CUMBRES BORRASCOSAS
EMILY BRONTË
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Título original: Wuthering Heights
Traducción de Maria Rosa Lida
Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far
Primera edición impresa: noviembre de 2020
Primera edición en e-book: enero de 2021
© de la presente edición: Edhasa, 2020
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ISBN: 978-84-350-4798-2
Producido en España
Notas
1 Se ha omitido en el texto la explicación que da la autora del título de su obra, Wuthering Heights: Wuthering es un expresivo epíteto dialectal, proveniente del verbo wuther, que significa «rugir o bramar con furia». [N. de la T.]
CAPÍTULO XXXIV
Durante algunos días después de aquella tarde, el señor Heathcliff evitó reunirse con nosotros a la mesa; pero no quiso excluir formalmente a Hareton ni a Catherine. Sentía aversión a ceder de un modo tan absoluto a sus sentimientos y prefería ausentarse él mismo. Una comida cada veinticuatro horas parecía bastar para su sustento.
Una noche, después de haberse acostado todos, le oí bajar la escalera y salir por la puerta principal. No le oí volver, y a la mañana siguiente vi que aún estaba fuera.
Nos hallábamos entonces en abril; el tiempo era benigno y cálido; la hierba, tan verde como el sol y la lluvia podían hacerla, y los dos manzanitos junto al muro meridional estaban en plena flor.
Después del desayuno, Catherine insistió en que tomara yo una silla y me sentase con mi labor bajo los abetos al extremo de la casa, y engatusó a Hareton, quien se había repuesto de su accidente, para que cavase y arreglase su pequeño jardín, que había trasladado a aquel rincón para acallar las quejas de Joseph.
Yo estaba disfrutando a mis anchas de la fragancia primaveral y del hermoso cielo azul, cuando mi señorita, que había bajado hasta la entrada del parque en busca de algunas raíces de vellorita para su vergel, volvió sin completar la tarea, para comunicarnos que llegaba el señor Heathcliff.
–Y me ha hablado –añadió con aire perplejo.
–¿Qué dijo? –preguntó Hareton.
–Me ha dicho que me retirara cuanto antes –contestó–. Pero su aspecto era tan distinto del habitual que me detuve un momento para mirarle.
–¿Cómo estaba? –inquirió él.
–Pues, casi despejado y risueño; no, no casi, ¡muy excitado y fogoso y alegre! –replicó.
–Será que los paseos nocturnos le divierten –observé con fingida indiferencia, aunque, en realidad, tan sorprendida como ella, y ansiosa de comprobar la verdad de su afirmación, pues ver alegre a mi amo no era un espectáculo ordinario. Ideé una excusa para entrar.
Heathcliff estaba de pie ante la puerta abierta, pálido y tembloroso, y, sin embargo, le brillaban los ojos con un extraño gozo que alteraba toda su fisonomía.
–¿Quiere usted tomar su desayuno? –dije–. ¡Debe de tener hambre, después de vagar por ahí toda la noche!
Quería averiguar dónde había ido, pero no me apetecía preguntárselo abiertamente.
–No, no tengo hambre –contestó, volviendo la cabeza y hablando más bien desdeñosamente, cual si sospechase mi intención de adivinar la causa de su buen humor.
Me quedé perpleja, preguntándome si sería aquélla una buena ocasión para amonestarle un poco.
–No creo que sea bueno errar por esos campos –observé–, en vez de irse a la cama; y, sobre todo, no es prudente, con este tiempo húmedo. Me atrevo a decirle que cogerá usted un buen resfriado o una calentura. ¡Ya ha de tener encima algo de eso!
–Nada que no pueda soportar –replicó–, y con el mayor placer, con tal de que me dejen en paz. Entra, y no me fastidies.
Obedecí, y al entrar noté que respiraba tan rápidamente como un gato.
«¡Sí! –pensé para mis adentros–; tendremos una enfermedad. No puedo imaginar qué es lo que ha estado haciendo».
Aquel mediodía, comió con nosotros, y recibió de mis manos un plato colmado, como si tuviera intención de desquitarse de su previo ayuno.
–No estoy resfriado, ni tengo calentura, Nelly –observó él, aludiendo a las palabras que le había dirigido por la mañana–, y estoy dispuesto a hacer honor a la comida que me das.
Tomó cuchillo y tenedor, y ya estaba a punto de empezar a comer, cuando de pronto pareció perder la disposición. Dejó caer los cubiertos sobre la mesa, miró ansioso hacia la ventana, se levantó y salió. Le vimos andar de un lado a otro por el jardín mientras concluíamos la comida, y Earnshaw dijo que iría a preguntarle por qué no quiso comer, pues temía que de algún modo le hubiésemos disgustado.
–Bueno, ¿viene? –gritó Catherine, al regresar su primo.
–No –contestó–, pero no está enfadado; a decir verdad, parece singularmente contento; tan sólo se impacientó por haberle hablado yo dos veces; y entonces me ordenó volver a tu lado, extrañándose de cómo podía yo desear cualquier otra compañía.
Coloqué su plato en la reja de la chimenea para conservarlo caliente. Volvió, en absoluto más tranquilo, después de un par de horas, cuando el cuarto estaba despejado: el mismo insólito aspecto de alegría –porque no era habitual–; bajo sus negras cejas, la misma tez exangüe; los dientes, de vez en cuando visibles en una media sonrisa; todo el cuerpo temblando, no como tiembla uno de frío o de debilidad, sino como una cuerda tirante en exceso, que, más que temblor, vibra con un fuerte estremecimiento.
«Preguntaré qué le pasa», pensé, y exclamé:
–¿Ha recibido usted alguna buena noticia, señor Heathcliff? Parece hallarse extraordinariamente animado.
–¿De dónde me vendrían a mí las buenas noticias? –dijo–. El hambre es lo que me anima, y, según parece, no debo comer.
–Aquí está su comida –repliqué–, ¿por qué no la toma usted?
–No la quiero ahora –balbuceó precipitadamente–. Esperaré hasta la cena. Y de una vez por todas, Nelly, te suplico que digas a Hareton y a la otra que se mantengan lejos de mí. No quiero que nadie me turbe; quiero estar solo en este lugar.
–¿Hay alguna nueva razón para este destierro? –pregunté–. Dígame usted, señor Heathcliff, ¿por qué se muestra usted tan extraño? Respóndame usted, ¿dónde estuvo anoche? No lo pregunto por simple curiosidad, sino...
–Me lo preguntas por la más vana curiosidad –me interrumpió riendo–. No obstante, voy a contestarte. Anoche estuve a las puertas del infierno. Hoy estoy a la vista de mi cielo; en él tengo puestos los ojos; apenas tres pies me separan. Y ahora, mejor harías en marcharte. Nada verás ni oirás que pueda espantarte, si te guardas de acechar.
Después de barrer el hogar de la chimenea y de limpiar la mesa, me fui más perpleja que nunca. El señor Heathcliff no abandonó el salón aquella tarde, ni nadie turbó su soledad, hasta que, a las ocho, consideré conveniente, aun sin ser llamada, llevarle una vela y la cena.
Estaba apoyado en el marco de la ventana abierta, mas no miraba afuera; su rostro estaba vuelto hacia la oscuridad interior. No quedaban del fuego sino las cenizas; la habitación estaba llena del húmedo y suave aire de aquella tarde nublada y tan tranquila, que no sólo se percibía el susurro del riachuelo en el valle de Gimmerton, sino también las ondas y el gorgoteo de la corriente sobre los guijarros o contra las grandes piedras que no llegaban a cubrir.
Solté una exclamación de disgusto, al ver a oscuras el hogar, y comencé a cerrar las ventanas, una tras otra, hasta que llegué a la suya.
–¿Cierro ésta? –pregunté para animarle, al ver que no se movía.
Relampagueó la luz en sus facciones mientras yo hablaba. ¡Oh, señor Lockwood, no puedo expresar el terrible sobresalto que me causó la momentánea visión! ¡Aquellos ojos negros y profundos! ¡Aquella sonrisa y palidez espectral! No me pareció el señor Heathcliff, sino un mal espíritu; y, en el colmo del terror, dejé caer la vela hacia el muro, y me hallé en la oscuridad.
–Sí, ciérrala –replicó con su voz habitual–. ¡Vaya una torpeza! ¿Por qué sostenías horizontalmente la vela? Corre a traer otra.
Salí fuera, atontada de terror, y dije a Joseph:
–El amo pide que le lleves una vela y que le enciendas el fuego. –Pues yo no me atreví a entrar de nuevo en aquella disposición.
Joseph recogió unas brasas con la pala y entró, pero volvió con ello al punto, y con la bandeja de la cena en la otra mano, explicando que el señor Heathcliff se iba a la cama y que no quería comer nada hasta el día siguiente.
Inmediatamente le oímos subir la escalera. No se fue a su dormitorio habitual, sino que entró en el de la cama de tablas. Su ventana, como expliqué anteriormente, es bastante ancha para dar paso a cualquiera y se me ocurrió que acaso fraguaba otra excursión nocturna de la que prefería no infundirnos sospecha.
«¿Si será un vampiro?», pensé. Yo había leído acerca de esos horribles demonios en forma humana, pero empecé a meditar sobre cómo le había cuidado en su infancia, cómo había vigilado su crecimiento hasta la juventud y cómo le había seguido paso a paso a lo largo de casi toda su vida, y entonces vi qué absurdo era ceder a aquella sensación de terror.
«Pero ¿de dónde vino la negra criaturita, recogida por un buen hombre, para su propia ruina?», murmuraba la superstición, mientras yo dormitaba y perdía la conciencia. Y, medio en sueños, empecé a atormentarme imaginando alguna filiación que le cuadrase; y repitiendo mis meditaciones anteriores, volví a recordar su existencia, con horrendas variantes, representándome, al fin, su muerte y su entierro, de todo lo cual no me queda en la memoria sino que estaba yo en extremo apurada por tener que dictar una inscripción para su tumba, y que consulté para ello al sepulturero, pero como él no tenía apellido, y nadie sabía su edad, tuvimos que contentarnos con poner «Heathcliff» por todo epitafio. Esto resultó cierto, y así tuvimos que hacerlo. Si entra usted en el cementerio, leerá en su losa sepulcral sólo esto, y la fecha de su muerte.
El alba me devolvió el sentido común. Me levanté y, tan pronto como pude ver, me fui al jardín para averiguar si había huellas de pasos bajo su ventana. No había ninguna.
Se ha quedado en casa, pensé, y hoy estará perfectamente. Preparé el desayuno para todos, según la costumbre, pero les dije a Hareton y a Catherine que tomasen el suyo antes de bajar el señor, pues se había acostado tarde. Prefirieron tomarlo al aire libre, bajo los árboles, y allí les puse una mesita.
Al volver, me encontré con el señor Heathcliff abajo. Estaba departiendo con Joseph sobre asuntos de la Granja; dio claras y minuciosas instrucciones referentes al tema discutido, pero hablaba deprisa, y continuamente volvía la cabeza, dando muestras aún más exageradas de la misma excitación.
Cuando Joseph se retiró de la habitación, el señor Heathcliff se sentó en su sitio acostumbrado. Se puso delante un tazón de café. Se lo acercó, apoyó los brazos en la mesa y miró a la pared de enfrente, según me pareció, como explorando de arriba abajo, con ojos brillantes e inquietos, cierta parte de ella, y con tal avidez que, durante medio minuto, dejó de respirar.
–¡Vamos, señor! –exclamé, metiéndole en la mano un pedazo de pan–. Coma y beba usted esto, ahora que está caliente; hace casi una hora que le aguarda.
No reparó en mí, pero sonrió. Hubiera preferido verle rechinar los dientes, antes que sonreír así.
–¡Señor Heathcliff! ¡Mi amo! –grité–. ¡Por amor de Dios, no mire usted como si viera algo de otro mundo!
–¡Por amor de Dios, no grites tan fuerte! –replicó–. Vuelve la cabeza y dime si estamos solos.
–¡Pues claro –fue mi rápida contestación–, claro que sí!
Y sin embargo, le obedecí involuntariamente, como si no estuviese del todo segura.
Con un movimiento de la mano apartó de delante los chismes del almuerzo, y se apoyó de codos en el espacio libre para mirar con más comodidad.
Entonces me di cuenta de que no estaba mirando a la pared, pues, cuando me fijé en él, parecía estar contemplando algo a dos varas de distancia. Y fuera lo que fuese, parecía provocarle agudos extremos de placer y de pena; cuando menos, esta idea sugería la angustiosa y, sin embargo, arrobada expresión de su semblante. El objeto imaginado no estaba inmóvil; sus ojos lo perseguían con incansable vigilancia, y aun cuando me hablaba lo perdía de vista.
En vano le recordé su prolongado ayuno; si, condescendiendo a mis súplicas, se movía para tocar algo, si tendía la mano para coger un pedazo de pan, sus dedos se crispaban antes de alcanzarlo y quedaban sobre la mesa olvidados de su fin.
Hecha un modelo de paciencia, me senté, tratando de distraer su absoluta atención de las ideas que le embargaban, hasta que se puso irritable y se levantó, preguntándome por qué no le dejaba en paz durante la comida, y diciendo que la próxima vez no necesitaba yo servirle, que podía dejar las cosas sobre la mesa y marcharme. Dichas estas palabras, abandonó el salón y, paseando despacio por el sendero del jardín, desapareció por la verja.
Las horas se deslizaban llenas de ansiedad; llegó la noche. No me retiré hasta muy tarde, y cuando lo hice, no pude dormir. Volvió después de medianoche, y en vez de ir a la carpa, se encerró en la estancia de abajo. Presté atención, empecé a dar vueltas por mi cuarto y finalmente me vestí y bajé. Era de lo más molesto estar allí acostada, devanándome los sesos con cien vanos recelos.
Oí los pasos del señor Heathcliff, que pisaba inquietamente el suelo, y a menudo rompía el silencio con una respiración profunda, semejante a un gemido. Murmuraba también de vez en cuando palabras sueltas; la única que pude distinguir fue el nombre de Catherine, acompañado de alguna frenética expresión de cariño o sufrimiento dicha como si conversase con alguien presente, quedas y vehementes palabras arrancadas de lo más profundo de su alma.
No tuve valor para entrar directamente en la habitación, pero deseaba distraerlo de su delirio, y, a este objeto, arremetí contra el fuego de la cocina, y empecé a menearlo y a remover las ascuas. Esto le hizo salir antes de lo que esperaba. Abrió al punto la puerta y dijo:
–Ven, Nelly. ¿Es ya de día? Entra con tu luz.
–Están dando las cuatro –contesté–. Usted necesita una vela para ir arriba; puede usted encender una en este fuego.
–No, no quiero ir arriba –dijo–. Entra y enciéndeme el fuego, y haz lo que haya que hacer en la habitación.
–He de encender primero las ascuas, antes de que pueda traer alguna –repliqué, tomando una silla y el fuelle.
Entretanto, vagaba él de un lado a otro en un estado próximo a la demencia; sus hondos suspiros se sucedían tan rápidamente que no le permitían respirar como es debido.
–Cuando rompa el alba, mandaré por Green –dijo–. Deseo hacerle algunas consultas mientras puedo prestar atención a estos asuntos, y mientras estoy en condiciones de obrar serenamente. No he hecho todavía mi testamento, y no acierto a resolver cómo dejaré mis bienes. ¡Ojalá pudiese hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra!
–No hable usted así, señor Heathcliff –interrumpí–. Deje usted en paz su testamento. Tendrá aún tiempo para arrepentirse de sus muchas iniquidades. Nunca creí ver sus nervios tan trastornados, y sin embargo, lo están ahora de un modo atroz; y casi enteramente por su propia culpa. La vida que ha llevado usted estos tres días podría haber derribado a un titán. Tome usted algún alimento y descanse. No tiene más que mirarse en un espejo para ver cuánto lo necesita. Sus mejillas están huecas, y sus ojos, inyectados en sangre, como los de quien se muere de hambre y se vuelve ciego por falta de sueño.
–No es culpa mía no poder comer ni descansar –replicó–. Te aseguro que no lo hago con ningún propósito deliberado. Haré una y otra cosa tan pronto como pueda. ¡Mas tanto valdría mandar que se estuviese quieto a una braza de la orilla a un hombre que se debate en las aguas! Primero he de alcanzarla, y luego descansaré. Bien; no pienses más en el señor Green; en cuanto a arrepentirme de mis iniquidades, ninguna he cometido, y de nada tengo que arrepentirme. Soy demasiado feliz, y sin embargo, no soy bastante feliz. La dicha de mi alma mata mi cuerpo, pero no se satisface a sí misma.
–¿Feliz, señor? –exclamé–. ¡Extraña felicidad! Si usted me escuchase sin irritarse, le daría un consejo que le haría más feliz.
–¿Cuál es? –preguntó–. Dámelo.
–Usted sabe, señor Heathcliff, que, desde los trece años, ha vivido usted una vida egoísta y poco cristiana, y probablemente apenas tuvo en sus manos una Biblia durante todo este tiempo. Debe usted de haber olvidado la doctrina del libro sagrado, y tal vez no le esté de más ahora examinarlo. ¿Qué mal habría en mandar a buscar cualquier sacerdote para que se la explique y le muestre a usted cuánto se ha extraviado de sus preceptos, y cuán mal dispuesto está usted para ir al cielo, a menos que cambie antes de morir?
–Me siento más agradecido que irritado, Nelly –dijo–, pues tú me recuerdas la forma en que deseo que me entierren: me llevarán al cementerio al anochecer. Tú y Hareton, si queréis, podéis acompañarme; ¡y cuida sobre todo de vigilar que el sepulturero obedezca mis instrucciones relativas a los dos ataúdes! No es preciso que venga ningún cura; ni es menester que me digan oraciones. ¡Te repito que casi he alcanzado mi cielo, y no codicio el de los otros, pues no tiene para mí valor alguno!
–¿Y si, por perseverar usted en su obstinado ayuno, y morir por esta causa, se negasen a enterrarle en el recinto de la iglesia? –dije ofendida de su impía indiferencia–. ¿Cómo se lo tomaría usted?
–No lo harán –replicó–, pero, si se diera caso, debes hacerme trasladar en secreto. ¡Y si lo descuidas, te demostraré palpablemente que los muertos no quedan aniquilados!
Así que oyó el ruido de los otros miembros de la familia, se retiró a su madriguera y respiré yo con más libertad. Pero por la tarde, cuando Joseph y Hareton habían salido a sus trabajos, entró de nuevo en la cocina, y con ojos extraviados, me pidió que fuese a sentarme en el salón; quería que alguien estuviera con él.
Rehusé, diciéndole francamente que su extraño porte y conversación me amedrentaban, y que ni mis nervios ni mi voluntad eran lo bastante fuertes para hacerle compañía yo sola.
–¡Creo que me tienes por un demonio! –dijo con su lúgubre risa–. Por algo demasiado horrible para vivir bajo un techo honesto.
Luego, volviéndose a Catherine, que estaba allí y que se escurrió detrás de mí cuando él se acercó, añadió, medio en broma:
–¿Quieres venir, pollita? No te haré daño. ¡No! Para ti soy peor que el diablo. ¡Bien; hay allí alguien que no rehusará mi compañía! ¡Vive Dios, es inflexible! ¡Oh, maldición! ¡Es indeciblemente demasiado para que carne y sangre algunas lo soporten, ni siquiera las mías!
No solicitó la compañía de nadie más. Al anochecer se fue a su alcoba. Durante toda la noche y aun muy avanzada la mañana, le oímos gemir y murmurar a solas. Hareton estaba impaciente por entrar; yo le mandé a buscar al señor Kenneth, diciendo que él podía verle.
Cuando éste llegó, y pregunté yo si se podía entrar, al intentar abrir la puerta la hallé cerrada con llave. Heathcliff nos mandó al diablo, diciendo que estaba mejor y que le dejásemos solo; en vista de eso, el médico se marchó.
La noche siguiente fue muy lluviosa, diluvió hasta el amanecer, y cuando hice mi ronda matutina en torno a la casa, observé que la ventana de su cuarto estaba abierta y dejaba entrar la lluvia de lleno.
«No puede estar en cama –pensé–, porque estos chubascos le hubiesen calado. Debe de estar levantado o haber salido. Pero no haré más ruido y entraré resueltamente para ver».
Tras haber logrado abrir con otra llave, corrí a separar las tablas, pues la alcoba estaba vacía. Las aparté rápidamente y eché un vistazo dentro. Allí estaba el señor Heathcliff, tendido de espaldas. Fijaba en mí sus ojos con mirada tan aguda y feroz que me heló el corazón, y luego pareció sonreír.
No pude creerlo muerto, pero su rostro y su garganta estaban empapados de lluvia; las sábanas, chorreando, y él, completamente inmóvil. La celosía batía de un lado a otro, y le había desollado una mano que tenía apoyada en el antepecho. No goteaba sangre de la rasgada piel, y cuando la toqué, no pude dudar más: ¡estaba muerto y rígido!
Atranqué la ventana; aparté el negro y largo cabello de su frente; traté de entornarle los párpados para extinguir, en lo posible, aquella espantosa y vivaz mirada de exultación antes de que ningún otro la viese. No pude cerrarlos, parecían burlarse de mis esfuerzos, y también me escarnecían sus labios entreabiertos y los blancos y agudos dientes que mostraban. Presa de un nuevo ataque de cobardía, llamé a Joseph. Éste refunfuñó, metió ruido, pero se negó resueltamente a tener nada que ver con él.
–¡El diablo se ha llevado su alma! –exclamó–. Y por lo que a mí respecta, puede llevarse su carroña por añadidura. ¡Oh, y qué malvado parece mostrando los dientes a la muerte! –Y el viejo pecador le imitaba burlonamente.
Pensé que iba a ponerse a bailar en torno del lecho. Pero de pronto, se compuso, cayó de rodillas y alzando las manos dio gracias a Dios de que el amo legítimo y el antiguo linaje estuviesen restablecidos en sus derechos.
El terrible suceso me dejó anonadada, y mi memoria retrocedió inevitablemente a tiempos pasados, con una suerte de opresiva tristeza. Pero el pobre Hareton, el más injuriado, fue el único que en realidad padeció. Permaneció junto al cadáver toda la noche, llorando con amarga vehemencia. Estrechaba su mano y besaba el rostro feroz y sarcástico que nadie más osaba contemplar, y se lamentaba con aquel fuerte dolor que brota espontáneamente de un corazón generoso, aunque sea recio como el acero templado.
Kenneth se vio en apuros para declarar de qué dolencia había muerto. Le oculté el hecho de que no había tomado alimento durante cuatro días, temiendo que nos pudiera acarrear disgustos; además, tengo la convicción de que no lo hizo adrede, siendo aquello efecto, y no causa, de su extraña enfermedad.
Para escándalo de todos, lo sepultamos según había deseado. Earnshaw y yo, el sepulturero y seis hombres para llevar el ataúd, componíamos todo el cortejo.
Los seis hombres partieron después de haberle bajado a la fosa. Nosotros aguardamos hasta verla cubierta. Hareton, llorando a mares, cubrió él mismo de verde césped el pardo montículo. Ahora está ya liso y tan lozano como los de sus compañeros, y tengo la esperanza de que su ocupante duerma igualmente en paz. Pero la gente del pueblo, si usted les pregunta, juraría por la Biblia que anda. Hay quien dice haberle visto junto a la iglesia, y entre los brezales y hasta en esta casa. Vanas leyendas, dirá usted, y lo mismo digo yo. Sin embargo, el viejo que está junto al fuego de la cocina asegura que desde su muerte los ve a los dos todas las noches de lluvia, cuando mira por la ventana de su cuarto; y un extraño caso me ocurrió a mí hace cosa de un mes.
Me dirigía a la Granja una tarde –anochecía y amenazaba tempestad–, y justamente al doblar la vuelta de las Cumbres encontré a un rapaz que arreaba una oveja y dos corderos. Lloraba a lágrima viva; supuse que era porque los corderos eran retozones y no se dejaban conducir.
–¿Qué pasa, hijo mío? –pregunté.
–Allá, bajo la colina, están Heathcliff y una mujer –gimoteó–, y no me atrevo a pasar.
Yo nada vi, pero ni él ni la oveja quisieron proseguir; y por tanto, le dije que tomase la carretera más abajo. Probablemente se fraguó él en su mente los fantasmas, pensando, al atravesar solo el erial, en las sandeces que había oído contar a sus padres y a sus compañeros. Sin embargo, no me gusta salir ahora de noche, ni me gusta tampoco quedarme sola en esta fúnebre casa. No puedo remediarlo; tendré una gran alegría el día que la dejen y se trasladen a la Granja.
–¿Se van, pues, a la Granja? –pregunté.
–Sí –contestó la señora Dean–, tan pronto como se casen; y eso será el día de Año Nuevo.
–¿Y quién vivirá aquí?
–Pues Joseph cuidará de la casa, con un mozo, tal vez, para hacerle compañía. Vivirán en la cocina, y el resto estará cerrado.
–Para uso de los espíritus que gusten habitarla –observé.
–No, señor Lockwood –dijo Nelly, sacudiendo la cabeza–. Creo que los muertos están en paz, pero no es bueno hablar de ellos a la ligera.
En aquel momento se abrió la verja del jardín; volvían los paseantes.
–Éstos no temen nada –refunfuñó viéndolos acercarse desde la ventana–. Juntos desafiarían a Satán y a todas sus legiones.
Cuando pisaron el umbral e hicieron alto para echar una última mirada a la luna, o me sentí más exactamente, para mirarse uno a otro a su luz, de nuevo irresistiblemente impulsado a evitar su encuentro; y, poniendo una dádiva en manos de la señora Dean, sin escuchar sus protestas por mi descortesía, desaparecí por la cocina, mientras ellos abrían la puerta del salón; y de ese modo hubiera confirmado a Joseph en su juicio sobre las galantes indiscreciones de su compañera, si no hubiese reconocido mi respetable carácter por el dulce retintín de una moneda de oro que eché a sus pies.
Mi retorno se prolongó con un rodeo en dirección a la iglesia. Al hallarme bajo sus muros, observé cuánto había progresado la ruina en sólo siete meses. Más de una ventana mostraba negros boquetes sin cristal, y las pizarras se proyectaban aquí y allá fuera de la línea del techo, que será gradualmente corroído por las tormentas del otoño.
Busqué y pronto descubrí las tres lápidas sepulcrales en el declive, junto al brezal. La del medio, cenicienta y semisepultada en el brezo; la de Edgar Linton, sólo adornada por el césped y el musgo que rastreaban a su pie; la de Heathcliff, aún desnuda.
Me detuve a su vera, bajo aquel cielo benigno; contemplé las polillas que revoloteaban entre el brezo y las campánulas, escuché el tenue viento que respiraba entre la hierba y me admiré de que alguien pudiera atribuir sueños inquietos a los que duermen en tierra tan apacible.
CUMBRES BORRASCOSAS
CAPÍTULO I
1801
Acabo de visitar al dueño de mi casa, el único vecino que habré de padecer. Es ésta, por cierto, una hermosa región. No creo que en toda Inglaterra hubiera podido dar con un paraje tan alejado del bullicio mundano. Verdadero paraíso para misántropos; y el señor Heathcliff y yo, ¡qué adecuada pareja para combatir la desolación! ¡Excelente sujeto! Lejos estaría él de imaginar cómo se me llevaba el corazón cuando vi que sus ojos negros se retiraban recelosos bajo las cejas al llegar yo a caballo, y que sus dedos, con decidida desconfianza, buscaban refugio hundiéndose aún más en el chaleco, cuando le anuncié mi nombre.
–¿El señor Heathcliff? –pregunté.
Una inclinación de cabeza fue la contestación.
–El señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. Tengo el honor de visitarle lo más pronto posible después de mi llegada, para expresarle la esperanza de no haberle molestado por mi insistencia en alquilar la Granja de Thrushcross: ayer oí que tenía usted idea de...
–La Granja de Thrushcross es propiedad mía, señor –interrumpió, contrayendo el rostro–. Y no permitiría que nadie me molestase si pudiera impedirlo. ¡Entre!
Pronunció el «¡Entre!» con los dientes cerrados, como queriendo decir «¡Vete al diablo!»; ni la verja sobre la cual se apoyaba demostró el menor movimiento que correspondiera a sus palabras; creo que esta circunstancia me decidió a aceptar la invitación; despertó mi interés por un hombre que parecía más exageradamente reservado que yo.
Cuando vio que mi caballo empujaba resueltamente la valla con el pecho, tendió la mano para abrirla, y luego, ceñudo, me precedió en el camino, gritando cuando entramos en el patio: «Joseph, toma el caballo del señor Lockwood, y trae vino».
–Supongo que aquí tenemos todo el servicio doméstico –fue la reflexión que me sugirió esta doble orden–. No es extraño que la hierba crezca entre las baldosas y que sólo el ganado atraviese el seto.
Joseph era un hombre de edad avanzada, mejor dicho, un viejo; muy viejo quizá, aunque vigoroso y nervudo. «¡Dios nos asista!», murmuró para sí, gruñendo con enfado mientras me cogía el caballo, mirándome al mismo tiempo con cara tan avinagrada que, según presumí caritativamente, debía de necesitar el auxilio divino para hacer la digestión, y su piadosa interjección no se refería a mi inesperada visita.
Cumbres Borrascosas1 es el nombre de la morada del señor Heathcliff, y describe la agitación atmosférica a que está expuesto el lugar en tiempo de tormenta. Lo cierto es que en ningún momento les ha de faltar allá arriba ventilación pura y saludable; es fácil de imaginar la fuerza con que el viento norte sopla sobre el borde de la sierra, por la extraordinaria inclinación de unos pocos abetos achaparrados que vi al fondo de la casa, y por una hilera de espinos desvaídos que tienden sus miembros todos a un mismo lado, como pidiendo limosna al sol. Por fortuna, el arquitecto tuvo la previsión de construirla fuerte: las ventanas, angostas, están firmemente encajadas en la pared, y las esquinas se hallan protegidas por grandes salientes de piedra.
Antes de atravesar el umbral me detuve para admirar la abundante labor de escultura grotesca diseminada en la fachada y especialmente en torno a la puerta principal, sobre la cual, entre una maraña de grifos ruinosos y de chiquillos desvergonzados, descubrí la fecha «1500» y el nombre «Hareton Earnshaw». Hubiera deseado hacer algunos comentarios y pedir al huraño propietario una breve historia del lugar, pero su actitud en la puerta parecía exigirme que entrara enseguida o me marchara de una vez, y no tuve ganas de aumentar su impaciencia antes de examinar lo más íntimo del santuario.
De un paso nos encontramos en la sala, sin franquear antes galería ni vestíbulo alguno; aquí la sala se llama «la casa» por excelencia y reúne generalmente cocina y recibidor, pero creo que en las Cumbres Borrascosas la cocina se ha visto obligada a batirse en completa retirada hacia otro punto: por lo menos, percibí como de muy adentro un rumor de charla y golpeteo de utensilios de cocina, y no observé en la enorme chimenea señales de asar, hervir u hornear, ni vi brillar en las paredes cacerolas de cobre o coladores de lata. Verdad es que en un extremo de la habitación se reflejaba espléndidamente la luz y el calor, desde las filas de inmensos platos de peltre, entremezclados con jarros y cangilones de plata que, hilera sobre hilera, subían por un vasto aparador de roble hasta el mismo techo. Este último nunca se había pintado: todo su esqueleto quedaba desnudo ante el ojo del observador, excepto allí donde lo ocultaba un bastidor de madera cargado de tortas de avena, jamones y piernas de vaca y carnero. Encima de la chimenea había varias escopetas feas y viejas y un par de pistolas de arzón, y, como adorno, tres cajas de colores chillones estaban alineadas a lo largo de la repisa. El suelo era liso, de piedra blanca; las sillas, de respaldo alto y formas anticuadas, pintadas de verde; una o dos, negras y macizas, acechaban en la sombra. En un arco debajo del aparador descansaba una enorme perra perdiguera, de color pardo oscuro, rodeada por un enjambre de cachorros gimoteadores, y otros perros yacían en los demás escondrijos.
La vivienda y los muebles no hubiesen ofrecido nada de extraordinario si hubieran pertenecido a un sencillo labrador de aire tozudo y fornidos miembros, realzados con el atavío de pantalón corto y polainas. Semejantes individuos, sentados en un sillón junto a la mesa redonda, ante un vaso de espumante cerveza, pueden verse en cualquier contorno de cinco o seis millas entre estos montes, si se va allí en tiempo oportuno, después de comer. Pero el señor Heathcliff provoca un extraño contraste con su casa y modo de vivir. En su aspecto, es un gitano atezado; en traje y maneras es un caballero; es decir, tan caballero como muchos propietarios campesinos; algo descuidado, pero no mal parecido en su dejadez, pues tiene un porte erguido y airoso, y más bien adusto. Probablemente algunos podrán acusarle de cierto orgullo plebeyo, pero algo dentro de mí me dice que no hay nada de eso. Sé, por instinto, que su reserva procede de una aversión a ostentosas exhibiciones sentimentales y a manifestaciones de cariño mutuo. Amará y odiará con igual disimulo, y considerará una impertinencia ser a su vez amado y odiado. Pero no, corro demasiado: le otorgo generosamente mis propias cualidades. El señor Heathcliff puede tener razones totalmente distintas de las mías para retirar la mano cuando encuentra a un posible amigo. Tengo la esperanza de que mi temperamento sea casi único; mi pobre madre solía decir que yo nunca tendría un hogar agradable, y el verano pasado, sin ir más lejos, di pruebas de ser absolutamente indigno de ello.
Mientras gozaba durante un mes de un tiempo espléndido a orillas del mar, trabé amistad con una criatura fascinante, una verdadera diosa a mi modo de ver, mientras no reparó en mí. Nunca le «declaré mi amor verbalmente», pero si las miradas hablan, hasta el más idiota podría haber adivinado que yo estaba loco por ella. Me comprendió al fin, y me envió a su vez la más dulce de todas las miradas imaginables. Y ¿qué hice yo? Lo confieso con vergüenza: me encogí glacialmente en mí mismo como un caracol; a cada mirada me retiraba más frío y más distante, hasta que, al cabo, la pobre inocente llegó a dudar de sus propios sentidos y, abrumada de confusión por su supuesto error, persuadió a su madre de levantar el campamento. Esta curiosa manera de ser me ha granjeado una fama de premeditada insensibilidad. Sólo yo puedo estimar hasta qué punto es inmerecida.
Tomé asiento a un costado de la chimenea, frente al lado hacia el cual avanzaba mi casero, y llené un intervalo de silencio tratando de acariciar a la perra, que había dejado su progenie y como una loba se arrastraba insidiosa por detrás en dirección a mis pantorrillas, descubriendo los blancos dientes y haciéndosele la boca agua por echarme una dentellada. Mi caricia provocó un gruñido largó y gutural.
–Haría usted mejor en dejar tranquila a la perra –refunfuñó al unísono el señor Heathcliff, reprimiendo con un puntapié demostraciones más feroces–. No está acostumbrada a mimos ni la tenemos para jugar. –Luego, dando varias zancadas hacia una puerta lateral, gritó de nuevo–: ¡Joseph!
Joseph rezongó confusamente en las profundidades del sótano, pero, como no dio señales de subir, su amo se sumergió en su busca, dejándome cara a cara con la brutal perra y una pareja de torvos perros ovejeros de pelaje enmarañado, que compartieron con ella una celosa vigilancia sobre todos mis movimientos. Como no tenía ganas de ponerme en contacto con sus colmillos, me estuve quieto; pero, al imaginar que difícilmente comprenderían insultos silenciosos, me permití, por desgracia, guiñar el ojo y hacer muecas al trío. Yo no sé cuál de mis gestos irritaría tanto a la dama que, enfureciéndose de repente, saltó sobre mis rodillas. La rechacé y me apresuré a poner la mesa entre los dos. Este procedimiento alborotó a toda la jauría; media docena de demonios cuadrúpedos, de edades y tamaños diversos, surgieron de recónditas guaridas, precipitándose hasta el centro común. Sentí que mis talones y los faldones de mi casaca eran particular objeto de ataque; y rechazando a los combatientes de mayor tamaño con las tenazas de la lumbre lo más eficazmente que pude, me vi obligado a pedir en voz alta el socorro de alguno de la casa para restablecer la paz.
El señor Heathcliff y su criado subieron la escalera del sótano con flema irritante. No creo que se apresuraran un segundo más de lo acostumbrado, por más que la sala era una verdadera tempestad de peleas y aullidos. Felizmente, una moradora de la cocina se dio más prisa; una lozana maritornes con la falda recogida, los brazos desnudos y las mejillas enrojecidas por el fuego, se precipitó entre nosotros blandiendo una sartén, e hizo uso de esta arma y de su lengua con tal resolución que la tormenta se calmó como por ensalmo. Sólo ella quedaba, agitada como el mar después de un huracán, cuando su amo entró en escena.
–¿Qué diablos pasa? –preguntó de un modo que apenas pude soportar después de tan inhospitalario trato.
–Sí, ¡qué diablos! –refunfuñé–. La piara de cerdos endemoniados del Evangelio no podrían haber albergado peores espíritus que estos animales de usted. Es como dejar a un extraño entre una camada de tigres.
–No se meten ellos con personas que no tocan nada –observó él poniendo la botella delante de mí y volviendo a colocar la mesa en su sitio–. Bien hacen los perros en vigilar. ¿Un vaso de vino?
–No, gracias.
–¿Mordido?
–Si lo hubieran hecho, vería usted mi sello en el mordedor.
El semblante del señor Heathcliff se ablandó hasta mostrarme los dientes.
–Vamos, vamos –dijo–; está usted excitado, señor Lockwood. Venga, tome un poco de vino. Los huéspedes son tan extraordinariamente raros en esta casa que yo y mis perros, de buen grado lo confieso, apenas sabemos recibirlos. ¡A su salud, señor!
Me incliné y devolví el brindis, comenzando a comprender que sería una tontería seguir enfurruñado por los desmanes de una jauría de perros de mala ralea. Además, me desagradaba proporcionarle más diversión a mis expensas, ya que tal giro había tomado su humor. Él, considerando probablemente que era locura ofender a un buen inquilino, mitigó un poco su lacónica manera de rebanar pronombres y verbos auxiliares, y dio comienzo a lo que supuso sería un tema interesante para mí: un discurso sobre las ventajas y desventajas de mi presente lugar de retiro. Le hallé muy avispado en los asuntos que tratamos, y antes de marcharme a casa me sentí tan animado que le prometí otra visita para el día siguiente. Evidentemente, él no deseaba que repitiera mi intrusión. Pero iré, con todo. Es asombroso cuán sociable me siento comparado con él.
CAPÍTULO II
La tarde de ayer se presentó fría y con niebla. Me sentía inclinado a pasarla en mi despacho, junto a la lumbre, en lugar de llenarme de barro atravesando el páramo rumbo a las Cumbres Borrascosas. Sin embargo, cuando volví a mi cuarto después de comer (nota: como entre las doce y la una, pues el ama de llaves –una matrona que tomé junto con la casa, como un anexo– no pudo o no quiso comprender mi solicitud de que me sirviera a las cinco), al subir la escalera con esa perezosa intención y entrar en la estancia, vi a una criadita que, de rodillas y rodeada de escobas y cubos de carbón, levantaba un polvo infernal mientras apagaba las llamas con montones de ceniza. Este espectáculo me hizo retroceder en el acto; tomé el sombrero y, tras una marcha de cuatro millas, llegué a la entrada del jardín de Heathcliff exactamente a tiempo para escapar a los primeros copos leves de la nevada.
En aquella cima desolada, la tierra estaba endurecida por una escarcha negra, y el aire me hizo temblar de pies a cabeza. Ante la imposibilidad de levantar la cadena que cerraba la entrada, salté por encima, y, tras correr por el camino bordeado de dispersas matas de grosella, golpeé la puerta en vano para entrar, hasta que me hormiguearon los nudillos y los perros empezaron a ladrar.
–¡Miserables! –exclamé para mis adentros–, merecéis separación perpetua de vuestros semejantes por vuestra brutal inhospitalidad. Al menos, yo no tendría las puertas cerradas de día. No importa, ¡entraré!
Así, resuelto, empuñé la aldaba y la sacudí con vehemencia. Joseph, el de la cara avinagrada, asomó la cabeza desde una ventana redonda del granero.
–¿Qué quiere usted? –gritó–. El amo está abajo, en el corral. Dé la vuelta por la esquina del establo, si quiere hablar con él.
–¿No hay nadie dentro para abrir la puerta? –grité por toda contestación.
–No hay nadie más que la señora, y ella no abrirá aunque siga usted haciendo ese abominable estrépito hasta la noche.
–¿Por qué? ¿No puede usted decirle quién soy, Joseph?
–¿Yo? ¡No haré tal cosa! Yo no quiero meterme en eso –murmuró retirando la cabeza.
La nieve empezaba a caer espesa. Cogí el puño de la aldaba para probar de nuevo, cuando un joven sin casaca y con una horqueta al hombro apareció en el patio del fondo. Me indicó a gritos que le siguiera y, después de atravesar un lavadero y un espacio enlosado, en donde se hallaban la carbonera, la bomba y el palomar, llegamos, por fin, a la vasta habitación, caliente y alegre, en que me habían recibido la primera vez. Estaba deliciosamente caldeada por un inmenso fuego de carbón, turba y leña; y cerca de la mesa, preparada para una abundante colación, tuve el gusto de ver a la «señora», una persona cuya existencia jamás había sospechado. Saludé y esperé, creyendo que me invitaría a tomar asiento. Me miró, reclinándose en su silla, y permaneció inmóvil y muda.
–¡Mal tiempo! –observé–. Me temo, señora Heathcliff, que la puerta paga las consecuencias del sosiego con que atienden sus criados. Buen trabajo tuve para hacerme oír.
No despegó los labios una sola vez. Yo la miré fijamente; ella también, o, por lo menos, clavó en mí la vista de un modo frío e indiferente, en extremo embarazoso y desagradable.
–Siéntese –dijo el joven bruscamente–. Pronto vendrá.
Obedecí; carraspeé y llamé a la malvada Juno, que en esta segunda entrevista se dignó menear la punta del rabo en prenda de reconocimiento.
–¡Qué hermoso animal! –empecé de nuevo–. ¿Piensa usted, señora, deshacerse de los cachorros?
–No son míos –dijo la amable dueña de la casa de un modo más antipático que el que hubiera podido emplear el mismo Heathcliff.
–¡Ah! Sus favoritos se hallarán entre ésos, ¿no? –continué, volviendo la cabeza hacia un almohadón oscuro lleno de algo que parecía un montón de gatos.
–¡Vaya unos favoritos! –observó desdeñosamente.
Por desgracia, aquello era un montón de conejos muertos. Carraspeé otra vez y me acerqué al hogar, repitiendo mi comentario sobre lo inclemente de la tarde.
–No debió usted haber salido –dijo levantándose y tratando de alcanzar dos de las cajas pintadas que adornaban la repisa de la chimenea.
Hasta entonces había permanecido en la sombra; ahora podía ver claramente toda su figura y aspecto. Era esbelta, y parecía haber sobrepasado apenas la niñez; talle admirable y la carita más primorosa que jamás tuve el gusto de contemplar; facciones menudas y muy regulares; bucles pálidos, o más bien dorados, esparcidos sobre su delicado cuello; y ojos que, de tener expresión agradable, hubieran sido irresistibles. Por fortuna para mi susceptible corazón, el único sentimiento que expresaban vacilaba entre el desprecio y una suerte de desesperación, que resultaba singularmente antinatural sorprender en tales ojos. Las cajas estaban casi fuera de su alcance; hice yo ademán de ayudarla y se revolvió contra mí como hubiera hecho un avaro si alguien intentara ayudarle a contar su oro.
–No necesito su auxilio –saltó ella–; las puedo coger yo misma.
–Usted dispense –me apresuré a contestar.
–¿Está usted invitado para el té? –preguntó, prendiéndose un delantal sobre su limpio vestido negro al tiempo que mantenía suspendida sobre la caja la cuchara llena de hojas.
–Tendré sumo gusto en tomar una taza –contesté.
–¿Está usted invitado? –repitió.
–No –dije medio sonriendo–. Usted es la persona indicada para invitarme.
Volvió a echar el té, cuchara y todo, en la caja, tornó a su silla malhumorada, frunció el entrecejo y proyectó el labio inferior, como un niño cuando va a llorar.
Mientras tanto, el joven se había echado encima un abrigo decididamente raído, e, irguiéndose ante el fuego, me miró de soslayo, ni más ni menos que si hubiera entre nosotros alguna mortal querella que vengar. Empecé a dudar de si era o no un criado. Su indumentaria y su habla eran rudas, totalmente exentas de la superioridad evidente en el señor y la señora Heathcliff; sus espesos rizos castaños eran ásperos y descuidados; sus bigotes se extendían hirsutos por las mejillas, y tenía las manos tostadas como las de un vulgar labriego. Su porte, con todo, era desenvuelto, casi altanero, y no mostraba nada de la oficiosidad de un sirviente para atender a la señora de la casa. A falta de pruebas claras sobre su condición, preferí hacer caso omiso de su extraña conducta, y cinco minutos después la entrada de Heathcliff vino a aliviarme, hasta cierto punto, de mi molesta situación.
–¡Ya ve usted, señor, cómo vengo, según prometí! –exclamé fingiendo alegría–, y temo que el mal tiempo me obligará a permanecer media hora, si puede usted darme refugio por ese rato.
–¿Media hora? –dijo sacudiendo de sus ropas los blancos copos–. Me extraña que haya usted escogido lo más fuerte de una nevada para vagar por aquí. ¿Sabe usted que corre el riesgo de perderse en las ciénagas? La gente familiarizada con esos pantanos pierde el camino a menudo en noches así; yo le puedo asegurar que no es probable un cambio de tiempo por ahora.
–Quizá pueda obtener entre sus mozos un guía que quiera quedarse en la Granja hasta mañana. ¿Podría usted procurarme uno?
–No, no puedo.
–¡Oh, pardiez!, bien. Entonces, habré de confiar en mi propia sagacidad.
–¡Hum!
–¿Te decides a hacer el té? –preguntó el del abrigo raído, pasando su feroz mirada de mí a la joven señora.
–¿Hay que darle a él? –preguntó dirigiéndose a Heathcliff.
–Despacha, ¿quieres? –fue la contestación, pronunciada tan bárbaramente que me sobresaltó.
El tono en que fueron dichas las palabras revelaba verdadero mal genio. Ya no me sentía dispuesto a tildar a Heathcliff de mozo excelente. Terminados los preparativos, éste me invitó, diciendo:
–Ea, señor, acerque su silla.
Y todos, incluso el joven zafio, nos sentamos a la mesa; un austero silencio reinó mientras comíamos. Pensé entonces que, si yo había sido la causa del nublado, era mi obligación hacer un esfuerzo para disiparlo. No podían estar siempre tan torvos y taciturnos; y era imposible, por mal genio que tuviesen, que el ceño que todos mostraban fuera su talante ordinario.
–Es extraño –comencé, en el intervalo entre taza y taza de té–; es extraño cómo la costumbre puede moldear nuestros gustos e ideas. Muchos no podrían imaginar que exista la felicidad en una vida tan completamente apartada del mundo como la de usted, señor Heathcliff. Sin embargo, me atreveré a decir que, rodeado de su familia, y con su amable señora, que como un ángel preside su casa y su corazón...
–¡Mi amable señora! –interrumpió con una expresión de sarcasmo casi diabólico–. ¿Dónde está mi amable señora?
–La señora Heathcliff, su esposa, quiero decir, señor.
–Bien, sí, ¡oh!, usted querrá indicar que su espíritu ha tomado el oficio de ángel de la guarda y custodia de los bienes de las Cumbres Borrascosas, aun luego de desaparecido su cuerpo. ¿No es eso?
Dándome cuenta del desatino, traté de corregirlo. Debí advertir que había demasiada diferencia entre las edades de ambos para que fueran marido y mujer. Él tendría cuarenta años, periodo de vigor mental en el que raras veces los hombres acarician la engañosa ilusión de que las muchachas se casen con ellos por amor; tal sueño está reservado únicamente para solaz de nuestra senectud. Ella, en cambio, no aparentaba más de diecisiete.
Entonces se me ocurrió de repente esta idea: «El patán que está a mi lado, que toma el té en un tazón y come el pan con las manos sucias, tal vez sea su marido: Heathcliff hijo, por supuesto. He aquí las consecuencias de enterrarse en vida; se ha echado en brazos de ese gañán por simple ignorancia de que existen personas mejores. ¡Qué lástima! Debo procurar que no se arrepienta de su elección».
La última reflexión podrá parecer vanidosa, pero no lo era. Mi vecino me resultaba rayano en lo repulsivo; en cuanto a mí, sabía por experiencia que era tolerablemente atractivo.
–La señora es mi nuera –