© Jen Preusler

nació en Mainz, Alemania, en 1984. Empezó a escribir desde los catorce años. Su primera novela In the river darkness, ganó el premio Hansim-Glück, otorgado por la ciudad de Limburgo, aún antes de que se publicara. Su trabajo literario se dirige al público infantil y juvenil, cuenta con varias novelas que han sido traducidas y publicadas en Estados Unidos y Francia.

traducción de
LIDIA TIRADO

Primera edición en alemán, 2010
Primera edición en español, 2019
[Primera edición el libro electrónico, 2019]

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ÍNDICE

Estoy parado sobre el techo del gimnasio…

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Ziggy

Judith

Elmar se ve exactamente como yo me siento…

Agradecimientos y elogios

 

Estoy parado sobre el techo del gimnasio y hago un grafiti de una cebra en la pared trasera de mi exescuela.

Me rodea el olor a pintura fresca. Mi lata de aerosol sisea mientras trazo con negro los últimos contornos. La grava cruje debajo de mis tenis. Doy un paso hacia atrás para admirar mi obra terminada.

La cebra es enorme, sus rayas son coloridas.

Amarillo

como mi playera favorita de Bob Marley que siempre traía aquel verano.

Café oscuro

como los largos rizos de Anouk.

Verde

como los ojos de Judith cuando se enojaba.

Blanco

como el viejo Mercedes de Philipp, el que su abuelo le había dado.

Rojo

como la sangre en…

Parece como si la cebra volviera su cabeza hacia mí. No puedo interpretar su expresión. ¿Mira con tristeza? ¿Acusando? ¿O me mira sonriendo burlona?

Pensamientos oscuros se arrastran desde sus agujeros. Tiran violentos a mi lado ahí arriba sobre el techo del gimnasio. Mis piernas vacilan. Lentamente, dando la espalda a la pared pintada, me dejo hundir en la grava. Allí me quedo en cuclillas, la cabeza sobre las rodillas, y respiro hondo.

Lo que escucho después es la voz del conserje que me grita.

La escuela no hace ninguna denuncia por vandalismo. En lugar de eso, debo pintar con pintura blanca encima de mi cebra.

Aún así, el conserje está lleno de satisfacción por la captura. Viene de vez en vez para verme trabajar. Después de dos días de trabajo ya no puede verse nada. Como si la cebra nunca hubiera existido. Sólo cuando el sol pega sobre la pared se puede entrever.

El conserje gruñe conforme y por fin me libera.

—Hay algo que me llama la atención, muchacho —dice antes de que me esfume—. ¿Por qué lo hiciste durante la tarde? Hasta podría pensarse que querías que te pescaran.

No respondo y él me examina con sus ojos pequeños y astutos.

—Pues bien, no es de mi incumbencia.

Desearía que Claudia, mi mamá, también lo viera así. Obviamente monta todo un número.

—¿Pero qué es lo que te pasa, Fridolin?

—No soporto mi nombre. Todos me llaman Ziggy. Claudia es la única que no lo hace.

—¿No tienes otra cosa que hacer además de estar de vago y grafitear malditas cebras?

—Pero sí trabajo —me defiendo.

—¡En el almacén del supermercado!

Quisiera saber porqué sí está bien su trabajo en la droguería y el mío no.

—Además le ayudo a Elmar en el taller mecánico.

Fue un error mencionar a Elmar. Claudia refunfuña, ahora sí se enfurece.

—Tu primo, aunque tenga veintiséis años, es un niñote. Es un milagro que su dichoso taller no haya quebrado todavía. ¡Pero tú! Ya tienes el bachillerato, podrías conseguir un buen empleo, quizá incluso ir a la universidad —añade negando con la cabeza—. Si por lo menos estuvieras feliz con tu vida.

Ambos sabemos que no lo estoy, aunque intento ocultarlo.

La voz de Claudia suena extraña en ese repentino silencio, el enojo se rompe y se transforma en una súplica, la cual me parece mil veces peor.

—¡Bueno, pues ya di algo, Fridolin! Me preocupo mucho por ti, ¿que no entiendes? —tiene lágrimas en los ojos y yo sólo quiero irme—. Has cambiado tanto durante el último año. Parece que ya nada te alegra, ¡ni siquiera tocar la guitarra! Tal vez deberías hablar con alguien…

Pero para entonces ya casi me iré de la casa.

A veces me pregunto por qué no lo he hecho, como los demás.

Como Philipp, Anouk y Judith. Tal vez hubiera tenido que haberle dado la espalda a este maldito pueblo y debí haber intentado olvidar.

Pero creo que nadie puede irse tan lejos como para poder olvidar.

Como siempre, cuando no sé qué es lo que debo hacer, voy al taller de Elmar. Elmar no es sólo mi primo, sino mi mejor amigo. Desde el día, ya muy tarde, en que adoptamos a Bob Marley.

Entonces acababa de cumplir dieciséis años y el inútil de mi papá había olvidado mi cumpleaños otra vez.

Mi papá nos había abandonado a Claudia y a mí cuando entré a la escuela. Pasaba con frecuencia que olvidara mi cumpleaños. Creo que incluso olvidaba con frecuencia el hecho de que tuviera un hijo. En realidad ya tendría que estar acostumbrado. Eso ya no debería importarme.

Pero no funcionaba. En vez de eso me ponía triste.

—¿Qué pasa, amapola? —me preguntó Elmar.

Él le dice amapola a todo mundo desde que leyó la entrevista en la que Bob Marley le dice “amapola” al entrevistador. Elmar es el más grande fan de Bob Marley sobre la Tierra. La única razón por la que no habla patois, el lenguaje de los guetos jamaiquinos, es porque nadie le entendería ni un pepino.

—Es por tu viejo, ¿verdad?

Preguntó ahora con insistencia.

Encogí los hombros. En el fondo retumbaba “Exodus” una y otra vez en la grabadora.

De repente, Elmar declaró en un tono serio:

—Creo que deberíamos adoptar a Bob Marley.

—Bob Marley está muerto.

—¡No seas siempre tan negativo! —respondió Elmar—. En caso de que estuviera vivo. Y nos lo encontráramos de casualidad en el camino. ¡Sólo entonces! Entonces el viejo Bob nos reconocería de inmediato como sus hijos.

Miré boquiabierto a Elmar. Su cara se veía tan poco jamaiquina como la mía.

Elmar se lamentó.

—¡Hijos en un plano espiritual, amapola! Es decir, Bob reconocería de inmediato: “Ey, estos chicos tienen el flow. Están bien los dos”. ¿Okey?

Asentí lentamente.

Elmar siguió diciendo tonterías:

—¿Sabías que Bob aprendió suizo? Durante esa época descubrió su talento. ¡El resto es parte de la historia de la música!

En el rostro de Elmar apareció una expresión soñadora, parecía como si su barba pelirroja de chivo ardiera.

—¡Imagínate que el viejo Bob te lleva en sus giras! ¡Toda clase de guitarras y grupis… y dinero a montones!

—A mí me bastaría con que mi papá se ocupara de mantenerme —gruñí.

Elmar hizo un gesto negativo con la mano.

—Vamos, olvida a ese inútil. ¡Adoptemos a Bob! Prácticamente es como un padre sin riesgos ni efectos secundarios.

—Y encima muerto —mencioné.

—Muerto, pero jamaiquino —reafirmó Elmar—. ¡Y con ideales! ¿Cómo te suena: Elmar Marley?

—Loco.

Nos reímos.

—No tan loco como tu nombre, amapola.

Elmar torció su cara, como si mi nombre estuviera sobre su lengua como algo incomible.

—Fridolin… nooo, eso no está nada bien. Es urgente que te cambiemos el nombre… Uno de los hijos de Bob se llama Ziggy. También es músico. Ziggy, es un nombre genial, ¿no?

De repente Elmar dio un salto:

—Ah sí, ¡tengo algo para ti! Pero no está envuelto.

Desapareció en su tugurio de al lado y regresó poco después con mi regalo.

—Es sólo del mercado de pulgas, pero ya no habrá obstáculos en tu carrera musical…

Era una guitarra ligeramente arañada.

—Mira, para ti, Ziggy —dijo Elmar.

Así que el mismo día recibí una guitarra y un nombre nuevo.

Poco después, Elmar y yo fundamos nuestra banda, Sons of the Rastaman.

Ziggy Radinski, guitarra.

Elmar Marley, bongó y voz.

De hecho Elmar quería que yo cantara. Él está convencido de que tengo una gran voz que sólo espera a ser descubierta por el mundo.

—Para nada espera a ser descubierta. Eso lo sabría yo muy bien —digo siempre cuando empieza con eso—. El único lugar en el que cantaré es en mi regadera.

—Pero ahí se va a mojar la guitarra, amapola —me responde Elmar afligido—. ¿Por qué ocultas así tus talentos? Tal vez deberías llevarte tu patito de hule al escenario para vencer tu timidez.

Así es Elmar. Totalmente loco. Claudia tiene razón, es un niñote.

Pero una cosa sé bien: de las seis mil millones de personas que corretean sobre este planeta, él es a quien puedo contarle mi historia de una vez por todas. Después de todo Bob Marley nos adoptó a los dos. Aunque él no sepa nada y por desgracia ya esté muerto.

De Elmar mismo sólo se ven los viejos tenis en este momento porque está acostado sobre su plataforma con ruedas y atornilla algo en el piso de un Volvo.

Me conoce muy bien, se da cuenta de inmediato de que algo no está bien. Pero a diferencia de mi mamá, sabe cómo lograr hacerme hablar: simplemente me deja en paz, hasta que mi propio silencio ya no soporta estar dentro de mi cabeza.

Durante el último mes, el silencio se ha vuelto tan pesado que lentamente me entierra y me sofoco debajo de él. Me quiebra. La verdad tiene que salir ya, sin importar lo que pase después.

¿Pero por dónde debo empezar, qué hilo debo jalar para desenredar este ovillo revuelto que llevo adentro? ¿Cómo debo contar la historia, la historia de nuestra desafortunada hoja de trébol?

Se trata de personas que respiran, que se besan, que lloran, que sudan sangre y sudor. No se trata de personas cualquiera.

Se trata de nosotros cuatro: Judith, Philipp, Anouk y yo.

Elmar se desliza de debajo del Volvo y me mira disgustado.

Ahora o nunca.

Respiro profundo y comienzo.

JUDITH

—Judith, ya llegaron tus amigos a recogerte —me llama mi mamá desde el primer piso.

Ellos son puntuales. Incluso llegaron cinco minutos antes. La mayoría de las personas no prestan atención a esos detalles, pero para mí son muy importantes. Es importante poder confiar en los demás. Y puedo confiar al cien por ciento en Phil.

—¡Sííí, ya voy!

Escupo los últimos restos de pasta de dientes, me enjuago y lanzo una mirada al espejo: piernas largas, una nariz larga que mi papá describe como una orgullosa nariz aguileña.

—Narizota —murmuro resignada—. Una narizota como de bruja. Qué demonios.

Le sonrío rápidamente a mi reflejo en el espejo, después bajo ruidosamente por las escaleras.

Mi mamá está abajo.

—¿No puedes bajar con velocidad normal como otras personas? —me pregunta negando con la cabeza—. ¡Siempre tienes que correr! ¡Vas a llegar corriendo a tu propio entierro!

Tal vez alguna otra mamá le hubiera dado un apretón a su hija para despedirse si ésta se va durante algunos días. Pero entre nosotras no es así.

Bye, nos vemos pasado mañana —digo, pero hablo al vacío. Mi mamá ya se dio la vuelta. Algo se contrae dentro de mí.

Por suerte veo a Phil que está parado junto a la puerta del jardín y me saluda con la mano. Todo se despeja y aligera en mí. Como cuando corro, cuando llevo buen ritmo. No, esto es mejor que correr.

Le devuelvo el saludo. Después agarro la colchoneta y la mochila y salgo corriendo por la puerta de la casa.

—Ey, bruja —dice Phil cuando llego hasta él y sonríe.

Hago como si me ofendiera que me llame así, pero en realidad me gusta. Porque me recuerda nuestra historia en común.

—Hola, Phil —le respondo. Caminamos juntos hacia el viejo Mercedes blanco que espera al margen de la calle. Anouk, la novia de Phil, está sentada frente al volante.

Phil abre la cajuela del coche.

—Qué bien que puedas pasar dos días de tu lista de-cosas-por-hacer con nosotros en el festival —dice y esboza esa sonrisa tan típicamente suya, en la que sólo tuerce la boca burlonamente. Siempre se burla de mi lista.

—Me ayuda a mantener a la vista el panorama. A separar lo importante de lo que no es importante —me defiendo.

—Fantástico, bruja —dice irónicamente y guarda mi colchoneta en la cajuela.

Además, la cosa con la lista fue de hecho su idea. Entonces teníamos catorce años y nos habíamos entrevistado el uno al otro sobre lo que queríamos lograr en diez años. Cuando tengamos veinticuatro años y hayamos crecido vamos a hacer cuentas y comprobar si luchamos por nuestros sueños y si se hicieron realidad. Ése es el plan.

La lista de Phil, en mi letra ordenada de niña, aguarda en el cajón de mi buró el día de la verdad. No tengo idea de dónde tiene él la mía. Pero de cualquier manera me la sé de memoria.

Lo que la bruja quiere lograr en diez años:

—En vez de criticar mi lista, deberías alegrarte de que a fin de cuentas los acompaño —respondo indignada y aviento mi mochila en la cajuela—. Faltan solamente algunas semanas para las clasificaciones para el campeonato juvenil. ¡De hecho tendría que entrenar en vez de ir con ustedes a ese extraño festival!

Me alegro de que vengas —dice Phil de pronto bastante amable—. Pero si no te subes de una vez, puedes irte corriendo al festival. Seguramente eso sería un excelente entrenamiento.

ZIGGY

Z: Si hubiera sabido entonces lo que se me avecinaba, me hubiera quedado en casa. Me hubiera tapado la cabeza con la colcha y hubiera esperado sosteniendo la respiración…

E: ¿Esperado? ¿A qué?

Z: A que este punto de ruptura en mi vida se desvaneciera. A que nada, nada en el mundo me hubiera llevado a ir a ese festival. Pero entonces aún no sabía que la normalidad puede convertirse en algo atroz de un segundo a otro.

Todavía recuerdo lo nervioso que estaba ese día. Después de todo sería la primera presentación de Sons of the Rastaman. ¡Y era una cosa muy distinta tocar frente a amigos en una fiesta que hacerlo frente a un público de desconocidos!

Mientras bajaba por las escaleras me pasaron por la cabeza todas las piezas que queríamos tocar en la noche. Afuera, frente al condominio, junto al estacionamiento para bicicletas, choqué con alguien de repente.

Era Cebra.

De hecho se llamaba Yasmin. Pero todos le decían Cebra porque siempre traía un hiyab a rayas.

Éste se resbaló un poco cuando chocamos. Con un pequeño movimiento de mano automático, Yasmin se enderezó el hiyab de tal manera que éste cubrió nuevamente su cabello. Sus dedos temblaron.

Me disculpé.

—¿Todo bien? —pregunté vacilante.

Es cierto que nos sentábamos juntos en la escuela en la misma clase de arte, pero normalmente no teníamos nada que ver entre nosotros.

—Sí —contestó Yasmin con la cara vuelta a la pared.

Pero yo ya había visto que su rímel se había corrido. Con un movimiento repentino me volteó a ver. De verdad había llorado.

—No, de hecho nada está bien —dijo y señaló el edificio de al lado, en donde vivía su familia—. Me acabo de pelear horrible con mi hermano.

Eso me sorprendió un poco. Murad también iba a nuestra escuela, dos grados más abajo que nosotros. Hasta ahora siempre me había parecido bastante pacífico.

Pero entonces salió que no había discutido con él, sino con Kerim, su hermano mayor.

—Kerim dice… bueno, da lo mismo.

Yasmin se calló. Por lo visto quería guardarse el motivo de su discusión. Revolvió dentro de una bolsa blanca con pequeñas asas y sacó los audífonos de tapón de un reproductor de MP3.

—La música me ayuda a calmarme —explicó—. Le subo todo el volumen y ya… ¿Quieres escuchar?

Yasmin me ofreció uno de los audífonos.

—Claro —dije sorprendido y me metí la cosa en la oreja. Escuchamos conectados por medio del cable del MP3. Era una especie de pop turco. El canto se escuchaba ajeno y melódico.

—Suena algo triste. ¿De qué se trata la canción? —pregunté.

—Un amor triste —respondió Yasmin y sonrió—. Me encantan las canciones de amores tristes. ¿Tú también cantas?

Señaló el estuche de guitarra que cargaba sobre mi hombro.

¿Por qué de repente todos querían que yo cantara? Los verdaderos dioses del mundo de la música son los hombres con las guitarras, no los que berrean al frente.

—Nah. ¿Por qué? —gruñí y le devolví el audífono.

—Pensé. Tienes una voz agradable. Muy grave.

Está bien, tal vez me sentía un poco halagado. Le platiqué sobre nuestra presentación. Incluso ella ya había escuchado sobre los Sons of Rastaman y sabía que principalmente tocábamos cosas de Bob Marley.

—El reggae no me gusta. Pero esta canción sí…

Yasmin tarareó la melodía. Encontraba bien los tonos, reconocí la melodía de inmediato.

Era “Redemption song”.

—Sí, ésa es de verdad bonita. Pero no sé tocarla —añadí.

—Lástima. Me gustaría escucharla —dijo Yasmin—. Bueno, tengo que irme. Todavía quiero ir al cardizal.

Se colocó un casco y desencadenó su vieja motoneta roja.

—Porquería —murmuró—. Se descompuso otra vez la luz.

Se subió a la motoneta.

—Te deseo mucha suerte en su presentación —dijo y sonrió.

Había un pequeño orificio entre sus incisivos, lo cual le daba a su rostro una expresión pícara. Nunca antes me había dado cuenta de que tenía una sonrisa tan simpática.

—Que te vaya bien, Yasmin —dije.

Pisó el pedal de arranque y se alejó ruidosamente.

Con la camioneta VW de Elmar, que había pintado con los colores del reggae: verde, amarillo y rojo, nos tomó más o menos media hora llegar. Ya desde lejos vimos un parche hecho de coloridas casas de campaña.

El verdadero festival se celebraba en el terreno de una mina de cal cerrada. El aroma a carne asada, sudor, hachís y baños portátiles flotaba en el aire. La música retumbaba desde un viejo almacén grafiteado. Los decibeles vibraban en mis oídos y me ponían nervioso. ¡Ahí estaba el escenario principal!

Por desgracia nosotros todavía no podíamos presentarnos allí. Para nosotros y otras bandas aún desconocidas, el escenario secundario estaba afuera. De hecho, era más una tarima que un escenario de verdad.

El sol ardía en el cielo mientras nosotros, los primeros, arrastrábamos el bongó de Elmar hacia el escenario. Sobre el pasto seco acampaban grupos de personas. Elmar les lanzaba miradas nerviosas.

—Diablos, tengo calor —gruñó—. ¡Seguro es el pánico escénico! Necesito urgentemente algo para tomar. ¿También quieres una cerveza?

Asentí y me senté junto al bongó a la sombra de nuestro escenario. Elmar desapareció.

Pasaron diez minutos.

Después quince, veinte. Seguí esperando. ¿En dónde se había metido ese bufón? Bien, nuestra presentación era hasta las siete, sin embargo, teníamos que hacer antes la prueba de sonido.

Un color dorado centelleaba del polvo de cal que se arremolinaba sobre los gastados senderos. Un montón de gente pasaba a mi lado. Pero ningún Elmar.

Después de media hora comprendí que algo estaba tremendamente mal. Eran veinte después de las siete cuando por fin me levanté para ir a buscarlo.

JUDITH

—¿Qué sigue? —preguntó Anouk.

—Algo de reggae —Phil torció la cara—. Sons of Rastaman, nunca había escuchado de ellos.

Los tres estamos frente al escenario secundario y esperamos junto con otro montón de gente a que ya por fin continúe la música. Una gota de sudor escurre entre mis omóplatos. Aunque ya va anocheciendo, el aire aún es sofocante y espeso como jarabe. Seguramente hoy caerá una tormenta.

—¿Cuándo saldrá ya esa tonta banda? —maldigo.

Pero la banda se toma su tiempo. Sobre el escenario sólo hay un borracho en cuclillas con barba roja de chivo. Tiene un bongó entre las rodillas y toca la música de prueba que retumba en las bocinas. Algunas personas bailan.

Anouk se balancea sobre las puntas de sus pies y nos voltea a ver una y otra vez.

—¿Tienen ganas de bailar? —pregunta después de un rato.

—Phil no baila nunca —respondo y le doy un pequeño empujón—. Ese tipo de ejercicio físico está por debajo de su dignidad. ¿No, Phil?

—Es que no es lo mío —explica Philipp y cruza los brazos—. No me gusta que la gente se me quede viendo.

—Oh, está bien —dice Anouk y deja de balancearse. ¿Por qué Phil no la había dejado en su casa?

Cosas que me molestan de Anouk:

—Si tienes ganas de bailar, sólo ve —le digo a Anouk sonando más agresiva de lo que hubiera querido.

Ella le lanza una mirada de pregunta a Phil con sus ojos de Bambi. Cuando él asiente consentidor, ella le da un beso.

—Está bien, ya regreso.

Entonces se abre paso entre la multitud delante del escenario.

Hago un comentario burlón sobre el bataco con la barba de chivo, pero Phil no me escucha en lo absoluto. Sólo tiene ojos para su novia. Anouk, siempre Anouk… Los celos me pican como si tuviera en el pecho castañas verde chillón.

¿Pues desde hace cuánto conoce Phil a Anouk? ¡Apenas tres ridículos meses! Nosotros somos amigos desde hace años. Desde el día en que unos chicos se habían reído de Philipp en el patio de recreo:

—¿Q-qué dijiste, tarado? ¡Dilo otra vez, tartamudo!

Y él tartamudeó imperturbable a través de sus oraciones con una extraña dignidad crecida. Yo estaba impresionada. Pero los otros estaban parados alrededor de él en círculo y reían. Tres contra uno, ¡eso era un poco injusto! La rabia surgió en mí, una ola caliente que me arrastró hacia el centro del círculo de burlones.

—Tal vez a él no le funciona bien la lengua —lancé—, ¡pero en ustedes es igual con todo el cerebro!

Cerré los puños lista para pelear. Pero ellos vacilaron.

—¡Tú! ¡Bruja! —siseó uno, y en estas dos palabras había tanta rabia y odio y miedo que yo me estremecí.

Entonces salieron corriendo.

Phil se quedó parado y me vio con una mirada viva y gris.

—¿De verdad eres una bruja? —preguntó.

—No —murmuré.

Bueno, quizá Anouk tiene otras cualidades…

Como si hubiera sentido mis pensamientos, Anouk mira en nuestra dirección y lanza una sonrisa ardiente, sin aliento.

Siento cómo me ruborizo.

Lo que más, lo que sobre todo me saca de quicio de Anouk es que yo me deje sacar de quicio por ella. Qué tonta. Resoplo.

Philipp me mira irritado.

Por milésima vez me propongo esforzarme más en mi trato con Anouk. Un poco. Un poquitito.

Al fin y al cabo es la novia de mi mejor amigo.

Aún cuando baile como una perdiz en celo.