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La resurreción de los muertos
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Visto desde América, Zell es un punto minúsculo perdido en la geografía centroeuropea. Pero visto desde la comarca del Pinzgau, Zell es nada menos que la capital. Diez mil habitantes, treinta tresmiles, cincuenta y ocho teleféricos, un lago. Lo creas o no. En diciembre pasado, dos americanos fueron asesinados en esta capital comarcal. Pero ahora escúchame.
Después de la guerra, a Zell le llegó la prosperidad. Le llegó de la mano del turismo de invierno. De repente, gracias a la nieve, el dinero estaba tirado en el suelo, como quien dice. Sólo tenías que vencer la pereza y doblar el lomo para recogerlo.
Mira a los del teleférico, por ejemplo. Lo único que hacen en todo el día es vigilar que no se les caiga nadie del asiento. Día a día miles de esquiadores se deslizan ante sus narices. Claro, lo normal es que nadie se caiga de un remonte. Y si llega a suceder, tampoco pasa nada. El tipo sólo tiene que darle al off de emergencia y parar la instalación. Eso no quiere decir que sea un trabajo fácil. Parece fácil, pero no es tan fácil como parece. Porque el frío… Ya pueden haberte traído los Reyes un buen mono térmico por Navidad. A la larga no te sirve de nada. Por eso a los de los remontes se les reconoce dondequiera que vayan por sus narices heladas, rojas como un tomate. Se diría que no son encargados de remontes, sino payasos camuflados que se burlan del carrusel de monigotes que ponen a girar, haga el tiempo que haga.
Pero Lois el del remonte que, según dice la gente, antes a veces dejaba subir gratis a los niños del pueblo, echaba pestes por algo muy distinto aquella mañana del 22 de diciembre, tras la noche más larga del año. No maldecía por el tiempo de perros que hacía, aunque de perros era.
Como siempre, había subido en el pisanieves del Wörgötter hasta la estación inferior del funicular panorámico. Allí, en medio de la penumbra del amanecer, se bajó de un salto de la máquina, y derechito fue a meterse en la cabaña donde, como cada mañana, encendió primero el radiador y luego la radio.
Y, como cada mañana, se encontró con que la víspera uno de esos mocosos había sintonizado la 3, lo que a Lois el del remonte sólo le mereció un escueto «emisora de cafres». Entonces, como cada mañana, giró muy despacio el mando del dial hacia la izquierda, pues era una radio de las de antes. Y te juro que alguien más lento que Lois para mover el sintonizador no se encuentra tan fácilmente. Se diría que está desactivando un explosivo. Además, le ves el dedo meñique rígido y apartado del resto de la mano como una rama seca. Y es que de niño un día casi se lo rebana con la sierra circular.
Luego, por fin, dio con la emisora. La suya. Esa en la que siempre hablan de los viejos tiempos y ponen buena música. Hacía media hora, Lois el del remonte aún estaba en el quinto sueño, pero ahora se daba el gusto de escuchar esas historias de siempre mientras iba bebiendo a sorbos su café de termo.
Por ejemplo, la historia de la nieve. Una y otra vez te venían con el cuento de que antes, cuatro lustros atrás y hasta hace un par de años, había mucha más nieve que ahora. Todo mentira. Quién si no Lois el del remonte iba a saberlo mejor.
El bulo lo echaron a rodar los dueños de los teleféricos y las pensiones porque sólo uno de cada dos o tres inviernos había nieve suficiente durante las fiestas navideñas. Y claro, el turista descontento. Porque el huésped germano de la Cuenca del Ruhr no se ha pasado el año entero ahorrando para luego tener que estar de brazos cruzados en la habitación del hotel. O deslizarse por campos apenas enharinados que ya el primer día le dejan hecho un Cristo el recién estrenado equipo de esquí. Es entonces cuando los gastrónomos suelen servirle el refrito del cambio climático. Porque así es el hombre, soporta mejor el mal mayor de la destrucción del planeta que el mal menor de la destrucción de los nuevos esquís.
Además, si eres turista, estés donde estés, te complace que un lugareño te dirija la palabra. Por eso, desde siempre los turistas alemanes y holandeses ponen buena cara cuando el camarero o gasolinero de turno les echa el cuento de que antes todo, y en especial la nieve, era infinitamente mejor. Y se arman de paciencia hasta que llega enero, porque en enero seguro que nieva, a menudo tanto que resulta imposible esquiar por los aludes.
Pero ese diciembre todo era distinto. Había tanta nieve que Lois el del remonte no veía prácticamente nada desde la cabaña, donde acababa de echarse al gaznate otro trago de su café de termo. En la radio alguien hablaba de la última vez que hubo tanta nieve. Lo creas o no, fue antes de la guerra.
Y a la que Lois sale de la cabaña, pues tiene que poner en marcha el telesilla para el recorrido de prueba reglamentario, alcanza a ver que el pisanieves del Wörgötter no da abasto con la nieve. «El oro blanco», la llamaban en Zell. En ese momento Lois no oye más que el ruido de la máquina y el telesilla que arranca. De hecho, lo separan del pueblo dos teleféricos; ni siquiera lo vislumbra porque la espesa nevada no le deja ver ni a un palmo de la nariz.
Tampoco ve ya el pisanieves, pero en esas el Wörgötter enciende los ocho focos del vehículo, y de golpe y porrazo toda la pendiente queda iluminada con luz espectral en aquella mañana oscura, tras la noche más larga del año.
Así y todo, Lois el del remonte sigue sin poder distinguir el bulto que se acerca lentamente sobre uno de los telesillas. Desde luego, se sorprende de la presencia de un objeto. Cada noche el remonte tiene que efectuar un recorrido de control, no vaya a ser que algún despistado se deje algo en el asiento. El suyo era el más antiguo de los remontes de Zell, todavía un monoplaza, ni siquiera doble. Pero hasta donde Lois recordaba, y era el segundo por años en la empresa, nunca una mañana habían encontrado algo sobre una silla.
−¡Esos mocosos! −despotrica entonces, y siente el frío de la ventisca que se va intensificando cada año en la medida exacta en que mejoran los anoraks.
−Esos mocosos no hicieron el recorrido de control.
Los mocosos eran los mismos que siempre sintonizaban la «emisora de cafres». Y cuanto más se acerca ahora el enorme bulto, más sombríos se le vuelven los pensamientos a Lois el del remonte.
Siempre ha tenido muy buena vista, pues suele protegerse los ojos con sus gafas de sol Carrera que le trajeron los Reyes hace unos años. Pero el bulto está cubierto por una capa de nieve tan gruesa que sigue sin apreciar su identidad. Aunque estaba a tiro de piedra, a un par de sillas de la estación inferior, como contó aquella noche en la Fonda de Rainer.
−Entonces vi que no se trataba de una caja de cervezas vacía que bajara de la Nueva Zelanda, la discoteca de la montaña, como creí en un principio. Y sentí… −contaría Lois el día 22 en la Fonda de Rainer, y de nuevo el 23, en El Ciervo Rojo, usando prácticamente las mismas palabras−: …y sentí que el corazón me daba un vuelco.
Cuarenta años llevaba Lois el del remonte a cargo del telesilla, y en todo ese tiempo hubo la tira de accidentes graves en las pistas. Martin el del helicóptero tuvo que venir varias veces; en dos ocasiones se cayó alguien al vacío y hasta muertos hubo; tantos que Lois ya había perdido la cuenta.
Ni qué decir de las víctimas de la Nueva Zelanda, gente que en la oscuridad baja las pistas a toda pastilla. Los borrachos, cuando se caen en la nieve, están demasiado cansados para levantarse. Y si estás borracho, la nieve te parece calentita. Se quedan ahí, pues, tumbados en la nieve calentita, y duermen un rato. Al día siguiente lo único que se puede hacer es mandarlos de vuelta a Alemania. Hechos fiambres, claro.
¿Pero un fiambre en el telesilla durante el recorrido de control matutino? En su vida había visto Lois cosa igual.
−¡Por los clavos de Cristo! −exclamó.
Ahora bien, tienes que saber que Lois hace ya años que actúa en el Teatro Patrio. La institución fue creada por la Asociación de Turismo a mediados de los años sesenta, pero a los foráneos se les ha vendido, naturalmente, como una reliquia de la edad de piedra. Ese invierno representaban La verdad sobre Gudrun Moser. Obra en tres actos de Silvia Soll, ponía en los carteles. Y en el reparto figuraba, en tercer lugar, Alois Mitteregger (Lois el del remonte).
Era uno de los favoritos del público. Ahora bien, lo del teatro no es nada comparado con el relato que ofreció Lois el del remonte en la Fonda de Rainer:
−¡Por los clavos de Cristo!, grité −dijo con voz tan potente que se le oyó en toda la sala−. Apago el remonte lo más deprisa que puedo dándole al off de emergencia, pero claro, ya no hay nada que hacer. Sólo que cuando estás asustado haces lo que sea y lo más rápido posible, aunque no tenga sentido. Pues si por la mañana hay alguien sentado en un telesilla, eso quiere decir que ha pasado allí la noche. Porque por la noche no circulamos −decía−. Por supuesto que me llevé un susto de órdago y en el acto me lancé a parar el telesilla. Primeros auxilios los hay, cómo no. Respiración boca a boca y eso. Pero qué boca a boca ni qué niño muerto si hay 15 centímetros de nieve sobre un cadáver. Aunque no fue hasta la mañana cuando comenzó a nevar. En la noche, el cielo estaba iluminado por las estrellas. Yo había salido con el perro, después de la película de las ocho, y había visto aquel cielo estrellado. Y cuando aquí, a finales de diciembre, el cielo está estrellado, quiere decir que hay al menos siete grados… −dijo Lois el del remonte− …bajo cero −añadió, y se quedó mirando a sus espectadores hasta que éstos empezaron a ponerse nerviosos. Pero tú no tienes por qué alterarte. Se trataba de una de esas pausas que ensayan en el Teatro Patrio. Y antes de que alguien interrumpiera su discurso, al estilo de un mal apuntador, Lois continuó−: Del susto que me da me lanzo hacia el off de emergencia y por poco me rompo la crisma. Aunque ya daba igual. Lo vi enseguida. Así y todo, me lanzo pues hacia el off, y zas, me resbalo en la nieve recién caída. Sobre esa plaqueta de hielo que no se va en todo el invierno. Ahí, donde la fila de los que hacen cola da la vuelta, y el terreno está un poco en pendiente, de manera que ellos, con sus cuchillas afiladas, no paran de pulir el hielo y ponerlo liso y resbaladizo durante toda la temporada. Normalmente, sé de memoria dónde está cada plaqueta, y hacía tiempo que no me pegaba un costalazo. En cambio, las holandesas… caen ahí como moscas, y es que tú no ves el hielo con la nieve recién caída. Pero yo, claro, sé que está ahí. Aunque en ese momento, con semejante susto, no me acordaba. Y la caída podía haber sido fatal si no llego a abrazarme al poste del off. Por los pelos me agarré a la mismísima palanca roja, y en ese preciso instante el teleférico se paró −dijo Lois el del remonte−. Se paró porque yo no me caí −continuó−. El caso es que vuelvo al asiento del telesilla donde está el cadáver, con las rodillas todavía temblándome del susto por haber estado en un tris de dar con mis huesos en el hielo. Pero cuando me pongo a quitar la nieve que cubre el cadáver, suena el teléfono de control en la cabaña. Y entonces no sé qué hacer: ¿quito la nieve o cojo el teléfono? El teléfono no para de sonar, y como al fin y al cabo ya daba lo mismo, entro rápidamente.
Quizás exageraba un pelín las pausas porque al decirlo empinó su vaso de cerveza y tomó un sorbo excesivamente largo.
−Entretanto, a la estación superior de mi remonte había llegado el Wörgötter. Otro que es zorro viejo −dijo sonriendo Lois el del remonte−. Pero no veas las voces que daba el hombre, agitado y descompuesto como estaba, gritando que allá arriba acaba de llegar un cadáver en uno de los asientos. Y que en el momento mismo en que llegaba, el teleférico se paró.