Cuando soplaban los vientos fuertes del norte, trayéndonos el recuerdo gélido de que el gran casquete glaciar seguía avanzando, hacíamos una pila frente a la caverna con las reservas de broza y corteza, encendíamos una buena fogata y nos decíamos que, por muy al sur que llegara, aunque alcanzara África, podríamos plantarle cara y vencerlo.
Las pasábamos bastante canutas para no quedarnos sin combustible para la fogata. Con un trozo bien afilado de cuarcita se puede cortar una rama de cedro de diez centímetros en diez minutos, pero eran los elefantes y los mamuts los que nos mantenían calientes, gracias a su amable costumbre de destrozar árboles para probar la fuerza de la trompa y los colmillos. El Elephas antiquus tenía aún más querencia por esta práctica que su sucesor, porque estaba muy concentrado en su proceso evolutivo, y no hay nada que preocupe más a un animal en plena evolución que el desarrollo de los dientes. Los mamuts, que se creían perfectos en aquellos días, solo arrancaban árboles cuando se enfadaban o cuando se pavoneaban delante de las hembras. En la época de celo no había más que seguir a las manadas para recoger leña, pero en otros momentos una piedra bien tirada a un mamut detrás de la oreja mientras estaba ramoneando obraba maravillas y podía proporcionar madera para un mes. He visto funcionar la estratagema con los grandes mastodontes, pero llevar un baobab a rastras hasta casa es un suplicio. Arden bien, pero hay que mantenerse como mínimo a treinta metros de distancia. No es cuestión de llevar las cosas tan lejos. En fin, cuando hacía mucho frío y los casquetes glaciares del Kilimanjaro y las Ruwenzori descendían por debajo de la cota de los tres mil metros, casi siempre teníamos una buena hoguera.
En las noches claras y heladas de invierno, las chispas volaban hacia las estrellas, la madera verde siseaba, la seca crepitaba, y nuestra hoguera era como un faro impresionante en el valle del Rift. Cuando bajaba mucho la temperatura del suelo o una lluvia cerrada y desapacible hacía que nos crujieran y nos dolieran las articulaciones, el tío Vania venía a vernos. De repente, el trajín de la jungla se quedaba un momento en suspenso, en silencio, y lo oíamos desplazarse por las copas de los árboles, ris ras, ris ras, un susurro acompañado de ocasionales crujidos ominosos al sobrecargarse alguna rama y un reniego ahogado que se convertía en un grito de rabia incontrolada cuando se caía al suelo.
Por fin, en el círculo de luz de la hoguera, arrastrando los pies, aparecía una figura descomunal de brazos tan largos que casi le llegaban al suelo, cabeza cuadrada hundida entre los hombros peludos y fornidos, ojos inyectados en sangre y labios retraídos en el esfuerzo habitual que hacía por enseñar los colmillos. De hecho, parecía alguien que se ha puesto una sonrisa falsa en una fiesta a la que no tenía ninguna gana de ir, y de pequeño me daba un miedo espantoso. Más tarde, sin embargo, descubrí que, detrás de sus manías y excentricidades (por las que era el primero en sufrir y, bueno, también el único), había una persona tierna que siempre tenía a punto un puñado de enebrinas o de higos para un chaval al que creía, con toda su ingenuidad, tener perfectamente engañado con la ferocidad natural de su aspecto.
Pero ¡qué manera de hablar y de discutir! Apenas decirnos hola, apenas saludar con la cabeza a la tía Mildred, apenas acercar las pobres manos, moradas de frío, al fuego, ya empezaba, arremetía contra padre como un rinoceronte con la cabeza baja, apuntándole con un dedo largo y acusador exactamente igual que el cuerno del animal. Padre lo dejaba que atacase y desahogase sus sentimientos reprimidos en un torrente de recriminaciones; después, cuando se había calmado un poco y quizá se había comido un par de huevos de ave elefante y unos cuantos durios, padre se enzarzaba en la pelea, parando los golpes del tío Vania con sus observaciones amables e irónicas, y a veces hasta lo dejaba mudo y estupefacto al reconocer de buen grado las barbaridades que le achacaba y atribuírselas con orgullo.
Creo que en el fondo se querían mucho, aunque se hubieran pasado toda la vida en violento desacuerdo, lo cual no podía ser de otro modo, puesto que los dos eran hombres mono de principios inquebrantables que vivían en estricta conformidad con sus creencias, y dichos principios eran diametralmente opuestos en todos los aspectos. Cada uno iba por su lado, ambos con el firme convencimiento de que el otro estaba trágicamente equivocado en su idea de hacia dónde debía evolucionar la especie antropoide, pero, por muy franca que fuera su relación, nunca se menoscabó. Discutían, se gritaban, pero jamás llegaron a las manos. Y, aunque el tío Vania solía irse echando pestes, siempre volvía.
La primera bronca que recuerdo entre los hermanos, tan sumamente distintos en aspecto y en maneras, fue por todo este asunto de tener una fogata en las noches frías. Yo estaba sentado en cuclillas bien lejos de esa cosa roja que serpenteaba, herida pero voraz, mirando cómo la alimentaba padre con una indiferencia esplendorosa si bien circunspecta. Las mujeres estaban hechas una piña, charlando y despiojándose; mi madre, como siempre, se mantenía un poco aparte, observando a padre y el fuego con ojos melancólicos y reflexivos mientras masticaba papilla para los críos destetados. De repente, el tío Vania apareció de la nada, con su figura amenazadora y su voz de fin del mundo.
—¡Ahora sí que la has hecho buena, Edward! —tronó—. Debería haberme imaginado que pasaría esto tarde o temprano, pero supongo que pensaba que hasta tu locura tendría un límite. ¡Pues no! ¡Me equivocaba! Me doy la vuelta un momento y tú aprovechas para inventarte la siguiente imbecilidad. ¡Ahora, esto! Edward, si alguna vez te he aconsejado, si alguna vez te he suplicado, como tu hermano mayor que soy, que lo pensaras dos veces antes de continuar en esta senda catastrófica, que recondujeras tu vida antes de que acabase en un desastre irreparable tanto para ti como para los tuyos, ahora te digo con énfasis decuplicado: ¡para! Para, Edward, antes de que sea demasiado tarde. Para, si es que aún estás a tiempo…
El tío Vania tomó aire para completar esa parrafada impresionante pero obviamente difícil de rematar, y padre aprovechó para meter baza.
—Anda, Vania, ¡cuánto tiempo sin verte! Ven a calentarte, chavalote. ¿Dónde has estado?
—No muy lejos —dijo el tío Vania con un gesto de impaciencia—. Esta estación ha sido escasa en las frutas y las verduras en las que baso mi dieta…
—Sí —repuso padre, comprensivo—. Parece que al final vamos a tener un periodo interpluvial. Ya he visto cómo se extiende últimamente la desecación.
—… aunque no la baso exclusivamente en eso, desde luego —prosiguió el tío Vania, irritado—. Hay mucha comida en el bosque si uno sabe dónde mirar. Resulta que he descubierto que a mi edad tengo que ir con cuidado con lo que como. Así que, como soy un primate sensato, me alejé un poco de mi territorio habitual para buscar lo que quería. De hecho, me fui al Congo, donde hay de todo para todo el mundo, ¡y no hace falta tener dientes de leopardo, el estómago de una cabra o el gusto y los modales de un chacal, Edward!
—Ya será menos, Vania —dijo padre.
—Volví ayer —continuó el tío Vania—. Pensaba venir a veros igualmente, pero, cómo no, por la noche vi que algo iba mal. Hay once volcanes en esta región, Edward. ¡No doce! Supe que se estaba cociendo algo, y me olía que tú estarías detrás del problema. Con la esperanza de equivocarme, y el corazón en un puño, he venido volando. Qué razón tenía. ¡Volcanes particulares! ¡La has hecho buena, Edward!
Padre sonrió con sorna.
—Vaya, así que ¿eso es lo que crees? Es decir, ¿de verdad es este el momento crucial? Pensé que podría ser, pero cuesta decirlo. Desde luego, es «un» momento crucial en el avance del hombre, pero ¿es «el» momento crucial? —Padre arrugó los ojos en una expresión humorística de desesperación, muy propia de él en ciertas ocasiones.
—No sé si es un momento crucial o el momento crucial —dijo el tío Vania—. No pretendo saber qué crees que estás haciendo, Edward. Se te han subido los humos, eso sí. Te digo que es lo más perverso y antinatural que…
—Vaya, así que antinatural, ¿eh? —lo interrumpió padre, risueño—. Y sin embargo, Vania, siempre ha habido un elemento artificial en la vida prehumana, desde que empezamos a usar herramientas de piedra. ¿Sabes?, quizá ese fue el paso decisivo, y esto de ahora es mero desarrollo. Además, tú también usas sílex y…
—Ya hemos tenido esta conversación —repuso el tío Vania—. Siempre que se empleen con sensatez, las herramientas y los artefactos no transgreden las leyes de la naturaleza. Las arañas cazan las presas con la tela; los pájaros forman nidos mucho mejor que nosotros, y más de una vez un mono te ha tirado un coco a la cabezota, ¿verdad? Igual por eso se te ha trastocado la sesera. Hace unas semanas vi a un grupo de gorilas que molía a palos a un par de elefantes (¡elefantes, nada menos!). Estoy dispuesto a aceptar que unas simples piedras pulidas formen parte inevitable del curso natural, siempre y cuando uno no se vuelva dependiente de ellas y no trate de refinarlas en exceso. No soy un intolerante, Edward, y hasta ahí llego. Pero ¡esto! Esto es muy distinto. Esto puede acabar fatal. Afecta a todo el mundo. Hasta a mí. Podrías quemar el bosque. Y entonces ¿yo qué hago?
—Oh, Vania, a eso no llegaremos —dijo padre.
—¿Que no? A ver, Edward, contéstame a una pregunta: ¿eres capaz de controlar esta cosa?
—Eh… Bueno, más o menos. Más o menos, ya sabes.
—¿Qué quiere decir «más o menos»? O la controlas o no la controlas. No me vengas con evasivas. ¿Sabes apagarla, por ejemplo?
—Si no la alimentas, se apaga sola —contestó padre a la defensiva.
—Edward —dijo el tío Vania—, te lo advierto. Has puesto en marcha algo que puede que no seas capaz de parar. ¡Crees que se apagará si no la alimentas! ¿Se te ha ocurrido que igual decide alimentarse sola en algún momento? Y entonces ¿qué?
—No ha pasado nada parecido —respondió padre, de mal humor—. De hecho, tengo que estar todo el tiempo pendiente de que no se apague, sobre todo en las noches más húmedas.
—Entonces, te aconsejo encarecidamente que la dejes apagarse antes de que empieces una reacción en cadena. ¿Cuánto tiempo llevas jugando con fuego?
—Oh, lo descubrí hace unos meses. Y, ¿sabes?, es fascinante. Las posibilidades son infinitas. ¡Se pueden hacer tantas cosas con él! Aparte de tener calefacción central, aunque en sí eso ya es un gran paso. Apenas he empezado a vislumbrar las aplicaciones. Pero, mira, el humo, por ejemplo: no te lo creerás, pero ahoga a las moscas y mantiene a raya a los mosquitos. Claro que el fuego también tiene sus cosas. Por ejemplo, es difícil de transportar. Y tiene un apetito voraz: come como una lima. Y es de tendencia maliciosa: si no tienes cuidado, puede ser muy peligroso. Pero es una auténtica novedad; abre unas perspectivas de progreso que…
De repente, el tío Vania soltó un chillido ensordecedor y se puso a saltar a la pata coja. Yo lo observaba con gran interés porque llevaba un rato pisando un ascua al rojo vivo, pero el tío Vania estaba tan enfrascado en la discusión que no se había dado cuenta, ni de eso ni del siseo y el olorcillo subsiguientes. El ascua le había quemado de lleno la planta del pie.
—¡Aaah! —rugió—. ¡Maldito idiota, Edward! ¡Me ha picado! ¡Mira qué ha hecho tu invento del demonio! ¡Aaah! ¿Qué te he dicho? ¡Acabará por merendaros a todos! Estáis sentados encima de un volcán, ¡que lo sepáis! ¡Tú y yo hemos terminado, Edward! Te extinguirás, tú y tu grupo, en un periquete. Hasta aquí hemos llegado. ¡Aaah! ¡Me vuelvo a los árboles! ¡Esta vez lo has hecho todo con los pies! ¡Acabarás como el brontosaurio!
Desapareció cojeando, pero los aullidos siguieron oyéndose unos buenos quince minutos.
—En fin, al menos el tío Vania sí que puede decir que lo ha hecho todo con los pies —dijo padre a madre mientras aventaba la hoguera con una rama hojosa.
Sin embargo, el tío Vania regresó muchas veces a repetir sus advertencias, sobre todo en las noches frías o lluviosas. Nuestro dominio gradual del fuego no aplacó en absoluto sus aprensiones. Resoplaba con desdén cuando le enseñábamos cómo se sofocaba un poco, cómo lo cortábamos como una anguila en varios fuegos y cómo podía transportarse en la punta de una rama seca. Aunque padre supervisaba esos experimentos con mil ojos, el tío Vania los condenaba; consideraba que la botánica y la zoología debían constituir las únicas materias de la educación científica y se oponía radicalmente a añadir la física al currículum.
No obstante, todos nos familiarizamos con el fuego muy deprisa. Al principio, las mujeres tardaban en apartarse y se quemaban, y hubo unos días en que parecía que no sobreviviría ningún miembro de la generación más joven. Pero padre era de la opinión de que cada uno debía cometer sus propios errores.
—Niño chamuscado, del fuego acobardado —decía con confianza mientras otro crío chillaba al atrapar una chiribita. Y tenía razón.
A fin de cuentas, eran accidentes menores al lado de los beneficios. Nuestro nivel de vida alcanzó cotas irreconocibles. Antes del fuego no éramos nadie. Habíamos bajado de los árboles, teníamos hachas de piedra, pero poco más, y todos los dientes, cuernos y garras de la naturaleza parecían estar en nuestra contra. Por mucho que nos consideráramos animales terrestres, teníamos que hacer gala de nuestra capacidad acrobática y brincar a un árbol si nos metíamos en un lío. Aún teníamos que subsistir en gran medida a base de bayas, raíces y frutos; aún agradecíamos las larvas y los gusanos gordos para incrementar la ingesta de proteínas. Necesitábamos con desespero alimentos energéticos para sustentar nuestro físico en crecimiento, pero sufríamos escasez crónica de ellos. Un motivo importante para abandonar el bosque era tratar de introducir más carne en la dieta. Las llanuras rebosaban de carne; el problema era que iba a cuatro patas. En las grandes praderas había muchísima caza: manadas de bisontes, búfalos, impalas, órix, ñúes, búbalos, antílopes, gacelas, cebras y caballos, por mencionar unos pocos a los que nos gustaría comernos. Pero intentar cazar carne que va a cuatro patas cuando tú vas sobre dos es tarea baladí; además, teníamos que caminar muy erguidos para ver algo por encima de la hierba alta de la sabana. Y después, si conseguíamos atrapar un ungulado, ¿qué hacíamos con él? Dan coces. A veces apresábamos algún animal cojo, pero entonces nos corneaba. Se necesitaba una buena horda de hombres mono para matarlo a pedradas. Un grupo grande puede rodear y cazar una presa, pero para mantener a un grupo grande unido se precisa una provisión de comida abundante y regular. Se trata del círculo vicioso más antiguo de la economía: para cobrarse piezas hace falta una buena partida de caza, pero para alimentar a una buena partida hacen falta piezas. De lo contrario, las comidas son tan irregulares que solo puede mantenerse un grupo de tres, a lo sumo cuatro.
De modo que había que comenzar desde abajo e ir ascendiendo. Debíamos empezar por conejos, damanes y pequeños roedores, que se abaten de una pedrada; debíamos ir tras tortugas, lagartos y serpientes, asequibles si se estudian sus hábitos con asiduidad. Una vez muertos, esos animalillos se abren bastante bien con cuchillos de sílex y, aunque no es fácil arrancar y comerse los mejores trozos sin los enormes caninos de los carnívoros, pueden cortarse y machacarse un poco con piedras antes de triturarlos con los molares, los cuales en origen estaban destinados a una dieta frugívora. Las partes blandas no suelen estar muy buenas, pero quien está hambriento por el esfuerzo de andar erguido todo el día sobre las patas traseras y quiere nutrirse el cerebro no puede permitirse el lujo de ser tiquismiquis. Nos peleábamos por las partes blandas y teníamos en alta estima a los animales pulposos porque nos daban un descanso a los dientes y a las digestiones.
No sé si mucha gente se acuerda de las horribles indigestiones que sufríamos en aquellos tiempos o de cuántos perecieron por ellas. Los trastornos estomacales nos agriaban el carácter, y la mueca huraña y antipática de los prehumanos pioneros de los días primigenios tenía menos que ver con la malevolencia o la salvajería que con el estado de la mucosa gástrica. Una colitis crónica le escamotea la alegría al más pintado. Es una falacia cabal suponer que, como acabábamos de bajar de los árboles y por ello estábamos «más conectados con la naturaleza», podíamos comer cualquier cosa, por fibrosa o repugnante que fuera. Al revés: ampliar los hábitos alimenticios desde el vegetarianismo más puro (casi exclusivamente frugívoro, en realidad) hasta el omnivorismo es un proceso doloroso y complicado que exige mucha paciencia y persistencia en buscar maneras de retener cosas que no solo te dan asco, sino que son indigestas. Solo la ambición implacable, el deseo de ascender en el escalafón de la naturaleza y una disciplina inclemente pueden llevarlo a uno a superar esa transición. No negaré que a veces salen al paso exquisiteces inesperadas, pero en la vida no todo son lechecillas y caracoles. En el momento en que uno se propone ser omnívoro, debe aprender a comer de todo, y cuando uno no sabe de dónde saldrá la siguiente comida, también debe comérselo todo. De pequeños nos inculcaron estas normas a rajatabla, y si un niño se atrevía a decir: «Ay, mami, es que no me gusta el sapo», estaba pidiendo a gritos un bofetón. «Cómetelo, que es bueno para ti» fue la cantinela de mi infancia. Y vaya si es cierta: la naturaleza, con su maravillosa capacidad de adaptación, fortaleció nuestras pequeñas vísceras para digerir lo indigerible.
No hay que olvidar que, al empezar a comer carne, teníamos que masticar, y por tanto saborear, esa comida tan nutritiva y tan poco indicada. Los carnívoros (los grandes felinos, los lobos y perros, y los cocodrilos) se limitaban a despedazar la carne y tragar, sin importarles si era paletilla, solomillo, hígado o tripas. Nosotros no podíamos engullirla. «Mastica cien veces antes de tragar», otra máxima de la infancia, se basaba en la certeza de que el precio de desoírla era un agudo dolor de barriga. En aquellos tiempos primigenios, todos los trozos de carne, por asquerosos que fueran, debían explorarse a conciencia en la boca y el paladar. La única salsa que teníamos era el hambre, y desde luego de eso íbamos sobrados.
Así, envidiábamos los banquetes de carne de que daban cuenta leones y dientes de sable, la facilidad con la que abatían a las presas y el despilfarro con que se las comían, pues dejaban unas tres cuartas partes de la pieza a los chacales y los buitres. Lo que más nos interesaba era, por lo tanto, mantenernos cerca de algún león y, cuando hubiera terminado de comerse su parte, coger las sobras. Al menos las hachas, los palos afilados y la puntería al lanzar piedras nos daban igualdad de condiciones con respecto a chacales y buitres, aunque a menudo había que pelear con uñas y dientes. Las mejores comidas solíamos conseguirlas observando a los buitres y echándoles una carrera. Lo malo de ser un carroñero es que implica pulular en las cercanías del cazador, y encima cuando está hambriento. Y eso, claro, entraña el riesgo de acabar convertido en su comida.
Era un gran riesgo. Los chacales y las hienas corren, los buitres vuelan, pero lo único que pueden hacer los pobres hombres mono recién bajados de los árboles es caminar alerta por la llanura. Muchos no querían esa vida de peligros y no se aventuraban más allá de la caza menor, aunque a menudo fuera repulsiva, ni de la única organización con la que era compatible: una sociedad pequeña, provinciana y aburrida. La gente mejor alimentada, más grande y más emprendedora era, desde luego, la que iba a la zaga de los grandes felinos (leones, dientes de sable, leopardos, guepardos, linces y demás) y comía cuando estos se levantaban de la mesa. Era peligroso, pero los defensores de esa práctica argumentaban que los felinos se comerían igualmente a los primates si quisieran, aunque fuera por variar de plato; estar cerca no aumentaba el riesgo de convertirse en su presa. Por otra parte, todo lo que se aprendía al observar sus costumbres resultaba muy útil si había que aplicar tácticas de retirada. Entonces, cuando realmente tocaba correr, uno estaba en forma y bien alimentado. La cuestión era saber cuándo tenían hambre los leones y cuándo no; las bajas podían reducirse a la mitad solo estudiando ese punto. Hay quien dice que cazar con los leones es lo que les dio el gusto por nuestra carne, pero los primeros cazadores lo negaban con vehemencia, de la misma forma que se indignaban ante la menor insinuación de que eran meros parásitos de los grandes carnívoros. En mi opinión, hay que aceptar que, al fin y al cabo, aprendieron un montón de cosas sobre los depredadores que serán por siempre útiles a la humanidad.
A los carnívoros podíamos rapiñarles algo, pero no les llegábamos ni a la suela del zapato. No nos atrevíamos a cruzarnos en su camino. Eran los reyes de la creación, y su voluntad era ley. Mantenían el número de hombres mono a raya, y no podíamos hacer más que volver a subir a los árboles y darnos por vencidos con la idea de la terrestralidad. Como padre estaba totalmente convencido de que íbamos por el buen camino, esa opción no tenía cabida salvo para gente como el tío Vania. Padre mostraba una seguridad serena en que ocurriría algo que daría un vuelco a la fortuna; habíamos puesto la confianza en la inteligencia, en un cerebro grande y en el cráneo igualmente grande que lo guardaba, y debíamos confiar en él para sobrevivir. Entretanto, lo que nos hacía falta era un par de buenas piernas.
—No hay nada en el mundo que le impida a un hombre mono correr cien metros en diez segundos, saltar un espino de dos metros o, con la ayuda de una lanza, superar uno de cinco —solía decir padre—. Un buen impulso y unos buenos bíceps para ir de rama en rama deberían bastaros para salir de las dificultades en el noventa por ciento de los casos.
Y doy fe de que él lo demostró.