Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Robyn Carr
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Luz de luna, n.º 174 - junio 2014
Título original: Harvest Moon
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Traducido por Ana Isabel Robleda Ramos
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4401-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Para Nancy Berland, la mejor amiga y aliada que una escritora podría tener. ¡Gracias por todo lo que haces!
—Tengo que hablar contigo —dijo Phillip—. En mi despacho.
Kelly Matlock, sous chef, lo miró con incredulidad. En aquel preciso instante estaba evitando que un enorme italiano y un formidable sueco se arrancaran los ojos el uno al otro; el italiano con una espátula en la mano y el sueco con un cucharón de metal, peleaban por su espacio en la encimera, de modo que ausentarse en aquel momento para ir al despacho del director del restaurante le parecía absurdo.
—Estamos muy ocupados aquí, Phillip. No solo tenemos una batalla campal en la cocina, sino que además son las siete. Es el primer apretón de la noche. Pásate por aquí a las diez.
—Es urgente —contestó él—. Si no lo fuera, no te lo pediría, créeme.
—¿Dónde está Durant? —preguntó Kelly. Era el chef de cuisine, el chef principal.
—Dándose su vuelta de costumbre por el comedor. Presumiendo. Deja que estos dos idiotas se maten… andamos escasos de carne.
Esa sugerencia fue más eficaz que lo que Kelly había hecho hasta el momento para separarlos.
—Ahora mismo voy —le dijo. Le gustaba que pronunciasen su nombre Philippe, y no Phillip, aunque se había enterado de que no tenía ni una gota de sangre francesa en el cuerpo. Su acento era pura impostura. Fue a su taquilla, se quitó el delantal, cambió la chaqueta con salpicaduras por una blanca como la nieve y, tras dejar a otro cocinero al mando, salió.
Estaba casi convencida de que no había ninguna urgencia. Conocía bien a Phillip y su gusto por montar aquellas escenitas melodramáticas. Lo que más le complacía después de eso era flirtear con el personal femenino, y lo tercero liarse a gritos con Durant.
Algún día, cuando Kelly por fin llegase a chef de cuisine, se desharía de Phillip; jamás toleraría a un director con un comportamiento tan grosero e inaceptable.
Llamó con los nudillos a la puerta del despacho y abrió. El corazón estuvo a punto de parársele. Sentada allí, en una silla frente a la mesa de Phillip, estaba Olivia Brazzi, esposa de uno de los chefs más reputados, Luciano Brazzi. Aunque sus caminos se habían cruzado en varias ocasiones, en algunos eventos caritativos y en aquel mismo restaurante, no se conocían. Luca tenía acciones en el negocio, de modo que la presencia de Olivia, que trataba a menudo con Durant, no era inusual. Pero siempre la había ignorado como si se tratase del último mono de la cocina, indigno de su tiempo.
Olivia le sonrió con tanta dulzura que Kelly se preguntó en un arrebato de locura si no estaría soñando y Olivia había ido a decirle que renunciaba definitivamente a Luca.
La señora Brazzi estaba impresionante con aquel elegante vestido de crepé negro, medias negras y brillantes, tacones de aguja infinitos y unos diamantes colocados en su sitio exacto; desde luego no parecía tener ni mucho menos los cincuenta años que habría cumplido ya. Parecía una muchacha. Una joven sofisticada con los ojos azules como el hielo.
El estómago se le encogió. «¿Qué puede querer esta mujer de mí?», pensó. «¿Querrá que le organice una cena especial, o alguna fiesta?»
Olivia miró a Phillip.
—¿Nos dejas un momento, Phillip, por favor?
Kelly sintió que la cabeza le daba vueltas. En su lista de eventos más inesperados, un encuentro privado con Olivia Brazzi era poco más o menos como una abducción alienígena.
—Claro, Olivia —contestó, deteniéndose a besar el dorso de su mano un instante antes de salir. Kelly sintió náuseas.
—Señorita Matlock, por favor —ronroneó—, siéntese un momento.
Y con una mano pequeña y delicada señaló la silla que había al lado de la suya.
Kelly rezó en silencio. «¡Sea lo que sea, que acabe pronto!»
—Lamento que nuestro primer encuentro resulte tan incómodo, señorita Matlock, pero he venido a pedirle que deje de acostarse con mi marido.
Kelly abrió los ojos desmesuradamente a pesar de su deseo de mantener la compostura.
—¿Me está hablando en serio?
—Por supuesto que sí.
—Señora Brazzi, ¡yo no me acuesto con Luca!
—Seguramente hagan algo más que acostarse… en fin, a ver si podemos solventarlo todo rápida y discretamente, ¿le parece?
Tenía que reconocer que por lo menos era directa y franca. Y sus palabras parecían revelar que su marido y ella no estaban tan separados como él decía.
¡Pero ella no se acostaba con Luca! Aunque lo mejor sería no decir nada, porque lo que sentía por él aparecería tarde o temprano reflejado en su cara.
Kelly era guapa; sabía que lo era. Pero Olivia era una belleza. Y con estilo. Y una mujer experimentada. Su sofisticado aplomo resultaba incluso un poco desazonador. Había tenido que enfrentarse a los chefs más diabólicos del mundo y sin embargo hablar con la señora Brazzi la tenía intimidada por completo.
—Luca me lo ha contado todo: cómo se conocieron, cuánto tiempo llevan viéndose, etcétera. He de decir que es una historia que a estas alturas me resulta familiar. No es usted la primera, obviamente, pero imagino que eso ya lo sabe. A mi marido parecen gustarle particularmente las rubias. En fin, que quiero que rompan.
Sabía que no debía despegar los labios, pero aquello era demencial.
—Con todos mis respetos, señora Brazzi, no sé de qué me está hablando.
—Su aventura con mi marido dura ya unos tres meses, cuatro quizás. Se conocieron en un evento caritativo… es más, yo misma estaba presente. Les encanta intercambiar comida y eso les ha conducido a todo lo demás. Para Luca la comida es pasión. Su número de teléfono aparecía montones de veces en su móvil, así que le pregunté. No es la primera vez que pasamos por algo así. Los mensajes, las fotos, todo eso… quiero que termine.
Kelly se irguió.
—Señora Brazzi, conozco a su marido hace mucho más que tres meses. ¡Llevo tres años siendo sous chef aquí! Por supuesto que hemos tenido contacto en el ámbito profesional, a veces incluso con frecuencia. Este restaurante es suyo, aunque Durant piense a veces que él es el dueño, pero…
Olivia sonrió mirándola con indulgencia.
—Por favor, llámame Olivia. Al fin y al cabo, tenemos mucho en común. Y querida, estoy segura de que no deseas seguir adelante con esto. Déjame que te ilustre… la atención de mi marido dura poco. ¿Te ha hablado ya de sus otros hijos? De los que ha tenido fuera de nuestro matrimonio, quiero decir.
Si su intención era sorprenderla, lo había conseguido.
—Señora Brazzi, temo estar perdiendo el hilo de esta conversación. Me da la sensación de que este asunto les compete solo a su marido y a usted. Yo no puedo saber nada de…
—Hemos conseguido mantener esos desafortunados incidentes dentro de los estrictos límites de nuestra familia y nuestra empresa, pero si tú estuvieras verdaderamente unida a mi marido él ya te habría hablado de ello. Luca tiene grandes conquistas en su haber. Que yo sepa hay más de una docena de hijos, cuya existencia, dicho sea de paso, no se ve reflejada en nuestros libros, ya que mantengo nuestras finanzas bajo estrecha vigilancia. Lo lamento si lo que te he dicho te ha hecho daño, pero cuanto antes te olvides de Luca, mejor. Más sencillo será el final. Además, no vas a sacar nada de todo ello.
Kelly se puso de pie de un salto.
—¿Sacar? ¿Me está usted hablando de dinero? ¡Es imposible que pueda pensar que yo…
«Mierda». Tendría que haberse mordido la lengua porque lo que acababa de decir se parecía sospechosamente a una confesión, pero que la estuviese llamando cazafortunas le resultaba más ofensivo aún que la acusación de que andaba acostándose con Luca.
—Lo siento mucho —dijo Olivia—. No pretendía ofenderte. Seguramente lo querrás con locura, pero he de decirte que, aunque Luca se ocupa de los gastos de sus hijos, sus madres no se han podido beneficiar de ello y por lo tanto se ven obligados a vivir con sencillez. Y lamento decirte también que mis hijos no los han acogido precisamente con benevolencia. Como ya te imaginarás, no les complace que su padre sea un calavera. Me son muy leales.
—Señora Brazzi, es imposible que yo sepa nada de los hijos que ha tenido su marido fuera del matrimonio porque yo no soy su confidente. Hablo con Luca de recetas y menús, sobre experiencias culinarias y oportunidades laborales. Ha sido para mí un mentor y un amigo, pero…
—Ahórrate todo eso, guapa. No podrías haber estado con Luca tanto tiempo siendo una inocente. ¡Lo has estado llamando o escribiendo varias veces al día!
—¡Siempre respondiéndolo a él! —insistió. Era la verdad. Si había varios mensajes o llamadas en un día era porque estaba contestando a lo que él le había preguntado. Muy pocas veces había iniciado ella la comunicación. No quería parecer necesitada o desesperada—. Nunca habría querido molestarlo. ¡Es un hombre muy ocupado!
Olivia se acercó.
—He visto los listados de las llamadas, querida, y sé que estás enamorada de mi esposo. Tenemos que ponerle punto final a esta historia aquí y ahora.
«Desde luego», pensó Kelly. Su relación, tal y como era, acabaría de inmediato, pero no podía tolerar que la juzgara como lo estaba haciendo, como si fuera ella quien hubiese ido tras él, quizás por obtener algún beneficio. Luca le había contado que Olivia y él llevaban vidas separadas habitando bajo el mismo techo, que hacía más de veinte años que dormían separados, que permanecían juntos por el bien de sus hijos y por los acontecimientos sociales a los que asistían y que conducían a boyantes negocios. ¡Pero ella nunca había sido su amante!
A pesar de todo, hacía tiempo que había admitido ante sí misma que su relación no era del todo inocente. Luca la cortejaba con comida y palabras, decía haberse enamorado de ella, amarla apasionadamente. Y aunque ella le había dicho que jamás iniciaría una relación con un hombre casado, lo cierto era que bebía sus alabanzas y se alimentaba de su adoración como un cachorrito hambriento.
Aun así, no se podía imaginar qué había debido ver Olivia Brazzi para deducir que entre ellos había una relación sexual. Lo mejor sería acabar cuanto antes con aquella conversación y preguntarle a Luca qué estaba pasando.
—Señora Brazzi, créame si le digo que no sería capaz de hacerle daño a su familia. Luca debería haberle ahorrado el mal trago de tener que venir aquí. De hecho, si él me hubiera dicho que era mejor poner punto final a nuestra amistad, yo lo habría comprendido y no me habría sentido ofendida.
No obstante, lo que la señora Brazzi le había contado de su preferencia por las mujeres rubias, las conquistas y los hijos habidos fuera del matrimonio no le parecía propio de Luca.
Pero tampoco debería extrañarle la sorpresa.
Olivia se rio.
—¿Quién crees que me ha enviado a hablar contigo, querida? No es la primera vez que tengo que ir limpiando detrás de él.
—¿Pero se ha vuelto loca? —le gritó antes de poder contenerse.
—Sé que la mala educación campa a sus anchas en las cocinas —respondió Olivia con el ceño fruncido—. Créeme: lo he presenciado en multitud de ocasiones, y he de decirte que, para mí, carece por completo de atractivo. Sí, Luca me ha enviado a que hablar contigo. Pensó que, si era yo la que te lo decía, lo entenderías.
—Esa es la cuestión: que no lo entiendo. ¿Por qué iba a querer hacerme esto, si yo no supongo amenaza ninguna para usted? Bastaba con que me dijera que se sentía incómoda con nuestra amistad y eso habría puesto punto final a cualquier clase de comunicación entre nosotros.
—Buen intento, cariño —dijo Olivia—. Anoche, mientras él estaba en el baño, le miré el móvil. Pude repasar un par de semanas de llamadas, un par de mensajes de voz tuyos con voz sensual y algunos mensajes de texto que no había borrado. Nos peleamos y acabamos negociando. Fue entonces cuando me dijo que, si era yo la que venía a pedirte amablemente que te olvidaras de él, dejaría de contestar a tus llamadas. Yo accedí. Como ya había hecho antes. ¿Podemos dar entonces por terminada la relación?
Kelly frunció el ceño y se echó a reír a carcajadas. ¿Mensajes con voz sensual? ¿Ella?
—Señora Brazzi, me temo que se ha dirigido usted a la chica equivocada. ¡Soy incapaz de dejar un mensaje con voz sensual ni a él ni a nadie!
¡Y el Luca que ella conocía era más capaz de explotar como una bomba que gimotearle una confesión a su esposa y rogarle que le ayudara a poner fin a una relación de la que solo había un rastro telefónico! Además, Kelly estaba lo suficientemente paranoica como para no haber dejado nunca ningún texto sugerente ni ningún mensaje de voz. Sabía que Luca tenía un montón de asistentes.
Había creído la explicación que él le había dado sobre que ambos tenían un acuerdo y que su divorcio estaba en fase de negociación. Por otro lado, los mensajes que podía haber visto en su teléfono, del tipo: Estaré en la oficina del restaurante a las cinco. Quiero verte, ¿no podían haber sido enviados a cualquier chef con el que quisiera hablar, o a un compañero, o a Durant, o a Phillip?
¿Cabía la posibilidad de que Olivia estuviera un poco mal de la cabeza?
Sinceramente le sorprendía que Luca siguiera pretendiéndola. La mayoría de hombres con el atractivo, el dinero y la influencia de Luca Brazzi la habrían dejado a un lado para buscarse a otra mujer más dispuesta que ella a dejarse arrastrar a la aventura que Olivia estaba convencida de que tenían.
Resultaba irrelevante que Kelly lo deseara, que adorase a aquel hombre o que se creyera enamorada de él. Se las había arreglado para mantenerlo a distancia porque estaba casado. Y porque carecía por completo de experiencia con los hombres.
—Creo que tiene que hablar de todo esto con Luciano —le dijo, moviendo la cabeza—. No estoy segura de lo que está pasando aquí.
—Si es ese el caso, querida, espero que no te sorprenda si no consigues ponerte en contacto con él.
—Señora Brazzi, si su marido es un mujeriego, si le es infiel, tiene hijos con sus amantes y no le importa arrastrar su buen nombre por el fango, ¿cómo es que sigue a su lado?
—Es una buena pregunta. Nosotros nos casamos para toda la vida, tenemos una familia grande, somos socios, y partir una empresa internacional tan grande como la nuestra sería complicadísimo. Además, no te quepa duda de que mi nombre aparece en todos los documentos clave. Y aparte de todo eso, dejando a un lado sus defectos, lo quiero. Es un genio, un hombre dotado y complicado que perdería el norte sin mí. Tiene la costumbre de decirle a sus conquistas que no hay nada entre nosotros, pero por supuesto no es cierto porque dormimos juntos todas las noches. Somos marido y mujer, querida. En fin… voy a resumirte lo que va a ocurrir a partir de ahora: me ha dado su palabra de que no volverá a ponerse en contacto contigo. Vuestro romance se disuelve aquí y ahora y ya puedes buscarte a otro. Gracias por tu tiempo.
Se dio la vuelta y antes de que Kelly pudiese contestar, la mano de Olivia estaba en el pomo de la puerta.
Kelly dio rienda suelta a lo que de verdad pensaba:
—¡No puedo imaginarme a mí misma espantándole las novias al hombre que amo! ¿Por qué lo hace usted?
Olivia se volvió y le dedicó una sonrisa cargada de paciencia.
—Confía en mí, tengo mis razones. Millones de razones, de hecho. Buenas noches, señorita Matlock.
Kelly volvió a la cocina y la encontró caliente, llena de vapor y de vida, con el griterío y el caos típico de las siete y media de la tarde. Como en una especie de trance, se quitó la chaqueta blanca y la cambió por la que tenía unas salpicaduras antes de ponerse el delantal. Claro que cabía la posibilidad que Luca le hubiera mentido; era posible que solo pretendiera consumar la aventura que había despertado las sospechas de Olivia antes de que existiera.
O bien Olivia podía estar mintiendo sobre que su marido la había enviado para poner punto final a lo suyo.
En cualquier caso no iba a despejar sus dudas en aquel momento, así que se zambulló en el tráfico de la cocina y comenzó a revisar comandas, a mover platos en la zona de camareros sin quitarle el ojo a los ayudantes de cocina para intervenir cada vez que se necesitaba de su asistencia.
Luca era propietario de muchos restaurantes y accionista mayoritario en otro buen montón de ellos repartidos por todo el mundo, tenía una línea comercial de alimentos y aparecía con regularidad en un programa televisivo de ámbito nacional, pero a pesar de todo ello no era sorprendente que ella lo conociera. Su debilidad era la cocina francoamericana, y se había asociado con Durant para abrir La Touche hacía ya unos cuantos años. Una de sus residencias familiares estaba en la zona de la bahía y por eso visitaba con frecuencia su local, y mientras su esposa y las amigas de ella se sentaban en el comedor a cenar, para Luca la cocina seguía siendo lo más importante, no los programas de televisión ni sus otros negocios, lo cual era su mayor encanto. Y a Kelly le encantaba cuando estaba entre los fogones del restaurante: todo el mundo mantenía una respetuosa distancia, y la cocina entera quedaba bajo control como con nadie más, seguramente porque Durant, listo como un zorro y capaz de reconocer a sus superiores, se comportaba como un profesional cuando Luca aparecía en la cocina.
Ella lo había adorado nada más conocerlo, pero nunca se había imaginado que él pudiera devolverle el sentimiento. Hacía bastante poco que le había prometido un puesto de chef de cuisine, mucho antes de que le hablara de sus sentimientos.
Intentó no darle importancia al hecho de que Durant y Phillip estuviesen hablando junto al frigorífico. ¿Desde cuándo charlaban esos dos, si se pasaban la vida discutiendo a cara de perro por el control del restaurante? Seguramente estarían hablando de ella.
Esa sensación de inestabilidad volvió a presentarse, pero la desechó. Con un grito anunció que el salmón estaba preparado, que la crème brûlée estaba lista para el soplete y que el filet iba retrasado.
Le estaba costando algo de trabajo respirar y el corazón se le aceleró. De pronto sintió una especie de quemazón en el pecho.
«Esto debe pasarle a cualquiera cuando la mujer de un hombre viene a decirle que se olvide de la aventura que tiene con él cuando en realidad no tiene nada de nada», pensó. «¡Y seguramente me lo merezco! Siempre he sabido que debía haberle dicho que hablaríamos cuando hubiera firmado el divorcio».
Pero el dolor más intenso le llegó cuando se imaginó a Luca vendiéndola así, admitiendo ante su mujer que estaban muy unidos, quizás demasiado, para luego enviarla a ella a hacer el trabajo sucio.
Empezó a jadear. El aire no le llegaba a los pulmones. Se echó mano al pecho. Parecía ardor de estómago, solo que ella nunca tenía ardor de estómago. Empezó a sudar.
La sonrisa cruel de Durant apareció ante su cara, lo cual no tenía nada de raro porque ambos medían lo mismo.
—¿Te has acostado con Luca Brazzi, pedazo de idiota?
Kelly puso los ojos en blanco y cayó redonda al suelo.
Cuando se despertó, un hombre con una camiseta azul le sonrió. La estaban trasladando en una camilla hacia un vehículo en cuyo techo brillaban unas luces rojas y azules. Llevaba una máscara que le tapaba la nariz y la boca. Sintió un fuerte zarandeo cuando la subieron al interior de la ambulancia.
—Hola —le dijo el hombre después de cerrar las puertas—. ¿Se encuentra mejor?
Kelly se quitó la máscara.
—¿Dónde… pero qué…?
—Se ha desmayado y se ha hecho un pequeño corte en la cabeza. En el electro no se ve nada pero tiene que estudiarlo el cardiólogo. Tiene la tensión un poco alta y el desmayo le ha durado algo.
A continuación, le preguntó:
—¿Cómo se llama el presidente? ¿En qué año estamos? ¿Dónde trabaja?
Después de responderle, le auscultó el corazón y volvió a tomarle la tensión. Ella levantó un brazo y se vio una vía.
—Se la hemos puesto por si necesitábamos administrarle algún medicamento. ¿Padece asma? ¿Es alérgica a algo?
Por puro instinto hizo ademán de incorporarse.
—No, estoy bien. Es que…
—Enseguida llegamos, señorita Matlock— le dijo él, empujándola suavemente por el hombro para que permaneciera tumbada—. Tiene que verla el médico —vio que manipulaba la vía que le salía de la mano y que le introducía algo con una jeringa. Luego le vio sonreír con cierta incomodidad—. Esa cocina… creo que nunca volveré a comer fuera.
—¿Eh?
—En serio. Estábamos todos allí dentro y ellos seguían gritando no sé qué de las espinacas y pasando de un lado al otro por encima de nosotros. ¿Es que no paran ni siquiera cuando a un chef le puede estar dando un ataque al corazón?
Ella se llevó la mano al pecho y lo miró asustada.
—¿He tenido un infarto?
—No lo creo. Ahora está estable, pero tenía algunos síntomas. Uno de los cocineros dijo que le vio agarrarse el pecho y que le costaba respirar, así que tiene que examinarla el médico. Pero le juro que esa cocina parecía un manicomio.
Kelly volvió a tumbarse. Se sentía muy cansada.
—Sí, ya lo sé.
—¿Siempre tienen tanto estrés?
Ella asintió. «Dejando a un lado lo de la mujer de Luca, ha sido una noche como tantas otras».
Él se sonrió.
—Increíble. He tenido que desalojar la cocina…
—¿Eh?
—He tenido que pedirles que apagasen los fogones y que salieran zumbando de allí si no querían que llamase a la policía. Sé que mucha gente tiene trabajos muy estresantes: cirujanos, agentes de bolsa, pilotos… pero yo jamás trabajaría en esa cocina.
—¿No le gusta cocinar? —le preguntó con voz cansina.
—Me encanta. Soy el que mejor cocina del parque —sonrió—. Es que también trabajo en el parque de bomberos. Y, claro, también este trabajo tiene su estrés, pero noté la diferencia nada más poner el pie en esa cocina. Nosotros trabajamos en equipo. Podemos contar los unos con los otros.
Kelly se sentía cada vez más lejos de allí. Apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.
—¿Me ha dado algo?
—Un valium. Lo ha ordenado el médico de urgencias. Así se calmará un poco. Tiene mucha ansiedad, que podría ser la responsable del pulso acelerado y la tensión alta.
—Nosotros también trabajamos en equipo. Tenemos que hacerlo para poder estar en una cocina de cinco estrellas…
—Sí, pero en su equipo apartan al herido a patadas, y eso puede pasar factura a su sistema nervioso.
—Ya… pues el valium ese está arreglándolo.
Sonrió.
—Échese una siesta, que ya queda poco.
—¿Tengo mi bolso? —preguntó—. ¿Podría usar el móvil?
—Primero que la vean los médicos. Luego le busco el teléfono. De todos modos ahora está demasiado grogui para poder usarlo.
Al parecer no las iba a palmar. Al menos por ahora. Y tampoco tenía móvil. Debía habérsele caído del bolso cuando la llevaban a la ambulancia.
Después de cinco horas en urgencias, le dieron el alta. Le entregaron un volante para que la viera el cardiólogo en consulta, otro para hacer una prueba de esfuerzo y otro más con un internista para que se ocupara de bajarle la tensión, que seguramente había subido por el estrés. En los análisis que le hicieron vieron que también tenía anemia, pero afortunadamente el golpe del desmayo no le había provocado conmoción alguna.
Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue ir al restaurante a ver si encontraba su móvil. No hubo suerte, y decidió llamar a Phillip a su casa aunque lo despertara.
—¿Quién le dio mi bolso a los de la ambulancia? —le preguntó.
—Yo —contestó él con un bostezo de cansancio—. Yo soy la única persona que puede abrir todas las taquillas. Pensé que necesitarías el carné y la tarjeta sanitaria.
—Pero el móvil no estaba y en casa no tengo línea fija. Además todos los números, la agenda, el calendario con todas las citas… están en ese teléfono.
—Miraré cuando abramos, pero no lo vi al cerrar.
—Yo estoy en el restaurante ahora; conozco el código de la alarma.
—A ver —dijo con la voz algo dormida aún—, tienes que tomarte un par de días para averiguar por qué narices te desmayaste, lo que por cierto nos ha costado una pasta. ¿Qué te dijeron en el hospital?
—Que no era nada. Me pondré bien. Aun así me voy a tomar esos días para acudir a las citas que me han concertado. Me tomaré unas vitaminas o algo por el estilo y tendré que ir a comprarme otro teléfono si se ha perdido el mío.
—Mira debajo del equipo, de las taquillas y demás. A lo mejor alguien le dio una patada sin querer al salir.
Kelly suspiró.
—Ya lo he hecho.
—Pues lo siento —contestó él y colgó.
Pero ella siguió hablándole al aire.
—Gracias, Phillip. Ya estoy mucho mejor. Qué amable eres ofreciéndome tu ayuda para lo que necesite…
Colgó y de un golpe puso el teléfono en su sitio.
Lo cierto era que no se encontraba tan bien. Aún estaba algo grogui por los efectos del Valium. El médico de urgencias le había dicho que no solo tenía la tensión alta, sino que los molares estaban desgastándose porque apretaba los dientes dormida. La sensación de mareo y las palpitaciones debían de ser debidas a un ataque de ansiedad, algo que intentarían verificar si fuera posible. Estrés más anemia más agotamiento habían dado lugar al desmayo.
—¿Esto va a matarme? –le había preguntado al médico de urgencias. A lo mejor, si no era grave, podía saltarse las siguientes citas.
El hombre se había encogido de hombros.
—Es posible. De lo que no cabe duda es de que afectará a su calidad de vida. Debería considerar muy en serio la posibilidad de tomarse las cosas más calma, si es que puede.
Aparte quedaba el pequeño detalle de que le habían roto el corazón: eso sí que era una herida mortal a su calidad de vida.
Por suerte, se acordaba de los números más importantes que tenía almacenados en el teléfono perdido: el de su hermana Jillian y el de Luca. Y para su vergüenza más absoluta, el primero que marcó fue el de Luca. Saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje que decía:
—He perdido el móvil y tengo un número nuevo. Debería quedársete grabado con esta llamada, pero, si no es así, es el 555.76.04, con el mismo prefijo que antes. Llámame por favor. Me he llevado una buena sorpresa. Si no recibo noticias tuyas, tendré que pensar que tu mujer me estaba diciendo la verdad: que la habías enviado tú para que hablase conmigo y me informara de que no podemos seguir teniendo amistad de ninguna clase: ni personal, ni profesional.
Acto seguido, le envió el mismo mensaje escrito. Luego intentó hacerlo también vía correo electrónico, pero antes tenía que crearse una cuenta. Perder el teléfono en el que llevaba toda la información y las direcciones de correo estaba resultando ser una tremenda complicación.
El día acabó sin saber una palabra de Luca. Qué frustración.
Una vez pasó consulta con el cardiólogo y el internista llamó a la secretaria de Luca, Shannon.
—Hola, Shannon, soy Kelly Matlock, sous chef de La Touche. He perdido mi móvil y tengo un número y una cuenta de correo nuevos. Estoy intentando contactar con Luca porque tengo una cuestión de trabajo que hablar con él. ¿Te importaría pasarle mi número nuevo y la dirección de correo y pedirle que me llame o que se ponga en contacto conmigo?
—Claro que no, señorita Matlock. Vendrá por el despacho en una hora.
Pero su nuevo móvil siguió sin sonar.
Llamó entonces a su hermana a Virgin River, pero lo único que le dijo fue que había perdido el móvil y que quería darle el número del nuevo. Ya le contaría lo ocurrido cuando los médicos confirmaran el diagnóstico y la crisis hubiera pasado. No quería preocuparla. Además, Jillian había pasado también una etapa difícil y acababa de volver con su hombre, así que se limitó a enclaustrarse en casa y a esperar a que el dichoso móvil nuevo sonara. Traicionó su propio orgullo llamando un par de veces más al móvil de Luca, pero al menos su voz sonó tan profesional como siempre en los mensajes que le dejó.
El segundo día le trajo los resultados de las pruebas, que afortunadamente resultaron no ser tan catastróficos. Tuvo que comprarse en la farmacia medicación para la tensión y algunos ansiolíticos suaves, además de unas vitaminas con hierro. Iba a ponerse bien. Los médicos le recomendaron que cambiara su dieta —¿mejor que la de un cocinero de cinco estrellas?—, que descansara más y que redujera el estrés.
«Sí, ya», se dijo, riéndose para sus adentros.
Cerró las persianas y se tumbó con intención de descansar, pero el sueño se le resistía. La verdad era que detestaba aquel apartamento, un pequeño piso de dos habitaciones que costaba una fortuna por estar en el centro y que había alquilado por estar tan cerca del restaurante que apenas tenía que usar el coche.
Le encantaba la ciudad pero detestaba su piso, aunque pasaba en él bastante poco tiempo. Durante tres años, su vida se había desarrollado en torno al restaurante. Tenía amigos, buenos amigos, a los que apenas veía. Pocas veces disponía de tiempo para charlar y relajarse en su compañía. No recordaba la última vez que había ido al cine. Trabajo, trabajo y más trabajo… y en gran parte solo para mantener su puesto, no porque disfrutase con él. Incluso su vida amorosa parecía empezar y terminar en La Touche.
Volvió después de haberse tomado dos días de descanso. Un par de ayudantes de cocina habían llegado antes que ella y estaban troceando y cortando en dados. No le preguntaron cómo estaba. Kelly se puso de inmediato a trabajar y comenzó por hacer inventario del contenido de la cámara frigorífica mientras la cocina iba llenándose de empleados poco a poco. Oyó discutir y reconoció las voces de Phillip y uno de los cocineros pero se resistió al deseo de mirar. Ojalá Phillip se limitara a ocuparse del comedor y dejara tranquilo su territorio, pero tenía por costumbre meterse constantemente en los asuntos de los demás. Al poco tiempo, Durant empezó a soltar improperios contra los cocineros. Oyó que llamaba «inútil» a Phillip y le decía que era un idiota que debería mantenerse alejado de su cocina.
Pronto no quedó un solo espacio vacío en la cocina, creció el ruido, la temperatura y la tensión. Cada uno tenía su territorio: vegetales, pasta, carne, pescado o dulces. Durant vio algo que no le gustó y vació el contenido de una sartén en el fregadero mientras llamaba a una cocinera «estúpida» e «incompetente». Era una joven ayudante de cocina con la que le gustaba meterse porque podía hacerla llorar.
—¡Matlock! —gritó—. ¿Estás viendo esto, o andas jugando?
Kelly no le hizo caso y sacó los filetes y el salmón de la nevera.
Durant era una máquina de criticar. Todo le parecía mal. Kelly sintió que el pulso se le aceleraba y que la frente se le humedecía de sudor. Dios, esperaba no volver a desmayarse. No podía permitirse otro viajecito en ambulancia.
El móvil que ahora llevaba en el bolsillo del pantalón sonó brevemente. Había entrado un mensaje de texto. A pesar de los pesares deseó que fuese Luca y que le dijera que todo lo que su mujer había dicho era mentira y que la quería. No podía ser cierto, pero aun así lo deseó. En aquella abarrotada y perversa cocina se sentía tan sola… tanto que lo que deseaba de verdad era echarse a llorar.
Era curioso… no había llorado en las cuarenta y ocho horas que habían pasado desde que la mujer de Luca le había hecho pedacitos y los había arrojado a la calle. ¿No debería haber sido un mar de lágrimas?
En el mensaje había una foto. Un montón de calabazas con sus ramas. Era de Jillian. El mensaje decía: ¡Las hojas de los árboles cambian de color ante nuestros mismos ojos! Las calabazas y los melones están maduros y siguen creciendo. Estamos sentados en el porche de atrás bebiendo limonada y empapándonos de todo esto. Nunca había visto tanta belleza. Ojalá estuvieras aquí.
—¡Matlock! —gritó Durant—. ¡Nada de teléfonos en la cocina! Guárdalo o te lo tiraré donde no llegue la luz del sol.
Ella sonrió y agrandó la foto de las calabazas. Nunca había visto tanta belleza. Ojalá estuvieras aquí.
—¡Matlock, vaca estúpida, he dicho que…
Fue en aquel instante cuando de pronto se dio cuenta de que se le había agotado la paciencia. Había terminado allí.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y le dio la espalda a Durant. Con cuidado guardó sus cuchillos en su funda de cuero y fue a su taquilla. Nunca solía tener muchas cosas en ella. Metió en la bolsa de lona el par de chaquetas limpias que siempre guardaba, un par de pantalones de cocina, su segundo par de zuecos, copias del horario y del menú… El monedero le entró por los pelos en la bolsa de lona.
«No tengo nada aquí», pensó. «Nada ni a nadie. Luca no va a ponerme un restaurante y Durant no va a permitirme ascender. Cada día va a consistir en esto. ¿Calidad de vida? ¡Ja! Lo único que tengo es la tensión alta, las muelas planas, ataques de ansiedad y a nadie».
Se la colgó del hombro y atravesó la cocina en dirección a la puerta de atrás.
—¡Matlock, si sales por esa puerta, me aseguraré de que no vuelvas a trabajar en esta ciudad!
Ella sonrió.
—¿Me lo prometes?
Y salió.
Aplausos y vítores acompañaron su salida, junto con los gritos de Durant y sus insultos. Era imposible saber si los ayudantes de cocina la vitoreaban porque se iba y su puesto quedaba libre o porque admiraban su valor.
Daba igual. Se fue al apartamento que odiaba para empaquetar su vida.
Lo que Kelly quería en realidad era sentirse menos sola, relajarse lo suficiente para dejar de apretar los dientes por la noche y alejarse de ese infierno que era la cocina de La Touche. Contempló la foto de las calabazas unas veinte veces antes de pasarla al ordenador para poder verla mejor y en un tamaño mayor. Se imaginó a sí misma sentada en el porche viendo cambiar de color las hojas.
Por supuesto, siendo chef, se imaginó también sopas calientes, pan recién hecho y un horno de leña que acompañase a los colores del otoño.
Su hermana Jillian se había hecho rica durante sus diez años de vida en pareja con un fabricante de software, lo cual le había permitido comprarse una gran casa victoriana en cuatro hectáreas de tierra en Virgin River, pero los sous chefs que no tenían su propio restaurante, ni su propia marca de comida, ni su propio programa de televisión solo ganaban un salario decente. Tenía poco ahorrado, aunque tampoco estaba sin blanca, pero mientras se recuperaba de Durant y compañía sabía que Jill le ofrecería gustosa una cama. Ya buscaría en Internet y entre sus contactos algún puesto de chef menos asfixiante. En un momento como aquel, dinero y prestigio eran mucho menos importantes que un poco de tranquilidad.
Sin decirle una palabra a Jill sobre lo que había pasado, recogió cuanto tenía en su casa y apiló las cajas junto a la entrada. No tenía mucho, y tampoco tardó mucho. En el coche metió algo de ropa, sus especias, recetas y cuchillos y, puesto que su hermana no era particularmente aficionada a la cocina, sus sartenes y sus manteles favoritos. Le dejó la llave al vecino para que los de la mudanza pudieran entrar a recoger lo que dejaba, llamó a su casera para decirle que aquel iba a ser su último mes de alquiler y se puso en camino. Solía haber una larga lista de espera para apartamentos como aquel, en el centro de San Francisco, así que su casera no tendría problemas para reemplazarla.
Cuando ya llevaba recorrido parte del camino hasta Virgin River, empezó a preparar la explicación de por qué se presentaba sin avisar, sin pedir permiso, sin haberle hablado a su hermana de sus circunstancias. Sintió la presión crecer a medida que se acercaba. De las dos hermanas, Jill siempre había sido la más impetuosa mientras que ella solía ser más práctica y hacer planes a más largo plazo. Jill se había lanzado a un trabajo para el que no se había formado solo porque despertaba su interés y se había enamorado de un hombre al que apenas conocía, mientras que ella siempre había sido mucho más sólida, más centrada. Su hermana era brillante en relaciones públicas, marketing y negocios, de eso no cabía duda, y además siempre estaba dispuesta a correr riesgos. Ella, no.
Y al final resultaba que era ella la que había acabado trabajando para un chef lunático y maltratador, se había enamorado de un hombre más casado que separado y había terminado por salir huyendo a un pueblo para evitar un colapso total de sus nervios. Ella, que había ayudado a su hermana a enfrentarse a todas las pruebas de su vida, desde su primer periodo hasta su primer año en la facultad, había terminado comportándose como una cobarde. No sabía si Jill la compadecería o se reiría de ella, la verdad.
Había calculado que llegaría a Virgin River hacia las seis, y se le ocurrió que no sería mala idea pasarse por el bar que había en el centro del pueblo, Jack’s, e infundirse ánimos con una copa de vino antes de continuar hasta casa de su hermana. Llevaba dos días casi sin dormir y no había comido. ¿Cómo iba a comer ni dormir con lo que le había ocurrido?
Lief Holbrook entró en Jack’s y se sentó a la barra. Siendo octubre, y plena temporada de caza, el local estaba lleno de hombres vestidos con camisa caqui, chaleco rojo y sombrero que disfrutaban de una cerveza para rematar la jornada. Todos iban en grupos. Él era el único sentado solo.
No era la primera vez que se daba cuenta de que encajaba allí mucho mejor que en Los Ángeles, e infinitamente mejor que en Hollywood. Se había criado en una granja en Idaho, así que lo suyo era ir de vaqueros, botas y camisa informal, más que con pantalones de traje y zapatos italianos.
Y es que al final él era escritor y no actor. La mayoría de su trabajo se hacía desde casa y a veces detrás de la cámara, nunca delante.
También era hombre de espacios abiertos: cazador y pescador. Precisamente mientras realizaba esas actividades, cazar, pescar o trabajar con las manos, era cuando se le ocurrían las historias. De hecho últimamente había dedicado más tiempo a la pesca que a la escritura, más a la introspección que a la producción. Su hijastra, Courtney, requería un montón de energía mental. Acababa de cumplir catorce años, y era una adolescente atribulada que había perdido a su madre hacía dos años. Desde entonces parecía estar en caída libre. Había tenido que sacarla de Los Ángeles y llevarla a un lugar más tranquilo, un lugar en el que pudieran volver a establecer lazos.
Nada más lejos de lo que estaba ocurriendo aquella tarde.
—¿Cerveza? —le preguntó Jack.
—Sí, gracias.
—¿Dónde está tu chica? —le preguntó mientras le servía.
Lief se sonrió. Sabía que Jack se refería a Courtney, la única chica con la que había salido en los dos últimos años.
—Hemos tenido una pequeña diferencia de opinión y necesitábamos darnos espacio.
—¿Y eso? —le puso la cerveza delante sobre una servilleta—. ¿Qué diferencias de opinión pueden tener un hombre de cuarenta con una cría flacucha de catorce?
—La elección de guardarropa. Las preferencias televisivas. Sitios de Internet. Participación en las tareas del hogar. Aspecto físico. Dieta. Y forma de hablar, en particular cuando está enfadada. Y se enfada con asiduidad.
—¿Has ido a ver al consejero del que te hablé?
—Tenemos una cita para la semana que viene, pero, si quieres que te diga la verdad, siento lástima por ese tío. No sabe lo que se le viene encima. Menuda boquita tiene.
—Conozco a Jerry Powell y puedo decirte que es más duro de lo que parece. Trató a mi amigo Rick, que entonces tenía veinte años, acababa de volver de Irak con una pierna menos y estaba hecho polvo, te lo aseguro. La verdad es que yo no tenía mucha esperanza en que pudiera salir de aquello, pero al final lo consiguió, y según él todo gracias a Jerry —pasó el trapo por la barra—. Por su consulta pasan montones de críos enfadados y amargados, así que supongo que sabe lo que se hace —Jack se inclinó hacia él—. ¿Tú crees que es por lo de su madre?
Lief asintió.
—Eso, tener catorce años y ser nueva en el colegio.
—Yo no tengo demasiada experiencia en todo eso. Rick era como un hijo para mí y cuando tenía esa edad era un crío encantador. Irak le destrozó durante un tiempo, pero ahora está recuperado, aun con la pierna ortopédica y todo. Se ha casado, cuida de su abuela y está terminando la carrera. Quiere ser arquitecto. ¿Qué te parece?
—Buena elección. Yo estuve construyendo decorados de película en Los Ángeles durante años. Me gustaba construir. Podía pensar mientras hacía algo productivo.
—¿En serio? Buen trabajo ese. Seguro que conociste a un montón de…
Jack se interrumpió al ver entrar en el bar a Kelly Matlock. De hecho todo el bar se quedó prácticamente en silencio. Cuando una rubia guapa entraba en un establecimiento lleno de hombres al final de una jornada de caza solía ocurrir.
—Guau… —murmuró Lief.
Kelly se quitó la chaqueta, la colgó en la percha que había junto a la puerta y se encaminó al único sitio libre que había junto a la barra. Al lado de Lief. Antes de darse cuenta de lo que hacía, se levantó antes de que ella se hubiera sentado.
—Vaya, vaya —dijo el dueño del establecimiento—. No esperaba volver a verte tan pronto.
—Ni yo. ¿Cómo estás, Jack?
—Estupendamente. Te presento a un nuevo vecino, Kelly: Lief Holbrook. Lief, ella es Kelly Matlock, chef en la zona de la bahía. Su hermana vive aquí.
Kelly le ofreció la mano.
—Un placer.
—¿Qué te sirvo, Kelly?
—No tendrás un buen vodka al que puedas ponerle un palillo con cuatro olivas, ¿verdad?
—¿Te vale Ketel One?
—Perfecto.
Solo entonces Kelly miró a su alrededor.
—He estado un par de veces aquí y nunca lo había visto tan lleno —comentó.
—Estamos en temporada de caza —explicó Lief—. Creo que les has impresionado. No se esperaban que pudiera aparecer aquí una mujer guapa como tú. ¿Vienes a visitar a tu hermana?
—Sí. ¿Y tú llevas poco tiempo viviendo aquí?
—Así es. Apenas un mes.
Jack volvió con la copa de Kelly.
—Pruébalo y dime si vale lo que pago por él.
Levantó la copa, tomó un delicado sorbo y cerró los ojos. Luego sonrió.
—Eres brillante.
Jack se echó a reír y colocó un cuenco de frutos secos y otro con galletitas.
—Me encanta que flirtees conmigo, Kelly.
Y se alejó a ocuparse de otro cliente.
—Bueno… así que eres chef.
Tomó otro sorbo.
—Bueno, ese es el problema. Sigo siendo chef, pero hace un par de días que abandoné el restaurante con el chef de cuisine gritándome a la espalda que nunca volvería a trabajar en San Francisco. Por eso se me ha ocurrido parar aquí para armarme de valor antes de contarle a mi hermana que me he quedado sin trabajo y sin casa.
Lief enarcó las cejas.
—Deduzco que no se espera que tu visita vaya a ser… larga.
—Ni larga ni corta. No le he dicho que venía. Ha sido una decisión impulsiva. ¿Alguna vez has estado en la cocina de un restaurante grande?
Él negó con la cabeza.
—Pues no, la verdad.
—Pues es brutal. No puedes tener miedo. Yo siempre he sido buena cocinera, pero me costó años desarrollar el tipo de valor necesario para devolver los gritos o esquivar lo que sea que se le ocurra lanzarte al chef de cuisine cuando se enfada. Y al parecer esa audacia no me salía de forma natural. Soy más una cocinera que un pandillero.
Él apoyó el codo en la barra y se volvió por completo hacia ella.
—¿Y lo sabes porque…
—Porque creía llevarlo bien hasta que acabé el otro día en las urgencias del hospital por culpa del estrés.
—¿Y por eso decidiste dejar el trabajo? —preguntó aunque la respuesta fuese obvia.
Ella se quedó callada. Tomó un sorbo de vodka, pescó una oliva y se la comió.
—La cosa no ha sido tan sencilla. Tenía un amigo muy querido, mi mentor… admito que la relación estaba profundizándose, pero es que él me había dicho que estaba separado de su mujer, que estaban a punto de firmar los papeles del divorcio. Hace unos días su mujer se presentó a verme en el trabajo. ¿Te he dicho que mi mentor es socio en el restaurante? También es dueño de muchos otros. Me dijo que su marido la enviaba para deshacerse de mí sin ruido. Hubo una escena en la cocina y en cinco minutos todo el mundo supo de qué me había acusado —tomó otro sorbo—. Aun así, lo peor fue que, cuando lo llamé para preguntarle por qué demonios me había enviado a su mujer, ni siquiera se dignó contestarme —miró a Lief con sus enormes ojos azules—. Yo que esperaba que fuera un cuento de su mujer…
Lief le apretó brevemente una mano.
—Así que, encima de todo lo demás, te han partido el corazón.