EL ODIO QUE DAS

Título original: The Hate U Give

© 2017, A.C. Thomas

Publicado según acuerdo con Lennart Sane Agency AB.

Traducción: Sonia Verjovsky

Imagen de portada: © 2017 Debra Cartwright

D.R. © 2019, Editorial Océano, S.L.

D.R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.

Primera edición en libro electrónico: mayo, 2019

eISBN: 978-607-527-883-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

Para mi abuela, quien me enseñó

que puede haber luz en la oscuridad

PRIMERA PARTE

CUANDO SUCEDE

CAPÍTULO 1

No debí haber venido a esta fiesta.

Ni siquiera estoy segura de pertenecer aquí. No es por esnob ni nada por el estilo. Simplemente hay algunos lugares donde no basta con ser como soy. Ninguna de mis versiones. Y la fiesta de las vacaciones de primavera de Big D es uno de esos lugares.

Me apretujo entre cuerpos sudados y sigo a Kenya y a sus rizos, que rebotan por debajo de sus hombros. Una neblina con olor a hierba inunda la habitación, y la música sacude el suelo. Algún rapero les grita a todos para que hagan el Whip / Nae-Nae, con la consiguiente respuesta de un montón de hey cuando la gente se lanza a hacer su propia versión del baile. Kenya levanta su vaso y baila en la multitud. Entre el dolor de cabeza por la música ruidosa y las náuseas por el olor a hierba, lo que me impresionaría sería lograr cruzar la estancia sin derramar mi bebida.

Nos liberamos de la multitud. La casa de Big D está atiborrada de pared a pared. Siempre había oído que todo mundo viene a sus fiestas de primavera —bueno, todos menos yo— pero carajo, no sabía que habría tanta gente. Las chicas llevan el pelo pintado de colores, rizado o planchado. Me hacen sentir ordinaria, una mierda, con mi simple coleta. Los tipos con sus zapatos más nuevos y pantalones más holgados bailan tan pegados a ellas que casi necesitan condón. A mi abuela Nana le gusta decir que la primavera trae el amor. La primavera en Garden Heights, también conocido como el Jardín, no siempre trae el amor, pero promete bebés en el invierno. No me sorprendería que muchos fueran concebidos la noche de la fiesta de Big D. Siempre la organiza el viernes de las vacaciones de primavera porque necesitas el sábado para recuperarte y el domingo para arrepentirte.

—Starr, ya deja de seguirme y ve a bailar —dice Kenya—. De por sí la gente cree que te sientes superior.

—No sabía que tanta gente en Garden Heights supiera leer la mente —o que me conocieran como algo más que la hija de Big Mav que trabaja en la tienda. Le doy un sorbo a mi bebida, y de inmediato lo escupo. Sabía que encontraría más que jugo de frutas en ella, pero esto es mucho más fuerte de lo que acostumbro beber. Ni siquiera deberían llamarlo ponche. Es alcohol puro. Lo pongo en la mesita y digo—: me revienta cómo la gente cree saber lo que pienso.

—Escucha, yo sólo repito lo que oigo. Te comportas como si no conocieras a nadie porque vas a esa escuela.

Llevo seis años escuchando la mierda de siempre, desde que mis papás me inscribieron en el instituto Williamson.

—Si tú lo dices —farfullo.

—Y no vendría mal que dejaras de vestirte como… —su mirada recorre con desprecio desde mi calzado hasta mi sudadera extragrande—. Eso. ¿No es la sudadera de mi hermano?

La sudadera de nuestro hermano. Kenya y yo compartimos un hermano mayor, Seven. Pero ella y yo no estamos emparentadas. Su mamá es madre de Seven, y mi papá es padre de Seven. Una locura, lo sé.

—Sí, es suya.

—No me extraña. Ya sabes lo que dice la gente. Has logrado que piensen que eres mi novia.

—¿Te parece que me importa lo que diga la gente?

—¡No! ¡Y ése es el problema!

—Si tú lo dices —de haber sabido que seguirla a esta fiesta significaría que se pondría en plan Extreme Makeover: Edición especial Starr, me habría quedado en casa para ver episodios viejos de El príncipe del rap. Mis Jordan son cómodos y, carajo, están nuevos. Es más de lo que la mayoría puede decir. La sudadera me queda demasiado grande, y por mucho, pero así me gusta. Además, si me jalo la capucha sobre la nariz, evito oler el humo de la hierba.

—Bueno, no pienso cuidarte toda la noche, así que es mejor que hagas algo —dice Kenya, y recorre la habitación con su mirada. Kenya podría ser modelo, para ser sincera. Tiene la piel morena oscura y perfecta (no creo que le haya salido una sola espinilla en toda su vida), ojos rasgados color avellana y largas pestañas que no compró en ninguna tienda. Además, tiene la altura perfecta para modelar, pero es un poco más robusta que esos palitos de pasarela. Nunca se pone el mismo vestido dos veces. Su papá, King, se asegura de que así sea.

Kenya es prácticamente la única persona con la que salgo en Garden Heights; es difícil hacer amigos cuando tu escuela está a cuarenta y cinco minutos de distancia, y eres de esas chicas que pasa mucho tiempo sola en casa porque tus padres trabajan todo el día, y a quien la gente sólo ve despachando en la tienda de su familia. Es fácil pasar tiempo con Kenya por nuestra relación con Seven. Pero a veces ella es un verdadero lío. Siempre está peleando y no duda en decir que su papá le pateará el trasero a cualquiera. Claro que es cierto, pero quisiera que dejara de provocar peleas sólo para sacar su as de debajo de la manga. Diablos, yo también podría usar el mío. Todos saben que no puedes jugar con mi padre, Big Mav, y definitivamente no puedes meterte con sus hijos. Pero yo no ando por ahí iniciando peleas.

Como en esta fiesta de Big D, donde Kenya está mirando muy provocadoramente a Denasia Allen. No recuerdo mucho de Denasia, pero sé que ella y Kenya no se agradan desde cuarto grado. Esta noche, Denasia baila con un tipo en el otro lado de la habitación y no le está prestando la menor atención a Kenya. Pero no importa adónde nos movamos, Kenya detecta a Denasia y la fulmina con la mirada. Y cuando te barren de esa manera, en algún momento sientes la mirada sobre ti y eso te invita a patear un trasero o a que te pateen el tuyo.

—¡Ay! No la soporto —dice furiosa Kenya—. El otro día, estábamos en la fila de la cafetería, ¿sabes? Y se puso a decir tonterías justo detrás de mí. No dijo mi nombre, pero sé que hablaba de mí, y decía que yo había tratado de acostarme con DeVante.

—¿En serio? —siempre sigo el guion en estos casos.

—Ajá. Y yo no quiero nada con él.

—Lo sé —¿en verdad? Ni siquiera sé quién es el tal DeVante—. ¿Y qué hiciste?

—¿Qué crees que hice? Me di la vuelta y le pregunté si tenía algún problema conmigo. La muy perra me iba a salir con eso de Ni siquiera hablaba de ti, ¡pero claro que lo estaba haciendo! Qué suerte tienes de ir a esa escuela de blancos y no tener que lidiar con perras como ella.

Esto es una mierda, ¿no? Hace menos de cinco minutos yo era una presumida por ir a Williamson, ¿y ahora soy una suertuda?

—Créeme, en mi escuela también hay de ésas. Eso es algo universal, ¿sabes?

—Mira, esta noche nos encargaremos de ella —la mirada de Kenya alcanza su punto máximo de crudeza. Denasia siente el ardor y mira directamente a Kenya—. Ajá —confirma Kenya, como si Denasia pudiera escucharla—. Mira.

—Espera un momento. ¿Nos? ¿Por eso me rogaste que viniera a la fiesta? ¿Para usarme como relevo en una pelea?

Tiene el descaro de poner cara de ofendida.

—¡Ni que hubieras tenido otra cosa que hacer! O alguien más con quien pasar el rato. Te estoy haciendo un favor.

—¿En serio, Kenya? Tú sabes que tengo amigos, ¿cierto?

Entorna los ojos. Con esmero. Sólo se le ve la parte blanca de los ojos durante unos segundos.

—Esas presumidas de tu escuela no cuentan.

—No son presumidas, y sí cuentan —me pongo a pensar. Maya y yo nos llevamos bien. No estoy segura de qué pasa con Hailey últimamente—. Y, ¿sinceramente? Si meterme en una pelea es tu manera de mejorar mi vida social, estoy bien sola. Maldita sea, siempre ocurre algún drama contigo.

—Por favor, Starr —alarga el por favor. Lo alarga demasiado—: esto es lo que tengo en mente. Esperamos a que se aleje de DeVante, ¿sabes? Y luego…

El teléfono vibra contra mi muslo, y le echo un ojo a la pantalla. Ya que he estado ignorando sus llamadas, Chris me envía un mensaje de texto.

¿Podemos hablar?

No era mi intención que todo saliera así

Por supuesto que no lo era. Ayer, su intención era que todo saliera de una manera completamente distinta, y ése fue el problema. Guardo el teléfono en el bolsillo. No estoy segura de lo que quiero decirle, pero luego me encargaré de él.

—¡Kenya! —grita alguien.

Una chica grande, de piel clara con el cabello lacio como el agua, se abre paso entre la multitud hacia nosotros. La sigue un tipo alto con un peinado frohicano —afro y mohicano— negro y rubio. Los dos abrazan a Kenya y le dicen que se ve hermosa. Es como si yo no estuviera ahí.

—¿Por qué no me dijiste que vendrías? —pregunta la chica y mete el pulgar en la boca. Ya tiene los dientes malformados por hacer eso—. Podrías haber llegado con nosotros.

—No, niña. Tenía que ir por Starr —dice Kenya—. Vinimos caminando.

Y entonces se dan cuenta de que estoy ahí parada a menos de medio paso de Kenya.

El chico entrecierra los ojos y me echa un vistazo rápido. Frunce el ceño por sólo una fracción de segundo, pero lo noto.

—¿No eres la hija de Big Mav, la que trabaja en la tienda?

¿Lo ven? La gente se comporta como si ése fuera el nombre que tengo en el acta de nacimiento.

—Sí, soy yo.

—¡Ahhh! —dice ella—. Sabía que me resultabas conocida. Estábamos juntas en tercer grado, en la clase de la señorita Bridges. Yo me sentaba detrás de ti.

—Ah —sé que éste es el momento en el que se supone que debo recordarla, pero no es así. Supongo que Kenya tenía razón: en verdad no conozco a nadie. Sus rostros me resultan familiares, pero es difícil conocer los nombres y las vidas de las personas cuando les estás embolsando la compra.

Pero puedo mentir.

—Claro que te recuerdo.

—Niña, no finjas —dice el muchacho—. Sabes que no la conoces ni de broma.

¿Por qué mientes siempre? —preguntan al unísono Kenya y la chica, recordando la canción. El chico las acompaña, y todos estallan en carcajadas.

—Bianca y Chance, sean amables —dice Kenya—. Ésta es la primera fiesta de Starr. Sus viejos no la dejan salir.

Le lanzo una mirada asesina.

—Sí salgo, Kenya.

—¿La han visto en alguna fiesta por aquí? —les pregunta Kenya.

—¡No!

—Más claro, ni el agua. Y antes de que lo digas, las tristes fiestecitas de los tipos blancos que viven en los barrios residenciales no cuentan.

Chance y Bianca sueltan unas risitas. Carajo, cómo quisiera que esta sudadera me tragara de alguna manera.

—Apuesto a que se meten pastillas y esas porquerías, ¿no? —me pregunta Chance—. A los chicos blancos les encanta meterse pastas.

—Y escuchar a Taylor Swift —agrega Bianca, hablando alrededor de su pulgar.

Bueno, algo tiene de cierto, pero no lo voy a admitir.

—Para nada, de hecho sus fiestas son bastante geniales —digo—. Una vez, uno de los chicos invitó a J. Cole a actuar en su fiesta de cumpleaños.

—Carajo, ¿en serio? —pregunta Chance—. Mieeeerda. Perra, invítame a la próxima. Yo me largo de fiesta con esos blanquitos.

—En fin —dice Kenya con voz sonora—. Hablábamos de darle su merecido a Denasia. Esa perra está allá bailando con DeVante.

—Qué zorra —dice Bianca—. Ya sabes que ha estado hablando mal de ti, ¿cierto? Yo estaba en la clase del señor Donald la semana pasada cuando Aaliyah me dijo…

Chance levanta los ojos al cielo.

—¡Uf! El señor Donald.

—Sólo estás enojado porque te echó —dice Kenya.

—¡Por supuesto!

—En fin, Aaliyah me contó… —retoma Bianca.

Me vuelvo a perder mientras discuten acerca de compañeros de clases y maestros que no conozco. No puedo decir nada. Pero no importa. Soy invisible.

Me siento así con mucha frecuencia en este lugar.

En medio de sus quejas sobre Denasia y sus maestros, Kenya dice algo sobre ir por otra bebida, y los tres se largan sin mí.

De repente soy Eva en el Edén después de comerse la manzana: es como si me sintiera desnuda. Estoy sola en una fiesta en la que se supone que ni siquiera debería estar, donde apenas conozco a alguien. Y ese alguien que sí conozco me acaba de dejar colgada.

Kenya me rogó durante semanas para que viniera. Yo sabía que, sin lugar a dudas, me sentiría incómoda, pero cada vez que le decía que no, me decía que me comportaba como si fuera demasiado buena para una fiesta del Jardín. Me cansé de escuchar esa mierda y decidí demostrarle que estaba equivocada. El problema es que habría sido necesario un Jesús Negro para convencer a mis papás de dejarme venir. Ahora ese Jesús Negro tendrá que rescatarme si descubren que estoy aquí.

La gente me lanza miradas en plan: ¿Quién es esta tipa, recargada sola contra la pared y con esa pinta tan lamentable? Debería pasarla bien, mientras me haga la genial y no me meta con nadie. Lo irónico es que en Williamson no me tengo que hacer la genial; ya soy genial porque soy una de las pocas niñas negras que hay allí. En Garden Heights me tengo que esforzar para ser genial, y eso es más difícil que comprarse un par de Jordan Retro el día de su lanzamiento.

Pero es curioso cómo funciona con los chicos blancos. Es genial ser negro hasta que resulta duro ser negro.

—¡Starr! —me llama una voz que me resulta familiar.

El mar de gente se abre para dejarle paso como si fuera un Moisés moreno. Los chicos chocan puños con él y las chicas estiran el cuello para verlo. Me sonríe, y sus hoyuelos echan abajo cualquier aura de pandillero que pudiera tener.

Khalil es un galán, no hay otra manera de decirlo. Y yo solía bañarme con él. No de esa forma, pero cuando éramos niños nos moríamos de la risa porque él tenía una colita y yo tenía lo que su abuela llamaba un huequito. Pero juro que no era nada pervertido.

Me abraza, y aún huele a jabón y talco para bebé.

—¿Qué pasa contigo, niña? No te he visto desde hace años —se separa de mí—. No te mensajeas con nadie, nada de nada. ¿Dónde has estado?

—He estado ocupada con la escuela y el equipo de basquetbol —le respondo—. Pero siempre estoy en la tienda. Tú eres el que ya no ve a nadie.

Desaparecen sus hoyuelos. Se limpia la nariz como lo hace siempre antes de mentir.

—También he estado ocupado.

Obviamente. Los Jordan nuevos, la reluciente camiseta blanca y los diamantes en las orejas. Cuando creces en Garden Heights, sabes lo que en realidad significa ocupado.

Mierda. Quisiera que él no estuviera ocupado con eso. No sé si quiero llorar o abofetearlo.

Pero por la manera en que Khalil me mira con esos ojos color avellana, se me hace difícil estar enojada. Siento que tengo diez años otra vez, y que estoy parada en el sótano de la iglesia Christ Temple, viviendo mi primer beso con él en el campamento de estudios bíblicos. De repente recuerdo que llevo puesta una sudadera, que estoy hecha un desastre… y que en realidad ya tengo novio. Quizá no esté respondiendo las llamadas o mensajes de Chris en este momento, pero de todas formas es mío y quiero que siga siendo así.

—¿Cómo está tu abuela? —pregunto—. ¿Y Cameron?

—Están bien. Pero mi abuela está enferma —Khalil le da un sorbo a su bebida—. Los doctores dicen que tiene cáncer, o algo así.

—Carajo, K. Lo siento.

—Le están dando quimio. Pero lo único que le preocupa es lo de la peluca —suelta una risa débil que no muestra sus hoyuelos—. Se pondrá bien.

Es una plegaria, más que una profecía.

—¿Tu mamá te está ayudando con Cameron?

—Esa Starr, siempre buscando lo mejor de la gente. Ya sabes que ella no ayuda en nada.

—Eh, sólo preguntaba. Vino a la tienda el otro día. Tiene mejor aspecto.

—Por ahora —dice Khalil—. Dice que está intentando dejar las drogas, pero es lo de siempre. Las deja unas semanas, luego decide que quiere un golpe más, y empieza otra vez. Pero como te dije, yo estoy bien, Cameron está bien, mi abuela está bien —se encoje de hombros—. Es lo único que importa.

—Sí —le respondo, pero recuerdo las noches que pasé con Khalil en su cobertizo, a la espera de que su mamá llegara a casa. Le guste o no, ella también le importa.

La música cambia y se escucha a Drake rapear desde las bocinas. Muevo la cabeza siguiendo el ritmo y coreo en voz baja. Todos los que están en la pista de baile gritan la parte en la que dice empezamos desde abajo, ahora estamos aquí. Hay días en los que en Garden Heights estamos bien abajo, pero aun así compartimos el sentimiento de que, mierda, podría ser peor.

Khalil me está mirando. Una sonrisa intenta formarse en sus labios, pero sacude la cabeza.

—No puedo creer que todavía te encante ese llorón de mierda de Drake.

Me le quedo mirando con la boca abierta.

—¡Deja en paz a mi marido!

—Al cursi de tu marido. Nena, lo eres todo para mí, todo lo que siempre quise —canta Khalil con voz quejumbrosa. Lo empujo con el hombro y ríe, mientras su bebida se derrama—. ¡Tú sabes que así suena!

Le muestro el dedo medio. Frunce los labios y emite el sonido de un beso. Tantos meses separados, y en unos segundos volvemos a ser los de siempre.

Khalil toma una servilleta de la mesa y limpia las manchas de la bebida en sus Jordan, unos modelo 3 Retro. Salieron hace unos años, pero juro que todavía son lo máximo. Cuestan como trescientos dólares, y eso si encuentras a alguien en eBay que necesite dinero desesperadamente. Chris lo logró. Los míos fueron una ganga que conseguí por ciento cincuenta, pero eso es porque uso talla infantil. Gracias a mis piecitos, Chris y yo podemos escoger calzado idéntico. Sí, somos ese tipo de pareja. Mierda. Pero nos llevamos bien. Si puede dejar de hacer estupideces, estaremos superbién.

—Me gustan tus Jordan —le digo a Khalil.

—Gracias —limpia los zapatos con la servilleta y me horrorizo. Con cada frotadura, gritan para que les ayude. No miento: cada vez que alguien limpia mal unos Jordan, muere un gatito.

—Khalil —le digo, a un segundo de arrebatarle esa servilleta—. O lo limpias suavemente de un lado a otro, o le das palmaditas. No restriegues la servilleta. En serio.

Me voltea a ver con una sonrisita burlona.

Okay, doña Jordan —y, gracias a Jesús Negro, empieza a limpiarlos con palmaditas—. Ya que gracias a ti los ensucié con mi bebida, debería obligarte a limpiarlos.

—Te costará sesenta dólares.

—¿Sesenta? —grita, y se endereza.

—Mierda, sí. Y serían ochenta si tuvieran suelas transparentes —es una mierda limpiar las suelas transparentes—. Los kits de limpieza no son baratos. Además, es obvio que estás ganando buena pasta si puedes comprarte esto.

Khalil sorbe su bebida como si yo no hubiera dicho nada, y murmura:

—Carajo, está fuerte esta mierda —y pone el vaso en la mesa—. Eh, dile a tu papá que necesito ir a saludarlo pronto. Está pasando algo que tengo que contarle.

—¿Qué clase de algo?

—Cosas de adultos.

—Claro, porque tú eres muy adulto.

—Cinco meses, dos semanas y tres días mayor que tú —me guiña el ojo—. No se me olvida.

Estalla un escándalo en medio de la pista. Las voces discuten más fuerte que la música. Las maldiciones vuelan a diestra y siniestra.

¿Lo primero que pienso? Que Kenya acechó a Denasia como lo prometió. Pero las voces son más graves que las suyas.

¡Pum! Suena un disparo. Me agacho.

¡Pum! Un segundo disparo. La multitud se dirige en estampida a la puerta, lo que ocasiona más maldiciones y peleas, ya que es imposible que todos salgan a la vez.

Khalil toma mi mano.

—Vamos.

Hay demasiada gente y demasiado pelo afro como para localizar a Kenya.

—Pero Kenya…

—Olvídala, ¡vamos!

Me jala entre la multitud, apartando a la gente de nuestro camino y pisoteando zapatos. Con eso ya podríamos habernos ganado unos tiros. Busco a Kenya entre los rostros de pánico, pero no hay señal de ella. No trato de averiguar a quién le dispararon ni quién lo hizo. No puedes ser un soplón si no sabes nada.

Afuera, los autos arrancan a toda velocidad y la gente corre en la noche en cualquier dirección. Khalil me lleva hasta un Chevy Impala estacionado bajo un farol con poca luz. Me empuja dentro por el lado del conductor, y me paso al asiento del copiloto. Arrancamos con un chirrido y dejamos el caos en el espejo retrovisor.

—Siempre sucede alguna mierda —masculla—. No se puede organizar una fiesta sin que le disparen a alguien.

Suena como mis padres. Exactamente por eso no me dejan salir, como dice Kenya. Por lo menos, no en Garden Heights.

Le envío un mensaje a Kenya, con la esperanza de que esté bien. Dudo que las balas fueran para ella, pero las balas van donde quieren ir.

Kenya contesta rápido.

Estoy bien.

Pero veo a esa perra. Estoy por darle una tunda

¿Dónde estás?

¿Esta mujer habla en serio? ¿Acabamos de salir corriendo para salvar la vida, y está dispuesta para pelear? Ni siquiera contesto sus tonterías.

Está lindo el Impala de Khalil. No es del todo ostentoso como los coches de otros sujetos. No vi que tuviera rines especiales antes de entrar, y el asiento delantero tiene la piel agrietada. Pero por dentro es de color verde limón, así que en algún momento lo intervinieron.

Empiezo a rascar una rajadura del asiento.

—¿A quién crees que le hayan disparado?

Khalil saca su cepillo del compartimento de la puerta.

—Probablemente a algún King Lord —dice, cepillándose los lados rapados de su cabeza—. Cuando llegué a la fiesta entraron unos Discípulos. Algo estaba a punto de estallar.

Asiento. Desde hace dos meses, Garden Heights ha sido un campo de batalla por unas estúpidas guerras territoriales. Yo nací reina porque papá solía ser un King Lord. Pero cuando él abandonó el juego, terminó mi estatus de realeza callejera. Aunque haya crecido en ella, no entendía eso de luchar por calles que no son de nadie.

Khalil deja caer el cepillo en la puerta y aumenta el volumen en la radio, poniendo al máximo una vieja canción de rap que papá escucha siempre. Frunzo el ceño.

—¿Por qué siempre escuchas eso?

—Mujer, ¡no me salgas con eso! Tupac era el puto amo.

—Sí, hace veinte años.

—Qué va, incluso ahora. O sea, mira esto —me señala con el dedo, lo que significa que está a punto de empezar uno de los momentos filosóficos de Khalil—: Tupac nos dejó el concepto Thug Life, es decir: The Hate U Give Little Infants Fucks Everybody, que significa El odio que das a los más pequeños nos jode a todos.

Arqueo las cejas.

—¿Qué?

—¡Escucha! The Hate U Give Little Infants Fucks Everybody. T-H-U-G L-I-F-E. Thug es maleante, life es vida. Quiere decir que el odio que la sociedad nos da cuando somos jóvenes regresa y les patea el trasero cuando crecemos y nos volvemos adultos y más salvajes. ¿Entiendes?

—Carajo. Sí.

—¿Lo ves? Te dije que era relevante —asiente llevando el ritmo y rapea con la música. Ahora me pregunto qué es lo que él está haciendo para joderlos a todos. Creo saberlo, pero espero estar equivocada. Necesito escucharlo de su boca.

—¿Entonces por qué has estado tan ocupado? —pregunto—. Hace unos meses papá me dijo que renunciaste a la tienda. No te veo desde entonces.

Se acerca al volante.

—¿Dónde quieres que te acerque, a la casa o a la tienda?

—Khalil…

—¿A tu casa o a la tienda?

—Si estás vendiendo esa mierda…

—¡Ocúpate de tus propios asuntos, Starr! No te preocupes por mí. Estoy haciendo lo que tengo que hacer.

—Y una mierda. Ya sabes que papá te echaría una mano.

Se limpia la nariz antes de mentir.

—No necesito que nadie me ayude, ¿okay? Y ese trabajo de sueldo mínimo que me daba tu papá no cambiaba nada. Me cansé de elegir entre luz o comida.

—Pensé que tu abuela trabajaba.

—Así es. Cuando enfermó, los payasos del hospital dijeron que la dejarían trabajar con ellos. Dos meses después, no estaba haciendo su parte del trabajo porque cuando te ponen la quimio no puedes jalar esos malditos basureros por todos lados. La despidieron —sacude la cabeza—. Gracioso, ¿no? El hospital la despidió por estar enferma.

Se hace el silencio en el Impala, excepto por Tupac que pregunta: ¿En quién crees? No lo sé.

Mi teléfono vuelve a vibrar, probablemente sea Chris que está pidiendo perdón o Kenya que pide refuerzos contra Denasia. En lugar de eso aparecen en la pantalla los mensajes de mi hermano mayor, todos en mayúsculas. No sé por qué hace eso. Probablemente cree que me intimida. En realidad, me saca de quicio.

¿DÓNDE ESTÁS?

MÁS VALE QUE TÚ Y KENYA NO ESTÉN EN LA FIESTA. ESCUCHÉ QUE HUBO UN TIROTEO.

Lo único peor que tener unos padres sobreprotectores es tener unos hermanos mayores sobreprotectores. Ni el buen Jesús Negro me puede salvar de Seven.

Khalil me mira de reojo.

—Seven, ¿eh?

—¿Cómo lo supiste?

—Porque siempre parece que quieres golpear a alguien cuando él te habla. ¿Recuerdas esa vez en tu cumpleaños que se la pasó diciéndote qué deseos tenías que pedir?

—Y le di un puñetazo en la cara.

—Luego Natasha se enfadó contigo por decirle a su novio que se callara —dice Khalil entre risas.

Hago un gesto de exasperación.

—Me desesperaba con su pequeño enamoramiento por Seven. La mitad del tiempo pensaba que venía sólo para verlo.

—No creas, era porque tenías las películas de Harry Potter. ¿Cómo solíamos llamarnos? El Trío del Barrio. Más apretados que…

—El interior de la nariz de Voldemort. Qué nerds éramos.

—Lo sé, ¿cierto? —dice.

Nos reímos, pero falta algo. Falta alguien. Natasha.

Khalil mira la calle.

—Qué locura que hayan pasado seis años, ¿no?

Nos sorprende el sonido de un ¡uuuh, uuuh!, y vemos el destello de unas luces azules en el espejo retrovisor.

CAPÍTULO 2

Cuando cumplí doce años, mis papás tuvieron dos charlas conmigo.

Una fue la típica sobre de dónde vienen los niños. Bueno, en realidad no me dieron la versión normal. Mamá, Lisa, es enfermera de profesión, y me explicó qué entraba en dónde, y qué no necesitaba entrar aquí, allá, o en cualquier maldito lugar hasta que yo creciera. En ese entonces, yo dudaba que de todos modos algo fuera a entrar en alguna parte. Mientras que a todas las demás chicas les brotaban los senos entre sexto y séptimo grado, yo tenía el pecho tan plano como la espalda.

La otra charla fue sobre qué hacer si me detenía la policía.

Mamá protestó y le dijo a papá que era demasiado pequeña para eso. Él respondió que no lo era para que me arrestaran o me dispararan.

—Starr-Starr, si eso ocurre, haz lo que te digan que hagas —dijo—. Mantén las manos a la vista. No hagas ningún movimiento repentino. Habla sólo cuando te lo pidan.

Yo sabía que debía ser algo serio. Papá tenía la bocota más grande que cualquiera que conociera, y si decía que tenía que quedarme callada, entonces tenía que quedarme callada.

Espero que alguien haya tenido esa charla con Khalil.

Maldice en voz baja, le baja el volumen a Tupac y detiene el Impala a la orilla de la calle. Nos encontramos sobre Carnation, donde la mayoría de las casas están abandonadas y la mitad de los faroles rotos. No hay nadie más que nosotros y un patrullero.

Khalil apaga el motor.

—Me pregunto qué quiere este tonto.

El oficial se estaciona y enciende las altas. Parpadeo para no deslumbrarme.

Recuerdo otra cosa que papá me dijo. Si estás con alguien, cruza los dedos para que no tenga nada encima o los encerrarán a los dos.

—K, no tienes nada en el coche, ¿cierto? —le pregunto.

Mira al poli por su espejo lateral.

—Nada de nada.

El oficial se acerca a la puerta del conductor y le da un golpecito a la ventana. Khalil le da vueltas a la manija para bajarla. Como si no nos hubiera encandilado lo suficiente, el policía nos alumbra los rostros con su linterna.

—Licencia, tarjeta de circulación y comprobante de seguro.

Khalil rompe una regla: no hace lo que el poli quiere.

—¿Por qué nos obligó a orillarnos?

—Licencia, tarjeta de circulación y comprobante de seguro.

—Pregunté, ¿por qué nos obligó a orillarnos?

—Khalil —le ruego—. Haz lo que te pide.

Khalil se queja y saca su cartera. El policía sigue sus movimientos con la linterna.

El corazón me late con fuerza, pero las instrucciones de papá reverberan en mi cabeza: Mira bien la cara del policía. Si puedes memorizar su número de insignia, aún mejor.

Mientras la linterna sigue las manos de Khalil, logro distinguir los números de la insignia: ciento quince. Es blanco, tiene entre treinta y pico y cuarenta y pocos años, el cabello oscuro está cortado al rape y tiene una cicatriz delgada sobre el labio superior.

Khalil le pasa sus documentos y la licencia.

Ciento Quince los revisa.

—¿De dónde vienen?

—¿A ti qué? —dice Khalil, en el sentido de qué te importa—. ¿Por qué me pediste que me orillara?

—Tienes la luz trasera rota.

—¿Y me vas a multar o qué? —pregunta Khalil.

—Muy bien. Bájate del coche, chico listo.

—Hombre, sólo dame la multa…

—¡Bájate del coche! ¡manos arriba, donde las pueda ver!

Khalil se baja con las manos arriba. Ciento Quince lo jala del brazo y lo aprisiona contra la puerta trasera.

Lucho por encontrar mi voz.

—Él no quería…

—¡Las manos en el tablero! —me grita el oficial—. ¡No te muevas!

Hago lo que me dice, pero las manos me tiemblan demasiado como para quedarse quietas.

Catea a Khalil.

—Está bien, listillo, veamos qué te encontramos encima hoy.

—No vas a encontrar nada —dice Khalil.

Ciento Quince lo registra dos veces más. No encuentra nada.

—Quédate aquí —le dice a Khalil—. Y tú —se asoma por la ventana para verme—, no te muevas.

No puedo ni asentir.

El oficial camina de regreso a su patrulla.

Mis papás no me enseñaron a temerle a la policía, sólo a usar mi inteligencia cuando están cerca. Me dijeron que no es inteligente moverse cuando un oficial está de espaldas a ti.

No es inteligente hacer un movimiento repentino.

Khalil lo hace. Se acerca a su puerta.

—¿Estás bien, Starr…?

¡Pum!

Uno. El cuerpo de Khalil se sacude. La sangre le borbotea por la espalda. Se agarra de la puerta para mantenerse en pie.

¡Pum!

Dos. Khalil suelta un grito ahogado.

¡Pum!

Tres. Khalil me mira, estupefacto.

Cae al suelo.

Tengo diez años otra vez, y estoy viendo caer a Natasha.

Un alarido ensordecedor surge desde mis entrañas, estalla en mi garganta y utiliza cada centímetro de mi ser para hacerse escuchar.

El instinto me dice que no me mueva, pero todo lo demás me urge a que compruebe cómo está Khalil. Salto fuera del Impala y voy corriendo al otro lado. Khalil está mirando el cielo fijamente como si esperara ver a Dios. Tiene la boca abierta como si quisiera gritar. Grito con suficiente fuerza por los dos.

—No, no, no —sólo eso puedo decir, como si tuviera un año y fuera la única palabra que conociera. No estoy segura de cómo termino en el suelo junto a él. Mamá me dijo una vez que tratara de detener el sangrado si le disparan a alguien, pero hay tanta sangre. Demasiada sangre.

—No, no, no.

Khalil no se mueve. No pronuncia una sola palabra. Ni siquiera me mira. Su cuerpo se pone rígido, y ya se ha ido. Espero que vea a Dios.

Alguien grita.

Parpadeo entre mis lágrimas. El oficial Ciento Quince me grita, me apunta con la misma pistola con la que mató a mi amigo.

Levanto las manos.