RESURRECTA
VIC ECHEGOYEN
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Primera edición impresa: abril de 2011
Primera edición en e-book: septiembre de 2021
© Lawrence Durrell, 1957
© de la traducción: Aurora Bernárdez
© de la presente edición: Edhasa, 2021
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ISBN: 978-84-350-4825-5
Producido en España
A Eva,
estas memorias de su ciudad natal.
Notas
1 «El poeta de la ciudad», C. P. Cavafis.
2 «El viejo», C. P. Cavafis.
3 Caballi: Cuerpos astrales de los hombres que han tenido una muerte prematura. «Creen que cumplen acciones temporales cuando en realidad no tienen cuerpo físico sino que actúan en pensamiento.» Paracelso.
4 «Sostiene la doctrina gnóstica que la creación es un error... Imagina un Dios primordial, centro de una armonía divina, que ha emitido manifestaciones de sí mismo en forma de parejas de macho y hembra. Cada pareja era inferior a la precedente, y Sofía (“sabiduría”), la hembra de la trigésima pareja, la menos perfecta de todos. Mostró su imperfección no como Lucifer, por haberse rebelado contra Dios, sino por su deseo demasiado ardiente de unirse a Él. Cayó amor.» (E. M. Forster, Alexandria.)
5 Cita de Paracelso.
6 Aguardiente extraído de la caña de azúcar.
7 Οταν θα βγω^, αν δέν εχης φιλενάδα, φώναξέ με.
8 Dog, en vez de God, Dios. (N. de la T.)
9 Love, amor. (N. de la T.)
10 Fosca murió de parto. Sus cenizas fueron dispersadas en el desierto.
11 Amr, conquistador de Alejandría, era poeta y soldado. Sobre la invasión árabe, escribe E. M. Forster: «Aunque no era ésa su intención, la destruyeron como un niño jugando con un reloj. No volvió a marchar bien durante cerca de mil años».
12 Order of the British Empire. (N. de la T.)
13 En las notas finales figura una traducción completa del poema (pp. 353-355).
TEMAS DE TRABAJO
Tonos del paisaje: horizontes recortados, nubes bajas, suelo de perla con sombras marcadas y violetas. Pereza. Sobre el lago, cuero y limón. Verano: cielo de un lila arenoso. Otoño: grises de magulladura. Invierno: arenas de un blanco escarchado, cielos claros, magníficos paisajes de estrellas.
SÍNTESIS CARACTEROLÓGICAS
Sveva Magnani: petulancia, descontento.
Georges Pombal: oso amigo de la miel, sedantes carnales.
Teresa dei Petromonti: Berenice maquillada.
Ptolomeo Dándolo: astrónomo, astrólogo, Zen.
Fuad El Said: piedra lunar negra.
Josh Scobie: piratería.
Justine Hosnani: flecha en la oscuridad.
Clea Montis: agua estancada de la pena.
Gaston Phipps: nariz en forma de calcetín, sombrero negro.
Ahmed Zananiri: estrella polar del crimen.
Nessim Hosnani: guantes muy suaves, rostro como cristal despulido.
Melissa Artemis: Nuestra Señora de la tristeza.
S. Balthazar: fábulas, trabajo, ignorante.
Pombal dormido, de esmoquin. A su lado, sobre la cama, una bacinilla repleta de billetes de banco ganados en el Casino.
Da Capo: «Cocinarse en la sensualidad como una manzana al horno».
Improvisación oral de Gaston Phipps:
«El amante, como un gato frente a un plato de pescado
Quisiera irse, pero no compartirlo».
¿Accidente o tentativa de asesinato? Justine viaja a El Cairo en el Rolls, a toda velocidad por la ruta desierta. Los faros se apagan bruscamente. A ciegas, el gran automóvil se sale de la carretera y, silbando como una flecha, va a clavarse en un médano. Parecía que alguien había limado los cables hasta no dejar más que un hilo. Nessim se reúne con ella media hora más tarde. Se abraza llorando. (Del Diario de Justine.)
Balthazar dice de Justine: «Ya verá usted que su imponente presencia reposa en los frágiles cimientos de una timidez infantil».
Clea estudia siempre su horóscopo antes de tomar una decisión.
La horrible fiesta, según el relato de Clea. Viaja en automóvil con Justine, y descubren una caja de cartón en la carretera. Como están retrasadas, la ponen en el asiento trasero y no la abren hasta llegar al garaje. Dentro hay un niño muerto, envuelto en papel de diario. ¿Qué hacer con ese homúnculo marchito? Los órganos están perfectamente formados. Van a llegar los huéspedes, hay que apresurarse, Justine lo mete en un cajón del armario de la sala. La fiesta es un gran éxito.
Pursewarden habla de su trilogía de «novelas en n-dimensiones»: «El impulso hacia delante de la narración es contrarrestado por referencias al pasado, lo cual produce la impresión de que el libro no transcurre de a hacia b, sino que está por encima del tiempo y gira lentamente sobre su eje a fin de abarcar la totalidad de la estructura. No todas las cosas llevan hacia otras nuevas; algunas remiten hacia atrás, a cosas ya acontecidas. La unión del pasado y el presente con la veloz multiplicidad del futuro volando hacia nosotros. Por lo menos ésa era mi intención...».
–Entonces, ¿cuánto va a durar este amor? (En broma.)
–No sé.
–¿Tres semanas, tres años, tres décadas...?
–Eres como todos los otros... Tratas de abreviar la eternidad con cifras. (Dicho con calma, pero con honda sinceridad.)
Acertijo: un ojo de pavo real. Besos tan inexpertos que hacen pensar en los primeros trabajos de imprenta.
Acerca de la poesía: «Me gusta la sorda resonancia de los alejandrinos». (Nessim.)
Clea y su anciano padre, a quien adora. Cabellos blancos, muy erguido, ojos en los que hay una secreta lástima por la joven diosa soltera que ha engendrado. La noche de fin de año bailan juntos en el Cecil, con urbana cortesía. Él baila el vals como un autómata.
El amor de Pombal por Sveva: nacido de un alegre mensaje que lo dejó fascinado. Cuando despertó, ella se había marchado, pero no sin antes atarle la corbata en el miembro: un nudo perfecto. El mensaje lo cautivó de tal manera que se vistió en seguida y fue a proponerle matrimonio, conmovido por su sentido del humor.
Pombal era enternecedor cuando se ocupaba de su pequeño automóvil, que amaba entrañablemente. Recuerdo con qué paciencia lo lavaba a la luz de la luna.
Justine: «Vivo asombrada de la fuerza de mis emociones... Arranco el corazón de un libro con los dedos, como si fuera una hoja tierna».
Lugares: calle con galerías cubiertas. Toldos. Platería, palomas en venta. Pursewarden tropezó en un cesto y llenó las calles de manzanas.
Mensaje en un ángulo del periódico. Después, el taxi cerrado, los cuerpos ardientes, la noche, la densidad de los jazmines.
Un cesto de codornices se abre en el mercado. En vez de escaparse, van saliendo despacio, como miel derramada. Las atrapan fácilmente otra vez.
Tarjeta postal de Balthazar: «La muerte de Scobie fue de lo más divertido. Lo que habrá gozado él mismo. Tenía los bolsillos llenos de cartas de amor a su ayudante Hassan, y la brigada de represión del vicio fue a llorar sobre su tumba. Gorilas negros sollozando como niños. Una demostración de afecto verdaderamente alejandrina. Como es natural, la fosa era demasiado pequeña para el ataúd. Los sepultureros se habían ido a almorzar, y hubo que llamar a unos cuantos agentes de policía. La confusión de siempre. El ataúd se ladeó, y el viejo estuvo a punto de salirse de él. Alaridos. El cura estaba furioso. El cónsul inglés casi se muere de vergüenza. Pero toda Alejandría estaba allí, y se divirtió enormemente».
Pombal bajando majestuoso por la rue Fuad, borracho perdido a las diez de la mañana, vestido de etiqueta, capa y sombrero de copa. En la pechera de su camisa, escritas con lápiz de labios, estas palabras: TORCHE-CUL DES RÉPUBLICAINS.
(Museo.)
Alejandro con los cuernos de Amón (locura de Nessim). ¿Se identificaba a sí mismo con A a causa de los cuernos?
Justine reflexiona tristemente ante la estatua de Berenice que llora a su hijita divinizada por los sacerdotes: «Me pregunto si eso sirvió de consuelo a su dolor, o si en cambio le dio una especie de permanencia».
Lápida de Apolodoro, a quien se ve entregando un juguete a su hijito. «Esa imagen es para llorar» (Pursewarden). «Están todos muertos. Y de todo ello no queda nada.»
Aurelia suplicando a Petesucos, el dios-cocodrilo...
La leona sosteniendo una flor de oro...
Ushabti... pequeñas figuras de servidores, que se supone ayudarán a la momia en el mundo subterráneo.
En cierta manera, ni siquiera la muerte de Scobie pudo alterar la imagen que de él teníamos. Hacía mucho que yo me lo imaginaba ya en el Paraíso, los ñames tiernos como culitos de bebé; la noche cayendo sobre Tobago con su profunda respiración azul, más suave que el plumaje de los loros. Flamencos de papel con toques de oro, subiendo y bajando en el cielo, rozándose con los bambús negros. Su pequeña choza de cañas, con la cama de mimbre, junto a la cual está todavía el tan reverenciado aparador de su vida terrenal. Clea le preguntó una vez: «¿No echa de menos el mar, Scobie?». El viejo contestó simplemente, sin vacilar: «Todas las noches me embarco en sueños».
Copié y le di las dos traducciones de Cavafis que le habían gustado, aunque no tenían nada de literales. Ahora existe ya un canon para sus textos, establecido por las excelentes traducciones de Mavrogordato, y en cierto sentido el poeta ha quedado libre para que otros poetas trabajen sobre su obra. He procurado trasplantar más que traducir, pero ignoro si los resultados valen la pena.
LA CIUDAD
Te dices: Me marcharé
a otra tierra, a otro mar,
a una ciudad mucho más bella de lo que ésta
pudo ser o anhelar...
Esta ciudad donde cada paso aprieta el nudo corredizo,
un corazón en un cuerpo enterrado y polvoriento.
¿Cuánto tiempo tendré que quedarme,
confinado en estos tristes arrabales
del pensamiento más vulgar? Dondequiera que mire
se alzan las negras ruinas de mi vida.
Cuántos años he pasado aquí
derrochando, tirando, sin beneficio alguno...
No hay tierra nueva, amigo, ni mar nuevo,
pues la ciudad te seguirá.
Por las mismas calles andarás interminablemente,
los mismos suburbios mentales van de la juventud a la vejez,
y en la misma casa acabarás lleno de canas...
La ciudad es una jaula.
No hay otro lugar, siempre el mismo
puerto terreno, y no hay barco
que te arranque a ti mismo. ¡Ah! ¿No comprendes
que al arruinar tu vida entera
en este sitio, la has malogrado
en cualquier parte de este mundo?
LOS DIOSES ABANDONAN A ANTONIO
Cuando de pronto, a medianoche, oigas
pasar el tropel invisible, las voces cristalinas,
la música embriagadora de sus coros,
sabrás que la Fortuna te abandona, que la esperanza
cae, que toda una vida de deseos
se deshace en humo. ¡Ah, no sufras
por algo que ya excede el desengaño!
Como un hombre desde hace tiempo preparado,
saluda con valor a Alejandría que se marcha.
Y no te engañes, no digas
que era un sueño, que tus oídos te confunden,
quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes,
deja volar las vanas esperanzas,
y como un hombre desde hace tiempo preparado,
deliberadamente, con un orgullo y una resignación
dignos de ti y de la ciudad
asómate a la ventana abierta
para beber, más allá del desengaño,
la última embriaguez de ese tropel divino,
y saluda, saluda a Alejandría que se marcha.
JUSTINE
EL CUARTETO DE ALEJANDRÍA I
NOTA
Los personajes de esta novela, la primera de una serie, así como el narrador, son ficticios y nada tienen que ver con ninguna persona viviente. Sólo la ciudad es real.
Empiezo a creer que todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas. Tenemos que discutir en detalle este problema.
S. FREUD, Cartas
Hay dos soluciones posibles: el crimen que nos hace felices, o la soga que nos impide ser desdichados. Respóndame, querida Thérèse, ¿se puede dudar un solo instante? ¿Y qué argumento podría aducir su pobre inteligencia en contra de aquél?
D. A. F. DE SADE, Justine
PRIMERA PARTE
Otra vez hay mar gruesa, y el viento sopla en ráfagas excitantes: en pleno invierno se sienten ya los anticipos de la primavera. Un cielo nacarado, caliente y límpido hasta mediodía, grillos en los rincones umbrosos, y ahora el viento penetrando en los grandes plátanos, escudriñándolos...
Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña, la hija de Melissa. No sé por qué empleo la palabra «refugiado». Los isleños dicen bromeando que solamente un enfermo puede elegir este lugar perdido para restablecerse. Bueno, digamos, si se prefiere, que he venido aquí para curarme...
De noche, cuando el viento brama y la niña duerme apaciblemente en su camita de madera junto a la chimenea resonante, enciendo una lámpara y doy vueltas en la habitación pensando en mis amigos, en Justine y Nessim, en Melissa y Balthazar. Retrocedo paso a paso en el camino del recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos un lapso tan breve, la ciudad que se sirvió de nosotros como si fuéramos su flora, que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creíamos equivocadamente nuestros, la amada Alejandría.
¡He tenido que venir tan lejos para comprenderlo todo! En este desolado promontorio que Arcturo arranca noche a noche de las tinieblas, lejos del polvo calcinado de aquellas tardes de verano, veo al fin que ninguno de nosotros puede ser juzgado por lo que ocurrió entonces. La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio.
* * *
En esencia, ¿qué es esa ciudad, la nuestra? ¿Qué resume la palabra Alejandría? Evoco en seguida innumerables calles donde se arremolina el polvo. Hoy es de las moscas y los mendigos, y entre ambas especies de todos aquellos que llevan una existencia vicaria.
Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego del pueblo parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir a Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo. Nessim dijo una vez, recuerdo –y creo que lo había leído en alguna parte–, que Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo.
* * *
Notas para un paisaje... Largas modulaciones de color. Luz que se filtra a través de la esencia de los limones. Polvo de ladrillo suspendido en el aire fragante, y el olor del pavimento caliente recién regado. Nubes livianas, al ras del suelo, que sin embargo rara vez traen lluvia. Sobre ese fondo se proyectan rojos y verdes polvorientos, malva pastel y un carmesí profundo y diluido. En verano la humedad del mar da una leve pátina al aire. Todo parece cubierto por un manto de goma.
Y luego, en otoño, el aire seco y vibrante, cargado de áspera electricidad estática, que inflama el cuerpo bajo la ropa liviana. La carne despierta, siente los barrotes de su prisión. De noche una prostituta borracha camina por una calle oscura, sembrando los fragmentos de una canción como si fueran pétalos. ¿Fue allí donde escuchó Antonio los acordes arrobadores de esa música sublime que lo impulsó a entregarse para siempre a la ciudad que amaba?
Los cuerpos hoscos de los jóvenes inician la caza de una desnudez cómplice, y en esos pequeños cafés a los que solía ir Balthazar con el viejo poeta de la ciudad,1 los muchachos, nerviosos, juegan al chaquete bajo las lámparas de petróleo y, perturbados por el viento seco del desierto –tan poco romántico, tan sospechoso–, se agitan y se vuelven para mirar a los recién llegados. Les cuesta respirar y en cada beso del verano reconocen el sabor de la cal viva...
He venido a reconstruir piedra por piedra esa ciudad en mi mente, esas provincias melancólicas que el viejo2 veía llenas de las «ruinas sombrías» de su vida. Estrépito de los tranvías estremeciéndose en sus venas metálicas mientras atraviesan la meidan color de yodo de Mazarita. Oro, fósforo, magnesio, papel. Allí nos encontrábamos a menudo. En verano había un tenderete abigarrado donde a ella le gustaba saborear tajadas de sandía y sorbetes de colores brillantes. Naturalmente, llegaba siempre un poco tarde, de vuelta quizá de una cita en una habitación oscura en la que yo trataba de no pensar, tan frescos, tan jóvenes eran los pétalos abiertos de la boca que caía sobre la mía para saciar la sed del verano. Quizás el hombre a quien acababa de abandonar rondaba aún en su memoria, quizá persistía aún en ella el polen de sus besos. Pero eso importaba muy poco, ahora que sentía el leve peso de su cuerpo apoyando su brazo en el mío, sonriendo con la sinceridad generosa de los que han renunciado a todo secreto. Era bueno estar allí desmañados, un poco tímidos, respirando agitadamente porque sabíamos lo que cada uno esperaba del otro. Los mensajes se transmitían prescindiendo de la conciencia, por la pulpa de los labios, por los ojos, por los sorbetes, por el tenderete abigarrado. Permanecer allí alegremente, tomados de los meñiques, bebiendo la tarde profundamente olorosa a alcanfor, como si fuéramos parte de la ciudad...
Esta noche estuve revisando mis papeles. Algunos han ido a parar a la cocina, la niña ha roto otros. Me gusta esta especie de censura porque tiene la indiferencia del mundo natural por las construcciones del arte, indiferencia que empiezo a compartir. Después de todo, ¿de qué le sirve a Melissa una hermosa metáfora ahora que yace como una momia anónima en la tibia arena del estuario negro?
Pero guardo con esmero los tres volúmenes del diario de Justine, y las páginas que registran la locura de Nessim. Nessim me entregó todo a mi partida, diciendo:
–Tome esto y léalo. Aquí se habla mucho de nosotros. Le ayudará a conservar la imagen de Justine sin echarse atrás, como he tenido que hacerlo yo.
Esto ocurría en el Palacio de Verano, después de la muerte de Melissa, cuando Nessim creía aún que Justine volvería a su lado. Muchas veces pienso, y nunca sin cierto terror, en el amor de Nessim por Justine. ¿Puede concebirse algo más amplio, más sólidamente fundado en sí mismo? Daba a su desdicha un aura de éxtasis, era como esas heridas deliciosas que esperamos encontrar en los santos antes que en los simples enamorados. Sin embargo, un poco de sentido del humor le hubiera evitado un sufrimiento tan espantosamente vasto. Pero es fácil criticar, lo sé. Lo sé.
* * *
En la gran calma de estas tardes de invierno hay un reloj: el mar. Su palpitación confusa que se prolonga en la mente es la fuga sobre la cual se compone este relato. Vacías cadencias de las olas que lamen sus propias heridas, hoscas en las bocas del delta, bullentes en las playas desiertas, vacías, eternamente vacías bajo el vuelo de las gaviotas: garabatos blancos sobre el gris, masticados por las nubes. Si una vela se acerca hasta aquí, muere antes de que la tierra la cubra con su sombra. ¡Despojos barridos hasta los frontones de las islas, último vestigio carcomido por la intemperie, plantado en la vejiga azul del agua... desaparecido!
* * *
Aparte de la vieja campesina arrugada que todos los días viene en su mula desde la aldea para limpiar la casa, la niña y yo estamos absolutamente solos. La niña lleva una vida feliz y activa en un ambiente extraño. Todavía no le he dado nombre. Naturalmente, se llamará Justine; ¿cómo si no?
Por lo que a mí respecta, no soy ni feliz ni desdichado; vivo en suspenso como un cabello o una pluma en la amalgama nebulosa de mis recuerdos. He hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura. El solaz que me da este trabajo de la mente y del corazón, reside en que sólo aquí, en el silencio del pintor o del escritor, puede recrearse la realidad, ordenarse nuevamente, mostrar su sentido profundo. Nuestros actos cotidianos son en realidad la arpillera que oculta la tela laminada de oro, el significado del diseño. Por medio del arte logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias. Si no, ¿por qué habríamos de herirnos unos a otros? No, la paz que busco y que quizá me sea concedida, no la encontraré jamás en los ojos de Melissa, brillantes de cariño, ni en las sombrías pupilas de Justine. Ahora cada uno de nosotros ha tomado un camino distinto, pero en esta primera gran ruptura de mi madurez siento que su recuerdo dilata prodigiosamente los límites de mi arte y de mi vida. Por el pensamiento los alcanzo de nuevo, como si sólo aquí, en esta mesa de madera, frente al mar, a la sombra de un olivo, sólo aquí pudiera enriquecerlos como lo merecen. Así, en el sabor de estas páginas habrá algo de sus modelos vivientes –su aliento, su piel, sus voces– que irá entretejido en la trama flexible de la memoria de los hombres. Quiero que vivan otra vez hasta alcanzar el punto en que el dolor se transmuta en arte... Quizá sea una tentativa inútil, no sé. Pero debo intentarlo.
Hoy la niña y yo hemos terminado de construir la chimenea de la casa; conversamos tranquilamente mientras trabajamos. Le hablo como me hablaría a mí mismo si estuviera solo; ella me contesta en un lenguaje heroico, de su invención. Siguiendo la costumbre de esta isla, enterramos bajo la piedra del hogar los anillos que Cohen había comprado para Melissa. Traerán suerte a todos los que vivan en esta casa.
* * *
En la época en que conocí a Justine yo era casi un hombre feliz. Una puerta se había abierto de pronto por obra de mi intimidad con Melissa, intimidad más maravillosa aún por ser inesperada y absolutamente inmerecida. Como todos los egoístas, no puedo vivir solo; la verdad es que mi último año de celibato me había resultado insoportable, y mi ineficacia para la vida doméstica, mi inutilidad en materia de ropa, comida y dinero me abrumaban. Además, estaba harto de las habitaciones invadidas de cucarachas donde vivía entonces, con la única ayuda de Hamid, el tuerto, mi criado berberisco.
Melissa no había destruido mis miserables defensas con ninguna de esas cualidades que pueden señalarse en una amante: encanto, belleza excepcional, inteligencia; nada de eso, sino por obra de lo que sólo puedo llamar su caridad, en el sentido griego de la palabra. Recuerdo que solía verla pasar, pálida, más bien delgada, con un raído abrigo de piel de foca, llevando de la traílla a su perrito por las calles invernales. Sus manos de tísica, de venas azules, etcétera. El arco de las cejas artificialmente acentuado para destacar los hermosos ojos cándidos, osados. Durante muchos meses la vi diariamente, pero su belleza taciturna y decadente no hallaba respuesta en mí. Todos los días me cruzaba con ella al ir al café Al Aktar, donde Balthazar me esperaba con su sombrero negro para «instruirme». Nunca pensé que llegaría a ser su amante.
Sabía que había sido modelo en el Atelier –profesión poco envidiable– y que ahora era bailarina; más aún, sabía que era la querida de un peletero de cierta edad, un comerciante gordo y vulgar. Anoto simplemente estas cosa para registrar una parte de mi vida que el mar se ha tragado. ¡Melissa! ¡Melissa!
* * *
Pienso en la época en que el mundo conocido apenas existía para nosotros cuatro; los días eran simplemente espacios entre sueños, espacios entre capas móviles de tiempo, de actividades, de charla intrascendente... Un flujo y reflujo de asuntos insignificantes, un husmear cosas muertas, fuera de todo ambiente real, que no nos llevaba a ninguna parte, que no nos exigía nada salvo lo imposible: ser nosotros mismos. Justine decía que habíamos quedado atrapados en la proyección de una voluntad demasiado poderosa y deliberada para ser humana, el campo de atracción que Alejandría extendía hacia los que había elegido para ser sus símbolos vivientes...
* * *
Las seis. Ruido de pasos, figura vestida de blanco en los accesos a la estación. Las tiendas se llenan y vacían como pulmones en la rue des Soeurs. Los rayos pálidos, alargados del sol de la tarde manchan las largas curvas de la Explanada, y arcos de deslumbradas palomas, como papeles dispersos, se encaraman a los minaretes para recibir en sus alas los últimos resplandores del poniente. Tintineo de la plata en los mostradores de los cambistas. La verja de hierro que rodea el banco está todavía demasiado caliente para tocarla. Rodar de los carruajes que llevan a los funcionarios, con sus tiestos rojos en la cabeza, a los cafés de la costa. Ésta es la hora más difícil de soportar, cuando desde el balcón la veo pasar hacia el centro de la ciudad, con un paso lento de sandalias blancas, todavía medio dormida. La ciudad despierta como una tortuga vieja y echa un vistazo a su alrededor. Por un momento abandona los guiñapos desgarrados de su carne, mientras desde una callejuela escondida, junto al matadero, dominando los mugidos y balidos del ganado, llega entrecortada la melodía nasal de una canción de amor de Damasco; cuartos de tono sobreagudos, pulverizados.
Ahora hombres cansados abren los postigos de sus balcones y avanzan ofuscados en la luz pálida y caliente; flores descoloridas de las tardes de angustia, agitadas en sucios camastros bajo la venda de los sueños. Yo he llegado a ser uno de esos pobres empleados de la conciencia, un ciudadano de Alejandría. Ella pasa bajo mi ventana, sonriendo a alguna satisfacción íntima, apantallándose suavemente las mejillas con el pequeño abanico de caña. Una sonrisa que probablemente no volveré a ver, pues cuando está en compañía se limita a reír, mostrando sus magníficos dientes blancos. Pero esa sonrisa triste y furtiva tiene una calidad que no se hubiera sospechado en ella, cierta capacidad de travesura. Hubiera podido pensarse que era más trágica por naturaleza y que le faltaba el sentido corriente del humor. Pero el recuerdo obstinado de esa sonrisa me hace dudar ahora.
* * *
Yo la había visto así muchas veces y la conocía perfectamente mucho antes de que habláramos: nuestra ciudad no permite el anonimato a los que tienen más de doscientas libras de renta anuales. La veo sentada a la orilla del mar, sola, leyendo un periódico y comiendo una manzana; o en el vestíbulo del Cecil Hotel, entre las palmeras polvorientas, ceñida en un vestido de lentejuelas plateadas, el magnífico abrigo de piel echado sobre la espalda como los campesinos llevan la capa, su largo índice enganchado en la cadenilla. Nessim se ha detenido a la puerta del salón de baile inundado de luz y de música. No la ha visto. Bajo las palmeras, en un nicho profundo, una pareja de viejos juega al ajedrez. Justine se ha detenido a mirarlos. No entiende nada del juego, pero el aura de calma y concentración del lugar la fascina. Se queda allí largo rato, entre los jugadores sordos y el mundo de la música, como si no supiera a cuál de los dos lanzarse. Por fin Nessim se acerca suavemente, la toma del brazo y permanecen juntos un instante, ella mirando a los jugadores, él mirándola. Por último Justine se aparta despacio, como a pesar suyo, y con un leve suspiro avanza cautelosamente hacia el mundo de la luz.
Y en otras circunstancias, sin duda menos honrosas para ella o para nosotros, y sin embargo, ¡qué conmovedora, qué dócilmente femenina puede ser la más masculina e ingeniosa de las mujeres! Viéndola no podía dejar de pensar en esa raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos como una nube flotando sobre el subconsciente de Alejandría. Las gatas gigantes devoradoras de hombres, como Arsinoe, eran sus verdaderas hermanas. No obstante, detrás de los actos de Justine había otra cosa, producto de una filosofía trágica más tardía, según la cual la moral había de pesar más que la perversión. Era la víctima de dudas sinceras. A pesar de todo, sigo estableciendo una relación directa entre la imagen de Justine inclinada sobre un feto en un sumidero sucio, y la pobre Sofía de Valentino, que murió a causa de un amor tan perfecto como equivocado.
* * *
Georges Pombal, un empleado subalterno del consulado, comparte conmigo el pequeño departamento de la rue Nebi Daniel. Es un caso raro entre los diplomáticos, pues parece poseer una columna vertebral. Para Georges el tráfago cansador del protocolo y las fiestas –tan parecido a una pesadilla surrealista– está lleno de un encanto exótico. Ve la diplomacia con los ojos de un aduanero Rousseau. Se somete a ella sin permitirle jamás que se trague lo que queda de su intelecto. Supongo que el secreto de su éxito es su enorme pereza, que linda casi con lo sobrenatural.
En el consulado general se sienta delate de su escritorio cubierto permanentemente de un confetti hecho de tarjetas con los nombres de sus colegas. Es la imagen misma de la pereza, cuerpo grande y lento aficionado a las siestas largas y a las obras de Crebillon fils. Sus pañuelos huelen prodigiosamente a Eau de Portugal. Su tema de conversación favorito son las mujeres, y habla por experiencia, a juzgar por el desfile de visitantes que pasan por su pequeño departamento, donde es raro ver dos veces la misma cara. «Para un francés, el amor es interesante en Alejandría. Las mujeres actúan antes de reflexionar. Y cuando llega el momento de la duda, del remordimiento, hace demasiado calor, nadie tiene la energía necesaria. Esta animalidad carece de finesse, pero me conviene. Mi corazón y mi mente están hartos de amor, y sobre todo, mon cher, no quiero saber nada de esa manía judeo-copta de disección, de análisis. Deseo volver a mi granja de Normandía sin ataduras sentimentales.»
En invierno Georges se toma largos períodos de vacaciones y entonces me quedo solo en el pequeño departamento húmedo, corrigiendo los cuadernos de ejercicios, con los ronquidos de Hamid por única compañía. Este último año he llegado a un punto muerto. Me falta la voluntad necesaria para hacer algo de mi vida, para mejorar mi situación trabajando intensamente o escribiendo, incluso para hacer el amor. No sé qué me ocurre. Es la primera vez que me falta verdaderamente el deseo de sobrevivir. A veces hojeo las páginas de un manuscrito o las viejas pruebas de una novela o de un libro de poemas, distraído, con disgusto, con tristeza, como si examinara un pasaporte caduco.
De vez en cuando una de las numerosas amigas de Georges cae en mi red y llama a la puerta cuando él está de vacaciones, y el incidente agudiza por un momento mi taedium vitae. Georges es precavido y generoso en este sentido, pues antes de marcharse (y sabiendo lo pobre que soy) suele pagar por anticipado a alguna de las sirias de la taberna del golfo para que, llegado el caso, pase una noche en el departamento en disponibilité, como él dice. La obligación de la mujer es darme ánimos, tarea poco envidiable, sobre todo teniendo en cuenta que en apariencia nada permite suponer que estoy desanimado. Las conversaciones triviales han llegado a ser una forma útil de automatismo que perdura mucho después de haber desaparecido la necesidad de hablar; en caso necesario, puedo incluso hacer el amor con un sentimiento de alivio –no se duerme muy bien aquí–, pero sin pasión, distraídamente.
Algunos de esos encuentros con pobres criaturas extenuadas que han llegado a esa situación por necesidad física son interesantes y aun conmovedores, pero he perdido todo gusto por clasificar mis emociones y ellas sólo existen para mí como figuras planas proyectadas en una pantalla. «Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas –dijo Clea en una ocasión–: Quererla, sufrir o hacer literatura». Yo me sentía incapaz de esas tres formas de sentimiento.
Cuento esto con el único objeto de mostrar el desalentador material humano que Melissa había elegido para actuar, para insuflarle un poco de aliento vital. No debía de serle fácil soportar la doble carga de su pobre vida y de su enfermedad. Para asumir la mía hacía falta un verdadero coraje. Quizá fue fruto de la desesperación, pues Melissa, como yo, había llegado a un punto muerto. Ambos estábamos en quiebra.
Durante semanas el viejo peletero me siguió por las calles con una pistola protuberante en el bolsillo de su abrigo. Era tranquilizador saber, por una amiga de Melissa, que estaba descargada, pero no dejaba de ser alarmante verse perseguido por el viejo. Mentalmente debemos de habernos tiroteado en todas las esquinas de la ciudad. Por mi parte no podía soportar la vista de esa cara espesa, cubierta de pequeñas cicatrices, esa confusión bestial y melancólica de rasgos atormentados y grasientos; no podía soportar la idea de su grosera intimidad con Melissa, aquellas manos pequeñas, sudorosas, cubiertas de un vello negro y espeso como un puerco espín. Esta situación duró mucho tiempo, y al cabo de unos meses nació entre nosotros un extraordinario sentimiento de familiaridad. Hacíamos una inclinación de cabeza y nos sonreíamos al cruzarnos. Una vez lo encontré en un bar y pasé casi media hora a su lado; estábamos los dos ansiosos por hablar, pero ninguno tuvo el coraje de empezar. Nuestro único tema común de conversación hubiera sido Melissa. Al salir lo vi en uno de los largos espejos, la cabeza inclinada, contemplando el vaso de vino. Algo me impresionó en su actitud –el aire desmañado de una foca que lucha por remedar sus sentimientos humanos– y comprendí por primera vez que probablemente quería tanto a Melissa como yo. Me compadecía de su fealdad y de la incomprensión vacía y dolorosa con que enfrentaba a emociones tan nuevas para él como los celos, la privación de una amante adorada.
Más tarde, cuando vaciaron sus bolsillos vi, en el desorden de pequeños objetos que solemos guardar en ellos, un frasquito de perfume vacío, de esa marca barata que usaba Melissa, y me lo llevé al departamento, donde quedó sobre la chimenea durante unos meses hasta que Hamid, en una limpieza a fondo, lo tiró a la basura. Nunca hablé de esto con Melissa, pero muchas veces, cuando me quedaba solo de noche mientras ella bailaba o quizá se veía obligada a acostarse con sus admiradores, estudiaba el frasquito que reflejaba triste y apasionadamente el amor de aquel viejo horrible y lo comparaba con el mío; además, por procuración, era un testimonio de la desesperanza que nos mueve a aferrarnos a algún objeto pequeño y sin valor, impregnado todavía del recuerdo de quien nos ha traicionado.
Encontré a Melissa, pájaro perdido en el melancólico litoral de Alejandría, semiahogado, con el sexo roto...
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Calles que vienen de las dársenas con su hacinamiento de casas destartaladas y decrépitas, que se echan a la cara el aliento, que zozobran. Persianas cerradas en los balcones bullentes de ratas y de viejas con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas. Paredes desconchadas y borrachas que se inclinan al este y al oeste de su verdadero centro de gravedad. Cinta negra de las moscas que se anudan a los labios y a los ojos de los niños, húmedas perlas de las moscas estivales, invadiéndolo todo; bajo el peso de sus cuerpos caen los papeles matamoscas colgados en las puertas violetas de tiendas y cafés. Hedor a sudor de los berberídeos, un olor como de alfombra de escalera en descomposición. Y los ruidos de la calle: grito agudo del aguador que golpea sus recipientes de metal para anunciarse, chillidos inesperados dominando de vez en cuando el estrépito como si provinieran de algún animal pequeño y delicado al que arrancan las entrañas. Llagas como pantanos... la incubación de la miseria humana cobra tales proporciones que uno se queda estupefacto y todos los sentimientos humanos se desbordan y convierten en asco y terror.
Hubiera querido tener la audacia con que Justine se abría paso por esas calles hasta el café El Bab, donde yo la esperaba. El portal bajo el arco semiderruido donde con toda inocencia nos sentábamos a charlar (pero nuestra conversación estaba ya llena de sobreentendidos que considerábamos el feliz presagio de una simple amistad). En aquel piso de barro pardo, mientras el cilindro de la tierra se enfriaba rápidamente sumiéndose en las tinieblas, sólo nos animaba el deseo de comunicar pensamientos y experiencias que excedían el nivel corriente de conversación del común de las gentes. Ella hablaba como un hombre y yo le hablaba como a un hombre. Recuerdo la línea y el peso de aquellas conversaciones, pero no su sustancia. Apoyado descuidadamente en un codo, bebiendo el arak ordinario y sonriéndole, yo aspiraba el cálido perfume estival de su ropa y su piel, perfume que se llamaba, no sé por qué, Jamais de la vie.
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Esos momentos son los que colman al escritor, no al enamorado, y perduran para siempre. Podemos evocarlos cuantas veces queramos o utilizarlos como fundamento para construir esa parte de la vida que es la tarea de escribir. Se los puede corromper con palabras, pero no destruir. Recuerdo otro momento semejante: yo tendido junto a una mujer dormida en un cuartucho, cerca de la mezquita. En aquel amanecer primaveral, impregnado de rocío dibujándose en el silencio que inunda la ciudad antes de que despierten los pájaros, me llegó desde la mezquita la dulce voz del muecín recitando el Ebed: una voz suspendida como un cabello en lo alto del aire de Alejandría que las palmeras refrescan: «Alabo la perfección de Dios, el Eterno» (esto repetido tres veces, cada vez más lentamente, en un registro agudo y puro). «La perfección de Dios, el Deseado, el Existente, el Singular, el Supremo; la perfección de Dios, el Único, el Solo; la perfección de Aquel que no tiene compañero ni compañera, ni nadie que se Le parezca, ni Le desobedezca, ni Le represente, que es sin igual y sin descendencia. Celebremos su perfección.»
La admirable plegaria, como una serpiente desplegando sus anillos de palabras resplandecientes, se abre paso en mi conciencia dormida –la voz del muecín va hundiéndose en registros cada vez más graves–, hasta que la mañana entera parece grávida de su maravilloso poder curativo y los signos de una gracia inmerecida e inesperada invaden el cuarto destartalado donde yace Melissa respirando levemente, como una gaviota, mecida por los esplendores oceánicos de una lengua que no conocerá jamás.
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¿Quién puede pretender que Justine no tenía su lado estúpido? El culto del placer, las pequeñas vanidades, la preocupación por el juicio de quienes eran inferiores a ella, la arrogancia. Podía ser terriblemente exigente cuando quería. Sí. Sí. Pero el dinero es el que hace crecer esa cizaña. Diré solamente que muchas veces pensaba como un hombre, y en sus actos desplegaba en cierto modo esa independencia vertical propia de la actitud masculina. Nuestra intimidad era de un tipo intelectual extraño. No tardé en descubrir que ella podía leer el pensamiento de una manera infalible. Las ideas se nos ocurrían simultáneamente. Recuerdo que una vez me di cuenta de que ella estaba pensando exactamente lo mismo que yo y en los mismos términos: «Esa intimidad no debe ir más lejos, pues hemos logrado ya todas sus posibilidades en la imaginación y lo que terminaremos por descubrir, más allá de los sombríos colores de la sensualidad, es una amistad tan profunda que seremos esclavos uno del otro para siempre». Era el coqueteo de dos espíritus prematuramente extenuados por la experiencia, mucho más peligroso que un amor fundado en la atracción sexual.
Sabiendo lo mucho que Justine quería a Nessim y el gran afecto que yo también le tenía, no podía contemplar esa posibilidad sin asustarme. Allí estaba, a mi lado, respirando levemente, con sus ojos fijos en los querubines del cielo raso.
–Esta aventura entre un pobre profesor y una mujer de la sociedad alejandrina no conduce a nada. Sería penoso que terminara en un escándalo vulgar; cada uno de nosotros se quedaría solo y te verías obligada a pensar qué hacer conmigo –le dije.
Justine detestaba oír la verdad. Apoyada en un codo, se volvió hacia mí y bajando hasta los míos sus magníficos ojos turbados, me miró largo rato.
–En este caso no podemos elegir –respondió con esa voz ronca que yo había llegado a amar tanto–. Hablas como si la elección fuera posible. No somos ni bastante fuertes ni bastante malos como para elegir. Todo esto forma parte de un experimento organizado por alguien, la ciudad quizá, o por una parte de nosotros mismos. ¿Qué sé yo?
La recuerdo sentada frente a un espejo de varias lunas, en casa de su modista, probándose un vestido de piel de tiburón.
–¡Mira! –exclamó–. Cinco imágenes distintas del mismo sujeto. Si yo fuera escritora, trataría de conseguir una presentación multidimensional de los personajes, una especie de visión prismática. ¿Por qué la gente no muestra más que un solo perfil a la vez?
Después bostezó, encendió un cigarrillo y, sentándose en la cama, las manos enlazadas en los tobillos delgados, empezó a recitar lentamente, con un gesto mordaz, esos maravillosos versos del viejo poeta griego en los que se habla de un amor muy antiguo (en otra lengua su belleza se pierde). Y oyéndola decir esos versos, dando a cada sílaba griega deliberadamente irónica un toque de ternura, sentí una vez más el poder extraño y equívoco de la ciudad –su paisaje, la llanura aluvial, su aire de extenuación–, y comprendí que era una auténtica hija de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una amalgama.
Y con qué emoción recitó el pasaje en que el anciano arroja la vieja carta de amor que tanto lo había conmovido y exclama: «Me asomo tristemente al balcón; ¡algo que distraiga el curso de mis pensamientos, aunque sea un movimiento insignificante de la ciudad que amo, de sus calles, de sus comercios!». Y Justine abrió las persianas y se asomó al balcón oscuro que dominaba la ciudad con sus luces abigarradas, sintiendo el viento de la noche que venía de los confines de Asia, olvidando por un instante su cuerpo.
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Lo de «Príncipe» Nessim es, desde luego, una broma; en todo caso, lo era para los tenderos y los commerçants de chaqueta negra que lo veían pasar impasible por la Vía Canópica en el gran Rolls plateado de ruedas amarillas. En primer lugar, era copto, no musulmán. Pero el sobrenombre estaba muy bien elegido, pues Nessim mostraba un desapego principesco frente a la codicia en que se fundan los decorosos instintos de los alejandrinos, aun de los más ricos. Sin embargo, los rasgos que le habían dado fama de excéntrico nada tienen de notable para quienes no han vivido en el Levante. En primer lugar, no le interesaba el dinero, como no fuera para gastarlo; en segundo lugar, no tenía una garçonnière, y parecía absolutamente fiel a Justine, cosa nunca vista. Por lo que se refiere al dinero, tenía tanto que le producía verdadero asco y nunca lo llevaba encima. Gastaba a la manera árabe y pagaba con vales; los restaurantes y los night-clubs aceptaban sus cheques. Sin embargo, saldaba puntualmente sus deudas, y todas las mañanas Selim, su secretario, rehacía en coche el trayecto del día anterior para pagar las deudas que se hubieran contraído.
Su actitud pasaba por excéntrica y excesivamente aristocrática para los habitantes de la ciudad, que con sus criterios bastos y convencionales, sus preocupaciones pedestres y su educación insuficiente, eran incapaces de descubrir el estilo de Nessim, en el sentido europeo de la palabra. Pero Nessim había nacido así, no era un simple producto de una educación; en ese pequeño mundo cuya única preocupación carnal es hacer dinero, no encontraba un verdadero campo de acción para su espíritu esencialmente manso y contemplativo. Siendo el menos autoritario de los hombres, sus actitudes, que llevaban el fuerte sello de su personalidad, provocaban comentarios. La gente se inclinaba a atribuir su manera de ser al hecho de haberse educado en el extranjero, pero en realidad Alemania e Inglaterra sólo habían logrado desconcertarlo e incapacitarlo para la vida de la ciudad. La una le había infundido un gusto por la especulación metafísica que se contradecía con la índole de su espíritu mediterráneo; Oxford había intentado convertirlo en un pedante, con el único resultado de desarrollar su afición por la filosofía, al punto de hacerlo incapaz de practicar el arte que más amaba: la pintura. Pensaba y sufría mucho, pero le faltaba la fuerza necesaria para atreverse, primer requisito del que hace algo.
Nessim estaba enemistado con la ciudad, pero como su enorme fortuna lo ponía en contacto diario con los hombres de negocios del lugar, la tensión aflojaba: ellos lo trataban con una indulgencia divertida, esa condescendencia que se adopta con los simples de espíritu. Y si se entraba en su oficina –un sarcófago de vidrio y muebles tubulares de acero–, no era raro encontrarlo sentado como un huérfano delante del gran escritorio (lleno de timbres y lámparas), comiendo pan negro con mantequilla y leyendo a Vasari mientras firmaba distraídamente cartas y recibos. Alzaba hacia el visitante su cara pálida, en forma de almendra, con un gesto abstraído, absorto, casi suplicante. Y sin embargo, debajo de esa mansedumbre había una fibra de acero, y sus empleados se asombraban siempre de ver que, a pesar de su aire distraído, no ignoraba detalle alguno de sus negocios y sus transacciones se fundaban siempre en el buen sentido. Era una especie de oráculo para sus subordinados; ¡no obstante (decían inspirando y encogiéndose de hombros), parecía no darles importancia! Eso es lo que Alejandría considera una locura.
Yo los conocía a ambos de vista muchos meses antes de que nos encontráramos, como conocía a todo el mundo en la ciudad. De vista y también de reputación, pues su manera de vivir altanera, desenvuelta y tan poco respetuosa de las convenciones, les había dado cierta notoriedad entre los provincianos habitantes de la ciudad. De ella se decía que había tenido muchos amantes; a Nessim se lo consideraba un mari complaisant. Los había visto bailar juntos en varias ocasiones: él esbelto, con una cintura fina de mujer y hermosas manos largas y flexibles; Justine, con su preciosa cabeza, su nariz árabe de ángulo pronunciado y los ojos translúcidos, agrandados por la belladona. Miraba a su alrededor como una pantera semidomesticada.
Hasta que un día acepté pronunciar una conferencia sobre el poeta de la ciudad en el Atelier des Beaux Arts, especie de club donde los aficionados al arte podían reunirse, alquilar estudios, etcétera. Acepté porque era el modo de conseguir un poco de dinero; se acercaba el otoño y Melissa necesitaba un abrigo nuevo. Pero era una tarea penosa para mí, pues sentía al viejo a mi alrededor, por así decirlo, impregnando las sombrías callejuelas que se abrían en torno a la sala de conferencias con el olor de aquellos versos destilados de sus amores miserables y sin embargo enriquecedores, amores quizá conseguidos con dinero, fugaces, pero que seguían viviendo en sus versos; ¡con cuánta paciencia y ternura había capturado el minuto de la realización para fijarlo con colores indelebles! ¡Qué impertinencia hablar de un ironista que con tanta naturalidad, con un instinto tan seguro, había convertido en tema de su obra las calles y burdeles de Alejandría! Y hablar, además, no a un público de vendedores de tienda y pequeños empleados –a los que él había inmortalizado–