad: había conseguido el contrato de suplencia en la Staatsoper. ¿Cómo podía ahora poner en juego con tanta ligereza esa oportunidad única?
El precio de la decisión de ir en pos de Damián era mayor que todo lo que había podido imaginar. Pero no tenía elección. Como en trance, se había limitado a asentir y había dado las gracias por su comprensión a la directora. Luego había intentado levantarse y salir de la habitación, pero un breve mareo la había retenido en el asiento. La directora le había indicado que permaneciera sentada y le había traído un vaso de agua. Giulietta bebió, y la señora Ballestieri se reclinó en su asiento y la observó en silencio. Sus últimas palabras todavía sonaban en su cerebro:
—Giulietta, lleva usted algo en el alma que todavía no se nota en su baile. Es una lástima, pero vendrá, y daría lo que fuera por estar presente. Esto que voy a decirle ahora debe quedar entre nosotras. Tiene que prometérmelo. Le doy una semana. Si está usted de vuelta el siete de diciembre para el entrenamiento matinal, olvidaré el asunto. De lo contrario, no quiero volver a verla por aquí jamás.
Una semana. El tiempo se extendía ante ella como un continente desconocido que tenía que atravesar. Mientras estaba allí, en Zürich, en Berlín tenían lugar los ensayos solistas de Verdiana y El cascanueces. Hoy el entrenamiento era voluntario, pero ella habría ido y habría estado mirando a la prima ballerina durante los ensayos. En vez de eso, estaba allí, en la tienda libre de impuestos, comprando artículos de higiene porque de pronto se le había ocurrido que quizá esas cosas fueran difíciles de encontrar en aquel país lejano. Luego buscó un quiosco, y quedó agradablemente sorprendida al encontrar en él un estante de libros de literatura de viajes. Decidida, cogió una guía de Argentina, en inglés, y pagó por primera vez con la tarjeta de crédito que había sustraído el día anterior de casa de sus padres. El lector aceptó sin reparos la tarjeta de plástico y a los pocos segundos escupió el recibo con un sonido de traqueteo. Giulietta firmó imitando la firma de su madre y guardó cuidadosamente la tarjeta. Su madre podía bloquearla, y entonces se quedaría sin dinero. Se preguntó si sus padres irían tan lejos. Su vuelo de regreso era el 4 de diciembre. Tenía que aguantar hasta entonces. No, su madre no bloquearía la tarjeta. Eso podía causarle graves dificultades. Llamaría en cuanto llegara. Pero no a casa. Su padre podía ponerse al aparato, y era el último con el que quería hablar ahora. Ella misma se quedó perpleja al pensarlo. ¿Cómo podía haber pensado una cosa así? Su padre, al que idolatraba. Y de pronto le resultaba tan ajeno, y casi odioso. Sencillamente, algo no encajaba. Tenía que haber alguna explicación de porqué de repente ya nada era como antes.
Metió las compras en el bolso de lona y se sentó en un banco al lado del mostrador. Dos azafatas de Swissair estaban ya tecleando datos en el ordenador, y los primeros pasajeros formaban el comienzo de una fila que pronto empezó a alargarse. Giulietta se puso en ella. Sonó la llamada para el embarque, y la puerta de cristal del túnel se deslizó a un lado.
Cuanto más se acercaba Giulietta al lector que escaneaba los billetes, más nerviosa estaba. ¿Estarían todos aquellos ordenadores interconectados? ¿Habría su padre conseguido que la policía la buscara? Miró nerviosa a su alrededor, deslizó por la sala una mirada inquisitiva, pero de ningún sitio acudieron corriendo uniformados para detenerla. Avanzaba. Delante de ella solo quedaban dos pasajeros. Sus billetes zumbaron al pasar por la máquina, que escupió un mísero resto de ellos. Luego le tocó el turno. La azafata de tierra cogió su billete, lo miró un momento, lo metió por la ranura y le tendió sonriente el segmento con su número de asiento.
—Muchas gracias. Que tenga un buen vuelo.
Una hora después surcaba las nubes sobre Francia, según pudo distinguir en la pantalla que se hallaba al final de la cabina. El avión estaba lleno. Giulietta tenía asiento en ventanilla. Junto a ella se sentaban dos señoras mayores, que conversaban en un idioma totalmente incomprensible para ella. Poco después del despegue se había producido, durante el reparto de un snack de bienvenida, un breve intercambio de fragmentos de frase en inglés entre ellas y Giulietta. Pero eso había sido todo. Por suerte, junto a ella no se había sentado ninguno de los hombres que la miraban sin recato al pasar. Tenía cierta práctica en atravesar el campo de minas de las miradas lascivas de los hombres, pero en un avión no había muchas posibilidades de escapar. Miró por la ventanilla, contempló el ala reluciente, bañada por el sol, y envió pensamientos inconcretos al horizonte blanco azulado, donde se disolvieron, inconcretos, en la nada.
Había conocido a Damián el veinticuatro de septiembre. Había sido un día lluvioso. ¿Acaso no eran lluviosos todos los días en Berlín, al menos en la memoria? La semana la había dejado agotada. Ensayos incesantes, Cascanueces y Verdiana. Había aguantado con valentía, desplomándose al borde de la sala después de cada ensayo, había descansado o trabajado en sus zapatillas, pegando almohadillas, cortando esparadrapos, remendando las puntas o repasando la sujeción de las cintas. Se podía tener la impresión de que una compañía de ballet estaba formada sobre todo por costureras. Todas estaban agotadas aquel viernes, pero el programa tenía que continuar. Después del entrenamiento habitual, de diez a once y media, estaba fijado un repaso del acto II de Verdiana. Luego, a las doce y media, el Cascanueces, los copos de nieve con la reina de las nieves, y, a la una y media, el Vals de las flores. A las dos y media, la Danza de los juncos, y luego, por fin, tenía un descanso, porque a partir de las tres y media ensayaban Drosselmeyer, Marie y el Príncipe, y después Drosselmeyer y la Gran Duquesa. Mañana había representación, en la que como de costumbre aún no podría bailar, a no ser que durante los ensayos hubiera varias luxaciones de tobillo, cosa muy improbable.
Había salido a las cuatro del edificio para dirigirse a los Hackescher Höfe. Todavía recordaba su estado de ánimo aquella tarde. Estaba completamente agotada, pero también un poco eufórica. Había visto algunas miradas de aliento de sus compañeras. La directora había aparecido varias veces en la galería de los espectadores y le había hecho un guiño satisfecho después de una intervención de grupo. Aquellas señales eran su pan y su agua. Hasta entonces, no había sentido ninguna hostilidad especial en el grupo. Las siete solistas y los cuatro primeros solistas vivían de todos modos en otro mundo, por no hablar de la prima ballerina. Giulietta no tenía nada que temer de ellos, porque ellos por su parte no tenían nada que temer de ella. Le harían falta años para alcanzar ese nivel. Pero para los miembros del grupo una contratada en prácticas siempre representaba cierto peligro, sobre todo si era buena.
Giulietta era buena, pero los últimos meses las pruebas sin éxito habían destruido algo en ella. Su buena técnica era su fortaleza y al mismo tiempo su debilidad. Cuanto más insegura se había vuelto tanto más se había refugiado en ella. Su baile tenía algo de frío. Sencillamente, no llamaba la atención cuando estaba junto a la barra con otras treinta haciendo ejercicios. Había hecho diecisiete pruebas y solo en una ocasión había pasado a la segunda fase. En las otras, la habían mandado a casa inmediatamente después de la barra. A pesar del indiscutible éxito de ser suplente en la Staatsoper, la seguridad en sí misma se había evaporado. Bailaba sin entusiasmo. Era precisa y flexible, pero inexpresiva y un poco temerosa. Por el momento la salvaban sus automatismos, y daba gracias a Dios porque la hubieran formado en la escuela pública de ballet de Berlín, sin duda discutida, pero destacada en cuestiones de técnica. La antigua escuela de elite de la RDA seguía teniendo fama de criar autómatas, y Giulietta aún se acordaba del grito de su madre cuando, a los diez años, había decidido ir a esa escuela. Sin duda sus padres no pretendían que ella oyera la discusión, pero la había escuchado por la puerta entreabierta.
—Van a convertir a tu hija en una máquina de bailar —había dicho su madre, y había añadido—: Apuesto que ya en el primer año les inyectan hormonas.
—Qué disparate —había respondido su padre. Pero en el fondo tampoco a él le gustaba enviar a su queridísima hija a una escuela de danza de la para él odiadísima antigua RDA. El ballet era un deporte de alta competición, y ya se sabía cómo trataba la RDA a los deportistas de alta competición. Naturalmente, el baile clásico se enseñaba conforme al método ruso. Escuela Vaganova. Anita consiguió el manual y lo leyó. Luego se enfrentó con él a Markus:
—Escucha esto: En los ejercicios hay que proceder como en el tratamiento de una enfermedad. ¿Sabes lo que significa esto? El cuerpo sano es considerado como si estuviera enfermo.
El tema siguió siendo discutido.
—Vas a arruinar tu cuerpo —dijo su madre en una ocasión, cuando Giulietta tenía ya diecisiete años y se acercaba el final de su formación.
—Tonterías. Ve a una discoteca llena de humo, o a un campo de fútbol. El deporte es diez veces más insano que la danza.
—Pero mírate los pies. Eso no puede ser bueno.
—Sin duda, mamá. No lo es. Pero millones de personas se sientan todos los días entre ocho y diez horas a un escritorio y se destrozan el coxis y los discos intervertebrales. O hacen esquí y se rompen todos los huesos. O fuman veinte cigarrillos al día, como tú. Mientras fumes, no me digas nada de mis pies.
Dos semanas después, había tenido que operarse cuatro muelas del juicio de una vez para perder la menor cantidad de entrenamiento posible. Había pasado casi una semana en la cama con la cara hinchada, tomando analgésicos y antibióticos, y había vuelto a entrenar antes de que le quitaran los puntos. Anita había considerado seriamente la posibilidad de denunciar al dentista.
Markus compartía solo en parte la preocupación de Anita. Sin duda la fuerza física de su hija le resultaba un poco inquietante. Pero, en realidad, le fascinaba la manera implacable con la que se atraía a los niños a esa profesión. Las conversaciones sobre educación entre Markus y Anita siempre discurrían conforme al mismo modelo:
—Las bailarinas tienen que arder por ambos extremos —diría Markus—, o no llegan a nada. Alégrate de tener una hija que quiere algo.
—Es demasiado joven para saber lo que quiere.
—Eso es pensamiento pequeño para gente mediocre. Tu hija no es mediocre.
—Todo el mundo tiene derecho a tener una infancia.
—Y todo talento tiene derecho a desplegarse.
—Eso es mentalidad RDA. Rendimiento. Rendimiento. Rendimiento.
—No. Es ley natural. Si quieres tocar el violín, tienes que tocar el violín. Y tienes que hacerlo a tiempo y con la frecuencia suficiente, o ya puedes dejarlo. Puede que todo ese rollo hippie antiautoritario y espontáneo que teníais aquí fuera muy bonito, pero no ha salido gran cosa de él, salvo catedráticos frustrados y un par de diputados sin corbata.
—Aun así, este país sigue existiendo. Otros han desaparecido.
—No cambies de tema.
—Empujas a tu hija porque tú mismo no tuviste valor para hacer algo así.
—Cierto. No tuve valor. Y tampoco talento. Pero no empujo a nadie. Lo hace ella sola.
Eso Anita tenía que admitirlo. Había esperado que Giulietta abandonaría al poco tiempo, que no podría soportar la presión. Pero Giulietta sabía muy bien que su madre solo estaba esperando un momento de debilidad para intensificar su resistencia. Así que no dejaba traslucir nada. Incluso cuando a veces llegaba a casa a las diez de la noche y caía muerta en la cama, al día siguiente a las siete y cuarto ya estaba sentada a la mesa de la cocina, pelando la fruta con satisfacción, y apenas podía esperar para aplicarse grasa de ciervo en los pies, preparar los dedos con esparadrapos y trozos de algodón, hacer puntas y empezar el día con un primer gran arabesque.
En mayo del año 1999 Giulietta había aprobado el examen final, de una hora de duración, y se enfrentaba a la nada. No sabía qué le faltaba, pero después de las diecisiete pruebas para obtener un puesto empezaba a tener claro que tenía que ser algo esencial. De las catorce chicas de su curso, en junio solo había tres que no tuvieran un contrato, y Giulietta era una de ellas. Dos semanas más tarde era la única, después de que sus dos últimas compañeras de clase aceptaran sendas ofertas en Kaiserslautern y Neustrelitz. También había ofertas para Giulietta, pero no le parecían lo bastante buenas.
—Lo que te falta es un poco de humildad —le dijo una de sus compañeras.
—Antes de irme a Kaiserslautern me contrato en un banco —respondió Giulietta.
—Pues vete comprando una calculadora, señora superestrella —fue la respuesta.
En julio sintió pánico por primera vez. Formaba parte del tercio superior de su clase, así que sencillamente no podía darse por satisfecha con la primera oferta que le llegara de cualquier sitio de provincias. Pero la nueva temporada empezaba dentro de seis semanas, y hacía mucho que todos los cuadros estaban completos. Aún podía seguir entrenando en la escuela, y le quedaban dos o tres pruebas en el extranjero. Pero su estado de ánimo no hacía más que empeorar. Pronto habría terminado el entrenamiento en la escuela, y entonces tendría que ir por las mañanas, con el ejército de bailarinas en paro, a entrenar pagando a cualquier escuela privada, y pasarse el resto del día pensando qué iba a hacer con su vida. Una idea terrible. Pero la realidad era aún peor. El primer entrenamiento libre había sido como echar un vistazo a su propio y sombrío futuro. Veía en las otras, que estaban a su lado, lo rápida que era la cuesta abajo una vez se salía de la rutina. La experiencia era deprimente. Fue enseguida al estudio de la Gsovskystrasse, puso a Rimski-Korsakov en el lector de CD y bailó sola durante cincuenta minutos. Sabía que empezaba a tener miedo. Era una sensación que estaba calando en ella, y la única respuesta que sabía era la que tenía para todo: bailar, seguir adelante, quitarse el miedo trabajando.
Leyó por enésima vez los anuncios de Ballett International y subrayó las pruebas que antes había despreciado. Entre ellas las había de teatros regionales y locales de los que ni siquiera sabía en qué lugar del mapa estaban. La Warner Bros. Movie World buscaba gente para no sé qué espectáculo en Oberhausen. Y, naturalmente, había un montón de compañías independientes. Era devastador. Ella quería bailar Giselle o El lago de los cisnes, y no un espectáculo moderno cualquiera o una versión de Disney.
Y entonces había sucedido el milagro. El ayudante de la directora de ballet de la Staatsoper la había llamado y le había dicho que habían tenido que rechazarla en primavera pero que, por una serie de razones internas, había libre una plaza de suplente, si seguía interesada. Sin duda solo le pagarían cuando actuara en sustitución de un miembro de la compañía, pero podía participar en los ensayos y aprender el repertorio.
Aceptó de inmediato, y se juró que iba a aprovechar ese período para conseguir un empleo fijo. Eso había sido a finales de julio. Dos semanas después ya participaba en los entrenamientos, y poco después en los primeros ensayos.
Y entonces había conocido a Damián.
Había recorrido a pie el camino entre la Staatsoper y el Hackescher Markt, a cuyos patios entró alrededor de las cuatro y media. Ya atardecía cuando cruzó el umbral. No conocía el teatro, pero a su derecha descubrió la taquilla de venta anticipada, y la cajera le explicó el camino.
La entrada era fácil de encontrar. Pasó por entre cajas de cervezas y aguas minerales, que alguien había apilado precisamente allí, y siguió la enrevesada escalera que subía al local.
Valeria, una bailarina de Leipzig, que llevaba ya dos años en la compañía de la Staatsoper, le había dado el consejo. Habían hablado de una pieza que iban a programar pronto en la Deutsche Oper: Tango Suite, de John Beckmann. Giulietta vio por pura curiosidad la grabación en vídeo de una producción anterior. La música le fascinó, y había sentido el deseo de saber más. Pero nadie en su entorno sabía nada de tango.
—Si quieres hablar con alguien de música de tango, ve a esa compañía, que está invitada aquí. Hasta donde yo sé, están ensayando para una representación en otoño. Pero, ¿por qué esa música te parece difícil?
—Difícil, no —había respondido Giulietta—, pero sí extraña. Me parece curioso bailar con una música de la que no sé nada. ¿No te pasa lo mismo?
—¿Qué hay que saber del tango? Música de machos. Bastante pegajosa y mortalmente triste.
—Eso pensaba yo también. Pero esta música es completamente distinta. Es más bien como el jazz. No suena como un tango. ¿La has escuchado?
—No, y no tengo intención. Al fin y al cabo, lo hacen al otro lado, en la Deutsche Oper, y no aquí, en la Staatsoper.
A Giulietta le había divertido el vocabulario anterior a la caída del Muro. ¡Al otro lado! ¿Cambiaría eso alguna vez?
—¿Cómo se llama el grupo?
—¿El de tango? Ni idea. Pero lo puedo averiguar si quieres. Te lo digo mañana.
Por la tarde había un mensaje en su contestador: “... ese grupo se llama ‘Neotango’. Ensayan los martes y los viernes en el Chamäleon, en la Rosenthaler Platz. Es uno de los cabarets de los Hackescher Hof. Pregunta por Damián. Sabe alemán, aunque es argentino. Dicen que es apuesto, así que cuidado, pequeña, nunca se sabe con estos latinos... y tango, guau... hmmm da da... ciaoooo...”
Aquel viernes ya no se acordaba de la última observación de Valerie. No se había hecho ninguna idea de ese Damián. Ni siquiera sabía qué edad tenía. La palabra “bailarín de tango” no despertaba en ella asociaciones especialmente atractivas. En eso Valerie tenía razón. El tango tenía algo de pegajoso, nostálgico y a la vez engolado. Además, ella estaba preparada para cualquier cosa menos para un encuentro así.
Empujó las puertas basculantes, que retrocedieron con un ligero chirrido. Entró a una especie de zaguán. Allí no había nadie. Unos cuántos asientos pegados a las paredes. En uno de ellos había un abrigo, un chal de seda roja oscura y unos guantes de cuero negros. A su lado, descubrió un par de botines negros con la punta redondeada. Estaban relucientes. En otra silla había una bolsa de deporte de la que asomaban un jersey de lana gris y unos vaqueros. Debajo de la silla había un par de gastadas zapatillas de deporte.
Giulietta cruzó la estancia, y de pronto, a medio camino, empezó a sonar música. Se detuvo y escuchó. Había sido como un anticipo de lo que iba a ocurrir poco después. La música era irresistible. Cerró un momento los ojos e imaginó cómo se movería con ella. Pero, extrañamente, solo sentía un fuerte deseo de echarse a bailar, sin tener una idea clara de cómo. Aquella música tenía algo pesado, algo completamente ajeno al baile. Sentía descargas de energía, pero carentes de dirección. A su través centelleaba algo de africano, la monotonía evocadora, como en trance, de los tambores. Era un cierto estado de ánimo que la perturbaba. El ballet era extrovertido, racional, nacido del aire. Aquella música le parecía introvertida, cavilosa, irracional y, sin embargo, tan atada a la tierra como un arado. Pero al mismo tiempo contenía un peculiar consuelo. En ella había algo de Dvorák, de Rachmaninov, y también música gitana. Lo que estaba escuchando tenía una magia oscura, vinculada a la tierra, como algunas obras del folclore ruso o húngaro. Pero tampoco eso era exacto. Por eso había venido. Quería saber de qué estaba hecha esa música.
Cuando entró al teatro, lo vio. O, mejor dicho, vio una posible explicación a lo que había escuchado. Se quedó sorprendida con la imagen que se le ofreció. No porque fuera un poco inusual sino, al contrario, por lo natural que parecía. Tuvo la peculiar sensación de ver confirmado algo que no había sospechado.
Delante del escenario, en el parqué despejado, un hombre bailaba con un hombre.
Tenían que llevar ya mucho tiempo trabajando, porque sus camisetas blancas estaban empapadas de sudor. Llevaban pantalones negros con tirantes y eran de distinta estatura. El más alto de los dos tenía el pelo corto e hirsuto, recorrido ya por un velo blanco. Tenía un torso bien construido, demasiado musculoso para el baile clásico, pero bien entrenado y con una hermosa línea recta que iba de la columna vertebral a la nuca. El otro hombre tenía el pelo largo y castaño, con raya en medio, recogido en una coleta. Era más delgado, y resultaba casi delicado junto a su atlética pareja de baile. Sus movimientos eran contenidos y enérgicos. Aquella perceptible energía cautivó de inmediato a Giulietta. El esbelto bailarín impulsó unos pasos al robusto. No se tocaban, sino que ejecutaban, como en un espejo, los mismos movimientos. En ese momento, la diferencia entre ellos se hacía especialmente patente. El grácil bailarín se movía como un animal de rapiña, como un gato salvaje. El atacado se resistía con la sobresaliente presencia de su cuerpo.
Giulietta se sentó a una de las mesitas de mármol que alguien había echado a un lado junto a la puerta, y siguió en silencio el espectáculo que se estaba desarrollando ante sus ojos. Aparte de los dos bailarines, no parecía haber nadie allí. El teatro había visto sin duda tiempos mejores pero, a pesar de los cables colgando y la pintura descascarillada, había conservado cierto encanto. Enfrente, distinguió los contornos de un mostrador. Al final de la sala se alzaba el escenario, oculto por un telón de terciopelo rojo oscuro. Del techo se habían desprendido casi todos los paneles, pero una impresionante colección de focos de escenario colgaba de él. En una silla situada en el escenario, delante del telón, habían sujetado con cinta adhesiva marrón una cámara de vídeo cuyo objetivo apuntaba al parqué. Un diodo luminoso junto a la lente irradiaba un rojo intenso, que significaba sin duda que la cámara estaba filmando.
He entrado directamente en el cuadro, pensó. Se sintió algo turbada. Había entrado allí sin más, sin previo aviso, sin haber preguntado. Dos bailarines estaban ensayando y ella se había sentado y los contemplaba. Pero levantarse ahora y volver a salir habría resultado aún más extraño. El grácil bailarín ya se había fijado en su presencia. La había mirado durante un breve instante. Su rostro era serio, rechazante y descontento. Pero ojalá que no fuera más que la expresión de su concentración. Ella habría debido esperar fuera y llamar a la puerta cuando la música cesara, en vez de entrar en mitad de un ensayo.
Pero, ya que estaba allí, se quedó en su silla y miró. Sabía por propia experiencia lo que era estar ensayando y que de pronto aparecieran espectadores. Al principio solo molestaba un poco, pero a veces uno se esforzaba automáticamente más. Escuchó la música con curiosidad y se fijó en los movimientos de los dos bailarines.
La obra tenía algo de impaciente, agitado y sin aliento. Se notaba enseguida que lo que estaba ocurriendo iba a tener un mal final. Los dos hombres luchaban entre sí. El más joven perseguía al mayor como un animal enfurecido. Los ásperos, duros acordes de bandoneón hacían pensar a Giulietta en un avispón, en el zumbido agresivo de un insecto al ataque. Pero estaba claro que el mayor también quería algo que el joven le negaba. Aún no estaba del todo claro para ella qué clase de disputa libraban, pero al parecer no era algo que pudiera arreglarse intercambiando los objetos deseados. Cada uno de los dos quería tan solo tener, y no dar. La música hacía el resto para excitar el conflicto: una melodía nerviosa, palpitante, de ritmo casi exagerado, con unos violines estridentes, casi dolorosamente disonantes, que a veces eran interrumpidos por breves pasajes más conciliadores. Pero en ningún momento desaparecía el tono básico de un peligro mortal.
Giulietta contemplaba fascinada al bailarín más joven, la pérfida elegancia de sus movimientos, que acosaban cada vez más al otro. Lo circundaba como un lobo hambriento, cortaba sus movimientos de fuga y le hacía sentir su voluntad indomable para que todo acabara como él quería. Giulietta solo se había dado cuenta de lo que los dos realmente querían el uno del otro cuando de pronto la música cesó un instante y la pareja se quedó unos segundos petrificada en una postura inequívoca: el mayor había abrazado por detrás al más joven y dejó que sus manos se deslizaran lentamente por su torso hacia su regazo. El joven se revolvió, lo apartó y bailó unos cuántos grandiosos gestos de amenaza, que recordaban al flamenco. ¿Se había equivocado de teatro? Si eso era tango, entonces ella había tenido una idea completamente equivocada de aquel baile.
El bailarín mayor se apartó, herido. Luego, se rehízo. En las siguientes secuencias, poco a poco fue haciéndose visible la clase de intercambio que estaba en marcha. El más joven necesitaba dinero, y el mayor solo se lo daría si se acostaba con él, una pretensión que parecía ponerle furioso. Para el joven era de importancia extrema conseguir el dinero de inmediato. Parecía estar sometido a una enorme presión. La expresión de sus ademanes era la de alguien que oye el tictac de una cuenta atrás. De pronto, se relajó, se calmó, dejó que el mayor volviera a acercársele, lo envolvió, sin que el espectador dudara ni un segundo de que aquel Pas de deux conciliador era una pérfida emboscada. El engaño del mayor, que corría ciegamente a la trampa, estaba hecho con una tensión enorme.
Giulietta escuchaba por primera vez aquella música. No tenía ni idea de qué historia le estaban contando. Pero el drama que se representaba ante sus ojos parecía surgir directamente de la música, que estaba como compuesta para él, el violín y el bandoneón se acosaban mutuamente hasta lo insoportable, se henchían furiosos, hasta que poco a poco el violín fue ganando la partida, brilló como una hoja afilada entre los hirvientes fortissimi del bandoneón, se precipitó y golpeó con dureza seis veces seguidas. El mayor cayó de rodillas en brazos del joven, alzó los brazos, implorante. El violín siguió tocando solo. Su frío e implacable sonido se deslizó por la sala como una víbora, volvió a fundirse con el del bandoneón, se enroscó alrededor del moribundo, golpeó como enloquecido, en concierto con el espumante fuelle del bandoneón, el cuerpo aún palpitante, una y otra vez, en rápida sucesión, hasta llegar al acorde final, en el que el bailarín más joven clavó con furia el cuchillo por última vez en el cuerpo de su ya inmóvil contrincante.
Un escalofrío recorrió la espalda de Giulietta.
Durante uno ssegundos, no ocurrió nada. Los dos se quedaron tendidos en el parqué, agotados, uno encima del otro, respirando pesadamente. Se oyó el ruido de un obturador al cerrarse, y como movida por un fantasma la luz de la cámara se apagó. Entonces Giulietta oyó pasos en la galería superior y, en el mismo instante, una voz:
—Vaya. Bien[1].
—El bailarín más joven se levantó e hizo una seña levantando el pulgar a la persona que había en la galería. Luego fue directamente hacia Giulietta, mientras cogía un pañuelo que le habían tirado desde la galería, se secaba el rostro y se ponía el pañuelo al cuello. Giulietta se levantó. Él se plantó ante ella. No era tan bajo y delgado como a ella le había parecido. El otro tenía que ser un auténtico gigante.
—Hola —dijo—. ¿Vos sos de la tele?
—Disculpe, no hablo español.
—Ajá. No eres de la tele. Tanto mejor.
Sonrió de oreja a oreja, con la seguridad de alguien que sabe que tiene unos dientes bellísimos.
—¿Yo? ¿De la televisión? No, no. —Sonrió, turbada. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué no le decía sencillamente por qué había venido? Fue a apartarse el pelo de la frente, pero naturalmente seguía llevándolo recogido en un moño, por lo que su gesto careció de sentido. Trató de decir algo sin mirarle con demasiada atención. Pero eso era justamente lo que no conseguía. No sentía ninguna extrañeza respecto a aquel hombre. Una voz de alarma le decía: ¡Lárgate enseguida! ¡Enseguida! Pero resultaba igual de difícil.
—Por favor, disculpe que me haya presentado así aquí...
El alzó las manos en gesto de negativa.
—Damián Alsina —dijo, y le tendió la mano.
—Yo me llamo Giulietta —se presentó ella con rapidez—. Giulietta Battin. Soy bailarina de la Staatsoper. Valerie, una compañera, me dijo que aquí hacían ensayos de tango...
Él la agarró suavemente del brazo y se adentró con ella en la sala mientras le hablaba. Giulietta sentía el cuerpo acalorado del joven bailarín. La miraba todo el tiempo, mientras ella eludía su mirada. El otro hombre, que aún seguía tendido en el suelo, se incorporó ahora con rapidez y les miró.
—... y, como estamos pensando en programar una obra de tango, pensé que quizá no fuera malo...
—... ver un tango argentino. Una idea muy buena. Lutz, permite que te presente: Señorita Giulietta, bailarina clásica. Señor Lutz.
Sonreía de una manera que le decía que se había dado perfecta cuenta del efecto que había hecho en ella. Giulietta estrechó la mano del otro hombre.
—Hola —dijo este a su vez, en un tono que no era ni amable ni lo contrario. No dijo nada más, se limitó a mirarla un tanto sorprendido. Era realmente alto, uno noventa por lo menos. Ella hubiera querido que la tierra se la tragara.
—Y ahí arriba está nuestro técnico, Charlie.
El aludido se apoyaba con los brazos cruzados en la barandilla, observaba la escena y asentía indiferente.
—¿Hacemos otra vuelta o pausa? —preguntó.
—Creo que es mejor que espere fuera hasta que hayan terminado —dijo, insegura, Giulietta—. De verdad que no quiero molestar.
El hombre llamado Lutz se dejó caer en una de las sillas y se puso minuciosamente un jersey de lana.
—Así que tú también vas a bailar un tango. Entonces somos competidores —dijo Damián—. Me interesa. Quédate aquí un momento, hasta que hayamos visto el vídeo, y luego me hablas del tango de la ópera, ¿de acuerdo? Lutz, ¿vienes arriba?
Sin esperar respuesta se volvió, fue hacia la videocámara del escenario y sacó la cinta. Luego se dirigió hacia la escalera que llevaba a la galería y desapareció del campo de visión de Giulietta.
Giulietta se detuvo, indecisa. El alemán de Damián era excelente, salvo por un ligero acento. Sin duda tenía que hacer mucho tiempo que vivía en Alemania.
Lutz se había levantado y se secaba la cara.
—¿Bailas en grupo o también en solitario? —preguntó secamente.
—En grupo —respondió ella sin especial deseo de parecer mejor de lo que era—. No soy miembro fijo de la compañía. Estoy en prácticas y ayudo. Eso es todo.
Entonces él sonrió.
—No quería decir eso. Yo también estuve en la Staatsoper. Por eso pregunto. Tenéis una directora nueva, ¿no?
Giulietta asintió.
—¿Cuándo estuviste en la compañía?
—Hace un tiempo, y no duré mucho. Víctima del cambio de los tiempos —hizo el gesto de cortarse el cuello—. Pero nunca encajé del todo, eso de hacer de príncipe, andar rondando a las ninfas y todo eso. No es lo mío. Una cosa te puedo decir: el tango y el ballet no tienen nada que ver. ¿Qué pieza vais a representar?
—Tango Suite, de John Beckmann. Pero no en la Staatsoper. Está prevista en la Deutsche.
Él levantó las cejas.
—Nunca he visto nada suyo.
—Lo que acabáis de bailar era tango, ¿no?
—Depende de a quién le preguntes.
—Pero ¿la música era de tango?
—Hay bastantes opiniones al respecto. Pero Damián podrá explicártelo mejor que yo.
—¿Cómo se llama la pieza?
—¿La música o la ópera?
—¿Ópera?
—Bueno, Damián la llama operita. Esto era un fragmento. La música se titula Escualo. De Piazzola. ¿Sabes español?
Giulietta negó con la cabeza.
—¿En qué pensaste al oír la música? —preguntó él.
—En avispones —respondió ella sin titubear.
—No está mal.
—Y... ¿qué significa escualo?
—Tiburón —respondió él—. Tengo que subir. Hasta ahora.
Ella se sentó y se quedó mirándolo mientras cruzaba el parqué. Luego, su mirada fue hacia la galería. Se veía la espalda de Charlie. Estaba inclinado sobre un aparato. Damián estaba apoyado a su lado en la barandilla, y la miraba. Cuando sus miradas se encontraron, él cruzó los brazos y no movió un músculo. Estaba segura de que había estado mirándola todo el tiempo. Cuando Lutz apareció al fondo, se volvió hacia él.
Giulietta se levantó y fue lentamente hacia la mesa ante la que se había sentado antes. Cogió el bolso y corrió hacia el zaguán. Lo atravesó deprisa y, de pronto, echó a correr, escaleras abajo, cruzó el patio hasta llegar a la Rosenthaler Strasse, donde paró el primer taxi que pasaba y montó de un salto. No era su costumbre subir a un taxi durante el día, pero necesitaba sentirse protegida. Tenía una sensación extraña, como si nadara en un lago o un mar desde cuyas profundidades algo desconocido podía lanzarse sobre ella en cualquier momento.
Y lo peor era que apenas podía esperar a que ocurriera.
La cuestión de si prefería beef o chicken para cenar la sacó de sus pensamientos. Optó por el pollo, aunque seguía teniendo poca hambre. Cuando tuvo delante la bandeja de aluminio con la comida que había pedido, se le pasó el resto del apetito, y no comió más que un poco de pan con mantequilla y sal. Luego probó la “ensalada de fruta”, una acumulación de daditos indefinibles de color amarillo y naranja flotando en una salsa azucarada y gelatinosa. A las tres cucharadas ya se había saciado, extendió asqueada la servilleta de papel sobre la bandeja y pidió un zumo de tomate.
Fuera seguía siendo de día, aunque según su reloj de pulsera eran ya las nueve de la noche. El avioncito de la pantalla acababa de dejar atrás la península ibérica y mostraba signos de ir a sumergirse en el Atlántico Sur. Giulietta trató de imaginar la forma en que el tiempo se alargaba en un viaje así, hacia el Oeste. Stricto sensu, no podía constatarse con exactitud en ningún momento cuándo valía qué hora, si el reloj retrocedía una cada dos o tres. Se acordó de manera difusa de la relación entre el tiempo y el movimiento, de que el tiempo discurría cada vez más despacio cuanto más deprisa se volaba por el espacio, y de que, si se fuera lo bastante rápido, en teoría se podría volver al pasado.
Ese era su deseo más ansiado en ese momento, cerrar los ojos, atravesar una centelleante tormenta de aceleración y bajarse del taxi aquel veinticuatro de septiembre en Berlín delante de su estudio de la Gsovskystrasse, subir corriendo las escaleras, precipitarse dentro del estudio, tirar el bolso a un rincón y escuchar a todo volumen You’ve got the power. Había corrido al baño, se había quitado los vaqueros, el jersey y la camiseta interior y se había dado una ducha caliente. Había vuelto al salón bailando descalza, econ un pantalón de jogging, una camiseta y con el pelo empapado, había pulsado la tecla de replay