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Para Nicola
Bajo la luz de dos lunas turquesas y un deslumbrante cielo estrellado, una familia descansaba en la piscina de su jardín.
El hijo dormía sobre la superficie del agua con el pulgar en la boca.
La hija flotaba sobre su estómago, mientras leía un libro y deslizaba una mano hacia atrás y adelante por la burbujeante agua rosa.
Los padres se mecían erguidos en el agua y tomaban sorbos de té de arándanos en sus enormes tazas, al tiempo que miraban las noticias de la noche en una pantalla grande al otro lado de la piscina. Fruncían el ceño y chasqueaban la lengua, mientras veían a una princesa pelirroja con un vestido bastante sucio negar frenéticamente con la cabeza ante la cámara.
–No cambiará de parecer –aseguró la madre.
–Es una mocosa malcriada –afirmó el padre.
–Espero que no estén hablando de mí –comentó la hija sin levantar la vista de su libro de detectives.
–¡Claro que no! Estamos hablando de la princesa –aclaró el padre–. ¡Quiere destruir todo un planeta!
–¿Cuál?
–La Tierra –respondió la madre.
La hija se levantó a toda prisa, olvidándose del libro.
–¡La Tierra! ¿Ese dulce y pequeño planeta en donde pasaron su luna de miel? ¡No puede hacer eso!
–Me temo que sí –dijo el padre con tristeza.
–¡Debemos hacer algo! –exclamó la hija.
–No podemos –agregó el padre.
–Sí podemos –afirmó la madre–. Y es nuestro deber.
Escuela Primaria Honeyville,
Honeyville, Sídney, Australia, Tierra
Nicola Berry estaba sentada tan quieta como una estatua. Incluso cuando el ventilador al frente del aula giraba en su dirección, y todo su cabello volaba hacia atrás como si estuviera sacando la cabeza por la ventanilla de un automóvil, no pestañaba ni un poco.
Estaba probando algo nuevo.
Telepatía.
El sujeto de prueba era la Srta. Zucchini, la maestra, quien escribía con la furia acostumbrada en la pizarra mientras gritaba algo sobre océanos y mares. Nicola no comprendía por qué la Srta. Zucchini estaba tan alterada por los océanos y mares. Se suponía que la tendrían que hacer sentir más relajada y fresca.
Su verdadero nombre era Srta. Zukker pero todo el mundo la llamaba en secreto Srta. Zucchini. Le quedaba bien, dado que casi siempre tenía una expresión de asco en su rostro que te hacía pensar que tan solo un minuto atrás la habían obligado a comer un plato de puré de zucchinis. Todos los días de su vida estaba de mal humor: porque no le gustaban los niños y además, tenía una alergia bastante importante a la tiza o el gis. También odiaba el calor, por lo que se ponía particularmente irritable los días de mucha humedad como ese.
Una vez, Nicola le había escrito una carta anónima:
Querida Srta. Zukker:
Le escribo para proponerle otras profesiones que la puedan hacer sentir más feliz y menos estresada. Aquí le enumero algunos trabajos posibles e interesantes:
1. Carcelera (en una prisión con aire acondicionado)
2. Entrenadora de perros (pero de los gruñones a los que hay que gritarles)
3. ¡Cualquier otro trabajo en un país con nieve, sin tiza ni niños!
Atentamente,
Una estudiante muy preocupada
El papá de Nicola dijo que sin lugar a dudas debía enviársela y luego soltó una carcajada tan estruendosa que se ahogó con su porción de pizza de jamón y piña, y tuvieron que golpearlo en la espalda. La mamá dijo que creía que la Srta. Zucchini podría ofenderse y pensar que Nicola insinuaba que no era una buena maestra. Nicola respondió que sí, que de hecho eso era lo que quería decir. Luego su mamá le contó una larga historia sobre una horrible maestra que ella había tenido en la escuela, quien resultó ser una persona muy amorosa, y quien le dio la receta del pastel de merengue de limón o algo así. Nicola sabía que la Srta. Zucchini en verdad tenía un corazón oscuro y malvado, pero no quería hacer sentir mal a su mamá, por lo que se resignó a darle una palmada en el hombro y agregó:
–Gracias, mamá, eso fue muy interesante y útil.
El día anterior, el hermano mayor de Nicola, Sean, le había dicho que siempre que él no quería que su maestra lo llamara para responder una pregunta en clase, simplemente usaba telepatía. Afirmó que era cien por ciento verdad y que estaba dispuesto a pasar por el detector de mentiras si ella quisiera. Nicola le aclaró que no tenía un detector de mentiras cerca, y Sean le dijo que ese era su problema e hizo una voltereta en el aire (en ese momento, estaban en la cama elástica del jardín trasero).
Nicola estaba bastante segura de que su hermano le mentía, pero valía la pena intentarlo. Si Sean podía hacer telepatía, ella también.
–¿CUÁL ES EL NOMBRE DE ESTE MAR? –gritó la Srta. Zucchini como si todos estuviéramos sentados a miles de kilómetros de distancia en lugar de justo frente a ella. Golpeó la tiza sobre un mapa que había garabateado en la pizarra.
Algunos levantaron la mano, pero los ignoró. No le gustaba cuando alguien sabía la respuesta porque significaba que no podía gritar. Sus ojos rosados y codiciosos se dispararon por toda el aula en busca de una persona que no la supiera. Su alergia a la tiza hacía que su piel se viera rojiza y arrugada, y cada vez que golpeaba la pequeña barra contra la palma de su mano, algunos restos de piel muerta caían al suelo. De solo verla, a Nicola le daba picazón.
–¡CADA UNO DE USTEDES DEBERÍA SABER EL NOMBRE DE ESTE MAR!
Los tímpanos de Nicola palpitaban.
–LO DIJE HACE SOLO CINCO MINUTOS. ¡SI NO LO SABEN, ENTONCES NO ESTABAN PRESTANDO ATENCIÓN!
Nicola no sabía el nombre del mar. Ninguno aparecía sobre la punta de su lengua. Lo único que sentía allí era un gustito a fresa congelada por el helado que había comido durante el almuerzo.
Si existía un momento en el que iba a necesitar la telepatía, era ese.
Con todas sus fuerzas, intentó apuntar sus pensamientos directo a las oscuras y retorcidas profundidades de la mente de la Srta. Zucchini: No me elija. No me elija. No me elija. Elija a Greta Gretch. Elija a Greta Gretch. Elija a Greta Gretch.
Greta Gretch era la peor enemiga de Nicola.
Además, Greta sacudía su mano con tanto frenesí que parecía una persona a punto de ahogarse, por lo que la Srta. Zucchini aparentaba no verla.
Nicola notó que la maestra miraba con suspicacia a Tyler Brown. Tyler era uno de sus mejores amigos y un niño muy inteligente. Nicola suponía que él sabía la respuesta y no levantaba la mano a propósito. El niño miraba a la Srta. Zucchini con una mirada cándida detrás de sus gafas redondas y se rascaba la frente como si estuviera intentando recordar el nombre del mar. A la maestra le encantaría que contestara mal, pero ¿se arriesgaría? ¿Qué tal si Tyler la estaba engañando?
No me elija, no me elija. ¡Elija a Tyler! No diga Nicola Berry. No diga Nicola Berry. Diga Tyler Brown. No diga…
–¡NICOLA BERRY!
Nicola estaba tan asustada que casi se le escapa el corazón por la boca. No podía creerlo. Se había convencido de que la telepatía estaba funcionando. Aprendió que no podía confiar en la más mínima palabra de su hermano.
–¡Al frente, jovencita! –la maestra estaba segura de que, a juzgar por la expresión de Nicola, había encontrado a la ganadora (en otras palabras, a la perdedora). Y blandió la tiza–. Escriba el nombre del mar justo allí. Si ha prestado atención, será sencillo.
Nicola echó una mirada hacia el otro extremo del aula y vio a su otra mejor amiga, Katie Hobbs. Su rostro lucía desesperado, como si Nicola hubiera sido enviada a pelear una peligrosa batalla. El corazón de su amiga era tan tierno como un malvavisco.
Entonces Nicola volvió a mirar a Tyler, quien se encontraba desplomado sobre su pupitre, como si estuviera listo para una siesta. Mmm. ¡Él no era tan sensible! Nicola se levantó con lentitud de su silla. Sus brazos y piernas pesaban tanto que parecían estirarse como plastilina.
–Ah querida, pobrecita, lo siento mucho. ¡Requiere un esfuerzo enorme caminar hacia el frente! –se burló la Srta. Zucchini.
Nicola miró a Tyler y notó que se desparramaba aún más en su asiento mientras inclinaba su cabeza hacia atrás y presionaba su cuello con ambas manos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se estaba burlando de ella? Nicola le dijo “me encargaré de ti más tarde” con la mirada, pero después se dio cuenta de que ponía los ojos en blanco con exageración. ¿Estaba intentando decirle algo? Él cerró los ojos y sacó la lengua hacia un lado de su boca como si estuviera haciéndose el muerto.
Muerto.
¡MUERTO!
¡Claro! Una parte de su cerebro debió haber prestado atención después de todo. ¡La respuesta era mar Muerto!
Por lo que sabía, el mar Muerto tenía el agua más salada del mundo. Era tan salada que flotar allí era increíble. La gente deambulaba alegremente como corchos y uno podía recostarse sobre el agua con la misma facilidad con que se recostaba sobre un colchón inflable. Nicola recordó haber pensado que esa era una de las cosas más interesantes que la maestra había dicho jamás y que le gustaría intentar nadar en el mar Muerto.
Sonrió para hacerle saber a Tyler que había entendido el mensaje y se acercó a la Srta. Zucchini para tomar la tiza de su mano.
De pronto, notó que el rostro de la maestra se había incendiado con un tono púrpura profundo y triunfante.
–¡TYLER BROWN! ¿ACABA DE DARLE LA RESPUESTA A NICOLA BERRY? ¿LOS ACABO DE ATRAPAR A AMBOS... HACIENDO TRAMPA?
Nicola vio a su amigo parpadear con rapidez y a Katie llevarse los dedos a la boca. Sus propias rodillas comenzaron a temblar.
Y allí fue cuando ocurrió.
Hubo un fuerte golpe en la puerta del salón.
¡TOC, TOC! ¡TOC, TOC!
Todo el mundo volteó y de pronto el aire comenzó a sentirse diferente, como ese momento mágico justo después de haber encendido las luces del árbol de Navidad.
Algo fantástico, inesperado e inusual estaba a punto de ocurrir. Nicola estaba segura de ello.
Un hombre llamaba a la puerta, pero no era alguien aburrido como el Sr. Nix, el director de la escuela, con sus orejas peludas, que venía a dar una larga clase sobre “responsabilidad” y “espíritu comunitario”, y a levantar las cáscaras de naranja del suelo del patio de juegos.
No, este hombre lucía bastante… interesante.
No era su ropa lo que era interesante. Solo llevaba un traje y una corbata habitual. Su rostro tampoco era tan inusual. Tenía uno común; como el padre de alguien. (Aunque sí tenía uno de esos bigotes extra grandes y rasposos que podría provocar un horrendo ataque de risas si lo mirabas por mucho tiempo).
Lo que hacía más interesante a este hombre era su increíble estatura. Era tan alto que tuvo que agacharse casi desde la cintura para que su cabeza pasara por la puerta.
–¡Siéntese, Nicola! –bufó la maestra, como si ella ya no estuviera en su lugar. Nicola prácticamente había regresado bailando a su asiento. Notó que Tyler estaba sentado muy rígido y alerta, mientras que los ojos de Katie estaban abiertos como platos.
–¿Puedo ayudarlo? –preguntó la Srta. Zucchini.
–Ah, lo dudo mucho –la voz del hombre era tan suave como un helado de caramelo.
–Bueno, no me avisaron de alguna visita hoy. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
–Mi nombre es Georgio Gorgioskio y he viajado desde el otro extremo de la galaxia en una importante misión secreta que no es de su incumbencia. Ahora, si me disculpa, me arrodillaré. Los techos en este planeta son deplorablemente bajos, ¿no le parece?
Al decir eso, el hombre se acomodó en el suelo y giró con bastante gracia sobre sus rodillas en dirección a la clase. Algunos de sus cabellos rozaban las bombillas de luz. Se inclinó con un gesto amable.
–Me temo, ehm, señorita, que debo pedirle con todo respeto que salga –le dijo Georgio Gorgioskio a la maestra–. Mis asuntos solo les conciernen a sus estudiantes. Por favor, lárguese.
Hubo una serie de suaves “¡Ah!” de alivio y otros “¿Ah?” de confusión en el salón.
A Nicola el rostro de la Srta. Zucchini le recordó una cacerola hirviendo a punto de estallar.
–No sé quién es usted o de dónde viene –vociferó. Algunas pequeñas gotas de saliva salieron despedidas de su boca en todas direcciones, como agua de un bebedero a toda potencia–. ¡Pero definitivamente no me iré de aquí! ¡Es mi aula! No tiene derecho a darme órdenes, usted… ¡palo de escoba!
Hasta ese entonces, Georgio había mantenido una expresión cortés, pero al oír que lo llamaba “palo de escoba” su rostro cambió.
–¡No vuelva a llamarme nunca más palo de escoba, señora cara de zucchini! –extendió uno de sus largos brazos, sujetó a la maestra y la empujó fuera del salón como una muñeca de trapo.
La clase entera se revolvió. Los niños malos en la parte trasera golpearon sus puños contra sus pupitres y se chocaron los cinco al grito de “¡Hurra, Georgio!”. Incluso los estudiantes buenos del frente aplaudieron y gritaron con educación.
–¡Gracias! ¿Por qué? ¡Gracias! –el sujeto lucía bastante conmovido e hizo una pequeña reverencia–. Ahora, por favor, necesito de su atención.
En un instante, la clase entera quedó tranquila. Era el tipo de tranquilidad que la Srta. Zucchini solo experimentaba en sueños.
Georgio levantó la barbilla. Sus ojos celestes resplandecieron cuando extendió su mano.
–Viene a esta clase en búsqueda del Embajador o Embajadora Terrícola.
Todos clavaron sus ojos en él. No tenían idea de lo que estaba diciendo pero, sin lugar a dudas, sonaba intrigante.
Georgio lucía molesto.
–¿NO ME OYERON? ¡VINE AQUÍ EN BUSCA DEL EMBAJADOR O EMBAJADORA TERRÍCOLA! –exclamó.
Hubo silencio. Nadie sabía qué decir.
Georgio dejó caer sus brazos.
–Veo que no están informados sobre los asuntos del momento. Bueno, seré breve. Estoy examinando a todos los niños y niñas en edad escolar alrededor del mundo para ver si puedo encontrar a alguien que califique para cumplir el rol de Embajador o Embajadora Terrícola. Si lo encuentro, él o ella vendrá conmigo en una misión secreta intergaláctica.
Greta Gretch levantó la mano en el aire con todas sus fuerzas y la sacudió con frenesí.
Georgio parecía alarmado, como si nunca antes hubiera visto tal cosa.
–¿Te encuentras bien? –preguntó–. ¿Sufres alguna especie de problema de salud? Me temo que no soy muy bueno para ese tipo de cosas.
–Solo quiero hacer una pregunta –dijo Greta–. ¿Qué calificaciones se necesitan para el puesto de Embajadora Terrícola? Resulta que yo soy la delegada de la clase, por lo que tengo excelentes habilidades de liderazgo.
–Justo estaba llegando a eso, niña extraña –respondió Georgio–. Soy el presidente de un comité bastante exclusivo compuesto por algunos de los pensadores más inteligentes y astutos que jamás conocerán. Juntos, hemos desarrollado un sistema de preguntas tan complejo e ingenioso que nos permitirá localizar con exactitud a la persona indicada para la misión. No explicaré más porque, si lo intentan comprender, sus pequeños cerebros estallarán, y sería bastante desagradable. Lo único que deben saber es que creemos que solo hay un niño o niña en todo este planeta con las cualidades necesarias para cumplir la misión. Hasta ahora, he examinado alrededor de dos mil millones trescientos cuarenta y dos mil niños sin éxito. Eso significa que me quedan… –hizo algunas cuentas rápidas con sus dedos mientras murmuraba para sí mismo– cerca de cuatro billones quinientos veintitrés niños por examinar.
Por un momento, al conocer la cantidad de niños que le quedaban pendientes, se vio como deprimido pero luego se animó.
–Bueno, quién sabe! –exclamó–. ¡Quizás el Embajador o Embajadora Terrícola pueda estar en esta misma clase sentado frente a mí! ¡Podría ser, por ejemplo, tú! –señaló a Lizbeth-Ann Roberts, quien era extremadamente linda y estaba enamorada de sí misma.
Todos la miraron con envidia, mientras ella mecía su cola de caballo y batía sus pestañas. Georgio entrecerró los ojos y le echó otra mirada a Lizbeth-Ann. Frunció el ceño con desagrado.
–Aunque lo dudo –agregó, y Lizbeth-Ann hizo una mueca de tristeza–. ¡Basta de perder el tiempo! –gritó Georgio–. ¡Que comiencen las preguntas! ¡Todo el mundo de pie! ¡En solo unos minutos sabremos si el Embajador o Embajadora Terrícola se encuentra aquí!
Todos se quedaron inmóviles junto a sus pupitres. El corazón de Nicola latía como si estuviera en la cima de una montaña rusa.
Miró a Tyler, quien estaba rígido prestando atención. Nicola sabía que él tenía tantas ganas de ser el Embajador Terrícola que quizás le había comenzado a doler la cabeza. Cuando Georgio pronunció las palabras “misión intergaláctica”, Tyler levantó la barbilla, y la punta de sus orejas se ruborizó. El sueño de su amigo era ser astronauta. Siempre decía cosas como “No puedo esperar a bajarme de este planeta” y no dejaba de escribirle a la NASA preguntándoles por algún puesto de media jornada para ir luego de la escuela.
También era muy inteligente y, si bien no se podía garantizar que fuera súper valiente, Nicola pensaba que sería un grandioso Embajador Terrícola. Esperaba que él sí lo fuera, y que Greta Gretch no.
–Esto funcionará de la siguiente manera –continuó Georgio, mientras tomaba un cuaderno rojo enorme y brillante de su bolsillo–: les haré diez preguntas. Si la respuesta es no, entonces se deberán sentar de inmediato. Si la respuesta es sí, entonces se quedarán de pie. Si, por alguna remota razón, un niño o niña se queda parado cuando haga la última pregunta, entonces esa persona será el Embajador o Embajadora Terrícola. Y... ¡no hagan trampa! –exclamó con tanta ferocidad que hizo que todos saltaran del susto–. Sabré si están haciendo trampa.
–Primera pregunta: ¿tienen la letra “r” en su nombre o apellido? Siéntense si la respuesta es no. Los segundos nombres no cuentan. Los apodos tampoco.
Cerca de catorce niños, luego de pensar con furia por algunos segundos, se sentaron con aspecto miserable en sus pupitres. Nicola pensó, feliz, en las dos “r” de su apellido Berry. Al menos, no fue una de las primeras en ser descalificada.
Nicola creyó que Katie solo simulaba estar triste cuando se tuvo que sentar. Ni siquiera le gustaba salir de Honeyville para ir a la ciudad en tren, por lo que era casi seguro que no estaría muy a gusto en una misión intergaláctica.
Bruno Eccleston también se sentó, pero como era una persona horrible nadie se molestó en recordarle que Bruno tenía una “r”. (Luego, cuando ya era demasiado tarde, uno de los niños sí le dijo eso, pero Bruno simplemente lo golpeó en la nariz).
–Segunda pregunta: ¿tienen al menos tres pecas?
Nicola, que siempre había odiado las siete pecas sobre su nariz, se sintió muy a gusto con ellas.
Tyler seguía parado con rigidez, firme como un guerrero, su rostro pecoso se mantenía serio. Mientras que Lizbeth-Ann intentó convencer a Georgio de que tenía una peca extra en su barriga, pero Georgio, sin decirle nada, simplemente la miró hasta que la niña se sentó de mal humor.
–¿Su cumpleaños es en uno de los siguientes meses: diciembre, marzo, abril o… junio?
El cumpleaños de Nicola era en diciembre. De hecho, era solo dentro de tres días, el sábado. El cumpleaños de Tyler era en septiembre. Se sentó rápido y le esbozó a Nicola una sonrisa solemne. Quedaba en sus manos ahora. Debía llegar tan lejos como pudiera por el pobre Tyler.
Solo quedaban siete personas de pie.
–Cuarta pregunta: ¿tienen un pez de mascota?
Nicola, quien consideraba a su pez dorado una mascota aburrida, decidió que le daría a Goldie una ración extra de comida cuando volviera a casa.
Cuatro personas quedaban de pie.
–Quinta pregunta: ¿odian el zucchini?
Las mismas cuatro personas siguieron de pie.
–Sexta pregunta: ¿pueden realizar alguna de las siguientes tres actividades: caminar por la cuerda floja, disecar una rata o andar en patines en reversa?
Nicola no sabía cómo caminar sobre una cuerda floja o disecar una rata, pero casi que podía andar en patines en reversa, aunque por lo general terminaba en el suelo. Se preguntaba si importaba qué tan bien lo hiciera.
–¡No importa qué tan bien lo hagan! –exclamó Georgio, como si le hubiera leído la mente.
Nicola lo miró y creyó haber notado un leve indicio de que le había guiñado el ojo (no estaba muy segura porque su rostro estaba muy arriba).
Ahora quedaban solo tres personas. ¡Tal vez seré la Embajadora Terrícola!, sugirió una voz en su cabeza. Ah, claro que no, dijo otra voz más sensible y delicada. ¡No eres lo suficientemente buena, Nicola Berry! ¡Nunca te ocurre nada interesante!
–Séptima: ¿tienen alguna prenda de color púrpura?
Nicola no podía pensar con claridad. Cada prenda que recordaba era de cualquier otro color excepto púrpura. Su vestido rojo, su sudadera amarilla, sus jeans azules; todas se revolvían en su mente. ¿De qué color eran sus calcetines? ¿No eran todos blancos?
Estaba a punto de darse por vencida y sentarse cuando notó que Katie, al otro lado de la habitación, se comportaba de manera extraña. Sacudía sus brazos en círculos e inclinaba su cabeza de lado a lado con la boca abierta.
–¿Mmm? –exclamó, estaba a medio camino entre sentarse y permanecer de pie.
Katie se sujetó la nariz y se movió hacia arriba y abajo. ¡Ajá! ¡Katie hacía como si estuviera nadando porque el nuevo traje de baño de Nicola era púrpura! ¿Cómo podía haberse olvidado? Se estiró y le esbozó a Katie una sonrisa de agradecimiento.
Ahora solo quedaban dos personas de pie.
Nicola Berry. Greta Gretch.
Enemigas juradas.
Era como un partido de fútbol. Estaban los fanáticos del equipo de “Greta” y los fanáticos del equipo de “Nicola”.
La atmósfera era electrizante.
–Octava pregunta –agregó Georgio y pasó una página de su cuaderno con un gesto ostentoso. Parecía que estaba disfrutándolo–. ¿El nombre de su playa favorita comienza con la letra “B”?
–Beauty Beach –respondió Greta con tono engreído. Los simpatizantes de Greta golpearon sus pupitres.
–¡Buddy Beach!
–¡Vamos, Nicola! ¡Vamos, Nicola! –gritaron los simpatizantes de su equipo..
–Silencio, por favor –pidió Georgio–. La siguiente pregunta es muy importante.
De inmediato, el aula quedó en silencio. Estaba tan silencioso que se podría haber escuchado el sonido de un alfiler al caer al suelo. Y en realidad así fue, ya que Sarah McCabe había dejado caer su alfiler de gancho y todo el mundo lo oyó.
–La novena pregunta es... y no quiero oír nada excepto a Nicola y Greta cuando haga la pregunta: ¿son buenas para escribir historias?
Sin contar algunas exclamaciones apagadas y suspiros reprimidos, nadie hizo ruido.
–Greta –dijo Georgio con gentileza–. Me gustaría que tú respondas primero.
Todos esperaron la respuesta de Greta.
–Sí.
Nicola giró su cabeza para mirarla.
Greta escribía unas historias horribles. Eran aburridas, siempre tenían muchos errores de ortografía y uno podía adivinar que robaba sus ideas de programas de televisión. Greta era buena en geografía, geometría, gimnasia y todo lo demás en lo que se puede ser bueno.
Nicola era buena para escribir historias. Era lo suyo. Todos en el salón lo sabían perfectamente. Incluso el rostro de la Srta. Zucchini lucía menos como un zucchini cuando Nicola leía sus historias.
–¿Es verdad, Greta?
–Sí –mintió ella sin vacilar y clavó la mirada en la barriga de Georgio.
–Mírame, Greta.
Para mirarlo a los ojos, ella tuvo que inclinar su cabeza tan hacia atrás que parecía que estaba a punto de hacer una voltereta.
–¿ERES BUENA PARA ESCRIBIR HISTORIAS? –exclamó Georgio y sus ojos celestes amistosos se tornaron rojos, llenos de ira.
–Bueno... no tanto, supongo.
¿Acaso esa pequeña vocecita asustada pertenecía a la mandona de Greta Gretch? Nicola no lo podía creer. La niña se sentó, apoyó la cabeza sobre su pupitre y comenzó a llorar en forma escandalosa, a golpear sus puños contra el tablero y patalear.
–¿Y tu respuesta, Nicola? –preguntó Georgio.
La voz de Nicola se había tornado rasposa por la felicidad.
–Mi respuesta es: sí, muy buena.
Georgio le permitió a la clase que celebrara por algunos segundos antes de interrumpirlos.
–Ahora, no se entusiasmen mucho, por favor. Ya he llegado hasta aquí antes y de todas formas falló en la décima pregunta. Sin embargo, si Nicola contesta que sí a la próxima pregunta, ¡entonces ella será la Embajadora Terrícola!
Greta Gretch estalló en una ráfaga de lágrimas de envidia.
–Ah, cállate –le dijo Georgio irritado–. Ahora, la última pregunta es…
Nicola cerró los ojos y esperó la décima pregunta.
–¿Alguna vez convenciste a alguien de que cambie de parecer cuando ya estaba totalmente decidido?
Nicola abrió los ojos y parpadeó. Qué pregunta extraña. Pensó en su mamá cuando decidió que era el turno de Nicola para limpiar el baño, aunque afuera hacía el día más soleado y hermoso de toda la historia del mundo. ¿La había convencido de cambiar de parecer? No.
Pensó en su papá cuando decidió mirar aquel documental aburrido sobre la historia del rock de la década de 1970. Aunque Nicola sabía que se quedaría dormido en el sofá antes de que terminara, ¿lo había convencido de cambiar de canal? No.
Pensó en su hermano, Sean, cada vez que decidía usar la computadora en el momento exacto en el que ella la necesitaba. ¿Lo había convencido, aunque sea una vez, de que se la dejara usar primero?
Nunca.
Ni siquiera una vez.
Nicola nunca había convencido a nadie de cambiar de parecer cuando ya estaban decididos. Su respuesta era no. Tendría que sentarse.
–¿Debo repetir la pregunta? –preguntó Georgio.
Al final, ella no era la Embajadora Terrícola. Claro que no. Nunca debió pensar que podría serlo. Era tan decepcionante haber estado tan cerca.
Me siento… desolada, pensó para sí misma. (Había buscado durante décadas una oportunidad para usar la palabra “desolada”, la cual significa estar muy, muy triste. Era bueno saber que al fin había tenido la oportunidad). No lloraré. No importa cuán desolada me sienta.
Con valentía, levantó la cabeza.
–Mi respuesta es…
–¡Perdón! –interrumpió Georgio pasando las páginas de su cuaderno gigante mientras se rascaba con frenesí la barbilla–. Creo que esa pregunta está mal. ¡Sí! ¡Fue un error! Qué torpe de mi parte.
Un murmullo de confusión se propagó por el aula.
–La décima pregunta correcta es esta: ¿llevas algo rojo en tu cabello?
El corazón de Nicola, el cual se había llenado de esperanza durante un segundo, se detuvo. ¡Doblemente desolada! Claro que no llevaba nada rojo en su cabello. De hecho, nunca llevaba nada…
¡Excepto hoy!
Durante el desayuno esa mañana, su madre le había dicho: “¿Por qué no te pones ese broche de mariposa que la abuela te regaló?”, y tomó el broche de la mesita donde Nicola lo había dejado y lo sujetó al cabello de su hija. “Listo”, había dicho, “Te queda muy bien y evita que el cabello te tape los ojos”. Nicola había pensado en quitárselo antes de salir para la escuela, pero se le olvidó.
–¿Y tu respuesta es…?
–Mi respuesta es ¡SÍ! –tomó el clip de mariposa de su cabello y lo sostuvo en lo alto, triunfante.
Georgio intentó realizar un extraño y enérgico zapateo mientras aún seguía arrodillado (lo cual debió haberle dolido), y sacudió sus brazos como una gallina mientras golpeaba sus manos contra sus piernas.
–¡YUPI! Al fin encontré a la Embajadora Terrícola. ¡Eres tú, Nicola Berry! ¡Eres tú!