Créditos

Título original: / Between friends

Edición en formato digital: mayo de 2013

En cubierta: imagen tratada a partir de una fotografía de © Erich Hartmann / Magnum Photos / Contacto

© Amos Oz, 2012

© De la traducción, Raquel García Lozano, 2013

© Ediciones Siruela, S. A., 2013

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15803-66-9

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

Índice

Portada

Portadilla

ENTRE AMIGOS

El rey de Noruega

Dos mujeres

Entre amigos

Padre

Un niño pequeño

Por la noche

Dir Ajlun

Esperanto

Notas

Créditos

Esperanto

La vecina de Martin Vandenberg, Osnat, entró a visitarlo al atardecer. Llevaba en la mano una bandeja con un plato cubierto por otro plato y una taza cubierta por un platito. Martin vivía solo y estaba enfermo de las vías respiratorias, una dolencia contraída de tanto fumar. Por la tarde se sentaba en su pequeño porche, leía el periódico y respiraba intermitentemente a través de una mascarilla unida a una bombona de oxígeno, porque sus pulmones ya no tomaban suficiente aire. También por las noches, mientras dormía, respiraba algunas veces a través del aparato de oxígeno. Y a pesar de todo se levantaba cada mañana a las seis y se iba a trabajar tres o cuatro horas al taller de zapatería, tanto como sus fuerzas se lo permitieran. Era fiel a los principios y creía que todos debíamos entregarnos en cuerpo y alma al trabajo físico. «El trabajo», decía, «es una obligación moral y también espiritual».

–Te he traído algo ligero del comedor. Ahora podías dejar el periódico y comer.

–Gracias, no tengo hambre.

–Tienes que comer. Cómete por lo menos la tortilla y la ensalada.

–Tal vez dentro de un rato.

–Dentro de un rato la tortilla estará fría y la ensalada habrá perdido el sabor.

–También yo me estoy enfriando y perdiendo el sabor. Gracias, Osnat, de verdad que no tienes ninguna obligación de preocuparte por mí.

–¿Quién se preocupa por ti?

Osnat era la vecina de Martin Vandenberg, y desde hacía unos meses, desde que Boaz la había abandonado y se había ido a vivir con Ariela Barash, vivía sola. Cada día, al atardecer, llevaba a Martin la cena en una bandeja, porque el trayecto hasta el comedor, situado en lo alto de la colina, le costaba mucho y le dejaba sin respiración. Martin llegó hasta nosotros él solo desde otro kibutz, un kibutz de originarios de Holanda, del que se marchó por diferencias irreconciliables: allí permitían a los supervivientes del Holocausto guardarse en una cuenta bancaria parte del dinero de las compensaciones de Alemania, mientras que Martin, superviviente también, opinaba que la propiedad era el origen de todos los pecados, y sobre todo el dinero de Alemania, que era una ofrenda de idólatras.

Era un hombre obstinado y tenaz, delgado, su pelo gris y rizado era duro como agujas de hierro, tenía los ojos pequeños, negros y penetrantes, las cejas espesas, las mejillas hundidas y los hombros caídos, y al respirar tenía pitidos por culpa del enfisema. A pesar de la enfermedad, de vez en cuando se fumaba medio cigarro, tosía y se negaba a desistir. De joven en Róterdam había sido profesor de esperanto, pero desde que llegó a este país, en el año cuarenta y nueve, no había tenido oportunidad de utilizar ese maravilloso idioma. Había pensado abrir aquí, en el kibutz Yikhat, un pequeño departamento de estudios de esperanto. Él creía en la abolición de todos los estados y en una hermandad universal pacifista que prevalecería cuando las fronteras entre los pueblos fuesen borradas. Al llegar aquí pidió aprender el oficio de zapatero, y realmente arreglaba muy bien nuestros zapatos y también fabricaba por sus propios medios zapatos y sandalias para los niños. El doctor zapatero, lo llamaban aquí.

En el kibutz Yikhat lo veían como un ejemplo moral. Más de una vez, en las asambleas del kibutz, Martin nos recordaba a todos para qué se había levantado toda esta empresa y cuáles eran los ideales originarios. Con todo, había quienes lo consideraban un excéntrico, porque durante todos los años que llevaba con nosotros jamás, ni un solo día, había eludido su trabajo. Si se ponía enfermo y se veía obligado a guardar cama un día o dos, abría el taller de zapatería los sábados y le devolvía a la comunidad los días que había faltado. Opinaba que el mundo entero despertaría pronto y aboliría por completo el dinero, porque el dinero era la raíz de todos los males, una causa constante de guerras, intrigas y explotación. También era vegetariano. Roni Shindlin, el guasón, le llamaba el Gan–dhi del kibutz Yikhat. En Purim, hace dos años, Roni se disfrazó de Martin Vandenberg y apareció en la fiesta cubierto con una sábana blanca y tirando de una cabra que llevaba un cartel al cuello en esperanto: Yo también soy un ser humano.

Osnat dijo:

–Si comes, me quedaré un rato contigo. También te tocaré dos o tres canciones hasta que te entre el sueño.

–No tengo hambre.

–Si te comes por lo menos media tortilla, te tocaré una canción, y si te comes media tortilla y un yogur, te tocaré dos, y si te comes también la ensalada y el pan, podrás darme además una pequeña conferencia.

–Puedes irte. Vete. Hay música fuera, allí hay muchos chicos jóvenes, hay baile, vete. Vete.

Y un instante después:

–Está bien. Está bien. Tú ganas. De acuerdo. Comeré un poco. Mira, ya estoy comiendo.

Osnat había llevado una flauta sencilla, de esas que distribuían a los niños de los primeros cursos, y, mientras comía, le tocó a Martin Al borde del Kinneret hay un palacio espléndido3 y Dicen: hay una tierra4. Martin comió un poco de tortilla, tomó un poco de yogur, y su cara consumida se contrajo, no tocó la ensalada ni el pan, pero permitió que Osnat le diera té templado de la taza que había traído del comedor. En su habitación no tenía ni tetera ni tazas propias por una razón fundamental: la acumulación de objetos es la maldición de la sociedad humana. Los objetos van apoderándose poco a poco del alma y esclavizándola. Martin tampoco creía en la institución familiar, ya que la vida en pareja, por naturaleza, levanta una barrera innecesaria entre la célula familiar y la sociedad. Opinaba que la comunidad en su conjunto debía criar a los niños, y no precisamente sus padres biológicos. Aquí todo nos pertenece a todos, todos nos pertenecemos los unos a los otros y los niños deben ser los hijos de todos.

La casa de Martin Vandenberg estaba amueblada con una sencillez monacal: una cama, una mesa, un cajón grande cubierto con una cortina donde colgaba la ropa de trabajo y la ropa de calle y otra caja alargada sobre patas de hierro que utilizaba para almacenar sus libros: libros en seis idiomas, libros de filosofía, ensayos, cuatro o cinco novelas en alemán, holandés y esperanto, algunos libros de poesía, varios diccionarios y también una Biblia con ilustraciones de Gustave Doré. En la pared colgaba un retrato de Ludwik Lejzer Zamenhof, el inventor del esperanto, el idioma que algún día hablarían todos los habitantes del mundo en los cinco continentes para abolir las barreras entre los hombres y entre los pueblos, tal y como ocurría antes de la maldición de la torre de Babel.

Osnat condujo a Martin hasta la cama y le acarició suavemente la frente. Dejó encendida una luz pequeña y apagó la del techo. Martin no dormía tumbado sino sentado, con la espalda y los hombros apoyados en gruesas almohadas, para facilitarle la respiración. Noche tras noche se sentaba así en la cama y aguardaba el sueño. Dormía poco y de forma intermitente. Osnat le puso la mascarilla de oxígeno sobre la nariz y la boca, le colocó bien la manta y le preguntó si necesitaba algo más. Martin dijo:

–No. Gracias. Eres un ángel.

Y luego dijo:

–El hombre es bueno y generoso por naturaleza. Solo las convulsiones sociales le empujan hacia el seno del egoísmo y la crueldad.

Y añadió:

–Todos debemos volver a ser inocentes como los niños.

Desde donde estaba, junto a la puerta, Osnat respondió:

–Los niños son seres consentidos, egoístas y crueles. Exactamente igual que nosotros.

Pero como ni él ni ella tenían hijos, y como no querían entrar en discordias antes de despedirse, ninguno de los dos añadió nada sobre ese desacuerdo, y solo se desearon buenas noches. Cuando ella se fue, la pequeña luz siguió luciendo junto a la cama de Martin. Aprovechando la marcha de Osnat, sacó un paquete de tabaco de debajo de la almohada, se fumó medio cigarro, apagó la colilla en el cenicero, luego tosió un poco y volvió a ponerse la mascarilla. Respiró de forma acelerada y superficial a través de la mascarilla y leyó sentado, con la espalda apoyada en las almohadas, un libro escrito por un conocido anarquista italiano donde se decía que el autoritarismo y su acatamiento son contrarios a la naturaleza humana. Luego se quedó adormilado, con la mascarilla transparente cubriéndole la parte inferior de la cara, pero no apagó la luz. Hasta por la mañana estuvo encendida la luz junto a su cama, a pesar de que Martin opinaba que el derroche era igual que la explotación y que el ahorro era un deber moral. Pero es que la oscuridad le aterraba.

Al salir, Osnat se llevó la bandeja, en donde quedaba casi toda la comida. La dejó en las escaleras del porche para, por la mañana temprano, llevarla de nuevo a la cocina del kibutz de camino a su trabajo en la lavandería. Luego salió a dar un paseo por la avenida de los cipreses a la luz de las farolas del jardín. Desde que Boaz la había abandonado y se había ido a vivir con Ariela Barash, Osnat estaba muy atenta a todo lo que ocurría a su alrededor, a las palabras de la gente que pasaba y a los sonidos de los pájaros y de los perros. Al comenzar el paseo le pareció que Martin se estaba asfixiando y que la llamaba, pero comprendió que solo eran imaginaciones suyas y que, incluso aunque la llamase, no podría oírle.

En un banco, en medio de la avenida de los cipreses, estaba sentada sola la abuela Slava con un vestido de algodón ancho y unas sandalias que dejaban al descubierto unos dedos curvados, rojos y bastos. Había perdido a su marido y a su hijo, la gente le tenía miedo y la llamaba bruja y monstruo, porque reprendía a diestro y siniestro y, si alguna mujer la irritaba, la escupía en la cara. Osnat le deseó buenas tardes y la abuela Slava, con acritud y sarcasmo, preguntó a Osnat: «¿Qué pasa, qué tiene de bueno esta tarde bochornosa y húmeda?».

Cuando volvió a su habitación, Osnat se sirvió un vaso de agua fría con concentrado de limón y se quitó las sandalias. Se asomó descalza a la ventana abierta y se dijo que la mayoría de las personas necesitan más calor y cariño de lo que los demás son capaces de dar y que ese déficit entre la oferta y la demanda ninguno de los comités del kibutz podría cubrirlo jamás. El kibutz, pensó, cambia un poco el orden social, pero la naturaleza humana no cambia y esa naturaleza no es sencilla. Los celos, la envidia y la mezquindad no se pueden eliminar para siempre con una votación en las instituciones del kibutz.

Fregó el vaso en el que había bebido y lo dejó boca abajo en el escurridor, se desnudó y se acostó. Su cama y la de Martin estaban separadas solo por una delgada pared y sabía que, si él tosía por la noche, ella se despertaría enseguida, se pondría una bata y acudiría rápidamente en su ayuda. Tenía un sueño muy ligero, sus oídos captaban cualquier ladrido en la oscuridad, cualquier trino nocturno, cualquier susurro del viento entre los tupidos arbustos. Pero esa noche fue tranquila y solo los vientos nocturnos soplaron en la copa del ficus. Un intenso rocío cayó al amanecer sobre los prados y la luz de la luna lo bañaba todo e iluminaba las gotas de rocío con un pálido brillo de plata.

Antes de las seis de la mañana, las palomas despertaron a Osnat, entonces se lavó, se vistió, llamó a la puerta de Martin, comprobó cómo se encontraba, recogió la bandeja del día anterior y se fue a trabajar a la lavandería. Martin se levantó con dificultad, se vistió despacio, jadeó por el esfuerzo cuando se agachó para ponerse los zapatos, bebió agua y se fue al taller de zapatería empujando la pequeña bombona de oxígeno dentro de un viejo carrito de bebé que el comité de salud le había proporcionado. Caminaba despacio, arrastrando los pies, porque le faltaba el aire. Sobre todo cuesta arriba. Junto al taller de electricidad se encontró con Nahum Asherov y ambos charlaron un rato de política y del gobierno de Ben Gurión. Nahum le dijo a Martin que el gobierno estaba provocando al mundo entero con las acciones de represalia, y Martin le respondió que todos los gobiernos, sin excepción, eran completamente inútiles y nuestro gobierno por partida doble, porque los judíos ya le habían demostrado al mundo que un pueblo puede existir e incluso gozar durante miles de años de un gran florecimiento espiritual y cultural sin necesidad de ningún gobierno. Mientras hablaba, Martin se encendió medio cigarro, pero apenas le había dado dos caladas cuando le entró la tos. Apagó el medio cigarro y se metió la colilla en el bolsillo. Nahum Asherov dijo:

–No fumes, Martin. No debes fumar.

–Lo que no debemos es decirle al prójimo lo que debe y no debe hacer –respondió Martin–, todos hemos nacido libres, pero con nuestras propias manos nos ponemos unos a otros trabas de todo tipo.

–Debemos preocuparnos los unos de los otros –comentó Nahum con tristeza.

Martin sonrió con los labios hundidos:

–No pasa nada, Nahum. Tú no puedes evitar advertirme y yo no puedo evitar fumar. Cada uno hace lo que tiene que hacer. No pasa nada.

En el barracón del taller de zapatería, sentado sobre un taburete de enea y rodeado de fuertes olores a cuero, barniz y cola, Martin dejó la bombona de oxígeno a su lado sobre una caja y se puso la mascarilla. Así, con la cara tapada, empuñó el cuchillo afilado de zapatero y cortó con precisión una suela izquierda de una pieza de cuero, siguiendo las líneas de lápiz que había marcado previamente. Una botella pequeña de agua templada le aguardaba en el suelo y de cuando en cuando se levantaba la mascarilla y daba dos o tres tragos. El trabajo, se dijo, nos devuelve la sencillez y la pureza de nuestra primera infancia. Una vieja melodía española, un himno de los republicanos de la época de la Guerra Civil, le vino a la memoria y Martin la tarareó en voz baja.

Poco después de las ocho de la mañana entró Yoav Carni, el secretario del kibutz, y dijo:

–He venido a importunarte unos minutos. Tenemos que hablar.

Martin dijo:

–Siéntate, chaval –luego quitó la bombona de oxígeno de la caja, la dejó en el suelo, a sus pies, y añadió:

–Aquí no hay mucho sitio donde sentarse. Siéntate en esta caja.

Yoav se sentó y Martin se disculpó por no poder ofrecerle un café. Yoav se lo agradeció y dijo que no hacía falta. A ojos de Martin, Yoav era un joven honrado, leal y modesto, pero como todos los de su generación carecía de una ideología metódica. Todos eran unos buenos chicos, opinaba Martin, todos eran responsables y estaban dispuestos a hacer cualquier trabajo duro, pero ninguno de ellos era apasionado y ninguno de ellos ardía de indignación ante las convulsiones sociales. Ahora que la dirección había pasado de las manos de los pioneros fundadores a las de Yoav y sus compañeros, el kibutz estaba condenado a derivar poco a poco hacia un pequeño aburguesamiento. Y las chicas, evidentemente, serían el catalizador de ese proceso. Dentro de veinte o treinta años los kibutzim se convertirían en poco más que elegantes barrios residenciales y sus habitantes en señores acomodados.

Yoav dijo:

–La cuestión es que últimamente varios compañeros han venido a hablarme de ti. También vino Leah Shindlin en nombre del comité de salud. El médico le dijo explícitamente que no debes seguir trabajando en el taller de zapatería, y todos estamos de acuerdo con él. El aire en este barracón es agobiante y asfixiante y el olor del cuero y de la cola son perjudiciales para tu salud. Todo el kibutz cree que ya has trabajado bastante, Martin. Ahora ha llegado el momento de descansar un poco.

Martin se quitó la mascarilla de oxígeno, sacó medio cigarro arrugado de su bolsillo, lo encendió con mano temblorosa, aspiró y tosió.

–¿Y quién trabajará en el taller de zapatería? ¿Tú?

–Pero si ya hemos encontrado un trabajador temporal que te sustituya. Hay un zapatero recién llegado de Rumanía que vive cerca de aquí, en el campo de tránsito. Está desocupado. Desde un punto de vista moral, Martin, es nuestro deber emplearlo y así dar algo de sustento a toda una familia.

–¿Otro trabajador asalariado? ¿Otro clavo en el ataúd de los principios del trabajo autónomo?

–Solo hasta que haya entre nosotros alguien apropiado para sustituirte en este trabajo.

Martin apagó con cuidado el cigarro sobre su mesa de carpintero, sacudió la ceniza negra y se metió la colilla en el bolsillo de la camisa, tosió, pero no volvió a ponerse la mascarilla de oxígeno. Su rostro cubierto de una incipiente barba canosa adoptó una expresión de punzante ironía.

–¿Y yo? –dijo con una media sonrisa–. ¿Ya está? ¿Kaput? ¿A la basura?

–Tú –dijo Yoav poniendo la mano en el hombro de Martin–, tú podrías venir conmigo a la secretaría y trabajar allí una o dos horas cada mañana. Ordenar algunos documentos. Desde ahora hemos decidido guardar en un armario especial todos los papeles de la secretaría. No exactamente un archivo, pero algo parecido. Digamos, el germen de un futuro archivo. Tú organizarías allí el material. Lejos del aire asfixiante del taller de zapatería.

Martin Vandenberg cogió del suelo un zapato de trabajo polvoriento que tenía la puntera abierta, lo colocó con cuidado al revés sobre la horma, untó el interior de la suela con una espesa cola que desprendía un olor mareante, seleccionó unos cuantos clavos pequeños de la caja que estaba sobre la mesa y fijó la suela al cuerpo del zapato con cinco o seis martillazos secos y precisos.

–Pero cómo es posible que, así sin más, cojan y echen a una persona de su trabajo en contra de su voluntad solo porque esté delicada de salud –reflexionó en voz baja, como dirigiéndose a sí mismo y no a Yoav–. A nosotros un crimen darwinista así no se nos pasaría por la imaginación.

–Simplemente nos preocupamos por ti, Martin. Todos queremos lo mejor para ti. De hecho, la decisión es del médico, no nuestra.

A eso Martin Vandenberg no respondió. A su izquierda había una pequeña máquina de coser, que funcionaba a pedal, y usó esa máquina para coser una sandalia rota. Cosió dos veces las tiras, reforzó la costura con una pequeña grapa metálica y dejó la sandalia arreglada sobre el estante de atrás. Yoav Carni se levantó, volvió a poner con cuidado la bombona de oxígeno sobre la caja donde se había sentado y dijo dubitativo:

–No hay ninguna prisa. Tú solo piénsalo, Martin. Te rogamos que consideres nuestra propuesta. Nuestra petición, mejor dicho. Recuerda que aquí todos queremos lo mejor para ti. Y el trabajo de archivo en la secretaría, una o dos horas cada mañana, también es trabajo. Después de todo, no olvides que las instituciones del kibutz tienen pleno derecho a cambiar de trabajo a uno de sus miembros si lo consideran oportuno.

Al salir, Yoav volvió a decir dubitativo:

–No tengas prisa en responderme. Piénsalo un día o dos. De forma racional.

Martin Vandenberg no pensó en la propuesta de Yoav y no le respondió ni al cabo de un día o dos ni al cabo de un mes. Respiraba cada vez peor, pero no renunció a los medios cigarros. A Osnat, que cada tarde le llevaba del comedor un plato tapado y una taza tapada, le dijo:

–El hombre es bueno, generoso y honesto por naturaleza y solo el entorno nos corrompe.

Osnat dijo:

–Pero ¿qué es el entorno? Tan solo otras personas.

Martin dijo:

–Osnat, durante la guerra me escondí de los nazis, pero alguna vez tuve la oportunidad de verlos de cerca. Unos chicos sencillos, en absoluto monstruos, algo infantiles, alborotadores, les gustaba bromear, tocaban el piano, daban de comer a los gatitos; pero les lavaron el cerebro. Y solo debido a ese lavado de cerebro hicieron cosas atroces a pesar de que en el fondo no eran malos, solo estaban corrompidos. Las ideas depravadas los corrompieron.