Créditos
Título original: Die Toten vom Karst
Edición en formato digital: mayo de 2013
En cubierta: Detalle de Sea promenade, de Erich Hartmann, Miramar, Italia, 1998. © MAGNUM / Erich Hartmann / Contacto
© Paul Zsolnay Verlag Gesellschaft m.b. H., Viena, 2002
© De la traducción, Isabel García Adanez, 2008
© Ediciones Siruela, S. A., 2008, 2013
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-15803-84-3
Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.
www.siruela.com
Índice
Portada
Portadilla
Cita
LOS MUERTOS DEL CARSO
Un día profundamente gris
Vida de lunes
Marasi sale a la mar
El día libre de Bruna
Miércoles de difuntos
Al frío de Opicina
Rodeos
Jueves sucio
Viernes maloliente
Día de limpieza
La liberación de Mario
Guati
Créditos
Guati
Galvano estaba sentado solo en una mesa de la parte delantera de la Trattoria al Faro, dando buena cuenta de un frittomisto. La botella de Vitovska von Kante estaba casi vacía. Franco lanzó a Laurenti una mirada que lo decía todo por sí misma. Era evidente que el anciano estaba de un humor excelente.
Se levantó al ver a Laurenti y le estrechó la mano.
–Ya le he dicho a Franco que haga el favor de encargar también el tinto de estas bodegas. No le quedaba ni una botella.
–¿Dónde está Ziva?
–¿Es que no te lo ha dicho tu ayudante? Ni siquiera ha venido a cenar conmigo. Cuando volví de reconocer al viejo, dijo que estaba cansada y prefería volverse a su casa.
–¡Maldita sea! Al menos podría haberme llamado.
–¡Pues claro que te llamó! Pero no te quisieron pasar la llamada porque estabas en medio de un interrogatorio.
–¡Cuando pille a Marietta le retuerzo el pescuezo!
Franco trajo otra botella de vino y un pescado magnífico que recomendaba como plato principal. El doctor preguntó a Laurenti si tenía ganas de compartir aquella lucerna con él. Cuarenta centímetros medía aquel pescado al grill, y con un chorro de aceite de oliva debía de estar soberbio.
–Mira, aquí se ve todavía el agujero del arpón –dijo Franco–. Por si aún tienes ganas de aprender algo hoy.
–Sólo os pido una cosa –dijo Laurenti–. Por favor, ningún chiste malo más esta noche.
Galvano miró a Franco con cara de lamentar su desliz.
–Ay, uno nunca debería olvidarse de que, con la policía, no hay que andarse con bromas –comentó Franco.
–Haced lo que queráis –dijo Laurenti. Pero cuando oyó que, de primero, además le servirían un risotto con guati, se reconcilió con el mundo en un instante.
–Guati, por fin –dijo–. Los que me compré el viernes, y luego pasé de matute por la frontera dos veces, no me los comí porque cené con Ziva y, a la mañana siguiente, estaban para tirar.
–Se la veía hecha polvo. Cualquiera sabe en qué habéis trabajado juntos, pero debe de haber sido cansadísimo –dijo el anciano forense.
Cuando, hacia las dos de la madrugada, Laurenti, no precisamente sobrio, se puso en camino para volver a casa, recordó el caos que le esperaba allí. Mañana, por fin, lo recogería todo, nada podría impedirlo, o su casa pronto tendría el mismo aspecto que la de Bruna Saglietti. Y había que encontrar una asistenta de inmediato. Le preguntaría a Marietta si ella tenía a alguien. No, a Marietta no, ni de broma. El lunes, desde luego, le iba a decir de todo menos bonita. ¡Anda que no era rencorosa, la puñetera! ¿Ziva? No, ella tampoco podía serle de ayuda. Además, ya había hecho más que suficiente por él. ¡Ay, todas aquellas mujeres que dominaban su vida, la organizaban y, al mismo tiempo, la desquiciaban!
–No seas tan duro con Laura –le había dicho Franco al despedirse.
–¿Yo? ¿Duro yo? ¿Por qué? –esa noche prefería no darle más vueltas al asunto. Seguro que aún conseguía encontrar una copa de vino en la cocina, y le quedaban dos cigarrillos.
Por supuesto, no encontró aparcamiento en la Via Diaz. Volvió hasta la Rive y dejó el coche en la lonja, en «Santa María del Guato», como la llamaba la gente. Laurenti rió. Había bebido mucho y cenado opíparamente: por fin, guati. Al día siguiente, por la mañana temprano, llamaría a Ziva y quedaría con ella. Se dirigió a su casa, arrastrando los pies, y buscó un cigarrillo en el bolsillo del abrigo. Se lo puso en la boca pero olvidó encenderlo.
En el pasillo y la cocina estaban dadas las luces. Y olía a limpio, ¡qué diferencia con la mañana! Y olía a aire fresco. ¿Qué demonios pasaba? ¿Había vuelto Marco? ¿O Laura? ¿Marco? ¿Laura?
Proteo Laurenti se apresuró a colgar el abrigo en el perchero, corrió por el pasillo y fue abriendo las puertas de todas las habitaciones.
Non gridate più.
Cessate d’uccidere i morti,
Non gridate più, non gridate
Se li volete ancora udire,
Se sperate di non perire.
Hanno l’impercettibile sussurro,
Non fanno più rumore
Del crescere dell’erba,
Liete dove non passa l’uomo.
[No gritéis más. / Dejad de matar a los muertos, / no gritéis más, no gritéis / si queréis seguir oyéndolos, / si esperáis no perecer.
Es imperceptible su susurro, / no hacen más ruido / que la hierba al crecer, / dichosa donde no pasa el hombre.]
Giuseppe Ungaretti
LOS MUERTOS DEL CARSO
Un día profundamente gris
Proteo Laurenti hervía de rabia, celos y desesperación. Había pasado la noche inquieto, dando vueltas en la cama, sudando y tiritando y casi sin pegar ojo. Tenía ganas de vomitar.
Era 19 de noviembre, domingo, y la luz del día apenas lograba abrirse camino entre los nubarrones negros de tormenta. Desde ayer, la bora nera azotaba la ciudad y se llevaba por delante cuanto no estaba firmemente anclado. Golpeteaban las contraventanas, y una y otra vez se oía el estallido de alguna maceta u otro objeto al caerse a la calle o contra los coches aparcados en apretadas hileras. Desde el puerto llegaba el único ruido conciliador: el viento parecía estar tocando el arpa en los obenques y las jarcias de los veleros.
Laura le había anunciado la noche anterior que había otro hombre en su vida. No sabía si le amaba. Necesitaba tiempo para comprobarlo y quería reflexionar sobre ello a solas y con tranquilidad. Proteo Laurenti casi tuvo que obligarla a confesarlo. Llevaba semanas reprochándole que algo había cambiado entre ellos. Ella lo había negado y negado. Hasta la noche anterior. Era Pietro, le contó, el agente de seguros. Hacía bastante que se había enamorado de ella, y ella disfrutaba con sus atenciones. No, no se había acostado con él. Se iría de viaje unos días para aclarar sus ideas.
Laura había pasado la noche en el cuarto de Patrizia Isabella. Proteo ya la había oído en el baño antes de las siete, luego sus pasos en la cocina. Se levantó, esperaba hacerla cambiar de opinión a pesar de todo, pero ya la encontró con el abrigo puesto y el equipaje listo en el pasillo, con las llaves en la mano. Se despidió de él con un beso fugaz y se escabulló de entre sus brazos cuando, inseguro, intentó abrazarla. Después, la puerta se cerró detrás de Laura y Proteo corrió desesperado al dormitorio, se enterró debajo del edredón y la emprendió a puñetazos contra las almohadas hasta que el cansancio gris que le había dejado la noche volvió a apoderarse de él y lo sumió en un sueño inquieto, plúmbeo.
A las nueve, Proteo estaba en pie, hecho polvo, y deambulaba por la casa. No tenía ganas ni de hacer café ni de escuchar música o leer, como le gustaba hacer los domingos por la mañana, mientras el resto de la familia aún dormía. Finalmente, entró en la habitación de Marco. Al abrir los ojos, su hijo se asombró de la mirada de pesadumbre de su padre.
–¿Qué pasa, papá?
–Quería decirte que Laura se ha marchado una temporada. Tenemos problemas muy serios y quiere reflexionar sobre ello.
–¿Qué? –dijo Marco, dando un respingo.
–Tiene una historia con otro hombre –Proteo se apoyó en el marco de la puerta–. Quiere estar sola para poner en claro sus sentimientos. A lo mejor se acaba arreglando todo –dijo sin atreverse a hablar muy alto.
–¿Con quién? –preguntó Marco.
–Con Pietro, el agente de seguros.
–¡No puede ser! ¿Con ese aburridor? –Marco estaba consternado–. ¿Y se ha ido con él?
–¡No! Parece ser que no. Dijo que iba a San Daniele, a casa de la abuela. Si va a encontrarse con él, eso ya no lo sé. Pero lo supongo.
–¡Voy a llamarla!
–No, Marco, déjala. Ya llamará ella. Creo que, de momento, necesita tranquilidad.
–¿Por qué no habló conmigo?
–Nos fuimos a dormir a la una. Tú, para variar, no habías vuelto todavía, y a las siete ya se ha marchado.
–¡Tendría que haberme despertado! –Marco retiró el edredón y se levantó meneando la cabeza–. ¡No lo entiendo! Pero ¿por qué?
–Eso me lo pregunto yo también.
Marco fue a la cocina arrastrando los pies, comprobó que el desayuno no estaba ya en la mesa, como era habitual los domingos, buscó la cafetera y puso un café.
–Creí que Pietro estaba casado.
–¡Y tu madre también!
–¿Cuánto llevan juntos?
–Ni idea. Desde el verano quizá –se encogió de hombros y se sentó a la mesa de la cocina cuando Marco trajo el café. Mientras la tempestad asolaba las calles, padre e hijo pasaron media hora más hablando sobre las cosas serias de la vida. Luego, Proteo Laurenti decidió salir a dar un paseo a pesar de la tormenta. Compraría unos cuantos periódicos y se sentaría un rato en el Caffè San Marco. Tenía la esperanza de que eso le distrajera un poco. A lo mejor se le ocurría una manera de hacer volver a Laura.
Había comenzado a nevar de nuevo, y la bora hacía que los copos de nieve empapados de agua volaran casi en horizontal sobre las calles. Escasos coches avanzaban a un paso tan lento como el de las personas. A dejar más huellas en la acera apenas se había atrevido ningún transeúnte. Tres casas más allá estaban los bomberos. Subido a la inestable escalerilla, desplegada hasta el cuarto piso, un hombre intentaba retirar una contraventana que se columpiaba de un único gancho antes de que el viento la lanzase a la calle. Laurenti se subió el cuello del abrigo, se cruzó de acera y siguió caminando pegado a las casas. Las fuerzas de la naturaleza que le azotaban el rostro le hacían bien, aunque no pudieran distraerle de su pesar. Pasó junto al cierre echado de la galería de arte de sus amigos, con quienes le hubiera gustado charlar ahora. Su simpatía le habría consolado. Claro que los domingos no se podía contar con ellos. Probablemente, seguirían en la cama con Barney, su pequeño terrier.
La humedad penetraba por la suela de cuero de sus zapatos. Poco antes de llegar a la tienda de periódicos coincidió con otro hombre, que iba encogido de hombros y con la bufanda enrollada casi hasta los ojos. Intercambiaron un breve saludo y Laurenti entró primero. La vendedora llevaba mitones de lana y un grueso chaquetón de borrego. El hornillo de gas era demasiado débil para caldear la tienda lo suficiente.
–Espléndido día –la saludó Laurenti.
–¡Y que lo digas!
–¿Cuánto durará esto?
–Las previsiones no dan demasiadas esperanzas.
–Casi como el invierno del 84 al 85 –dijo el otro hombre–. Aquella vez, hasta se congeló el mar en el Molo Audace.
–Dame, por favor, el Piccolo, el Corriere e II Sole 24 Ore –Laurenti no tenía ganas de charla. Aunque llevase más de veinticinco años viviendo en Trieste, seguía sin acostumbrarse a que día sí, día también, la ciudad fuera el tema central de conversación de sus habitantes, capaces de comentar cosas sobre ella de forma incansable y repitiéndose hasta el infinito. ¿Quién se acordaba ya de un invierno de hacía dieciséis años?
La vendedora puso un periódico encima de otro.
–Cinco mil doscientas.
El comisario dejó caer el dinero sobre la mesa, luego su mirada se posó en la estantería llena de cartones de cigarrillos que había detrás de ella.
–Y una cajetilla de Marlboro y un mechero, Gianna. Que sea rojo.
–¿Cómo? ¡Pero si tú no fumas, Proteo!
–Por si acaso.
–Cinco doscientas y seis ochocientas... doce mil justas –meneó la cabeza y prefirió ahorrarse el comentario; después de todo, se ganaba la vida vendiendo esas cosas.
El comisario sacó unos cuantos billetes y monedas más, se puso los periódicos bajo el brazo, guardó los cigarrillos y el mechero en el bolsillo de la chaqueta, volvió a subirse el cuello y se dirigió a la puerta.
–Esperemos que pase pronto. Buona giornata!
–Igualmente, Proteo, y saluda a Laura de mi parte.
–Lo haré –gruñó el comisario abriendo la puerta. Una fuerte ráfaga azotó el interior de la tienda y alborotó las primeras páginas de algunas revistas. Laurenti tiró con fuerza para cerrar la puerta tras de sí y se puso en camino. Se abría paso contra la bora a través de una ciudad gris que aquella mañana parecía no despertarse.
Quince minutos más tarde estaba sentado en el Caffè San Marco, el antiguo café, protegido como monumento, a la espalda de la sinagoga. Era lo único que había permanecido intacto desde aquellos tiempos gloriosos de la ciudad, y uno siempre tenía la impresión de que en cualquier momento podía entrar por la puerta alguno de los famosos poetas de antaño. Los camareros se asombraron al ver al policía allí en domingo por la mañana. Normalmente sólo iba entre semana, durante el descanso del mediodía, y se sentaba siempre en la misma mesa a leer. Y hoy ni siquiera se había afeitado.
Las últimas semanas habían sido duras. El fiscal preparaba con mucha antelación una operación contra todos los inmigrantes ilegales chinos de Trieste. Antes de la redada en todo el territorio de la ciudad se habían celebrado incontables reuniones para coordinar cada punto. Por fin, el juez de instrucción les había dado luz verde, y el viernes anterior habían entrado en acción: sesenta coches patrulla y un contingente de trescientos hombres de la Polizia Statale y la Guardia di Finanza registraban a un mismo tiempo trece comercios, nueve restaurantes y veintisiete viviendas. Era la operación que tanto tiempo llevaban esperando contra los chinos que, introducidos en su gran mayoría por Belgrado, invadían la ciudad desde hacía un año. Habían abierto una tienda detrás de otra y comprado muchos inmuebles a unos precios desmesurados, fundamentalmente en efectivo. También se contaba la historia de uno que había comprado seis camiones de mercancías en un concesionario, depositando los billetes sobre la mesa uno tras otro y como quien paga medio kilo de tomates. Media ciudad pensaba que aquel dinero difícilmente podía proceder de fuentes legales.
Los resultados del registro habían sido más que considerables: documentos y dinero falsificados, inmigración ilegal, economía sumergida y juego, extorsión y blanqueo de dinero, más de una sospecha de asesinato. La intervención de las fuerzas del orden había dejado huella: en el Borgo Teresiano, los farolillos rojos, apagados, pendían tristones en las puertas de numerosos comercios. Se habían confiscado quintales de papeles que aún estaban por analizar. Y también había caído una oscura sombra sobre aquellos chinos que vivían en la ciudad desde hacía mucho y no tenían nada que ver con los tejemanejes criminales.
Unos cuantos estudiantes ocupaban las otras mesas, hojeaban sus libros y tomaban notas, o charlaban entre sí. El sitio favorito de Laurenti seguía libre. Dejó caer los periódicos sobre la mesa, se quitó la chaqueta, se frotó las manos, se las pasó por el cabello, mojado por la nieve, y se sentó.
El caffelatte le hizo entrar en calor enseguida, pidió otro más y un zumo de pomelo recién exprimido. Luego se enfrascó en la lectura del Piccolo.
El titular del diario local anunciaba con grandes letras que, esta vez, la bora traería hielo y nieve. Qué novedad. Tampoco el resto era nada emocionante, y Laurenti estaba demasiado inquieto para concentrarse en ningún artículo que se extendiera más de diez líneas. Hasta que no llegó al horóscopo no se detuvo. A los Aries les prometía un día lleno de armonía con sorpresas en el amor, y a los Géminis, es decir a Laura, un excitante y romántico viaje con nuevos horizontes. Por un momento, a Laurenti se le desdibujaron las letras, luego sacudió fuertemente la cabeza, como si de ese modo pudiera obligarse a regresar al presente.
Por qué tenía que pasarle una cosa así a él, a un hombre de 47 años que siempre había afirmado ser feliz en su matrimonio. ¿Quién era ese tal Pietro, ese agente de seguros y hombre respetable que simpatizaba con la Alleanza Nazionale, conducía un Volvo blanco y vivía en una casita en lo alto de la colina de Opicina? ¡Por todos los demonios! De nuevo, Laurenti sintió el malestar de antes, ese condenado estómago revuelto contra el que llevaba luchando toda la mañana. Hurgando en el bolsillo de la chaqueta sacó la cajetilla de tabaco. Por primera vez en veintitrés años volvía a encender un Marlboro. Aspiró profundamente el humo dos veces, tosió y le entraron náuseas.
Consiguió llegar al cuarto de baño en el último momento. Vomitó lo poco que tenía en el estómago en un retrete que no brillaba precisamente por su limpieza y procuró fijarse lo menos posible. Luego fue hacia el lavabo, se lavó las manos y la cara, se enjuagó la boca y, al ver sus ojos tristes en el espejo, sintió una lástima de sí mismo tan infinita que no pudo evitar una sonrisa socarrona. Sin embargo, esa chispita de esperanza que su autocompasión había hecho saltar se apagó de inmediato.
Regresó a su mesa con la mirada fija en el frente, así al menos se libraría de las miradas interrogantes del camarero. Pidió un vaso de agua y un té negro, volvió a echar mano del periódico y siguió leyendo las noticias locales. Ahora se notaba más calmado y concentrado.
Tensiones en la foiba de Basovizza. Un sacerdote (con sotana negra) da la bendición al monumento.
En este artículo se detuvo. No sabía mucho de la foiba, después de todo, él venía del sur del país. Y, en décadas, ni los políticos ni los medios de comunicación habían tratado de manera fiable aquel oscuro capítulo de la historia. Todo eran declaraciones contradictorias, según vinieran las afirmaciones de la izquierda o de la derecha, de extremistas o de burgueses, de nacionalistas, fascistas o comunistas, del otro lado de la frontera o de la propia Italia. El doctor Galvano, el anciano forense, le había contado una vez cómo, en sus años de joven médico, había tenido que reconocer todos los cadáveres que, en complicadas maniobras, se habían recuperado de las foibe, las grietas en la roca porosa del Carso que alcanzaban hasta trescientos metros de profundidad. Primero los fascistas, la Gestapo y las SS, los partisanos y, más tarde, sobre todo los soldados del ejército de Tito habían arrojado allí a sus víctimas con la peor brutalidad imaginable... eso sin contar los cadáveres de la Primera Guerra Mundial y los casos de asesinato normales.
Ayer [rezaba el artículo], un grupo de activistas eslovenos bajo la dirección de un catedrático de Historia se reunió junto a la foiba de Basovizza. Pretendían introducir y hacer bajar una sonda por una pequeña abertura en el borde del poderoso bloque de roca con el que, en su momento, se había taponado la grieta. El catedrático exigía la apertura y el minucioso reconocimiento de la sima de 240 metros de profundidad. «¡Esto no es más que una demonización de los eslavos. El abismo está vacío!», afirmó uno de los activistas.
Al mismo tiempo, apenas a seis metros de distancia, se formó un grupo de militantes fascistas italianos. Iban acompañados por el sacerdote italiano de una hermandad francesa, supuestamente enviado por indicación del obispo Lefebvre. Desenrollaron la bandera de la Repubblica sociale con la cabeza de águila y el fascio, el emblema de los fascistas, y el sacerdote dijo en un tono provocativamente alto: «¡Exigimos respeto a las víctimas de las foibe! Es una señal de la providencia divina que hayamos llegado aquí a tiempo, ahora que se está intentando ensuciar la memoria de nuestros muertos». Luego, abrió su Biblia y pronunció una breve oración, abrió los brazos y dio la bendición. Los demás se santiguaron. Entretanto, el catedrático hablaba con los carabinieri presentes en el lugar y que trataban de impedirle introducir la sonda, y los periodistas de la televisión eslovena intentaban entrevistar a los militantes de la extrema derecha. Tampoco ellos llegaron muy lejos, puesto que ninguno se atrevió a expresarse delante de la cámara. Finalmente, los fascistas se marcharon. Sin embargo, antes de subir a su coche, el sacerdote se volvió una última vez, señaló sus hábitos y dijo: «Esto es una camisa negra que simplemente ha quedado un poco larga». El catedrático de Historia esloveno-nacionalista, a su vez, continuó su discurso sin inmutarse. Poco después se sumó a ellos un grupo de ciclistas de mediana edad que, tras escuchar sus tesis, no tardó en iniciar con los activistas eslavos una discusión en tono acalorado y en la que ninguna de ambas partes escatimó en palabras duras: leyes para la represión de la minoría eslovena, política racial de los fascistas, torturadores esbirros de Tito, presidentes del gobierno arrodillados ante el monumento, pago de reparaciones, responsabilidad de los gobernantes frente a las víctimas de la foiba de Basovizza y de todas las foibe de Italia e Istria. Tampoco durante este enfrentamiento fue necesaria la intervención de los agentes de la unidad antiterrorista.
–¡Trieste es un manicomio! –farfulló Laurenti meneando la cabeza. En algún momento se ocuparía con más profundidad del fenómeno de las foibe. Quería adquirir unos cuantos libros y conseguir que colaborase con él alguna persona de la ciudad que abordase el asunto al margen de las polémicas y pudiera esclarecerle el trasfondo de todo aquello. Ya llevaba tiempo relegando aquel tema, como hacían la mayoría de triestinos, que corrían un tupido velo sobre los negros abismos del Carso.
Laurenti dejó el periódico a un lado, hizo una seña al camarero y pagó. Quería ver si encontraba al viejo Galvano. En un domingo como aquél, en el que casi nadie se atrevía a salir con la bora azotando las calles, seguro que estaba en casa e incluso agradecía una visita. El doctor Galvano se había resistido a abandonar el Instituto Anatómico Forense después de la jubilación y, para que sus certificados se considerasen válidos, había que tomarle juramento cada vez. Galvano le hablaría de las foibe, y, además, Laurenti albergaba la secreta esperanza de poder contarle sus penas. Siempre había apreciado las opiniones del anciano y su postura ante la vida. A lo mejor lograba convencerle para ir a comer. Laurenti volvía a notar el estómago revuelto. Seguro que un pollo con arroz en alguno de los chinos que se habían salvado de la redada le sentaría bien.
Una cortina de nieve cada vez más densa barría las calles, sin duda la temperatura estaba por debajo del punto de congelación. Laurenti se había subido el cuello de la chaqueta hasta donde podía y llevaba las manos hundidas en los bolsillos. ¡Por qué no habría cogido la bufanda y los guantes! Dos días atrás aún se veía a la gente sentada en los cafés de la calle, ¡y ahora una cosa así! Laura no le habría dejado salir de casa tan desabrigado, ¡seguro! ¿Dónde estaría ahora Laura? El viaje a San Daniele no habría sido plato de gusto precisamente, pero ella lo había querido. ¿Sería buena idea llamarla? Mejor no. ¡Que sufriera! ¡Con un agente de seguros, hombre, por Dios! ¡Si es que todo aquello no podía ser verdad!
Poco antes de llegar a la comisaría de la Via del Coroneo, vio a una figura que caminaba hacia él a través de la cortina de nieve, y hasta que no estuvo a escasos pasos no reconoció que era Antonio Sgubin, el agente con el que trabajaba codo con codo desde hacía años. Desde su último gran caso, el asesinato de Kopfersberg, un tipo que se dedicaba a la trata de blancas, se tuteaban. Laurenti le había ofrecido el «tú» en un momento en que se hallaba en pleno punto de mira de la crítica. Pero no lo lamentaba. Sgubin seguía siendo tan correcto y de fiar como siempre.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó.
–Anoche hubo una pelea de navajas con un muerto. Quería redactar el informe y tomar declaración a unos cuantos testigos.
–Venga, vamos dentro. ¿Dónde dices que fue?
–En un bar del Viale XX Settembre. El Bellavia.
Se sacudieron la nieve golpeándose brazos y piernas, colgaron las chaquetas y subieron las escaleras hasta el tercer piso. Los zapatos y calcetines de Laurenti estaban calados, y envidiaba a Sgubin por lo bien equipado que iba contra el frío.
–¿Ese sitio donde van a emborracharse los jóvenes de derechas y donde hay un camarero transexual? –preguntó. Otra de aquellas historias absurdas que Laurenti no podía imaginar en ninguna ciudad que no fuera Trieste. Sólo conocía el bar por lo que le habían contado sus compañeros. Veinteañeros de extrema derecha, unos con la cabeza rapada, otros con el pelo grasiento y botas militares, se apelotonaban en la barra a berrear canciones a la gloria del Duce y a la campaña de Abisinia y pedían cerveza a cubos a Flavio-Angiolina, un transexual de unos veinticinco años. Con una chispa de sentido común que tuvieran, tendrían que darse cuenta de que una criatura como aquélla chocaba de pleno con su visión del mundo. Seguían llamándole Flavio por más que unos turgentes pechos le asomaran ostensiblemente por la blusa. Todo el mundo sabía que a Flavio-Angiolina todavía le quedaba la operación principal. Ella no hacía por ocultarlo y alguna noche, a horas muy avanzadas, aun enseñaba al público borracho su bonito trasero en tanga.
–Ahí, ahí –confirmó Sgubin–. Casi nos hemos convertido en clientes habituales. Siempre es lo mismo: primero beben como cosacos, luego se abren la cabeza unos a otros sin motivo. Así que ayer le tocó a uno de los cabecillas. Un tipo al que llevaba incordiando toda la noche le clavó un cuchillo en la garganta cuando no pudo aguantarlo más. El local se puso perdido de sangre, le brotaba del cuello como una fuente. No tardó mucho en morir. Cuando el resto de la jauría se dio cuenta, poco faltó para que linchasen al tipo. Pero Flavio ya nos había llamado. Conseguimos salvarlo por los pelos. Está en la Unidad de Cuidados Intensivos, con un guarda jurado en la puerta.
Laurenti estaba de pie ante la ventana de su despacho, viendo caer la nieve. La bora había arrancado de cuajo una gruesa rama de uno de los plátanos que había delante del edificio, y ahora ésta decoraba el techo de un coche.
–Ya me gustaría verle la cara al dueño cuando venga a por el coche.
–¡Qué asco de tiempo! –dijo Sgubin, de pie a su lado.
–Igual que en el invierno del 84 al 85. Esperemos que esta vez no dure tanto.
Sgubin le miró sorprendido:
–¿El invierno del 85?
–Esa vez hasta se congeló el agua del puerto. ¿Es que no te acuerdas?
–Sí, hombre, claro. Pero me sorprende que lo sepas tú.
–¿Y por qué no lo iba a saber? –replicó Laurenti irritado, a pesar de que se limitaba a repetir lo que había oído en la tienda de periódicos–. ¿A quién quieres tomar declaración? ¿Cabe alguna duda sobre este caso?
–Qué va, ninguna. Sólo por tener la visión completa, a dos tipos que estaban allí pero no son del grupo de fascistas. Me gustaría escuchar la historia desde su punto de vista, a lo mejor descubrimos algo más sobre el Bellavia.
–Pues yo preferiría que siguieran yendo a apuñalarse allí y dejaran en paz al resto de la ciudad.
–¿Y esas pintadas con la esvástica? El barrio está que da asco. Yo creo que el ayuntamiento debería hacer algo más para remediarlo. Se podría emplear a unos cuantos parados en taparlas con una mano de pintura. A ver qué vamos a hacer si no con los parados...
–Sgubin –le interrumpió Laurenti–, ahora estás hablando igual que ellos. Además, los fascistas ocupan sus buenos escaños en el ayuntamiento, por mucho que se las den de otra cosa.
–Pues aun así, a uno le da vergüenza ajena ver esas cosas. Creo que esos chavales perderían las energías enseguida, en cuanto se les persiguiera un poco.
–Si quieres voy contigo –dijo Laurenti–. A ver si averiguamos por qué va a ese antro gente que no tiene nada que ver. ¡Ahí va! –y señaló a la calle, donde una tremenda ráfaga de viento empujaba un contenedor de basura lleno hasta los topes que fue a estamparse contra la puerta de un coche aparcado.
–¡Maldita sea! –gruñó Sgubin–. Mi coche está justo detrás.
No tenían que desplazarse muy lejos. La nieve caía cada vez más espesa, y las ruedas de los pocos coches que circulaban derrapaban en la empinada cuesta de la Via Rossetti. Sgubin iba refunfuñando, bajó por el Viale XX Settembre, a pesar de que estaba cortado, y le costó gran esfuerzo frenar el coche al llegar abajo, junto al Cinema Excelsior. Intentaron seguir por la angosta calle paralela, de dirección contraria y con una pendiente algo menos pronunciada, pero cien metros más adelante vieron que por allí tampoco había nada que hacer. Delante, todos los coches estaban parados y echando humo por el tubo de escape; a su espalda, otros dos vehículos les cerraban el paso. A pie habrían llegado antes. Sgubin metió el coche de frente en un estrecho vado.
–Qué más da –dijo–, no creo que en la próxima hora vaya a salir nadie.
Como si caminaran pisando huevos recorrieron la acera de una callejuela en la que aún no se veía ninguna huella en la nieve y llegaron a la Via Stuparich. No tardaron en dar con la casa. Era un edificio de cinco pisos, con una fachada de planchas prefabricadas y barandillas rojas de hierro en los pequeños balcones. Aquella construcción de los años sesenta llamaba la atención por lo estrecha que era. Al lado del portal había un barecillo que cerraba los domingos, junto a éste una administración de lotería y una peluquería. En el primer piso estaban bajadas las persianas.
–Un griego –dijo Sgubin, llamando al timbre–. Perikles Ritsos. Cincuenta y siete años. Vive solo.
Después de un rato, durante el cual el comisario y su ayudante buscaron cobijo de la nieve bajo el estrecho alero del tejado, zumbó el timbre del telefonillo. El portal estaba revestido con feas baldosas de piedra, ascensor no había. La escalera quedaba a la derecha. En aquella casa daba la sensación de que se había querido ahorrar en todo. Los escalones de piedra resbalaban como el hielo bajo las suelas, caladas, de sus zapatos. En el primer piso, sintieron una bofetada de mal olor, y Laurenti lanzó una mirada al cartelito del timbre: «Marasi». Un piso más arriba leyó de nuevo el mismo nombre. Tenían que subir hasta el quinto, donde, en el umbral de la única puerta que había, les esperaba un hombre muy flaco, pelirrojo y en chándal, con la cara colorada.
–¿Qué quieren ustedes?
–Polizia di Stato –respondió Sgubin–. Es por el asunto del bar Bellavia de la pasada noche. Usted fue testigo y queremos hacerle unas cuantas preguntas. Éste es el comisario Laurenti –señaló a su jefe, que se mantenía de pie detrás de él como si más bien fuera el ayudante, distraído y ensimismado–. ¿Podemos entrar? No tardaremos mucho.
Ritsos, en la misma puerta, se volvió de medio lado y gritó unas palabras en inglés hacia el interior de la casa.
–Come in! –oyeron responder a una aguda voz de mujer–, I’m going to the bathroom,
–Disculpen ustedes –dijo Ritsos a los policías–. La casa es muy pequeña.
Echó a andar delante de ellos por un estrecho pasillo, decorado con estampas baratas de barcos de vapor y veleros antiguos, con marcos de los que venden ya hechos. Luego abrió una puerta de madera contrachapada de color claro, muy sucia, que daba directamente a la salita de estar. Todo estaba impregnado de un fuerte olor a orines de gato. También aquí había cuadros de barcos en las paredes, así como algunas fotografías de él y de otras personas, por lo general con copas a medio llenar en la mano. Dos gatos grises se refugiaron en un rincón al entrar ellos. Ritsos recogió del sofá unos pantys negros que enmarcaban pintorescamente unas bragas de encaje rojo de tamaño descomunal, hizo una bola con todo y se la arrojó a los animales, que, sin embargo, se quedaron sentados impertérritos y con mirada recelosa.
–Siéntense –Ritsos señaló el sofá, acercó una silla que había en un rincón y se sentó enfrente de los policías, delante de una televisión desmesurada y en cuya pantalla brillaba el colorido de una película de dibujos animados. Le habían quitado el sonido.
–Un asunto horrible el de anoche –dijo Ritsos.
–¿Suele ir usted al Bellavia? –preguntó Sgubin.
–A veces. No con regularidad.
–Y ¿qué es lo que le atrae de ese bar?
–Está cerca y abre las veinticuatro horas.
–¿Conoce a otros clientes?
–A pocos. A alguno sí. Pero no bien.
–¿Cómo describiría a los clientes del bar alguien que fuera allí por primera vez?
–Chiflados, solitarios, bebedores, noctámbulos, jóvenes fascistas, intelectuales. Nada del otro mundo.
–Pero hay peleas un día sí y otro también, señor Ritsos. ¿No tiene miedo?
–Qué va, los chicos se lo montan entre ellos. No son mala gente. No les hacen nada a los demás clientes. Combaten el aburrimiento a su manera y nada más. ¡Menuda empanada mental tienen con la política! Eso se pasa con la edad.
–¿A qué se dedica usted? –intervino Laurenti. Hasta entonces sólo había hablado Sgubin.
–Soy ingeniero. Ingeniero naval, para ser exactos. Trabajo para Fincantieri en Montefalcone –era uno de los grandes astilleros en los que se construían cruceros, supuestamente los más grandes del mundo si era cierto lo que afirmaba el Piccolo. Cada nuevo encargo y cada botadura eran celebrados con artículos de una página entera.
–Usted es griego, ¿verdad?
–Sí.
–¿Desde cuándo vive en Trieste?
–Desde hace veinticinco años. Vine en un barco mercante y conocí a mi primera esposa aquí. Así que me quedé anclado en esta ciudad. Se vive bien en Trieste, cuando no sopla la bora nera, claro –los tres miraron hacia la ventana, como queriendo confirmar lo dicho.
–¿Puede contarnos lo que sucedió anoche? –Sgubin prosiguió con el interrogatorio.
–A decir verdad, no me enteré de mucho. Ni idea de cómo empezó. El bar estaba hasta arriba. Como siempre, esos chicos se pusieron a cantar sus canciones y a brindar. Luego volvió la calma. De repente, poco después de la una, comenzó un griterío tremendo. La sangre salpicaba hasta nosotros. Y luego ya vino la policía enseguida. No vi más, gracias a Dios que no estaba al lado.
–¿De modo que no vio nada?
–No, estábamos al fondo del todo. Y había demasiado ruido como para oír nada.
–¿Estaban?
–Sí, mi prometida y yo.
–¿Conoce a alguno de esos chicos?
–¿De ésos? No. Sólo de vista.
–¿Y con usted no se han metido nunca?
–Pues no. Si sólo son chicos aburridos y sin otra cosa mejor que hacer.
–Aburridos y peligrosos, no sólo cuando están borrachos. Representan una postura política extremista. Y usted como extranjero, señor Ritsos...
El griego hizo un gesto de rechazo con la mano antes de que Sgubin llegase a terminar la frase.
–A ésos no les interesa la política. Y tampoco son malos chicos. Sólo tienen algo en contra de los extranjeros que vienen aquí de maleantes. Contra mí no tienen nada.
Se abrió la puerta y entró una mujer bajita e increíblemente gorda de unos cuarenta y tantos, vestida con una bata de flores que amenazaba con estallar en cualquier momento.
–Who are these men, Perikles? –preguntó con voz de pito.
–Policemen, darling. Asking about last night. We have seen nothing, haven’t we?
–I don’t think so! –la gorda meneó la cabeza. Luego se ciñó la bata más todavía, recogió sus pantys e hizo ademán de azotar con ellos a los gatos. Luego soltó una risita gallinácea y salió por la otra puerta. Laurenti se asombró de que pasara por ella sin rozar el marco.
–Mi fidanzata –explicó Ritsos–. Es australiana. Trabaja en el consulado.
–No queremos molestarle más, señor Ritsos –Laurenti ya se había puesto de pie. En su opinión, allí no descubrirían nada que les permitiese avanzar–. Si tenemos más preguntas, le avisaremos –prefería salir otra vez a la nieve a seguir en medio de aquella desolación de casa.
Sgubin, por el contrario, se levantó de mala gana. Él sí hubiera querido preguntar algunas cosas más, pero siguió a su jefe con gesto malhumorado.
–Lo siento, Sgubin –dijo Laurenti en las escaleras una vez se cerró la puerta detrás de ellos–, pero no aguantaba más ese olor a pis de gato. Ese tipo piensa que los fascistas son buenos chicos que cometen pecadillos de juventud. A lo mejor es uno de ellos y todo.
Al bajar, Laurenti volvió a fijarse en que sólo había una puerta en cada piso. Qué disparate de arquitectura, y olía fatal en todo el edificio.Contuvo la respiración hasta llegar a la calle.
–Voy hacia la universidad. El otro testigo vive en la Via Fabio Severo. ¿Te vienes? –preguntó Sgubin.
Laurenti meneó la cabeza. Aquel día no estaba en forma en absoluto.
–Mejor no. Y no te olvides de que es domingo. No te pases la tarde trabajando.
Sgubin se sintió aliviado. No era nada agradable llevar de compañero a un jefe de mal humor. ¿Qué mosca le habría picado?
Se despidieron, y Laurenti echó a andar hacia la Via Carducci. El camino a casa. «¿Y qué iba a hacer allí? ¿Y qué iba a hacer en cualquier otra parte?», se preguntaba. ¿Habría llamado Laura? ¿Tendría intención de llamar? ¿Convenía que él hablase con su suegra? A lo mejor la señora Tauris tenía el poder de hacer entrar en razón a su hija. La anciana aún conservaba una muy buena cabeza, era muy pragmática y creía que lo de las crisis en el matrimonio eran zarandajas. Nadie podía imaginarla engañando a su esposo jamás, y mucho menos al revés.
Laurenti se dio cuenta de que iba hablando solo. Menos mal que no había nadie por la calle para oírle. Una gélida ráfaga de aire le dio en la cara. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. «Yo tampoco», pensaba, «podré enamorarme nunca de otra mujer».
En Contovello, arriba en el Carso, la bora nera soplaba con más fuerza todavía, alcanzando máximos de ciento setenta kilómetros por hora. El pueblecito, a muchos metros por encima de la ciudad, estaba como muerto. La nieve llegaba a los tobillos, y, a pesar del temporal, en las callejuelas se percibía el olor a leña quemada de las chimeneas. Las casitas estaban tan apretadas unas con otras como si buscaran guarecerse todas juntas ante un enemigo común, en algunos tejados habían colocado gruesas piedras como contrapeso. Una figura con la cara envuelta en una bufanda luchaba contra el viento a lo largo de la callecita que bordeaba el cementerio, situado junto a los antiguos cimientos del castillo. Se dirigía al pueblo. Al abrigo de un arco de piedra, se encendió un cigarrillo, luego siguió camino con pesados pasos. Más abajo, en la plaza de la iglesia, se detuvo un instante a contemplar una de las casas más nuevas del pueblo y que quedaba un poco más abajo todavía, directamente sobre la pendiente. Antes de que la construyeran, desde la misma plaza de la iglesia se abría toda la vista del golfo de Trieste. Nada se movía. La figura miró a su alrededor, dio una última calada al cigarrillo, tiró la colilla en la nieve y bajó por la escalinata. Sacó de una bolsa de plástico un objeto pesado, envuelto en grueso papel marrón, y lo introdujo rápidamente por la gatera que había en la puerta de entrada y que tan sólo tapaba una alfombrilla de sisal. Después se apresuró a erguirse, se abrochó el cuello del grueso chaquetón y, apretando el paso y con los hombros encogidos de frío, tomó el camino que rodeaba la iglesia y conducía a la Strada del Friuli. Apenas eran más de las cuatro de la tarde y, a causa de la tormenta, era casi de noche. La figura enmascarada abandonó la carretera hacia Trieste al pasar su característica curva en herradura y bajó al puerto por uno de los viejos senderos de pescadores que serpenteaba entre los campos en forma de terrazas, ahora en barbecho. Era un camino muy difícil. La vegetación salvaje no había tardado en reconquistar el terreno en cuanto los campesinos dejaron de sembrar en las terrazas. Los arbustos de zarzamoras y cerezas silvestres y los brazos pegajosos de las glicinias que crecían a su libre albedrío le cerraban una y otra vez el paso por aquel viejo y resbaloso sendero. Media hora tardó aquella persona, probablemente la única que había salido de su casa más de lo inevitable aquel día, en llegar de nuevo a la carretera de la costa, donde se puso a quitar la nieve de los cristales del coche, que había aparcado cerca del desvío hacia el Castello Miramare. No se veía ningún otro, nadie podía haber visto nada. De eso no cabía duda. Se quitó el gorro, se desabrochó el chaquetón y se metió en el coche.
Proteo Laurenti pasó la tarde delante del televisor, cambiando de un canal a otro. Todo le recordaba a Laura. A veces era un paisaje de Sicilia, donde habían pasado sus últimas vacaciones felices, llevándose unas cuantas esquirlas de piedra milenaria del templo de Hera en Selinunte; piedras que ahora guardaban en un jarrón de cristal junto con otras, recogidas en otros viajes. Luego era el mechón de cabello de una actriz o el escote de la presentadora de las noticias. Laurenti hizo memoria sobre cuánto tiempo llevaba sin acostarse con su mujer. Serían cuatro meses. Ella siempre había encontrado una manera de evitarlo. Así que eso era lo que duraba la historia con Pietro. Proteo trató de recordar lo que sucedía por aquel entonces, pero sólo consiguió recopilar fragmentos sueltos que no le daban una imagen completa de la situación. Aquella vez que Laura había ido ella sola a pasar el fin de semana en casa de unos amigos en Sorrento había vuelto cambiada, según creía él. ¿Sería que no había ido sola, como ella aseguraba? Proteo estaba como un león enjaulado, hablaba solo, maldecía y, una vez, dio tal grito que Marco salió de su cuarto a preguntar si pasaba algo. Pero, cuando su padre le dio a entender que no haciendo un gesto con la mano y evitando la mirada, se retiró otra vez. Proteo siguió haciendo zapping. Ya había ido a la cocina a por cerveza dos veces. Se sentía agotado y falto de concentración, no podía ni pensar en leer. Se tumbó en el sofá, bajó el volumen del televisor, cerró los ojos y se quedó transpuesto.
¿Laura? Al oír el timbre del teléfono, Proteo carraspeó para que no se le notara en la voz que estaba recién despertado. De todas formas, Laura se daría cuenta a la primera palabra, eso lo sabía.
–¿Comisario? –preguntó una voz desconocida al otro lado del teléfono.
–Al aparato.
–Escuche, va a tener trabajo. Ha llegado el momento.
Laurenti miró el reloj: las cuatro y veinte.
–¿Quién es usted? Hable más alto, por favor.
Era una voz masculina desfigurada. Barítono, pensó Laurenti, hablando por un móvil con el auricular tapado.
–Apenas le entiendo. ¿Qué ha pasado?
–Vaya a Contovello. Si se da prisa, llegará antes que los demás. Lo averiguará por usted mismo –y se cortó la comunicación.
Laurenti se quedó sentado en el sofá, inclinado hacia delante, mirando el auricular que tenía en la mano sin saber qué hacer. No, no volverían a llamar. Pero ¿por qué iba él a levantarse y hacer lo que había dicho aquel hombre? Además, le habría resultado imposible subir con su coche por la empinada carretera hasta el Carso. Ya era bastante dudoso que lo consiguiera un jeep con cadenas de la patrulla móvil. Laurenti llamó al puesto de policía de Opicina y pidió al agente de guardia que enviase un coche a inspeccionar el cercano pueblo de Contovello. Desde allí arriba sería más fácil llegar, y, en cualquier caso, lo más probable es que sólo hubiera sido una broma pesada. Lo más probable era que alguien del propio Contovello, desde su cuarto de estar bien calentito, quisiera divertirse viendo cómo los agentes de la policía arrastraban los pies por la nieve sin saber con qué fin. No conocía a nadie en el pueblo de quien pudiera proceder aquella llamada. En fin, que fuesen a comprobarlo los compañeros de Opicina, aquel condenado pueblo perdido en el que también vivía Pietro, el agente de seguros. ¡Ojalá se lo hubiera llevado la bora!
Laurenti volvió a echarse en el sofá, se tapó hasta las axilas con una manta de lana, dio un trago de cerveza templada de la botella y se puso a hacer zapping otra vez. Por un momento se había olvidado de Laura. Se sentía mejor. El trabajo siempre es algo a lo que agarrarse, incluso el trabajo que uno deja por hacer.
En el canal de deportes daban saltos de esquí, desde Austria. Una modalidad deportiva ridícula que jamás le había interesado. Se quedó amuermado viendo los saltos, que le parecían todos iguales y sin nada espectacular. Todos los esquiadores llegaban sanos y salvos a la meta. Aquellos hombres le parecían ridículos. Con aquellos trajes brillantes tan ajustados, parecían salchichas naranjas volantes, como esas que se comen en Alemania. Era lo que necesitaba, sólo el patinaje artístico le aburría más todavía. Y Proteo Laurenti volvió a quedarse dormido.
–¡Que no, Nicoletta, te digo que no salimos! ¡No hay barco que salga con esta tormenta! –Ugo Marasi llevaba unas zapatillas de cuadros grises y marrones muy usadas. El viejo pescador estaba en el cuarto de estar de su casa y miraba fijamente por la ventana.
–¡Maldita sea! Ya me lo imaginaba. ¡Pero están esperando la entrega! Además, ya vamos con retraso.
La pescadería no preocupaba a Nicoletta. El lunes sería un día muerto de todas formas. ¿Qué barco iba a salir con aquel temporal? Sin embargo, a sus socios, para quienes organizaba el transporte ilegal por mar de la otra mercancía hasta Trieste, no les importaban demasiado las dificultades de sus intermediarios.
–¡No hay nada que hacer! ¡Hoy no consigo sacar de casa a nadie! Ya sabes lo duro que es esto. Sólo podemos esperar que la tormenta amaine pronto. Claro que antes del martes no cuento con ello.
–Papá, si no lo conseguimos, tendremos problemas bien serios. ¡No tenemos más remedio que hacerlo! Lo he prometido, y Gubian espera mi llamada.
–Más al sur, en Istria, la bora tiene menos fuerza, eso también lo sabe Gubian. Si aquí sopla a setenta nudos, en Cittanova no serán más de treinta. Ya le vale a Gubian. Pero incluso para él resultaría difícil.
–Bueno, entonces mañana. Voy a llamarle. Os encontraréis donde siempre a medianoche.
–Imposible, Nicoletta. Si la tormenta sigue igual, tampoco mañana podremos salir. Nadie normal sale a la mar con este tiempo, ni hoy ni mañana... y, tal y como pinta la cosa, ni siquiera el martes.
–Eres el único de quien nadie se va a sorprender, papá. Si no hago la entrega, me retorcerán el pescuezo. ¡Te lo ruego, no me dejes en la estacada! Voy a organizarlo todo para el martes temprano. Los comercios están vacíos, seremos los únicos en tener pescado. El camión refrigerador viene el miércoles a las cinco de la mañana.
–Maldita sea, hija, ¿tú sabes la edad que tengo? ¡Que no! ¡Que te digo que no! Organiza el transporte por carretera.
–Con los puestos de frontera es demasiado arriesgado. Controlan demasiado. ¡Eres joven, papá! Tú siempre has salido a la mar, hiciera el tiempo que hiciera. Tienes un buen barco y la mejor tripulación de todas. Te lo suplico, sal.
Ugo Marasi no había negado un deseo a su hija en los últimos 34 años. Ella iba muy poco a verle, y a su madre menos todavía. Era terca como una mula, parca en palabras, una trabajadora empedernida que no conocía el descanso y cuya mirada sombría bastaba para mantener a los empleados sin parar en toda la mañana. Para colmo, les pagaba mal. También en la estatura se parecía a su padre: ancha de hombros, con unos brazos dignos de un campeón de lucha libre, el cuello corto y una cabeza de porte arrogante y forma casi cuadrada. Era una mujer hosca e impenetrable pero muy hábil en los negocios que lograba cuanto se proponía. Negociar con ella era garantía de derrota. Y no se le caían los anillos por trajinar ella misma con las pesadas cajas de pescado y hielo cuando pensaba que sus empleados trabajaban demasiado despacio. Muchos se preguntaban qué esperaba de la vida. Dinero no le faltaba, y nadie podía imaginarla casada y con hijos. En verano cerraba la pescadería durante tres semanas y desaparecía. Nadie sabía adónde iba de vacaciones. Regresaba igual de pálida que se había ido, tan sólo le desaparecían las marcadas ojeras. En cualquier caso, a la playa no iba; alguien había dicho una vez que Nicoletta era una pescadera que odiaba el mar.